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Editado por Harlequin Ibérica.
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28001 Madrid
© 2008 Donna Alward
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Retomar la pasión, n.º 2205 - febrero 2019
Título original: The Soldier’s Homecoming
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados
I.S.B.N.:978-84-1307-452-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
BUENOS días –Shannyn Smith se dirigió a la figura que se apoyaba contra el mostrador, pero sin despegar los ojos de la pantalla del ordenador–. Enseguida estoy con usted.
Al fin terminó el archivo de datos, dejó un montón de fichas de pacientes sobre la mesa y, con un golpe de ratón, hizo aparecer en la pantalla del ordenador la agenda con las citas del día. La enfermedad de la recepcionista no podría haber llegado en peor momento.
–¿Su nombre? –Shannyn levantó la mirada al ver que nadie contestaba. De repente, el mundo empezó a girar vertiginosamente. Cabello oscuro. Ojos verdes. Uniforme color caqui.
Jonas.
–Sargento Kirkpatrick para ver a la señorita Malloy –contestó él bruscamente, aunque, por la dificultad con que tragó saliva, resultaba evidente que la había reconocido.
–Jonas –susurró ella, incapaz de añadir nada más.
Habían pasado seis largos años. Seis años desde que él se había marchado. Seis años desde que lo habían trasladado a Edmonton, dejándola a ella allí, en Fredericton, New Brunswick, sin siquiera mirar atrás.
–Hola, Shannyn.
Las palabras sonaron frías e impersonales. Shannyn sabía que no podía esperar otra cosa, ni lo deseaba. Había pasado demasiado tiempo. Él se había marchado, puede que incluso se hubiera casado. El hecho de que el corazón le temblara al verlo de nuevo, no significaba que él sintiera lo mismo. Además, no hacía más que complicarlo todo.
Shannyn pensó que era una suerte que les separara un mostrador. Aparte de la impresión, sintió una inmensa felicidad al saberlo vivo. A pesar de cómo había terminado todo, ella se había preguntado más de una vez dónde estaría, o si estaría herido, o muerto. Sí, era una suerte que les separara el mostrador. De no ser así, ella habría sentido tentaciones de darle un inmenso abrazo, y eso habría sido muy inadecuado. Eran antiguos amantes, y así iba a seguir. Ella había trabajado mucho para ganarse la vida y, desde luego, él no había hecho el menor intento de mantener el contacto. Ni una carta o llamada. De hecho, no debería importarle lo más mínimo que él estuviera allí, de pie, frente a ella.
Pero sí le importaba.
–Tienes buen aspecto –consiguió decir ella mientras fingía una sonrisa formal, que se esfumó al encontrarse la adusta expresión de él.
Lo cierto era que tenía un aspecto increíble. Llevaba el pelo corto, pero la cabellera aún era espesa y negra. Los ojos eran grandes, y de un precioso verde musgo, enmarcados por unas espesas pestañas negras. Fueron aquellos ojos los que habían captado la atención de Shannyn.
Su cuerpo era alto y delgado, y vestía de uniforme. Ella advirtió tres galones en la manga. Al marcharse de Edmonton, Alberta, era soldado raso, con aspiraciones de convertirse en soldado de élite. Obviamente, su carrera había progresado.
–¿Va la señorita Malloy con retraso?
La débil sonrisa de Shannyn se esfumó. ¿Eso era todo? No es que hubiera esperado volver a los viejos tiempos, ni tampoco lo deseaba, pero alguna broma habría estado bien, dadas las circunstancias. Al menos un comentario que dejara claro que se acordaba de ella.
–Unos diez minutos –dijo ella tras consultar el monitor–. Puedes sentarte en la sala de espera.
Sin decir palabra, él se encaminó hacia los asientos tapizados de azul, mientras ella lo miraba con un nudo en el estómago.
Cojeaba.
Un millón de ideas irrumpieron en su cerebro. La principal era que le habían herido y, por un instante, todo su resentimiento se esfumó. Había derramado su sangre. ¿Dónde había estado? ¿En Oriente Medio, como tantas otras tropas canadienses? Últimamente se oía hablar mucho de pequeñas emboscadas con nefastos resultados.
Shannyn avisó a Geneva Malloy de que su siguiente cita había llegado. ¿Por qué había vuelto? Lo último que había sabido de él era que estaba en Edmonton con su batallón de Princess Pats. ¿Por qué volver a la base Gagetown después de tanto tiempo?
No podía preguntárselo, no después de la frialdad y falta de interés mostradas por él.
