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José Antonio Guillén Berrendero
Juan Hernández Franco
Esther Alegre Carvajal (eds.)

RUY GÓMEZ DE SILVA, PRÍNCIPE DE ÉBOLI
SU TIEMPO Y SU CONTEXTO

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TIEMPO EMULADO HISTORIA DE AMÉRICA Y ESPAÑA
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La cita de Cervantes que convierte a la historia en “madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir”, cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su “Pierre Menard, autor del Quijote”, nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España.

Consejo editorial de la colección:

Walther L. Bernecker

(Universität Erlangen-Nürnberg)

Arndt Brendecke

(Ludwig-Maximilians-Universität, München)

Jorge Cañizares Esguerra

(The University of Texas at Austin)

Jaime Contreras

(Universidad de Alcalá de Henares)

Pedro Guibovich Pérez

(Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima)

Elena Hernández Sandoica

(Universidad Complutense de Madrid)

Clara E. Lida

(El Colegio de México, Ciudad de México)

Rosa María Martínez de Codes

(Universidad Complutense de Madrid)

Pedro Pérez Herrero

(Universidad de Alcalá de Henares)

Jean Piel

(Université Paris VII)

Barbara Potthast

(Universität zu Köln)

Hilda Sabato

(Universidad de Buenos Aires)

José Antonio Guillén Berrendero
Juan Hernández Franco
Esther Alegre Carvajal (eds.)

RUY GÓMEZ DE SILVA, PRÍNCIPE DE ÉBOLI

SU TIEMPO Y SU CONTEXTO

Iberoamericana - Vervuert - 2018

Esta publicación se ha beneficiado del apoyo del Grupo de Excelencia de la URJC: “La Configuración de la Monarquía Hispana a través del sistema cortesano (siglos XIII-XIX): organización política e institucional, lengua y cultura (GE-2014-020)” financiado por el Banco de Santander.

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© Iberoamericana, 2018

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info@iberoamericanalibros.com

www.iberoamericana-vervuert.es

ISBN 978-84-16922-75-8 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-95487-660-0 (Vervuert)

ISBN 978-3-95487-698-3 (eBook)

Depósito Legal: M-5781-2018

Impreso en España

Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros

Ilustración de cubierta: Detalle de Fundación del convento de San Pedro de Pastrana (Museo de Santa Teresa de Jesús, Pastrana).

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

ÍNDICE

Prólogo. El político sin estado

UN PREFACIO

Nobleza. Imagen y representación

Jaime Contreras

I. INTERPRETACIONES SOBRE SU PAPEL: LAS HUELLAS

Ruy Gómez de Silva o Rui Gomes da Silva: la idea detrás del hombre. El único, el cortesano, ¿el héroe?

José Antonio Guillén Berrendero

La hora de los portugueses en la corte de Felipe II: Ruy Gómez de Silva y Cristóbal de Moura, dos grandes privados para el Rey Prudente

Santiago Martínez Hernández

Memoria historiográfica en la España del siglo XVII. Ruy Gómez de Silva, espejo de privados en la corte de Felipe II

Francisco Precioso Izquierdo

Ruy Gómez de Silva y Pastrana: un espacio y un señor

Esther Alegre Carvajal

II. FAMILIA, SERVICIO Y TERRITORIO: EL PODER

Os Gomes da Silva e os Teles de Meneses: linhagens de serviço à Coroa (séculos XV-XVI)

Ana Isabel Buescu

El entorno portugués en el servicio de las reinas e infantas en Castilla (1526-1552) y la configuración del partido ebolista

Félix Labrador Arroyo

Los pueblos de la Tierra de Zorita. De vasallos de Calatrava a los nuevos señoríos concedidos por la Corona

Francisco Fernández Izquierdo

Excavando entre papeles: los documentos de Ruy Gómez de Silva en el Archivo Ducal de Pastrana

Miguel F. Gómez Vozmediano

III. RUY GÓMEZ, CONTEXTOS, DISCURSOS Y REPRESENTACIONES

“Que pueda llegar a corte”. Il duca di Terranova tra Lepanto e il futuro

Lina Scalisi

Ruy Gómez de Silva en la configuración de un espectáculo cortesano: la máscara de Bruselas de 1550

Germán Labrador López de Azcona

Arte epistolar y retórica cultural en Ruy Gómez de Silva

Iván Martín Cerezo/Juan Carlos Gómez Alonso

El príncipe Ruy Gómez de Silva (1516-1573): la configuración de una colección artística propia en la corte de Felipe II

Macarena Moralejo Ortega

POST-SCRIPTUM

El legado político de Ruy Gómez de Silva

Trevor J. Dadson

Sobre los autores

PRÓLOGO. EL POLÍTICO SIN ESTADO

Si aceptamos que todo discurso trata de responder a un conjunto de preguntas previamente planteadas y que debe partir de un número razonable de premisas que serán desarrolladas a lo largo del mismo, entonces, las páginas que siguen a este prólogo constituyen el espacio adecuado para trazar una mirada detallada sobre Rui Gomes da Silva entendido como un protagonista histórico y como un discurso historiográfico sobre un periodo central en la historia de la Monarquía de España. Queremos antes de continuar, realizar una precisión nominal que pensamos es pertinente. A lo largo de este Prólogo se realiza un uso del nombre propio en el idioma original, aunque en el título del libro se ha optado por utilizar el nombre castellanizado por ser de uso perfectamente asentado e identificar con más sencillez al individuo. Para el resto de los textos del volumen no se ha aplicado un criterio homogéneo y cada autor ha optado por la fórmula que ha creído más conveniente.

La “raya” de Portugal ha sido un limes político más fluido que las convencionales fronteras entre Estados o naciones. Por razones diversas, que van desde la política a la economía, pasando por la religión, o el normal hecho de personas en busca de un horizonte de vida mejor, la frontera ha sido porosa en ambas direcciones y en esta y aquella parte de la misma, familias e individuos la han cruzado y al hacerlo, consciente o inconscientemente, han dado un viraje a sus vidas.

