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Primera edición digital: noviembre 2018
Campaña de crowdfunding: Bea Lara
Ilustraciones de la cubierta e interiores: Alberto Valero
Corrección: M.ª Luisa Toribio Plaza
Revisión: Leticia Rodríguez Torrado

Versión digital realizada por Nerea Aguilera García

© 2018 Sergio Cardona Herrero
© 2018 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17643-35-5

Sergio Cardona Herrero

El profesor y la muerte

En memoria de:

Luis Martín Santos, filósofo y profesor.

Paco Grande Crespo, psicólogo y profesor.

Carlos Moure Arroyo, informático y economista...

y amigos míos.

Gracias. Muchas gracias.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5.  
  6. Primer caso. El profesor y la muerte
  7. 1. Encuentro con la muerte y el exalumno inspector de policía
  8. 2. Una extraña pareja
  9. 3. Diario de a bordo de un asesino. Día 6
  10. 4. Reunión de pastores
  11. 5. Un profesor en una galería de tiro
  12. 6. Diario de a bordo de un asesino. Día 7
  13. 7. Una clase en la universidad
  14. 8. Reuniones contra cafés
  15. 9. Diario de a bordo de un asesino. Día 9
  16. 10. El error de Shakespeare
  17. 11. Un TAC y un ¡pum!
  18. 12. Un, dos, tres
  19. 13. Los límites de la entropía
  20. 14. Reunión de ovejas, pastores muertos
  21. 15. El eterno retorno
  22.  
  23. Segundo caso. Suficiente
  24. 1. Películas de terror
  25. 2. Reunión de asesinos (I)
  26. 3. Inventario con errores
  27. 4. Primeras entrevistas a Recursos Humanos
  28. 5. Reunión de asesinos (II)
  29. 6. Alumni
  30. 7. La jueza de instrucción
  31. 8. Más películas de terror
  32. 9. Una menos
  33. 10. A la selva nunca vayas solo
  34. 11. Demasiado mayor para esto
  35. 12. Una visita académica
  36. 13. De muerto a muerto (I)
  37. 14. ¿Qué harías el último día de tu vida?
  38. 15. De muerto a muerto (II)
  39. 16. Reunión de jueces
  40. 17. Detenciones y registros
  41. 18. A la selva… de nuevo
  42. 19. Libertad con ira
  43. 20. Revisión de notas
  44. 21. Cuestión de coherencia
  45. 22. ¿Has sido tú?
  46. 23. El eterno retorno, otra vez
  47.  
  48. Mecenas
  49. Contraportada
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Primer caso

El profesor y la muerte

1. Encuentro con la muerte y el exalumno inspector de policía

 

La carta era una sentencia de muerte. El profesor se echó hacia atrás en la silla de despacho. Era curioso lo que le impresionaba una noticia que, por otra parte, ya conocía. El médico se lo había adelantado con toda prudencia y tacto, algo que él agradeció. En su fuero interno también lo sabía. La falta de energía, el agotamiento permanente, la dificultad para concentrarse, incluso alguna aparición que otra; jugadas de su cerebro empujado por uno de los tumores que luchaban por ganar espacio debajo de su cráneo.

Siempre pensó que no llegaría más allá de los setenta años. Su madre había muerto con cuarenta y nueve y su padre con sesenta. La genética juega con cartas marcadas, aunque a veces se confunda. Pero leer el diagnóstico, la sentencia la llamaba él, en un papel oficial era, curiosamente, algo más real, más doloroso.

Echó la vista atrás y no pudo evitar sonreír. Su melena, conocida desde hacía años en la universidad. Sus mofletes, que disimulaba con barba. Nunca había estado grueso, pero tampoco cuidaba especialmente su alimentación, y de hacer ejercicio, nada: lo más parecido que hacía a la gimnasia era cargar con libros. Nadie recordaba haberle visto sin un libro abierto o debajo del brazo; bueno, casi nadie. Si le gustaba lo que leía, podía estar cuarenta y ocho horas sin dormir, sin que nada delatara su estado excepto la barba reciente, si en el momento de comenzar la lectura estaba afeitado. Sus ojos siempre habían sido lo más llamativo de su persona: negros, sin que casi se pudiera distinguir la niña del iris. Podían ser risueños, amables, terribles…, y siempre escrutadores. Su interlocutor no podía evitar sentirse analizado aunque esa no fuera su intención, si bien en realidad era algo que dominaba a voluntad, o quizá, más exactamente, según su curiosidad.

Él mismo reconocía que su interés por las personas había disminuido con la edad, pero no era esa la sensación que daba. Era algo que le sucedía desde pequeño, aunque entonces no entendía las reacciones de las personas a las que miraba. A veces se quedaba mirando a su padre y este le preguntaba:

—¿Qué quieres?

—Nada —respondía él muy tranquilo y algo sorprendido.

Y su padre replicaba con afecto:

—A mí me puedes mirar todo lo que quieras, pero eso te va a traer problemas.

Cuando miraba a su madre, ella le decía:

—¿Ya estás con esa mirada? —y luego añadía—, un día te voy a dar un soplamocos.

Él seguía mirando calmado hasta que su madre le mandaba hacer alguna tarea. No podía evitar esa mirada que en su adolescencia le había traído alguna pelea, y alguna violencia más, según fue creciendo. La gente que le conocía bien sabía que la mirada no significaba nada…, o que lo significaba todo.

Ahora, con setenta años, delgado, los pómulos marcados y los mofletes desaparecidos, un pelo que terminaba de caer y lo que quedaba cortado a cepillo, durmiendo pequeñas siestas a lo largo del día…, la mirada seguía allí, intacta y desafiante.

