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APÉNDICES

LA LEYENDA DEL SANTO GRIAL

La leyenda del Santo Grial se encuentra inserta en el corazón del ciclo artúrico. Como tal, tiene relación con el célebre mago Merlín, la solemne corte de Camelot y los caballeros de la Mesa Redonda.

Según la leyenda, el gran hechicero Merlín nació de un turbio enlace. Para contrarrestar la misión redentora de Cristo, los demonios entregaron a una joven pura en las manos de un diablo con forma de hombre. Con este engaño pretendieron crear un anticristo, pero algo se les escapó de las manos: la mujer elegida era tan virtuosa que, en vez de un aliado de las fuerzas oscuras, el recién nacido se convirtió en acérrimo enemigo del mal.

Educado por un anciano druida, el joven Merlín fortaleció su cuerpo y desarrolló sus poderes mágicos. Una vez que alcanzó la madurez, su fama se extendió por el entorno; gentes de todo tipo acudían a pedirle los más variados favores: sortilegios amatorios, pócimas salutíferas, defensas contra el mal de ojo... Nada parecía hallarse más allá de sus posibilidades.

En una ocasión, Uther, el rey bretón, se le acercó para abrirle su alma y solicitarle su ayuda. El soberano sufría de amores: estaba obsesionado con la mujer de un señor vecino. Al oír tal confesión, Merlín guardó misteriosamente silencio: según sus artes adivinatorias, de esa pasión ilícita nacería el más grande rey de Inglaterra. Llevado por esta convicción y sin revelar sus motivos, el mago accedió a prestarle su ayuda: envuelto en un especial hechizo, Uther tendría, por una noche, la apariencia del marido; podría engañar a su amada y gozar de ella. La única condición puesta por el hechicero fue que el niño concebido en esa noche de pecado sería instruido por quien él estimara conveniente. Fiel al acuerdo, meses después Uther depositó en las manos de Merlín al recién nacido que, de acuerdo a sus instrucciones, pasó a educarse bajo la tuición de un noble caballero.

El adúltero soberano murió años después, sin nombrar heredero. Previendo los problemas de la sucesión, poco antes de expirar, dejó incrustada su espada en una roca, legando su reino a quien lograse arrancarla. Muchos lo intentaron. Arrogantes caballeros llegaron desde lejanos confines con la ilusión de ganar la corona; pero, derrotados por la espada, debían volver a sus tierras cabizbajos. Inglaterra quedaba sin soberano.

Entre tanto, la vida del joven Arturo transcurría en total anonimato; enfrascado en humildes deberes, el niño apenas sospechaba sus altos destinos hasta que un día el cielo se encargó de abrirle los ojos. Durante un torneo, Arturo dejó olvidadas las armas de su amo. Corrió de vuelta al castillo para enmendar su error hasta que, acezando, se detuvo ante una misteriosa espada clavada en la roca. Presionado por el tiempo, hizo acopio de fuerzas y la arrancó.

Grande fue su desconcierto, cuando se vio rodeado por una muchedumbre que lo aclamaba como soberano. El cielo había hablado: tenía en sus manos la espada que lo convertía en legítimo rey de Inglaterra.

El joven Arturo no se dejó intimidar por las tareas de soberano. Administró prudentemente la justicia, terminó con el caos que presidía sus dominios, y se ganó la estima y el cariño de la muchedumbre (durante el siglo xii Enrique II Plantagenet, se esforzó intensamente por asociar su reinado a la imagen del mítico soberano).

Años más tarde contrajo matrimonio con la hermosa princesa Ginebra. En la solemne ocasión recibió de su suegro un especial regalo de bodas: una gran mesa circular para la sala principal de su palacio en Camelot. A su alrededor, y bajo la inspiración de Merlín, el soberano constituyó la más notable institución legendaria del Medioevo: la Orden de los Caballeros de la Mesa Redonda formada por ciento cincuenta caballeros, iguales en dignidad al soberano, destacados por sus costumbres, su lealtad y sus méritos. La Orden constituía el máximo orgullo de Arturo: en ella se reunía, en nombre de la justicia, lo más granado de la caballería (la institución recordaba a las órdenes de caballería nacidas en el siglo xii, especialmente a la Orden del Templo).

Entre sus más connotados personajes se encontraban Boor, Yvain, Percival, Gawain y, sobre todo, Lancelot, el gran caballero que más tarde traicionaría a su soberano y amigo, Arturo, enamorando a la reina Ginebra (sobre estos amores escribió Chrétien de Troyes, combinando la cortesía nacida en Francia con el ciclo de leyendas artúricas. Ambas tradiciones se fundieron en el entorno de la reina Leonor).

El último puesto de la Mesa, sin embargo, se encontraba deso­cupado. La silla vacía testimoniaba la espera de un miembro singular: el caballero más puro que existiera sobre la tierra. Según los vaticinios, cualquier otro que ocupase su lugar sería fulminado por el rayo.

Un buen día un hermoso joven se presentó en la sala real de Camelot. Un prodigio se encargó de sellar su presencia: en el mismo instante en que ingresaba, el respaldo del misterioso asiento vacío se grabó con su nombre, «Galahad». El recién llegado era hijo ilegítimo de Lancelot, a quien una hermosa princesa había logrado hechizar para que, olvidando a Ginebra, la convirtiera en madre del caballero ideal de que hablaban las profecías. Con el tiempo el niño se había convertido en el joven más bello y puro de toda la tierra conocida; era el nuevo arquetipo en quien terminaría de transfigurarse la caballería terrena (como tal, constituía el doble legendario de la figura histórica de san Bernardo).

