1401 |
Llamada a concurso para la escultura de las puertas del Baptisterio de Florencia. Dos años más tarde la obra es asignada a Lorenzo Ghiberti. |
1423 |
Brunelleschi es nombrado director vitalicio para la construcción de la Cúpula de la catedral de Florencia. |
1424 |
Ghiberti comienza a labrar las «Puertas del Paraíso». |
1434 |
Cosme de Médici, Señor de Florencia. |
1440 |
Lorenzo Valla publica su Discurso sobre la falsa y engañosa donación de Constantino |
1446 |
Muere Brunelleschi, un año después de haber terminado el cascarón de su Cúpula. |
1453 |
Bizancio cae en manos del imperio turco. |
1462 |
Marsilio Ficino instala La Academia Platónica en la villa de Carreggi. |
1468 |
Leonardo da Vinci se convierte en pupilo del taller de Andrea Verrochio en Florencia. |
1469 |
Lorenzo el Magnífico hereda en Florencia el poder de su abuelo Cosme. |
1485 |
Sandro Boticelli pinta El Teología Platónica. |
1486 |
Cristóbal Colón se presenta en la corte de los Reyes Católicos para conseguir apoyo a su expedición hacia Catay y Cipango. |
1487 |
Las carabelas de Bartolomé Díaz doblan el Cabo de Buena Esperanza. |
1489 |
Erasmo de Rotterdam ingresa en el monasterio agustino de Steyn. |
1492 |
Cae el Reino de Granada, último bastión islámico en la península ibérica. |
1494 |
El Papa divide el Nuevo Mundo entre España y Portugal por la bula Inter Caetera. |
1495-98 |
Leonardo pinta La Santa Cena en el convento dominico de la ciudad de Milán. |
1498 |
Fray Girólamo Savonarola muere quemado en la hoguera. |
1501 |
Miguel Ángel comienza el David. |
1506 |
Cristóbal Colón muere en España. |
1507 |
Copérnico difunde las primeras copias de su sistema heliocéntrico. |
1508-12 |
Miguel Ángel pinta la bóveda de la Capilla Sixtina. |
1509 |
Enrique VIII asume el trono de Inglaterra. |
1510 |
Bartolomé de las Casas recibe en Cuba la ordenación sacerdotal. |
1511 |
Sermón del dominico Fray Antón de Montesinos. |
1513 |
Maquiavelo escribe El Príncipe. |
1517 |
Lutero publica las 95 Tesis en Wittenberg. |
1519 |
Carlos V es elegido Emperador. |
1520 |
Noche Triste de Hernán Cortés (30 de junio). |
1521 |
Carlos V convoca la dieta en Worms, en la que se proscribe a Lutero. |
1524 |
Erasmo publica De libero arbitrio. Un año más tarde Lutero responde con su De servo arbitrio. |
1527 |
Las tropas imperiales de Carlos V saquean la ciudad de Roma, hecho con el que los historiadores ponen fin al renacimiento romano. |
1530 |
Enrique VIII exige al clero juramento de obediencia. |
1531 |
Francisco Pizarro inicia su expedición al Perú. |
1535-41 |
Miguel Ángel pinta El Juicio Final en la Capilla Sixtina. |
1535 |
Ejecución de Tomás Moro. |
1536 |
Primera edición de la Institución Cristiana, de Calvino. |
1538-39 |
Francisco de Vitoria imparte sus Relectiones en la Universidad de Salamanca. |
1540 |
Paulo III confirma la fundación de la Compañía de Jesús. |
1542 |
Promulgación de las Leyes Nuevas. |
1543 |
Aparición de la obra Sobre las revoluciones de los orbes celestes de Nicolás Copernico. |
1545-63 |
Concilio de Trento. |
1547 |
Triunfo de Carlos V en la Batalla de Mülhberg. |
1551 |
Fundación de la primera universidad americana en Ciudad de México. |
1552 |
Publicación de la Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas. |
1554 |
Felipe II contrae matrimonio con su prima, María Tudor, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón. |
1555 |
Carlos V convoca dieta en Augsburgo, donde se establece el principio cuius regio, eius religio. |
1556 |
Felipe II asume la corona de España. |
1557 |
Victoria de Felipe II sobre Francia en la Batalla de San Quintín. |
1559 |
Calvino funda la Academia de Ginebra, más tarde universidad. |
1571 |
Batalla de Lepanto. Gran victoria cristiana sobre la armada turca. |
1572 |
Matanza de San Bartolomé en Francia. |
1577 |
Juan de la Cruz escribe el Cántico Espiritual. |
1580 |
Felipe II asume la corona portuguesa. |
1584 |
Llega a término la construcción del Monasterio de El Escorial. |
1586 |
El Greco pinta El Entierro del Conde de Orgaz. |
1588 |
Derrota de la Armada Invencible de España. |
1594 |
Enrique IV se convierte en rey de Francia. |
1598 |
Edicto de Nantes. Paz religiosa en Francia. |
Abraham
Acosta
Adán
Adriano VI, Papa
África
Alberto Magno
Alejandro Farnesio
Alejandro VI, Papa
Alemania
Alfonso de Aragón
Alfonso de Este
Alhambra
Almanzor
Alonso de Molina
Alonso de Ojeda
Alonso Ponce
Ana Bolena
Andrea Pisano
Andrea Verrochio
Andreas Osiander
Andreas Vesalio
Angelo Poliziano
Antón de Montesinos
Antonio de Herrera
Antonio de Marchena
Antonio Pigafetta
Antonio Manetti
Aragón
Aristarco
Aristóteles
Atahualpa
Ausburgo
Bartolomé de las Casas
Bartolomé Días
Basilea
Bernal Díaz
Berruguete
Bizancio
Bocaccio
Bohemia
Bolonia
Brandenburgo
Brasil
Bucero
Burgos
C. S. Lewis
Cabo de Buena Esperanza
Cabo Verde
Cajamarca
