Hoy día, como en otras épocas de la historia, los cristianos están siendo perseguidos por su fe en muchos lugares del mundo. Este hecho nos sorprende relativamente, pues ya se lo había anunciado Jesucristo a los primeros discípulos en muchas ocasiones y de este modo quedó recogido en las páginas del evangelio: «Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Io 15, 20).
Asimismo, la Iglesia continúa, como ha hecho desde el principio, recogiendo la memoria de los mártires y de los confesores de la fe, así como los testimonios de los favores y gracias que Dios ha obrado por su intercesión. Muchos de ellos, después del estudio de los documentos y de los testimonios de testigos fidedignos, serán elevados a los altares y propuestos al pueblo de Dios como modelos e intercesores. De otros, quizás no podrá probarse su martirio por falta de testigos o por desconocerse su identidad, pero quedarán en la memoria de la Iglesia y, sobre todo, en la presencia de Dios, como fieles hijos que por su identificación con Cristo llegaron a la bienaventuranza.
También existen actualmente confesores de la fe, es decir, cristianos que son perseguidos por odio a la fe y que perseveran en su fidelidad a Dios antes que traicionarle, aunque sin morir. Su ejemplo de vida también es recogido por la Iglesia en los procesos de vida, virtudes y fama de santidad, que pueden concluir con su inclusión en el catálogo de los santos y propuestos como modelos e intercesores para el entero pueblo de Dios.
Finalmente, en la actualidad, se dan persecuciones solapadas e insidiosas por parte de otros ciudadanos, o de familiares o amigos. Es lo que ahora se denomina mobbing o cristofobia, que recuerda al cristiano que si vive su fe con coherencia será, como Cristo, «signo de contradicción» (Lc 2,34).
Revisar, aunque sea someramente, algunas de las persecuciones a las que fueron sometidos los cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia puede ayudar hoy a llevar con paciencia y confianza esas pruebas que Dios permite. Principalmente, a perseverar con la seguridad de que, con la prueba, llega también la gracia y la ayuda del cielo para sobrellevarla. Y, además, si la persecución es dura, más abundante será la gracia. Además, el cristiano puede así aprender que el fin de la vida es identificarse con Cristo y no hay mayor identificación que tomar como Él la cruz de la persecución.
Recordemos que desde los primeros siglos, la Iglesia ha insistido en evitar presentarse voluntariamente al martirio, pues eso sería atribuirse una gracia muy especial de Dios que es la gracia martirial. Pero el cristiano tampoco puede esconder el don de la fe. Su vida ejemplar será luz para muchos y ocasión de calumnia y persecución para otros.
Parafraseando aquella expresión tan querida por los Padres de la Iglesia, referida a los comentarios de los paganos sobre el cristianismo naciente: «Mirad cómo se aman» (Tertuliano, 1996: 39), también ahora personas honradas de buena voluntad exclamarán: «Mirad cómo les persiguen», quizá desconcertadas de que en una sociedad democrática, con el desarrollo de los derechos humanos, pueda darse esa intolerancia.
A lo largo de las siguientes páginas, hablaremos de los primeros mártires y de las persecuciones romanas, deteniéndonos en sus causas y también en la fuerza que les daba el alimento eucarístico para sobrellevarlas. Enseguida trataremos de la persecución de los intelectuales, y del esfuerzo de los pensadores cristianos para dar razones de su fe. Asimismo, tendremos que referirnos a la persecución de Constantino favoreciendo la herejía arriana, y a las luchas contra las imágenes sagradas que se desataron en Constantinopla en el siglo VII, pues desde el siglo IV el poder civil ha tendido a inmiscuirse en la vida de la Iglesia con el fin de dominarla. También, miraremos el mundo islámico en la Córdoba del siglo IX, para narrar las controvertidas muertes de los mártires de aquella ciudad. Hablaremos de América, de Japón y de África, donde tantos cristianos regaron con su sangre las que ahora son zonas florecientes del cristianismo.
También revisaremos cómo los sacramentos, como medios de santificación entregados por Jesucristo a su Iglesia, han sido perseguidos a lo largo de la historia. No podía faltar tampoco una referencia a las dificultades acerca del celibato sacerdotal, una de las joyas mejor guardadas del catolicismo.
Finalmente, dedicaremos nuestra atención a las persecuciones derivadas de las ideologías: los liberales del XIX, el comunismo y el nazismo del XX. Llegaremos finalmente al siglo XXI, donde la Iglesia martirial sigue viva.
