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APÉNDICES

CRONOLOGÍA DEL TIEMPO DE LAS REFORMAS Y LOS DESCUBRIMIENTOS

1401

Llamada a concurso para la escultura de las puertas del Baptisterio de Florencia. Dos años más tarde la obra es asignada a Lorenzo Ghiberti.

1423

Brunelleschi es nombrado director vitalicio para la construcción de la Cúpula de la catedral de Florencia.

1424

Ghiberti comienza a labrar las «Puertas del Paraíso».

1434

Cosme de Médici, Señor de Florencia.

1440

Lorenzo Valla publica su Discurso sobre la falsa y engañosa donación de Constantino

1446

Muere Brunelleschi, un año después de haber terminado el cascarón de su Cúpula.

1453

Bizancio cae en manos del imperio turco.

1462

Marsilio Ficino instala La Academia Platónica en la villa de Carreggi.

1468

Leonardo da Vinci se convierte en pupilo del taller de Andrea Verrochio en Florencia.

1469

Lorenzo el Magnífico hereda en Florencia el poder de su abuelo Cosme.

1485

Sandro Boticelli pinta El Teología Platónica.

1486

Cristóbal Colón se presenta en la corte de los Reyes Católicos para conseguir apoyo a su expedición hacia Catay y Cipango.
Giovanni Pico della Mirandola publica sus al dolce stil nuovo.

1487

Las carabelas de Bartolomé Díaz doblan el Cabo de Buena Esperanza.

1489

Erasmo de Rotterdam ingresa en el monasterio agustino de Steyn.

1492

Cae el Reino de Granada, último bastión islámico en la península ibérica.
Muere Lorenzo el Magnífico. Fin de La Academia Platónica.
Descubrimiento de América.

1494

El Papa divide el Nuevo Mundo entre España y Portugal por la bula Inter Caetera.

1495-98

Leonardo pinta La Santa Cena en el convento dominico de la ciudad de Milán.

1498

Fray Girólamo Savonarola muere quemado en la hoguera.
Miguel Ángel esculpe La Piedad.
Maquiavelo asume un cargo secretarial en el nuevo gobierno republicano de Florencia.
Bartolomé de las Casas llega a América como secretario de Colón.

1501

Miguel Ángel comienza el David.

1506

Cristóbal Colón muere en España.

1507

Copérnico difunde las primeras copias de su sistema heliocéntrico.

1508-12

Miguel Ángel pinta la bóveda de la Capilla Sixtina.

1509

Enrique VIII asume el trono de Inglaterra.

1510

Bartolomé de las Casas recibe en Cuba la ordenación sacerdotal.

1511

Sermón del dominico Fray Antón de Montesinos.
Publicación de El Elogio de la locura, de Erasmo de Rotterdam.

1513

Maquiavelo escribe El Príncipe.
Vasco Núñez de Balboa descubre el océano Pacífico.

1517

Lutero publica las 95 Tesis en Wittenberg.

1519

Carlos V es elegido Emperador.
Hernando de Magallanes zarpa rumbo a las Islas Molucas.
Hernán Cortés asume el mando de la expedición de Velázquez en el continente americano.
Francisco Pizarro participa en la fundación de la ciudad de Panamá.

1520

Noche Triste de Hernán Cortés (30 de junio).

1521

Carlos V convoca la dieta en Worms, en la que se proscribe a Lutero.
Juan Sebastián Elcano corona la expedición de Magallanes llegando a las Islas Molucas.
Ignacio de Loyola cae herido en el combate de Pamplona.

1524

Erasmo publica De libero arbitrio. Un año más tarde Lutero responde con su De servo arbitrio.

1527

Las tropas imperiales de Carlos V saquean la ciudad de Roma, hecho con el que los historiadores ponen fin al renacimiento romano.

1530

Enrique VIII exige al clero juramento de obediencia.

1531

Francisco Pizarro inicia su expedición al Perú.
Aparición de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego en México.

1535-41

Miguel Ángel pinta El Juicio Final en la Capilla Sixtina.

1535

Ejecución de Tomás Moro.

1536

Primera edición de la Institución Cristiana, de Calvino.
Llegada de la primera imprenta a México.

1538-39

Francisco de Vitoria imparte sus Relectiones en la Universidad de Salamanca.

1540

Paulo III confirma la fundación de la Compañía de Jesús.

1542

Promulgación de las Leyes Nuevas.

1543

Aparición de la obra Sobre las revoluciones de los orbes celestes de Nicolás Copernico.

1545-63

Concilio de Trento.

1547

Triunfo de Carlos V en la Batalla de Mülhberg.

1551

Fundación de la primera universidad americana en Ciudad de México.

1552

Publicación de la Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas.

1554

Felipe II contrae matrimonio con su prima, María Tudor, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón.

1555

Carlos V convoca dieta en Augsburgo, donde se establece el principio cuius regio, eius religio.

1556

Felipe II asume la corona de España.

1557

Victoria de Felipe II sobre Francia en la Batalla de San Quintín.

1559

Calvino funda la Academia de Ginebra, más tarde universidad.

1571

Batalla de Lepanto. Gran victoria cristiana sobre la armada turca.

1572

Matanza de San Bartolomé en Francia.

1577

Juan de la Cruz escribe el Cántico Espiritual.

1580

Felipe II asume la corona portuguesa.

1584

Llega a término la construcción del Monasterio de El Escorial.

1586

El Greco pinta El Entierro del Conde de Orgaz.

1588

Derrota de la Armada Invencible de España.

1594

Enrique IV se convierte en rey de Francia.

1598

Edicto de Nantes. Paz religiosa en Francia.
Muerte de Felipe II.