California
Canadá
Cardenal Cayetano
Cardenal Contarini
Cardenal Jiménez de Cisneros
Cardenal Richelieu
Cardenal Thomas Wolsey
Careggi
Carlomagno
Carlos Borromeo
Carlos V
Carlos VIII
Caronte
Carrión
Castilla
Catalina de Aragón
Catalina de Medici
Cebú
Cellini
Cempoala
César Borgia
Cesena
Chile
China
Cholula
Cicerón
Clemente de Alejandría
Clemente VII
Clovio
Colombia
Colonia
Constantino
Cracovia
Creta
Cristina de Milán
Cristo
Cristóbal Colón
Cristóbal de Peralta
Cristóforo Landino
Cuahctemoc
Cuba
Cuernavaca
Cuzco
Daniele da Volterra
Dante Alighieri
David
Della Robbia
Demóstenes
Diego Colón
Diego Velázquez
Dinamarca
Dionisio
Doménikos Theotokópulos
Domingo Báñez
Domingo de Soto
Domingo Soraluce
Donatello
Duque de Alba
Durero, 73
Ecolampadio
Ecuador
Eduardo VI
Eisleben
Enrique II
Enrique IV
Enrique VIII
Erasmo de Rotterdam
Escocia
España
Estrabón
Eurípides
Europa
Eva
Federico de Prusia
Felipa Muniz de Perestrello
Felipe II
Felipe Neri
Fernández de Enciso
Fernández de Oviedo
Fernando el Católico
Ferrara,
Filipinas
Filippo Brunelleschi
Finlandia
Flandes
Florencia
Florida
Fra Angelico
Francesco del Giocondo
Francesco Melzi
Francia
Francisco Cuéllar
Francisco de Asís
Francisco de Borja
Francisco de Orellana
Francisco de Toledo
Francisco de Vitoria
Francisco I
Francisco Pizarro
Francisco Villafuerte
Francis Drake
Frauenberg
Fray Juan de Zumárraga
Fray Luis de León
Galileo Galilei
García Jarín
Garcilaso de la Vega
Génova
Ghirlandaio
Ginebra
Ginés de Sepúlveda
Giorgio Vasari
Giotto
Giovanni Pico della Mirandola
Girolamo Savonarola
Goethe
Goliat
Gonzalo Gómez de Espinoza
Gonzalo Pizarro
Gonzalo Ximénez de Quesada
Granada
Grecia
Guadarrama
Guillermo de Ockham
Guillermo Farel
Guinea
Guipúzcoa
Hércules
Hernán Cortés
Hernando de Magallanes
Hernando de Soto
Holanda
Holbein
Horacio
Huáscar,
Huayna Cápac
Hungría
Inca Garcilaso
Inglaterra
Isaac Newton
Isabel Clara Eugenia
Isabel I
Isabel la Católica
Isla del Gallo
Isla de Mactán
Isla La Española
Italia
Jacobo de la Vorágine
Jamaica
Jan Hus
Japón
Joachim Westphal
Johannes Kepler
John Knox
John Wycliff
Josué
Juan Boscán
Juan Calvino
Juan de Austria
Juan de la Torre
Juan Luis Vives
Juan Sebastián Elcano
Judas
Julio II, Papa
Juvenal
La Rábida
Las Antillas
Leonardo da Vinci
León Battista Alberti
León X, Papa
Lepanto
Lima
Lisboa
Londres
Lorenzo el Magnífico
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Lorenzo II de Medici
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Lucca
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Ludolfo de Sajonia
Ludovico el Moro
Luis de Requesens
Luis XII
Machu Pichu
Maguncia
Mama Ocllo
Manco Cápac
Manco II
Manresa
Mantegna
Mantua
Marco Polo
Margarita de Austria
Marqués de Villena
Marsilio Ficino
Martín Lutero
Martín Paz
Masaccio
Mateo Ricci
Mauricio de Sajonia
Maximiliano de Habsburgo
Max Weber
Medina del Campo
Melachton
Menéndez Pelayo
México
Michelozzo
Miguel Ángel Buonarotti
Miguel de Cervantes
Miguel de Servet
Milán
Moctezuma
Moisés
Moravia
Mühlberg
Napoleón Bonaparte
Nápoles
Nicolás Copérnico
Nicolás de Ovando
Nicolás de Rivera
Nicolás Maquiavelo
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Noruega
Nueva España
Oaxaca
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Orleáns
Otumba
Ovidio
Pablo Picasso
Padua
Países Bajos
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Panamá
Pánfilo de Narváez
Paolo Ucello
Paracelso
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Parmigianino
Pascal
Paulo III
Paulo IV
Pedro Canisio
Pedro de Alvarado
Pedro de Halcón
Pedro de Ledesma
Pedro de Mendoza
Pedro de Valdivia
Petrarca
Picardia
Piero della Francesca
Piero de Medici
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Platón
Plauto
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Polonia
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Rabelais
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René Descartes
Rheticus
Ricardo Rich
Río de Janeiro
Rodrigo de Triana
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San Esteban
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San Ignacio de Loyola
San Jerónimo
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San Quintín
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Santo Tomás de Aquino
Séneca
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Siena
Solimán el Magnífico
Steyn
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Vasco Núñez de Balboa
Vaticano
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Veronés
Victor Hugo
Viena
Viracocha
Virgen María
Virgilio
Voltaire
Wartburg
Westminster
Wittenberg
Worms
Yucatán
Zurich
Zwinglio
Retratos. El tiempo de la las reformas y los descubrimientos (1400-1600)
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ISBN eBook: 978-84-321-3798-3
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A mi esposa, Soledad.