Apenas se hubo asentado en Camelot, Galahad anunció su decisión de partir a la más grande aventura de la caballería andante: la búsqueda del Santo Grial, la más preciosa de las reliquias cristianas, el Vaso Sagrado con el que Jesús había celebrado la Última Cena y en el que José de Arimatea había recogido las gotas de sangre manadas del costado de Cristo muerto. Una ráfaga de entusiasmo sacudió a la Mesa Redonda; había llegado el momento de salir en su búsqueda (la partida recordaba la gran empresa cruzada en pos de Tierra Santa).

Todos los caballeros comenzaron la marcha con la ilusión de que el cielo los hubiese destinado a encontrar el Grial. Separados por las vicisitudes del camino, afrontaron mil aventuras: combates, conjuros, sortilegios, visiones, sueños proféticos y prodigios. Sostuvieron encuentros con sabios mendigos, monjes misteriosos y sugestivas doncellas... Algunos murieron en la empresa; otros terminaron por abandonar la búsqueda.

La conquista del Grial imponía severas pruebas. Al salir tras él, los caballeros emprendían una vida de perfeccionamiento espiritual. Su posesión exigía un número ilimitado de sacrificios y penurias, una completa disciplina de cuerpo y alma, y un abandono total de la ambición, del orgullo y de los amores terrenos.

Finalmente sólo Percival, Boor y Galahad presenciaron los misterios del Vaso Sagrado (como tal, símbolo de la visión beatífica de los elegidos). Lo hallaron en un lejano castillo, custodiado en una misteriosa recámara. Nadie supo jamás qué vieron u oyeron al encontrarlo, pero desde ese momento aparecieron como transfigurados por la celestial visión. Por designio divino trasladaron el Grial a otras tierras y edificaron un monumento para preservarlo.

El destino de los tres caballeros fue dispar. Percival se refugió en un monasterio, donde pudo vivir en plenitud las enseñanzas de la sagrada reliquia; Boor regresó a Camelot para dar testimonio del hallazgo; Galahad siguió otro camino de iluminación: dedicado a venerar los misterios del Grial, su vida terminó de transfigurarse, hasta que durante un atardecer en que se celebraba el solsticio de verano abandonó esta vida, sumergiéndose para siempre en la divinidad.

La búsqueda del Santo Grial fue la última empresa acometida por los caballeros de la Mesa Redonda. El anciano rey Arturo, privado de sus más notables guerreros, debió enfrentar la rebelión armada de un hijo ilegítimo, Mordret. La sedición acabó con la vida del soberano y de su único heredero, sepultando para siempre los tiempos dorados de Camelot.

CRONOLOGÍA DEL MUNDO MEDIEVAL

524

Boecio escribe La Consolación de la Filosofía. Pocos meses después es ajusticiado.

529

Benito funda Montecasino.

533

Comienza la construcción de Santa Sofía en Bizancio.

533-540

Justiniano reconquista Cartago, Roma y Ravena.

540

Casiodoro funda una biblioteca monástica en Vivarium.

547

Muerte de San Benito.

568

Los lombardos entran en Italia.

590

Gregorio I es elegido Papa.

596

El papa Gregorio envía misioneros benedictinos a Inglaterra.

622

La hégira: huida de Mahoma hacia La Meca (inicio del calendario musulmán).

633

Inicio de la expansión árabe.

711

Musulmanes en España.

716

San Bonifacio parte de Inglaterra a misionar en Alemania.

725

Inseguridad ante invasiones hace surgir el feudalismo en Europa.

725

Se publica el primer decreto iconoclasta en Bizancio.

732

Musulmanes derrotados en Poitiers por Carlos Martel.

768

Carlomagno asciende al trono franco.

774

Donación de Carlomagno; se constituyen los estados pontificios.

781

Alcuino de York comienza la escuela palatina en Aquisgrán.

782

Carlomagno en Sajonia. Masacre de Verden.

800

Carlomagno es coronado emperador por el papa León III.

860

Escoto Eriúgena traduce al latín la obra de Dionisio Areopagita.

863

Cirilo y Metodio evangelizan a los eslavos.

910

Guillermo de Aquitania funda el monasterio de Cluny en Borgoña.

1054

Cisma entre las iglesias cristianas de Oriente y Occidente.

1063

San Anselmo comienza su obra filosófica.

1073

El cardenal Hildebrando es elegido Sumo Pontífice.

1075

Gregorio VII promulga el Dictatus Papae.

1077

El papa Gregorio VII humilla al emperador Enrique IV en Canosa.

1096

Urbano II predica la primera Cruzada.

1099

Godofredo de Bouillon toma el título de Abogado defensor del Santo Sepulcro. Dos años más tarde se crea el reino cristiano de Jerusalén.

1115

San Bernardo es nombrado abad del monasterio cisterciense de Claraval.

1128

Hugo de Payens, maestre de los Templarios, entra en contacto con Bernardo, que escribirá su obra En Alabanza de la Nueva Milicia.

1114

Abelardo comienza a dirigir la escuela catedralicia de Notre Dame.

1119

Desgraciado romance de Abelardo y Eloísa.

1135

El abad de Suger comienza a reconstruir la abadía de Saint Denis.

1141

El concilio de Siena condena como heréticas las doctrinas del filósofo Pedro Abelardo.

1146

San Bernardo comienza a predicar la segunda Cruzada.

1147

Un sínodo autoriza a Hildegarda de Bingen a poner por escrito sus visiones.

1152

Leonor de Aquitania se divorcia de su primer marido, el rey de Francia Luis VII.

1163

Comienza a construirse la catedral de Notre Dame en París.

1166

Leonor de Aquitania se traslada a Poitiers, que se transforma en el centro de la vida cortesana de Europa.

1168

Chrétien de Troyes compone el Lancelot o Caballero de la carreta.

1170

Thomas Beckett, arzobispo de Canterbury, es asesinado por los sicarios de Enrique II.

1194

Muere Bernard de Ventadour, el más grande de los trovadores provenzales.

1198

Conversión de san Francisco. Noche de Spoletto.