Este libro, escrito mientras se desarrollaba el año de la fe convocado por Benedicto XVI y clausurado por el papa Francisco, desea servir de ayuda para fortalecer la fe de los cristianos, tanto en tiempos de bonanza como de dificultad.
Si hay algo palmario de las persecuciones a lo largo de la historia es cómo los cristianos procuraban perdonar a sus perseguidores. Así pues, solo desde el ángulo de una fe vivida como encuentro personal con Jesucristo brotarán sus mismas palabras: «Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”» (Lc 23, 33-34).
Con el encuentro personal con Cristo el cristiano puede seguir ahondando en la fe, como recordaba el papa Francisco en su primera encíclica: «Deseo hablar precisamente de esta luz de la fe para que crezca e ilumine el presente, y llegue a convertirse en estrella que muestre el horizonte de nuestro camino en un tiempo en el que el hombre tiene, especialmente, necesidad de luz» (papa Francisco, 2013: n. 4).
Al presentar este trabajo, recordemos que la Iglesia a lo largo de la historia ha procurado responder a la persecución con abundancia de amor, de caridad, con mayores afanes de dar la fe que posee.
Las persecuciones son prueba de que el cristiano está haciendo una obra de Dios: su santificación. De ahí que Juan Pablo II animara a realizar los martirologios del pasado siglo: «En este siglo, como en otras épocas de la historia, hombres y mujeres consagrados han dado testimonio de Cristo, el Señor, con la entrega de la propia vida. Son miles los que, obligados a vivir en clandestinidad por regímenes totalitarios o grupos violentos, obstaculizados en las actividades misioneras, en la ayuda a los pobres, en la asistencia a los enfermos y marginados, han vivido y viven su consagración con largos y heroicos padecimientos, llegando frecuentemente a dar su sangre, en perfecta conformación con Cristo crucificado. La Iglesia ha reconocido ya oficialmente la santidad de algunos de ellos y los honra como mártires de Cristo, que nos iluminan con su ejemplo, interceden por nuestra fidelidad y nos esperan en la gloria. Es de desear vivamente que permanezca en la conciencia de la Iglesia la memoria de tantos testigos de la fe, como incentivo para su celebración y su imitación» (Juan Pablo II, 1996: n. 86).
JOSÉ CARLOS MARTÍN DE LA HOZ
Madrid-Split, 9-V-2014
Unos años después de la marcha al cielo de Jesucristo, sus discípulos, movidos por el Espíritu Santo, habían realizado la expansión de la Iglesia a través de las rutas marítimas del Mediterráneo y de las calzadas romanas por todo el mundo conocido. El contagio de la fe se realizó con una gran velocidad y, en pocos años, pudieron afirmar: «Somos de ayer y lo llenamos todo».
Pero enseguida los primeros seguidores de Jesús comenzaron a ser perseguidos, primero por las autoridades judías y después por las romanas. Es un hecho histórico probado que los primeros cristianos fueron perseguidos y que muchos de ellos alcanzaron la gloria mediante el martirio. De hecho, san Pedro y san Pablo murieron en Roma durante la persecución desatada por el emperador romano Nerón en el año 60 del siglo primero, y en esa ciudad se conservan sus restos.
La memoria de los mártires fue conservada en la liturgia cristiana y en la memoria de la Iglesia. Pasados los siglos, es lógico que nos preguntemos cuáles fueron las causas de esas persecuciones y qué nos dicen las vidas de esos mártires a los hombres del siglo XXI.
1. Santa Blandina y los mártires de Lyon
En la Galia narbonense, en la ciudad romana de Lugdunum, la actual Lyon, en Francia, una ciudad fundada por César en el año 43 a. de C., se encontraba la guarnición que defendía el imperio romano entre Roma y el Rhin.
En ella se reunía habitualmente el Consejo de las Tres Galias que gobernaba más de setenta cantones circundantes. El cristianismo llegó hasta aquel lugar estratégico en el año 150 de la mano de comerciantes provenientes de la lejana Asia Menor.
Pocos años llevaba de vida aquella floreciente comunidad cristiana cuando, en el año 177 y bajo el imperio de Marco Aurelio, les llegó la hora de la prueba de la fe. En pocos días la serena tranquilidad de esos cristianos se vio turbada por una durísima persecución, que dejó a su paso un buen número de mártires.