A mis hijas, Florencia, Antonia y Asunción.
Introducción
LORENZO GHIBERTI Y FILIPPO BRUNELLESCHI El despertar del renacimiento florentino
LORENZO DE MÉDICI Y LOS SABIOS DE LA ACADEMIA La renovación de las letras y del pensamiento
NICOLÁS MAQUIAVELO El nuevo rostro de la política
LEONARDO DA VINCI La fugaz encarnación del genio
MIGUEL ÁNGEL BUONAROTTI El sublime vuelo de las artes
CRISTÓBAL COLÓN El primer encuentro de dos mundos
HERNANDO DE MAGALLANES Y JUAN SEBASTIÁN ELCANO La primera vuelta al globo
HERNÁN CORTÉS La conquista de Nueva España
FRANCISCO PIZARRO En el corazón del Perú incaico
FRANCISCO DE VITORIA La defensa de los indios y el nacimiento del derecho internacional
MARTÍN LUTERO La reforma de la Iglesia
ERASMO DE ROTTERDAM El humanismo, entre la tradición y la reforma
CARLOS V La última defensa de la unidad
NICOLÁS COPÉRNICO La reforma de los cielos
JUAN CALVINO La religión de los elegidos
ENRIQUE VIII Y TOMÁS MORO La reforma al servicio del poder
SAN IGNACIO DE LOYOLA La caballería ligera del Papa
EL GRECO Y SAN JUAN DE LA CRUZ La Reforma católica y la cultura mística de Castilla
FELIPE II Grandeza y miseria del imperio español
CONCLUSIÓN
APÉNDICES
Cronología del tiempo de las reformas y los descubrimientos
Índice de nombres y lugares
Este cuarto volumen de mi serie de Retratos posee, al menos, una característica distintiva en relación a los otros tres libros anteriormente publicados1. El trascurso de tiempo comprendido en sus páginas no constituye un universo histórico completo, en el que sea posible distinguir un inicio, una época de plenitud y un declive final. Grecia, Roma y el Medioevo se prestaban para ser comprendidos en esos términos. Pero la época que se extiende entre 1400 y 1600 está lejos de visualizarse como un todo; es más bien el inicio de algo nuevo, con todas las incoherencias de un proyecto en construcción. Más que agotarse en estos siglos, tiende a proyectarse hacia el futuro.
Esto explica por qué, a diferencia de los tres volúmenes anteriores, en este no resultan evidentes los rasgos que definen la unidad del período. Todo lo cual exige una explicación de mi parte.
Permítaseme partir con una imagen. Los años que vivió Occidente entre 1400 y 1600 pueden ser gráficamente comparados al proceso de ruptura de un cascarón. Se trata de una transformación fácilmente imaginable. Visto desde dentro, un huevo constituye un universo completo: para el nuevo ser que allí se forma, sus límites son también su protección. Durante mucho tiempo sus paredes le ofrecen calidez y certeza, pero, inevitablemente, llega el momento en que éstas comienzan a resultarle estrechas y, desde el mismo instante en que eso sucede, el nicho deja de ser confortable. La incomodidad se convierte en esfuerzo: se produce un temblor, un remezón, un desgarro... Hasta que, en medio de golpes, tanteos y presiones, los muros terminan de abrirse ofreciendo el paso a un mundo desconocido.
Al esfuerzo y la tensión sucede entonces un movimiento inverso de extrañeza. Después de haber conquistado laboriosamente nuevos horizontes, el recién llegado se siente inconfortable y atemorizado. Pero ya no puede echar pie atrás; le es preciso someterse a un proceso de aprendizaje que le permita orientarse de nuevo. Debe aprender a vivir en el mundo que ha descubierto. Y no está dicho que en ese proceso no cometa equivocaciones, algunas de ellas muy dolorosas.
Pues bien, lo que permite comprender el período que se extiende entre 1400 y 1600 como una unidad («el tiempo de las reformas y los descubrimientos»), es la fuerte conmoción a la que la cultura se ve sometida en su esfuerzo por quebrar los moldes heredados de otras épocas. Es verdad que gran parte de este movimiento surge de la vitalidad intrínseca de los últimos siglos del Medievo, pero también que gracias a él se abre paso en la historia la modernidad. Con ella terminarán para siempre los tiempos del Medioevo.
De este modo, el carácter unitario de este tiempo se juega en la voluntad, más o menos consciente de sus protagonistas, por romper los límites del mundo que han recibido, ya sea expandiendo sus fronteras (descubriendo), ya sea repensando sus tradiciones (reformando). Por eso mismo, se trata de una época convulsa, en permanente búsqueda de equilibrios capaces de sustituir a los que ella misma está desechando, y que pueden ser bien caracterizados acudiendo a conceptos como «expansión» y «conflicto».
