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Título y créditos del libro

Ciencia para Nicolás

Carlos Chordá

Prólogo de Javier Armentia.

Editorial LAETOLI

1ª edición: abril 2005

2ª edición: junio 2005

3ª edición: noviembre 2005

4ª edición: febrero 2007

1ª edición libro electrónico: diciembre 2011

Diseño de portada: Serafín Senosiáin

Fotografía de portada: Erik Russo, age fotostock

Maquetación en ePub y Mobi: arturobarcenillatirapu@orange.es

© Carlos Chordá Navarro, 2004

© Editorial Laetoli, S. L.

Monasterio de Yarte, 1, 8º

31011 Pamplona, España

info@laetoli.es

www.laetoli.net

ISBN: 978-84-92422-35-7.

Printed in the European Union

Reservados los derechos de edición en lengua castellana para todo el mundo. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria

Para Leyre e Íñigo

Javier Armentia. Carta de Nicolás a Carlos Chordá

Querido maestro,

Permíteme que aproveche la introducción del libro que me dedicas para escribirte yo. Sé que no es habitual, porque este texto lo has hecho pensando en mí, y no al revés. Por otro lado, seguro que para los lectores puede ser un poco confuso: esperaban encontrar “ciencia para Nicolás” y me encuentran a mí escribiéndote una carta. Contigo he aprendido, sin embargo, que la ciencia nos tiene que preparar incluso para sorpresas como ésta. Aunque no sé si la ciencia o más bien la paciencia: ya sé cuánto cuesta enseñar ciencia. Por eso te escribo como “maestro”, reconociendo, más que mi incapacidad inicial para encontrar algo entretenido en lo que nos ibas a hacer estudiar, la capacidad —tan generosa— con que acometiste esa labor, cómo has conseguido entretenernos y convencernos de que no estábamos perdiendo el tiempo.

Hace poco, cuando se produjo el maremoto de Indonesia, el día de Navidad de 2004, me enteré de una noticia curiosa: una niña, que estaba en una playa turística en Malasia, se fijó en que el agua de la costa se retiraba a gran velocidad, cómo burbujeaba todo... y recordó que su profesor de ciencias le había explicado que algo así sucedía antes de la llegada de un tsunami. La niña alertó a su familia y ellos corrieron la voz, consiguiendo que, al menos en esa playa, se salvaran cientos de personas que huyeron rápidamente antes de la llegada de la ola asesina. ¿No te suena como una apología perfecta de la necesidad de la ciencia? Por supuesto, cuando pensamos que aún somos incapaces de pronosticar o predecir tantas catástrofes naturales, esa historia se nos queda como un pequeñito homenaje a los buenos maestros. También, ahora que lo pienso, la casualidad hizo que esa niña tuviera unos padres que hacen caso a los hijos. Lo más probable es que otros padres le hubieran contestado cualquier cosa, “anda, nena, sigue jugando con tus castillos”, que los adultos no suelen ser, precisamente, tampoco unas lumbreras en esto de la ciencia. Imagino que algo así también te lo imaginabas tú al escribir este libro. Que aunque lo has titulado Ciencia para Nicolás, también es ciencia para los padres de Nicolás. Los míos y los de otros, desde luego.

A lo que iba. Uno va, con los años, dándose cuenta de lo importante que es tener un maestro. Y entonces valora más poder llamarse Nicolás y estar contigo, leyendo y emocionándonos juntos con esa aventura humana tan sorprendente que es la ciencia. A pesar de que sigamos siendo casi analfabetos totales, a pesar de que vivamos en una sociedad que ni valora ni comprende su importancia, a pesar de que tan fácilmente caigamos en las manos de quienes se visten de ciencia para vendernos misterios o productos milagrosos.

A todo esto, ¿sabes que ahora cuando estoy viendo los anuncios de la televisión no puedo dejar de fijarme en las tonterías que dicen? Esas palabras rimbombantes, que antes me parecían tan sólidas como el libro de texto, ahora me hacen fruncir el ceño y recordar que no siempre lo que parece científico lo es realmente. El otro día miraba un anuncio de un champú que debe ser maravilloso, a juzgar por la belleza de la modelo casi desnuda que aparecía. Supuestamente, el producto tenía unos aminoácidos capaces de regenerar las proteínas del pelo y mantenerlo suave y brillante durante más tiempo. “¡Ja!”, solté en alto, y mi madre se quedó como asustada. “Es que todo lo que dicen es una tontería, mamá”, le expliqué. “Una majadería sin sentido”. Creo que le voy a dejar a mi madre este libro, para que se entere un poco. A ella, como a muchos otros, consiguieron meterle en el cuerpo una ignorancia y un miedo a la ciencia que me parece sorprendente. Aunque a mí me ha costado también cambiar de actitud.