El primero en ser arrastrado al martirio fue Potino, su anciano obispo, que contaba noventa años. Murió en la cárcel poco después de ser arrestado, debido a los malos tratos recibidos durante el camino de manos del populacho y de los soldados que lo capturaron.
Tras él fueron martirizados hombres, mujeres y niños: Epagato, Santo, Maturo, Atalo, Blandina, Biblis, Póntico, Alejandro... Las narraciones de los momentos finales de esos mártires de la Iglesia han llegado hasta nosotros gracias a las cartas que los testigos presenciales enviaron a los cristianos del Asia Menor y que fueron incorporadas por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica.
Fue muy grande el asombro de aquellos cristianos por la violencia de la persecución: insultos y vejaciones del pueblo, confiscaciones de bienes, lapidaciones y cárceles. Así lo reflejaba Eusebio: «Nadie podía explicar, ni nosotros describir, la grandeza de las tribulaciones que los bienaventurados mártires han padecido, ni la rabia y furor de los gentiles contra los santos. Nuestro adversario reunió todas sus fuerzas contra nosotros, y en sus designios de perdernos, ha ido con cautela haciéndonos sentir al principio algunas señales de odio. No dejó piedra por remover, sugiriendo a sus seguidores toda clase de medios contra los siervos del Señor; llegó a tal extremo que ni en las casas, ni en los baños, ni aun en el foro, se toleraba nuestra presencia; en ningún lugar nos podíamos presentar» (Eusebio, 2002: 267).
Una vez desatada la furia del pueblo, las autoridades de la ciudad enseguida decidieron dar comienzo a los juicios y poner a los prisioneros en la tesitura de dar culto a los dioses o ser ajusticiados: «Los primeros mártires confesaron su fe con todo denuedo y alegría de ánimo. Entonces también se conocieron los que no estaban tan fuertes y preparados para tan furioso ataque. De estos, diez apostataron, lo que nos produjo gran pena, y fue causa de abundantes lágrimas, porque con su conducta atemorizaron a otros muchos, que todavía no habían sido arrestados, los cuales, a pesar de innumerables peligros, permanecieron con los que habían confesado su fe y no los abandonaron» (Eusebio, 2002: 269).
Así pues, la dureza de la persecución y de la prueba mostraron quiénes eran débiles en su fe, por el poco arraigo en sus vidas y por el lógico miedo a la muerte. Asimismo, se puso a prueba la caridad cristiana: como muestra el texto citado, los encarcelados no fueron abandonados a su suerte, sino que estaban acompañados por los demás fieles cristianos que asumían el riesgo de ser también ellos apresados.
Por otra parte, con el transcurso de los días, se ponía a prueba la confianza en Dios de los que todavía estaban libres: «Por aquellos días todos éramos presa de un gran temor y sobresalto por la incertidumbre acerca de su confesión, no temiendo el castigo inminente, sino que por temor a los tormentos alguien se echara atrás. Cada día nuevos arrestos venían a llenar los vacíos dejados por las defecciones, y muy pronto los más preclaros de los miembros de las dos iglesias, sus fundadores, fueron encarcelados» (Eusebio, 2002: 270).
Asimismo, se propalaban calumnias contra los cristianos, que alimentaban la sed de sangre de los paganos y los más bajos instintos de odio y animadversión. Algunas procedían de los siervos de las familias cristianas: «También lo fueron algunos siervos nuestros, aunque eran gentiles, porque la orden de arresto del procónsul nos englobaba a todos. Estos desgraciados, incitados por el demonio, aterrorizados por los tormentos que veían padecer a los fieles, y movidos a ello por los soldados, declararon que infanticidios, banquetes de carne humana, incestos y otros crímenes, que no se pueden nombrar, ni aun imaginar, ni es posible que jamás hombre alguno haya cometido, eran cometidos por nosotros los cristianos. Estas calumnias esparcidas entre el vulgo, conmovieron de tal manera los ánimos contra nosotros, que aun aquellos que hasta entonces, por razones de parentesco, se habían mostrado moderados, se enardecían contra nosotros. Entonces se cumplió lo que dijo el Señor: “Llegará un día en que aquellos que os quiten la vida creerán hacer un servicio a Dios” (Io 16, 2). Desde aquellos días los mártires santísimos sufrieron tales torturas, que ni explicarse pueden, con las cuales Satán pretendía hacerles confesarse reos de los crímenes de que se los acusaba» (Eusebio, 2002: 270).
