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Pedro Ángel Palou
Francisco Ramírez Santacruz
(eds.)

El Llano en llamas, Pedro Páramo y otras obras
(En el centenario de su autor)

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El Llano en llamas,
Pedro Páramo
y otras obras

(En el centenario de su autor)

PEDRO ÁNGEL PALOU
FRANCISCO RAMÍREZ SANTACRUZ
(eds.)

IBEROAMERICANA - VERVUERT - 2017

Una publicación de la Cátedra Felipe VI de Tufts University

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ISBN 978-3-95487-590-0 (e-book)

ISBN 978-607-525-269-8 (BUAP)

Depósito Legal: M-6503-2017

Diseño de la cubierta: Rubén Salgueiro

Imagen de la cubierta: Shutterstock

Impreso en España

Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico blanqueado sin cloro

Contenido

LIMINAR

Julio Ortega

Una fábula oral de Juan Rulfo

INTRODUCCIÓN

Pedro Ángel Palou y Francisco Ramírez Santacruz

En honor a un clásico: Juan Rulfo y sus lectores

I.  EL LLANO EN LLAMAS: GÉNEROS, FRONTERAS Y ENUNCIACIÓN

Steven Boldy

“El hombre”: cuento fantástico y realista, una relectura

Oswaldo Estrada

“Paso del Norte”: Juan Rulfo a orillas del Río Bravo

Florence Olivier

La memoria o el olvido del crimen: lagunas del decir en El Llano en llamas

II.  EL LLANO EN LLAMAS: MEMORIA E ISOTOPÍAS

Karim Benmiloud

Una noche en el Huerto de los Olivos: “La noche que lo dejaron solo” de Juan Rulfo

Noé Blancas Blancas

Recordar “Luvina” como si así fuera

Marco Kunz

Lectura vampiresca de “Luvina”

III.  PEDRO PÁRAMO: SÍMBOLOS, TEORÍAS Y GENEALOGÍAS

Arndt Lainck

La esperanza escondida, la duermevela y el hilo de la vida en Pedro Páramo

José Manuel Pedrosa

“Quisiera ser zopilote para volar…”: Ícaros encadenados en el subsuelo de Comala

Ignacio M. Sánchez Prado

Juan Rulfo: el clamor de la forma

Samuel Steinberg

La lectura, a penas. Rulfo e hijos

IV.  LA LETRA Y EL LENTE

Héctor Costilla Martínez

La identidad contingente de Dionisio Pinzón en El gallo de oro

Douglas J. Weatherford

Juan Rulfo en las escuelas de cine: entrevistas a dos cineastas

V.  REESCRITURAS E INFLUENCIAS

Brian L. Price

Un pedazo de Onda: Rulfo y José Agustín

Friedhelm Schmidt-Welle

Hacia un regionalismo literario no nostálgico: Juan Rulfo y Julio Llamazares

Kristine Vanden Berghe

Parecidos estilísticos entre Nellie Campobello y Juan Rulfo

CODA

Pedro Ángel Palou

Juan Rulfo: la vida no es muy seria en sus cosas, relectura hecha por un escritor

COLABORADORES

Liminar

Una fábula oral de Juan Rulfo

Julio Ortega

Brown University

En un congreso sobre literaturas inter-americanas, en San Juan, Puerto Rico, me encontré con Juan Rulfo, que junto a Toni Morrison y Jorge Amado eran las cabezas más visibles, como talladas en la materia verbal que los iluminaba por dentro. Toni había cometido el peor error de un escritor en un congreso: llevar a su hijo adolescente. El chico se pasaba el día en la piscina y yo hacía turnos para acompañarla con una piña colada.

De pronto Juan Rulfo cruzó el jardín, leve y lento, tan silencioso que nos hizo volver la mirada para saber quién hacía tanto silencio. Lo vimos desaparecer como un personaje de un cuadro que se saliese con un “hop” lewiscarreano. Esa tarde, en la recepción, había tanta gente que no podíamos desplazarnos y la charla se convertía en un feroz murmullo.

De pronto, deslizándose milagrosamente en el gentío vi a Rulfo delante de mí con un vaso triste en la mano. “Vamos a la otra puerta” —me dijo—, “he visto una mesita vacía”. Lo seguí a lo largo del camino que se abría ante sus pasos. En efecto, la mesita redonda nos esperaba con dos sillas desocupadas. En ese cono de luz cesaban las voces y creí sentir una repentina brisa. Rulfo cruzó las piernas, llevaba un traje de color sufrido pero liviano, que le quedaba algo holgado.

Hablé de José María Arguedas, de su suicidio, y le conté la pesadilla atroz que tuve el día de la mala hora: soñé que yo le había comprado la pistola. Este sentido de culpa, le dije, es del todo peruano.

Varios años antes de esto y de aquello yo había publicado un ensayo sobre Rulfo que, me dijeron los editores, le había gustado. Estaba aterrado de que me lo recordara, porque los ensayos, con el tiempo, no mejoran, al revés de los poemas. De pronto, vi su sonrisa franca, y casi no entendí lo que me murmuraba. Algo así como: “Te voy a contar lo que me pasó una noche en que remontando montañas, me perdí”. Y siguió:

Caminaba yo por unas lomas divididas por la luz de la luna, sin saber dónde estaba; pero habiendo un buen camino solo podía seguirlo. Al bajar una colina, de pronto, vi el pueblo, que era como cualquier pueblo, pequeño y abrazado, dándose calor unas casas a otras, blanco y negro bajo una luna fría. A esa hora de la noche se ve mejor. Y vi que los campesinos estaban reunidos en la placita, todos juntos y abrigados, evidentemente esperándome. Me miraban en silencio mientras yo bajaba aprisa para no prolongar su espera.

En silencio, me tomaron de los brazos y paso a paso me llevaron a la placita central donde había crecido un árbol. Siempre taciturnos, me amarraron cuidadosamente al árbol, comprobaron que estaba yo bien atado y, ceremoniosamente, se marcharon.