Sin lugar a dudas, la política ha sido un factor de peso en esas migraciones personales. Infantas e infantes de Portugal y Castilla han participado en las estrategias matrimoniales de naturaleza política que han llevado a cabo ambas Coronas desde mediados del siglo XV. Dos infantas castellanas: Isabel y María, hijas de los Reyes Católicos, casan, en las dos últimas décadas del cuatrocientos, con el príncipe Alfonso y con el rey Manuel I de Portugal. El último, dentro de esta política de alianzas matrimoniales reciprocas, en 1517 se desposa por tercera vez con una infanta castellana: Leonor de Austria, hermana del emperador Carlos. Precisamente, y dando continuidad a esos acuerdos matrimoniales entre las Coronas peninsulares, en la segunda década del quinientos, otros dos casamientos cruzados se producen entre las casas de Avis y Austria. La infanta Catalina de Austria franquea la frontera para desposar con Juan III de Portugal. En dirección opuesta, su hermana Isabel de Avís atraviesa la ‘raya’ el año 1525 para casar con el emperador Carlos y, como es habitual, en la corte que acompaña a la futura emperatriz viajan pajes, entre ellos se encuentra un muchacho nacido probablemente el año 1516 en La Chamusca, cerca de Santarém, perteneciente a una familia de ricos hombres: los Silva.

Pasados los años, el paje Rui Gomes da Silva, como escribe Luis Cabrera de Córdoba, iba a convertirse en el “favorito” y “amigo” del único hijo de la emperatriz Isabel, cuando: “El príncipe Rui Gomez vino de Portugal á Castilla, crióse con el Príncipe, comunicóle con amor, y creció con la edad y por inclinación, ordenación divina, esencial parte en la gracia de los príncipes, y por correspondencia de humores y salir de muchos actos de agrado, benevolencia y privanza de voluntad”.

No obstante, pese a encontrarse tan próximo a Felipe II y aconsejarle en muchos de sus actos de gobierno, como ha dicho su más conspicuo biógrafo, James M. Boyden, es muy difícil escribir de forma completa la biografía de Rui Gomes da Silva. Básicamente por dos razones: por la forma de relación con Felipe II, muchas de sus actividades no requieren informes escritos; y, en segundo lugar, buena parte de su correspondencia privada ha desaparecido.

Sin embargo, como estamos viendo en los últimos años, la Historia no puede resistirse a prosperar en el conocimiento. Los trabajos de Geoffrey Parker sobre Felipe II, José Martínez Millán y su grupo de estudios sobre la corte, entre los que sobresalen los de Ezquerra, Fernández Conti, Labrador Arroyo, Hortal y Versteegen, y especialmente los de Trevor Dadson y Helen Reed sobre el entorno familiar del favorito de Felipe II, y los de Esther Alegre sobre Pastrana, nos muestran una amplia relación de fuentes a través de las que ir completando facetas públicas y privadas de Rui Gomes da Silva. Las cartas personales y documentación relativa a su gestión política conservadas en la sección de Consejo y Juntas de Hacienda del Archivo General de Simancas, en el Instituto Valencia de Don Juan, en la Biblioteca Zabálburu, en la British Library, en la Collection Édouard Favre de la Bibliothèque Publique et Universitaire de Ginebra, o bien en la Hispanic Society of America de Nueva York, van permitiendo conocer mejor en qué aspectos sí (relaciones con Francia tras la Paz de Cateau-Cambrésis, política militar en el Mediterráneo…) y en que otros no (rebelión de Flandes, intensificación de la intolerancia religiosa…) la influencia del “hombre político” se hace sentir en la Monarquía de Felipe II.

Sin llegar a ponerlo todo en términos de bandos, parcialidades, partidos o fattioni: ebolitas versus albistas —¡cuántas pasiones entre el sumiller (Gomes da Silva) y el mayordomo real (duque de Alba) se han aireado en los libros de historia!—, o papistas versus castellanistas como en los últimos años ha apuntado José Millán y su equipo, la influencia de Rui Gomes va a estar presente —como indica G. Parker—desde que el año de 1554, junto a Francisco de Eraso, planea controlar el gobierno en el momento que el emperador abdica en su hijo, hasta finales de la década de 1560. Aunque posiblemente, más que fechas, sean hechos o tendencias las que demuestran la ascendencia del privado sobre el rey. Y esos hechos están profundamente relacionados con la vigencia de una forma de gobierno (que no debemos olvidar que a su vez cuenta inicialmente con el respaldo de la infanta y regente Juana de Austria) tolerante en lo religioso y abierta hacia afuera, abierta a no circunscribirse a claves exclusivamente castellanas. Por tal razón, Rui Gomes da Silva —como acertadamente indica Trevor Dadson— representa la política de paz, de tolerancia, de reforma religiosa que preside el gobierno de Felipe II en la primera fase de su reinado. Podríamos decir, por tanto, que Rui Gomes encarna una política reformista, y que sobrepasa los límites e intereses de Castilla y su repliegue sobre sí misma tras la inviabilidad de la Monarquía Universal. E incluso más, que Rui Gomes deja una herencia política, una forma de hacer política que prende en familiares, patrocinados, clientes… que la hacen percutir mucho más allá de su muerte el año 1573. Continuidad que se hace presente entre el padre y el hijo —el conde de Salinas— y que expone de forma precisa el texto de Trevor J. Dadson recogido en este volumen. De hecho, en los “años de triunfo” (1579-1588), hay restos del ideario de Rui Gomes en una Monarquía que nuevamente se proyecta sobre Europa.

