Introducción
Para simplificar, me he impuesto escoger solo 50 en esta parte (y otros 50 en la parte que seguirá). En una materia tan amplia, no es posible hacer justicia a todo lo que hay. Ni he leído todos los libros buenos de cada materia, ni me han parecido buenos todos los que he leído. Los que no me han gustado, no los recomiendo. Otros que me han gustado tienen poca difusión o son difíciles de encontrar. En consecuencia, no están todos los que son, pero son todos los que están.
1. General (11)
Aristóteles, Ética a Nicómaco
Epicteto, Manual
Séneca, Epístolas morales a Lucilio
Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II y II-II
Juan Luis Vives, Introducción a la Sabiduría
Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia
E.F. Schumacher, Guía para perplejos (Debate)
V. Frankl, El hombre en busca de sentido (Herder)
A. Maurois, Un arte de vivir (Ed. Hachette, Buenos Aires)
M. Adler, The Great Ideas. A Lexikon of Western Thought (Macmillan)
A. de Saint Exupery, El principito
2. Cultivo de la inteligencia (11)
Aristóteles, Poética
Gracián, Agudeza y arte de ingenio
J. Guitton, El trabajo intelectual (Rialp)
A.D. Sertillanges, La vida intelectual (Encuentro)
C.S. Lewis, Crítica literaria: un experimento (Bosch)
M. Adler, Cómo leer un libro (Debate)
J. Nubiola, El taller de la filosofía (Eunsa)
J.H. Newman, Idea de la universidad (Eunsa)
J. Ortega y Gasset, El libro de las misiones (Alianza)
J. Marías, Razón de la filosofía (Alianza)
J. A. Marina, Elogio y refutación del ingenio (Anagrama)
3. La opción por la belleza (7)
F. Delclaux, El silencio creador (antología) (Rialp)
R.M. Rilke, Cartas a un joven poeta (Alianza)
E. Gombrich, Historia del Arte (Alianza)
J. Lorda, Gombrich: una teoría del arte (Eiunsa)
J. Plazaola, Introducción a la estética. Historia. teoría, textos (Deusto)
W. Tatarkievicz, Historia de le estética (Akal)
P. Evdokimov, El arte del icono. Teología de la belleza (Pub. Claretianas)
4. La elegancia (2)
Lord Avebury, The use of Life (Mac Millan)
J. A. Íñiguez, Verdad y belleza (Rialp)
5. El amor a la palabra (3)
P. Salinas, El defensor (Alianza)
L. Alonso Schökel, El estilo literario. Arte y artesanía (Ega-Mensajero)
D. Carnegie, Cómo hablar bien en público (Edhasa)
6. El sentido del humor (4)
H. Bergson, La risa. Ensayo sobre la significación de lo cómico (Alianza)
G.K. Chesterton, Autobiografía
J. Pieper, Fiesta (Herder)
P. Berger, Risa redentora (Kairós)
7. El don de la amistad (6)
Cicerón, De amicitia
C.S. Lewis, Los cuatro amores (Rialp)
J. Ortega, Estudios sobre el amor (Alianza)
P. Laín Entralgo, Sobre la amistad (Espasa-Calpe)
L. Pizzolato, La idea de la amistad (Muchnik)
F. Uhlman, Reencuentro
8. Honestidad (6)
Platón, Apología de Sócrates
Cicerón, De officiis (Sobre los deberes)
C.S. Lewis, La abolición del hombre (Encuentro)
J. L. Lorda, Moral, el arte de vivir (Palabra)
A. Váquez de Prada, Tomás Moro (Rialp)
Karl May, Winnetou
Humanismo: Los bienes invisibles
© 2011 by Luis Lorda
© 2011 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid
By Ediciones RIALP, S.A., 2012
Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)
www.rialp.com
ediciones@rialp.com
Fotografía de cubierta: Retrato de gentilhombre, Domenichino.© Foto Scala. Florencia
ISBN eBook: 978-84-321-3849-2
ePub: Digitt.es
Todos los derechos reservados.
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.