1204

Los cruzados ocupan Constantinopla y la saquean.

1210

Cruzada antialbigense devasta el sur de Francia.

1210

Se funda la orden franciscana.

1216

El papa Inocencio III aprueba la orden de frailes predicadores de santo Domingo.

1240

Federico II invade los estados del Papa.

1245

Tomás de Aquino llega a estudiar a la Universidad de París.

1248

San Luis, rey de Francia, lanza la séptima Cruzada contra Egipto.

1267-1273

Santo Tomás escribe la Summa Theologiae.

1291

Cae San Juan de Acre, último reducto cruzado en Oriente.

1295

El papa Bonifacio VIII manda llamar a Giotto para realizar trabajos en el Vaticano.

1302

Dante sale desterrado de la ciudad de Florencia.

1304

Giotto comienza a pintar los frescos de la capilla Scrovegni.

1305

Traslado de la Santa Sede a Avignon.

1307

Supresión de la Orden del Templo en Francia.

1321

Dante Alighieri termina la Divina Comedia.

1328

Guillermo de Ockham se refugia en la corte imperial alemana en la ciudad de Munich.

1339

Se inicia la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra.

1348

La peste negra en su apogeo.

1378

Comienza el cisma de Occidente.

1431

Ejecución de Juana de Arco en Ruán.

1453

Constantinopla cae en manos de los turcos.

ÍNDICE DE OBRAS DE LITERATURA

Alabanza de la Nueva Milicia, san Bernardo

Apocalipsis, san Juan

Apología, san Bernardo

Arte de amar honestamente, Andrés el Capellán

Arte de amar, Ovidio

Caballero de la carreta, Chretien de Troyes

Cantar de los Cantares

Cantar de Roldán

ghettos, san Francisco de Asís

Cid Campeador

Ciudad de Dios, san Agustín

Consolación de la Filosofía, Boecio

Corán

Corpus Iuris Civilis, Tribonio

Defensa del insensato, Gaunilo

Defensor de la Paz, Marsilio de Padua

Dictatus Papae, Gregorio VII

Divina Comedia, Dante Alighieri

Eneida, Virgilio

Ética a Nicómaco, Aristóteles

Historia de mis calamidades, Pedro Abelardo

Historia Secreta, Procopio

Imitación de Cristo, Tomás de Kempis

Instituciones, Casiodoro

Libro de sentencias, Pedro Lombardo

Metamorfosis, Ovidio

Proslogion, san Anselmo de Aosta

Quaestiones disputatae, santo Tomás de Aquino

Regla, san Benito

Sic et non, Pedro Abelardo

Sobre La Trinidad, san Agustín

Sobre los Nombres de Dios, Dionisio Areopagita

ÍNDICE DE NOMBRES Y LUGARES

Abelardo, Pedro

Adriano, papa

Aimon

Alberico de Trois Fontaine

Albigenses

Alcuino de York

Alejandro II, papa

Alejandro de Hales

Alejo I

Ana Comneno

Andrés el Capellán

Aníbal

Anselmo de Aosta

Antioquía

Aquiles

Aquino

Aquisgrán

Aquitania

Aristóteles (aristotélico)

Armenia

Arquímedes

Arturo, rey

Asís

Augusto

Averroes

Avicena

Avignon

Bacon, Roger

Balduino

Bartolomé de las Casas

Beatriz

Beda

Belén

Belisario

Benedicto VII, papa

Benito de Aniano

Bernadone, Pedro

Beziers

Bizancio

Blanca de Castilla

Bocaccio

Boecio

Bolonia

Bonifacio VIII

Bruto

Buridano

Calcedonia

Calvino

Canosa

Canterbury

Capeto

Carcasona

Carlomagno

Carlos el Simple

Carlos Martel

Casio

Casiodoro

Cátaros

Catón

Cenino Cennini

Cervantes

Champagna

Chaucer

Chesterton, G.K.

Childerico III

Chrétien de Troyes

Cicerón

Cimabue

Císter

Claraval

Clemente, papa

Cleopatra

Clermont

Clodoveo

Cluny

Conrado III

Constantino

Constantinopla

Conventuales

Corán

Cristo (Jesucristo)

Damasco

Damieta

Dante Alighieri

Descartes

Dido

Diego, obispo

Dionisio Areopagita

Donación de Constantino

Duns Scoto

Eadmero

Edessa

Egipto

Elena

Eloísa

Empédocles

Eneas

Enrique I

Enrique II, Plantagenet

Enrique IV

Escolástica

Escoto Eriúgena

Eslavos

Espirituales (fraticelli)

Etiopía

Euclides

Eugenio III, papa

Eurípides

Federico II

Felipe el Hermoso

Felipe I

Florencia

Florencio

Fontevrault

Fra Angélico

Francisco de Vitoria

Francos

Fulberto

Gabriel, arcángel

Gaunilo

Gelasio

Génova

Gibelinos

Gilberto de Nogent

Gilson, Etienne

Ginebra, reina

Giotto

Godofredo de Bouillon

Grecia

Gregorio de Tours

Gregorio VII, papa

Gregorio IX, papa

Gualterio

Güelfos

Guido Guinizzelli

Guillermo I, el Conquistador

Guillermo de Champeaux

Guillermo de Malmesbury

Guillermo de Saint Thierry

Guillermo IX de Aquitania

Hector

Hegel

Hildegarda de Bingen

Hipócrates

Homero

Horacio

Huss, Juan

Inglaterra

Inocencio II, papa

Inocencio III, papa

Inquisición

Irene, emperatriz

Islam

Italia

Ivo de Chartres

Jacobo de la Vorágine

Jasper

Jericó

Jerusalén

Joaquín de Fiore

Josué

Juan Ruiz

Juan XII, papa

Juan XXII, papa

Juana de Arco

Judas

Julio César

Justiniano

Justino

Kaaba

Kadija

Kant, Immanuel

La Meca

Lancelot

Languedoc

Laura

Leibniz

León I, papa

León III, papa

León IX, papa

Leonor de Aquitania

Lewis, C.S.