ÍNDICE DE NOMBRES Y LUGARES

Abraham

Acosta

Adán

Adriano VI, Papa

África

Alberto Magno

Alejandro Farnesio

Alejandro VI, Papa

Alemania

Alfonso de Aragón

Alfonso de Este

Alhambra

Almanzor

Alonso de Molina

Alonso de Ojeda

Alonso Ponce

Ana Bolena

Andrea Pisano

Andrea Verrochio

Andreas Osiander

Andreas Vesalio

Angelo Poliziano

Antón de Montesinos

Antonio de Herrera

Antonio de Marchena

Antonio Pigafetta

Antonio Manetti

Aragón

Aristarco

Aristóteles

Atahualpa

Ausburgo

Bartolomé de las Casas

Bartolomé Días

Basilea

Bernal Díaz

Berruguete

Bizancio

Bocaccio

Bohemia

Bolonia

Brandenburgo

Brasil

Bucero

Burgos

C. S. Lewis

Cabo de Buena Esperanza

Cabo Verde

Cajamarca

California

Canadá

Cardenal Cayetano

Cardenal Contarini

Cardenal Jiménez de Cisneros

Cardenal Richelieu

Cardenal Thomas Wolsey

Careggi

Carlomagno

Carlos Borromeo

Carlos V

Carlos VIII

Caronte

Carrión

Castilla

Catalina de Aragón

Catalina de Medici

Cebú

Cellini

Cempoala

César Borgia

Cesena

Chile

China

Cholula

Cicerón

Clemente de Alejandría

Clemente VII

Clovio

Colombia

Colonia

Constantino

Cracovia

Creta

Cristina de Milán

Cristo

Cristóbal Colón

Cristóbal de Peralta

Cristóforo Landino

Cuahctemoc

Cuba

Cuernavaca

Cuzco

Daniele da Volterra

Dante Alighieri

David

Della Robbia

Demóstenes

Diego Colón

Diego Velázquez

Dinamarca

Dionisio

Doménikos Theotokópulos

Domingo Báñez

Domingo de Soto

Domingo Soraluce

Donatello

Duque de Alba

Durero, 73

Ecolampadio

Ecuador

Eduardo VI

Eisleben

Enrique II

Enrique IV

Enrique VIII

Erasmo de Rotterdam

Escocia

España

Estrabón

Eurípides

Europa

Eva

Federico de Prusia

Felipa Muniz de Perestrello

Felipe II

Felipe Neri

Fernández de Enciso

Fernández de Oviedo

Fernando el Católico

Ferrara,

Filipinas

Filippo Brunelleschi

Finlandia

Flandes

Florencia

Florida

Fra Angelico

Francesco del Giocondo

Francesco Melzi

Francia

Francisco Cuéllar

Francisco de Asís

Francisco de Borja

Francisco de Orellana

Francisco de Toledo

Francisco de Vitoria

Francisco I

Francisco Pizarro

Francisco Villafuerte

Francis Drake

Frauenberg

Fray Juan de Zumárraga

Fray Luis de León

Galileo Galilei

García Jarín

Garcilaso de la Vega

Génova

Ghirlandaio

Ginebra

Ginés de Sepúlveda

Giorgio Vasari

Giotto

Giovanni Pico della Mirandola

Girolamo Savonarola

Goethe

Goliat

Gonzalo Gómez de Espinoza

Gonzalo Pizarro

Gonzalo Ximénez de Quesada

Granada

Grecia

Guadarrama

Guillermo de Ockham

Guillermo Farel

Guinea

Guipúzcoa

Hércules

Hernán Cortés

Hernando de Magallanes

Hernando de Soto

Holanda

Holbein

Horacio

Huáscar,

Huayna Cápac

Hungría

Inca Garcilaso

Inglaterra

Isaac Newton

Isabel Clara Eugenia

Isabel I

Isabel la Católica

Isla del Gallo

Isla de Mactán

Isla La Española

Italia

Jacobo de la Vorágine

Jamaica

Jan Hus

Japón

Joachim Westphal

Johannes Kepler

John Knox

John Wycliff

Josué

Juan Boscán

Juan Calvino

Juan de Austria

Juan de la Torre

Juan Luis Vives

Juan Sebastián Elcano

Judas

Julio II, Papa

Juvenal

La Rábida

Las Antillas

Leonardo da Vinci

León Battista Alberti

León X, Papa

Lepanto

Lima

Lisboa

Londres

Lorenzo el Magnífico

Lorenzo Ghiberti

Lorenzo II de Medici

Lorenzo Valla

Lucca

Luciano

Ludolfo de Sajonia

Ludovico el Moro

Luis de Requesens

Luis XII

Machu Pichu

Maguncia

Mama Ocllo

Manco Cápac

Manco II

Manresa

Mantegna

Mantua

Marco Polo

Margarita de Austria

Marqués de Villena

Marsilio Ficino

Martín Lutero

Martín Paz

Masaccio

Mateo Ricci

Mauricio de Sajonia

Maximiliano de Habsburgo

Max Weber

Medina del Campo

Melachton

Menéndez Pelayo

México

Michelozzo

Miguel Ángel Buonarotti

Miguel de Cervantes

Miguel de Servet

Milán

Moctezuma

Moisés

Moravia

Mühlberg

Napoleón Bonaparte

Nápoles

Nicolás Copérnico

Nicolás de Ovando

Nicolás de Rivera

Nicolás Maquiavelo

Noé

Noruega

Nueva España

Oaxaca

Obispo Fisher

Orleáns

Otumba

Ovidio

Pablo Picasso

Padua

Países Bajos

Palacios Rubios

Palos

Panamá

Pánfilo de Narváez

Paolo Ucello

Paracelso

París

Parmigianino

Pascal

Paulo III

Paulo IV

Pedro Canisio

Pedro de Alvarado

Pedro de Halcón

Pedro de Ledesma

Pedro de Mendoza

Pedro de Valdivia

Petrarca

Picardia

Piero della Francesca

Piero de Medici

Pisa

Platón

Plauto

Plinio

Plotino

Plutarco

Polonia

Pollaiuolo

Porto Santo

Portugal

Prusia

Ptolomeo

Rabelais

Rafael Sanzio

René Descartes

Rheticus

Ricardo Rich

Río de Janeiro

Rodrigo de Triana

Roma

Romaña

Rotterdam

Rousseau

Sajonia

Salamanca

San Agustín

Sandro Botticelli

San Esteban

San Francisco Javier

Sangallo

San Ignacio de Loyola

San Jerónimo

