Quien posee un sentido religioso lo vive como un beneficio, como un don, que le sitúa en el universo y le proporciona una dirección para su vida. Quien no lo tiene, en cambio, está expuesto a descubrir que la existencia carece de sentido o de horizonte. Por eso, se puede decir que la religión es uno de los mayores bienes humanos. Así lo siente el que lo tiene.
En un libro como éste, no es posible dejar de hablar del sentido religioso. Pero queremos abordar este tema sin imponer una visión de las cosas ni dar nada por supuesto. En la cultura nuestra, unos son creyentes; otros no lo son; y un gran número se encuentra en una situación de incertidumbre o temporalmente olvidados. Por eso, conviene afrontar este tema con un planteamiento serio y humanístico, evitando simplificaciones. Cultura implica sensibilidad hacia todo lo humano y capacidad para apreciar sus ricos matices.
La religión es un tema intensamente cultural e intensamente humano. Las tradiciones literarias más antiguas son religiosas. Todos los pueblos que han existido han tenido su religión. Y nunca han faltado personas religiosas entre las mejores. También en nuestra época sucede esto con personas que son consideradas como ejemplos o cimas de humanidad, como Gandhi o la Madre Teresa de Calcuta. Según Séneca: Bonus vir sine Deo nemo est (Ep 41,2). Es decir: no hay hombre bueno sin religión. Quizá habría que matizarlo y decir que es más fácil ser bueno si se cuenta con la ayuda de la religión.
La religión no puede considerarse como un residuo de tiempos primitivos. Por el contrario, todos los indicios apuntan a que es una dimensión permanente del espíritu humano. Como ha señalado M. Eliade: «Lo sagrado es un elemento de la estructura de la conciencia humana, no un estadio en la historia de esta conciencia»1.
Es una dimensión humana muy densa, pero difícil de estudiar. No es fácil determinar cuáles son sus características esenciales, de tal manera que incluya y represente a las religiones reales tal como existen, con sus variadas formas. Por eso, procederemos partiendo de las características más generales, e intentaremos progresar hasta el centro del fenómeno, que es la cuestión de Dios.
En un primer acercamiento, podemos observar que las religiones tienen dos polos de referencia, uno interno y otro externo. En lo interno, tienen que ver con los anhelos humanos de sentido, de plenitud y de salvación. Conectan con las aspiraciones más profundas de la vida humana. De una manera u otra, las grandes preguntas de la existencia humana atañen a la religión: el sentido de la vida y del más allá; la guía moral de la existencia; la respuesta ante el sufrimiento y la muerte; la solución de la injusticia y del mal.
En lo externo, dependen de las formas en las que se puede intuir la trascendencia o el más allá. La religión siempre tiene que ver con lo superior, con instancias trascendentes. Supone una estructura de la realidad donde hay algo más importante que está por encima —o por debajo— de las realidades comunes con las que se convive. A esa trascendencia se le puede llamar Dios, o el Todo, o incluso una variedad de seres divinos. Pero tiene que ser una realidad más poderosa que el resto. Si se considera que el más allá es más simple o más pobre que la realidad normal, entonces no se puede hablar de religión. Estaríamos en el terreno de la cosmología, de la composición física del mundo, por primitiva y rudimentaria que sea.
De acuerdo con este esquema, vamos a estudiar primero las dimensiones del sentido religioso, que es tanto como decir a qué cuestiones humanas responde. Después, estudiaremos las formas de intuir la trascendencia. Esto nos llevará a pensar en la idea de Dios y nos permitirá caracterizar un poco la religión como fenómeno personal (sentido religioso, piedad) y como fenómeno social (las religiones). Acabaremos reflexionando sobre la idea de Dios manifestada por Jesucristo, que es la que ha determinado las concepciones religiosas de nuestra cultura.