Ese momento positivo quizás tenga mucho que ver, como nos muestra en su exposición José Antonio Guillen, con que el favorito, en realidad, es un “perfecto noble” que logra trasladar la idea de un hombre que es “único” en el servicio a Felipe II, y que representa como nadie el modelo cortesano surgido en la Europa post-Castiglione. Más allá del acierto o fracaso en sus acciones de gobierno, y del juicio que recibiera de la opinión pública, positivo a juicio del cronista Pedro Salazar de Mendoza (“Esta privança del Príncipe era con beneplácito, y aplauso del Pueblo, que le quería, y respectava”), Rui Gomes parece lograr que se perciba una imagen que legitima y justifica su poder, así como su preeminencia social y política. Y a ello contribuye una herencia familiar destacable, la virtud o mérito alcanzando en el servicio cortesano, la cercanía a la figura del soberano, y, en paralelo a todo ello, una acertada estrategia matrimonial tutelada por el propio Felipe II que, como es ampliamente conocido, le aproxima al linaje Mendoza. Sumas de hechos, que explican que además de un “perfecto noble” consiga una movilidad social dentro del estamento nobiliario, consolidada por el linaje Silva y más específicamente por la casa de Pastrana con el paso de las generaciones.

Momento que supera el tiempo de su privanza y del propio reinado, como prueba en su aportación Francisco Precioso. La memoria historiográfica dejada por Rui Gomes a lo largo del XVII, es decir, tras el reinado de Felipe II, ahonda en su condición de privado y favorito, y es relacionada estrechamente con el monarca. De ello, devienen alabanzas. Son efectuadas mayoritariamente por los corógrafos de la Monarquía de los Austrias. Pero también críticas, realizadas por opinión política y la publicística que comienza a tomar cuerpo en torno a la corte y al favorito de Felipe III. Elaboran reprobaciones al viejo estilo de gobierno de su padre, que sin duda repercuten sobre Rui Gomes. Desorientación y confusión son atributos que reemplazan al de buen servidor y perfecto cortesano con que una parte importante de la opinión política anteriormente había calificado al duque de Pastrana. Fuera de la Monarquía Hispánica también empeora la imagen del privado, responsabilizado a la par que el duque de Alba de las intrigas y maniobras asociadas a aspectos de la Leyenda Negra.

Pero el momento que parece asociado fundamentalmente a su actividad política, por más que dé la impresión que tiene su razón de ser en los méritos personales, hunde sus raíces, tal como pone de manifiesto Isabel Buescu, en la importante vinculación de la familia de Rui Gomes que, desde la Edad Media, legitima su ancestral servicio a los diferentes reyes de Portugal. El texto de la profesora Buescu pretende analizar los prolegómenos de una familia que mantenía su cotidiano como un hecho normal, vinculando su suerte a la de la propia casa de Avís.

Sin embargo, somos de la opinión de que no basta con poner en el microscopio la figura de Rui Gomes para avanzar en el conocimiento de su trayectoria. Nos ha parecido conveniente sacar el periscopio y mirar ampliamente en su entorno y en su tiempo para darle la verdadera dimensión a uno de los principales hombres del rey Felipe II. Y a tal labor contribuye poderosamente la contribución de Jaime Contreras en su aportación sobre la nobleza. El gobierno puede estar en manos de unos pocos ministros, pero los escenarios de gobierno eran tan amplios y variados, que reducirse al actor político es mermar el campo de juego histórico a unas dimensiones irreales, especialmente si se priva de su relación con la nobleza. Corona-hombres políticos y nobles forman una triada de obligada analogía. Y en todos ellos los elementos comunes son la sangre, el mérito y la virtud, pues sin ella la primera pierde paulatinamente vigor. Ya se ha visto como linaje y excelencia no le faltan a Rui Gomes, pero también hay que comenzar a preguntarse para entender mejor la posición social y de prestigio de la nobleza cortesana, que no puede fiarlo todo a la gracia real, por la riqueza. Si se quiere tener imagen nobiliaria y representar este modo de vida con posibilidades de ser influyentes, hay que preguntarse y profundizar en la riqueza con la que cuentan. De tal forma que el mundo nobiliario se fue orientando hacia una síntesis final en la que el trío: sangre, virtud y riqueza, bajo el denominador principal de lo cristiano, es el que ennoblece indefectiblemente, pues era casi imposible imaginar algo diferente dentro del sistema de órdenes. Ser nobles sin ser ricos va a comenzar a constituir algo extraño en la época del duque de Pastrana.

No obstante, Rui Gomes necesita también ser ‘microscopizado’ para poder adquirir una fisonomía real. El individuo, el hombre, se materializa en el afán y el entusiasmo que derrocha su acción en Pastrana. El estudio de su ciudad proporciona una ventana tangible y privilegiada a los temas aludidos: nobleza, riqueza y virtud, maniobra política y matrimonio, espiritualidad e ideología… cada uno de estos parámetros captan una particularidad de su memoria, y adquieren una explicación detallada en el texto de Esther Alegre Carvajal.

La seducción que los personajes del pasado presentan a nuestros ojos tiene mucho que ver con las razones que nos llevan a estudiarlos. En este sentido, este libro muestra diferentes visiones y objetivos sobre el papel de la figura quinientista de Rui Gomes. Las estrategias personales, sus formas de representación artística y su gusto, la manipulación de su ciudad, su presencia en el territorio y su papel en el juego de las camarillas cortesanas y sus oportunidades, le convierten en un personaje individualizado, en una persona de la que siempre podremos descubrir elementos y miradas novedosas.

Debemos considerar que sus movimientos y actitudes políticas representan de alguna manera al sujeto autónomo que el individualismo fijará posteriormente. Debemos pensar que el descubrimiento de Rui Gomes como vox propia, constituye el dibujo de un individuo con muchas pieles. El trabajo de Francisco Fernández Izquierdo nos presenta a un hombre que forma parte de una élite de poder, aristocratizante, vinculada a la sangre, que tiene un solar que gestionar. Del mismo modo, el trabajo de Labrador Arroyo centra su interés en analizar el verdadero perfil lusitano de Rui Gomes y el papel de sus ancestros como servidores, más allá de los Téllez de Meneses y otros, que han sido tradicionalmente los únicos enlaces y antepasados que la historiografía vinculaba directamente con nuestro protagonista. Lo que nos permite conocer mejor las lógicas nobiliarias en las que se movía el personaje y que le permitieron gozar de cierto protagonismo cortesano.