San Juan Bautista

San Juan de la Cruz

San Pedro

San Quintín

San Salvador

Santo Domingo

Santo Tomás de Aquino

Séneca

Sevilla

Siena

Solimán el Magnífico

Steyn

Suiza

Tabasco

Tenochtitlán

Teodoro de Beze

Terencio

Tetzel

Tibaldi

Tintoretto

Tito Livio

Tiziano

Tlaxcala

Toledo

Tomás Moro

Toscana

Transilvania

Trento

Tréveris

Trujillo

Urbino

Valladolid

Vasco de Gama

Vasco Núñez de Balboa

Vaticano

Venecia

Venezuela

Veronés

Victor Hugo

Viena

Viracocha

Virgen María

Virgilio

Voltaire

Wartburg

Westminster

Wittenberg

Worms

Yucatán

Zurich

Zwinglio


Retratos. El tiempo de la las reformas y los descubrimientos (1400-1600)

© 2009 by Gerardo Vidal Guzmán

©  2009 para todos los países de habla española, excepto Chile, Argentina y Uruguay, by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

ediciones@rialp.com


Cubierta: Embarque de Cristóbal Colón(detalle), Pietro Bagatti Valsecchi. Galleria Palatina, Florencia.

© 2004. Foto Scala. Florencia.

ISBN eBook: 978-84-321-3798-3

ePub: Digitt.es

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura, para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.



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A mi esposa, Soledad.
A mis hijas, Florencia, Antonia y Asunción.

ÍNDICE

Introducción

LORENZO GHIBERTI Y FILIPPO BRUNELLESCHI El despertar del renacimiento florentino

LORENZO DE MÉDICI Y LOS SABIOS DE LA ACADEMIA La renovación de las letras y del pensamiento

NICOLÁS MAQUIAVELO El nuevo rostro de la política

LEONARDO DA VINCI La fugaz encarnación del genio

MIGUEL ÁNGEL BUONAROTTI El sublime vuelo de las artes

CRISTÓBAL COLÓN El primer encuentro de dos mundos

HERNANDO DE MAGALLANES Y JUAN SEBASTIÁN ELCANO La primera vuelta al globo

HERNÁN CORTÉS La conquista de Nueva España

FRANCISCO PIZARRO En el corazón del Perú incaico

FRANCISCO DE VITORIA La defensa de los indios y el nacimiento del derecho internacional

MARTÍN LUTERO La reforma de la Iglesia

ERASMO DE ROTTERDAM El humanismo, entre la tradición y la reforma

CARLOS V La última defensa de la unidad

NICOLÁS COPÉRNICO La reforma de los cielos

JUAN CALVINO La religión de los elegidos

ENRIQUE VIII Y TOMÁS MORO La reforma al servicio del poder

SAN IGNACIO DE LOYOLA La caballería ligera del Papa

EL GRECO Y SAN JUAN DE LA CRUZ La Reforma católica y la cultura mística de Castilla

FELIPE II Grandeza y miseria del imperio español

CONCLUSIÓN

APÉNDICES

Cronología del tiempo de las reformas y los descubrimientos

Índice de nombres y lugares

INTRODUCCIÓN

Este cuarto volumen de mi serie de Retratos posee, al menos, una característica distintiva en relación a los otros tres libros anteriormente publicados1. El trascurso de tiempo comprendido en sus páginas no constituye un universo histórico completo, en el que sea posible distinguir un inicio, una época de plenitud y un declive final. Grecia, Roma y el Medioevo se prestaban para ser comprendidos en esos términos. Pero la época que se extiende entre 1400 y 1600 está lejos de visualizarse como un todo; es más bien el inicio de algo nuevo, con todas las incoherencias de un proyecto en construcción. Más que agotarse en estos siglos, tiende a proyectarse hacia el futuro.

Esto explica por qué, a diferencia de los tres volúmenes anteriores, en este no resultan evidentes los rasgos que definen la unidad del período. Todo lo cual exige una explicación de mi parte.

Permítaseme partir con una imagen. Los años que vivió Occidente entre 1400 y 1600 pueden ser gráficamente comparados al proceso de ruptura de un cascarón. Se trata de una transformación fácilmente imaginable. Visto desde dentro, un huevo constituye un universo completo: para el nuevo ser que allí se forma, sus límites son también su protección. Durante mucho tiempo sus paredes le ofrecen calidez y certeza, pero, inevitablemente, llega el momento en que éstas comienzan a resultarle estrechas y, desde el mismo instante en que eso sucede, el nicho deja de ser confortable. La incomodidad se convierte en esfuerzo: se produce un temblor, un remezón, un desgarro... Hasta que, en medio de golpes, tanteos y presiones, los muros terminan de abrirse ofreciendo el paso a un mundo desconocido.

Al esfuerzo y la tensión sucede entonces un movimiento inverso de extrañeza. Después de haber conquistado laboriosamente nuevos horizontes, el recién llegado se siente inconfortable y atemorizado. Pero ya no puede echar pie atrás; le es preciso someterse a un proceso de aprendizaje que le permita orientarse de nuevo. Debe aprender a vivir en el mundo que ha descubierto. Y no está dicho que en ese proceso no cometa equivocaciones, algunas de ellas muy dolorosas.