Liutprando de Cremona

Lombardo, Pedro

Lombardos

Lucano

Luis de Baviera

Luis II

Luis VI

Luis VII

Luis VIII

Mahoma

Marcabrú

Marco Aurelio

Margarita de Hungría

María de Champagna

María, Virgen

Marsilio de Padua

Matilde de Magdeburgo

Matilde de Toscana

Mauro, Rábano

Medina

Meleagante

Merlín

Mesopotamia

Miguel Ángel

Milán

Moisés

Monofisismo

Montecasino

Montpellier

Mozart

Nápoles

Nicea

Nicolás III

Nogaret

Northumbría, Edwin

Nursia

Ockham, Guillermo de

Odoacro

Orderico Vital

Oresme

Orígenes

Ostrogodos

Otón I

Ovidio

Oxford

Pablo Diácono

Padua

Palencia

Palestina

Paris

París

Pavía

Pedro Bartolomé

Pedro Damián

Pedro de Castelnou

Pedro de Pisa

Pedro el Ermitaño

Pedro el Venerable

Pericles

Pernaud, Régine

Petrarca

Pipino, el Breve

Pisa

Platón (platónico)

Plotino (plotiniano)

Poitiers

Procopio

Ptolomeo

Rafael

Raimundo de Poitiers

Raimundo Lulio

Rávena

Recaredo

Ricardo, Corazón de León

Roberto de Molesmes

Roldán

Roma

Roscellino

Rusia

Saint Denis

Sajonia

Salerno

San Agustín de Canterbury

San Alberto Magno

San Anselmo

San Antonio

San Basilio

San Benito

San Bernardo

San Bonifacio

San Buenaventura

San Cirilo

San Damián

San Francisco de Asís

San Gregorio Magno

San Ignacio de Antioquía

San Isidoro de Sevilla

San Jerónimo

San Juan Bautista

San Juan de Letrán

San Justino

San Luis de Francia

San Metodio

San Pablo

San Pacomio

San Patricio

San Pedro

San Roberto de Molesmes

San Simón de Antioquía

Santa Catalina de Siena

Santa Clara

Santa Isabel

Santa Juana de Arco

Santa Sofía

Santiago de Compostela

Santo Domingo

Santo Thomas Beckett

Santo Tomás de Aquino

Sanzio, Rafael

Scrovegni, Enrico

Séneca

Sicilia

Siena

Sigerio de Bravante

Simón de Antioquía

Siria

Sócrates

Sófocles

Spoletto

Subiaco

Suger

Tales

Templarios

Teobaldo de Champagna

Teodolinda

Teodora

Teodorico

Teodosio

Teodulfo de Orleans

Tertuliano

Tierra Santa

Toledo

Toulouse

Troyes

Urbano II

Valla, Lorenzo

Vándalos

Venecia

Ventadour, Bernard

Vicovaro

Virgilio

Virgilio, Papa

Visigodos

Vitry

Vivarium

Vladimir I

Wiclef, John


Retratos del Medioevo

© 2008 by Gerardo Vidal Guzmán

©  2008 para todos los países de habla española, excepto Chile, Argentina y Uruguay, by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

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Cubierta: Caballeros de la Mesa Redonda del Rey Arturo, Biblioteca Naciontal, París.

© Oronoz

ISBN eBook: 978-84-321-3865-2

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ÍNDICE

Presentación

SAN BENITO: La reserva espiritual de los monasterios

BOECIO Y CASIODORO: El primer horizonte cultural de la Edad Media

JUSTITIANO: Bizancio y el fin del antiguo sueño imperial

MAHOMA: El brusco despertar del Islam

SAN GREGORIO MAGNO: La conversión de Europa

CARLOMAGNO: El Imperio en manos bárbaras

DE DIONISIO DE ARIOPAGITA A ANSELMO DE AOSTA: La inteligencia a la sombra del claustro

GREGORIO VII: La reforma de la Iglesia

GODOGREDO DE BOUILLON: El impetuoso fragor de las cruzadas

SAN BERNARDO: La nueva milicia del Císter

EL ABAD SUGER: La explosión del gótico

PEDRO ABELARDO: El primer fermento universitario

DE LOS TROVADORES PROVENZALES A CHRÉTIEN DE TROYES: La invención del amor

LEONOR DE AQUITANIA: La reina de los trovadores

SANTO DOMINGO: La revolución de los frailes

SAN FRANCISCO: La caballería de la Dama Pobreza

SANTO TOMÁS DE AQUINO: El esplendor de la escolástica

GIOTTO: El nuevo realismo de la pintura

DANTE ALIGHIERI: La travesía épica entre dos mundos

GUILLERMO DE OCKHAM: El fin de una época

Epílogo

APÉNDICES

La leyenda del Santo Grial

Cronología del mundo medieval

Índice de obras de Literatura

Índice de nombres y lugares

PRESENTACIÓN

Los académicos, a cuya especie pertenezco, tenemos sentimientos encontrados al hablar de «Edad Media». El término que hoy utilizamos para referirnos a esos diez largos siglos de historia que median entre la caída de Roma y la de Bizancio (476-1453) constituyó, inicialmente, una etiqueta peyorativa. La Edad Media venía a significar, en la mentalidad de quienes inventaron el concepto, una especie de oscuro paréntesis en la historia cultural de Occidente, cuya única función era llenar el tenebroso vacío entre dos edades luminosas, la Antigüedad clásica y el, así llamado, Renacimiento.