La tenacidad del gestor señorial, la necesidad de dejar memoria práctica de su ejercicio como señor hace que la producción textual de documentos de “Rey Gómez” dejase su impronta en Pastrana, circunstancia que se puede rastrear en la abundante documentación de carácter administrativo, señorial y concejil que se conserva. En este sentido, el profesor Miguel Gómez Vozmediano analiza, desde la perspectiva del hombre de papeles, las lógicas documentales que nos permiten rastrear en las huellas del favorito del Rey Prudente y adentrarnos en nuevas posibilidades de investigación, tan concretas como la formación de su colección artística propuesta por la profesora Macarena Moralejo.

¿Fue original Rui Gomes? La natural tendencia que los historiadores tenemos de agigantar la dimensión de los personajes que estudiamos, puede hacer que pensemos que el príncipe de Éboli fue único en su género y que fue el primer valido de la Monarquía de España, pero cabe ahora, a la luz de los trabajos más recientes, preguntarnos si Cristóbal de Moura fue más importante. Esta simple cuestión, planteada en este prólogo de forma directa y elaborada encuentra una estructura y perfecta argumentación en el trabajo de Martínez Hernández. ¿Fueron los años de Moura un feliz prolegómeno de los años de vértigo que acabaron con la unión de las coronas castellana y lusitana bajo Felipe II? La respuesta la podemos encontrar en el citado texto. O quizá la dimensión de ambos radicaba en las diferentes funciones que tuvieron en la corte. Pensemos ahora en el protagonismo que el trabajo del profesor Germán Labrador le confiere durante ese viaje, que por lo demás, pareció más que felicísimo.

De forma consciente en estas páginas se ha omitido un estudio, un análisis, sobre su esposa, la icónica princesa de Éboli, cuya sombra y cuya fortuna, acaso haya postergado el disponer del espacio, del enfoque adecuado y detallado, que sobre Rui Gomes da Silva reclamamos ahora. Si bien, se hace evidente, que resta un vacío reflexivo por inquirir, en el que se transite sutilmente desde la privanza del esposo, al cruel cautiverio de la viuda, sin rozar pulsiones amorosas.

Resta indicar que los libros y el orden que los preside representan una economía de los intercambios intelectuales entre historiadores que dialogan en permanente mutación y adaptación con lo que otros han hecho y que deben dejar abiertas puertas a lo que está por decir, cuando otros paradigmas y otros acervos documentales ofrezcan nueva información.

La presente obra no se afana en debatir sobre una de las cuestiones clave que la historiografía filipina se viene planteando, como si aún el reinado de Felipe II hubiera que verlo obligatoriamente como una etapa oscura en la Historia de España y, por consiguiente, que sobre el rey recayese la desdicha de no saber aprovechar a hombres tan singulares y bien preparados como los que tenía en su entorno; de los que sin duda Rui Gomes ha sido considerado como un modelo. Por tal motivo, las fortalezas de este libro no radican tanto en la capacidad elocutiva de los textos que lo conforman, sino en la eficacia y viveza historiográfica que nos ha permitido agrupar a historiadores e investigadores de múltiples disciplinas humanísticas y de variadas escuelas que, con un enfoque multidisciplinar, se han afanado en resaltar esos momentos de la vida política, civil y privada de una época y de un individuo y su mundo, que se presentan ante nosotros tan prudentesimprudentes como su prudente/imprudente monarca —conforme queramos usar el epíteto con el que pretendió historiarlo Antonio de Herrera y Tordesillas, o bien el que recientemente ha preferido y elegido con sólidos argumentos G. Parker—.

Describir y prescribir un periodo histórico como el analizado presenta obviamente límites; a lo que agregamos que concretar las infinitas posibilidades que el personaje y su tiempo ofrecen aún para el historiador es sumamente complejo y por qué no, a veces hasta probabilístico e incluso contingente. En consecuencia, podemos convenir que todos los códigos propios del lenguaje cortesano y del político que sean narrados por los historiadores, deben cumplir la máxima de Gadamer, cuando afirmaba en su obra Historia y hermenéutica: “[…] el historiador no cuenta sólo historias. Éstas deben haber acaecido como las cuenta”. Queremos, pretendemos que las páginas que siguen sean apenas una interpretación de un momento histórico repleto de usos, arrebatadamente pasado y mitificado hasta el estruendo por el siglo XIX. Parece que si algo define al siglo XVI a los ojos de nuestra sociedad son los viejos tópicos redundantes y la fuerza de modelos historiográficos firmemente asentados. No pretendemos realizar una revisión a un personaje, como hizo Duindam en su libro Myths of Power con la obra de Elias; queremos, apenas, aportar unas líneas más de interpretación a un individuo que fue, virtuoso, noble, cortesano, diplomático, esposo, padre. No permitamos que el estatuto historiográfico que se le ha conferido nos prive de ofrecer nuevas visiones sobre él, ni tampoco le hurtemos al duque de Pastrana su condición de noble que estaba lejos de ser un Don Quijote, pero que en este año de centenarios, no era un Don Juan.

Las miradas que siguen a este prólogo comportan las armas del conocimiento humanístico. Adoptan la progresiva asimilación historiográfica de un personaje que ha tenido que luchar por brillar ante un rey fundamental, una esposa mitificada y ese terrible constructo que resultó la Leyenda Negra. Dejemos pues a la diplomacia de las letras (y como no a la competencia de Clío) el camino, y el resto está por venir.