Como hemos dicho ya, el sentido religioso entronca con tres grandes cuestiones humanas: el sentido de la vida; los anhelos de una plenitud personal; y las esperanzas de salvación. No todas las religiones consideran los tres aspectos, pero son tres dimensiones humanas que sólo encuentran respuesta en la religión (o se pierden en sucedáneos religiosos). Por eso, siempre influyen de una manera u otra en la forma de lo religioso.
a) La exigencia de sentido
Es una exigencia general del ser humano. Estamos acostumbrados a dar sentido a lo que hacemos. Y esperamos que tenga sentido lo que nos sucede. Por eso, aún sin reflexionar sobre ello, esperamos que tengan sentido tanto el régimen general del universo; como los acontecimientos que suceden en nuestra biografía personal.
Lo necesitamos para situarnos en el mundo. Para entender por qué estamos aquí y qué tenemos que hacer. Para poder responder a lo que se espera de nosotros, si es que se espera algo. Necesitamos alguna idea sobre la naturaleza de los poderes y de las fuerzas que vemos desencadenarse y de las que intuimos que están más allá de nuestra experiencia inmediata. Cómo se gobierna la naturaleza y, especialmente, los ciclos que más nos afectan: los ciclos atmosféricos, los ciclos vitales; las extrañas fuerzas que parecen operar sobre la vida y sobre la muerte.
No es sólo la pregunta por la explicación material, que, hasta cierto punto, puede ser respondida por nuestros conocimientos científicos. Es la pregunta por la escala de seres y de valores del universo. Es la pregunta por lo que es importante y valioso. El hombre, que es un ser personal e inteligente, sospecha espontáneamente que la estructura del universo también es personal e inteligente. Es decir, que ha sido pensada. Que detrás de las apariencias, hay inteligencia, valor y sentido. Que las cosas y la propia vida son por algo y para algo.
Y lo mismo sucede respecto a las fuerzas que intervienen en la historia. Se plantea la pregunta del por qué sucede lo que sucede. Y se quiere pensar que probablemente hay alguna razón, que es tanto como decir que el conjunto ha sido pensado y tiene alguna lógica. La pregunta por el sentido de la vida es, al final y siempre, de carácter religioso. Fuera del ámbito religioso la respuesta al sentido de la vida sólo puede ser trivial.
b) Un anhelo de trascendencia
Hay experiencias humanas que producen nostalgias de plenitud y, al mismo tiempo, la sensación de que esa perfección está más allá de nuestras fuerzas y de que aquí no es posible alcanzarla. La antigua filosofía griega (Platón, Aristóteles) hablaba de una escala de grados del bien, de la belleza, de la verdad, que se refleja en toda la realidad. Con frecuencia, las experiencias profundas de verdad, de bien y de belleza, dejan un regusto de plenitud. Son destellos. Y se viven como si se hubiera manifestado veladamente algo maravilloso. Como si, más allá, hubiera un ámbito de realidad más plena, más poderosa y más feliz.
El ser humano tiende a su perfección. Y, en la medida en que tropieza con los grandes bienes, desea llenarse de ellos. Hay una escala de bienes que se corresponde con la escala de las necesidades humanas. Desde el bienestar y la tranquilidad hasta el amor, pasando por la verdad, la belleza, la honradez, la paz y la justicia.
Debido a las formas limitadas en que podemos alcanzar estos bienes y también a las limitaciones de la vida misma, resulta que esta felicidad aparentemente prometida, no se puede alcanzar. Entre la intuición de la felicidad y el desengaño, queda la nostalgia de algo más pleno. Muchas manifestaciones de verdad, de belleza y de amor humano (y también sus ausencias) dejan un sabor fuerte del más allá, una nostalgia de plenitud. Buber hablaba de la «noble nostalgia del Tú eterno» que queda en cada una de las experiencias de amor personal. Aquel amor pleno que se ha manifestado y que se prometía, aquella comprensión profunda que se deseaba, aquella armonía personal... En alguna parte debe poderse realizar.
c) La esperanza de una salvación
Esta esperanza se despierta también en la medida en que se tiene una experiencia más aguda del mal. Tanto en el aspecto personal (dolores físicos, decadencia, fracaso y muerte, quiebra moral), como en el aspecto social (injusticias), como ante los males de la naturaleza (catástrofes). La madurez humana lleva consigo una experiencia viva de los propios limites y de los males del mundo y, por eso, se insinúa la necesidad de una esperanza.