A través de los altavoces de su ordenador sonaba la voz del contratenor Jaroussky interpretando por cuarta vez Vedrò con mio diletto, de Vivaldi. Se la había programado en bucle, pero la verdad era que hacía unos minutos que no escuchaba. Levantó la vista como si acabara de despertar de un mal sueño, aunque la carta seguía entre sus manos. Miró su despacho de la universidad. Vaya porquería de despacho. Estrecho, sucio aunque limpiaran todos los días, con algunas partes ordenadas y otras desordenadas, sin libros (los había bajado todos a la biblioteca), sin gracia alguna y con un gran póster de Nietzsche. La única ventaja, después de muchos años y de haber ganado la cátedra, era que el cuarto era para él sólo. Respiró varias veces como si llevara un rato sin respirar. «Se acabó la fiesta», era uno de los pensamientos que le venían a la cabeza. Enseguida se corrigió: «Qué fiesta ni qué leches, si mi vida es un asco».

No es que estuviera muy unido a su mujer, al final no vivieron en la misma casa; de hecho, no vivían ni en la misma ciudad y se veían cada dos meses. Pero seguía disfrutando de esos encuentros hasta que ella murió de un derrame cerebral, después de una semana en coma. Desde entonces su tono amargo había subido de intensidad, su médico incluso le diagnosticó una depresión. Le recetó pastillas que compró, pero no tomaba. Una vez que le confesó al médico su pecado de omisión pastillera y este se refirió a su miedo a que se suicidara, de su boca se escapó esta frase:

—Pues vaya problema.

Enseguida se disculpó, porque su doctor se había quedado blanco como una sábana… blanca:

—No te preocupes por ese tema, porque sería una decisión mía.

Ante su excusa el médico se puso más blanco todavía, así que decidió cambiar de tema.

Iba metiendo mecánicamente la carta en el sobre cuando llamaron a la puerta del despacho. Se sobresaltó un poco, guardó el pliego de papel en el sobre y el sobre en el libro que estaba leyendo, luego respiró dos veces y dijo «adelante» con una voz cavernosa y profunda. La puerta se abrió poco a poco y asomó la cara sonriente de Santiago Agüero, exalumno e inspector de policía.

—¿Da usted su permiso?

Martín se incorporó, sonrió y, tras aclararse la voz, dijo en voz alta:

—Permiso concedido.

Mientras tanto, se iba poniendo de pie. Ambos se miraron a los ojos y se dieron un abrazo afectuoso y sentido.

—Cuánto tiempo —dijo el profesor, sin ánimo de reproche.

Y su alumno respondió con una sonrisa clara:

—Afirmativo.

Se sentaron en sendas sillas, del mismo lado de la mesa, y a la pregunta de qué tal estás, Santiago se puso a relatarle una serie de oposiciones, traslados, algún caso más sonado, lecturas e intentos fallidos de coincidir en conferencias del profesor. Martín le escuchaba con mucha atención. Incluso le hizo referencia a un caso que siguió por la prensa sobre un asesino de dos niños que su alumno había logrado resolver en un tiempo récord, pero que le dejó muy tocado en el ánimo.

—He leído tus dos últimos libros —dijo Santiago—. Fabulosos, aunque te confieso que el último me pareció más complicado y oscuro.

Martín le habló de la muerte de su esposa, a la que Santiago apenas había oído nombrar. Incluso le tomó del codo para darle sus condolencias, sin ninguna afectación, porque veía que su amigo estaba dolido. Al final Martín le miró a los ojos y le dijo:

—¿Qué te trae por aquí, inspector, que mi amistad procuras?

Ahora era Santiago el que tomaba aire.

—Tengo un problema en el que estás involucrado y me gustaría saber si puedo contar con tu ayuda. Te diré que si no quieres meterte lo entenderé, pero dudo que tengas esa alternativa, en realidad.

Se instaló un silencio que rompió el profesor.

—¿Nos han vuelto a ilegalizar a los rojos?

Martín estuvo encarcelado durante dos años y recibió palizas. Más tarde, durante el comienzo de la transición, sufrió un tiroteo de un comando de ultraderecha. Era una historia que se contaba, casi una leyenda urbana. Se encontraron más de veinte casquillos en la entrada de la facultad, ningún herido. Cuentan que el profesor se puso en primera línea para proteger a los alumnos. Ninguna bala impactó en ellos. Se empezó a comentar que el profesor era inmortal, algo que evidentemente era exagerado. Martín era una especie de héroe para Santiago, aunque fueran amigos.

El inspector sacó unos papeles que eran fotocopias de libros. Tenían frases subrayadas. Se las pasó a su profesor.

—Son de mi Manual de Psicología Social. —Luego se fijó más atentamente mientras su respiración se hacía más pesada—. ¿Dónde las has encontrado?

Santiago tomó aire y le miró pidiendo que no le interrumpiera. Martín hizo un gesto para que comenzara la historia.

—Hasta ahora lo hemos podido mantener en secreto, aunque no durará mucho. Han muerto… Han asesinado a dos estudiantes de la universidad. En ambos casos han sido asesinatos precedidos de torturas, con mucha saña. Ambos han sido apuñalados y, al final, estrangulados. Las dos primeras hojas que has visto estaban sobre el primer cadáver; las tres siguientes, sobre el segundo. Son fotocopias de los originales, claro.

Martín notó que se mareaba y que el despacho comenzaba a dar vueltas, pero respiró hondo y logró rehacerse. Tantos años de meditación servían para controlar la respiración.

—¿Te doy más detalles?

El profesor asintió levemente con la cabeza.

