INTRODUCCIÓN
Este pequeño libro se esfuerza en hacer comprensibles los distintos aspectos de cada mandamiento, sin entrar en todos los detalles. Intenta mostrar que los diez mandamientos verdaderamente son una guía para la vida; y que pueden compartirla muchos que no se consideran cristianos. Por eso, no es un compendio de moral ni aspira a recoger todo lo que se podría decir de cada mandamiento.
Como otro libro que edité sobre las Virtudes, procede de un programa de Radio Nacional de España, que se llama «Alborada». Lo hice durante varios años. Se trataba de ofrecer en dos minutos y medio, un pensamiento a primera hora de la mañana que pudiera inspirar el día. Para no improvisar, pensé un esquema general para desarrollarlo semana tras semana. Para el año 2012 escogí los Diez Mandamientos, e intenté explicarlos de la manera más breve y cercana posible, pensando en un público que quizá conocía poco la moral cristiana o incluso no era cristiano.
Al preparar el texto para la edición, lo he revisado y reescrito casi entero, aunque conserva el esquema general y el tono directo.
EL DECÁLOGO
1. El decálogo: las diez palabras de la vida eterna
En una ocasión se acercó a Jesucristo un joven y le preguntó: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para alcanzar la vida eterna?». Sin duda el joven le había oído predicar y sabía que hablaba de una nueva vida con la que se podía superar la muerte. Pero ¿cómo entrar en esa vida?
La respuesta de Jesucristo fue muy simple: «Ya conoces los mandamientos, guárdalos». Y le recordó una parte de la lista: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre». Como resumen, añadió: «Ama al prójimo como a ti mismo» (Mt 19,16-19).
Esta famosa lista de los diez mandamientos está en la Biblia hebrea en textos muy antiguos, que fueron puestos por escrito al menos 700 años antes de Cristo, en un libro que se llama el libro del Éxodo. Allí se cuenta que Dios entregó a Moisés esa lista en el monte Sinaí, después de renovar solemnemente la alianza entre Dios y el pueblo hebreo.
En esa alianza, Dios se comprometió a ser el Dios de Israel, a guiarle y protegerle. Y, por su parte, Israel se comprometió a cumplir esos mandamientos. En la tradición judía, se les llama «las diez palabras»; que, en griego, se dice «decálogo» (deca-logoi: diez palabras). Por eso llamamos también «decálogo» a los Diez Mandamientos.
En la Biblia, la lista de los diez mandamientos aparece en dos libros distintos, con pequeñas variantes: en el libro del Éxodo, como hemos dicho, y en el libro del Deuteronomio, que es una especie de recuerdo de la historia de la Alianza. Un buen israelita, si quería ser fiel a la alianza de su pueblo con Dios, tenía que esforzarse en amar y cumplir esas diez «palabras» de Dios. Es la manera de amar su voluntad. Para la tradición judía, la ley contenía y contiene muchos otros mandamientos, pero estos diez son los principales.
En el Occidente cristiano, hemos recibido este decálogo junto con la fe cristiana y es la base histórica de nuestra educación moral. Todavía resuenan con gran fuerza en las conciencias.
Muchos repiten hoy que la moral es relativa. Sobre todo lo dicen, me parece a mí, porque han cambiado sus costumbres sexuales. Pero pocos se atreverían a decir que los mandamientos «no matarás», «no robarás», «no levantarás falso testimonio contra alguien» y «honrarás a tu padre y a tu madre» son relativos y opinables. Es decir, muy pocos se atreverían a defender que da lo mismo matar que no matar, robar que no robar, decir falsedades sobre el prójimo que no decirlas, atender a los propios padres o no atenderlos. Mucha gente repite, sin saber bien lo que dice, que la moral es relativa, pero, en la práctica, nadie lo admite en cuestiones de justicia. Todavía el viejo decálogo es un faro que orienta la conducta humana. Y no hay muchos más.
2. ¿Un límite o un camino?
Se supone que el hombre moderno es un hombre emancipado y adulto, que obra de acuerdo con su libertad y que está liberado de muchas trabas antiguas. Esto tiene mucho de verdad. No estamos tan sometidos a la arbitrariedad de los que mandan como lo estaban antes. Pero también es cierto que nunca han pesado más leyes y restricciones sobre las personas.