Me quedé allí, sin poder hacer nada, y me fui adormeciendo.

De pronto, al alba, vi que otra vez me rodeaban los campesinos, contentos. El que había hablado… me dijo: “Cuando venías, caminando, te vimos de lejos y vimos que venías solo porque tu alma te había perdido, y debía estar buscándote por otro rumbo. Por eso te atamos, para que tu alma te encuentre. Ahora que te ha encontrado, te desatamos, para que sigas tu camino”.

Me quedé en silencio. Rulfo sonreía, dejándome el enigma.

De pronto me di cuenta de que estábamos solos en esa muchedumbre en voz alta. La única mesita tenía una luz cenital, casi teatral, pero nadie parecía haberse percatado de que él estaba allí. Sentí que Rulfo me había contado una fábula sobre el origen de Pedro Páramo, o tal vez una alegoría de su propia obra fantasmática. Pero creí creer que me dejaba una tarea improbable: la de contar su historia, para dejarla en otras manos, bajo otras lunas.

Introducción

En honor a un clásico: Juan Rulfo y sus lectores

Pedro Ángel Palou

Tufts University

Francisco Ramírez Santacruz

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

Hace 100 años nació el más clásico escritor mexicano del siglo xx1. No existe obra alguna en prosa en las letras hispánicas que sea más breve y que haya ejercido el mismo grado de influencia en la literatura universal con la excepción del Lazarrillo de Tormes; en ese sentido, las páginas que nos legó Juan Rulfo son seminales. Pero también son misteriosas e inagotables como las de todo clásico. ¿En qué reside la genialidad de Rulfo? No hay una respuesta única como tampoco la hay para Dante, Shakespeare o Cervantes. Es por ello que los editores de este volumen están convencidos de que sobre Rulfo y sus creaciones jamás será todo dicho.

En el liminar del presente volumen, el escritor peruano Julio Ortega narra un encuentro con Rulfo, donde el jalisciense ofrece una fábula sobre los orígenes de Pedro Páramo. Ortega, al intentar dilucidar las palabras enigmáticas de su interlocutor, intuye que Rulfo le ha encomendado una tarea imposible: contar la historia recién narrada. Pero aun así lo intenta. Ese es el espíritu que guardan las 15 contribuciones (escritas por académicos de universidades en Alemania, Bélgica, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, México y Suiza) organizadas en cinco secciones que nos complace ofrecer. Dichas colaboraciones cubren las perspectivas críticas más diversas sobre la obra de Rulfo y que estamos seguros invitarán a los lectores a reflexionar ampliamente sobre su legado.

Estamos frente a aproximaciones que se enfocan en algunos de los cuentos menos estudiados (“El hombre” o “Paso del Norte”) o que proponen una lectura novedosa de uno de los más comentados (“Luvina”); que dan visiones globales de El Llano en llamas desde el eje de las lagunas del decir; que reivindican a Rulfo como gran conocedor de la Biblia; que derriban aspectos anquilosados y proponen nuevos caminos a partir de sugerentes posiciones teóricas o que anclan la prosa de Rulfo en la tradición oral; que reflexionan sobre El gallo de oro o reproducen una serie de entrevistas con cineastas que se inspiraron en la obra rulfiana; y, finalmente, análisis comparativos entre Rulfo y una predecesora estilística o un autor posterior —del otro lado del Atlántico— que comparte con él una poética común o incluso entre el jalisciense y un escritor representativo de la literatura de la Onda que fue influido por él pese a los públicos desencuentros. Forma, poética, estructura, enunciación, influencias, mitos, géneros y teoría literaria son los senderos por los que discurren los presentes estudios. El volumen concluye con una reflexión ensayística donde se intenta no solo sacar un balance general de las interpretaciones más importantes sobre Rulfo, sino proponer un nuevo camino para acercarnos al misterio de su ficción y los procesos emocionales que detona.

A todos los colaboradores, sin cuyo entusiasmo este volumen no habría visto la luz, les estamos sumamente agradecidos. Su amistad nos honra. Finalmente, para nosotros releer a Rulfo en el primer centenario de su nacimiento significa continuar un diálogo que comenzó hace más de dos décadas a la sombra de una pirámide y dos bellos volcanes en Cholula, Puebla, o para decirlo con Julio Ortega, “bajo otras lunas”.

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1 Ha terminado por imponerse el año de 1917 como la fecha real del nacimiento de Rulfo, pese a que el mismo escritor hizo todo lo posible para promover otra.

I

EL LLANO EN LLAMAS:
géneros, fronteras y enunciación

“El hombre”: cuento fantástico y realista, una relectura1

Steven Boldy

University of Cambridge

En su conocida reseña de Pedro Páramo, notoria por su miopía crítica y por una hostilidad inexplicable en un supuesto amigo de Rulfo y el editor de su novela, Alí Chumacero escribe una frase intrigante, algo misteriosa: “Pedro Páramo intenta ser una obra fantástica, pero la fantasía empieza donde lo real aún no termina” (62). Augusto Monterroso escribió sobre la resistencia de muchos en México a considerar la literatura de Rulfo como fantástica: “Sucede que hace años se creyó equivocadamente que Rulfo era realista, cuando en realidad era fantástico” (501). Creo que lo fantástico en Rulfo no corresponde a la definición clásica de Tzvetan Todorov como duda o vacilación en el lector entre “lo maravilloso” y “lo extraño”, merveilleux y étrange (unheim-lich, uncanny). Más bien, lo fantástico y el realismo se dan lado a lado en una tensa y desconcertante coexistencia. Las dos mitades de Pedro Páramo corresponden grosso modo a esta dicotomía. La primera parte, es decir hasta el encuentro con la pareja incestuosa y la muerte de Juan Preciado, es una historia atemporal de fantasmas, murmullos y tiempo reversible, contada, como descubrimos en el fragmento 36, desde ultratumba, desde la fosa que Juan comparte con Dorotea. En la segunda parte empiezan a aparecer las fechas, el contexto socio-político, la Revolución y la Guerra Cristera: estamos ante el relato histórico de la muerte de una comunidad jalisciense y su cacique.