Shannyn descubrió que tampoco quería hacerlo. Tras años preguntándose cómo se sentiría al verlo de nuevo, lo cierto era que no había sido como ella hubiera deseado. Por encima de todo estaba la conservación de la vida que se había forjado.
Lo había hecho por un buen motivo. Todo lo que había hecho en los últimos seis años: su silencio, la escuela nocturna, la oficina, todo había sido por un buen motivo. No le debía nada a ese frío extraño. Herido o no. Él era el que se había marchado, el que había decidido que su carrera era más importante que lo que ellos dos compartían.
–Shannyn, ¿estás bien? –Carrie Morehouse, una de las terapeutas, apoyó una mano sobre su hombro–. Estás como ausente.
–Lo siento –Shannyn se irguió en la silla–. ¿Necesitas algo, Carrie?
–La ficha de la señora Gilmore. ¿Seguro que estás bien? Parece que hubieras visto un fantasma
–¿Sargento Kirkpatrick? –sonó la voz de Geneva Malloy–. Puede pasar.
Jonas se puso en pie y, sin mirar a Shannyn, se dirigió hacia el despacho de su fisioterapeuta.
–¿Kirkpatrick…? –Carrie dudó un segundo–. ¿No se llamaba así…?
Shannyn arqueó una ceja a modo de asentimiento.
–Pues sí que has visto un fantasma –dijo Carrie mientras acercaba una silla y se dejaba caer.
–Me temo que es de carne y hueso –dijo Shannyn mientras le alcanzaba la ficha de la señora Gilmore, dividida entre su deseo de hablar sobre ello y el de fingir que él no había vuelto.
–¿Te ha reconocido? –continuó Carrie.
Después de lo vivido juntos, era casi imposible que no la hubiese reconocido. Aunque habría sido más llevadero que el frío saludo con el que la había obsequiado.
–Sabe muy bien quién soy, pero parece no importarle. Y es lo mejor –Shannyn se esforzó por alegrarse por la frialdad de Jonas. Si ya no estaba interesado en ella, todo sería más sencillo.
–Me gustaría quedarme a charlar –Carrie consultó su reloj–, pero si no me doy prisa, me retrasaré. Ya hablaremos más tarde, ¿de acuerdo? –Carrie apretó la mano de Shannyn.
En realidad no había mucho de qué hablar. Jonas se marcharía enseguida y ella se volvería a quedar allí. Estaba claro que ya no sentía nada por ella. Y era lo mejor. Los sueños estaban bien, pero la realidad era otra cosa. Ella lo había aprendido hacía mucho tiempo.
Shannyn suspiró. Cualquier relación con Jonas no sería más que algo temporal. A pesar de que ella nunca hubiese sido capaz de entregársele por completo, o de que estuviera tentada de unirse de nuevo a él, algo temporal no bastaba. Ya no.
Shannyn intentó concentrarse en los informes mensuales, pero su corazón estaba en otra parte. No dejaba de recordar la cojera de Jonas, ni dejaba de preguntarse qué le habría sucedido.
Eran preguntas que no tenía derecho a hacer.
Una hora después, ella lo vio reaparecer y apoyarse sobre el mostrador. Era altísimo, una de las cosas que siempre le habían gustado de él. Superaba con creces el metro ochenta y tres, y parecía aún más alto tras la sesión de fisioterapia.
–Necesito otra cita.
–¿Con qué frecuencia tendrás que acudir a las sesiones? –Shannyn intentó mostrarse profesional.
–De momento, una vez por semana.
–Lo único que tengo libre es el jueves que viene a las dos y media –dijo tras consultar el libro de citas. Era una situación ridícula. Hablaban de citas como dos extraños, pero cuando ella había intentado un acercamiento, él le había respondido con frialdad.
–De acuerdo.
–Jonas…, ¿la pierna… está bien? –ella anotó la cita en una tarjeta, pero no pudo reprimir la pregunta cuando los dedos de él se cerraron sobre el papel.
–Mi pierna está bien.
–¿Cuánto tiempo estarás en la base? –el corazón de ella dejó de latir.
Durante un segundo la mirada de él dejó claro que no era tan frío como pretendía parecer. Sólo fue un instante, pero Shannyn supo que no se lo había imaginado. Todavía había una conexión entre ellos, puede que no más que el recuerdo de lo que había sido, pero ahí estaba, y ella deseó que no hubiera sido así. Su vida sería mucho más sencilla si él no sintiera nada en absoluto.