—El asesino tiene mucha fuerza y a la vez mucho odio. Utilizó cinco cuchillos distintos en cada uno de los crímenes. Ató a las víctimas con nudos muy complicados, prácticamente los desangró antes de matarlos y no dejó ni una sola huella, ni el más mínimo rastro. Hemos intentado no involucrarte, pero mi superior dice que el asesino no es de la misma opinión. También cree… creemos que estás en peligro. El hecho de que deje estas hojas de tu Manual nos hace suponer que está cerca de ti o que lo estará.

Martín tenía los ojos cerrados, aunque escuchaba con total atención. Sentía náuseas y una fuerte sensación de desagrado. Santiago calló. Sabía que su profesor estaba en ese momento en un torbellino de emociones: la policía, asesinados, asesinos, riesgo de muerte, sadismo, las hojas de su manual. Fue recuperándose y abrió los ojos.

—¿Los muertos han sido alumnos míos?

—No —respondió el inspector—, pero no podemos estar seguros de que no hayan estado en alguna conferencia. Uno de ellos era ingeniero y tenía un libro tuyo. El otro era psicólogo, pero no había sido alumno tuyo, aunque sí tenía varias de tus obras.

Martín se echó hacia adelante con las manos en la cara, un gesto que su alumno conocía bien porque lo hacía cuando se encontraba cansado y necesitaba un momento de soledad. Se fijó en sus manos cuidadas pero envejecidas, con manchas y arrugas, y en ese momento cayó en la cuenta de que su profesor había desmejorado mucho en los meses en que no se habían visto. Se sintió un poco culpable de no haberle prestado más atención. Sin cambiar de posición, Martín preguntó:

—¿Cómo puedo ayudar?

Era el profesor de siempre, generoso.

—De dos maneras: la primera, pensando con nosotros a ver si logramos meternos en la mente del asesino y entender su forma de discurrir y actuar. La segunda, manteniéndote vivo.

El profesor dio un pequeño respingo que no pasó desapercibido a su alumno.

—Sé que no te va a gustar nada, pero déjanos ponerte escolta, al menos cuando estés solo.

Martín negó con la cabeza.

—Si va a por ti no tienes ninguna posibilidad de sobrevivir.

Estuvo a punto de soltarle una burrada sobre sus posibilidades de supervivencia, pero logró morderse la lengua a tiempo.

—Si me pones escolta quiero dos condiciones: que sea de tu confianza —Santiago asintió—, y hacer prácticas de tiro y tener una pistola.

Esta última petición sí que le pilló por sorpresa.

—Pero, Martín…

—No hay pero que valga, eso aumentará mis posibilidades de seguir vivo y siempre he querido hacer prácticas de tiro.

Santiago pensaba en su profesor armado y no sabía si reír, llorar o salir corriendo. Aunque esta última opción le parecía, con diferencia, la más sensata.

—No sé, tengo que hablar con mis superiores.

—Pues habla —contestó Martín un poco más animado—. ¿Cuándo habías pensado comenzar con la escolta?

—Está abajo, aguardando; si dices que no o prefieres pensártelo podemos esperar, pero no me quedo tranquilo.

—¿Crees que ayer corría peligro de muerte? —preguntó el profesor.

—Lo he comentado con mis mandos esta mañana y hemos llegado a la conclusión de que sí. Por favor, no pienses que te usamos como cebo, quiero protegerte porque creo que estás en peligro.

—¿Cómo funciona una escolta?

Santiago sonrió porque tanta pregunta significaba que ya la había aceptado, pero se quedó helado al pensar que quizá su profesor había caído en la cuenta de algo que no le confesaba: era posible que se hubiese sentido observado. Martín era una de las personas más inteligentes que conocía, pero no necesariamente en casos de asesinato.

—Irá a tu casa, estará especialmente atenta a sitios solitarios como aparcamientos, pasillos… No entrará en clase si no quieres y será muy discreta cuando estés hablando con alumnos o con otros profesores.

—Puede acompañarme en la revisión de exámenes.

Ambos sonrieron.

—De vez en cuando será sustituida por otro agente para que pueda descansar —aclaró Santiago.

—Recuerda la otra condición sobre ir armado y entrenar.

—Mañana te digo algo. Me has pillado por sorpresa.

—Avisa al decano de que va a tener gente armada por la facultad.

—Ya lo hemos hecho esta mañana. Se ha mostrado muy preocupado por ti.

—Estará más preocupado si sabe que voy armado. Bueno, preséntame a la señorita que esta mañana estaba en el bar de profesores y esta tarde en el hall de la facultad.

—Joder —dijo Santiago—. ¿Te has dado cuenta?

—Sólo he hilado cuando me has contado lo de los asesinatos.

Era posible que Martín fuera de mucha ayuda o un estorbo tremendo, iba diciéndose Santiago, aunque no se atrevía a pensar sobre su profesor cuando él estaba delante. Se pusieron de pie, Santiago se retiró prudente mientras Martín recogía las cosas del despacho, guardaba algunas en un cajón con llave y tomaba el libro con la carta del hospital entre sus páginas. Apagó el ordenador; aunque el inspector no dijo nada, estaba hasta el gorro de esa cancioncilla con voz de pito. Bajaron a la entrada en ascensor; Martín, con un gesto habitual en él, se cogió del brazo de su alumno. Este se dio cuenta de que esta vez no era para recalcar una parte de la conversación, es que no podía con su alma.

Santiago era alto, un metro noventa, muy delgado y atlético, muy aficionado al deporte, por temporadas se machacaba en el gimnasio. Sus brazos tenían unos bíceps trabajados. A pesar de que se matriculó en la carrera universitaria para sacar un grado y poder ascender en la Policía, al final acabó tomando afición a los estudios. Martín era su profesor favorito, «el que me enseñó a pensar», solía decir. Santiago tenía mucho pelo y una barba muy cuidada. Todo el mundo en la facultad sabía que era un agente, lo que le acarreó algunos inconvenientes que desaparecieron en cuanto Martín le incluyó en su círculo de alumnos allegados: la corte, les decían algunos que no habían sido admitidos. Un día le preguntó a Martín que por qué se llevaban bien. Y la respuesta un tanto enigmática fue: «Eres mi vacuna contra el odio», pero no dio más explicaciones.