La lectura que propongo de “El hombre” como la reelaboración por José Alcancía desde el más allá de su cruento conflicto con Urquidi hasta su muerte a orillas del río lo postula como claro antecedente de la doble inscripción genérica de Pedro Páramo. Una breve comparación entre la estructura de “El hombre” y la de “Luvina” servirá para reforzar mi planteamiento. Es sabido que la escritura de “Luvina” le sirvió a Rulfo para elaborar el ambiente de Comala y las experiencias fantasmales de Juan Preciado. Ambos cuentos se desarrollan en dos sitios geográficos contrastados y contienen dos tipos diferentes de narración: realista y fantástica o cuasi-fantástica.

En ambos cuentos un sitio alto se opone a un valle arbolado con un río caudaloso. En “El hombre” el río es silencioso y siniestro, en “Luvina” su ruido se combina placenteramente con el de los árboles y las voces de los niños y contrasta con el atosigante aullido del viento del pueblo de Luvina, que solo sirve para disimular un silencio aún más devastador. En “Luvina”, como en “No dejes que me maten”, hay dos planos narrativos, la narración del maestro en el valle y la historia que narra: los años traumáticos que pasó en Luvina. La relación de su estancia en Luvina tiene dos vertientes: en la primera una experiencia infernal, fantasmagórica, de gran intensidad poética; en la segunda, una conversación entre el hombre y los habitantes del pueblo que gira alrededor de la hostilidad rural contra el programa de educación socialista del gobierno central, y como trasfondo la devastación dejada por el conflicto cristero. Lo fantástico en Luvina no está en los acontecimientos, sino en la mentalidad de sus moradores, a los que el maestro intenta débilmente oponer una voz más racional: “Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento” (112). Está sobre todo en el lenguaje, las metáforas y una larga y alucinante serie de comparaciones: “[el viento] rasca como si tuviera uñas […] hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos” (113). “El hombre” tiene dos partes. La primera es el relato trágico-fantástico de una cadena de venganzas y muertes narrado, según mi tesis, desde el más allá de la muerte; la segunda, una conversación entre un oficial y un borreguero, quien narra el final de Alcancía en clave realista, grotesca y humorística. En ambos cuentos, la tensión entre los dos tipos de narración arroja la misma ambigüedad, o contradicción según como se lea, sobre si hay uno o dos personajes en cierto momento. En “Luvina” el lector llega a creer que el maestro cuenta su historia a un oyente imaginario, quizás el espectro de su ser anterior a Luvina; sin embargo el narrador impersonal de la conversación alude a dos personas: “Hasta ellos [llegaba] el sonido del río” (113). De modo análogo, en “El hombre” el lector llega a creer, justificadamente, que Alcancía es perseguido no por su enemigo sino por su propia culpa. El borreguero, sin embargo, habla de “su nuca repleta de agujeros” (65), que señala lógicamente a un segundo hombre.

De los cuentos de Rulfo “El hombre” es quizás el más difícil de desenmarañar y de analizar a causa de las contradicciones temporales, la fragmentación y multiplicidad de tomas narrativas, una ambigüedad generalizada y la confusión entre los personajes. Florence Olivier, la estudiosa que mejor ha captado estas tensiones, habla de “una figura imposible” y del “no-tiempo de una muerte futura” (743). Lo que sí está claro es que se trata de una historia de venganzas, con tres asesinatos (uno múltiple) como en “La Cuesta de las Comadres”. Aunque las dos partes responden a diferentes órdenes narrativos, ambos dan datos que conforman la trama. En el argumento aparente, que inicialmente parece de naturaleza preponderantemente cronológica, Urquidi persigue de cerca a José Alcancía, rastreando sus huellas en una serie de ascensos y luego el descenso hacia un río. El lector va descubriendo la causa de la persecución: Alcancía creía haber matado a todos los miembros de la familia de Urquidi (“No debí matarlos a todos” [61]) como venganza por el asesinato por parte de Urquidi del hermano de Alcancía, como recuerda este: “igual que lo que yo hice con su hermano” (60). De hecho Urquidi no había caído bajo el machete de su enemigo porque se había ausentado de la casa para ir al funeral de su hijo recién nacido. Urquidi persigue a Alcancía hasta la cumbre donde este efectúa la matanza y hacia el río donde jura que lo matará a balazos. El borreguero encuentra a Alcancía con varios tiros en la nuca. Aprendemos de la voz de Urquidi y del testimonio del pastor que varios días han pasado a orillas del río después del asesinato de la familia. Durante el ascenso las voces de los dos hombres se entremezclan y confunden, hasta el punto de que casi todos los críticos coinciden en que el perseguidor es una proyección de la culpa del perseguido. El sustantivo en singular del título, “El hombre”, ya sugería que los dos hombres, indisolublemente ligados por la violencia y la culpa, se hacen prácticamente uno, como el padre y el hijo en “No oyes ladrar los perros” se convierten en “una sola sombra” (137).

La narración de la primera parte es mucho más compleja y de otro orden que la de la segunda; desde la primera lectura el lector percibe que pertenecen a diferentes géneros: una es tenebrosa, trágica, incluso sobrenatural; la otra está marcada por una comicidad bufonesca y satírica. Un narrador externo aparentemente omnisciente relata la persecución y presenta las palabras de los dos hombres en ceñido contrapunto. Ofrece once secciones del discurso de Alcancía en primera persona y en cursiva, introducidas por la frase “dijo el hombre” o “pensó el hombre”; en dos momentos Alcancía se dirige a sus víctimas en letra redonda para pedirles disculpas. Las palabras del perseguidor, presentado como “el que lo perseguía”, van en ocho secuencias en letra redonda, y también se dirige a su hijo (muerto) dos o tres veces. Mientras que el narrador cuenta el trabajoso progreso del perseguido, Alcancía, con gran lujo de detalles físicos, el perseguido no es más que una voz incorpórea.