Presentación
1. Cultura
1. Un mundo diferente
2. El cultivo del alma
3. Las buenas artes
4. La inmensa minoría
2. La vida de la inteligencia
1. Las funciones de la inteligencia
2. Los contenidos de la cultura
3. Información
4. La lectura y los clásicos
5. La vida intelectual
Apéndice: el estudio
3. La opción por la belleza
1. La alegría de lo bello
2. La experiencia estética
3. Los géneros de la belleza
4. El valor de la obra de arte
5. La educación de la sensibilidad
4. Estilo y elegancia
1. Lo elegante y lo cursi
2. El talante
3. La compostura
4. El estilo personal y el buen gusto
5. El amor a la palabra
1. Lengua y cultura
2. El vocabulario y la inteligencia
3. La belleza de las palabras
4. La expresión escrita
5. El arte de hablar
6. El sentido del humor
1. Lo serio y lo cómico
2. Humor y benevolencia
3. El cultivo del buen humor y del optimismo
4. El sentido de la fiesta
7. El don de la amistad
1. Un tesoro
2. Los elementos de la amistad
3. La práctica de la amistad
4. Deberes y pruebas de la amistad
8. Honestidad
1. La honradez
2. La vergüenza y el sentido del decoro
3. La conciencia y el orden de los amores
4. El buen corazón
50 Libros sabios
«L’essentiel est invisible pour les yeux»
«Lo esencial es invisible a los ojos»
ANTOINE DE SAINT-ÉXUPERY,
Le petit Prince, XXI
Al presentar un libro conviene decir algo de su historia. Es cortesía para el lector, que así puede hacerse idea de lo que tiene entre sus manos. Éste fue, durante cinco años, un curso libre para universitarios; en su mayoría, alumnos de arquitectura. Quería ofrecer una muestra, adaptada a los tiempos, de los intereses y aspiraciones de la tradición humanista europea.
Tuvo varios títulos. Al principio se llamó «Estilo Humano»; después, «Curso de Humanismo». Mientras lo redactaba, le puse «Lo bueno de la vida» y más tarde, «Cultura y humanismo». Cuando ya lo tenía casi acabado, pensé en «Los bienes invisibles», inspirado en los sabios consejos del Principito. Por último me decidí por «Humanismo», porque de eso trata, del cultivo del ser humano.
Lo he escrito con alegría, mezclada —como es normal— con los ánimos y desánimos que la tarea de escribir lleva consigo. Pero los temas son hermosos y, en cierta medida, nuevos. No se encuentran fácilmente en las enciclopedias que se consideran más rigurosas. A las enciclopedias les interesan los conocimientos controlables. No es fácil que hablen de la «amistad» después de hablar de los «aminoácidos», o de «elegancia» antes de los «elementos de la tabla periódica». Y no se encontrará ninguna indicación sobre el «buen gusto», el «arte de gobernar», o el «arte de ser ciudadano»; ni sobre cómo se forman la inteligencia y el carácter.
Las enciclopedias no se arriesgan a decir algo sobre estas cuestiones que nuestra tradición humanística considera las más importantes de todas. Quizá piensan que el saber sobre ellas es incierto o inútil. También están excluidas de los planes de estudios oficiales y de las mentes de muchos educadores. Prefieren centrarse en datos mucho más seguros de cuestiones mucho más irrelevantes.
Un olvido tan considerable es lo que da tanto espacio para este libro. Es verdad que todo lo que en él se dice es opinable y que de estos temas no se puede hablar con la misma contundencia y solemnidad que sobre los «aminoácidos» o los «elementos de la tabla periódica». Pero lo poco o mucho que se pueda decir es sabiduría; riqueza invisible, sin la que no se puede vivir a la altura que la invisible dignidad del hombre reclama.
Los bienes invisibles son luminosos, netos, inmateriales y algo misteriosos, capaces de abrir horizontes y dar belleza a la existencia. Y son liberales, porque tienen mucho de don gratuito y, al mismo tiempo, expanden, aclaran y adornan la libertad, y la elevan sobre el comportamiento instintivo o gregario. Forman la verdadera cultura humana, que nada tiene que ver con los fuegos artificiales del esnobismo.
Una gran parte de los que se han constituido a sí mismos en pontífices de la cultura, y que deberían ocuparse en transmitirlos como si de un fuego sagrado se tratara, los ignoran. Muchos no tienen la más remota idea de qué se trata. Se han desplazado al sector del espectáculo, después de haber servido a la propaganda política. Y se dedican a «épater le bourgeois» con histrionismos publicitarios, pero sin perder nunca de vista el bien más visible de todos, que es el dinero. A algunos se les puede disculpar, porque se sienten «bufones de la cultura», como le gustaba titularse a un Premio Nobel de literatura menos conocido.