* * *

Por último, no podemos olvidar el apoyo recibido por un conjunto de instituciones que han confiado plenamente en la posibilidad que puede representar conocer a Rui Gomes y su tiempo. Por ello nuestro agradecimiento a quienes han financiado y patrocinado las diversas fases por las que hemos pasado hasta conseguir concretarlo en un libro: Grupo de Excelencia financiado por la Universidad Rey Juan Carlos: “La Corte en Europa”, Fundación Séneca. Agencia de Ciencia y Tecnología de la Región de Murcia (“Nobilitas. Estudios y base documental de la nobleza del Reino de Murcia, siglos XV-XIX. Segunda fase: análisis comparativos”, código: 15300/PCHS/10), Excelentísimo Ayuntamiento de Pastrana, Facultad de Geografía e Historia de la UNED, C. A. de la UNED en Guadalajara y Proyecto de Investigación “Centros de Poder y Cultura de la Monarquía de España en el Barroco” (MINECO, 2012-37560-C02-02).

Murcia, Madrid (pasando por Münster) y Pastrana, agosto de 2017

Un prefacio

NOBLEZA. IMAGEN Y REPRESENTACIÓN

JAIME CONTRERAS

Universidad de Alcalá

Doña Ana de Mendoza y de la Cerda —quién lo podía dudar— era gran nobleza. En su persona desembocaban linajes muy reconocidos; en principio, los más notorios eran los que nacían en el gran marqués de Santillana, el poeta de las Serranillas que siempre supo alternar, sin demasiado escrúpulo, la pluma y la espada; porque guerreando entonces, en luchas banderizas, con otros caballeros, unas veces a favor y otras en contra de la Corona, se obtenían mercedes y jurisdicciones que consolidaron patrimonios señoriales. Así se fue gestando el encumbramiento de los Mendoza, sobre todo cuando Pedro González de Mendoza, el señor de Hita y Buitrago, cedió su caballo al derrotado rey Juan I en la ocasión de la batalla de Aljubarrota, en agosto de 1385. Aquel gesto encumbró a este don Pedro al alto nivel de la nobleza titulada y fue el origen de la gran casa que llego a disfrutar de todo su poderío cuando el gran cardenal Mendoza asentó su fuerza en la cercanía de los reyes, condición primera de las gracias y las mercedes que estos otorgaban. Nobleza de privilegio, principalmente, porque todo, a fin de cuentas, emanaba de los dones que otorgaban sus majestades.

Pero en aquellos tiempos de fines del siglo XV, y ya de modo mucho más intenso durante todo el siglo XVI, esta forma de nobleza tuvo que debatir las razones de su preeminencia con otras formulaciones en las que se argüían otras opiniones de naturaleza más etnicista o, si se permite el adjetivo, más “racial”. Porque había muchos juristas, o tratadistas de la moral, que sin dejar de otorgar importancia a la Corona, como determinadora de nobleza, preferían poner el acento, desde luego interesadamente, en la importancia de la sangre, es decir, en una cultura de orden superior engarzada en la ley divina y en el orden natural, que precisaba un principio axiomático: todos los principios diferenciadores y definidores de la nobleza se trasmitían por la sangre cuando esta se había puesto al servicio de la virtud; virtud que hoy entenderíamos en sentido genérico, pero que entonces tenía una visión globalmente unitaria, porque abarcaba un campo amplio, desde la moral hasta la política. Fue un jurista como Juan Arce de Otalora, oidor de la Chancillería de Granada y después de la de Valladolid, quien interpretó este sentir en su famosa Summa Nobilitatis, uno de los principales tratados sobre nobleza a mediados del siglo XVI. La nobleza, escribía el famoso jurista, era una categoría de orden superior concebida en el plan divino para la sociedad cristiana, especialmente para los cristianos de la Iglesia militante, no para los salvados en la Iglesia triunfante, donde todos gozaban ya de la presencia de Dios. En esa Iglesia militante todos eran cristianos y, como a tales, llegaba la gracia de Cristo Salvador, pero no todos eran iguales, porque en el cuerpo místico que era aquella sociedad, había distintas funciones; y, además, cada uno tenía, en los planes de Dios, un diferente proyecto de salvación; era algo que, luego, la práctica pedagógica de la moral cristiana expresó cuando decía que cada cristiano debía llevar a cuestas su cruz. La cruz de la nobleza, decían los defensores de esta opinión, estaba constituida de hechos heroicos y esforzados vinculados a la milicia en guerra divinal contra los infieles; hechos realizados no por voluntad regia, sino por obligación de la propia sociedad cristiana constituida como reino. Esta era la que interpretaba el proyecto divino, teñido de goticismo político; y era la que daba sentido a la preponderancia de la nobleza que, en el espacio de la justicia distributiva, donde a cada uno había que darle lo que le correspondía (según la formula latina del “suum cuique tribuere”, que aparecía en el Digesto) suponía el reconocimiento natural de privilegios, notoriamente visibles, por razón de linaje, es decir, de derechos trasmisibles por la sangre. Y era por razón de este linaje, concepto anexado al de virtud, por lo que se podían merecer dignidades, jurisdicciones, señoríos, títulos, prerrogativas o exenciones de pecho; todos ellos generadores de honor y honra que posicionaba al noble en el espacio particular de la diferencia1.

Tales eran, las razones de la excepcionalidad nobiliar, a juicio del oidor Orce de Otalora, y no la intervención regia. Porque el rey no hacía otra cosa, cuando reconocía el rango de su nobleza, que testimoniar, oficialmente, lo que es una realidad natural: la vinculación del linaje y la virtud a despecho de las gracias regias: “vera nobilitas”, escribió nuestro oidor a mediados del siglo XVI, una coyuntura importante, “est virtus et qualitas sanguinis et animo inhaerens a maioribus reservata, quae non potesta Principi concedi” (Arce Otalora 1559: 348). Tal es lo que se llamaba, entonces, ‘nobleza notoria’; la que no necesitaba de demostración alguna ni de privilegio regio para reconocerse socialmente. A estas alturas no es necesario indicar que nuestro oidor pertenecía, si no encabezaba, una corriente ideológica de marcado carácter conservador que era partidaria de mantener la tradición de los órdenes heredada de la Edad Media, aquellos tiempos donde el reino, es decir, el cuerpo político corporativo de la sociedad cristiana, se manifestaba o lo pretendía al menos, con autonomía expresa, compartiendo soberanía con la propia Corona que, siempre en esto de la “creación” de nobleza apenas podía reprimir la tentación de otorgarla a cambio de auxilium, término que la mayoría de las veces quería decir asistencia militar y, sobre todo, dinero Así fue cómo, ya entonces, muchos títulos de nobleza fueron “comprados”, aunque ello fuera disfrazado mediante la donación gratuita de una “gracia” regia.