Pues bien, lo que permite comprender el período que se extiende entre 1400 y 1600 como una unidad («el tiempo de las reformas y los descubrimientos»), es la fuerte conmoción a la que la cultura se ve sometida en su esfuerzo por quebrar los moldes heredados de otras épocas. Es verdad que gran parte de este movimiento surge de la vitalidad intrínseca de los últimos siglos del Medievo, pero también que gracias a él se abre paso en la historia la modernidad. Con ella terminarán para siempre los tiempos del Medioevo.

De este modo, el carácter unitario de este tiempo se juega en la voluntad, más o menos consciente de sus protagonistas, por romper los límites del mundo que han recibido, ya sea expandiendo sus fronteras (descubriendo), ya sea repensando sus tradiciones (reformando). Por eso mismo, se trata de una época convulsa, en permanente búsqueda de equilibrios capaces de sustituir a los que ella misma está desechando, y que pueden ser bien caracterizados acudiendo a conceptos como «expansión» y «conflicto».

Tales esfuerzos se realizan al menos en tres ámbitos distintos. El primero y más obvio es el de la cultura, cuyo común denominador es, sin duda, el gozoso redescubrimiento de la antigüedad clásica. En las artes los frutos de este período son tan evidentes que han dado a luz (y con toda justicia) la misma palabra «Renacimiento». Pero más allá de eso, el redescubrimiento de la Antigüedad y el Humanismo proponen importantes desafíos a la cultura. ¿Qué papel juega la tradición cristiana frente a la renovación del pensamiento antiguo? O más radicalmente, ¿qué sentido tiene el redescubrimiento de la antigüedad clásica? ¿Se trata de un retorno al paganismo o de una revitalización de la tradición cristiana occidental? No son preguntas que admitan fácil respuesta. Ni siquiera entre los contemporáneos es posible hallar acuerdo.

El segundo escenario está constituido por los descubrimientos geográficos y astronómicos que contribuyen a transformar la antigua imagen del cosmos. En esta época viajeros y observadores rompen sistemáticamente los límites del mundo medieval: rutas, mares, océanos y continentes aparecen de la nada; incluso los cielos muestran un nuevo rostro.

La tarea que esta ruptura trae consigo es casi infinita. En primer lugar, incorporar cultural, religiosa y económicamente, el continente americano al mundo occidental. En segundo lugar, escudriñar el cosmos, sondeando el orden que gobierna el universo físico. Al mismo tiempo será preciso preguntarse por el sentido humano y cristiano de los nuevos mundos que se están descubriendo. Esto precisamente es lo que manifiesta la polémica hispana en torno al debido trato a los indígenas o la incipiente discusión que enfrenta el saber filosófico-teológico con el científico y que llegará a su clímax durante el siglo siguiente.

El áspero escenario político-religioso de la Europa del tiempo constituye, finalmente, el tercer ámbito. Durante esta época termina de derrumbarse la institución imperial a manos de las naciones-estado. La institucionalidad religiosa sufre un proceso del todo análogo; el universalismo cristiano se fragmenta en diversas confesiones de carácter nacional o supranacional, y el papado pierde parte de su autoridad.

En esta nueva atmósfera, Occidente deberá reorganizar por completo sus equilibrios. Las distintas confesiones cristianas se verán abocadas a repensar su identidad, redescubriendo sus raíces y reformando sus tradiciones. Todas ellas tendrán que aprender a convivir, controlando los impulsos de la intolerancia y el fanatismo. Y lo mismo sucederá con las naciones, forzadas a coexistir valorando los equilibrios políticos y dominando las aspiraciones hegemónicas.

Por todas partes se advierten tirones, ajustes y tensiones. Es comprensible. En estos dos siglos, Occidente rompe el cascarón del Medioevo, que le había permitido madurar y desarrollarse, para afrontar nuevos desafíos. Será preciso que adecue sus ojos al nuevo entorno. Pero terminará lográndolo y, esta vez, los frutos serán de alcance universal.

1Retratos de la Antigüedad Griega (Ed. Rialp, 2006), Retratos de la Antigüedad Romana y la Primera Cristiandad (2007), Retratos del Medioevo (2008). También he escrito un libro de retratos de mujeres, que podría insertarse en la misma línea: El otro lado del espejo. Mujeres en un mundo de hombres (Taurus, 2006). En este último libro he incluido dos retratos particularmente relevantes para el período que se extiende entre 1400-1600: Isabel la Católica y Santa Teresa de Ávila.

LORENZO GHIBERTI Y FILIPPO BRUNELLESCHI
El despertar del renacimiento florentino

Cuando se trata de situar en el mapa los tiempos llamados a sustituir al Medioevo, los estudiosos no parecen tener dudas. Podrán discutir sobre el nombre del perío­do, su duración o la valoración que le es debida, pero todos apuntan con el dedo a las ciudades de Italia.

Por aquel precoz 1400, la península difería del resto de Europa en varios aspectos esenciales. En primer lugar, sus ciudades eran ricas. Génova y Venecia controlaban la mayor parte del comercio mediterráneo; Florencia y Milán constituían importantes centros de manufactura y comercio. Todas ellas podían darse el lujo de albergar una burguesía significativa, razonablemente bien posicionada y con altos índices de educación y cultura.

En segundo lugar, cada ciudad poseía una identidad clara y definida. Su población giraba en torno a los cincuenta mil habitantes; la participación política era entusiasta y el orgullo cívico, boyante. Nadie admitía reservas cuando se trataba de hacer grande a la propia tierra. Venecianos, genoveses o florentinos competían por demostrar la valía de su propia ciudad, sin esquivar ningún escenario: ni el de las artes, ni el del comercio, ni el de la guerra.

