I
Puesto que siempre me pides que te cuente historias marineras —me escribió la señora Mariana Saura—, te narraré con pelos y señales un viaje que hice en barca de mesana[1]: un viaje de poca monta (no te hagas ilusiones); pero quiero contártelo con tanto detalle, con la ayuda de las notas recogidas en un memorial, que probablemente acabarás harto. Así tal vez no vuelvas a quejarte de mi parquedad.
Mi padre, como bien sabes, era patrón de barco y cubría la ruta de Alicante. Nacido en Blanes, se casó con una comerciante de granos, de Rosas, propietaria de una casita en el barrio marinero y de una viña en las afueras de la villa. Esto motivó que el matrimonio se estableciera en Rosas, desde donde mi padre siguió ocupado en la navegación de cabotaje[2] y amplió el negocio iniciado por sus suegros. Como era amo del cargamento y de la embarcación que capitaneaba, todo eran ganancias. Exento de fletes, en una época en la que el cabotaje era un trabajo lucrativo, puedes hacerte una idea de cómo supo sacarle provecho. Sus marineros tenían que ser de Blanes, porque pensaba que en ningún otro lugar del mundo nacían y se formaban hombres tan aptos para la vida marinera. Esta manía, mal vista por los vecinos de Rosas, provocó más de un choque con los patronos de Masnou, de Lloret y de otros lugares de la Costa Brava, defensores del honor marinero de sus paisanos; pero se impuso a todas las desavenencias e incluso se hizo más obstinada e inflexible.
En la planta inferior de la vivienda, rodeada por un jardincito, estaba el almacén. Aquí arroz, allá algarrobos, más allá rollos de aros; en un rincón el trigo, en otro la alfalfa; utensilios de cerámica de diversos tipos, madera…, nunca estaba vacío. Bajo el dintel de la puerta, con vistas al mar, se solían cerrar los tratos. Mi padre, de pie, apoyado en la jamba, con las manos en los bolsillos, escuchaba pacientemente a los clientes, mientras fumaba con los ojos casi cerrados. Era hombre de pocas palabras: pedía precio y dejaba hablar. Después, llegaban las ofertas.
—¿Me lo dais por tanto?
—¡Sube!
—¿Por cuánto más lo queréis?
—¡Sube!
—¿Lo dejamos en tanto?
—¡Amarra!
Emitida la palabra amarra, la venta estaba hecha, pues era tan intangible y tan segura como si se hubiera firmado ante notario.
Mi padre era un lobo de mar, un hombre un poco extraño: más bien canijo, huesudo y flaco, con la cabeza grande, el rostro hurón y adusto y la frente surcada por penetrantes arrugas. Llevaba la cara afeitada, pero la barba le crecía debajo de la mandíbula como un collar. Tenía las cejas muy pobladas, juntas, y negras como el hollín, y solía observar de reojo, con una mirada que cortaba el aire. Ponle una pipa en los labios, añádele una voz carrasposa, vístelo con una camiseta azul, unos pantalones anchos de algodón y una gorra lanuda con una borla cimera, y…, tendrás su retrato. Pero le falta aún una peculiaridad destacable: andaba despatarrado, pero con tanta firmeza y aplomo, con los pies tan asentados que, al verlo, se comprendía que, aunque fuera empujado a traición, no se caería: caminaba siempre como quien está al acecho. Es lo propio de todos los marineros habituados a mantener el equilibrio sobre el puente de mando. Imagínatelo.
Nunca se reía. La calma y el mal humor eran en él inmutables. Sin embargo, a pesar de la aspereza de sus modos, me quería tanto que su voluntad era un juguete de la mía. No contaba con más parientes: como los otros hijos y la mujer habían muerto, concentró todo su afecto en mí. Era incapaz de negarme nada. Con una zalamería, una pataleta o una lagrimita, yo conseguía lo que quisiera. Si me hubiese empeñado, se habría dejado afeitar los perigallos y habría dejado de fumar en pipa. ¿Pero por qué tenía que oponerme a sus caprichos? ¿Acaso no me gustaba que se respetasen los míos?