Leía no hace mucho uno de esos informes que evalúan el conocimiento que tenemos los jóvenes de diferentes materias al salir de la educación obligatoria. En España, aunque también en muchos otros países europeos —con la excepción curiosa de Finlandia— se detectaba no sólo que no se aprendía casi nada, sino que además existían unas actitudes más bien de odio y temor a cosas como las matemáticas, la física y otras ciencias. Mucho más de lo que pasaba con la historia o la literatura, y eso que en esas materias tampoco se llegaba a aprobar al sistema educativo. Me temo que hay un problema gordo, muy gordo, en las actitudes y los valores. Del alumnado y del profesorado también. Eso, claro está, aparte de la falta de medios y la desidia bastante patente de la administración responsable (responsable de nombre, porque visto lo visto...). Por eso me he animado a escribir esta carta: porque con tu “ciencia para Nicolás” abres un camino que podría cambiar esa situación. Si tenemos que aprender una serie de contenidos, unos métodos, para poder movernos en un mundo que está continuamente empeñado en hacernos la vida casi imposible, ¿cómo no exigir una mayor preocupación en conseguir los objetivos sin matarnos de aburrimiento, o sin dejarnos con la convicción de que “eso no es para nosotros”?

Ahora, con tu libro, he vuelto a recordar que muchos de los conceptos de eso que llamamos “ciencia” los tenemos por todos los sitios. Considerando lo que me va tocando vivir, creo que lo más útil de todo es ese espíritu crítico que intentabas transmitirnos y del que este libro está lleno. A menudo nos hablabas de lo engañosa que es nuestra intuición. ¡Cuánta razón tienes! Los mayores batacazos nos los pegamos por seguir esa intuición, que a menudo es también inercia, seguir la corriente o lo más fácil. Porque está claro que salirnos de ese camino cuesta trabajo, mucho trabajo, y no siempre estamos con ganas. Por no discutir, por no mirarlo en Internet o en la enciclopedia… Mejor dejarlo así. Sin embargo, le he cogido gusto a imaginar lo que implica algo que nos dicen. “Si esto es así, entonces…”, me digo, y lo voy llevando. A menudo descubro un absurdo o uno de esos infinitos de los que nos hablas en el libro. Otras veces, también, me gusta establecer un “modelo”. De hecho, me he dado cuenta de que nos pasamos el día realizando modelos de todo lo que vemos.

Estábamos el fin de semana discutiendo sobre las campañas de Tráfico con el asunto de los jóvenes, la conducción y la bebida. Siempre se nos culpabiliza de todo. Y, sin querer negar la evidencia —que mucha gente agarra el coche completamente borracha, y que vamos muy rápido, porque es así, una descarga de adrenalina— lo cierto es que a veces se nos criminaliza por el hecho de ser jóvenes. El otro día leía unas cifras de accidentes en un fin de semana. De los muertos ese sábado por la noche (qué horror, cómo asumimos esa cuota de muerte como si no fuera con nosotros) había un 20% de menores de 30 años, según informaba la radio. La conclusión de los tertulianos era clara: los jóvenes eran un peligro al volante. Sin embargo, me puse a pensar en qué proporción de los conductores de fin de semana por la noche son menores de 30 años. ¿Una tercera parte? Quizá más. Igual la mitad. Sin embargo, sólo una quinta parte de los accidentes correspondían a esos jóvenes. Por otro lado, en la noticia tampoco se especificaba si los jóvenes muertos eran conductores, pasajeros o habían sido sin más víctimas (otro coche había chocado contra ellos). Total, que me daba la sensación de que quizá el “efecto juventud” no era el más importante. Igual ni existía tal como se nos estaba vendiendo.

Tengo que confesarte que, por mucho que nos lo explicaras, y aunque aquí en el libro lo cuentas tan bien, eso de la resolución de problemas resulta a veces muy difícil. ¿Cómo encontrar en la vida real el enunciado correcto de las cosas, entender cuáles son las variables que tienen que ver con el asunto, antes de plantearte siquiera una posible respuesta? Ojalá todo fuera tan sencillo como aquellos odiosos problemas de poleas y planos inclinados. Aunque mirándolos ahora con cierta distancia, me sorprendo de que fuera capaz de seguir todo el proceso hasta llegar al resultado. Me da la sensación de que en la vida real, sin embargo, no encaramos los problemas con ese tipo de actitud científica, sino demasiadas veces guiados más por nuestros prejuicios. Así nos luce el pelo, maestro.