Hay leyes estrictísimas sobre la fabricación de cualquier producto, sobre la preparación de alimentos, las basuras y los residuos, la circulación de vehículos, las salidas de humos, las reformas de las fachadas, los vehículos que pueden circular o sobre la educación. Hay más libertad que en ninguna otra época para elegir yogures, pero nunca ha habido menos para educar a un hijo o para pintar una fachada (no digamos para cambiarla).
De todas formas, al hombre moderno le gusta pensar —porque le han educado así— que es un hombre libre, y, quizá por eso, ve con recelo la idea de que le impongan unos mandamientos.
Para el judío bueno y justo, que la Biblia pone como modelo, los mandamientos de Dios no eran una imposición y una carga, sino todo lo contrario: un regalo y un alivio. No los veía como una restricción, sino como la sabiduría de la vida y el modo más seguro de agradar a Dios. No veía en ellos la barrera que impide pasar, sino las señales que indican el buen camino y la luz que permite caminar en la oscuridad.
Un camino en el bosque no es un atentado contra la libertad de ir por donde uno quiera, sino la mejor manera de atravesar el bosque. Nadie se enfada porque el fabricante de un electrodoméstico se lo venda con las instrucciones sobre el mejor modo de usarlo. No es una limitación de la libertad del cliente, sino un aumento de su libertad. Puede hacer mucho más en lugar de mucho menos. En realidad es una falta de libertad tener entre las manos un aparato delicado y complejo, y no saber qué hacer con él.
La vida no es un aparato, pero es compleja y se puede estropear de muchos modos, algunos terribles. Contar con unas instrucciones del Creador que nos ha hecho no es una ofensa, sino un beneficio, una solución, una luz. Hay que agradecer ese beneficio.
Lo explica de una manera muy bonita Filón de Alejandría, que era un filósofo judío del siglo primero antes de Cristo. Al comentar el primer libro de la Biblia, el Génesis, que para los judíos piadosos forma parte de la Ley (la Torá), dice: «Este comienzo es más maravilloso de lo que se pueda decir, porque incluye el relato de la creación del mundo; y en él se da a entender que el mundo está en armonía con la Ley y la Ley con el mundo y que el hombre que respeta la Ley, en virtud de ese respeto, se convierte en ciudadano del mundo, por el solo hecho de que conforma sus acciones con la voluntad de la naturaleza por la que se gobierna el universo entero» (De Op. Mundi, I, 1-3).
3. Las dos tablas: lo que se debe a Dios y al prójimo
El libro del Éxodo, donde aparece la lista de los mandamientos, es uno de los principales de la Biblia hebrea. Es un libro épico porque cuenta la salida del pueblo de Israel de Egipto, el paso del Mar Rojo, la peregrinación por el desierto hacia la tierra prometida, y la solemne alianza entre el pueblo hebreo y Dios. Para el pueblo judío el relato del éxodo es el recuerdo de su libertad. Y para los cristianos el éxodo es una imagen que anuncia la liberación del pecado y el paso hacia la tierra prometida que es el cielo.
Según cuenta este emocionante y antiquísimo libro, después de pasar el Mar Rojo, el pueblo hebreo vagó por la península del Sinaí. Y se dirigió hacia al monte Sinaí, que se alza, enorme y aislado, en aquellos parajes semidesérticos. Allí acampó. Mientras el pueblo rezaba al pie del monte, Moisés que era el guía, subió a la cima y pasó varios días envuelto en una impresionante nube, hablando con Dios. Allí se renovó solemnemente la alianza o pacto entre Dios y el pueblo de Israel.
Como condición, Dios entregó a Moisés la ley que debía guardar el pueblo. En primer lugar le dio el decálogo, los diez mandamientos. Después, según cuenta el mismo libro, otros muchos preceptos sobre casi todos los aspectos de la vida; y finalmente, instrucciones muy detalladas sobre el templo, las vestiduras, las ceremonias y las fiestas.
Además, entregó a Moisés unas tablas de piedra donde, según dice el libro, estaban grabadas la ley y los mandamientos (Ex 24,12). Moisés bajó con ellas desde la cima y se encontró con una sorpresa desagradable: aquel pueblo que se suponía acababa de pactar una alianza, ya se había cansado. Viendo que Moisés se retrasaba en el monte y no volvía, pensaron que había muerto. Recogieron el oro que llevaban, lo fundieron e hicieron un becerro para tener algo que adorar. Al mismo tiempo que se les daba en la cima el mandamiento de amar al Dios verdadero, en la base del monte estaban haciendo un becerro de oro para adorarlo. Toda una señal de qué frágiles son las voluntades humanas.