Crecí como los árboles ribereños. Se puede afirmar que yo misma organicé mi educación, porque mi padre solo se ocupaba de soltar pesetas («No te preocupes por el dinero: quiero los mejores maestros»). A coser, a planchar, a tejer, a hacer calceta o ganchillo, apenas aprendí. Sin embargo, soy bastante habilidosa para componer ramilletes y confeccionar bordados extravagantes, para tocar el piano y para pintar. Escribo correctamente, gracias a la cantidad de novelas que leí. Engullía todas las que me llegaban, pero las que dejaron más huella en mi imaginación fueron Atala, Los viajes de Gulliver y, sobre todo, Corina de Madame de Staël. Yo misma me consideraba una Corina, porque la forma artística preferida por mí no era la música ni la poesía, sino la pintura, en la que había progresado bastante, gracias a las enseñanzas de un anciano maestro, melenudo y misántropo, que, incomprendido por sus coetáneos, se vino a Rosas a lamentarse de sus sueños de gloria y de sus desengaños reales.
Mi especialidad eran las marinas. Me ensimismaba contemplando el riquísimo colorido del mar, su movimiento, las rocas que baña, el horizonte despejado, inmenso; las playas en las que el sol vierte su oro… ¡Qué maravilla estudiarlo, saturarme, soñarlo y, con los pinceles, plasmarlo sobre la tela! A menudo, me habrías encontrado en algún lugar de la costa con la caja de pinturas, la sombrilla, pintando o buscando perspectivas. Los días de temporal, no podía quedarme quieta en casa. Bajo la lluvia, trepaba por las rocas enardecidas por el estruendo atronador del oleaje. Bajo la lluvia, y con el paraguas inservible a causa del vendaval, me entretenía, a veces, tomando unas notas, mientras el chaparrón me calaba de la cabeza a los pies. Lo que me llevaba a tales osadías no era solamente el interés por el apunte deseado, sino el convencimiento de que eran necesarias para responder dignamente al concepto de artista genial que había formado de mí. Era un alma apasionada, poseída por la ebriedad estética; por lo tanto…, que tronara, que relampagueara, que me empapara, que me enfriara, importaba poco, porque solo podía detenerme ante la belleza. ¡Cuántos engaños semejantes se representan en el corazón de cada uno! Ahora, cuando se ha enfriado aquella fiebre romántica y no pretendo ser más sabidilla que cualquier otra mujer de su casa, ¡qué ridículas me parecen aquellas inclinaciones!
Sin embargo, por muy extravagantes que resultasen, eran entonces el fuego de mi alma y el aliento de mi vida: lo sacrificaba todo por ellas y fueron el motivo por el que me empeñé en acompañar a mi padre en una de sus travesías: ¡un viaje en barca de mesana! ¿Hay algo más poético? Extiendes tus alas como un pájaro y te abandonas al soplo de la brisa por la llanura del mar. Las olas mecen tu sueño y, al despertar, percibes el armonioso movimiento del agua debajo del armazón en el que reposa tu almohada. ¡Y el espectáculo de la costa, del horizonte, del mar…! Era lo que me convenía: mi cuerpo y mi alma se irían acostumbrando… Lo necesitaba porque solo se puede pintar lo que se ha experimentado con pasión.
Primeros días de noviembre con el otoño en su plenitud. La Santa Rita, con la carga ya completa, se mecía fondeada a la espera del momento de levar anclas. Mi padre tomaba tranquilamente el sol junto a la puerta del jardín, mientras cebaba su inagotable pipa y, de vez en cuando, miraba satisfecho hacia la embarcación. Aún no le había hablado de mi antojo. Si me demoraba en planteárselo, perdería la oportunidad. Me lancé sin pensarlo dos veces. Me puse a su lado, apoyé la cabeza en su hombro y, tras dejar pasar un rato, le pellizqué la mejilla y le dije, con la sonrisa graciosa de un niño mimado:
—Mire, tengo un deseo: ordene que lleven mi equipaje a la Santa Rita, porque mañana me embarco con usted.
Jamás he visto una expresión como la suya al escuchar la propuesta. Aunque mi padre tenía un gran dominio de sí, no pudo evitar, por la sorpresa, que la pipa resbalara de su boca y le cayera sobre la pechera. Me asusté.
—¡Cállese, cállese…! —grité, mientras le tapaba la boca, temerosa de la andanada que me soltaría—. ¿No ve que se está quemando?