En fin, mi carta ha sido más larga de lo que quería. Me alegro mucho de que te hayas animado a recoger todas esas vivencias de la ciencia en un libro, y sobre todo que me lo hayas dedicado. Estoy convencido de que a muchos otros como yo les permitirá darse cuenta de que la ciencia es parte tan íntima de nuestra cultura que separarlas, o incluso enfrentarlas, no tiene sentido. Ojalá que la gente, antes de irse al homeópata, llamar al teléfono de un vidente o comprar inventos como el imán que mejora la calidad del agua, piense un poco en lo que está comprando, en qué implica lo que le cuentan y cómo esos timos (sofisticados o no) se aprovechan de nuestra incultura.

Estoy convencido de que la ciencia que me presentaste, Carlos, me ha hecho más libre. Más crítico, más responsable. ¿Fue Newton quien dijo que estaba contento por haber llegado a donde había llegado pues cabalgaba a hombros de gigantes? Se refería a los científicos del pasado, a la gente que supo hacerse preguntas a veces incómodas y evitó las respuestas complacientes. Siempre que caminemos por la ciencia iremos a hombros de gigantes. Pero si lo olvidamos, tendremos que reiniciar el camino. O perdernos entre los engaños de las falsas ciencias.

En fin, espero que los lectores puedan disfrutar tanto como yo lo he hecho recordando esas clases en las que entrábamos sin saber lo que iba a pasar. Al final del camino, como me ha pasado al llegar al final del libro, he mirado hacia atrás y me he dado cuenta de lo mucho que habíamos andado.

Lo malo es que también sé que esto solo es el comienzo y que quedan muchos más caminos por recorrer. Espero que puedas seguir ayudándome a dar pasos seguros.

Un abrazo,

Nicolás

Nota de Javier Armentia:

Cuando me solicitaron que escribiera un prólogo para este libro no conocía aún a Nicolás. La lectura de su carta me hizo entender que apenas podría aportar nada más. Me permití robarle entonces sus palabras, porque todos somos como este Nicolás que, a pesar del desconocimiento, el miedo o el rechazo, podemos encontrar que la descripción del mundo en que vivimos resulta más nítida y enriquecedora si echamos mano de la ciencia. Posiblemente, además, sólo con ella podemos realmente alcanzar a disfrutarlo plenamente.

Pamplona, 1 de enero de 2005

Año Internacional de la Física

Cuarto Centenario de la publicación del Quijote

La ciencia es bella

Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha. (Victor Hugo)

Tengo la gran suerte de ser profesor de ciencias en secundaria, lo que, además de permitirme estar en contacto con gente joven como tú, Nicolás, me obliga a mantener la mente bien despierta. Los profesores pretendemos que nuestro mensaje llegue a los cerebros de los alumnos con la menor distorsión posible. Eso se consigue con una doble estrategia. Por un lado, se trata de captar vuestra atención durante la mayor parte del tiempo, y para ello es necesario transmitir la propia pasión por lo que uno enseña. Por otro, se hace necesario en muchas ocasiones presentar la información desde ángulos que nunca antes habíamos tenido en cuenta.

Ser profesor de ciencias me ha permitido constatar que lo que se pretende en los planes de estudio es que los alumnos terminéis aprendiendo, sobre todo, conocimientos adquiridos por la ciencia: desde las leyes de Newton al funcionamiento del riñón humano, desde la formulación de las oxisales hasta la fotosíntesis, desde la polinización hasta la deriva continental. Sin embargo, apenas comienza ahora a aparecer en los planes de estudio de la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) una breve unidad didáctica en la que se explica en qué consiste la ciencia. En mi opinión, este pequeño cambio es positivo, pero insuficiente.

La ciencia es una herramienta muy poderosa para descifrar el funcionamiento del mundo, y no hay más que estar un poco atento a nuestro alrededor para comprobar que muy pocas personas comprenden no solo cómo funciona dicha herramienta sino también qué la diferencia de otras actividades humanas relacionadas con la adquisición del saber, algunas tan válidas como la filosofía, y otras, como las que podríamos denominar pseudociencias, cuando menos erróneas.

Un conocimiento más profundo de los modos de actuar de la ciencia puede proporcionar a todas las personas el fundamento en el que basar un sentido crítico y un sano escepticismo, en el buen sentido de la palabra, para caminar por la vida de una forma más racional y, me atrevería a añadir, con más libertad. Eso sin olvidar que la cultura científica —si es que se puede poner calificativos a la cultura— es en sí misma una inmensa fuente de satisfacción para quien la posee. En definitiva, creo que conviene promover el conocimiento de las “interioridades” de la ciencia, así como la reflexión sobre qué es realmente esa forma de pensar que ha permitido en los últimos siglos la aparición, para bien o para mal, de una sociedad a la que podríamos calificar como científico-técnica: la nuestra.