Los dos hombres dudan en voz alta sobre la realidad de sus palabras e incluso de si son dueños de ellas. Alcancía dice, enigmáticamente, “su fin: ‘No el mío, sino el de él’” y luego da la vuelta “para ver quién había hablado” (57). Después de otra frase, bastante tautológica, “Voy a lo que voy” (57), se da cuenta de que era él mismo quien había hablado. Al poco tiempo, al percibir la advertencia de que se le iba a mellar el machete, “Oyó allá atrás su propia voz” (58). Urquidi, consciente de la feroz ironía de la situación, se oye prometer a su hijo (muerto) que lo protegerá siempre: “Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido” (60). (En un paralelismo típico del cuento, Alcancía había presenciado sin intervenir el asesinato de su hermano por Urquidi). Hablando de su inevitable venganza contra Alcancía, cambia de la tercera a la segunda persona: “Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca… Eso sucederá cuando yo te encuentre” (58). Y se fusiona casi mágicamente con el pensamiento y los movimientos del otro: “Y donde yo me detenga, allí estará” (58).

La segunda parte consiste en el testimonio en primera persona de un borreguero que relata los últimos días de la vida de Alcancía a un oficial, policía o juez, quien, absurdamente, lo acusa de complicidad con el asesino fugitivo. Las palabras del acusador no son reproducidas directamente sino aludidas o repetidas por su interlocutor: una situación lingüística que refleja y parodia la del perseguidor y el perseguido. Como parodiando a los villanos del teatro clásico español el pastor repite empecinadamente que no entiende nada y que es un simple borreguero. Curiosamente, el oficial le reprocha no haber matado al asesino, es decir, no haber consumado la venganza que le correspondía a Urquidi: “Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar desprevenido” (63). Como le ocurre a varios personajes de Rulfo, por ejemplo a la madre en “Es que somos muy pobres”, la acusación genera culpabilidad por los actos ajenos: “Eso que me cuenta de todas las muertes que debía y que acababa de efectuar, no me lo perdono” (63). En una versión carnavalesca de los cruentos asesinatos de la primera parte, el borreguero enumera las seis maneras en que le habría gustado matar a Alcancía de haber sabido su crimen: “lo hubiera apachurrado a pedradas” (63); “una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado allí tieso” (63); “De haberlo sabido lo atajo a puros leñazos” (64); “me gusta matar matones” (63); “se habría quedado en su juicio y con la boca abierta” (64); “no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdedizo” (65). Incluso su descripción de sus movimientos y los del perseguido (“Al llegar yo, llegó él” [64]) parecen remedar las palabras de Urquidi: “Llegaré antes que tú llegues” (60).

La versión de la trayectoria del perseguido y del perseguidor que he trazado en las líneas anteriores es compleja y aparentemente verosímil, pero no resiste una mirada crítica más sostenida. En primer lugar, Alcancía pensaba que había matado a Urquidi en la casa en lo alto del monte, y por lo tanto no es lógico que se sintiera perseguido por él. Olivier propone que aunque pensaba que solo lo perseguía su culpa, de hecho lo perseguía el Urquidi de carne y hueso. Urquidi, además, solo descubrió el asesinato de sus hijos después de volver del funeral (buen ejemplo del negrísimo humor rulfiano). Aunque él esperaba el ataque de Alcancía, no habría tenido la necesidad de seguirle las huellas para llegar a su propia casa. Otra contradicción más importante: Alcancía lógicamente solo siente culpa después de matar a la familia y por lo tanto no es lógico que sienta culpabilidad antes de llegar a la casa. Otros detalles dejan perplejo al lector atento. Mientras Alcancía sube por la cuesta, el narrador habla de “palos guajes, sin hojas” y añade: “No era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas” (58). Al bajar al otro lado, sin embargo, los árboles tienen flores: “El río corre […] entre sabinos florecidos” (59). Estamos ante dos estaciones diferentes. Otras frases parecen contradecirse: “los pies siguieron la vereda, sin desviarse” (57) y “no debí haberme salido de la vereda” (59). La confusión entre los dos hombres no se limita a los pensamientos o a la repetición de frases, sino que entra de pleno en lo que parecía una narración omnisciente de acciones. Cuando entra en la casa con el machete para matar a la familia, los perros acogen cariñosamente a Alcancía: “Tocó la puerta sin querer, con el mango del machete. Un perro llegó y le lamió las rodillas, otro más corrió a su alrededor moviendo la cola” (58). El dueño de la casa y el asesino se convierten en una sola persona. En otro momento clave, el perseguidor dice “terminaré de subir por donde subió, después bajaré por donde bajó” (58). Esta frase, atribuida al perseguidor o incluso a la proyección del miedo del perseguido, supone un conocimiento de toda la trayectoria, desde su final, es decir a posteriori, sin embargo emplea el tiempo futuro. Esto apunta a que el perseguido está reviviendo toda la experiencia mentalmente después de concluida.

A la luz de esta intuición, una relectura cuidadosa del primer párrafo del cuento revela que, aunque el lector puede suponer que introduce una narración cronológica, se refiere a la vez al principio y al final de la persecución y del trayecto. Reza: “Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma […]. Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la inclinación de la subida” (57). Mientras que el sendero pedregoso señala el ascenso hacia la casa, la arena es patentemente la de la orilla del río donde perece el perseguido: “Se sentó en la arena de la playa […]. Allí estaban sus huellas” (59). La tierra blanda, la tumba-útero donde se refugia al final (“el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra húmeda” [59]) también surge en un momento realmente unheimlich al acercarse Alcancía a la casa: “Se enterró en la tierra blanda, recién removida” (58). Nos damos cuenta de que no existe el tiempo cronológico en el cuento, que se desenvuelve en un presente perpetuo. Es el mismo tiempo atemporal del capítulo de Benjy en The Sound and the Fury de William Faulkner. Es más que concebible que Alcancía esté narrando después de su muerte, desde la muerte, como Juan Preciado en Pedro Páramo.