Se les acercó una mujer sin disimulo y sonriendo.

—Ahora ya podemos presentarnos. Soy Elvira, su escolta y agente de policía.

Martín le estrechó la mano mientras notaba que la suya cedía ante la presión que ejercía ella, que enseguida rectificó para no hacerle daño.

—Antes de ir a casa querría pasar por la biblioteca.

—Claro, profesor —dijo ella.

Mientras, Santiago preparaba la despedida.

—Yo…

—Ven con nosotros, que quiero confirmar una corazonada —afirmó un tanto tajante el profesor. Los policías se miraron—. Es una tontería, pero podría ser algo…

—Sí, claro, no hay inconveniente —respondió Santiago.

Hicieron el recorrido en silencio. A Martín le pareció que sus acompañantes estaban muy atentos a todo lo que veían y le pareció bien, sobre todo si se confirmaba su intuición. Entraron en la biblioteca y el profesor entabló conversación con la encargada.

—Hola, Mari. ¿Qué tal?

—Muy bien, Martín, muchas gracias. Me encantó tu último libro y te agradezco que me citaras en el prólogo.

—Sin ti habría sido muy difícil localizar algunos libros y citas. Por cierto, quería ver mi Manual de Psicología Social.

La bibliotecaria se iba a poner en marcha cuando Martín la detuvo.

—Disculpa, la primera edición.

Ella se marchó y ambos policías comentaron entre ellos:

—Se nos tenía que haber ocurrido.

Mari tardaba mucho, Martín suponía la razón. Al final llegó apurada:

—Sólo teníamos un ejemplar y ha desaparecido.

Santiago murmuró para su compañera:

—Hijo de puta.

—Supongo que la ficha ha desaparecido también.

—Sí, todo; y antes de que pregunten, las grabaciones del día en que se pidió ya han sido borradas porque no hay dinero para guardarlas. Lo siento, profesor.

—Nada, Mari, curiosidades… bibliográficas.

Ambos hicieron una mueca y se despidieron. Elvira y Santiago se miraron entre ellos, el profesor corría más peligro del que parecía.

—Ha sido una deducción brillante, Martín.

—Más bien ha sido un recuerdo del libro y la sensación de que el asesino nos lleva mucha ventaja. Así que lo de la pistola y las prácticas va en serio.

—Ya he tomado nota —dijo Santiago sonriendo a una Elvira perpleja.

Fueron hacia el aparcamiento, al coche del profesor, que era un modelo antiguo. El inspector se despidió unos metros antes y entró en un modelo nuevo y potente. Elvira y Martín se acomodaron en el automóvil. Ya había oscurecido. Eran las ocho y había bastantes coches en el aparcamiento.

—¿Siempre se va a esta hora, profesor?

—Este cuatrimestre sí, me gusta el turno de tarde. Y, por favor, llámame Martín, Elvira.

—De acuerdo —dijo ella mientras sacaba la pistola, la dejaba bajo sus piernas y hacía un barrido de trescientos sesenta grados con la mirada—. Es posible que nos esté observando, pero es muy difícil ver nada —explicó.

El profesor no quiso compartir que tenía la sensación de que estaban siendo observados, tampoco sabía si era su paranoia que se había puesto en modo alerta. Arrancó y puso rumbo a casa. Mientras tanto, una silueta se incorporaba en el interior de un coche, en un extremo de la explanada, y sonreía pensando que el juego se volvía más interesante. Aunque él ya conociera el final.

2. Una extraña pareja

 

Llegaron a la zona de la antigua universidad que ya había sido invadida por la ciudad. Él tenía plaza de parking en una zona vallada en la que había poca luz debido al espesor de las copas de los árboles.

—Buena zona —comentó Elvira.

—Privilegios de profesor viejo —respondió él, sonriendo.

Ella volvió a sacar la pistola y esta vez la dejó en un bolsillo de su americana, mientras la empuñaba. Vigilaba la calle y entró la primera en el portal. Subió hasta el segundo piso por las escaleras con unas zancadas rápidas que fueron la envidia de Martín. En ese momento se abrió el ascensor y salió su vecina, con la que se puso a hablar, a la vez que Elvira volvía de su inspección. La vecina comentaba lo fríos que estaban los días, pero cambió bruscamente de conversación.

—Un poco joven para usted, profesor.

Él sonrió y contestó con un suave:

—Casi seguro.

La vecina reanudó la marcha y Elvira esperó un poco para decir:

—Lo siento, no sabía quién podía salir del ascensor.

Estaba un poco avergonzada y divertida a la vez. Martín entró en el ascensor mientras murmuraba algo sobre incluir a la vecina en la lista de sospechosos. Ella entró detrás de él y pulsó el número del piso sin preguntar. Martín se quedó pensado hasta dónde sabían de su vida.

—¿Tengo los teléfonos intervenidos?

—Mañana te vamos a pedir permiso, pero mejor hablar dentro del piso, prof… Martín.