— En lo personal, se percibe la propia caducidad física. Esto se agudiza al experimentar la enfermedad, los achaques de la vejez y la proximidad de la muerte. Y junto a la caducidad física, está la quiebra moral. Ésta sólo se percibe por contraste, en la medida en que uno se empeña en ser honrado. Entonces descubre la persistencia de las malas inclinaciones: las resistencias interiores, la facilidad para dejarse llevar por tentaciones, para no hacer lo que uno se propone, para no ser como a uno le gustaría. Es difícil ser buenos y dominar el carácter, la conducta viciosa, agresiva o perezosa. Son manifestaciones de una herida moral en nuestra alma. Cuando se quiere ser honrado, se nota su profundidad y se desea la salvación, la purificación, el perdón y la paz.
— En lo social. No está garantizado el triunfo por más que uno quiera ser honrado. Nada garantiza el apoyo de la naturaleza, ni el reconocimiento social. Al contrario de lo que sucede en las películas bienintencionadas, no es seguro que las causas justas vayan a triunfar y las injustas a perder. La combinatoria por la que se triunfa o se fracasa depende de factores imprevisibles. La vida no es justa; muchas veces maltrata a los débiles y hace sufrir a los inocentes. Muchos grandes sabios de la historia han terminado mal: Sócrates, Séneca... Además está la agresión, tan difícil de aceptar, de la naturaleza, que no parece avenirse a razones ni a consideraciones morales.
Todo esto forma parte de la vida y no se arregla con recetas de autoayuda. Se desea, se necesita, una solución y una salvación que sólo puede venir del más allá. En el fondo, se aspira a que el universo tenga una naturaleza moral. Que responda como responden las personas buenas. Que tenga misericordia y se apiade de nosotros, que resuelva los males y restablezca la justicia. Pero esto sólo es posible, si hay algo más que las fuerzas ciegas de la naturaleza.
Conclusión
Sólo si hay una plenitud más allá se puede dar un sentido pleno a la vida. A esa vida que ofrece tantas promesas maravillosas entre riesgos amenazadores. Sólo en el más allá puede estar el fundamento y la plenitud de los grandes bienes que aquí sólo se insinúan y la solución definitiva de los males que amenazan y nos vencen con la muerte. Estamos en el campo de las preguntas últimas y de los bienes que trascienden al hombre. Es el campo de la religión.
También es esencialmente la cuestión de la plenitud. Sin un más allá que concentre el valor y la plenitud del mundo, no pueden darse los grandes valores, no hay lugar para las mayúsculas (Ser, Verdad, Bondad, Belleza, Amor, Justicia); sólo podrían darse experiencias efímeras de estos valores. El hombre, que es un ser personal aspira a una plenitud con valores personales. Si no hay trascendencia, no se pueden dar, no pueden existir. Decir que existe la Verdad, la Justicia, el Amor, la Belleza, es decir que existe el Ser, es decir que existe Dios.
Lo mismo sucede con la salvación, que requiere, a la vez, una instancia moral más allá del mundo y un poder capaz de obrar en el mundo. Si no, lo que sucede en este mundo, no tiene remedio. Porque todo hombre es limitado y también los poderes sociales. No pueden responder, ni personal ni colectivamente, a la demanda de salvación. Sólo pueden ofrecer chispazos de plenitud o sucedáneos.
Las preguntas por el sentido, por la plenitud y por la salvación son preguntas que sólo pueden tener una respuesta religiosa. No se pueden resolver desde el ámbito de la ciencia, ni desde la filosofía. Porque tanto la ciencia como la filosofía, de distinta forma y en distintos niveles, se limitan a «describir» la realidad que tenemos. Pero si la realidad tiene algún sentido profundo y está dominada por algún tipo de personalidad o de inteligencia, nada podemos saber si no nos manifiesta su intimidad. La religión trata precisamente de introducirse en la trascendencia y establecer una relación.
Hay tres formas básicas de alcanzar cierta experiencia de lo divino o de la trascendencia. Sin duda, influyen en el sentido religioso y también en las forma que han adquirido las religiones históricas, aunque éstas están muy mediatizadas por la cultura o por experiencias de personas singulares.