Por eso el mismísimo Rey Sabio, mediante presión de las Cortes, se vio obligado a incluir en la Partida 2, tit. 21, el texto que sigue: “Otrosí pusieron que ninguno recibiesse por honra de caballería por precio de aver ni de otra cosa que diesse por ella que fuesse como en manera de compra. Ca bien assi como el linaje no se puede comprar, otrosí la honra que viene por nobleza, no la puede la persona aver si ella no fuera atal que la merezca por seso o por bondad que aya en sí” (Domínguez Ortiz 1963: 181). Naturalmente nuestro oidor Orce Otalora, jurista de profesión, reforzaba sus argumentos conservadores trayendo, a su molino, este texto de las Partidas, porque entonces muchas gentes hidalgas y otras noblezas de mediana condición, asistían, tan irritadas como escandalizadas, al espectáculo de ver cómo la Corona “vendía” gracias que “compraban” nobleza (Soria Mesa 2007: 217-224); y esta, si verdaderamente era nobleza, lo era de un modo singular porque, en realidad, podría decirse que había sido considerada como un producto de mercado, aunque en el lenguaje jurídico de la época nadie lo formularía así. Esta tal era llamada ‘nobleza de ejecutoria’, y este término conllevaba ciertas consideraciones que, aunque aceptadas, merecían no ser aireadas en ciertos medios, ni siquiera con la debida prudencia. En aquella sociedad todos podían comprar y vender, pero nadie osaba hacer ostentación de ello. Ni siquiera nuestra princesa, cuyo origen era tan esclarecido y su sangre tan depurada.

Porque en estas cosas nunca faltaban chismes y maledicencias, y en la corte y fuera de ella siempre hubo gentes, de entre los grandes, que más que de linajes, cuando hablaban de doña Ana y de su esposo, se referían a las numerosas gracias recibidas desde la Corona; y ello suponía privilegio, eso sí, pero no del todo merecimiento. ¿Alto linaje y grandes títulos de los príncipes de Éboli? Sí, pero algunos recordaban que, en el origen de su línea de linaje, del linaje de la princesa había una manifiesta ilegitimidad, la de su abuelo don Diego Hurtado de Mendoza, hijo adulterino del Gran Cardenal que fue, luego, declarado legítimo por una doble gracia, la de los reyes; por un lado y la de la Santa Sede, por otro. Aquí, pues, operó la gracia regia, y la de Iglesia que, además de perdonar los pecados, limpiaba también la mancha social y moral que ella siempre determinaba. Gracia, pues, en aquella ocasión y gracia después, la que siempre estuvo muy cerca de abuelos y padres, hasta llegar a ser determinante para el encumbramiento en la grandeza de estos señores de Pastrana, los príncipes de Éboli. En el caso de Ruy Gómez de Silva todo, en su vida, llego de la mano de la luz de la Corona; todo fueron gracias: la de paje, la de sumiller, la de confidente y, también, la de consejero; luego, el matrimonio y después, el señorío, los títulos y la grandeza. Y, claro, si en este proceso de consolidación de estatus, hubo gracias y mercedes regias, también hubo, de por medio, mucho dinero y servicios que, desde la lealtad, retribuían a aquellas. En cualquier caso, en la familia de los príncipes empujó mucho más la gracia que el linaje, y eso no pasó desapercibido para muchos, unos enemigos declarados y otros más comedidos (Boyden 1994).

Pero, con mayor o menor gracia regia de por medio, la sociedad que le toco vivir a la princesa estaba cruzada por tensiones sociales que, entre otras manifestaciones, amenazaban con abrir brechas en los límites estrechos que separaban los estamentos (Dadson/Reed 2013; 2015; Fernández Alba/Contreras 2013). A mediados del siglo XVI pocos ignoraban que, en amplios sectores de las clases medias villanas, existía la pretensión de escalar posiciones sociales y conseguir el acceso a oficios de entidad política en ciudades, cabildos, audiencias y otras instancias de orden semejante, cuya posesión conllevaba, de inmediato, un estatus de nobleza. Alcanzar tal pretensión exigía, desde luego, sólidos apoyos clientelares; también, en ocasiones, una formación de élite y, por supuesto, disponer de un substancioso patrimonio con el que poder retribuir la gracia regia que se esperaba alcanzar, si su majestad, única instancia que podía hacerlo, se avenía a hacerlo. Tal era el fenómeno de fondo que, como era obvio, no escapó de la atención ni de los juristas ni de los moralistas de turno ni mucho menos, tampoco, de aquellos que se consideraban víctimas de este complejo problema. Porque la discusión que se planteaba era determinar si el acceso a la nobleza lo determinaba el estrecho camino del linaje producto, únicamente, de una gracia de la Corona concedida a esos sectores de capas medias villanas enriquecidas que tanto la deseaban.

Y entonces el debate se instaló en medio de la sociedad, asistido, también, de conflictos y tensiones que se manifestaban en escenarios múltiples y que, algunas veces llegaban a los tribunales, y no solamente para pleitear, sino para responder de graves delitos, incluso del de herejía, según decían quienes estaban claramente dispuestos a entorpecer aquel proceso de “ventilación social”. La cuestión teórica se precisaba en torno a determinar la naturaleza conceptual del binomio sangre-virtud; y a ella se entregaron con pasión los intelectuales del momento, sabiendo todos, los de un bando y los de otro, que esas dos temáticas no eran las únicas protagonistas, ni siquiera las principales; porque lo que verdaderamente contaba era saber hasta dónde llegaba la intención regia de otorgar el privilegio de nobleza a expensas de las fuertes demandas del dinero.