Nada era más contrario al pacto que acababan de hacer, porque se habían comprometido a adorar a un único Dios. Al ver aquel espectáculo, Moisés enfurecido tiró las tablas y se partieron; hizo pulverizar el becerro, esparció el polvo de oro al viento, subió de nuevo a la cima para pedir perdón y recibió unas nuevas tablas.
Aquellas tablas quedarían como el recuerdo y testimonio de la Alianza. Y el antiguo pueblo hebreo las conservaba en una especie de cofre que transportaban con andas, de una parte a otra, y que se llamaba el Arca de la Alianza, hasta que se perdieron por los desastres de las guerras.
Algunos han imaginado que se habla de dos tablas de piedra porque en los acuerdos y contratos antiguos y modernos se hacen dos copias una para cada parte. Sin embargo la representación tradicional aprovecha las dos tablas para dividir los mandamientos en dos grupos: en la primera tabla, los mandamientos que se refieren a Dios; y en la segunda, los que se refieren al prójimo.
4. Jesucristo y los mandamientos
Los diez mandamientos son considerados por el antiguo pueblo hebreo como fruto de su alianza con Dios en el Sinaí. Y sabemos que, en tiempos de Jesucristo, eran muy venerados y conocidos por todos los buenos judíos.
Según los Evangelios, Jesucristo habló de esos mandamientos en tres ocasiones principales, aparte de otras referencias. En una ocasión, lo hemos contado al principio, un joven que era muy rico le buscó y le preguntó qué tenía que hacer para lograr la vida eterna. Jesús le respondió que cumpliera los mandamientos; y le recordó la segunda tabla o grupo de mandamientos que se refieren al prójimo: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre». Añadiendo, como resumen: «Ama al prójimo como a ti mismo» (Mt 19,16-19).
En otra ocasión, un experto judío en la interpretación de la Escritura, le preguntó cuál es el principal mandamiento de la Ley; Jesús le respondió: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la Ley y los profetas» (Mt 22, 36-40).
De esta manera, inspirándose en textos que aparecen en la Biblia, resumió todos los mandamientos que se refieren a Dios en uno solo: amar a Dios sobre todas las cosas. Y todos los mandamientos que se refieren al prójimo también en uno solo: «Amarás al prójimo como a ti mismo».
Pero hay una tercera ocasión importante. En este caso, en lugar de resumir hizo un desarrollo muy cuidadoso de los mandamientos que se refieren al prójimo. Se trata del Sermón de la Montaña, una enseñanza a sus discípulos que aparece en el evangelio de san Mateo. Allí detalla cada mandamiento. Donde el quinto mandamiento dice «no matarás», Jesucristo pide evitar cualquier maltrato o insulto al prójimo. Y al recordar el octavo que es no testimoniar en falso, Jesucristo reclama tener un lenguaje sencillo y veraz. No quiso quedarse en la letra o en lo mínimo que piden los mandamientos, sino en mucho más.
Jesucristo declaró a sus discípulos que él no iba a quitar ni una coma de la ley; al contrario, que la quería llevar a su plenitud. Y eso se ve en la primera escena que hemos recordado: cuando el joven rico le respondió que cumplía los mandamientos desde niño, Jesucristo le pidió mucho más: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres (...) y luego ven y sígueme».
Aquel joven no se atrevió a dejarlo todo y seguirle, precisamente porque era muy rico y le daba pena dejar lo que tenía. Pero muchos otros en la historia, se han atrevido. La mayoría, gente normal. Algunos, como san Francisco de Asís, verdaderamente ricos.
5. Las variantes de los mandamientos
Ya hemos dicho que la lista del Decálogo o los diez mandamientos aparece dos veces en la Biblia. La primera, en el libro del Éxodo, donde se cuenta la escena de la Alianza en el Sinaí. La segunda, en el libro del Deuteronomio, donde Moisés recuerda la historia de la alianza y a qué se ha comprometido el pueblo hebreo; allí repite la lista de los diez mandamientos aunque de forma más resumida. Las dos listas —del Éxodo y del Deuteronomio— aparecen en columnas paralelas en el Catecismo de la Iglesia Católica y así se pueden apreciar fácilmente las pequeñas diferencias.