En la persecución que estamos narrando, las miradas de todos se concentraban especialmente en santa Blandina, una joven cristiana que llevaba pocos años convertida y que fue encarcelada junto con su señora y los miembros de su casa: «Todos teníamos, y en particular su señora (también se encontraba entre los mártires), que aquel cuerpo tan diminuto y débil no podría confesar la fe hasta el fin; pero fue tal la fortaleza de Blandina, que los verdugos que se relevaban unos a otros desde la mañana hasta la noche, después de aplicarle todos los tormentos, tuvieron que desistir, rendidos de fatiga. Agotados todos sus recursos, quedó el cuerpo desgarrado y deshecho por los tormentos, llegando a confesar que una sola de las torturas hubiera bastado para causarle la muerte, cuánto más todas ellas. A pesar de todo, ella, como una fuerte atleta, renovaba sus fuerzas confesando la fe. Y pronunciando estas palabras: “Soy cristiana y nosotros no hacemos maldad alguna”, parecía descansar y cobrar nuevos ánimos olvidándose del dolor presente» (Eusebio, 2002: 271).
Al no poder doblegar la voluntad de Blandina, que estaba sostenida por la oración, decidieron llevarla ante el pueblo mientras se celebraban los juegos de los gladiadores: «Blandina fue expuesta a la fieras suspendida en un poste. Atada a él en forma de cruz, constantemente estuvo haciendo oración a Dios, con lo cual esforzaba el valor de los demás mártires, los cuales, en la persona de la hermana, veían con sus propios ojos la imagen de aquel que murió en la cruz crucificado por su salvación, y para demostrar a los que creyeran en Él que todo aquel que padeciera por la gloria de Cristo había de ser partícipe con Dios. No atacando ninguna fiera el cuerpo de la mártir, fue depuesta del madero y encerrada en la cárcel, y reservada para un nuevo combate. Vencido el enemigo en todas estas escaramuzas, la derrota de la tortuosa serpiente sería inevitable y segura, y con su ejemplo estimularía el valor de los hermanos. Puesto que, aunque de por sí era delicada y despreciable, revestida de la fortaleza del invicto atleta Cristo, triunfaría repetidas veces del enemigo y conseguiría, en glorioso combate, una corona inmarcesible» (Eusebio, 2002: 278-279).
El último día de los espectáculos de los gladiadores, y después de los martirios de Atalo y Alejandro, le tocó a Blandina con el joven de quince años Póntico. Sucedió después de haberles obligado a contemplar el espectáculo y de haber sido requeridos para que apostataran sin lograrlo.
Enseguida Póntico, el compañero de nuestra protagonista, falleció: «Ya solo quedaba Blandina, que, como la madre de los macabeos, había animado a sus hijos al combate y había hecho que todos la precedieran vencedores delante del rey, siguiéndoles ella a todos por el sangriento sendero que habían trazado, gozosa de su próximo triunfo, como quien ha sido convidado a un banquete nupcial, no como un condenado a las bestias. Después de tolerar los azotes, después de ser arrastrada por la fieras, después de las parrillas ardientes, fue envuelta en una red y expuesta a un toro bravo, el cual la lanzó repetidas veces por los aires. Pero ella no sintió nada, tan abstraída estaba en la esperanza de los bienes futuros y en su íntima unión con Cristo. Al fin la degollaron. Los mismos gentiles llegaron a confesar que nunca entre ellos se había visto a una mujer padecer tantos tormentos» (Eusebio, 2002: 282-283).
2. El origen de las persecuciones
Una vez recordados los hechos de la persecución de Lyon y el martirio de la joven santa Blandina, podemos preguntarnos por el origen de los edictos romanos de persecución de los cristianos.
En primer lugar, hay que recordar que, como tantas veces señalaron los Padres de la Iglesia en sus escritos, esta había nacido del costado abierto de Cristo en la cruz y, por tanto, la muerte de los cristianos por defender su fe terminó por convertirse en una verdadera semilla de nuevos cristianos (cfr. Tertuliano, 1996: 1.13).
Además, como hemos recordado, Jesús les había anunciado que serían perseguidos a causa de su nombre: «Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero quien persevere hasta el fin, ese será salvo. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra; en verdad os digo que no acabaréis las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del Hombre» (Mt 10, 16-23). Por tanto, los primeros cristianos no solo contaban con esa prueba, sino que los mártires terminaron por dar credibilidad al mensaje que deseaban transmitir.