Sería ingenuo pensar que una concepción de este tipo es cosa del pasado. En buena parte de la mentalidad común, la Edad Media todavía se encuentra llena de mazmorras, inquisiciones, guerras de religión, cinturones de castidad y derechos de pernada. La gran medievalista francesa Régine Pernoud contaba en uno de sus libros que había recibido una llamada telefónica de un documentalista de televisión especializado en programas históricos. El periodista quería, según contaba irónicamente la autora, diapositivas que representaran la Edad Media. En sus propias palabras, «que dieran una idea general, es decir, matanzas, degollaciones, escenas de violencia, hambrunas, epidemias...». La escena habla por sí misma y, aunque tiene bastantes años, sería difícil negarle actualidad.

Como toda época histórica, la Edad Media tiene muchos rincones oscuros, pero sus luces iluminan de sobra sus carencias. En comparación con otras edades, incluida la nuestra, el Medioevo posee méritos de sobra para salir bien parado. Una simple mirada a sus grandes creaciones —la Universidad, el amor cortés, el arte románico y el gótico, la escolástica—, debería convencer hasta al más escéptico.

¿Qué sería del patrimonio cultural de Occidente si tuviéramos que prescindir de los frescos de Giotto, de la Divina Comedia de Dante, del Cántico Espiritual de san Francisco, de los escritos místicos de san Bernardo o de las novelas de caballeros andantes de Chrétien de Troyes? Sin duda, nuestro mundo sería infinitamente más pobre de lo que es y, seguramente, ni siquiera habría podido constituirse tal como lo conocemos.

Guiado por esa convicción he escrito este libro. Con él he pretendido continuar la misma tarea que me fijé en los dos tomos anteriores: rescatar lo que me parece más valioso y perenne de una época que, sin ser la nuestra, ha contribuido decisivamente a darle forma.

Tal como en los anteriores, Retratos de la Antigüedad Griega y Retratos de la Antigüedad Romana y la Primera Cristiandad, los entendidos echarán de menos una multitud de temas sustanciales. Una buena parte de tales omisiones se debe a mi ignorancia; la otra, al formato que elijo. Con él no trato de hacer una historia de la Edad Media, ni mucho menos de su literatura o su filosofía, sino más modestamente indicar una serie de personalidades que dieron forma y contenido a una época, vertebrando al mismo tiempo la historia de nuestra propia cultura.

Al escribir este libro he contraído muchas deudas. Pero hay algunas que no puedo pasar de largo. Especialmente me refiero a los profesores de la Facultad de Humanidades de la Universidad Adolfo Ibáñez, Rodrigo Moreno, Paola Corti, José Marín, Diego Melo y Kristel Zimmermann. Todos ellos se tomaron el trabajo de leer el manuscrito y orientarme con valiosas sugerencias. Finalmente, agradezco a mis alumnos que constituyen el más importante de mis estímulos como profesor.

Gerardo Vidal Guzmán
abril de 2008

SAN BENITO
La reserva espiritual de los monasterios

Existen pocos personajes tan ligados a una época como san Benito lo está a la Edad Media. Él fue el primero en comenzar a dar forma al cúmulo de ruinas en que se había convertido el antiguo Imperio Romano después de las invasiones bárbaras, y esto lo sitúa en un lugar de privilegio en la historia. No en vano, el monasterio que fundó en Montecasino constituyó la célula inicial de lo que hoy llamamos Europa.

La relación de san Benito con el mundo del Medioevo posee, por lo tanto, un carácter fundacional. El lector paciente podrá comprender qué significa una expresión como ésta atendiendo al primer capítulo de los dos libros de retratos que he escrito hasta el presente. En ellos verá que, pese a todas las diferencias, existe una semejanza sustancial entre los personajes llamados a inaugurar un mundo. Que todos ellos, no importa si son poetas, generales o monjes, cumplen una misma función en relación a su propia época: la de proponer un horizonte de ideas, concepciones y valores que orienta y estimula el camino de los hombres en esta vida.

En Grecia, Homero cantaba en versos épicos la figura grandiosa de los héroes, ávidos de hazañas y amantes de la gloria. Los personajes de sus poemas eran hombres individualistas, muy conscientes de su personal valía, y decididos a destacar sobre el fondo opaco de la masa. No aceptaban la mediocridad, no admitían temores, no guardaban reservas; aspiraban a la eternidad de la fama y, por alcanzarla, aun la muerte les parecía amable. Buscaban demostrar al mundo de qué madera estaban hechos y, al mismo tiempo, perpetuar su memoria con el recuerdo de sus proezas. Y sobre este molde general, se fraguaron muchos de los grandes hombres que Grecia produjo.

En Roma fueron los patriotas de la primera tradición republicana los que asumieron ese mismo papel. Desde luego, se trataba de hombres muy distintos de los que Grecia había admirado. Preferían la gloria de Roma a la suya propia; valoraban la lealtad, el esfuerzo y la disciplina; detestaban el derroche, la cobardía o el exhibicionismo. Y con su ejemplo y sus virtudes, celosamente conservados en la memoria colectiva, inspiraron la mentalidad, las costumbres y las convicciones de Roma.

El mundo medieval no se inspiró en héroes ni en patriotas, sino en santos. Hombres que no buscaban la gloria mundana sino la celeste, y que no entregaban su vida por la patria terrena sino por la Jerusalén de los cielos. Afianzados en la fe, consideraban la caridad como la suprema virtud. Creían en la Iglesia y en la misión que le correspondía realizar entre los hombres; valoraban la humildad, el desprendimiento y la oración; no se cuidaban de la opinión ajena y, es más, la despreciaban, pero no por eso se olvidaban del mundo. Por el contrario, empapados en los designios providenciales, intentaban transformarlo con la levadura del evangelio.

Se trataba, a todas luces, de un cambio importante. Gracias a él, la fama, que siempre había constituido la última aspiración de los héroes de la Antigüedad, cedió su lugar a la vida eterna. El mundo, que a una mirada helénica había sido primariamente campo de exploración racional y que, en manos romanas, se había transformado en objeto de organización política, se convirtió en el escenario donde se desarrollaba la historia de las almas y sobre el cual se realizaba la gran tarea de la evangelización.