Recurro a datos externos al cuento, otros textos de Rulfo, para apoyar mi hipótesis. Cuando el perseguidor está cerca del río “parvadas de chachalacas” (60) van y vienen: “se habían ido siguiendo el sol […] regresaban de nuevo” (59). En Pedro Páramo el lector empieza a darse cuenta de que el narrador, Juan Preciado, ha entrado en la zona sin tiempo de la muerte cuando: “Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos” (121); “Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver [… las] parvadas de los tordos” (122). En un borrador de cuento sin fecha reproducido en Los cuadernos de Juan Rulfo y que empieza “Iba adolorido”, el protagonista dispara al hombre que años antes había violado a su hermana y delante de los niños que ahora tiene con ella. Después se dispara a sí mismo. A continuación se le ve caminar por un campo al atardecer donde “Los girasoles se marchitaron al irse el sol” (105). Vuelve al sitio del crimen, vuelve el sol, y él se reúne con su cadáver. Este argumento fantástico, parecido al de “An Occurrence at Owl Creek Bridge”, de Ambrose Bierce, se reelabora en “El hombre”. El perseguidor comenta que el sol había desaparecido durante dos días a orillas del río donde se había refugiado Alcancía y también en el funeral de su hijo, donde las flores “estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol” (59). Cuando descubre los cadáveres de sus hijos comprende por qué “se me marchitaron las flores en la mano” (61). La combinación de la luz que desaparece, el asesinato y las flores marchitas no es menos fantástica en “El hombre” que en el borrador de los Cuadernos.

Varios elementos del cuento cobran más sentido cuando los leemos como reelaborados desde el más allá. El sendero, por ejemplo, parece ser contemplado desde una gran altura: “Parecía un camino de hormigas de tan angosto” (57). Los machetazos sin sentido que da a la vegetación al subir por el sendero (“Se amellará con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas” [58]) son una reelaboración, al repetir el viaje su alma en tormento, de los que da a los cuerpos indefensos de los niños: “El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a la resignación. Y el machete estaba mellado” (59). Al leer en el segundo párrafo que el perseguidor confía en que será fácil rastrear los pasos del otro porque le falta un dedo en el pie izquierdo, el lector siente cierto escepticismo. Cuando más adelante leemos que el perseguido asocia la visibilidad de su culpa con un episodio cuando la gente se dio cuenta antes que él de que se había cortado un dedo, comprendemos que su paranoia está proyectando ese conocimiento en el perseguidor: “Cuando sentí que me había cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna señal” (60). Otra consecuencia deriva de la comprensión de la proyección paranoica y de la reelaboración del incidente: lo que aparenta ser un narrador omnisciente que describe los cálculos del perseguidor de hecho es la narración póstuma de Alcancía: en la primera parte del cuento no hay narrador externo.

Desde el principio del cuento el viaje hacia la casa se había descrito no como el preludio de un asesinato múltiple sino como un ascenso espiritual a través de sucesivos horizontes (“detrás de un horizonte estaba otro” [58]) hacia un cielo luminoso y bello: “Subía sin rodeos hacia el cielo […] bajo un cielo más lejano” (57); “El cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto, trasluciendo sus nubes”; “Llegó al final. Solo el puro cielo, cenizo” (58). Detrás de la casa “La tierra se había caído para el otro lado” (58). El sitio refleja el de “La Cuesta de las Comadres” donde desaparecen los que se van en busca de mejor vida. Cruzar el río en el valle y la anhelada “llegada” tiene una carga simbólica similar: “luego caminaré derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca” (60). Al igual que en otros cuentos como “Nos han dado la tierra” y “La noche que lo dejaron solo”, esta llegada al “más allá” apunta a una liberación de lo contingente. Pero, como en el cuento temprano de Borges “El acercamiento a Almotásim”, el perseguido no puede estar seguro de haber cruzado definitivamente el río; cruzar varias veces sus complejos meandros puede hacer que salga a la misma orilla de donde partió: “Lo cruzaré aquí y luego más allá y quizás salga a la misma orilla” (60). El río, silencioso y siniestro, es descrito como una serpiente: “Camina y da vueltas sobre sí misma. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde” (59). Su culebreo contamina al machete que abandona: “Lo vio brillar como un pedazo de culebra sin vida” (59). Reaparece también en las palabras del perseguidor: “llegarías a rastras, escondido como un mala víbora” (60-61). La importancia metafórica y metafísica del culebreo y las vueltas del río ya se insinuaban en el título original de “El hombre”: “Donde el río da de vueltas” (Fell xxxvii). También parece reflejar una fuente prestigiosa e inesperada: la Grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena. Figura en México-Tenochtitlan: “Cruzan sus anchas calles mil hermosas / acequias que cual sierpes cristalinas / dan vueltas y revueltas deleitosas” (170). Y también aparece en el valle del Tempe (“Aquí entre sierpes de cristal segura / la primavera sus tesoros goza”), descrito por Balbuena como “aqueste humano paraíso” (211). El río es una brillante escenificación del anillo de Moebius de infierno y paraíso, invierno y primavera, perseguidor y perseguido que da toda su compleja significación a “El hombre”. Presagia las complejas vueltas semánticas y genéricas que dan su memorable estructura a Pedro Páramo a la vez que disuelven cualquier lectura estructurada.

Obras citadas

BALBUENA, Bernardo de. Grandeza mexicana. Madrid: Cátedra, 2011.

CHUMACERO, Alí. “El Pedro Páramo de Juan Rulfo”. Juan Rulfo, los caminos de la fama pública. Ed. Leonardo Martínez Carrizales. México: Fondo de Cultura Económica, 1998. 59-63.

MONTERROSO, Augusto. “Los fantasmas de Rulfo”. La ficción de la memoria: Juan Rulfo ante la crítica. Ed. Federico Campbell. México: Ediciones Era / UNAM, 2003. 501-2.