He escrito este libro de la manera más sencilla posible. No sólo para que resulte más fácil de leer. Sino también porque lo que todo el mundo entiende está sometido al juicio de todos. Es un riesgo y, al mismo tiempo, una garantía. Las grandes abstracciones son más cómodas a la hora de escribir y dan una apariencia más brillante, pero cubren la realidad con sus fulgores.
El interior de cualquier hombre es un espacio con dimensiones insospechadas. «No habría bastantes palabras en todos nuestros diccionarios para expresar lo que ocurre un día en el espíritu de un hombre»1, señala un gran escritor francés que ha dedicado su vida a ponerlo por escrito. Pero no es posible abarcarlo. No sólo porque suceden muchas cosas, sino también porque, en gran parte, nuestro interior nos es tan desconocido como una selva inexplorada.
En su Historia interminable, Michael Ende nos introduce en un reino fascinante, que estaba en grave peligro de extinción: enormes regiones habían desaparecido y otras estaban a punto de esfumarse. Al introducirse en la trama, el lector se da cuenta de que ese reino es, en realidad, la fantasía de un niño. Ese mundo maravilloso se esfumaba a medida que el niño crecía y perdía el vigor de su imaginación.
El mundo en que nos vamos a introducir no es una creación de la fantasía, pero tiene algo en común: su existencia depende de la actividad de la mente. Es un mundo que sólo surge en la mente cuando se cultiva. Quien no lo hace, no puede imaginar en qué consiste. El que ama la música es capaz de gozar de experiencias que no puede entender el que no ha aprendido a saborearla; quien no sabe contemplar el mundo y meditar sobre él, no se imagina lo que es la filosofía; quien no ha llegado a tener un amigo no sabe lo que es la amistad.
Si alguien nos pregunta qué es amar, y no ha amado nunca, ¿qué le podemos decir?: ¿que tiene que ver con el ritmo cardíaco? O si quiere saber qué sentimos al contemplar un cuadro, ¿le diremos que uno se siente como después de comer bien? Quien no participa de las realidades del espíritu no está en condiciones de entenderlas. Es como contar la Quinta Sinfonía de Beethoven a un sordo de nacimiento: «el tercer movimiento empieza con varios golpes rítmicos, después baja un poco, más adelante sube pero no tanto, ahora tocan todos a la vez y suena como si fuera...», como si fuera ¿qué?
El propósito de este libro es ayudar al cultivo del espíritu. Desgraciadamente, hay quienes creen —es creencia— que el espíritu no existe. No podemos intentar resolver ahora esta agotadora discusión que lleva dos siglos. Y tampoco interesa prolongarla porque es mala estrategia discutir lo evidente. La fuerza de convicción de lo evidente consiste en que lo es desde el principio. Quien dedique demasiado tiempo a demostrar que está cuerdo acabará convenciendo a los demás de que, en realidad, no lo está. O es evidente, o todos los intentos por demostrarlo no harán más que aumentar la duda.
De momento, y a pesar de tantos y tan valiosos avances científicos, ninguna experiencia sobre la materia, sirve de gran cosa para entender y trabajar con las realidades del espíritu: ni con ideas, ni con instituciones, ni con amores. Y no parece que la situación vaya a cambiar. El mundo del espíritu tiene un vocabulario específico y también leyes propias y distintas que el mundo de la materia. El día en que no necesitemos ese vocabulario y esas leyes podremos suponer que el espíritu no existe y que todo es, efectivamente, materia. Pero, de momento, la evidencia es la contraria. Estamos obligados a trabajar con esas experiencias, que son comunes a toda la humanidad, con un vocabulario propio y tercamente inmaterial. Hay que ser coherentes.
La madurez humana es fruto de un largo proceso que afecta a todos los estratos de la personalidad. Comienza con el despliegue de la base biológica. La pequeña célula germinal, que contiene el patrimonio genético que hemos heredado de nuestros padres, se desarrolla sola. Basta alimentarla bien. Transforma las substancias que le proporcionan y las incorpora a su propio orden. Es un organismo, organizado y capaz de organizar. Y en una especie de ordenada explosión de vitalidad, sin pedirnos permiso, llega a su perfección fisiológica.