–Ésta es mi base. No tengo previsto ir a ninguna parte en un futuro inmediato.
¿Había vuelto para siempre? Ella tragó con dificultad. Una corta estancia hubiera estado mejor, y sería menos arriesgada. Pero ella también sabía que, «para siempre», era algo relativo. Ningún militar se quedaba mucho tiempo en el mismo lugar.
–Muy bien –contestó ella aturdida.
Jonas se dirigió a la salida, con la cojera algo menos pronunciada que cuando había entrado.
Y se marchó sin mirar atrás.
Eso se le daba muy bien. Y ella no debía olvidarlo jamás.
Shannyn salió el viernes del trabajo y se paró a comprar una pizza. Todos los días de pago compraba comida preparada, una extravagancia que se permitía cada dos semanas. El último día había sido pollo frito con patatas. Aquella noche, pizza hawaiana con doble de queso.
Mientras esperaba el pedido, oyó cerrarse la puerta de un coche y vio a Jonas salir de un destartalado cuatro por cuatro.
¡Maldita casualidad!
Shannyn respiró hondo y centró su atención en el empleado que le entregaba el cambio. Al tiempo que la puerta se abría, ella se hizo a un lado para esperar la pizza.
–Un pedido a nombre de Kirkpatrick –dijo él a la chica con la visera blanca y roja, mientras buscaba la cartera en el bolsillo del pantalón. De repente, se paró en seco–. Shannyn…
–Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? –ella sonrió tímidamente.
–La cena del soltero –contestó él cortésmente mientras levantaba la caja a modo de ilustración.
–Un capricho para el viernes por la noche –contestó ella. Pudiera ser que se le hubiera pasado la conmoción inicial, o sería por el ambiente informal del local, pero él parecía más accesible que la última vez que se habían visto. Lo cual tampoco era decir mucho.
–¿Jamón y piña?
–Sigue siendo mi favorita –contestó ella, ridículamente halagada porque él se acordara.
Se quedaron allí de pie, intercambiando naderías, con una sensación de incomodidad entre ellos.
–¿Señorita? Su pedido está listo.
–Recién salida del horno –dijo ella mientras se quemaba las manos con el fondo de la caja.
De repente, Jonas rió y ella se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
–Menuda situación.
–Sí que lo es –contestó ella mientras se dirigía a la salida, seguida por él. Para él era fácil relajarse, pensó, él no arrastraba ningún secreto.
–Hubo un tiempo en que no nos sentíamos incómodos juntos, pero ahora no sé dónde estamos. Pertenece al pasado. Ni siquiera sabía que continuaras aquí después de tanto tiempo.
–Me quedé –contestó ella mientras abría la puerta con un golpe de cadera.
–Yo no hago más que ir donde me manden –Jonas sujetó la puerta y la siguió a la calle.
Shannyn hizo una pausa mientras la caja de pizza le quemaba las manos. Ése había sido siempre el problema. Él estaba a merced de las decisiones de sus superiores. Se había formado en la base de Gagetown y a los veintidós años, lleno de energía, había decidido convertirse en la mejor pieza del ejército. Después se había marchado a Edmonton, y a saber adónde más. A saber también por cuánto tiempo había vuelto. A pesar de su lesión, parecía evidente que no tenía previsto licenciarse del ejército. Y eso significaba más traslados.
–Y ¿adónde te mandaron ir?
–Aquí y allá –él sonrió con amargura–. Haciendo lo que hago… lo que hacía –se corrigió–, iba donde era necesario.
Había un cierto aire misterioso en torno a él y Shannyn sintió una punzada de admiración. Seguro que había desempeñado cada tarea tal y como le habían exigido. Por algún motivo, y a pesar de su desapego, había algo de heroico en Jonas Kirkpatrick. Algo que a ella le hacía sentirse segura. Era extraño, porque en aquél momento, él, sin saberlo, era su mayor amenaza.
–¿Qué haces ahora en la base? Cuando te marchaste acababas de terminar el curso de francotirador –ella lo miró a los ojos. Había sido motivo de disputa entre ellos. Una dosis añadida de peligro que él había apreciado y ella temido. Y al final parecía que había tenido razón al preocuparse, aunque sólo estaba herido. ¿Cuántos no habían vuelto con vida?
–He vuelto a clase –dijo él con la mandíbula algo tensa. Los fríos ojos dejaron fuera a Shannyn, y, segundos después, se había encerrado por completo.
–¿Más cursos? –ella no podía imaginarse qué más querrían que aprendiera.