Tal cambio no fue producto del azar. En gran medida se debió al papel que los monasterios benedictinos jugaron en Occidente durante los largos siglos de la Alta Edad Media y aun después. En ellos se fraguaron las convicciones y los ideales que habrían de conformar el mundo medieval, con el horizonte que le fue siempre propio.

* * *

San Benito nació hacia el 480 d.C., cincuenta años después de la muerte de san Agustín. Por aquella época, Roma constituía un glorioso recuerdo. Distintos pueblos bárbaros se habían asentado en las antiguas tierras imperiales; hérulos, ostrogodos, visigodos, francos, burgundios, vándalos y alanos pululaban en las regiones que otrora Roma gobernara. Los invasores se habían convertido en amos y, aunque su número era pequeño, para todos era evidente que el cetro de la historia había caído en sus manos.

Sobre ese informe escenario, las perspectivas no eran halagüeñas. Los bárbaros eran pueblos avezados a la guerra, pero carecían de esa disciplina que había hecho de Roma la cabeza del mundo. Era comprensible que, bajo su dominio, Occidente se sintiera engullido por fuerzas históricas sin control.

Por todas partes se respiraba confusión, guerra, bandidaje y miseria. El antiguo orden imperial se había desvanecido, las viejas ciudades habían reducido drásticamente su núcleo urbano, y los escasos poderes que aún resistían eran impotentes para garantizar el orden y asegurar la paz.

En este mundo convulso y desorientado nació Benito, en el seno de una familia cristiana de Nursia, en la región de Umbría. Apenas cuatro años antes de su nacimiento el puño de Odoacro y sus hérulos se había cerrado inmisericorde sobre la antigua Roma. Se trataba, a todas luces, de un escenario incómodo para venir al mundo.

A Benito, sin embargo, no lo afectó el ambiente. Desde joven parece haber sido un niño sereno y reposado. Según su biógrafo, Gregorio Magno, Benito «tuvo desde su infancia cordura de anciano», y aunque la expresión resulte hoy excesiva, hay razones para imaginarlo como un joven sensato, práctico, modesto y trabajador. En todo, un notable exponente de las virtudes que habían hecho grande a la antigua Roma.

A los pocos años Benito abandonó la áspera provincia en la que había nacido para ir a la ciudad eterna, con la intención de formarse en el mejor centro de estudios que todavía su época podía ofrecerle.

Su estancia en la urbe no debe haber sido fácil. Soportar los hedores y vicios de una ciudad en decadencia no ha sido nunca una experiencia amable. Más todavía para un provinciano austero como Benito, ajeno a los excesos de las grandes ciudades, y que, por añadidura, soñaba desde joven con consagrarse a Dios y a la Iglesia.

Hacia el año 500 d.C. Roma era una ciudad derrotada, en donde las influencias cristianas, no del todo asimiladas, se mezclaban profusamente con las antiguas costumbres paganas. Los modos de vida no eran precisamente edificantes y el joven Benito no tardó mucho en advertirlo. Esta áspera constatación lo obligó a replantear ciertas opciones. El mismo Gregorio nos informa que «al ver que muchos iban por los caminos escabrosos del vicio, retiró su pie, temeroso de que, por alcanzar algo del saber mundano, cayera también él en tan horrible precipicio». Por esta razón, antes de haberlos terminado, abandonó los estudios y se retiró «sabiamente ignorante y prudentemente indocto».

La decisión de Benito no sorprendió a nadie. Era un joven espiritual y de mirada cristalina; desde muy pequeño había ido fraguando en su alma la decisión de dedicarse al servicio divino. Los estudios le habían parecido la primera etapa lógica de esa decisión; pero si con ellos exponía su opción de vida, era prudente abandonarlos sin mayores lamentaciones.

El asunto, sin embargo, no quedó resuelto con esa primera decisión. En realidad, Benito no sabía en qué consistía la vocación a la que se sentía llamado. Su camino, pensaba el joven estudiante, no parecía ser el sacerdocio; había conocido a bastantes sacerdotes, unos más edificantes que otros, pero ninguno parecía encarnar el tipo de vida al que se sentía llamado. A él le atraía la soledad, las largas horas de oración, la vida ordenada, exigente y serena… Nada de eso parecía compatible con el agitado estilo de vida propio del sacerdote.

Desde luego, existían también otras opciones. Ya desde el siglo ii se conocían casos de hombres y mujeres que habían querido seguir más de cerca el ejemplo de Jesús, consagrándose en castidad a una vida de oración y penitencia. Había quienes seguían el camino eremítico, y vivían ajenos a toda forma de convivencia humana. Otros seguían la vía cenobítica, y formaban comunidades cuyos miembros compartían los mismos ideales. En ambos casos se trataba de buscar un modo de vida alejado de la corrupción de la sociedad (la misma que Benito había palpado en Roma) y de velar por la propia alma en un esfuerzo por restaurar ese estado de inocencia que, según la Escritura, había poseí­do el hombre antes de su primera caída en el paraíso original.

Más adelante, en el siglo iv, el interés por esta vida de consagración a Dios aumentó. El Oriente cristiano lideró el proceso. En el desierto de Egipto habitaron san Antonio y san Pacomio, y sus discípulos se extendieron rápidamente por Egipto, Mesopotamia, Palestina y Siria.