Tales esfuerzos se realizan al menos en tres ámbitos distintos. El primero y más obvio es el de la cultura, cuyo común denominador es, sin duda, el gozoso redescubrimiento de la antigüedad clásica. En las artes los frutos de este período son tan evidentes que han dado a luz (y con toda justicia) la misma palabra «Renacimiento». Pero más allá de eso, el redescubrimiento de la Antigüedad y el Humanismo proponen importantes desafíos a la cultura. ¿Qué papel juega la tradición cristiana frente a la renovación del pensamiento antiguo? O más radicalmente, ¿qué sentido tiene el redescubrimiento de la antigüedad clásica? ¿Se trata de un retorno al paganismo o de una revitalización de la tradición cristiana occidental? No son preguntas que admitan fácil respuesta. Ni siquiera entre los contemporáneos es posible hallar acuerdo.
El segundo escenario está constituido por los descubrimientos geográficos y astronómicos que contribuyen a transformar la antigua imagen del cosmos. En esta época viajeros y observadores rompen sistemáticamente los límites del mundo medieval: rutas, mares, océanos y continentes aparecen de la nada; incluso los cielos muestran un nuevo rostro.
La tarea que esta ruptura trae consigo es casi infinita. En primer lugar, incorporar cultural, religiosa y económicamente, el continente americano al mundo occidental. En segundo lugar, escudriñar el cosmos, sondeando el orden que gobierna el universo físico. Al mismo tiempo será preciso preguntarse por el sentido humano y cristiano de los nuevos mundos que se están descubriendo. Esto precisamente es lo que manifiesta la polémica hispana en torno al debido trato a los indígenas o la incipiente discusión que enfrenta el saber filosófico-teológico con el científico y que llegará a su clímax durante el siglo siguiente.
El áspero escenario político-religioso de la Europa del tiempo constituye, finalmente, el tercer ámbito. Durante esta época termina de derrumbarse la institución imperial a manos de las naciones-estado. La institucionalidad religiosa sufre un proceso del todo análogo; el universalismo cristiano se fragmenta en diversas confesiones de carácter nacional o supranacional, y el papado pierde parte de su autoridad.
En esta nueva atmósfera, Occidente deberá reorganizar por completo sus equilibrios. Las distintas confesiones cristianas se verán abocadas a repensar su identidad, redescubriendo sus raíces y reformando sus tradiciones. Todas ellas tendrán que aprender a convivir, controlando los impulsos de la intolerancia y el fanatismo. Y lo mismo sucederá con las naciones, forzadas a coexistir valorando los equilibrios políticos y dominando las aspiraciones hegemónicas.
Por todas partes se advierten tirones, ajustes y tensiones. Es comprensible. En estos dos siglos, Occidente rompe el cascarón del Medioevo, que le había permitido madurar y desarrollarse, para afrontar nuevos desafíos. Será preciso que adecue sus ojos al nuevo entorno. Pero terminará lográndolo y, esta vez, los frutos serán de alcance universal.
1 Retratos de la Antigüedad Griega (Ed. Rialp, 2006), Retratos de la Antigüedad Romana y la Primera Cristiandad (2007), Retratos del Medioevo (2008). También he escrito un libro de retratos de mujeres, que podría insertarse en la misma línea: El otro lado del espejo. Mujeres en un mundo de hombres (Taurus, 2006). En este último libro he incluido dos retratos particularmente relevantes para el período que se extiende entre 1400-1600: Isabel la Católica y Santa Teresa de Ávila.
Cuando se trata de situar en el mapa los tiempos llamados a sustituir al Medioevo, los estudiosos no parecen tener dudas. Podrán discutir sobre el nombre del período, su duración o la valoración que le es debida, pero todos apuntan con el dedo a las ciudades de Italia.
Por aquel precoz 1400, la península difería del resto de Europa en varios aspectos esenciales. En primer lugar, sus ciudades eran ricas. Génova y Venecia controlaban la mayor parte del comercio mediterráneo; Florencia y Milán constituían importantes centros de manufactura y comercio. Todas ellas podían darse el lujo de albergar una burguesía significativa, razonablemente bien posicionada y con altos índices de educación y cultura.
En segundo lugar, cada ciudad poseía una identidad clara y definida. Su población giraba en torno a los cincuenta mil habitantes; la participación política era entusiasta y el orgullo cívico, boyante. Nadie admitía reservas cuando se trataba de hacer grande a la propia tierra. Venecianos, genoveses o florentinos competían por demostrar la valía de su propia ciudad, sin esquivar ningún escenario: ni el de las artes, ni el del comercio, ni el de la guerra.
Finalmente, Italia, más que ninguna otra parte de Europa, se encontraba bajo el embrujo de la antigüedad clásica. La península ofrecía un contacto privilegiado con las ruinas romanas. Los jarrones, las medallas y los frisos hacían volar la imaginación de los hombres. Las rítmicas cadencias del latín clásico, las formas políticas del republicanismo romano y, especialmente, las artes plásticas, impregnadas de realismo y proporción... Todo traía a la mente recuerdos de una época dorada.
La seducción que experimentaba Italia ante aquellos fragmentos de la Antigüedad iba de la mano con el estigma que arrastraban sus propios tiempos. En la mente de aquel temprano 1400, el aprecio por el pasado parecía exigir un cierto desprecio del presente. ¿Qué tenía que ver el bárbaro latín de la escolástica con el suave fluir de la retórica de Cicerón? ¿Había producido el Medioevo algo parecido a la poesía de Virgilio? Aun en ruinas, ¿qué construcción podía competir en pie de igualdad con el Foro, el Coliseo o el Panteón romano? Para los hombres del tiempo, ninguna. Ni siquiera las catedrales góticas. Hoy apenas lo recordamos, pero «gótico» fue una etiqueta peyorativa creada en esos tiempos para referirse a un arte «propio de godos» (es decir, bárbaros).