1) El camino de la naturaleza
Es el más común, el más inmediato. Detrás de las grandes experiencias de poder, de belleza y de orden que la naturaleza prodiga, se intuye que hay algo superior y vivo, algo en definitiva divino. En primer lugar, sorprende el poder: el fragor de las tempestades, la fuerza de los mares, la potencia de los terremotos o de los volcanes. También el impulso de la vida con los ciclos biológicos y sus fuertes instintos vitales. Las diversas manifestaciones del poder de la naturaleza impresionan y causan miedo.
Después, si elevamos la mirada, sorprenden la inmensidad de los cielos, el orden y número extraordinario de los astros, la sorprendente complejidad de la vida, la espléndida regularidad de las leyes naturales, la admirable intimidad de la materia. Desde un punto de vista estético, la belleza fantástica de los bosques, de los desiertos y de las aguas, de los colores de la naturaleza y del cielo, de las formas de la vida y de los espacios inmensos del cosmos.
La mente, que se siente extasiada y también superada ante tanto poder, orden y belleza, no es capaz de suponer que son fenómenos puramente casuales y sin sentido. Intuye que estos fenómenos encierran una calidad de orden superior; percibe en definitiva potencias superiores, más capaces e inteligentes, que están detrás de las cosas y de las que las cosas son sólo la manifestación.
Es una deducción casi inmediata, pero rigurosa. Hay una comparación, quizá implícita, con la experiencia ordinaria del obrar humano. Todo hombre sabe por experiencia propia que la producción del orden y de la belleza necesita arte y potencia, que nada se hace solo, y que las grandes obras son fruto de grandes esfuerzos. Por eso, al contemplar el cosmos, tiende a ver en él una potencia (o varias) que lo ha ordenado y le ha dado su vigor, su forma, su orden y su belleza.
No es necesario enfrascarse en elevadas reflexiones filosóficas; la pura contemplación de la naturaleza a veces es suficiente. Basta contemplar, que es más que ver; porque contemplar supone un situarse serenamente ante las cosas y dejarse penetrar por ellas. Subimos a la cima de un monte y nos dejamos ganar por el paisaje; o nos quedamos frente a la inmensidad el mar; o ante la maravilla de una noche estrellada o nos representamos las profundidades de la materia, la maravilla matemática de las leyes de física, la extraordinaria complejidad bioquímica de la vida. Cualquiera de estas dimensiones, contemplada como un todo, transmite una impresión de poder, de orden y de armonía; y el mensaje implícito de que hay algo más, detrás de todo.
Este mensaje de la naturaleza es muy fuerte; por eso, probablemente está en la base de todas las religiones. Todas transmiten la idea de que hay algo trascendente, más allá de la naturaleza inmediata, o de que la naturaleza misma en su profundidad tiene un carácter divino; es decir, infinitamente superior a lo humano. Sin embargo, el mensaje de la naturaleza no es fácil de interpretar. Por eso, las religiones se dividen a la hora de concretar qué es lo que está detrás o en el fondo de la naturaleza. Porque la naturaleza es bella, pero también puede ser terrorífica (los volcanes, los rayos, las plagas, las fieras). No sólo inspira admiración, sino miedo.
Las religiones animistas tienden a ver seres más o menos divinos detrás de cada una de las manifestaciones de la naturaleza; otras religiones dan carácter divino a las grandes fuerzas o principios naturales; otras ven en la misma tierra un ser divino o creen que detrás de ella hay una inmensa alma, un espíritu vivo que es la explicación de su actividad; otras creen en un ser personal creador, que está más allá de este mundo.
2) El camino de la conciencia
El segundo camino de intuición de lo trascendente es a través la intimidad de la propia conciencia. Requiere una cierta preparación, porque sólo así se perciben sus profundidades. A medida que se hace el silencio por dentro, se descubre que la interioridad tiene dimensiones insospechadas, siempre más profundas y, aparentemente infinitas. Es el universo espiritual de la conciencia, con sus experiencias características de iluminación o encuentro con la verdad.