Le desabroché la camiseta para apagar las ascuas que le quemaban la ropa y sacudir la ceniza que la cubría. Mientras lo adecentaba, intenté convencerlo:
—No se oponga porque sería inútil. No es mucho lo que le pido: solo por una vez…, esta y nunca más. Y no me hable de peligros ni de incomodidades: lo he planeado todo al dedillo y… estoy completamente decidida. Desde hace tiempo, no pienso en otra cosa. ¿Y la alegría que me daría? Además, no soy una señorita melindrosa: ¿acaso mi sangre no es la suya?... Mi corazón es marinero como el de usted y adonde vaya, padre, yo puedo ir también… Vamos, que no se le ocurra dejarme en tierra.
—¿No? —contestó con sorna, envolviéndome sombríamente con una de sus miradas más hurañas.
—¡No! —respondí resueltamente, pataleando y acariciándolo.
—¡Vete, vete, cabeza de chorlito! —exclamó mientras me rechazaba con los brazos—. ¿Has perdido la razón? ¡Que todas las mujeres sean fulminadas! ¡Todas!
Dio media vuelta y se fue, renegando, hacia la playa.
Aquel día no almorcé. Por la mañana, me quedé encerrada en mi habitación haciendo pucheros. Después salí, pasé de soslayo delante de mi padre, que estaba comiendo solo, crucé el jardín y me senté en el peldaño de la puerta con las piernas orientadas hacia la acera. Me tapé la cara con el delantal y adopté la actitud de quien sufre gran desconsuelo. No todo era comedia, pues veía frustrada la partida, y las lágrimas resbalaban por mis mejillas, aunque exageraba las muestras de dolor, porque, consciente de lo mucho que mi padre me amaba, sabía que así lo hacía sufrir y me vengaba. En aquellos momentos, hubiera deseado incluso morirme para que él, tan terco, desesperara. Si hubiera sabido provocarme un desvanecimiento auténtico y muy intenso…
Mientras tanto, mi padre, que había comido en un santiamén, se paseaba impaciente, arriba y abajo por el jardín, y callado como un muerto. Transcurrido un rato, salió a la calle —tuvo que cruzar junto a mí—, y sus pasos se alejaron. No obstante, supuse que no dejaría de vigilarme. «De cerca o de lejos, me observa —pensé—. Que vea que sufro». Y permanecí hecha un ovillo, tapada, retorciéndome… Así estuve durante toda la tarde; y el pobre hombre, que estaría sufriendo más que yo, al atardecer no pudo resistir por más tiempo. Regresó (lo reconocí por el ruido de sus pasos, porque, embozada de pies a cabeza con el delantal, no podía verlo); regresó, se dirigió hacia el comedor, subió al piso de arriba y se puso a gritar adrede para que lo oyera: —¡Paula!... ¡Juan!..., ¿estáis durmiendo? ¡Eh, espabilad…! ¡Recoged las maletas de la chica y a la playa! ¡Que las suban a bordo. Quiere ir a comer galleta, la insensata. Debe de estar demasiado bien en este mundo!, ¡maldita sea! ¡Válgame Dios…! ¡Que vengan el temporal y la tempestad! ¡A ver si nos ahogamos todos y los Saura se extinguen!
Yo lo escuchaba aguantando la respiración. Por un lado, me reía con disimulo por la alegría de haber logrado mi objetivo, pero, por otro, la ternura al sentirme tan querida conmovía mi corazón y se me humedecían los ojos. Percibí que mi padre bajaba hacia el jardín. «Tendría que levantarme y abrazarlo», pensé enternecida. Pero estaba avergonzada y no me atrevía a descubrirme el rostro. Él lo hizo de un manotazo.
—¿Hasta cuándo has de seguir llorando? —me dijo con entonación gruñona.
Me levanté sollozando y riendo, me aferré a los pelos de sus perigallos, tiré de ellos halagüeñamente…, y le di uno, dos besos…
—¡Basta, basta! —murmuró con su seriedad habitual—. Sécate las lágrimas, y… vete, que pongan la cena cuanto antes, porque estarás hambrienta y tenemos que acostarnos pronto, porque mañana hay que madrugar.