No se trataba de un sentir pasajero. Hacía más de cincuenta años que la queja por la presente «decadencia» aparecía una y otra vez entre los hombres cultos de aquel tiempo: los humanistas. Petrarca, poeta y padre de todos los intelectuales del tardo medioevo, había afirmado tajantemente que, para revitalizar el arte y el pensamiento, era imprescindible recuperar la cultura antigua. Si esto implicaba olvidar el legado de los siglos precedentes, bienvenido fuera: el mundo no sería menos por ello.
A esta misma nota se había ajustado el concierto de voces que le había seguido. Para los humanistas era posible prescindir del Medioevo sin pecado, culpa ni escrúpulos.
Aquella nueva sensibilidad había establecido su sede en la hermosa localidad de Florencia. No se trataba de una elección caprichosa: la ciudad del Arno lo tenía todo para ser la cuna del Renacimiento. Poseía la mejor tradición medieval sobre la cual empinarse y, desde que había albergado a genios como Giotto, Dante y Bocaccio, el talento jamás le había vuelto la espalda.
Durante todo el s. xv las circunstancias le fueron propicias. Una cuota no despreciable de buena estrella permitió a Florencia salir indemne de las guerras territoriales de inicios de siglo: logró expandirse hacia el mar y hacia los Apeninos, y consolidar su prosperidad. Más adelante, en 1451, firmó un tratado que selló la amistad con los otros cuatro poderes dominantes de la península (Roma, Venecia, Génova y Nápoles), y por primera vez en casi cien años, Florencia se vio libre de ataques e invasiones. Los Médici, sus gobernantes, se mostraban a la altura de la ciudad que conducían. Cosme (1389-1464), el patriarca de la familia, hacía gala de notables habilidades políticas al mando de la ciudad, y su gobierno terminaba por cimentar la grandeza de Florencia.
Los Médici, sin embargo, no se contentaron con ser los estadistas de una urbe poderosa. Fueron también hombres de letras y, sobre todo, mecenas. No querían pasar a la historia en calidad de mandatarios; pretendían hacerlo como protectores de la cultura y de las artes. Con ese fin apoyaron la creación artística mostrándose pródigos hasta el derroche. Palacios, iglesias y plazas; relieves, esculturas y pinturas… nada era demasiado costoso para los Médici cuando se trataba de embellecer Florencia.
Siguiendo su ejemplo, otras familias poderosas emplearon sus recursos con igual propósito. Los Pitti, los Pazzi, los Rucellai, los Strozzi… rivalizaron con ellos en la misma empresa, sin escatimar energías ni recursos con el fin de convertir a Florencia en el centro de Europa. Y lo lograron: fue en este clima de prosperidad y mecenazgo donde surgió el Renacimiento.
Con tales estímulos, los antiguos artesanos que habían encabezado la creación artística durante el Medioevo mudaron la piel para transformarse en un colectivo distinto. Abandonaron el modesto anonimato de otros tiempos, el mismo que durante tantos siglos había asimilado a los artistas con los albañiles, para convertirse en personajes célebres, reconocidos en la calle y distinguidos en los salones. Las artes habían dejado de constituir un simple oficio para transformarse en expresión del genio.
El nuevo ambiente hizo efecto de inmediato en el alma de los artistas. No sólo tomaron conciencia de su propio valor como creadores de belleza; aprendieron a competir entre ellos, disputándose arduamente la admiración popular y, con el incentivo de la fama, que se ganaba en esta vida, comenzaron a soñar con la creación de obras inmortales. El aplauso, el reconocimiento y la gloria se transformaron en la obsesión común del gremio. Brunelleschi, Alberti y Michelozzo en la arquitectura; Donatello, Ghiberti y Verrocchio, en la escultura; Masaccio, Mantegna y Piero della Francesca en la pintura…, todos estaban por demostrar, según el dicho de su biógrafo, que «nada despierta más los ánimos de los hombres que el honor y la gloria» (G. Vasari).
Resulta muy difícil escoger algunos nombres en la larga lista de genios que protagonizó el renacimiento artístico de inicios del s. xv. Aun a riesgo de parecer arbitrario, propongo a dos de ellos: Lorenzo Ghiberti y Filipo Brunelleschi. No en vano ambos crearon los mayores símbolos de la revolución que, desde Florencia, sacudió las artes de toda Europa: las «Puertas del Paraíso» y la Cúpula de la Catedral de Santa María de las Flores.
* * *
El primer indicio de la revolución que estaba fraguándose en las artes, tuvo lugar el año 1401, cuando el gremio responsable del Baptisterio de Florencia decidió sacar a público concurso los bajorrelieves de las majestuosas puertas de bronce que ornaban aquel edificio. Tal vez no lo sabían, pero con aquella llamada estaban ofreciendo al Renacimiento de las artes su primer escenario.
El Baptisterio era un pequeño templo octogonal dedicado a San Juan Bautista que contenía las fuentes bautismales de la ciudad. Aquel hermoso templete contaba tres distintas fachadas; la primera, situada de cara a la catedral, y las otras dos, por los lados. En una de estas últimas, Andrea Pisano había esculpido, pocos años antes, algunas escenas tomadas de la vida de la Virgen María. Se trataba de una obra hermosa, pero discreta. ¿Podía ser superada? Los responsables del concurso esperaban que sí, y los florentinos se manifestaban de acuerdo en que en tal iniciativa no se debía escatimar presupuesto.