–Soy instructor: francotiradores y pequeñas armas.
Ella se mostró sorprendida. Estaba a cargo de formar a la siguiente generación de francotiradores. ¿Se había terminado el servicio activo? ¿Había sido por culpa de su lesión? ¿Cómo había sucedido? Tenía tantas preguntas para él, pero ningún derecho a hacérselas. Ningún derecho a fisgonear. No era más que su ex, por lo que a él respectaba.
Por mucha curiosidad que sintiera, y por mucho que aún se sintiera atraída hacia él, sabía que lo mejor sería mantener las distancias. Si ella se implicaba en su vida, él lo haría en la suya, y no podía permitir que sucediera eso. El puesto de instructor seguramente era temporal, hasta que pudiera volver al servicio activo.
–¿Te gusta el nuevo puesto? –preguntó ella para rellenar el incómodo silencio.
La mirada de él siguió igual de fría. Seis años antes, él se había mostrado divertido, chispeante y lleno de vida. Era difícil reconocer a ese joven en la persona que estaba frente a ella.
–Tiene sus cosas buenas –estaba claro que Jonas ya no tenía ganas de charlar.
–Pues me alegro. Tengo que irme a casa.
–Ya nos veremos.
–Adiós –contestó ella mientras agarraba con fuerza la caja de pizza, sorprendida por el nudo que sentía en la garganta.
Habría sido mucho más sencillo si él no hubiera vuelto. Ella podría haber conservado los recuerdos de los buenos momentos pasados juntos. Pero esos recuerdos habían sido bloqueados por la imagen de un hombre frío y distante, a pesar de serle tan familiar.
Ella no necesitaba un hombre. Ya lo había demostrado, pero, si tuviera que elegir a uno, sería alguien atento, entregado y, sobre todo, presente. Y no podía imaginarse a Jonas de ese modo.
La pesa se movía lentamente arriba y abajo, y Jonas torció el gesto ante el peso que colgaba de su pierna. Ridículo. Era la mitad de lo que habría sido capaz de levantar un año antes. Ya tenía bastantes recuerdos de lo sucedido sin que su cuerpo lo delatara.
Apretó los dientes y añadió cinco pesas más, hasta que los músculos temblaron hasta la cadera.
Al día siguiente tenía otra cita con la fisioterapeuta y estaba decidido a mejorar. Todo el mundo decía que su experiencia era muy valiosa en la base, pero él conocía el verdadero motivo de su vuelta. Ya no podía servir en combate. Los demás le llamaban héroe. Él sabía la verdad.
Sabía que había sido culpa suya.
Jonas se sentó en el suelo con las piernas en uve. Se inclinó lentamente hacia delante mientras estiraba los músculos que acababa de trabajar y apretaba los dientes ante el dolor.
No había esperado encontrarse con Shannyn. Aun así, no había dejado de pensar en ella. Sólo había estado en Fredericton para el entrenamiento básico y la escuela de francotiradores. Una minúscula parte de su vida, pero Shannyn había sido protagonista de ella, y él no olvidaba aquellos días felices. Ella nunca había estado lejos de sus pensamientos.
Pero eso había sido antes. Antes de la guerra, antes del destacamento, antes de todo. Antes del sabor predominante a sangre y polvo. Ya no podía ofrecerle nada, ni quería hacerlo. Esa parte de su vida había terminado, y sólo sabía avanzar en una dirección. La del ejército. Su hogar.
Se tumbó de espaldas y cruzó un tobillo sobre la rodilla para estirar la cadera. Ya se habían encontrado dos veces, y todo en menos de dos semanas.
Cambió de pierna y suspiró. Al día siguiente acudiría a su cita y después intentaría cambiar de terapeuta, se cambiaría de clínica. Cuanto menos se vieran, mejor. Para los dos.
JONAS llegó a su cita con unos minutos de antelación y le entregó a la rubia recepcionista una carta, antes de sentarse en la sala de espera.
–¿Shannyn?
–¿Sí? –Shannyn entró en la sala y desvió la mirada de la espalda de Jonas hasta el sonriente rostro de Melanie.
–El sargento Kirkpatrick quiere cambiar de terapeuta y trasladar su ficha a otra clínica.
–Gracias, Melanie, ya me encargo yo –dijo Shannyn mientras tomaba la carta.
El tono tranquilo de su voz no delataba sus verdaderos sentimientos. En realidad, ni ella estaba segura de cómo se sentía. Una parte estaba desilusionada porque él se quería ir a otra parte, pero, básicamente, sentía alivio por no tener que volver a verlo con regularidad. Cuanto más lo veía, más recordaba cuánto lo había amado. Lo mejor sería no verse, ¿o no?