Las sucesivas tomas de conciencia, a diferentes niveles de profundidad, permiten percibir una cierta infinitud en el fondo del yo: algo que parece estar más allá de la propia conciencia y que comunica con el fundamento de toda la realidad. Parece alcanzarse algo sublime, profundo e infinitamente extenso, con una cierta inmensidad, llena de quietud y aparentemente sin límites ni contornos. El que no tenga experiencia puede burlarse de esto. Pero el que realmente ha trabajado su espíritu sabe la hondura que tiene, una hondura, aparentemente infinita.
Por esta razón, tantas religiones conciben que hay un fondo de la realidad en la que todo comunica, que es común a todo. Esto explica también la profunda unidad y lógica general que tiene el universo cuando es visto en diversas escalas. Hay que decir que este argumento tradicional no ha perdido fuerza con los avances científicos, sino más bien al contrario. Hoy estamos seguros que todo lo que contemplamos tiene un carácter unitario, procede de los mismo. Y al mismo tiempo, se manifiesta como un formidable despegue. Efectivamente, todo comunica, la materia, la vida y la conciencia.
De estas experiencias se nutren especialmente las religiones orientales, con sus técnicas de concentración, de serenamiento y de expansión interior. Aunque se puede objetar que lo que alcanzan es la conciencia misma, las dimensiones ilimitadas que, en principio, tiene todo espíritu. No hay percepción de alteridad, sino identificación con un todo indefinido. Por eso, el desconcertante silencio y aparente anulación con que estas técnicas y procesos de concentración van acompañados. El fondo del alma puede contener una huella de lo divino; pero no se alcanza propiamente lo divino sino el propio fondo.
3) Los testigos de la trascendencia
El tercer camino para afirmar la trascendencia son las personalidades religiosas. A lo largo de la historia humana y en diversas culturas y tradiciones, se habla de personalidades con un sentido religioso muy profundo. Es un tema muy difícil de tratar, porque no es posible acceder a su interior y los testimonios son variados. Lo único que se puede decir que es que estas personalidades han influido enormemente en el panorama religioso humano.
Naturalmente, caben personalidades muy variadas, porque también las experiencias pueden serlo, como acabamos de ver. Hay personas que son fuertemente impresionadas por las fuerzas oscuras de la naturaleza o de la vida e intentan entrar en contacto con ellas (hechiceros). Otras se dejan traspasar por las experiencias de la verdad, la belleza o el amor y perciben lo más alto y hermoso de la realidad (místicos). Para nosotros es obvio que lo divino es lo más alto y puro, pero en otras culturas no es así. La ambigüedad con que se puede ver a través de la naturaleza deforma las cosas.
En muchas culturas existe una mística. Es decir un acceso a formas de contemplación o de captación de la sabiduría, que se logra mediante procesos de purificación personal. Hay una tradición casi universal de que la contemplación de lo más alto y sublime sólo es posible si existe suficiente desprendimiento de las satisfacciones más elementales. Es preciso negarse el afán de satisfacciones corporales para poder agudizar el espíritu y gozar de los bienes más altos. Por encima de manifestaciones más o menos folclóricas o mágicas, la autenticidad de lo religioso, como testimonio de la trascendencia, tiene que ver con la verdad, la bondad, la belleza y el amor, como cumbre de la perfección personal.
El fenómeno religioso está unido al reconocimiento de algo superior y trascendente, del que depende nuestra vida, en quien se depositan nuestros anhelos y con el que se puede entrar en contacto. La clave de las religiones está en la idea que se tiene de ese algo superior. No conviene precipitarse en llamarlo Dios. Porque, sin querer, estaríamos trasponiendo los esquemas cristianos. Y no todas las religiones funcionan igual.
La idea de lo trascendente
Evidentemente, la idea de lo que ocupa el espacio de la trascendencia determina el carácter de cada religión. Colmo acabamos de decir hay tres caminos para llegar. Por eso mismo hay tres ideas diversas de lo divino.
a) Cuando se llega a lo divino a través del universo, caben dos formas. Si se concibe a través del cosmos, la divinidad tiene caracteres de poder cósmico (celeste, uránica), se concibe la trascendencia hacia arriba y su representación de lo divino está marcada por los fenómenos atmosféricos y, en general, físicos del universo. Si se concibe a través de la madre tierra (telúrica), se da una trascendencia hacia abajo, y su representación está marcada por los misterios de la vida y de la fecundidad.