OLIVIER, Florence. “La seducción de los fantasmas en la obra de Juan Rulfo”. Juan Rulfo. Toda la obra. Coord. Claude Fell. Madrid et al.: ALLCA XX (Colección Archivos, 17) 1996. 719-52.

RULFO, Juan. El Llano en llamas. 1953. Ed. Carlos Blanco Aguinaga. Madrid: Cátedra, 2013.

Toda la obra. Coord. Claude Fell. Madrid et al.: ALLCA XX (Colección Archivos, 17) 1996.

Pedro Páramo. 1955. Ed. José Carlos González Boixo. Madrid: Cátedra, 2013.

Los cuadernos de Juan Rulfo. 1994. Ed. Yvette Jiménez de Báez. México: Ediciones Era, 1995.

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1 Este artículo es una versión española de pasajes en inglés de mi A Companion to Juan Rulfo que se publicó a finales de 2016 en la editorial Boydell & Brewer.

“Paso del Norte”: Juan Rulfo a orillas del Río Bravo

Oswaldo Estrada

University of North Carolina at Chapel Hill

Qué triste se encuentra el hombre cuando anda ausente,
cuando anda ausente, muy lejos ya de su patria…

“Paso del Norte”, FELIPE VALDÉS LEAL

Juan Rulfo padece el mal de muchos clásicos: que se le conozca más por algunas obras que por otras, tal vez porque en ellas los lectores y críticos encuentran cierta “tipicidad” que sugiere la condición de “tipo” o “modelo” literario (Resina 15). Por eso mismo abundan los estudios sobre Pedro Páramo (1955) y por eso siguen incluyéndose en no pocas antologías literarias solo ciertos cuentos de El Llano en llamas (1953) como, por ejemplo, “Diles que no me maten”, “No oyes ladrar los perros” y “Es que somos muy pobres”. Rulfo es un clásico —¿hace falta reiterarlo?— por su excelencia narrativa, porque la gente sigue leyéndolo y porque gracias a él existen Luvina, Comala, la Cuesta de las Comadres, o personajes irrepetibles —Abundio, Macario, Tacha, Susana San Juan, Pancha Fregoso y Anacleto Morones, por ejemplo— que viven entre silencios elocuentes y murmullos de ultratumba. Es un clásico, además, porque sus obras, como bien señala Manuel Durán, se han vuelto míticas, en tanto que su valor va más allá del momento y la época en que fueron concebidas, se instalan con soltura en el presente y se proyectan hacia el futuro (109-12).

Mucho de esto sentimos hoy al leer “Paso del Norte”, un cuento poco estudiado tal vez porque en él Rulfo se aleja de los escenarios más típicos de El Llano en llamas y nos acerca a las orillas del Río Bravo, ahí donde los campesinos mexicanos buscan cruzar al otro lado para escapar del hambre y la miseria. En términos amplios, “Paso del Norte” narra la historia de un hombre que busca a su padre para encargarle a su mujer y sus cinco hijos, antes de cruzar a los Estados Unidos. El padre le niega la ayuda, el viaje termina siendo un desastre, y el protagonista regresa a su casa solo para encontrar que su situación ha empeorado aún más y que poco puede hacer para superar su mala suerte. Es una historia conocida para muchos, desde luego, pero está tan bien plasmada en la página impresa que nos asombra por su vigencia, por su actualidad, sobre todo ahora que en México y Estados Unidos siguen candentes los debates en torno a la inmigración, la “ilegalidad”, la frontera, las razones por las que muchos arriesgan la vida en el cruce mortal de un país a otro, o por las que el gobierno estadounidense hace hasta lo imposible por expulsar a dichos inmigrantes de su territorio nacional.

Aquí, como en todos los cuentos de Rulfo, se siente de principio a fin el sabor de la tragedia y el aire cargado de fatalidad, dentro de un tiempo paralizado, destinado a la catástrofe, la indefensión y el determinismo histórico (Blanco Aguinaga 18). Lo que más llama la atención, sin embargo, es el desamparo de aquel que emigra para mejorar su situación económica, las dificultades del cruce fronterizo, la amenaza de la muerte, la inevitabilidad de la derrota y el deseo de volver a casa con el que parten muchos inmigrantes antes de un viaje que quizás carece de retorno. Por algo “Paso del Norte” ha sido llevado al teatro en diversas ocasiones, tal vez en respuesta al odio o la incomodidad que causan los inmigrantes indocumentados en los Estados Unidos. Sin ir muy lejos, en 2009, por ejemplo, bajo la dirección del colombiano Germán Jaramillo, llegó al Theater for the New City, en Nueva York, con la participación de jóvenes trabajadores inmigrantes1, y en 2014 y 2015, bajo la dirección del chileno Cristián Plana, se representó en diversos teatros de Santiago de Chile2.

¿Qué tiene de “dramático” o “teatral” este cuento de El Llano en llamas? “Paso del Norte” atrapa a los lectores desde el principio hasta el final con un diálogo desgarrador, demasiado actual, en el que un hijo desesperado agacha la cabeza ante un padre indolente para explicarle su terrible situación:

—Me voy lejos, padre, por eso vengo a darle el aviso.

—¿Y pa onde te vas, si se puede saber?

—Me voy pal norte.

—¿Y allá pos pa qué? ¿No tienes aquí tu negocio? ¿No estás metido en la merca de puercos?

—Estaba. Ora ya no. No deja. La semana pasada no conseguimos pa comer y en la antepasada comimos puros quelites. Hay hambre, padre; usté ni se las huele porque vive bien (134).