Nuestra vida espiritual crece con más lentitud. Vivimos mucho tiempo antes de que nos demos cuenta de lo que significa vivir. Cuando llega la madurez fisiológica —en la adolescencia—, el espíritu apenas está estrenando sus funciones: acaba de aprender a pensar en abstracto. Y, con frecuencia, la plenitud de la vida intelectual se alcanza cuando la vida biológica inicia su declive. Los sabios, en todas las culturas, suelen ser ancianos, aunque no todos los ancianos sean sabios. La vida intelectual parece crecer indefinidamente y sólo se suspende cuando falla el instrumento, el soporte biológico de la memoria o del lenguaje.
El espíritu humano necesita ser despertado de su letargo, como en el cuento de la Bella Durmiente. La dama encantada se despertó con un beso. De la misma manera, el espíritu humano se despierta con la comunicación humana. Dice el gran psiquiatra que fue Viktor Frankl: «El que ha educado a un niño, conoce ese momento en el que la persona se anuncia por primera vez; el que ha vivido esto, conoce lo asombroso de ese primer momento, lo asombroso de la primera sonrisa del niño, cuando asoma algo que parece haber estado aguardando»2.
Apenas nos damos cuenta de este extraordinario prodigio. Tenemos la capacidad de pensar, pero no la podemos despertar nosotros solos. Cada ser humano viene al mundo de la inteligencia, gracias a la comunicación con los demás, generalmente, gracias al beso de la palabra. Los niños empiezan a usar palabras y a hablar (y a pensar) cuando oyen hablar a sus padres. Hablar (y pensar) no es una consecuencia necesaria de su crecimiento; no empiezan a hablar espontáneamente como a ver. Los niños aprenden la lengua que oyen a sus padres, no se la inventan. El uso de la lengua es fruto de una «educación». Hablan porque han sido hablados.
Llamamos educación a esa curiosa combinación entre una capacidad natural innata y un estímulo cultural externo. La palabra «educación» quiere decir etimológicamente «sacar fuera»; y expresa bien lo que sucede. Por un lado, cada hombre tiene una predisposición en germen —por ejemplo, a hablar—, pero necesita estímulos externos que despierten y den forma a esa capacidad. Por eso, se dice que el crecimiento en la vida del espíritu es un «diálogo», no es un proceso de absorción, como sucede con la alimentación del cuerpo. El cuerpo hace suyo lo que come; el espíritu, en cambio, toma forma según lo que le alimenta.
Cuando se quiere conseguir una abeja reina, en un panal, se le facilita un alimento especial que se llama jalea real. Cada hombre necesita también un alimento muy cuidado para que su espíritu se despierte y se eduque. Pero hay una diferencia importante con las abejas. El hombre es un ser libre. Por eso, el resultado no depende sólo de lo que se le da, sino también de cómo lo recibe y cómo lo usa. Y por esta razón la educación no es una técnica, sino un arte.
La dieta del espíritu se compone de muchos bienes. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos acumulado la experiencia que nos sirve para vivir humanamente. Ese depósito, fundamentalmente inmaterial, es la «cultura». Cultura, que viene del latín, significa «cultivo». Cicerón la empleó en este sentido, quizá por vez primera, cuando dijo «cultura animi, philosophia est»3; es decir, que la filosofía es el modo de cultivar el alma. Al hablar de filosofía, Cicerón se refería a la sabiduría de la vida en general, a la experiencia humana acumulada y meditada, que da lugar a un saber profundo sobre lo que es el hombre y lo que debe hacer. Esa sabiduría tiene un carácter humanizador: es «formativa» porque da forma humana. Por eso es cultura y humanismo.
Cuando se habla de «cultura» actualmente, no se piensa tanto en el cultivo del hombre, la dimensión personal, sino en el patrimonio cultural que poseemos en depósitos tangibles, el aspecto objetivo. Entendemos por cultura un considerable cúmulo de conocimientos científicos; una enorme variedad de técnicas e instrumentos que nos permiten dominar la naturaleza; un amplísimo depósito de pensamiento vertido en las obras de tantos estudiosos; un recuerdo histórico, recogido y estudiado en multitud de volúmenes; un variado conjunto de instituciones (organización de la sociedad, derecho) especificadas en los textos legales; un legado de costumbres sociales (formas, juegos, fiestas, etc.); y un inmenso patrimonio de obras artísticas y artesanales. Pero esto es sólo el sedimento exterior.