Es sabido que las religiones más primitivas tienen un concepto bastante depurado de la trascendencia. Y le dan rasgos morales, como una divinidad buena y creadora, aunque vagamente personales. En religiones evolucionadas, es frecuente encontrarse con formas de politeísmo que se corresponden con la multiplicación de fuerzas en el universo. Y que frecuentemente es el fruto de la creación política de un panteón, sumando divinidades de las culturas incorporadas. Cuando hay politeísmo, los dioses se organizan en grupos más o menos jerarquizados y sus relaciones son un campo de desarrollo de la mitología. Conocemos ejemplos muy desarrollados de las mitologías griega y romana, con una fuerte mediación política y cultural. Frente a estas mitologías, hay una función crítica de la sabiduría.
b) Cuando se concibe lo divino a través de la conciencia, se piensa en un fundamento común identificado con el fondo de la conciencia. La conciencia tiene unas dimensiones profundas que, cuando se intentan recorrer, parecen no tener fin. Hay una cierta inmensidad en el fondo. Por eso, se tiende a pensar que lo que se alcanza es el fondo de la realidad, algo en lo que probablemente todo comunica. Ese es el todo fundante, del que todo procede y al que todo tiende.
Ese fondo queda como algo vago y misterioso. Un cierto todo. Este tipo de religión es común entre las religiones orientales. La figura de la divinidad queda desvaída, con escasas definiciones. No es un ser personal, sino más bien una realidad global. No tiene características muy definidas, porque no se distingue de nada de lo que existe. Todo es manifestación y parte de lo mismo. En cierto modo, todo es divino. A esto se le llama panteísmo.
c) Cuando se tiene una relación personal con lo divino (o se supone que se tiene), caben varias posibilidades. Habría que recorrerlas, teniendo presente que para algunos lo divino es personal, para otros impersonal. Para unos bueno; para otros maligno. Es muy difícil hacer un juicio general.
Para nosotros es casi evidente que, si existe Dios, tiene que ser un ser único, personal, trascendente, creador y bueno. Es en lo que piensan espontáneamente los occidentales cuando hablan de Dios, aunque no crean en Él. Incluso, por haberse acostumbrado a esta idea, no perciben las hondas diferencias con otras. El Occidente está tan acostumbrado a esta idea que le parece que es la idea que espontáneamente puede tener cualquier ser humano. Y sin embargo, no es así. Es una idea difundida por la cultura cristiana. Y proviene del judaísmo.
La palabra «Dios» en Occidente está profundamente marcada por el mensaje cristiano y ya no tiene nada que ver con las mitologías griega y romana, que existían anteriormente en ese espacio cultural. Ni tampoco tiene que ver con los conceptos hinduístas o budistas de lo divino. El concepto normal de Dios que maneja Occidente es un Dios personal, creador, que conoce y ama, que interviene en el mundo, que es moral, bueno y justo, que sabe perdonar y que ama la justicia, que retribuye según las obras, que salva al hombre y que ha querido estar cerca.
Es la aportación fundamental del judaísmo: el monoteísmo ético. Una vez conocido, es muy difícil conformarse con menos. Nos resulta difícil creer en un Dios que no sea personal, que no sea creador o que no sea bueno. No podemos pensar en Dios como en una fuerza, como un ser sin poder, sometido a los avatares de destino, o como un ser maligno.
Estos son caminos por donde nos llega una impresión de la trascendencia y, en esa misma medida, una imagen de lo divino. La religión se fundamenta en la afirmación de la trascendencia. Pero es algo más: es el modo de entrar en contacto con lo trascendente. La religión se caracteriza por la relación con el más allá.
La religiosidad personal
Lo trascendente siempre es, en algún aspecto, irrepresentable, precisamente porque nace como experiencia de un más allá. Sus manifestaciones permiten, por analogía, dotarlo de las características de inteligencia y poder. Esto provoca sentimientos de veneración, homenaje y sometimiento ante lo superior. En la medida en que se entrevé un poder personal, inteligente y bueno, además de la veneración y el miedo por el poder desconocido, surgen sentimientos de piedad y esperanza.