A partir de estas reflexiones me he animado a escribir este libro. En él abordo la ciencia y sus modos de actuar, y lo escribo a partir de ideas que he ido “coleccionando”, motivado por el contacto con mis alumnos y por charlas intrascendentes de sobremesa. Por eso te lo dirijo a ti, Nicolás, uno de mis últimos alumnos. Imagino que bastantes otros lectores serán como tú, estudiantes adolescentes de enseñanzas medias. Sin embargo, pretendo que el abanico de esos posibles lectores sea lo más amplio posible.

Además de a ti y a otros estudiantes, este libro puede resultar interesante a vuestros padres, que muchas veces intentan colaborar en vuestros estudios, a otros profesores de ciencias naturales, a quienes ya abandonaron hace tiempo los estudios y quieren recordar conceptos que han escapado de su memoria, a quienes por unas u otras razones no tuvieron la ocasión de completar los estudios básicos, a quienes sienten dudas cuando se les presenta la información científica y, sobre todo, a quienes tienen alguna inquietud por comprender en qué consiste la labor de los científicos y sospechan que no es oro todo lo que reluce cuando se apela a la ciencia como garante de muchas presuntas verdades.

Al fin y al cabo, continuamente estamos oyendo opiniones, y emitiéndolas, sobre temas de honda raíz científica como la validez farmacológica de determinadas sustancias, actuaciones medioambientales, dinero destinado a la investigación, genética humana, etc. En todos esos asuntos las decisiones que se toman son de gran relevancia y tenemos derecho a saber e incluso a decidir por nosotros mismos. No es, sin embargo, el propósito de este libro explicar en qué consisten dichas cuestiones. Aunque sí me gustaría lograr con él despertar tu curiosidad, y la de otros lectores, y motivarte a buscar respuestas a las dudas que puedas tener al respecto.

Con este libro, por tanto, no pretendo divulgar conocimientos científicos. Haré referencia a alguno de ellos cuando sea necesario, o como ejemplo que te ayude a entender la idea principal, además de para hacer más llevadera tu lectura. Pero insisto en que mi interés se centra en que conozcas mejor los fundamentos de la ciencia.

En el primer capítulo, “Las palabras de la ciencia”, hago un repaso a las relaciones entre la ciencia y el idioma, ya que conocemos los logros de aquélla gracias a éste y muchas de las palabras de la calle forman parte del mundo de la ciencia. En “¿Qué es la ciencia?”, abordo específicamente lo que se ha dado en llamar el método científico, es decir, el proceso lógico que conduce desde el planteamiento de un problema hasta el establecimiento de una ley científica. En el tercer capítulo, “El alma de la ciencia”, una vez asumido que la medición es el proceso principal del método científico, planteo el acierto del establecimiento del Sistema Internacional de Unidades e intento que se comprendan las principales magnitudes. Una de la unidades básicas del Sistema Internacional la dejo para el capítulo siguiente, “Cuenta con el mol”, ya que mi experiencia docente me ha enseñado que es uno de los conceptos que a los alumnos de secundaria más os cuesta captar. Ello me dio la idea de dedicar un capítulo a otro de los conceptos que tradicionalmente plantea dificultades a alumnos como tú, en este caso por su abstracción: el capítulo quinto, “Infinito es mucho”. En “Lo ves o no lo ves” pretendo motivarte para que cuando estés leyendo un texto científico —o, simplemente, un libro de texto— visualices lo que se te presenta: no solo lo conocerás con más exactitud, sino que, en muchos casos, te sorprenderá. El capítulo séptimo, “Evita problemas”, es quizás el más específico para los estudiantes. Como su título indica, consiste en una serie de consejos que pretenden facilitar la resolución de los problemas y ejercicios que acompañan a vuestro aprendizaje de las ciencias, por lo que quien no sea estudiante muy bien puede prescindir de él. Sin embargo, sí que recomiendo a todos la lectura del capítulo siguiente, “Incultura científica, simplemente incultura”, donde hago un repaso de algunos efectos que tiene la ignorancia de las ciencias tanto sobre la sociedad como sobre el individuo. Finalmente, el capítulo noveno, “Una invitación a la ciencia”, pretende sobre todo, Nicolás, que no olvides que la ciencia nos proporciona una forma de pensar racional, que modifica nuestro mundo a pasos agigantados y que, además, es bella.