Padre e hijo carecen de nombre en el cuento. Su historia, por lo tanto, podría ser la de cualquier inmigrante en un aquí y ahora en que la gente más pobre (de México en particular, o de América Latina en general) lo deja todo para mejorar su situación económica. El protagonista quiere irse al norte porque en su entorno “hay hambre” y porque allá, del otro lado, existe la esperanza de “ganar dinero” (134). Hay razones para creerlo: “Ya ve usté, el Carmelo volvió rico, trajo hasta un gramófono y cobra la música a cinco centavos. De a parejo, desde un danzón hasta la Anderson esa que canta canciones tristes; de a todo, por igual, y gana su buen dinerito y hasta hacen cola pa oír” (134).

El afán del protagonista de vivir allá, del otro lado de México, tiene mucho que ver con las razones por las que históricamente la gente más necesitada se ha desplazado del campo a las ciudades o de un medio empobrecido a un mundo supuestamente “desarrollado” o “superior”. Es decir, debido al hambre, la falta de empleo o la escasez de recursos básicos. El protagonista lo repite en diversas ocasiones con la oralidad distintiva de otros personajes rulfianos: “nos estamos muriendo de hambre. La nuera y los nietos y este su hijo, como quien dice toda su descendencia, estamos ya por parar las patas y caernos bien muertos. Y el coraje que da es que es de hambre” (135). Ante la indolencia del padre, el hijo insiste: “me voy en serio. Aquí no hay ya ni qué hacer, ni de qué modo buscarle” (136). Y le creemos. Ni de “güevero” ni de “gallinero” ni como mercador de puercos ha logrado salir adelante, tal vez, como señala él, desconsolado por la miseria en la que vive, porque “el dinero se acaba; vienen los hijos y se lo sorben como agua y no queda nada después pal negocio y nadie quiere fiar” (136).

La solución “inevitable” o “fatal” frente a este determinismo flagrante, diría Carlos Monsiváis, es la de muchos: emigrar al norte, ese espacio extranjero o “americano” que aún hoy, como hace más de sesenta años cuando apareció El Llano en llamas, seduce a los mexicanos con sus promesas de mejores modos de vida (“Tan cerca” 22). Y es que Rulfo sabe insertar entre líneas las semillas del fenómeno que con los años llegaría a conocerse como la “americanización”, ese “proceso sociológico y psicológico que deposita en la cultura de los Estados Unidos los rasgos y las cualidades de la modernidad” (Monsiváis, “Americanización” 98-99). Precisamente en eso radica la maestría de Rulfo: en registrar una situación cotidiana, bastante común y corriente —la de un hombre que quiere buscarse la vida en los Estados Uni-dos— con ciertos ingredientes afectivos que se desbordan de su tiempo de representación y se lanzan al futuro con interrogantes aún irresueltas. Quiero decir que el diálogo entre padre e hijo consigue internarnos en un mundo de emociones que desaceleran el tiempo de la narración y nos ubican en un plano psicológico: el de un joven iluso que piensa, con la ingenuidad del soñador, que partiendo para el norte su vida se arreglará en un abrir y cerrar de ojos: “no hay más que ir y volver. Por eso me voy” (134).

¿Cuántos inmigrantes parten del terruño con la esperanza de volver? ¿Cuántos sueñan con el regreso triunfal a la casa, al hogar? Cuando el padre le pregunta: “¿Y cuándo volverás?” (137), el protagonista le responde de inmediato: “Pronto, padre. Nomás arrejunto el dinero y me regreso” (137). El diálogo entre el padre y el hijo nos conmueve porque es portador de una violencia simbólica, la causante sigilosa, a veces imperceptible, escurridiza, de una violencia subjetiva, mucho más palpable y visual (Žižek 11-12). Hablo de una violencia simbólica que nos agrede porque en las entretelas de la pobreza, en el desamor que percibimos del padre hacia el hijo, o en las descripciones del hambre y la injusticia que sostienen la armazón del cuento, percibimos el germen de una catástrofe mayor: la de miles de inmigrantes destinados al fracaso o la desaparición. El “hambre” que atraviesa el cuento entero, ya lo ha dicho Zarina Martínez Borresen, proviene directamente de la pobreza, habla a gritos de injusticia y genera violencia (145). Tenue, por eso mismo, es la posibilidad de que el protagonista vuelva y “pronto”. Y difícil será —lo sabemos— que “arrejunte” el dinero para saldar la deuda con el padre, o que tenga el mismo éxito que Carmelo.

Como todos los personajes de Rulfo que de alguna u otra forma deambulan por mundos inhóspitos, huérfanos de padre, como “ánimas en pena” (Poniatowska 163), aquí también observamos al protagonista totalmente desamparado. Después de abandonar a su mujer y a sus hijos, a través de un par de pinceladas narrativas lo vemos trabajando en Nonoalco y “la Mercé” por una paga mínima —cuando la hay— para juntar los doscientos pesos necesarios para el cruce fronterizo (137). Así, explotado, rendido, víctima de la fatalidad, del determinismo y el “destino ciego” propio de tantos personajes rulfianos (Monsiváis, Imágenes 506), el protagonista se acerca con el dinero reunido al hombre que le sirve de contacto para llegar a “Ciudá Juárez” (138). Como muchos otros inmigrantes que se arriesgan a cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, el protagonista de “Paso del Norte” también recibe un “papelito” con una dirección y un número de teléfono, amén de algo más poderoso: la promesa de llegar al otro lado —“Él te pasará la frontera” (138)— y la posibilidad de trabajo —“de ventaja llevas hasta la contrata” (138)—. Reparo en estos detalles porque mucho hay en ellos de “las mitologías allá tras lomita o allá tras la migra” que cautivan a miles de inmigrantes con promesas de un mundo “mejor”, hoy tanto como antaño (Monsiváis, “Americanización” 99).

