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FLASH

IGUAL que un puñetazo en el estómago

te deja sin respiración,

doblado

sobre ti mismo, retorciéndote,

así este poema, recogido

de la lava de los volcanes,

a tus labios acude y en ti hierve,

en ti se clava y se retuerce.

 

Este poema explota en ti:

tú eres su estallido.

 

Como un hilo de lava viva, barre

y abrasa todo en tu interior,

te deja sin lenguaje

y te ahoga en su flash. Igual

que un trallazo de luz,

a la total penumbra y al dolor

del espino te devuelve,

ya escrito para siempre en un versículo

de fuego,

en el golpe mortal de cada día,

en la ceguera.

LA PIEDRA

LA piedra y su dureza, su estallido

secreto y su respiración,

la sequedad —como Valente quiso—,

lo nocturno, la nada.

 

Cuando la tengas en las manos,

tocarás el rugoso entendimiento

del mineral,

una fiereza inesperada y fértil.

Hay tanta inteligencia en estos surcos

irisados de siglos,

tanto sigilo de estaciones

a un paso siempre de la eternidad.

 

Sin darte cuenta, en su solidez

estarás sosteniendo el baile de los dioses,

la cruda antigüedad del mundo.

 

Para ti ha guardado este trozo de cielo

endurecido aquellos días

que fueron el origen, las primeras

mareas del mar, la primera luz,

la palabra primera.

Del suelo has recogido los destinos

de la sangre de un héroe,

el caliente crepúsculo en que ardió su figura,

los surcos infinitos de su nombre.

 

Por la cascada antigua de barrancos

que hay en ella

te dejarás llevar muy lejos, tanto

como seas capaz de ser ligero

y rebotar sobre las aguas

del río que se empeña en engullirte.

PESCADORES

INSENSIBLE a los focos, sin mover

un músculo, hierático

como un dios detenido en la miseria,

les explica a las cámaras que oyeron

la señal de socorro,

que por casualidad estaban cerca

y fueron al rescate. Es lo normal.

Llegados a la zona,

se encontraron con cuatro marineros

sobre una lancha salvavidas,

a merced de las olas del Cantábrico.

Y que en esa coordenada

se detuvieron poco tiempo,

si acaso diez minutos

para subir a bordo a aquellos desgraciados.

Que así pusieron rumbo

a la costa más próxima

mientras se ocupaban como podían

de los muchachos, ateridos

de frío, mucho frío, sí, y hambre.

Sobre todo lloraban. De los dos

desaparecidos no sabe nada.

Supone que estarán flotando

para siempre en sus camarotes. Aunque

quién sabe, con esta tormenta,

con esta marejada, con la mala

estrella que llevan encima.

No mueve un músculo. La reciedumbre

del viento y de las olas

le ha escrito en la cara una dureza de granito.

Apenas un asomo de temblor,

la mirada baja, algo

parecido a la pena

y esa sensación de no ser

ni de lejos un héroe le hacen

traducir un callado dolor por los ahogados.

Al fin, ese es el pan nuestro de cada día.