Todas las tradiciones judías y cristianas han conservado el número de diez mandamientos. Pero a la hora de dividir las frases donde se explican, se produjo desde muy antiguo una diferencia entre Oriente y Occidente.
La lista de los mandamientos comienza declarando solemnemente: «Yo soy el Señor tu Dios», y a continuación dice: «No habrá para ti otros dioses». El texto del Deuteronomio no dice más. Pero el texto del Éxodo desarrolla la segunda frase prohibiendo hacer cualquier tipo de imágenes, para evitar ídolos que pudieran ser adorados.
Por este desarrollo, los cristianos orientales junto con la tradición judía distinguen en estas primeras frases dos mandamientos: el primero, adorar a un solo Dios. El segundo, no hacer imágenes ni adorarlas. En cambio, la tradición occidental considera que las dos frases son un único mandamiento: adorar a un único Dios y no hacerse imágenes de otras cosas.
Al final de la lista de los mandamientos sucede lo contrario. El último mandamiento según el texto del Éxodo, es no codiciar la casa del prójimo, ni su mujer, ni su siervo ni su sierva, ni otros bienes. En cambio, el texto del Deuteronomio pone primero no desear la mujer del prójimo y después, no desear nada que sea propiedad del prójimo. La tradición occidental, siguiendo al Deuteronomio, distingue al final dos mandamientos: no desear la mujer del prójimo (noveno mandamiento) y no desear los bienes ajenos (décimo mandamiento). En cambio, la tradición judía y la del oriente cristiano ha mantenido unidas las dos frases y lo consideran un único mandamiento.
Esto hace que aunque el número total sea igual —diez mandamientos—, en la tradición judía y en la cristiana oriental, hay cuatro mandamientos referidos a Dios y seis al prójimo. En cambio, en la tradición occidental, hay tres mandamientos referidos a Dios y siete al prójimo. Como solo se trata de una diferencia en la manera de agrupar las frases, la enseñanza es la misma. Pero es una curiosidad histórica.
6. Los mandamientos como resumen de la moral
Desde muy antiguo los cristianos han usado la lista de los mandamientos para enseñar la moral o el comportamiento cristiano. Claro es que la pura lista de los mandamientos no recoge todo lo que se puede decir sobre la manera justa de vivir o lo que Dios quiere del hombre y Cristo ha enseñado. Es un esquema general que también sirve de marco para muchas más cosas. El mismo Jesucristo al explicar los mandamientos, desarrolló su contenido. Después, con la experiencia de la vida, la tradición de la Iglesia ha recogido en la enseñanza de cada mandamiento más cosas que están relacionadas.
Por ejemplo, si pensamos en el cuarto mandamiento «honrarás a tu padre y a tu madre», la tradición cristiana aprovecha este mandamiento para enseñar toda la moral de las relaciones familiares entre padres, hijos y hermanos, pero también incluye los deberes de respeto y obediencia hacia cualquier tipo de autoridad. Y en el séptimo mandamiento, que resumidamente dice «no robarás», se aprovecha para explicar toda la doctrina sobre la justicia en las relaciones económicas.
De ese modo, cada uno de los mandamientos se ha convertido en algo así como un capítulo de la moral cristiana. Y con la sabiduría de los siglos, aprovechando el esquema de los mandamientos, se ha llegado a una exposición muy completa de los distintos aspectos del vivir humano.
Según el sentir de la Iglesia, esta moral no es solo cristiana, sino que expresa la moral «natural», la moral que todos los hombres tienen por naturaleza, la que muchos pueden alcanzar con solo tener un poco de sensibilidad. Es verdad que, a veces, no todos tienen claros los mismos principios morales; y que se notan diferencias de detalle. Pero también se observan sorprendentes paralelismos. Por ejemplo, en todas partes se piensa que es malo robar, mentir, hacer daño sin motivo al prójimo, o maltratar a los padres.