De las dos grandes puertas que esperaban ser labradas, se sacó a concurso la primera. El certamen llenó por completo el gusto y la sensibilidad del tiempo. Muy dado a venerar a sus genios, el pueblo florentino siguió con pasión todos los eventos relacionados con aquella convocatoria, especialmente cuando comenzaron a llegar artistas de toda Italia para postular a la obra.
De entre los recién llegados, el jurado responsable del concurso realizó una preselección, eligiendo a los siete escultores que más méritos podían ostentar. Se les asignó una suma razonable de dinero y se estipuló que, al finalizar el año, cada uno de ellos entregaría un panel experimental del mismo tamaño de los que había esculpido Andrea Pisano para la primera puerta. Todos debían representar la misma escena bíblica: el sacrificio de Isaac a manos de su padre, Abraham. El ganador tendría el honor de dedicar diez años de su vida a la tarea de crear una obra grandiosa que llenara de justo orgullo a la ciudad del Dante.
Cumplido el plazo se reunieron las obras. El veredicto no resultó fácil. Para zanjar la discusión fue preciso nombrar treinta y cuatro expertos, entre los más hábiles maestros de pintura, escultura y orfebrería. Sus debates mantuvieron en vilo a la ciudad durante casi dos años y, sólo después de infinitas réplicas y alegatos, la distinción recayó en el joven Lorenzo Ghiberti.
Por aquel tiempo, Ghiberti era un joven y prometedor artífice florentino, «muy deseoso de alcanzar la fama». Había sido iniciado en las artes plásticas por su padre y desde muy temprano había mostrado una capacidad y dedicación nada comunes. Hasta ese momento había logrado laboriosamente hacerse un nombre con algunas obras menores, pero nada podía compararse a la oportunidad que le ofrecía el concurso del Baptisterio. A sus 23 años, conseguir aquella nominación equivalía a fijar con un clavo la rueda de la fortuna.
Desde mucho antes de que el jurado diera su veredicto, Ghiberti se dedicó a la tarea de suscitar apoyos entre los florentinos notables. Contrariando la habitual discreción de sus pares, mostró sus bocetos, inquirió pareceres, solicitó opiniones: todos debían ser partícipes de su creación (y ojalá de su triunfo). A pesar de la distancia con que algunos miraban tal promoción (mitad encuesta, mitad cabildeo), la estrategia dio resultados: elegido por los jueces y alabado por la opinión pública, el artista vio por delante un destino glorioso y, en realidad, lo merecía: el panel que había presentado constituía un verdadero prodigio de técnica, creatividad y talento.
Una vez en posesión de aquel encargo, Ghiberti se entregó a labrar aquellas puertas con pasión asombrosa. Ávido de reconocimiento y decidido a dejar una huella en las artes, no escatimó esfuerzo ni sacrificio: desde la composición hasta el cincelado final, todo en sus Puertas debía ser perfecto. La obra que finalmente salió de sus manos en 1424, más de veinte años después de haber ganado aquel concurso, contenía 28 cuadros decorados con relieves inspirados en el Nuevo Testamento. Las figuras tenían una gracia totalmente desacostumbrada; las vestiduras, los desnudos, la composición y la distribución eran de un refinamiento que recordaba a las obras maestras de la Antigüedad. Según Giorgio Vasari, el biógrafo de aquella generación de artistas, Ghiberti fue el primero en imitar con plena conciencia las grandes obras de los antiguos romanos. La inspiración del mundo clásico comenzaba a ofrecer sus primeros frutos.
Con esta obra, Ghiberti extendió su fama por Italia. Comenzó a realizar trabajos en toda la península: medallas, bajorrelieves, monumentos funerarios, esculturas y ornamentaciones. No temió utilizar los más diversos materiales: mármol, bronce, terracota, yeso, piedra y madera. La ciudad del Arno se cubrió de gloria. El escultor había superado todas las expectativas del gremio que lo había contratado.
Precisamente por eso, a nadie sorprendió que, una vez terminadas las primeras puertas, le fuera encomendado continuar la tarea: el Baptisterio todavía contaba con un último conjunto de puertas de bronce listas para ser labradas. Su fama era ya incontrarrestable; nadie parecía poder superarlo en gracia, naturalismo y elegancia.
Desde luego, no se trataba de una empresa fácil. Era posible que Ghiberti no tuviera rivales que pudieran disputarle el honor de terminar la ornamentación del templete. Pero al continuar la obra, entraba en tácita competencia consigo mismo: debía encontrar el modo de superar su propia obra, creando para Florencia un monumento inmortal. ¿Podría hacerlo? Algunos lo dudaban.
En realidad, Ghiberti tenía una carta bajo su manga y ardía en deseos de mostrarla. Cuando llegó el momento, sopesó calmadamente sus posibilidades y dividió las puertas en diez compartimentos lo suficientemente grandes como para desarrollar los fondos en perspectiva. En ellos propuso escenas tomadas del Antiguo Testamento: la creación de Adán y Eva, Caín y Abel, el arca de Noé, Moisés en el Monte Sinaí, David y Goliat...
Trabajó en sus paneles, concienzuda y obsesivamente, durante más de veinticinco años (1425-1452), pero con ellos pasó definitivamente a la posteridad. El mundo estaba a punto de llevarse una sorpresa que dividiría para siempre la historia de las artes plásticas.
El mismo Ghiberti nos cuenta:
En algunos de estos diez relieves he introducido más de cien figuras; en otros, menos, trabajando siempre con conciencia y amor. Observando las leyes de la óptica, he llegado a darles tal apariencia de realidad, que a veces, vistas de lejos, las figuras parecen de bulto entero. En diferentes planos, las figuras más cercanas son las mayores, mientras las de más lejos disminuyen de tamaño a los ojos, como pasa en la naturaleza.