Respecto a la actitud de los emperadores romanos, hay que recordar que Marco Aurelio publicó un rescripto en los años 176-177 en el que prohibía los nuevos cultos pues, a su modo de ver, ponían en peligro la religión del Estado. De la aplicación de ese decreto se desataron las persecuciones de Roma, donde falleció san Justino, el famoso apologeta, y los mártires de Lyon.
La debilidad de la solución adoptada por Marco Aurelio se descubrió enseguida, pues precisamente eran los cristianos quienes mejor vivían los valores tradicionales de Roma: moral austera, fidelidad en el matrimonio y, en general, honradez cívica.
El imperio romano se sustentaba en el derecho. De ahí que Tertuliano acusara al Estado de proceder, en su persecución contra los cristianos, sin una base jurídica y de un modo incoherente. El cristianismo fue considerado una religión ilícita, y como tal fue tratada jurídicamente desde la persecución del emperador Nerón en el siglo I. Así lo resumía Tertuliano: «Se dispersaron por el orbe, obedeciendo al precepto del Maestro, después de haber también padecido de los judíos perseguidores. Fiados de la verdad, terminaron por sembrar con júbilo la sangre cristiana en Roma cuando la persecución de Nerón» (Tertuliano 1996: 21.53).
Los cristianos eran conscientes de que solo podían dar culto a Dios, al Dios verdadero, en Jesucristo. Por tanto, la negación a participar en el culto estatal provocó la pobre base jurídica de religión ilícita. La actitud del Estado, que toleraba a los judíos pero no a los cristianos, se fue incrementando según fueron creciendo los discípulos de Jesús y extendiéndose por las diversas tierras, razas y niveles sociales.
El Estado romano se había ido asentando sobre una base religiosa sincrética, incorporando las divinidades extranjeras en el panteón romano. En los siglos II y III, los emperadores vieron en la religión tradicional politeísta el fundamento del Estado y de la unidad del imperio en torno al emperador, al que elevaron a categoría de dios y exigieron que se le prestase culto.
La acusación de ateos a los cristianos estaba servida. Estos oraban por el emperador pero no al emperador. Obedecían todas las leyes, excepto las referentes a los cultos paganos o al emperador.
Muy pronto, por las periódicas persecuciones, el horizonte de santidad pasó a ser horizonte martirial. Así lo expresaba san Ignacio de Antioquía en su carta a los de Magnesia: «Es conveniente no solo llamarse cristianos, sino serlo (...). Si no estamos decididos a morir por Cristo para participar de su pasión, su vida no está en nosotros» (Ignacio de Antioquía, 2000: 4.1). Y añadía Tertuliano: «Cuando el ardor de la persecución nos abrasa, entonces recibimos la prueba de la calidad de nuestra fe» (Tertuliano, 2004: 3.1).
Así pues, la identidad cristiana fue puesta a prueba por el martirio. De hecho, desde los primeros siglos del cristianismo, el planteamiento de la santidad se convirtió en martirial. La imitación de Cristo fue, con frecuencia, el seguimiento hasta dar la vida por Él, en el martirio.
3. Teología martirial
Los cristianos debían estar preparados para ese momento, pues Dios permitió que en cada generación la Iglesia se fuera purificando por el martirio de no pocos cristianos. Que sufrieron pronta persecución, lo refleja, con amargura y con entereza, la Epístola a Diogneto, donde, hablando de la vida de los primeros cristianos, se decía: «Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos. Se les desconoce y se les condena. Se les mata y con ello se les da la vida. Son pobres y enriquecen a muchos. Carecen de todo y abundan en todo. Son deshonrados, y en las mismas deshonras son glorificados. Se les maldice y se les declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se les injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se les castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Por los judíos se les combate como a extranjeros; por los griegos son perseguidos y, sin embargo, los mismos que los aborrecen no saben decir el motivo de su odio» (Epístola a Diogneto, 2000: 5.65).
Es interesante observar cómo se removieron los bajos resortes del pueblo que, en muchos momentos, participó activamente en las persecuciones. Se propalaron calumnias acerca de que los cristianos comían carne y sangre en sus cultos (eco deformado de la eucaristía), que vivían relaciones incestuosas (malentendidos acerca de la fraternidad cristiana, por la que se denominaban hermanos) e incluso provocaban con su conducta las calamidades naturales: pestes, inundaciones, etc., como si fueran culpables de la ira de los dioses.