Entonces, ¿por qué se sentía tan desilusionada?
Shannyn abrió la carta y empezó a leer. Cuando terminó levantó la mirada hacia Jonas y sus miradas se fundieron. En la carta no había ninguna explicación para la solicitud de cambio, pero ella tampoco la necesitaba. Había recibido el mensaje alto y claro. No quería estar cerca de ella.
Sin embargo, ella no podía dejar de preguntarse qué le había sucedido. ¿Dónde se había marchado ese optimismo y entusiasmo juvenil con el que iba a salvar el mundo?
Se levantó para recoger la ficha. Podría ser su única oportunidad para descubrir lo que le había sucedido, y eso, más que nada, era lo que ansiaba descubrir.
Shannyn echó una ojeada a la documentación. Había muchos datos y cifras que aclaraban muy poco. Había sufrido una herida once meses atrás, pero su ficha no explicaba las circunstancias. La ausencia de datos sólo consiguió aumentar su curiosidad. Le habían estabilizado, aunque el nombre del lugar había sido borrado. ¿Por qué tanto secretismo? «¿Dónde has estado y qué has hecho que sea tan peligroso como para que la información sea secreta?», pensó mientras proseguía con la lectura. Había sido evacuado a Alemania, donde le habían operado la fractura de fémur. Allí pasó un cierto tiempo antes de regresar a Canadá para seguir con la recuperación y la rehabilitación. Shannyn se empapó de todos los datos sobre la compleja operación destinada a reparar el hueso, y también sobre la infección que había retrasado la recuperación.
–¿Sargento Kirkpatrick? –ella pronunció el nombre como si se tratara de un extraño–. ¿Podría hablar con usted un minuto?
–¿Sí? –él se acercó al mostrador con paso vacilante.
Shannyn se obligó a mantener una pose profesional. Él tenía el mismo aspecto que la semana anterior, pulcro y marcial, a pesar de su cojera. Ella sintió el impulso irracional de alargar los brazos y alisar una arruga imaginaria de la solapa del traje militar. No tenía sentido. Si había algo seguro, era que Jonas no se quedaría mucho tiempo.
–Necesito conocer algunos datos antes de autorizar el traslado de su ficha a la clínica que ha solicitado –dijo ella mientras le entregaba unos formularios y un bolígrafo–. El sitio elegido es bueno, aunque pienso que la señorita Malloy es la mejor fisioterapeuta de la ciudad. En cualquier caso, en cuanto esté hecho, no tendrá más que llamar a la nueva clínica para pedir cita.
–¿Por qué tú? –Jonas respiró hondo–. Pensaba que eras la recepcionista.
–Empecé siéndolo –ella sonrió al recordar que, cuando él se marchó a Edmonton, acababa de matricularse en la escuela de economía–, pero ahora soy la directora administrativa. Cualquier documento debe ser firmado por tu fisioterapeuta y por mí.
–Sargento Kirkpatrick, puede pasar –llamó Geneva Malloy.
–Ya me los quedo yo –dijo Shannyn. Deseaba que firmara los papeles para que desapareciera de su vista, pero iban con retraso y no quería hacer esperar a Geneva–. Podrás firmarlos después de la sesión.
–Gracias –contestó él educadamente mientras le devolvía el bolígrafo y, durante un segundo, su mirada le traicionó, como si quisiera añadir algo más.
¿Por qué, después de tanto tiempo, sentía un vuelco en el corazón cada vez que se cruzaban sus miradas? Shannyn dirigió su atención a la pantalla del ordenador. Le había ido bien. Había estudiado y se había forjado una nueva vida. Le había dicho la verdad: había empezado contestando el teléfono y en aquel momento dirigía la clínica. Tenía una buena vida y, sobre todo, era una vida real y permanente, dos cosas que Shannyn apreciaba enormemente.
Casi una hora después, Shannyn había terminado el trabajo y se echó atrás en el asiento. En pocos minutos él volvería y saldría por la puerta y, a no ser que el destino le jugara una mala pasada, no lo volvería a ver. Él le recordaba sentimientos que había intentado enterrar.
La idea de cambiar de fisioterapeuta era un regalo del cielo. Ella continuaría con su vida y él jamás lo sabría. Sin embargo, un destello de culpabilidad se abrió paso en su interior. En el fondo, sentía cierto remordimiento por haber ocultado el secreto.