Los primeros cristianos se quedaron asombrados al comprobar hasta qué punto lo que enseñaban coincidía con muchos preceptos de la sabiduría antigua griega y romana. Sobre todo en los mandamientos sobre el prójimo. Notaban diferencias importantes de estilo y motivación; y se daban cuenta de que muchos paganos no podían tratar a Dios de la misma manera que los cristianos, porque tenían una imagen muy distinta de Dios. Pero en lo demás, notaban sorprendentes coincidencias con los sabios griegos y romanos. Por ejemplo, al tratar de la sobriedad con que conviene vivir y de las exigencias de la justicia. Lo mismo sucedió al entrar en contacto con otras culturas y encontrar verdaderas muestras de sabiduría, por ejemplo, en algunas tradiciones orientales en China y en la India. Todos estaban de acuerdo en que había que ser justos con los demás, honrar a los padres, y no dejarse llevar por los arrebatos de los deseos o por la ira.
Al pensar en estas coincidencias, los cristianos se acordaban de que la ley de Dios está metida en el fondo de la realidad, porque el mundo ha sido creado por Dios. Por eso la ley de Dios no es algo superpuesto y extraño a la conciencia humana, sino que es como un ideal de vida. Por esto le llamaron «ley natural», es decir la ley o estructura íntima o sentido de las cosas y de las personas.
7. La primera tabla: mandamientos del amor a Dios
Con el tiempo, el decálogo o la lista de los diez mandamientos se convirtió en el esquema que resume toda la moral y la ley natural. También se formularon los mandamientos de una manera más sencilla, para usarlos fácilmente en la enseñanza y que se pudieran memorizar.
La enseñanza cristiana presenta los mandamientos en dos grandes partes o, si se quiere, dos tablas, en recuerdo de las tablas de piedra que recibió Moisés. La primera, son los mandamientos que se refieren a Dios; según la tradición occidental son tres:
1. Adorar a un solo Dios
2. No tomar el Nombre de Dios en vano
3. Santificar las fiestas.
Y la segunda parte se refiere al prójimo, y allí están otros siete mandamientos:
4. Honra a tu padre y a tu madre
5. No matarás
6. No cometerás actos impuros
7. No robarás
8. No dirás falso testimonio ni mentirás
9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros
10. No codiciarás los bienes ajenos.
Según la enseñanza del mismo Jesucristo, los tres primeros se pueden compendiar en uno solo: «Amar a Dios sobre todas las cosas». Y los siete segundos también en uno solo: «Amar al prójimo como a uno mismo». Lo subraya san Pablo: «En efecto, no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás mandamientos se resumen en esta fórmula: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 9-10).
Es bonito pensar que toda la ley moral se puede compendiar en dos mandamientos que consisten en amar: amar a Dios y amar al prójimo. Por eso, aunque a veces se formulen negativamente «no matarás», «no codiciarás», los mandamientos no son un conjunto de prohibiciones, sino, sobre todo, una gran invitación a amar. Los preceptos negativos marcan el mínimo de la vida moral, la frontera de abajo. Pero la vida moral está dirigida hacia una plenitud que no tiene límites hacia arriba, porque no los tiene la capacidad humana de amar a Dios y al prójimo.
Según la tradición cristiana, nadie puede asegurar que ama a Dios, si no ama al prójimo. Lo expresa muy bien el apóstol san Juan en su primera carta a los cristianos: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor», y añade recordando la primera enseñanza cristiana: «Si alguno dice ‘amo a Dios’ y odia a su hermano, es un mentiroso, porque quien no ama a su hermano a quien ve no puede amar a Dios a quien no ve. Hemos recibido de él (de Jesucristo) este mandamiento: el que ama a Dios, que ame también a su hermano» (1Jn 4, 8.20-22).
I. AMARÁS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS
1. Si Dios existe, habrá que amarle por encima de todo
Está escrito en el libro del Deuteronomio: «Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4). Y eso mismo repitió Jesucristo cuando le preguntaron cuál es el mandamiento principal (Mt 22, 37). Recordó estas frases que repetía todo judío piadoso como oración para comenzar y acabar el día. A esa oración se le llama el Semá, por la primera palabra hebrea («escucha»). Son el primer mandamiento cristiano.
Por una parte, si existe Dios, parece lógico que haya que amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Es lógico amar más a lo que es mejor. Y Dios, por definición es lo máximo. Pero solo es lógico si ese Dios resulta justo y bueno, porque solo podemos amar lo que es bueno.