La abundante documentación conservada de las Actas de los mártires, las descripciones narradas por escritores eclesiásticos y Padres de la Iglesia y las referencias en la literatura pagana son pruebas suficientes para documentar las persecuciones: no se pueden ni minusvalorar ni, mucho menos, negar. El hecho fue que desde entonces la Iglesia avanzará «entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (Tertuliano, 1996: 5.5.2), como demostración de la llamada de Cristo: «Seréis mis testigos» (Lc 24, 46-48).
Así pues, el martirio pasó al catecumenado cristiano. La instrucción constaba de dos partes, la primera referente a la fe y a la caridad, y la segunda, de profundización de los misterios y cambio de vida.
El horizonte martirial pasó a estar presente en la preparación para el bautismo. En la catequesis cristiana se fue desarrollando una auténtica pedagogía martirial, llamada por el Prof. Sicari «Preparatio martyrii: así se definía la pedagogía cristiana cuando se trataba de educar a los fieles no solo para pertenecer al Señor en vida, sino para pertenecerle en la muerte, una muerte siempre inminente como la última y más gloriosa afirmación de la propia identidad espiritual: era esta identidad la que los empujaba a veces a oponerse a dar el propio nombre a los perseguidores: bastando ampliamente el nombre de cristiano, por el cual eran precisamente encarcelados» (Sicari, 2003: 81).
La presencia de los mártires en la vida de la Iglesia ha sido constante a lo largo de la historia. También en la actualidad hay mártires en muchos lugares del mundo, pues, como ha señalado Juan Pablo II, «si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. Ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que —como enseña san Gregorio Magno— le capacita para amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno» (Juan Pablo II, 1995: n. 93).
Muchos hombres a lo largo de la historia han dado la vida por un ideal, por una persona, por el honor. Lo que realmente distingue a los mártires cristianos de los héroes es la caridad. El mártir no tiene prisa por llegar al cielo; lo que desea es dar gloria a Dios con su fidelidad. Por tanto, el amor a Dios le sostiene y le impulsa. Conviene recordar que el martirio es una gracia, una ayuda del cielo. Por eso la Iglesia ha reconocido desde tiempo inmemorial, y lo ha incluido en sucesivos catecismos, la figura del bautismo de sangre; un modo específico de alcanzar la plenitud de la identificación con Cristo. Así lo explicaba Garrigou Lagrange: «Los tres siglos de persecución de la primitiva Iglesia fueron ciertamente tiempos de valor, de heroica fortaleza, pero aún lo fueron más de ardiente amor de Dios. ¿No es esta caridad, precisamente, lo que distingue a los mártires cristianos de los héroes del paganismo?» (Garrigou, 1989: 167).
La teología martirial también es un ejemplo particularmente importante de la presencia de los milagros sobre la tierra. Algo de tal profundidad y de tal misterio que ha hecho exclamar a muchos santos: ¿Tantas muertes van a resultar infructuosas? Verdaderamente no. De hecho, hoy como ayer, la meditación del milagro de los mártires ha hecho reflexionar a muchos.
Tertuliano afirmaba con valentía: «Si soy cristiano es porque quiero». Por la gracia de Dios y el amor de Dios, los cristianos son sostenidos en la persecución: «La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos». Y añade en las líneas finales: «Porque no hay culpa que con el martirio no se perdone, razón por la cual os damos al punto gracias por vuestras sentencias. Tal contradicción media entre las cosas divinas y las humanas. Cuando nos condenáis vosotros, Dios nos absuelve» (Tertuliano, 1996: 51).
Para comprobar que la santidad ha estado presente en el horizonte de los cristianos de todos los tiempos, basta con constatar cómo ha habido canonizaciones a lo largo de la historia, en todas las épocas y en todas las iglesias.
Es lógico que la divina Providencia mueva a la santidad en cada etapa de la historia, promueva ejemplos, y la Iglesia, gobernada por el mismo Espíritu Santo, los eleve a los altares para ejemplo, intercesión y veneración de los fieles. Así se expresa el Concilio Vaticano II: «Siempre creyó la Iglesia que los apóstoles y mártires de Cristo, por haber dado un supremo testimonio de fe y de amor con el derramamiento de su sangre, nos están íntimamente unidos; a ellos, junto con la Bienaventurada Virgen María y los santos ángeles, profesó peculiar veneración e imploró piadosamente el auxilio de su intercesión» (Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, n. 50).