Este tema es muy difícil, porque lo trascendente es siempre misterioso, entrevisto de una manera indirecta. Y además, pesa el problema del mal. Porque la naturaleza (o las profundidades del alma), junto a manifestaciones de poder, orden y belleza, tiene también manifestaciones sorprendentes de desorden, de daño, de catástrofe, de mal y, en el caso de las profundidades de la conciencia, de perversidad.
Si se concibe lo divino como un ser personal y bueno, cabe una relación propiamente personal. Y cabe la adoración y la oración. En la medida en que no es personal o no es bueno, la relación religiosa se transforma.
En las religiones orientales se concibe lo divino como un Todo, más o menos impersonal. Entonces hay dos posibilidades de relación. La gente más común adora y se relaciona con manifestaciones o divinidades intermedias más tratables o representables, que, muchas veces proceden de mezclas religiosas. Los más enterados hacen un esfuerzo de purificación y de ascensión, sobre todo por una vía negativa, intentando superar las representaciones que saben imperfectas. Este es un camino tradicional de la mística negativa, que tiene expresiones comunes a muchas religiones. Hay que saber, por ejemplo, que el budismo, en su origen no era más que una especie de vía negativa. Aunque en la práctica existe mezclado con muchos sustratos religiosos anteriores.
También hay que tener en cuenta otra cosa. Las religiones no son realidades cerradas. Y de hecho, casi todas las que hoy existen han recibido el impacto cultural directo o indirecto del cristianismo. Especialmente, las religiones que han llegado a circular en el espacio occidental. Un ejemplo peculiar lo constituye el hinduismo, que es más una cultura que una religión. Al ser estudiado por los especialistas ingleses fue configurado en una religión, con sus textos religiosos, su doctrina y sus prácticas. Esta ordenación resultó fundamental para la renovación religiosa y las versiones modernas del hinduismo.
La magia
En principio, la religión supone el intento de establecer o de responder a una relación con lo divino, con lo trascendente. Y su expresión natural es la oración, donde se venera, se alaba y se pide. Sobre todo, en la medida en que se concibe lo divino como algo personal y bueno.
Pero hay otra forma de relación con lo trascendente. Es el intento de dominio sobre las fuerzas trascendentes o los mecanismos espirituales. Esto es la magia. En la magia el elemento principal no es la religiosidad personal (oración y entrega), sino el comercio con la divinidad y el intento de manejar las fuerzas ocultas mediante trucos y fórmulas.
En la medida en que sólo se concibe como manipulación de fuerzas, no es un fenómeno religioso, sino más bien una técnica, como la alquimia. Puede considerarse magia blanca. Pero si realmente se concibe como un trato, entonces se da por supuesto una relación con divinidades ávidas o necesitadas, frecuentemente malignas. Hay que pagar algo personal. Y esto se considera magia negra. Esto sí es un fenómeno religioso. Representa la corrupción de la religión y la desviación más dramática de la piedad.
Con las artes mágicas se pretende generalmente obtener bienes, adivinar el futuro o hacer daño. A veces, se practican como si fuera un juego o algo separado de la religión. Pero no se puede olvidar la fuerza tremenda que tiene la magia por los resortes que maneja, sea en serio o sea en broma. Jugar con el futuro, es ponerse en manos de algo que no se controla. Y lo mismo sucede con el daño. Mientras no pase nada, todo es ridículo, pero si pasa algo, la conciencia se sentirá ante una realidad de profundidad desconocida, con un carácter ambiguo o maligno, que le controla en alguna medida. Y si persiste en la práctica, volverá a entrar en las regiones del miedo en el que se movía la religiosidad antigua y que desaparecieron con la llegada del cristianismo.
La religión como realidad social
La mayor parte de la gente conoce lo divino a través de las religiones históricas, tal como existen. Es una herencia recibida. En la medida en que se busca un contacto verdadero con lo divino, no tiene sentido inventar la religión. O se recibe de otros o no se encuentra ese contacto.