Martín sacó las llaves y Elvira volvió a cubrir a la carrera el piso de arriba y el de abajo, no vio nada sospechoso. Él tardó un poco en encender las luces mientras dejaba los libros y papeles, lo que tensó a su escolta. Al ver la entrada vacía se relajó un poco. Al cerrar la puerta sacó la pistola y pidió permiso para recorrer el piso. Era enorme. Tenía cinco balcones que daban a una calle pequeña pero con mucho tráfico, tres baños y un salón con la altura de dos pisos reconvertido en biblioteca que era espectacular. Al final de una escalera de caracol, un pasillo de metro y medio y una barandilla de metal recorrían toda la biblioteca a cuatro metros del suelo. Todas las estanterías tenían puertas acristaladas. Un sillón de lectura y una mesa llena de libros y otra mesa para escribir, completamente despejada, completaban la estancia. No pudo evitar que se le escapara un silbido de admiración. Después contó cuatro dormitorios. Todas las habitaciones tenían los techos muy altos. Venía enfundando la pistola y sin saber si sería correcto dejar ver lo impresionada que estaba.

—La cocina y el comedor están por aquí —dijo el profesor señalando otra zona del piso.

Ella volvió a sacar la pistola mientras él comenzaba a hablar:

—Esta es la zona de servicio. Fíjate que tiene otro suelo y, por cierto, una puerta que da a otra escalera. La cocina es donde hago parte de mi vida.

La cocina era enorme y tenía una cocina de leña que estaba caliente. Encima había una olla que emanaba un olor fantástico. Tenía una mesa rústica bastante grande y estaba rodeada de armarios excepto por la ventana, que daba a un patio interior. Elvira fue abriendo todas las puertas pensando que ese piso era el paraíso de los asesinos a la hora de esconderse. En un pasillo abrió una gran habitación que era la despensa y tenía una pileta de piedra con tabla de lavar la ropa; al lado había una lavadora y una secadora y un frigorífico de dos puertas. Elvira pensaba que su estudio no debía de ser mucho más grande que esa habitación. La última puerta era un dormitorio para el servicio, que hacía tiempo que no se habitaba, pero estaba limpio.

—Si hay más piso tendré que pedir refuerzos —dijo mientras sonreía.

—En el sótano hay tres habitaciones más; hace tiempo que no bajo. Mañana, si no tienes inconveniente, podremos inspeccionarlos. Ahora deberíamos cenar un poco, ¿no crees?

—No quiero ser una molestia —empezó a decir Elvira.

Pero Martín la interrumpió de golpe:

—No me gusta comer mientras me miran. Prefiero una compañía amable, si no tienes una excusa insalvable.

—No hay excusas, no hay excusas. Además huele que alimenta —capituló Elvira. Ella fue poniendo platos y cubiertos mientras él daba unos toques al guiso. Encontró una botella de Emilio Moro que puso en medio de la mesa.

—Yo bebo poco —dijo el profesor—, pero recuerdo que estaba muy bueno.

Ella se puso media copa y no bebió más, aunque comentó lo rico que estaba. También la comida era excelente, sencilla y deliciosa.

—La señora que le hace la casa tiene una mano inmejorable para la cocina —admiró Elvira.

Martín dejó la servilleta en la mesa con suavidad y le dijo:

—Esa es una de las partes que me inquietan del caso. La casa la hace una señora, efectivamente, pero la comida la he hecho yo.

—Perdón —se apresuró a decir ella. Él hizo un gesto con la mano.

—Nada que perdonar, Elvira, lo que me preocupa es lo que damos por supuesto. Todos lo que estamos metidos en el asunto. Esperáis que, como psicólogo social experto, sea capaz de averiguar la conducta del asesino. Tendremos que hacer muchas suposiciones y bastantes serán erróneas. ¿Qué sucederá si una de esas deducciones le da una ventaja sobre nosotros? Yo supongo que está ahí fuera. De hecho, he dejado la luz del salón encendida para que crea que estamos ahí. Pero ni siquiera sé realmente si está observando. Puedo pensar que ya ha elegido a su próxima víctima o bien que en este momento la está matando. En este juego cruel nos lleva mucha ventaja ese hombre. Hablando de suposiciones ¿no podría ser una mujer?

Elvira se quedó pensativa antes de responder.

—Hay dos datos que señalan que no. Uno es el sadismo y la violencia con la que mata. Estadísticamente, eso es más de hombres. Y el segundo es el tema de los nudos con que ata. Santiago habló de nudos complicados, no complejos. Nudos que adrede tienen más vueltas de las que necesitan.

—¿Es un narcisista? Pero seguimos haciendo suposiciones. Aunque hay algo que es seguro.

—¿Qué? —preguntó la agente.

—Que este guiso está cojonudo.

Y ella se echó a reír.

Acabaron de cenar, recogieron y fregaron, refugiándose en esas tareas mecánicas que dan cierta seguridad. En la sobremesa, Martín tomó la palabra:

—¿Qué plan hay para mañana?

—Lo confirmarán a primera hora. Y puedes estar de acuerdo o no. Creo que quieren presentarte a uno de los jefes y que participes en una reunión con el equipo para hacer un perfil del asesino. Por la tarde tienes la clase…

—Y la clase de tiro y la entrega de la pistola. Si no, me retiro del juego.

—Esperemos que los jefes den permiso —dijo Elvira entre la prudencia y la sonrisa al imaginar a Santiago intentando sacar adelante la petición del profesor.

—A última hora de la mañana tengo que ir al hospital para ver a mi médico.

La frase se quedó en el aire. Elvira rompió el silencio:

—¿Te encuentras mal?

—Como vamos a acabar conociéndonos mucho, lo mejor es no guardar demasiados secretos. Tú eres la primera persona a la que se lo digo. —Y le alargó el sobre del hospital.

Elvira sacó la hoja y comenzó a leer, enseguida se le oscureció el rostro y frunció el ceño.

—Si quieres te lo explico…

Ella negó con la cabeza mientras luchaba por que las lágrimas no desbordaran sus ojos.

—Martín, lo siento. ¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde esta tarde a primera hora.

Ella asintió despacio.