La proliferación de organismos culturales confunde bastante este panorama, porque, para justificar su existencia, se dedican con el mismo entusiasmo (es decir, sin ningún criterio) a la conservación de las catedrales o a la artesanía del queso, a la promoción del teatro experimental o al montaje de exposiciones sobre los «grafitti» del muro de Berlín. El polifacético universo que vive alegremente de las subvenciones de esos organismos, ha conseguido devaluar la palabra «cultura» a base de estirar su significado. Hoy el adjetivo «cultural» sugiere una vaga y misteriosa cualidad de las cosas que recuerda el ectoplasma de los espiritistas, y a lo que profesionalmente se dedica un nutrido grupo de iniciados más o menos estrafalarios.
Es importante aclarar el término, porque sin una idea medianamente clara de lo que es la cultura —es decir, el cultivo del hombre— no hay educación. A veces se considera que la educación consiste sencillamente en transmitir el patrimonio objetivo de la cultura. Naturalmente, es imposible, tanto por su volumen inmanejable, como por su creciente confusión. Es lógico que, ante esta perplejidad, se tienda a simplificar. Y se quiera educar transmitiendo lo que parece más objetivo y menos discutible: especialmente, los resultados de las ciencias positivas y los saberes instrumentales (matemáticas y lenguas vivas).
En esto influyen también tentaciones positivistas y prejuicios ideológicos. Así, casi sin advertirlo, la educación, en lugar de orientarse a «humanizar» y «formar» hombres, tiende a convertirse en «enseñanza», y se dedica a transmitir conocimientos. Y, a medida que éstos se complican, se transforma en «información»: es decir, transmite «datos» y, sobre todo, datos objetivos, con la esperanza de que la síntesis se produzca sola en las alborotadas cabezas de los niños.
El saber más o menos objetivo lleva varios lustros en frenética expansión. Al igual que sucede en amplios sectores de la economía, que están desbordados por su propia actividad, padecemos una aguda crisis de excedentes. Hoy el problema de las naciones desarrolladas no es la carestía, sino el exceso. Y los excedentes en el espíritu tienen consecuencias más graves que en la industria; porque la inteligencia se colapsa cuando no puede «digerir» ordenadamente la masa de conocimientos que la aturden.
En todos los campos del conocimiento, tenemos hoy multitudes de especialistas, institutos y universidades, y tal cantidad de investigaciones y tan inmenso montón de publicaciones, que las disciplinas estallan sin que haya mentes capaces de integrarlas. Todas las hierbas se han convertido en árboles y el bosque no se ve. Ejércitos enteros de estudiosos han conseguido perderse en las espesuras que ellos mismos han creado (por ejemplo, en algunas ramas de la lingüística, de la teoría literaria o de la sociología), y han quedado fuera del alcance de la persona normal, que ya no puede rescatarlos con el único recurso de su sentido común.
Se supone que sabemos muchas más cosas, pero no sabemos «quién» las sabe. Las bibliotecas almacenan la avalancha de libros. Internet acoge todos los documentos, como el océano en el que desembocan todas las aguas. Y los suplementos especializados de la prensa recogen las matas más llamativas y pintorescas que sobresalen de las lindes del bosque, para entretener a sus lectores. Algo sabía Borges, que vivía en una biblioteca cuando escribió La Biblioteca de Babel4. También el poeta Pedro Salinas advertía, hace ya bastantes años: «El hombre de hoy está como acorralado por las huestes de los libros»5; «Está perdido en el centro de la cultura. Y es, como nunca, monstruo de su laberinto (...). Quizá se tilde de bárbaro a cualquiera que se atreva a insinuar que la superabundancia de libros, sin más, puede ser tan lesiva para la cultura como su escasez»6.
La abundancia inmanejable lleva a que las síntesis que se utilizan para la enseñanza sean, a veces, arbitrarias o a que se guíen por preferencias ideológicas. Pero esto plantea un problema que ya señalaba Petrarca, «¿De qué me sirve conocer la naturaleza de las bestias feroces, de los pájaros, de los peces y las serpientes, si ignoro o desprecio la naturaleza del hombre, el fin para el que hemos nacido, de dónde venimos y adónde vamos?»7.