Finalmente, Italia, más que ninguna otra parte de Europa, se encontraba bajo el embrujo de la antigüedad clásica. La península ofrecía un contacto privilegiado con las ruinas romanas. Los jarrones, las medallas y los frisos hacían volar la imaginación de los hombres. Las rítmicas cadencias del latín clásico, las formas políticas del republicanismo romano y, especialmente, las artes plásticas, impregnadas de realismo y proporción... Todo traía a la mente recuerdos de una época dorada.

La seducción que experimentaba Italia ante aquellos fragmentos de la Antigüedad iba de la mano con el estigma que arrastraban sus propios tiempos. En la mente de aquel temprano 1400, el aprecio por el pasado parecía exigir un cierto desprecio del presente. ¿Qué tenía que ver el bárbaro latín de la escolástica con el suave fluir de la retórica de Cicerón? ¿Había producido el Medioevo algo parecido a la poesía de Virgilio? Aun en ruinas, ¿qué construcción podía competir en pie de igualdad con el Foro, el Coliseo o el Panteón romano? Para los hombres del tiempo, ninguna. Ni siquiera las catedrales góticas. Hoy apenas lo recordamos, pero «gótico» fue una etiqueta peyorativa creada en esos tiempos para referirse a un arte «propio de godos» (es decir, bárbaros).

No se trataba de un sentir pasajero. Hacía más de cincuenta años que la queja por la presente «decadencia» aparecía una y otra vez entre los hombres cultos de aquel tiempo: los humanistas. Petrarca, poeta y padre de todos los intelectuales del tardo medioevo, había afirmado tajantemente que, para revitalizar el arte y el pensamiento, era imprescindible recuperar la cultura antigua. Si esto implicaba olvidar el legado de los siglos precedentes, bienvenido fuera: el mundo no sería menos por ello.

A esta misma nota se había ajustado el concierto de voces que le había seguido. Para los humanistas era posible prescindir del Medioevo sin pecado, culpa ni escrúpulos.

Aquella nueva sensibilidad había establecido su sede en la hermosa localidad de Florencia. No se trataba de una elección caprichosa: la ciudad del Arno lo tenía todo para ser la cuna del Renacimiento. Poseía la mejor tradición medieval sobre la cual empinarse y, desde que había albergado a genios como Giotto, Dante y Bocaccio, el talento jamás le había vuelto la espalda.

Durante todo el s. xv las circunstancias le fueron propicias. Una cuota no despreciable de buena estrella permitió a Florencia salir indemne de las guerras territoriales de inicios de siglo: logró expandirse hacia el mar y hacia los Apeninos, y consolidar su prosperidad. Más adelante, en 1451, firmó un tratado que selló la amistad con los otros cuatro poderes dominantes de la península (Roma, Venecia, Génova y Nápoles), y por primera vez en casi cien años, Florencia se vio libre de ataques e invasiones. Los Médici, sus gobernantes, se mostraban a la altura de la ciudad que conducían. Cosme (1389-1464), el patriarca de la familia, hacía gala de notables habilidades políticas al mando de la ciudad, y su gobierno terminaba por cimentar la grandeza de Florencia.

Los Médici, sin embargo, no se contentaron con ser los estadistas de una urbe poderosa. Fueron también hombres de letras y, sobre todo, mecenas. No querían pasar a la historia en calidad de mandatarios; pretendían hacerlo como protectores de la cultura y de las artes. Con ese fin apoyaron la creación artística mostrándose pródigos hasta el derroche. Palacios, iglesias y plazas; relieves, esculturas y pinturas… nada era demasiado costoso para los Médici cuando se trataba de embellecer Florencia.

Siguiendo su ejemplo, otras familias poderosas emplearon sus recursos con igual propósito. Los Pitti, los Pazzi, los Rucellai, los Strozzi… rivalizaron con ellos en la misma empresa, sin escatimar energías ni recursos con el fin de convertir a Florencia en el centro de Europa. Y lo lograron: fue en este clima de prosperidad y mecenazgo donde surgió el Renacimiento.

Con tales estímulos, los antiguos artesanos que habían encabezado la creación artística durante el Medioevo mudaron la piel para transformarse en un colectivo distinto. Abandonaron el modesto anonimato de otros tiempos, el mismo que durante tantos siglos había asimilado a los artistas con los albañiles, para convertirse en personajes célebres, reconocidos en la calle y distinguidos en los salones. Las artes habían dejado de constituir un simple oficio para transformarse en expresión del genio.

El nuevo ambiente hizo efecto de inmediato en el alma de los artistas. No sólo tomaron conciencia de su propio valor como creadores de belleza; aprendieron a competir entre ellos, disputándose arduamente la admiración popular y, con el incentivo de la fama, que se ganaba en esta vida, comenzaron a soñar con la creación de obras inmortales. El aplauso, el reconocimiento y la gloria se transformaron en la obsesión común del gremio. Brunelleschi, Alberti y Michelozzo en la arquitectura; Donatello, Ghiberti y Verrocchio, en la escultura; Masaccio, Mantegna y Piero della Francesca en la pintura…, todos estaban por demostrar, según el dicho de su biógrafo, que «nada despierta más los ánimos de los hombres que el honor y la gloria» (G. Vasari).

Resulta muy difícil escoger algunos nombres en la larga lista de genios que protagonizó el renacimiento artístico de inicios del s. xv. Aun a riesgo de parecer arbitrario, propongo a dos de ellos: Lorenzo Ghiberti y Filipo Brunelleschi. No en vano ambos crearon los mayores símbolos de la revolución que, desde Florencia, sacudió las artes de toda Europa: las «Puertas del Paraíso» y la Cúpula de la Catedral de Santa María de las Flores.

* * *

El primer indicio de la revolución que estaba fraguándose en las artes, tuvo lugar el año 1401, cuando el gremio responsable del Baptisterio de Florencia decidió sacar a público concurso los bajorrelieves de las majestuosas puertas de bronce que ornaban aquel edificio. Tal vez no lo sabían, pero con aquella llamada estaban ofreciendo al Renacimiento de las artes su primer escenario.