La mayor parte de las personas recibe la religión como una herencia, como una parte más de su educación, como tantas otras cosas que les transmite su cultura y que les ayuda a integrarse en su sociedad. Mientras el sentido religioso es una dimensión de la persona humana, la religión es esencialmente un fenómeno social.
En muchos pueblos y entre muchas gentes, pueden existir creencias sueltas y costumbres ancestrales, sin que exista un imperativo de coherencia ni de sistema. Esto propiamente no son religiones; son sólo elementos religiosos sueltos. Para que pueda hablarse de religión se precisa una comunidad humana que comparta la comprensión general del mundo y la vida humana, su origen, sus ciclos y su destino. La comunidad humana da estabilidad a las formas religiosas, las conserva, las transmite como parte importante de su identidad. Sin comunidad de culto estable no puede haber religión como fenómeno cultural.
Esto da lugar a una división elemental. Existen religiones íntimamente unidas a una etnia y una cultura (todas las religiones primitivas y muchas antiguas), donde la religión es un elemento más de la cultura común, de la comprensión del mundo y del régimen de vida de aquel pueblo. Otras religiones están ligadas a una civilización política y, por eso mismo, han sufrido las operaciones intelectuales y culturales que han permitido crear la civilización, integrando diversos componentes. Y hay otras que se difunden por adhesión personal, que funcionan en un régimen privado, donde cada uno se agrega personalmente al grupo de creyentes; generalmente están asociadas a grandes mensajes de personajes religiosos: es el caso del Islam o del cristianismo.
Hay que tener presente que la religión cristiana es una religión muy desarrollada, con rasgos distintivos muy fuertes. Tiene una doctrina muy definida, con una idea precisa de Dios, unas formas de trato perfectamente establecidas, una moral desarrollada y una comunidad religiosa estable, organizada y jerarquizada, con una autoridad doctrinal. Esto hace que, a veces, nos resulte difícil entender situaciones donde todo es mucho más vago. Cuando no hay una idea clara del más allá, cuando los ritos son simples costumbres cuyo alcance no se conoce, cuando la religión no supone una moral, cuando no existe una autoridad doctrinal, cuando no existen expresiones fijas y bien reguladas de la comunidad de los creyentes.
La idea cristiana
El cristianismo está fundado en el judaísmo, con un desarrollo propio. El judaísmo trasmite una idea muy fuerte de la trascendencia e incognoscibilidad de Dios, que ha heredado también el Islam. El cristianismo en cambio, está seguro de haber llegado a la intimidad de Dios porque la ha revelado Jesucristo. Como se dice en el impresionante prólogo de San Juan; «A Dios nadie lo ha visto nunca el Unigénito que está en el seno del Padre nos lo ha revelado». Este es el núcleo de la confesión cristiana. Cristo, precisamente por ser Hijo de Dios, nos revela a un Dios que es Padre y nos enseña a llamarle y tratarle así. Quiere que vivamos como hijos. Y no hay oración mejor que el Padre nuestro.
Por eso, piensa que los hombres deben reconocerse y tratarse como hermanos. Ya no hay diferencias de clase ni de raza. Todos son hijos de Dios. Y el mandamiento más importante de la moral cristiana, es el doble mandamiento de la caridad: hay que amar a Dios como Padre y a todos los hombres como hermanos, empezando por los que están más cerca, por aquellos con los que convivimos o pasan a nuestro lado. Para el cristianismo, Dios se manifiesta en el amor entregado de las personas buenas, el rostro de Dios se ve en quien se entregan por El. Reflejan en su vida, aunque sea lejanamente, la perfección moral de Dios y sus designios de salvación.
Los cristianos creemos que ese Dios está en todas partes. Pero son necesarias algunas disposiciones para llegar a conocerlo. Hace falta sensibilidad, connaturalidad, cercanía: «Jamás un ojo hubiera podido ver el sol sin haberse hecho previamente semejante al sol, ni un alma hubiera podido ver lo bello sin haberse hecho antes bella. Que todo se haga primero deiforme y bello si quiere contemplar a Dios y la belleza»2. Esto dice Virgilio, que no era cristiano pero tenía el sentido religioso de Platón.
3