Tómese, como ejemplo, el pasaje bíblico de la conquista de Jericó esculpido por Ghiberti en uno de sus cuadros. La Biblia narraba que Josué y su ejército habían dado siete vueltas alrededor de la ciudad, tocando estruendosamente las trompetas, hasta que sus muros se habían desplomado de golpe. Pues bien, con las leyes de la óptica en la mano, Ghiberti había sido capaz de concebir en un solo cuadro escultórico el movimiento envolvente de las tropas. El mismo ejército judío se advertía en distintos momentos de la marcha, y el conjunto ofrecía un relato continuo que aún hoy no deja de resultar fascinante. La natural representación del movimiento se había convertido en signo del genio. Se trataba de un avance escultórico cualitativo. Años más tarde, Miguel Ángel las bautizaría con el nombre de «Puertas del Paraíso». «Son tan bellas, afirmó, que deberían serlo».
Lo que aquella Puerta había logrado hacer patente era el nuevo invento que estaba conmoviendo el universo artístico de Italia: el uso consciente y sistemático de las leyes de la perspectiva. Con ellas Ghiberti había producido una obra rayana en la perfección.
En realidad, no era el único que había tomado nota de aquel descubrimiento. Por aquella época el universo de los artistas había dejado de ser plano y una nueva forma de crear había tomado cuerpo entre pintores y arquitectos. El gran Masaccio había incorporado de forma revolucionaria la perspectiva en sus pinturas, y el humanista León Battista Alberti había escrito un tratado teórico en el que se explicaban sus secretos. Florencia entera giraba orgullosamente en torno a aquel hallazgo. Según Alberti:
Nuestra fama debería ser mucho mayor, entonces, si descubrimos unas artes y ciencias de las que no se ha oído hablar y que nunca antes se han visto, sin contar con profesores o sin ningún modelo a seguir.
Como toda creación revolucionaria, aquel invento se fundaba sobre un procedimiento relativamente sencillo. Bastaba con que, al concebir su obra, el artista dirigiera las líneas de profundidad en su composición hacia un único punto de fuga. Con esta simple precaución, las obras se colmaban de un espacio unificado y convincente.
Todos los artistas trabajaban ardorosamente por asimilar la nueva técnica. Vasari nos cuenta la aleccionadora anécdota de un pintor del tiempo, Paolo Ucello, que gustaba de trabajar hasta muy tarde en su taller. Cuando la mujer del artista, exasperada por la demora, lo conminaba a irse a dormir, él respondía lánguidamente que era incapaz de abandonar a su «dulce amante, la perspectiva».
La fuente de todo este movimiento en torno a la perspectiva era un reputado artista florentino que había comenzado su camino casi al mismo tiempo que Ghiberti: Filippo Brunelleschi.
El joven Brunelleschi había nacido el año 1377 en el seno de una acomodada familia florentina. Durante su infancia el padre lo había hecho estudiar letras, pensando que aquel niño seguiría sus pasos en la profesión de notario (en lo cual, a Dios gracias, se equivocó).
Según el parecer de su época, Filippo era amable, afectuoso y muy leal con sus amigos. Como Giotto, carecía de un físico notable; al parecer era feo, «canijo de cuerpo» y algo enfermizo, pero compensaba sus carencias con un gran talento y una verdadera ansia de gloria.
Su primera aparición pública la realizó en 1401 compitiendo con Ghiberti en el célebre concurso de las puertas. Según sabemos, fue digno en la derrota; reconoció la superioridad escultórica de su adversario y afirmó que «sería propio de envidiosos disputarle sus derechos». Desde aquella ocasión ya no volvió a tentar suerte en la escultura. Más aún, invitado a compartir con él los trabajos de la Puerta, los rechazó. Quería buscar su propio camino «para no tener que dividir la gloria de sus fatigas por la mitad».
En realidad, lo hubiera podido hacer. A pesar de la derrota, Brunelleschi poseía un extraordinario talento escultórico. Se cuenta que, años más tarde, criticó amistosamente un crucifijo esculpido por su gran amigo Donatello. El más brillante de los escultores florentinos no se dejó intimidar por aquel comentario; simplemente lo desafió a hacer uno mejor.
Brunelleschi trabajó obsesivamente en aquel encargo, y cuando lo hubo terminado, invitó a su colega a comer. Había colgado el crucifijo en la entrada, de modo que su rival lo notara de inmediato. No se equivocó. Apenas puso un pie en el pórtico, Donatello se mostró tan conmovido que apenas pudo articular palabra. Se limitó a decir con intensa admiración mientras acariciaba la obra: «a ti te corresponde esculpir Cristos. Yo sólo puedo representar campesinos».
Sea como fuere, aquel talento no prosperó. Su temprano fracaso en el concurso de las Puertas lo impulsó a buscar nuevos horizontes. Y los encontró precisamente en el estudio riguroso de la perspectiva. Su Tratado de la Pintura (1435) constituyó un material precioso para toda la generación de artistas que él presidió. Según su biógrafo y contemporáneo, Antonio Manetti:
Él propuso y practicó lo que los pintores actuales denominan perspectiva; pues es parte de esa ciencia, que en efecto consiste en calcular bien y con razón las disminuciones que aparecen ante los ojos de los hombres cuando las cosas se hallan lejos o muy cerca: edificios, llanuras, montañas y campos de todo tipo y en cualquier parte, figuras y otros objetos, en la medida que corresponda a la distancia en que parecen estar. Y a partir de él nace la regla, que es la base de todo lo que se ha hecho en ese sentido desde entonces hasta el presente.