El Baptisterio era un pequeño templo octogonal dedicado a San Juan Bautista que contenía las fuentes bautismales de la ciudad. Aquel hermoso templete contaba tres distintas fachadas; la primera, situada de cara a la catedral, y las otras dos, por los lados. En una de estas últimas, Andrea Pisano había esculpido, pocos años antes, algunas escenas tomadas de la vida de la Virgen María. Se trataba de una obra hermosa, pero discreta. ¿Podía ser superada? Los responsables del concurso esperaban que sí, y los florentinos se manifestaban de acuerdo en que en tal iniciativa no se debía escatimar presupuesto.

De las dos grandes puertas que esperaban ser labradas, se sacó a concurso la primera. El certamen llenó por completo el gusto y la sensibilidad del tiempo. Muy dado a venerar a sus genios, el pueblo florentino siguió con pasión todos los eventos relacionados con aquella convocatoria, especialmente cuando comenzaron a llegar artistas de toda Italia para postular a la obra.

De entre los recién llegados, el jurado responsable del concurso realizó una preselección, eligiendo a los siete escultores que más méritos podían ostentar. Se les asignó una suma razonable de dinero y se estipuló que, al finalizar el año, cada uno de ellos entregaría un panel experimental del mismo tamaño de los que había esculpido Andrea Pisano para la primera puerta. Todos debían representar la misma escena bíblica: el sacrificio de Isaac a manos de su padre, Abraham. El ganador tendría el honor de dedicar diez años de su vida a la tarea de crear una obra grandiosa que llenara de justo orgullo a la ciudad del Dante.

Cumplido el plazo se reunieron las obras. El veredicto no resultó fácil. Para zanjar la discusión fue preciso nombrar treinta y cuatro expertos, entre los más hábiles maestros de pintura, escultura y orfebrería. Sus debates mantuvieron en vilo a la ciudad durante casi dos años y, sólo después de infinitas réplicas y alegatos, la distinción recayó en el joven Lorenzo Ghiberti.

Por aquel tiempo, Ghiberti era un joven y prometedor artífice florentino, «muy deseoso de alcanzar la fama». Había sido iniciado en las artes plásticas por su padre y desde muy temprano había mostrado una capacidad y dedicación nada comunes. Hasta ese momento había logrado laboriosamente hacerse un nombre con algunas obras menores, pero nada podía compararse a la oportunidad que le ofrecía el concurso del Baptisterio. A sus 23 años, conseguir aquella nominación equivalía a fijar con un clavo la rueda de la fortuna.

Desde mucho antes de que el jurado diera su veredicto, Ghiberti se dedicó a la tarea de suscitar apoyos entre los florentinos notables. Contrariando la habitual discreción de sus pares, mostró sus bocetos, inquirió pareceres, solicitó opiniones: todos debían ser partícipes de su creación (y ojalá de su triunfo). A pesar de la distancia con que algunos miraban tal promoción (mitad encuesta, mitad cabildeo), la estrategia dio resultados: elegido por los jueces y alabado por la opinión pública, el artista vio por delante un destino glorioso y, en realidad, lo merecía: el panel que había presentado constituía un verdadero prodigio de técnica, creatividad y talento.

Una vez en posesión de aquel encargo, Ghiberti se entregó a labrar aquellas puertas con pasión asombrosa. Ávido de reconocimiento y decidido a dejar una huella en las artes, no escatimó esfuerzo ni sacrificio: desde la composición hasta el cincelado final, todo en sus Puertas debía ser perfecto. La obra que finalmente salió de sus manos en 1424, más de veinte años después de haber ganado aquel concurso, contenía 28 cuadros decorados con relieves inspirados en el Nuevo Testamento. Las figuras tenían una gracia totalmente desacostumbrada; las vestiduras, los desnudos, la composición y la distribución eran de un refinamiento que recordaba a las obras maestras de la Antigüedad. Según Giorgio Vasari, el biógrafo de aquella generación de artistas, Ghiberti fue el primero en imitar con plena conciencia las grandes obras de los antiguos romanos. La inspiración del mundo clásico comenzaba a ofrecer sus primeros frutos.

Con esta obra, Ghiberti extendió su fama por Italia. Comenzó a realizar trabajos en toda la península: medallas, bajorrelieves, monumentos funerarios, esculturas y ornamentaciones. No temió utilizar los más diversos materiales: mármol, bronce, terracota, yeso, piedra y madera. La ciudad del Arno se cubrió de gloria. El escultor había superado todas las expectativas del gremio que lo había contratado.

Precisamente por eso, a nadie sorprendió que, una vez terminadas las primeras puertas, le fuera encomendado continuar la tarea: el Baptisterio todavía contaba con un último conjunto de puertas de bronce listas para ser labradas. Su fama era ya incontrarrestable; nadie parecía poder superarlo en gracia, naturalismo y elegancia.

Desde luego, no se trataba de una empresa fácil. Era posible que Ghiberti no tuviera rivales que pudieran disputarle el honor de terminar la ornamentación del templete. Pero al continuar la obra, entraba en tácita competencia consigo mismo: debía encontrar el modo de superar su propia obra, creando para Florencia un monumento inmortal. ¿Podría hacerlo? Algunos lo dudaban.

En realidad, Ghiberti tenía una carta bajo su manga y ardía en deseos de mostrarla. Cuando llegó el momento, sopesó calmadamente sus posibilidades y dividió las puertas en diez compartimentos lo suficientemente grandes como para desarrollar los fondos en perspectiva. En ellos propuso escenas tomadas del Antiguo Testamento: la creación de Adán y Eva, Caín y Abel, el arca de Noé, Moisés en el Monte Sinaí, David y Goliat...