—¿Se lo puedo decir a Santiago?

—Sí, pero con cuidado, es más frágil de lo que aparenta.

Elvira volvió a afirmar con lentitud.

—Cambiando de tema —dijo él, animándose—, ¿cómo vamos a dormir?

—Yo no dormiré, me quedaré en el salón o en la cocina y de vez en cuando haré rondas. Lo digo por si oyes ruidos, sobre todo si te dejan una pistola. ¿A qué hora sueles levantarte?

—A las cinco y media, suponiendo que hoy duerma, que creo que dormiré —respondió Martín.

—Madrugas mucho.

—Sí, es el momento en el que mejor escribo o leo —dijo él con falta de convicción.

—¿Qué estás escribiendo ahora?… Si se puede saber.

—Un estudio sobre Nietzsche y las fuentes filosóficas de la psicología social. Suponiendo que existan. En cualquier caso, me voy a tener que dar prisa. —Ninguno de los dos cambió el gesto—. Con tu permiso, Elvira, me voy a mi cuarto.

—Como si estuvieras en tu casa.

Su dormitorio daba a un patio interior bastante grande, mucho menos ruidoso que la calle. Ella apagó las luces del salón y se escondió a observar, procurando no mover la cortina. Le pareció, pero no estaba segura, que una sombra se retiraba detrás de un árbol. Ahora no podía bajar, era arriesgado, así que tomó referencia del árbol, aunque no sabía si lo había visto o no. En ese momento sonó el móvil, era Santiago. La conversación apenas tuvo un diez por ciento de temas profesionales y duró diez minutos.

Elvira hizo unos estiramientos. Se mantenía muy en forma y aparentaba algunos años menos de los que tenía. Su pelo era moreno y los ojos claros, aunque de un color no definido: a veces grises, a veces azules; los hombres de su departamento decían que dependía del nivel de mala leche. Delgada, atractiva, aunque mantenía a las personas a cierta distancia. Simpática con una minoría de elegidos: hombres, mujeres, compañeros, jefes y algún colega. Muy pocos amigos y amigas, pero muy bien seleccionados y cuidados. No era fácil entrar en ese club. Desde hacía tres meses salía con Santiago, lo llevaban medio en secreto, si continuaban deberían separarse laboralmente. Muy profesional, con una resistencia física muy elevada, atenta a los detalles. Ahora volvía a recorrer la casa mientras pensaba que percibía al profesor con una debilidad poderosa. A veces las contradicciones eran la mejor forma de describir sus percepciones.

3. Diario de a bordo de un asesino

Día 6

Parece que la policía va atando cabos, aunque no son los que ellos creen. Ya se van juntando las piezas del ajedrez. Primero, comer a los peones para poder matar al rey. Que sufran el estrangulamiento que soportan los pobres, los que no tienen derechos, las piezas que no encajan en los engranajes de la máquina. La gente que es como yo.

Odio los mundos artificiales. Se quejan de los otros y sostienen que sus entornos son perfectos: la universidad, la Policía, los jueces, la banca… Ellos son muy buenos. «Ven a jugar con mis reglas, con mis cartas…». No, conozco el juego y está trucado. Las reglas van a cambiar. Empiezan a ser mis reglas, mis normas, y su dolor y su sufrimiento. ¿Alguna vez tenía que ser al revés, no?

No sé lo que durará esta partida. Ni siquiera sé cómo va a terminar, porque hay varios finales posibles. Por ahora ya tengo elegida la siguiente víctima. Esta vez será una mujer, muy joven, muy guapa…, así no se podrán quejar de falta de diversidad. No quiero que piensen que sólo mato hombres porque me gustan. Bueno…, que piensen lo que les dé la gana. Cuanto más piensen, mejor; más lejos estarán.

Qué placer cuando les vi salir de la facultad. Ya iban menos confiados, más tensos. Me estaba muriendo de frío en el coche. Desde que apagaron las luces del despacho hasta que salieron pasó mucho rato. O tomaron café o fueron a la biblioteca. Me gusta el olor de este libro que tiene tapas duras y está cosido. El manual del profesor Martín, el catedrático. Ese al que ante una propuesta mía sólo se le ocurrió decir: «No des tantas vueltas a las cosas. También hay que vivirlas, experienciarlas». ¿Qué palabra es esa?

Sé que no quería despreciarme, sé exactamente a lo que se refería. También soy libre de tomarme las cosas como me dé la gana. La libertad del receptor…, y la muerte del emisor, añadiría yo. Tengo que darme más prisa de la que pensaba porque el viejo es capaz de morirse cualquier día. Hay que joderse, una de las mejores cabezas del país y tiene cáncer en el cerebro. Como el país mismo. Aunque no debo precipitarme, para no cometer errores. La prisa hace que pases cosas por alto y que seas maleducado. Y no queremos ninguna de esas dos cosas rondando por aquí.

Hablando de pasar cosas por alto: el inspector, Santiago, si tuviera más memoria ya sabría quién soy. Para eso estudié dos años en su misma aula.

Ejecutemos la siguiente jugada.

4. Reunión de pastores

 

Para su sorpresa, había logrado dormir bien; no mucho tiempo, pero bien, así que se levantó descansado. Medio en sueños había oído pasos, pero sospechó que eran de Elvira y prefirió no salir a averiguarlo en camiseta y calzoncillos, mientras que ella iría vestida y armada. Era un combate desigual.

Se afeitó, se duchó y fue a la cocina, de la que salía un olor a café estupendo. Ese aroma le hizo tambalearse sobre un montón de recuerdos alegres. De repente se le llenaron los ojos de lágrimas y se dejó caer contra la pared para no desplomarse. Elvira debió de oír algún ruido porque salió de la cocina y con cara preocupada le sujetó mientras decía:

—Profesor, profesor, aquí conmigo, no se vaya.