Puede parecer simple: hasta el más pobre dibujo aspira a representar en dos dimensiones lo que en la realidad tiene tres. Pero Brunelleschi afrontó con otra mente el tema, hasta inventar una técnica precisa con miras a lograr el efecto visual que buscaba. En razón de sus estudios matemáticos, supo transformar las medidas tradicionales de planimetría en trazados de composiciones pictóricas. Sus leyes de perspectiva constituyeron una invención genial que, desde Florencia, revolucionó el mundo de las artes. Apenas hubo pintor renacentista que no alardeara de virtuosismo en el manejo de la perspectiva; desde Masaccio a Rafael, todos fueron en esto sus discípulos. Más aún. Durante prácticamente 500 años, hasta el cubismo de Pablo Picasso, los artistas no concibieron otra forma de representar el espacio que no fuera siguiendo sus huellas.
En cierto modo la perspectiva inventada por Brunelleschi constituyó uno de los primeros indicios del profundo cambio de mentalidad que el s. xv estaba gestando. Ella representó una nueva exigencia de precisión, exactitud y claridad que bien puede considerarse una de las semillas de las que nació la modernidad, en contraposición al mundo medieval que lo había antecedido. Más tarde, esta misma necesidad pasará a expresarse en la ciencia y tomará por asalto el mundo del pensamiento en la figura de René Descartes (1596-1650), el padre de la filosofía moderna, en la búsqueda de un razonamiento que ofrezca, ante todo, certidumbre.
Con todo, Brunelleschi no se conformó con sentar las bases teóricas de una nueva época en la pintura y la escultura. Poco después de haber caído derrotado ante Ghiberti por la autoría de las Puertas del Baptisterio, el joven artista marchó a Roma en compañía de su amigo del alma, Donatello. Pretendía confirmar con él su vocación de arquitecto. En la ciudad eterna tuvo el tiempo y la serenidad para maravillarse de los edificios, los templos y las calzadas. Observó estructuras, midió cornisas y levantó planos, hasta que estuvo cierto de no haber pasado por alto rincón alguno.
Los romanos, que por aquella época apenas distinguían las ruinas de las piedras, miraron con sorna a aquel pequeño hombrecillo encaramado entre pedruscos inútiles. Según Vasari, lo tomaron por un «buscador de tesoros».
En realidad, Brunelleschi buscaba un tesoro, aunque muy distinto del que tenían en mente los romanos. Desde su infancia el joven artista cargaba con un problema que muchas veces le había impedido conciliar el sueño: la construcción de una cúpula para la catedral de Florencia, Santa María de las Flores.
La catedral de la ciudad del Arno contaba en su exterior con una rica decoración de mármoles. Por dentro, sin embargo, no era más que un edificio enorme y frío. Desde su construcción había quedado incompleta y más de alguno ya pensaba que para siempre. En el centro de la gran iglesia permanecía intocado un enorme espacio octogonal de 42 metros de diámetro. El último arquitecto no se había atrevido a llevar a cabo el cierre y, de ahí en adelante, nadie había sido capaz de construir una cúpula o una torre para coronar aquel crucero.
El problema era su magnitud; aquel inmenso boquerón abierto al cielo parecía requerir gastos desproporcionados de andamiaje, además de un sinfín de soluciones técnicas que simplemente no se conocían. Se trataba de una tragedia, más aún porque aquel vacío estaba situado entre el hermoso campanil del Giotto y las Puertas que por esos días esculpía Ghiberti.
Brunelleschi siempre había sufrido con este tema. Como a muchos otros florentinos, le parecía injusto que una ciudad que amaba tanto la belleza fuera incapaz de concluir su catedral. ¿No tenían Pisa, Siena o Asís la suya terminada? ¿Por qué debía Florencia sufrir el escarnio de verse superada por otras ciudades más pobres y menos importantes?
Desde que tenía memoria, se había jurado labrar su gloria sobre la humillación de Florencia. Con aquella espina clavada en el alma, había recorrido las ruinas romanas buscando inspiración. Y parecía haberla encontrado: a su regreso a Florencia, se sentía listo para intentarlo.
Lo cierto es que, en 1418, los canónigos publicaron una convocatoria prometiendo un suculento premio financiero a quien propusiera el mejor sistema para terminar el edificio. El de la idea había sido el mismo Brunelleschi, que había sugerido invitar arquitectos de toda Europa. Según Vasari, Brunelleschi había propuesto esa idea «no para que le arrebataran la victoria, sino para que presenciaran su éxito».
Brunelleschi gastó los últimos meses de preparación estudiando hasta el último detalle las cúpulas de la Antigüedad, especialmente la del Panteón de Roma. Y cuando llegó el momento, se presentó en Florencia cargado de secretos.
El año 1420 se celebró la primera reunión. El primer tópico de discusión fue la dimensión de la obra. Era preciso concebir una cúpula enorme y, al mismo tiempo, lo suficientemente sólida para que no se desfondara sobre los muros del crucero. ¿Era posible hacerlo? Nadie parecía tener certezas al respecto.
En segundo lugar, se analizaron los costos. Una cúpula tan grande exigía un tremendo esfuerzo de sustentación; era preciso poner en pie una enorme estructura de andamios que sostuviese la bóveda en construcción y que ofreciese apoyo a los obreros. Esto resultaba tan caro que hacía el proyecto inviable.