Trabajó en sus paneles, concienzuda y obsesivamente, durante más de veinticinco años (1425-1452), pero con ellos pasó definitivamente a la posteridad. El mundo estaba a punto de llevarse una sorpresa que dividiría para siempre la historia de las artes plásticas.

El mismo Ghiberti nos cuenta:

En algunos de estos diez relieves he introducido más de cien figuras; en otros, menos, trabajando siempre con conciencia y amor. Observando las leyes de la óptica, he llegado a darles tal apariencia de realidad, que a veces, vistas de lejos, las figuras parecen de bulto entero. En diferentes planos, las figuras más cercanas son las mayores, mientras las de más lejos disminuyen de tamaño a los ojos, como pasa en la naturaleza.

Tómese, como ejemplo, el pasaje bíblico de la conquista de Jericó esculpido por Ghiberti en uno de sus cuadros. La Biblia narraba que Josué y su ejército habían dado siete vueltas alrededor de la ciudad, tocando estruendosamente las trompetas, hasta que sus muros se habían desplomado de golpe. Pues bien, con las leyes de la óptica en la mano, Ghiberti había sido capaz de concebir en un solo cuadro escultórico el movimiento envolvente de las tropas. El mismo ejército judío se advertía en distintos momentos de la marcha, y el conjunto ofrecía un relato continuo que aún hoy no deja de resultar fascinante. La natural representación del movimiento se había convertido en signo del genio. Se trataba de un avance escultórico cualitativo. Años más tarde, Miguel Ángel las bautizaría con el nombre de «Puertas del Paraíso». «Son tan bellas, afirmó, que deberían serlo».

Lo que aquella Puerta había logrado hacer patente era el nuevo invento que estaba conmoviendo el universo artístico de Italia: el uso consciente y sistemático de las leyes de la perspectiva. Con ellas Ghiberti había producido una obra rayana en la perfección.

En realidad, no era el único que había tomado nota de aquel descubrimiento. Por aquella época el universo de los artistas había dejado de ser plano y una nueva forma de crear había tomado cuerpo entre pintores y arquitectos. El gran Masaccio había incorporado de forma revolucionaria la perspectiva en sus pinturas, y el humanista León Battista Alberti había escrito un tratado teórico en el que se explicaban sus secretos. Florencia entera giraba orgullosamente en torno a aquel hallazgo. Según Alberti:

Nuestra fama debería ser mucho mayor, entonces, si descubrimos unas artes y ciencias de las que no se ha oído hablar y que nunca antes se han visto, sin contar con profesores o sin ningún modelo a seguir.

Como toda creación revolucionaria, aquel invento se fundaba sobre un procedimiento relativamente sencillo. Bastaba con que, al concebir su obra, el artista dirigiera las líneas de profundidad en su composición hacia un único punto de fuga. Con esta simple precaución, las obras se colmaban de un espacio unificado y convincente.

Todos los artistas trabajaban ardorosamente por asimilar la nueva técnica. Vasari nos cuenta la aleccionadora anécdota de un pintor del tiempo, Paolo Ucello, que gustaba de trabajar hasta muy tarde en su taller. Cuando la mujer del artista, exasperada por la demora, lo conminaba a irse a dormir, él respondía lánguidamente que era incapaz de abandonar a su «dulce amante, la perspectiva».

La fuente de todo este movimiento en torno a la perspectiva era un reputado artista florentino que había comenzado su camino casi al mismo tiempo que Ghiberti: Filippo Brunelleschi.

El joven Brunelleschi había nacido el año 1377 en el seno de una acomodada familia florentina. Durante su infancia el padre lo había hecho estudiar letras, pensando que aquel niño seguiría sus pasos en la profesión de notario (en lo cual, a Dios gracias, se equivocó).

Según el parecer de su época, Filippo era amable, afectuoso y muy leal con sus amigos. Como Giotto, carecía de un físico notable; al parecer era feo, «canijo de cuerpo» y algo enfermizo, pero compensaba sus carencias con un gran talento y una verdadera ansia de gloria.

Su primera aparición pública la realizó en 1401 compitiendo con Ghiberti en el célebre concurso de las puertas. Según sabemos, fue digno en la derrota; reconoció la superioridad escultórica de su adversario y afirmó que «sería propio de envidiosos disputarle sus derechos». Desde aquella ocasión ya no volvió a tentar suerte en la escultura. Más aún, invitado a compartir con él los trabajos de la Puerta, los rechazó. Quería buscar su propio camino «para no tener que dividir la gloria de sus fatigas por la mitad».

En realidad, lo hubiera podido hacer. A pesar de la derrota, Brunelleschi poseía un extraordinario talento escultórico. Se cuenta que, años más tarde, criticó amistosamente un crucifijo esculpido por su gran amigo Donatello. El más brillante de los escultores florentinos no se dejó intimidar por aquel comentario; simplemente lo desafió a hacer uno mejor.

Brunelleschi trabajó obsesivamente en aquel encargo, y cuando lo hubo terminado, invitó a su colega a comer. Había colgado el crucifijo en la entrada, de modo que su rival lo notara de inmediato. No se equivocó. Apenas puso un pie en el pórtico, Donatello se mostró tan conmovido que apenas pudo articular palabra. Se limitó a decir con intensa admiración mientras acariciaba la obra: «a ti te corresponde esculpir Cristos. Yo sólo puedo representar campesinos».