Para quienes se sentían dañados por este proceso, eran muy evidentes los argumentos que fijaban la virtud en las proximidades del linaje y no en la sola voluntad y el libre albedrío, porque, si se aceptaba esto último, eso suponía asumir el principio propio de un radicalismo universal de la moral (Pérez 1989: 36-37). Y aunque pudiera parecer extraño, muchos entonces creían con firmeza que la virtud tenía orígenes nobles, según designio divino; y, por consiguiente, tal principio estaba inserto en la misma ley natural. Y ello obligaba al noble a ser virtuoso de manera diferenciada, no solo por su linaje, sino por sí mismo, aunque, en este punto no acabara la utilidad de tal condición, sino en la de ser arquetipo de una ética moral y política excelente (Carrasco Martínez 2001: 165-186). ¿Suponía eso que la virtud estaba ausente en el orden de la villanía? No, por cierto, porque en ese espacio también había cristianos y algunos muy virtuosos, pero ocurría que, con la nobleza de por medio, la virtud brillaba con más fulgor, como recordaba fray Cristóbal de Fonseca cuando escribía que el “(…) linaje resplandecía sobre la virtud como el esmalte sobre el oro”. Y no convendría olvidar, en esta sentencia de fray Cristóbal, la palabra “resplandecer”, acción fundamental que posibilitaba que el linaje se añadía a la virtud, porque dado que esta, la virtud, como joya valerosa que es, suele estar muy escondida, es precisamente el linaje lo que permite a su titular parecer lo que se es verdaderamente; porque, contra los que ahora se empeñaban en decir que, en estos tiempos, lo que mandaba, sustancialmente, era el tener o el no tener, en la cultura conservadora del linaje unido a la virtud, lo que debía regir el mundo eran esos dos valores debidamente representados en el escenario público, porque entonces así tenía plena justificación la apariencia; y eran, estas consideraciones, las que permitían también asumir, sin complejos la cultura de la ociosidad y del gasto, como inversión necesaria, en el espacio público por donde únicamente podía pasearse el linaje dando imagen a la virtud que se le suponía. Estos habían de ser los signos evidentes y necesarios que marcaban la diferencia respecto de los otros, de los que vivían de sus manos o de su inteligencia, pero no del honor y de la honra. Claro que muchos de estos últimos eran virtuosos, pero en ellos la falta de linaje anulaba los efectos públicos de la virtud que, por su ausencia, quedaba impedida de realizar las acciones que, en la tradición histórica, otorgaban prestigio. “Bien sé —escribía fray Benito Guardiola, firme defensor de esta filosofía—, que hay hombres de baxa casta en quien se hallan suaves y excelentes virtudes y de gran firmeza; más en fin la nobleza tiene grande dignidad y importa mucho para mover a obras heroicas y cosas famosas” (Guardiola 1591: 132).

Que la nobleza tenía tales atributos que justificaban sus privilegios era obvio, y muy pocos, casi nadie, elaboró argumentos que justificaran su desaparición. Las críticas venían por la oposición que desde dentro del estamento se generaba para impedir el acceso; tal oposición siempre fue cerrada, pero nunca, como ahora, se hizo con tal intensidad y virulencia; y tampoco nunca la presión, para acceder hacia arriba, fue tan intensa como en estos tiempos. La base conceptual que sirvió para justificar tales aspiraciones ascendentes fue la apuesta de muchos moralistas por abanderar un discurso igualitarista que se basaba en la complementación del binomio virtud-riqueza. En tal binomio insistieron muchos de estos tratadistas interpretando, desde sus postulados conceptuales, una realidad tangible percibida como evidente desde la segunda mitad del siglo XVI. El fenómeno básico era la crisis de rentas que afectaba a una buena parte de amplios sectores de la nobleza, principalmente de la nobleza media y baja, la de hidalgos y caballeros. Contrastaba este declive con la fuerza y la prestancia con que se manifestaban algunos grupos sociales, de variada condición, asentados en las ciudades, todas gentes ubicadas en la villanía, pero favorecidas por el impacto de las formas de un inicial precapitalismo de mercado. Los moralistas detectaron el contraste y, aunque no supieron analizarlo en su totalidad, sí percibieron sus efectos sociales más espectaculares: el desparpajo de las críticas que nacían en la villanía y la desmoralización de la baja nobleza rentista. “Caballeros de linaje los hay que los vemos —escribía fray Antonio Álvarez en su Silva Espiritual— que traen sus casas deslucidas y desmedradas y que todos ellos andan alcanzados, rendidos a mercaderes y apenas bien mantenidos” (Álvarez 1951: 487).

Sagacidad en el análisis la de este religioso que percibe, con claridad, la dicotomía entre la economía de la renta y la del mercado: “(…) andan alcanzados —dice— y rendidos a mercaderes” ¿Quiénes? Los que no supieron adaptarse al proceso de cambio y optaron por un gasto social excesivo que fue devorado por el proceso inflacionario. Es algo muy conocido, pero muy poco recordado. Apareció el dinero bajo la modalidad de mercancía, no como tesoro, y “contaminó” todo el orden de los estamentos multiplicando las diferencias en el interior de los mismos. Porque, decían algunos con crítica mordaz, el linaje, en ningún caso, es un absoluto; hidalgos y caballeros presumen constantemente de linaje, es cierto, pero el suyo apenas se asemeja al de los señores ni menos al que se asienta en la grandeza. Porque, era verdad que, por mucho que se hablase de linajes, el dinero también operaba en el seno de la sociedad de ordenes donde, también unos y otros, estaban determinados por el dinero, que, por entonces, podía ser tan plebeyo, como hidalgo y que, incluso, llegaba a ser principesco. Lo poetizó, así, el gran Lope en la Prueba de los Amigos: “El dinero es todo en todo/Es príncipe, es hidalgo, es caballero/es alto rango, es descendiente godo”.