Esto se percibe con mayor nitidez cuando el hombre que le sirve de contacto para cruzar la frontera anima al protagonista a soñar con un destino radicalmente distinto al que conoce. “No vas a ir a Tejas”, le dice. “¿Has oído hablar de Oregón? [Vas a] cosechar manzanas, eso es, nada de algodonales… Y si no quieres cosechar manzanas, te pones a pegar durmientes. Eso deja más y es más durable” (138). Además, le asegura como a un niño: “Volverás con muchos dólares” (138). Bien advertía Max Aub a tan solo quince años de la publicación de El Llano en llamas que Rulfo tiene algo distinto a otros narradores de la Revolución: “el aire que respira, el hálito de sus personajes es todavía el mismo, entre otras cosas porque las situaciones que describe son campesinas y, a pesar del tiempo transcurrido, en la tierra el cambio solo es relativo” (58). Nada más cierto. Hoy, más que a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, incontables son los inmigrantes que realizan un viaje mortal cada vez que cruzan “la línea”, el río y el desierto, con la esperanza de ganar dólares al otro lado de la frontera, aunque lo más probable es que solo comiencen un nuevo ciclo de explotación, que encarnen otros tipos de marginalidad, que perpetúen su inevitable colonialidad.

Con la misma lucidez que caracteriza a otros personajes de Rulfo, esa “perspectiva interna” a través de la cual ingresamos a su mundo sin juicios didácticos ni notas moralizantes (Olea Franco 16), el protagonista de “Paso del Norte” en ningún momento piensa en la “ilegalidad” de su cruce a los Estados Unidos. Tampoco lo hace nadie a su alrededor. Lo único “ilegal” para el protagonista es el hambre que lo oprime, la pobreza que lo ha dejado en los huesos, la falta de amparo en la que se encuentra su familia. Por eso, con tal de convencer a su padre de que lo ayude, no solo le expone su miseria en carne viva sino que le pregunta: “¿Usted cree que eso es legal y justo?” (135). La violencia simbólica que transportan sus palabras es rotunda y poderosa. Verbaliza no solo “la normalización de la tragedia”, al decir de Monsiváis (Imágenes 507), sino también, y sobre todo, la “ilegalidad” de su estado paupérrimo, la afrenta cotidiana de los marginados, su olvido social y la invisibilidad institucionalizada de los oprimidos. Y en ese ámbito saturado de violencia no hay lugar para la nota sentimental ni el favor del final feliz. Indolente ante la suerte del hijo, el padre le recrimina: “Me vienes a buscar en la necesidá. Si estuvieras tranquilo te olvidarías de mí… Aprende algo. Andar por los caminos enseña mucho. Restriégate con tu propio estropajo, eso es lo que has de hacer” (137).

¿Cómo no migrar ante esta realidad? ¿Cómo no huir, al costo que sea, de la pauperización generalizada, de la angustia constante y la tragedia? ¿Cómo no buscar nuevos horizontes en los Estados Unidos? De muchas maneras, “Paso del Norte” nos deja con estas preguntas agrias en la boca para que sintamos, desde una perspectiva íntima, la búsqueda trágica de una mejor vida al norte del Río Bravo como “parte integral de la historia mexicana post-revolucionaria” (Mora 130). Rulfo consigue esto como suele hacerlo en sus mejores obras: ubicando a sus personajes, sus palabras y sus dilemas existenciales en el limbo de lo concreto y lo abstracto, entre lo social y lo mítico, o entre lo físico y lo metafísico, de tal forma que el relato alcanza un innegable aire de universalidad (Ellis 359-60). Digo esto porque “Paso del Norte” está dividido en dos grandes fragmentos: uno que comprende los preparativos antes del viaje al norte y que concluye con la ya citada promesa de que volverá “con muchos dólares”; y otro que empieza inmediatamente después y que narra el fracaso del cruce y el terrible regreso a casa, en un sorprendente diálogo que surge entre la vida y la muerte, entre lo real y lo mítico y, por supuesto, entre México y los Estados Unidos:

— Padre, nos mataron.

—¿A quiénes?

—A nosotros. Al pasar el río. Nos zumbaron las balas hasta que nos mataron a todos.

— ¿En dónde?

— Allá, en el Paso del Norte, mientras nos encandilaban las linternas, cuando íbamos cruzando el río (138).

Al pasar de la primera parte del cuento a esta segunda parte no sabemos si con el diálogo hemos pasado también del mundo de los vivos al de los muertos, como nos sucede, por ejemplo, en el cuento “No oyes ladrar los perros”, donde un padre le habla al hijo muerto que carga sobre los hombros, o como nos pasa en todo Pedro Páramo, a través de diversos personajes que hablan desde sus tumbas. Tampoco hace falta saberlo. Al fin y al cabo, la tragedia sigue siendo la misma: el cruce ha sido un total fracaso y en más de un sentido ha dejado sin vida al protagonista. “Y estábamos pasando el río”, le cuenta a su padre, “cuando nos fusilaron con los máuseres” (139). Al parecer, solo él logra esquivar la muerte en medio de la balacera, pero no por eso deja de incluirse en la lista de los fallecidos. Por eso insiste, desesperado, en contar su catástrofe: “nos mataron”, “nos mataron a todos”, “nos fusilaron con los máuseres”.

¿Está o no está muerto? Rulfo nos deja sin asideros en el cuento y nos obliga a ingresar a un mundo enrarecido, nos zambulle en un espacio cargado de violencia, en las aguas de ese río, y deja que escuchemos un diálogo aterrador entre el protagonista y un compañero herido:

Me devolví porque él me dijo: “Sácame de aquí, paisano, no me dejes”. Y entonces estaba ya panza arriba, con el cuerpo todo agujereado, sin músculos. Lo arrastré como pude, a tirones, haciéndomele a un lado a las linternas que nos alumbraban buscándonos. Le dije “Estás vivo”, y él me contestó: “Sácame de aquí paisano”. Y luego me dijo: Me dieron” (139).

¿Está o no está vivo el compañero? ¿Le habla al protagonista con la voz débil del que se sabe al borde de la muerte o ya está muerto y por eso le pide, en una escena impactante de realismo mágico, que lo saque del río? Estando así, “con el cuerpo todo agujereado”, lo más probable es que ya esté muerto. Pero el cuento de Rulfo nos deja pendientes de un hilo, sobre todo porque el narrador