Sea como fuere, aquel talento no prosperó. Su temprano fracaso en el concurso de las Puertas lo impulsó a buscar nuevos horizontes. Y los encontró precisamente en el estudio riguroso de la perspectiva. Su Tratado de la Pintura (1435) constituyó un material precioso para toda la generación de artistas que él presidió. Según su biógrafo y contemporáneo, Antonio Manetti:

Él propuso y practicó lo que los pintores actuales denominan perspectiva; pues es parte de esa ciencia, que en efecto consiste en calcular bien y con razón las disminuciones que aparecen ante los ojos de los hombres cuando las cosas se hallan lejos o muy cerca: edificios, llanuras, montañas y campos de todo tipo y en cualquier parte, figuras y otros objetos, en la medida que corresponda a la distancia en que parecen estar. Y a partir de él nace la regla, que es la base de todo lo que se ha hecho en ese sentido desde entonces hasta el presente.

Puede parecer simple: hasta el más pobre dibujo aspira a representar en dos dimensiones lo que en la realidad tiene tres. Pero Brunelleschi afrontó con otra mente el tema, hasta inventar una técnica precisa con miras a lograr el efecto visual que buscaba. En razón de sus estudios matemáticos, supo transformar las medidas tradicionales de planimetría en trazados de composiciones pictóricas. Sus leyes de perspectiva constituyeron una invención genial que, desde Florencia, revolucionó el mundo de las artes. Apenas hubo pintor renacentista que no alardeara de virtuosismo en el manejo de la perspectiva; desde Masaccio a Rafael, todos fueron en esto sus discípulos. Más aún. Durante prácticamente 500 años, hasta el cubismo de Pablo Picasso, los artistas no concibieron otra forma de representar el espacio que no fuera siguiendo sus huellas.

En cierto modo la perspectiva inventada por Brunelleschi constituyó uno de los primeros indicios del profundo cambio de mentalidad que el s. xv estaba gestando. Ella representó una nueva exigencia de precisión, exactitud y claridad que bien puede considerarse una de las semillas de las que nació la modernidad, en contraposición al mundo medieval que lo había antecedido. Más tarde, esta misma necesidad pasará a expresarse en la ciencia y tomará por asalto el mundo del pensamiento en la figura de René Descartes (1596-1650), el padre de la filosofía moderna, en la búsqueda de un razonamiento que ofrezca, ante todo, certidumbre.

Con todo, Brunelleschi no se conformó con sentar las bases teóricas de una nueva época en la pintura y la escultura. Poco después de haber caído derrotado ante Ghiberti por la autoría de las Puertas del Baptisterio, el joven artista marchó a Roma en compañía de su amigo del alma, Donatello. Pretendía confirmar con él su vocación de arquitecto. En la ciudad eterna tuvo el tiempo y la serenidad para maravillarse de los edificios, los templos y las calzadas. Observó estructuras, midió cornisas y levantó planos, hasta que estuvo cierto de no haber pasado por alto rincón alguno.

Los romanos, que por aquella época apenas distinguían las ruinas de las piedras, miraron con sorna a aquel pequeño hombrecillo encaramado entre pedruscos inútiles. Según Vasari, lo tomaron por un «buscador de tesoros».

En realidad, Brunelleschi buscaba un tesoro, aunque muy distinto del que tenían en mente los romanos. Desde su infancia el joven artista cargaba con un problema que muchas veces le había impedido conciliar el sueño: la construcción de una cúpula para la catedral de Florencia, Santa María de las Flores.

La catedral de la ciudad del Arno contaba en su exterior con una rica decoración de mármoles. Por dentro, sin embargo, no era más que un edificio enorme y frío. Desde su construcción había quedado incompleta y más de alguno ya pensaba que para siempre. En el centro de la gran iglesia permanecía intocado un enorme espacio octogonal de 42 metros de diámetro. El último arquitecto no se había atrevido a llevar a cabo el cierre y, de ahí en adelante, nadie había sido capaz de construir una cúpula o una torre para coronar aquel crucero.

El problema era su magnitud; aquel inmenso boquerón abierto al cielo parecía requerir gastos desproporcionados de andamiaje, además de un sinfín de soluciones técnicas que simplemente no se conocían. Se trataba de una tragedia, más aún porque aquel vacío estaba situado entre el hermoso campanil del Giotto y las Puertas que por esos días esculpía Ghiberti.

Brunelleschi siempre había sufrido con este tema. Como a muchos otros florentinos, le parecía injusto que una ciudad que amaba tanto la belleza fuera incapaz de concluir su catedral. ¿No tenían Pisa, Siena o Asís la suya terminada? ¿Por qué debía Florencia sufrir el escarnio de verse superada por otras ciudades más pobres y menos importantes?

Desde que tenía memoria, se había jurado labrar su gloria sobre la humillación de Florencia. Con aquella espina clavada en el alma, había recorrido las ruinas romanas buscando inspiración. Y parecía haberla encontrado: a su regreso a Florencia, se sentía listo para intentarlo.

Lo cierto es que, en 1418, los canónigos publicaron una convocatoria prometiendo un suculento premio financiero a quien propusiera el mejor sistema para terminar el edificio. El de la idea había sido el mismo Brunelleschi, que había sugerido invitar arquitectos de toda Europa. Según Vasari, Brunelleschi había propuesto esa idea «no para que le arrebataran la victoria, sino para que presenciaran su éxito».

Brunelleschi gastó los últimos meses de preparación estudiando hasta el último detalle las cúpulas de la Antigüedad, especialmente la del Panteón de Roma. Y cuando llegó el momento, se presentó en Florencia cargado de secretos.

El año 1420 se celebró la primera reunión. El primer tópico de discusión fue la dimensión de la obra. Era preciso concebir una cúpula enorme y, al mismo tiempo, lo suficientemente sólida para que no se desfondara sobre los muros del crucero. ¿Era posible hacerlo? Nadie parecía tener certezas al respecto.

En segundo lugar, se analizaron los costos. Una cúpula tan grande exigía un tremendo esfuerzo de sustentación; era preciso poner en pie una enorme estructura de andamios que sostuviese la bóveda en construcción y que ofreciese apoyo a los obreros. Esto resultaba tan caro que hacía el proyecto inviable.