Sin embargo, no todos los que pretendían alcanzar la santidad por esta vía se ceñían a moldes seguros y confiables. Muchas veces «experimentaban» de acuerdo a sus propias luces, que tampoco eran necesariamente muchas. En tierras de Egipto o Siria, por ejemplo, la lista de excentricidades a las que se entregaban estos «hombres de Dios» era larga y maciza. Habitar en un árbol o en una cueva, en la más absoluta soledad, eran prácticas relativamente habituales. Había algunos, los reclusos, que «guiados por el espíritu» se encerraban entre tabiques de por vida; otros, los estilitas, que vivían toda su existencia en lo alto de una columna y desde ese púlpito predicaban los domingos al pueblo que los acogía; los adamitas tenían la curiosa costumbre de dejar que sus vestidos se consumieran hasta convertirse en harapos; y los rumiantes se caracterizaban por no comer más que las pocas hierbas que lograban arrancar del suelo.

En su Historia de los Francos Gregorio de Tours nos cuenta de uno de estos personajes establecidos en la Galia. Se trataba de un asceta lombardo que, después de haber pasado varios años en un monasterio en Limoges, se había lanzado a la búsqueda de nuevas aventuras místicas. Siguiendo el ejemplo de Simón de Antioquía, había construido con sus propias manos una gruesa columna y, pensando que con ello se ganaba el cielo, había establecido en la cúspide su morada. Recluido en aquella prisión voluntaria, comía únicamente pan, agua y verduras crudas. En verano debía soportar el calor como un estoico; en invierno el frío lo mordía a tal punto, que las uñas de los pies se le caían y la humedad le colgaba de la barba como cera.

Al poco tiempo llegó el obispo del lugar a conocer al asceta. El prelado habló con él, lo escuchó y, después de reprenderlo amablemente, lo invitó a vivir como la gente normal; según el eclesiástico, la santidad no tenía por qué expresarse en formas tan chocantes. Y por si hubiera quedado alguna duda, al día siguiente mandó a un grupo de trabajadores a reducir su columna a escombros.

Aunque el místico asceta siempre consideró que la visita episcopal había sido una treta diabólica, sería difícil objetar al obispo. Más adelante el mismo Benito deberá recomendar mesura a un piadoso varón que, considerándolo manifestación de eximia virtud, se había escondido en una oquedad rocosa atándose a ella con una cadena.

Tal vez algunos de estos hombres fueron santos varones, pero su vida parecía centrada en una competencia ascética, marcada por el exhibicionismo, de la que no pocas veces germinaban divisiones. Era evidente que no eran estos santones estrafalarios los llamados a dar forma espiritual a Occidente.

Desde luego, existían formas más estables de consagración, como la que había fundado san Basilio en Asia Menor, san Jerónimo en Belén o san Agustín en África. Pero lo cierto es que por aquella época la vida religiosa no tenía una forma definida, y esto significaba que todo aspirante a la santidad debía inventar su propio camino.

Inspirado en el ejemplo de estos hombres, Benito partió de Roma y puso rumbo a Subiaco, adonde llegó buscando la paz interior y la soledad exterior. Apenas hubo alcanzado su destino, fijó su morada en una estrecha gruta situada en la parte baja de un cerro rocoso. Allí, alimentado por la buena voluntad de algún alma compasiva, dejó transcurrir tres largos años, durante los cuales afianzó su prestigio de santidad entre los hombres del lugar.

Fue también durante esos años cuando descubrió la desorientación generalizada en la que se hallaba la mayor parte de los que, como él, habían optado por la soledad y el sacrificio. Benito no adoptó jamás aires de profeta, pero con toda certeza percibió que era necesaria una guía práctica que orientara a las almas en medio de tantas ocurrencias místicas. Dicho de otro modo, que debía existir un modo razonable de ser santo.

Los aspirantes a la santidad debían tener una normativa, una regla. En palabras de Benito, un «lazo que los amarrara» y que les permitiera eximirse de todos los peligros de esa vida vagabunda y estrafalaria que usualmente llevaban. A partir de esta percepción se fue asentando en su alma la opción por la estabilidad de lugar, por la vida común, por la obediencia y, sobre todo, por una humildad que liberara de toda estridencia y exageración su propia vida y la de sus seguidores.

Poco a poco la fama de su santidad traspasó los confines de su gruta. No lejos de allí, en Vicovaro, había un monasterio cuyo abad había fallecido. Los monjes, al verse huérfanos de toda autoridad, decidieron suplicarle a Benito que asumiera el cargo. El anacoreta vio con indiferencia el ofrecimiento, pero, después de múltiples presiones, acabó finalmente por acceder.

Una vez en su cargo, Benito se estrenó imponiendo una estricta disciplina a la comunidad: ayunos rigurosos (una comida diaria en tiempos de cuaresma), trabajo exigente (que permitiera al monasterio prescindir de la limosna) y rezo de los oficios a diversas horas del día (desde las cuatro de la mañana en adelante).

Después que Benito puso en práctica sus indicaciones, la cálida bienvenida con que el monasterio lo había recibido se transformó en gélida hostilidad. Hasta ese momento ningún monje se había visto impedido de cultivar vicios y rarezas; cada uno había forjado su propio camino de santidad y, con seguridad, muchos lo habían olvidado del todo. Ahora, en cambio, tenían a un abad joven e idealista, dispuesto a renovar la vida monástica de acuerdo a una severa medida de orden y austeridad. Y como era previsible, los monjes comenzaron a acusarse mutuamente por la estúpida idea de traer a un santo para gobernarlos.

Las discusiones, sin embargo, no quedaron en eso. Estos monjes, entre los cuales debe de haber habido varios bandoleros acogidos al techo común del monasterio, comenzaron a tramar el modo de quitarse de encima a Benito, hasta que los más atrevidos discurrieron asesinarlo envenenando el vino en la comida.

Las crónicas nos refieren la escena con calor y dramatismo. Los monjes le habrían ofrecido el vino al abad para que éste lo bendijera antes de la comida; Benito habría alzado la mano y mirado al cielo y, en el mismo instante en que hacía la señal de la cruz, el jarro se habría quebrado como si hubiese recibido una pedrada. ¡La mano de Dios había protegido a su siervo!