Le llevó hasta la cocina, donde el cayó derrumbado en una silla.

—Vaya, lo siento, me he mareado. Este olor a café me ha recordado la época en la que desayunábamos juntos mi mujer y yo.

El profesor tenía la cara desencajada y un cierto color gris. Una vez que fue recuperándose de la impresión y retomando el color, Elvira le preguntó si prefería tomar otra cosa o desayunar fuera. Martín negó con la cabeza, las fuerzas habían vuelto a sus piernas. Se quedó pensando si el vahído sería por el cáncer o por la amenaza de un asesino. Al final desayunaron café y tostadas y Martín rompió el fuego:

—Creo que ha sido por la falta de costumbre de desayunar con una mujer.

Su guardaespaldas sonrió.

—Espero que esta situación no dure mucho y no empecemos todos los días con un apechusque.

Más recompuesto, Martín, preguntó por el programa de fiestas de la mañana. Iban a ir a comisaría a una reunión con Santiago, dos colegas y dos psicólogos de la Policía. Asistiría un alto cargo, pero no sabía todavía quién era. Ella aprovecharía para descansar un poco en casa y se reincorporaría a las cuatro de la tarde. Cuando el profesor quisiera irían a la universidad. Luego, como si cayera de repente, dijo:

—Ah, Santiago te acompañará al hospital y al salir de clase creo que tenéis prácticas de tiro. Yo también estaré.

—¿Al hospital no puedo ir solo?

—Bueno, normalmente acompañamos, pero no entramos en la consulta. Me temo que el hospital está considerado como un lugar peligroso. También he pedido un coche escolta porque el tuyo podría darnos problemas en el caso de tener que huir. Por cierto, lleva el sobre del diagnóstico a comisaría, que tengo una corazonada.

Martín asintió, cabeceando.

—Yo también creo que el sobre lo habían abierto. Uno de los extremos tenía holgura y un color más amarillo. Así que el asesino sabe mi situación, y me temo que acelerará los planes.

Elvira no hizo ningún gesto, pero le parecía que la mente de Martín corría como un fórmula uno.

El coche llegó puntual y Elvira comprobó que nadie pareciera especialmente atento a sus movimientos. Una vez metidos en el automóvil, ella sacó la pistola y la tapó con la chaqueta.

—Martín, este es Javier, el policía que hará de escolta cuando yo no esté.

Javier tendió la mano al profesor.

—Me alegro de conocerle, aunque lamento la historia esta.

Martín le estrechó la mano con la fuerza que tenía, aunque su interlocutor debía de estar advertido porque no apretó mucho.

Conducía con suavidad pero dejaba suficiente espacio con el coche de delante por si había que dar un frenazo.

—¿Quiere que paremos en algún sitio?, ¿periódicos?, ¿un café…? —hablaba sin parar, Javier.

Así que Elvira se echó a reír y entre bromas le recordó la misión:

—No somos un taxi, ni estamos haciendo turismo. Llévanos a comisaría por una ruta segura y estate atento a las motos.

—Sí, señora —respondió el agente.

Martín no supo si había cierto grado de sorna en sus palabras, de las que Elvira hizo caso omiso. Él se dejó caer y cerró los ojos durante todo el trayecto, nadie podía decir si pensaba o dormía. Era posible que él mismo tampoco estuviera seguro.

El coche pasó un control en el que se identificaron todos y paró al lado del ascensor. Elvira se acercó al profesor y le dijo:

—¿Te encuentras bien, podrás con la reunión? Podemos cancelarla.

—No te preocupes, no será peor que un claustro de profesores —dijo Martín, con otro color y otro gesto en su cara.

Subieron al séptimo piso y al abrirse las puertas estaba esperando Santiago, que, ante la sorpresa de todos los presentes, dio un abrazo sentido y largo a Martín, mientras le decía al oído:

—Ya sé lo de tu enfermedad, lo siento muchísimo.

Cuando se separaron, Santiago tenía los ojos rojos y Martín sonreía:

—Nadie es perfecto —dijo.

La sala tenía ventanales que no se abrían pero que daban mucha luz. Había una pantalla, en la que se veía una transparencia, y siete sillas: dos para otros inspectores, dos para psicólogos de la Policía, una para Santiago, otra para Martín y la última para el alto cargo que esperaban.

—Llega en dos minutos —dijo uno de los inspectores.

Elvira había desaparecido, llevándose el sobre del hospital.

Estuvieron comentando algunas cosas de los servicios y turnos hasta que, a los dos minutos justos, entró una persona de cierta edad. Enseguida miró a los ojos a Martín y comentó:

—Cuánto tiempo sin verte.

Todos los de la sala se quedaron sorprendidos. Se dieron un apretón de manos, pero podían ver también que guardaban las distancias. Martín decidió poner las cosas fáciles:

—¿Qué tal está, señor subsecretario?

—Bien, aunque preocupado por este caso, que creemos que está a punto de estallar. Y no te niego que preocupado por tu seguridad.

—Bueno, haremos lo que podamos, espero —respondió Martín tomando asiento, mientras todos se reorganizaban.

Fue el subsecretario el que preguntó:

—¿Los cristales están blindados?

—Sí —aseguró Santiago—, y desde fuera no se ve nada.

—De acuerdo. ¿Qué sabemos?

Santiago, como inspector responsable del caso, fue desgranando los pocos datos que tenían y, tratando de no alarmar a Martín, fue dando importancia a la amenaza que pendía sobre este. Algunos tomaron notas y nadie hizo preguntas, excepto el subsecretario. A Martín le parecieron preguntas adecuadas, aunque estaba concentrado en controlar la rabia que le daba la presencia de su conocido en la sala. Cuando hablaron de un alto cargo pensó en él, pero lo descartó enseguida…, demasiado alto para un asunto como el de dos crímenes de estudiantes.