Parece haberse perdido entre los árboles de la selva la parte más humanizadora de la cultura —la sabiduría, la virtud, las artes humanas—. Como señala E.F. Schumacher: «El olvido y aun el rechazo de la sabiduría ha ido tan lejos que la gran mayoría de nuestros intelectuales no tienen ni siquiera una remota idea acerca del significado de esta palabra»8. Por eso es tan interesante mantener vivo el sentido humanizador y personal de la cultura. Eso es el humanismo.
Dice el erudito romano Aulo Gelio: «Los que hicieron la lengua latina usaron adecuadamente la palabra “humanidad” (...) para decir lo mismo que los griegos llaman “paideia”, y nosotros erudición y educación en las buenas artes; ésas que sinceramente desean y apetecen los que son máximamente humanos»9. Es exactamente lo que nos interesa. La cultura, en el sentido humanista, se compone de todos los saberes teóricos y prácticos que permiten al hombre humanizarse y vivir dignamente como un ser humano. El gran humanista valenciano Juan Luis Vives hace decir a uno de sus personajes: «La persona debe esforzarse en cultivar y adornar el espíritu con conocimiento, ciencia y ejercicio de las virtudes, de otra manera el hombre no es hombre sino animal»10. Y de Confucio sabemos que: «cuatro cosas enseñaba el Maestro: literatura, el buen comportamiento moral, sinceridad y lealtad»11.
El humanismo necesita una imagen del hombre. No una imagen científica, objetiva y completa, que nos llevaría nuevamente a perdernos en el inabarcable y brillante universo de la medicina, en los enigmáticos barrancos de la psicología o en los inmensos pantanos de la lingüística o de la sociología, llenos de isletas de lucidez, por otra parte. Necesitamos sólo una imagen clara y elemental, próxima a la experiencia ordinaria, de lo que es un hombre, de cuál es su perfección y de cómo se cultiva.
No hay razones de peso para cambiar la imagen de nuestra tradición que habla del hombre como un ser con cuerpo y espíritu. Según esta imagen, el espíritu del hombre tiene tres grandes dimensiones: la inteligencia, la voluntad libre y la afectividad. Además hay que considerar las capacidades operativas, donde confluyen inteligencia y voluntad, que son moldeables en la misma medida en que en ellas interviene el cuerpo. Cada una de estas áreas está llamada a ser educada.
Cuando en la educación y enseñanza, sólo se tienen en cuenta los conocimientos, y especialmente, los conocimientos de las ciencias positivas, se dejan inmensos terrenos para ser ocupados por la selva. Es verdad que necesitamos conocimientos: alimentan y dan peso a la inteligencia. Pero la inteligencia necesita también método y sabiduría. Y la sabiduría se compone, según una constante tradición, al menos de tres áreas. En primer lugar, una idea general del mundo que permita plantear y, si es posible, resolver las cuatro preguntas cardinales sobre el sentido de la vida humana: de dónde venimos (origen), a dónde vamos (destino), dónde está la felicidad, y cómo afrontar el sufrimiento y la muerte. En segundo lugar, necesitamos identificar los criterios morales y éticos para guiar la conducta como es propio de un hombre. En tercer lugar, nos hace falta un conocimiento suficiente de las cosas humanas, de las motivaciones, sentimientos y reacciones, para acertar en nuestras relaciones con los demás. Ninguno de los tres campos se puede suplir con información sobre avances científicos.
La segunda gran área del cultivo humano es la voluntad libre o, para no sujetarnos a un vocabulario tan estrecho, el cultivo del corazón. Se trata de un verdadero cultivo, no simplemente de una teoría. Porque es preciso darle forma para que aprenda a querer bien y con mucha fuerza. Los clásicos le llamaban «virtud». Venerable y denostada palabra. También tiene tres campos de trabajo. En primer lugar, la disciplina personal, el aprender a dominarse para llevar una conducta libre, consciente y racional. En segundo lugar, la honestidad o el sentido del decoro, que es la inclinación impulsiva, pero cultivada, hacia la justicia y la honradez, y la repugnancia hacia lo que es indigno de un hombre honrado. En tercer lugar hay que poner en el corazón un orden de amores y de afectos; enamorarse de ideales y de personas; esto será el motor o motivación de la vida. Ningún conocimiento puede sustituir estas tres facetas propias de un corazón cultivado.