Aun así, Benito comprendió de inmediato el significado de aquel hecho. La autoridad del abad se fundamentaba en la benevolencia de sus subordinados. Si hoy envenenaban el vino, mañana quemarían su celda... Y después de reprochar duramente a los monjes su comportamiento, no tuvo más opción que volver a la gruta de la que había salido.

Seguramente esta experiencia lo confirmó en la opinión que había comenzado a fraguar años antes. Un alma entregada a Dios, pero carente de orientación, pierde con facilidad el rumbo, tal como un monasterio en donde falta la disciplina se convierte rápidamente en una cueva de ladrones.

Una vez pasado el mal rato, el frustrado abad quiso volver a refugiarse en la soledad y el anonimato. Sin embargo, Benito parecía destinado por el cielo para ser padre de monjes. Muy pronto y sin él preverlo, comenzaron a reunirse a su alrededor grupos de jóvenes briosos e idealistas, con ansias de conocer el camino que debía conducirlos a la perfección. Personas notables se sumaron al movimiento, llevándole a sus hijos para que los educara. Muy pronto tuvo a su disposición medios y posibilidades, y la idea de plantar una semilla y cuidarla desde su inicio volvió a aflorar todavía con más fuerza en el alma de Benito.

El primer monasterio benedictino nació en Subiaco, con el mismo Benito como abad, y un grupo de doce monjes dispuestos a seguir el camino del maestro. Fue el primer indicio de lo que con el tiempo llegaría a ser la gran familia benedictina.

El estilo de vida que Benito estaba creando no sólo atrajo discípulos sino también detractores. El papa Gregorio cuenta la historia de uno de ellos, un sacerdote de vida frívola llamado Florencio, envidioso por la fama que rodeaba las obras de Benito. Como todo hombre mezquino, Florencio no soportaba el éxito ajeno; se sentía humillado por el prestigio de santidad de aquel provinciano insignificante, que convocaba discípulos sin apenas buscarlos.

Con estos sentimientos hizo de todo por estorbar los caminos de la nueva fundación: engaños, chismes, falsas acusaciones. La última de sus jugadas fue memorable. Florencio, que, como buen cínico no creía en la castidad ajena, contrató a un grupo de prostitutas con la intención de someter a la naciente comunidad benedictina a las tentaciones de la carne. Seguramente esperaba que Benito o alguno de sus monjes ofreciera un sabroso escándalo...

La escena debe haber sido de una chabacanería patética. Siete prostitutas se introdujeron de noche en el huerto del monasterio, se desnudaron sin mucha vergüenza y, de acuerdo a ciertos códigos de burdel, comenzaron a cantar para llamar la atención de los monjes. La comunidad, bruscamente despertada por la algarabía, seguramente no experimentó la tentación que Florencio había imaginado. Era razonable. Para captar la apelación erótica (si la tiene) de un grupo de prostitutas en cueros cantando canciones obscenas, hay que tener la piel algo más dura. Frente al espectáculo, los monjes se limitaron a contener un gesto de sorpresa ante la mirada adusta del abad.

Benito estaba habituado a lidiar con las mezquindades de Florencio, pero esta vez tuvo que rendirse ante la evidencia. Aquello no presagiaba nada bueno. Dentro del monasterio no pasaba de ser una vulgar jugarreta cuyo único resultado fue que desde ese día el abad pidió a sus monjes que no olvidaran a Florencio en sus oraciones. Pero fuera de sus muros, las cosas cambiaban. Un grupo de prostitutas en un monasterio podía generar un escándalo de proporciones. En aquella época, tal como ahora, no existía chisme más sabroso que los que involucraban curas y sábanas.

Al día siguiente el abad avisó a sus monjes que, dadas las circunstancias, se mudaban de residencia. Permanecer allí hubiera significado abandonar la iniciativa en manos de sus enemigos, y Benito no estaba dispuesto a ello. Pocas horas más tarde la comitiva salía del monasterio con rumbo al sur. Probablemente ninguno de sus protagonistas era consciente de ello; pero aquella ínfima comunidad estaba plantando la primera semilla del mundo medieval.

Su llegada al nuevo emplazamiento, Montecasino, no fue cómoda ni fácil. En lo alto de la montaña se erguía un antiquísimo templo de Apolo. A su alrededor había un bosque consagrado a antiguas divinidades en el que todavía se ofrecían sacrificios paganos.

Benito, sin embargo, no titubeó al ver el nuevo escenario. Tomó posesión de Montecasino y, con la certeza de tener a Dios y a la historia de su parte, taló el bosque, echó por tierra el altar y destrozó los ídolos paganos. Con igual decisión edificó sobre el lugar dos oratorios para sus monjes y, de allí en adelante, ocupó su existencia en moldear espiritual y moralmente la vida de la comunidad. Comenzaba a surgir la tradición monástica benedictina; la misma que con el paso de los siglos terminaría cubriendo toda Europa.

Los primeros monasterios no fueron más que una sencilla construcción con el piso de piedra y los muros de madera. En torno a un patio interior, donde se encontraban el huerto, la fuente y el jardín, se hallaba el claustro, y a su alrededor, la iglesia, las celdas, y la cocina. En ese escenario se desarrollaba la vida de los monjes.

El documento más transparente del naciente mundo monástico es La Regla, redactada por el mismo Benito para ordenar la vida de los monjes. Este sencillo conjunto de indicaciones constituye, al mismo tiempo, su mejor reflejo. Como ya afirmaba Gregorio Magno, también benedictino: «Si alguien quiere conocer con más profundidad su vida y sus costumbres, podrá encontrar en la misma enseñanza de La Regla todas las acciones de su magisterio, porque el Santo Varón en modo alguno pudo enseñar otra cosa que la que él mismo vivió».