Luego fue el turno de los psicólogos, que esbozaron los posibles perfiles del asesino. Ambos expertos desgranaron las mismas palabras:

—Escasez de datos… Odio a la gente, falta de empatía, frustrado, sádico, astuto, meticuloso, chulo, justiciero… Quizás homosexual por haber asesinado a dos varones…

Uno de los policías lanzó un comentario:

—Desde que no se puede decir maricones sino homosexuales las reuniones duran más…

Una mirada fulminante del subsecretario le sumió en el silencio.

Martín tuvo que hacer un esfuerzo por no sonreír, le había hecho gracia lo de las reuniones. La idea de un asesino justiciero le sonaba aceptable. Pero ¿justiciero contra qué o quién?

El subsecretario se vio en la obligación de mandar en la reunión, para eso era el de mayor jerarquía:

—¿Quieres añadir algo al perfil?

Martín respondió con un escueto «no». Trató de que no sonara de ninguna manera, aunque fue inevitable que todos los presentes intercambiaran miradas.

—De acuerdo —dijo el subsecretario—. ¿Qué medidas proponen?

Los inspectores enumeraron algunas de las posibles: más escolta, barrer el piso del profesor buscando micrófonos o cámaras, control del correo para evitar cartas bomba… Santiago añadió que quería medidas de contravigilancia, porque era posible que el asesino siguiera al profesor. No compartió que tuvo una mala sensación en el aparcamiento de la facultad, no era el sitio para hablar de intuiciones.

El subsecretario aprobó todas las medidas y propuso volver a verse en cuarenta y ocho horas. Todos sacaron sus móviles y apuntaron fechas. Santiago preguntó cuánto tiempo contendrían a la prensa y si merecía la pena hacerlo.

—Si no ve nada en la prensa lo mismo se obliga a hacer algo espectacular —insistió el inspector—. Yo dejaría que lo publicasen cuando quieran, hoy o mañana.

Miró a los colegas buscando algún apoyo, pero todo era silencio.

—Me parece adecuado —consintió el subsecretario mientras se ponía de pie. Con un gesto indicó a Martín que le acompañara al ascensor, mientras se despedía de los demás—. Sé que lo están haciendo bien, se lo agradezco y les pido un esfuerzo.

Ambos salieron al pasillo, a lo lejos estaban los escoltas del político. Fue este el que rompió el silencio.

—Lamento la situación. Supongo que está siendo de lo más incómodo.

Martín se mantuvo callado.

—Te prometo que haremos lo imposible por que no te suceda nada. He autorizado la entrega del arma y las sesiones de entrenamiento, aunque tengo mis reservas, pero entiendo la petición.

El político volvió a hablar ante el mutismo del profesor:

—¿Cómo encaras la situación?

Martín prolongó el silencio un poco más de lo adecuado para acabar respondiendo:

—Lo mejor que puedo.

—Tú has aguando situaciones muy duras y siempre les has echado cojones —dijo el subsecretario. Intentó agarrar el brazo de Martín, pero este lo retiró—. Por favor, cualquier cosa que necesites o quieras, aunque te parezca poco importante, dímelo, estos son mis teléfonos y siempre te atenderé a la hora que sea o dónde esté. —Y le entregó una tarjeta que el profesor demoró en recoger para guardarla en el bolsillo de su chaqueta con cierto desdén.

—A lo mejor doy tu nombre como sospechoso de los crímenes —dijo Martín, con la calma de la que era capaz.

El subsecretario sonrió como pudo.

—Nunca perdiste tu ironía, ni tu sentido del humor…

—Tú sabrás si nunca la perdí —dijo, subrayando el nunca.

El político reiteró su deseo de que todo fuera bien y entró con los escoltas en el ascensor. Ambos respiraron aliviados cuando se perdieron de vista.

Cuando volvió a la sala sólo quedaba Santiago, recogiendo algunos papeles. Llevaba en una de las manos una caja blanca que parecía pesar aunque no era muy grande. Le hizo un gesto con ella mientras sonreía.

—¿Tienes caja fuerte en casa?

Para su desconcierto, Martín respondió afirmativamente.

—Eres una caja de sorpresas, maestro.

—Venía con el piso y tengo la combinación.

—Bueno —terció Santiago—, vamos al hospital.

Bajaron al parking y montaron en el coche de Santiago, que salió disparado sin preguntar qué hospital era. Al mismo tiempo iba dando vueltas a cómo sacar la conversación. Mientras esperaban en un semáforo Martín comenzó a hablar, manteniendo los ojos cerrados.

—Tu jefe, el subsecretario, y yo somos viejos conocidos. Se puede decir que tuvimos relaciones íntimas.

Santiago reprimió un respingo.

—En los años 70 hubo una gran huelga en la universidad —siguió Martín—. Todavía no era profesor. Era uno de los que movía la huelga. Durante una semana mantuvimos a la policía fuera del campus. No se enteró mucha gente debido al control de los medios por parte del régimen de Franco. Yo dormía cada noche en una casa distinta. Al final me detuvo la Secreta en un autobús y me encerraron en la comisaría central. La primera semana me daban dos palizas diarias, supongo que por la mañana y por la tarde. —El profesor se detuvo para mantener la emoción contenida—. Las palizas eran previas a los interrogatorios y me las daban tres individuos. Uno de ellos era el subsecretario, un policía prometedor y, como así ha sido, con mucho futuro.

Tomó aliento mientras Santiago decía:

—Joder, mierda… Ahora entiendo la tensión.