Tal era la fuerza del dinero que emergía desde precisos grupos sociales que creían estar capacitados para merecer la estima que solo el honor, adscripto a la nobleza, otorgaba; porque ni a ellos ni a sus predecesores, según lo proclamaban a voces, les había faltado la ascética de la virtud; ¿qué razón había, entonces, para obstaculizar el proceso de ascenso? Nadie podía sostener que los méritos personales se contradecían con la riqueza; y por eso el proceso resultaba imparable porque, además, su majestad había entendido la utilidad pública que estas gentes representaban para la felicidad del reino. Y ahí se les veía, armados con todos sus méritos; asistiendo, como arrendadores de las rentas de las ciudades, controlando sus ferias y mercados, apareciendo con sus vástagos por las universidades, que pronto se licenciarían en Derecho y Teología para, inmediatamente, ocupar los oficios de justicia de corregimientos, audiencias y chancillerías; en todas y cada una de estas instancias, estos recién llegados presentaban cartas de ejecutoria donde se precisaba la gracia regia que los ennoblecía; naturalmente, en cada expediente figuraban los correspondientes informes genealógicos que garantizaban una sangre limpia. Y en toda esa aventura se había empleado mucho dinero; porque revisar la naturaleza de huesos enterrados, a través de la opinión y del recuerdo, suponía acomodar muchas vanidades y retribuir muchas venganzas. Es la historia de la maledicencia, que se convertía en norma a su paso por los tribunales; es la historia que algunos de nosotros hemos trabajado.

De todos aquellos aspirantes, los más afortunados fueron los que, por sus méritos y, también por la operatividad de sus respectivas clientelas, habían alcanzado la condición de llegar a ser los ministros de los altos tribunales se su majestad, donde, a su desempeño como magistrados, se añadía, también, la función de consejeros. Ahí, en esas instancias, residía la verdadera influencia y donde la diferencia alcanzaba su mayor notoriedad. Allí los magistrados “convivían” con los consejeros que habían crecido en el espacio doméstico del príncipe. En tales altas instancias la polémica sobre la sangre y los linajes apenas se hacía oír por más que algunos, desde la intriga palaciega, la predicaran a voces. En ese marco complejo, el historiador encuentra la figura de Ruy Gómez de Silva. En efecto, en su currículum, el linaje apenas tuvo valor alguno; se trataba de un linaje limitado a una nobleza muy segundona y, además, originaria de otro reino. No fue aquí, en este punto, donde la Providencia colocó a Ruy, sino en la proximidad doméstica del príncipe, espacio en el que aprendió a dar consejos y a ser confidente; funciones tradicionalmente reservadas a las casas de la grandeza. A diferencia de ellos, Ruy aprendió su oficio de consejero en medio del escenario donde operaban las clientelas cortesanas. Allí conoció al gran Francisco de los Cobos y formó parte de su área de influencia; después vino el tiempo de Gonzalo Pérez, el clérigo aragonés de genealogía oscura a quien Ruy prometió, cuando llegó su ocaso, apadrinar a Antonio Pérez, su famoso hijo.

Fue en esa malla compleja donde Ruy asentó su alta posición manejando, con agudeza, los azares de la fortuna, la diosa caprichosa que siempre jugaba, a la mudanza, con la voluntad del príncipe. Todo eso lo aprendió allí Ruy Gómez, no sin conocer, también, los desaires de quienes despreciaron su humilde origen portugués cuando, por ejemplo, le fue denegado, por la Cámara de Su Majestad, el título de “don” que había solicitado para crecer en los niveles de la nobleza castellana. Entonces nuestro hombre aprendió cómo el rencor podía crecer en muchos consejeros-letrados que, como él, habían intentado en vano alcanzar el rango de los señores de vasallos, ese deseado nivel que otorgaba jurisdicción. No podría negarse que en todas estas personas de tan alta condición subyacían ideas y pensamientos que podía entenderse como “igualitarios”, y que algunos espíritus más liberales se atrevieron a escribir y publicar en tratados de éxito. Uno de estos, quizá el más notorio fue Furió Ceriol, en cuyo tratado Concejo y consejeros del Príncipe se expresa, de manera precisa, la antropología cultural de estos letrados, altos oficiales y servidores del príncipe (Furió Ceriol 1973).

Para Furió Ceriol, siguiendo algún eco de Maquiavelo apenas perceptible, no había criterio más importante para ocupar el alto honor de ser consejero que la virtud y el conocimiento; en consecuencia, era censurable introducir otros elementos en su elección, tales como la procedencia de un país u otro. Mucho menos aceptable sería si la elección estuviera determinada por la casa, el linaje o la sangre que tuviera el candidato. Para este tratadista, respetuoso de la autoridad del príncipe, las exigencias que impone la sociedad de órdenes suponen un notorio arcaísmo, asistido de un “igualitarismo radical” que para Henry Méchoulan, el conocido hispanista francés, en Furió Ceriol, admirador de Erasmo, antecede la tradición ilustrada del siglo XVIII. Para él no podía haber en el mundo más que dos categorías de hombres: la de los buenos y la de los malos, y solía ocurrir que, entre los de la primera condición, apareciesen gentes que los valores de entonces catalogaban de perniciosos, es decir, judíos, moros, paganos o cristianos de otras confesiones.

Este radicalismo, el de Furió Ceriol, fue excepcional, desde luego, pero no puede decirse que no fuera comprendido, e incluso imitado, por otros tratadistas morales del momento. No parece que sea imposible detectar, como el profesor Hernando Franco ha hecho, resonancias de este tal “igualitarismo” en las posiciones intelectuales de quienes se pronunciaron contra los estatutos de limpieza, en cuyas tesis subyace siempre un discurso moral que hace complementario el binomio virtud-riqueza2