La tercera área del cultivo humano se refiere a la capacidad de actuar. Los animales tienen un comportamiento instintivo, es decir, poseen patrones innatos de respuesta a los distintos estímulos: un león caza con unas estrategias más o menos determinadas. Pero el hombre no tiene apenas patrones de comportamiento instintivo, porque es libre. No nace sabiendo tocar el piano, pintar una acuarela, conducir un coche, jugar al fútbol, o manejar un destornillador. Puede hacer muchas más cosas que un león, pero necesita aprenderlas mucho más que un león. Y se aprende intentándolo y recibiendo experiencia de otros. Con la inteligencia, se descubre que las cosas se pueden hacer de muchas maneras. Con la experiencia, se selecciona las más eficaces. Y con ingenio, se las adorna y se les da perfección.
Todo esto se acumula formando la parte más esencial de la cultura, que es inteligencia aplicada, experiencia acumulada e ingenio desplegado. La cultura transmite formas excelentes y eficaces de hacer las cosas. En esto consisten las artes, los oficios, las destrezas y las habilidades. Hay varios tipos de artes: las que se refieren directamente a la belleza (bellas artes); las artes menores decorativas; las que se refieren a espectáculos, juegos y deportes; y las que aquí nos interesan que son las «buenas artes», las más desconocidas de todas.
Las «buenas artes» son aquellas que llevan a emplear con dignidad, eficacia y belleza los resortes más elementales de la vida humana. Son las artes de emplearse a sí mismo. No hay que olvidar que donde hay libertad puede haber arte: porque puede haber experiencia acumulada y transmitida de belleza y eficacia en el obrar. Por eso cabe arte en todos los aspectos del comportamiento humano. «Yo abriría una escuela de vida interior —dice el poeta francés Max Jacob— y escribiría en la puerta: “Escuela de Arte”»12.
En todo lo verdaderamente humano hay arte: «Es de hombres ligeros —escribe Cicerón— el afirmar que para las grandes cosas no hay arte, cuando de él no carecen ni las más pequeñas»13. Se aprende a ser hombre; no es el fruto de una casualidad: el cuerpo crece, pero el espíritu se cultiva: «No se nace hecho —dice Gracián— vase cada día perfeccionando la persona, en el empleo»14. Estas «artes humanas» son como la musculatura del alma. En ellas se juega la calidad de la persona humana. En ellas se juega su relación con la verdad, la belleza, el bien, la justicia y el amor.
La sabiduría, la virtud y las artes humanas sólo se pueden mantener vivas si viven en alguien. No es bastante conservarlas en soportes como libros y películas o en Internet, pendientes de la próxima «tempestad de partículas» o del último ingenioso virus virtual que los altere. Como los virus reales, las artes humanas necesitan introducirse en cuerpos vivos para estar activas y reproducirse.
El cultivo del espíritu en sus distintas facetas, es arte de pocos. Siempre son pocos —una minoría cualificada— los que llegan a cultivarlas y mantenerlas vivas. Juan Ramón Jiménez hablaba de una «inmensa15minoría»15 inmensa porque, aunque sean pocos, tienen un efecto multiplicador y cumplen un papel de vital importancia para la humanidad.
Señala Gracián, «Péganse los gustos con el trato y se heredan con la continuidad; gran suerte comunicar con quien la tiene en su punto»16. El gusto se despierta al tratarse con quienes aprecian y posean las distintas artes de la cultura humana: el dominio de la inteligencia y de la palabra, el gusto artístico, la sensibilidad musical y el estilo. No hay que olvidar que el resorte fundamental de la educación en las artes humanas es el amor y la imitación de lo excelente.
El ideal humano nunca se da entero. Lo intuimos en la admiración de algunos rasgos de los hombres más eminentes; y en las «buenas artes» de algunos sabios. También se nos transmite cultivando las humanidades. «Studere humanitati» (empéñate en las humanidades), decían los humanistas del Renacimiento. Entendían por «humanidades», como ya hemos dicho, aquellos saberes que contribuyen más directamente a que el espíritu adquiera «forma humana».
Al principio, el espíritu se limita a recibir. Luego en la medida en que adquiere experiencia, se despierta su ——