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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La frontera
Título original: The Border
© 2018, Samburu, Inc.
© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
© Traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma
Stephen King, extracto de la introducción de El resplandor@2001 Stephen King (Reproducido con permiso), Tom Russell, extracto de Living El Paso (Reproducido con permiso)
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Imágenes de cubierta: Getty Images
ISBN: 978-84-9139-358-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
En memoria
Cita
Mapa
Prólogo
Libro primero. Monumento funerario
1 Monstruos y fantasmas
2 La muerte de los reyes
3 Payasos malévolos
Libro segundo. Heroína
1 El acela
2 Isla Heroína
3 Victimville
4 El autobús
Libro tercero. Los retornados
1 Las fiestas
2 Coyotes
3 La bestia
4 El mundo al revés
5 Banca
Libro cuarto. Investidura
1 Países extranjeros
2 La muerte será la prueba
3 Malos hombres
4 Billy El Niño
5 Blanca Navidad
Libro quinto. Verdad
1 El ente más poderoso del mundo
2 Roto
3 Armas baratas
4 El estanque reflectante
Epílogo
Agradecimientos
En memoria de
Abel García Hernández, Abelardo Vázquez Peniten, Adán Abraján de la Cruz, Alexander Mora Venancio, Antonio Santana Maestro, Benjamín Ascencio Bautista, Bernardo Flores Alcaraz, Carlos Iván Ramírez Villarreal, Carlos Lorenzo Hernández Muñoz, César Manuel González Hernández, Christian Alfonso Rodríguez Telumbre, Christian Tomás Colón Garnica, Cutberto Ortiz Ramos, Doriam González Parral, Emiliano Alen Gaspar de la Cruz, Everardo Rodríguez Bello, Felipe Arnulfo Rosa, Giovanni Galindes Guerrero, Israel Caballero Sánchez, Israel Jacinto Lugardo, Jesús Jovany Rodríguez Tlatempa, Jhosivani Guerrero de la Cruz, Jonás Trujillo González, Jorge Álvarez Nava, Jorge Aníbal Cruz Mendoza, Jorge Antonio Tizapa Legideño, Jorge Luis González Parral, José Ángel Campos Cantor, José Ángel Navarrete González, José Eduardo Bartolo Tlatempa, José Luis Luna Torres, Julio César López Patolzín, Leonel Castro Abarca, Luis Ángel Abarca Carrillo, Luis Ángel Francisco Arzola, Magdaleno Rubén Lauro Villegas, Marcial Pablo Baranda, Marco Antonio Gómez Molina, Martín Getsemany Sánchez García, Mauricio Ortega Valerio, Miguel Ángel Hernández Martínez, Miguel Ángel Mendoza Zacarías, Saúl Bruno García, Daniel Solís Gallardo, Julio César Ramírez Nava, Julio César Mondragón Fontes y Aldo Gutiérrez Solano.
Y dedicado a:
Javier Valdez Cárdenas
y a los periodistas de todas partes.
Y mientras él construye un muro, ellos lo recubren de argamasa. Di a los que lo recubren de argamasa que el muro caerá.
Ezequiel 13,10
Washington D. C. Abril de 2017
Keller ve al mismo tiempo al niño y el destello de la mira telescópica.
El niño, cogido de la mano de su madre, mira los nombres grabados en el muro de piedra negra y Keller se pregunta si busca un nombre en concreto —el de su abuelo, quizá, o el de un tío— o si su madre le habrá traído al Monumento a los Veteranos del Vietnam como punto final de un largo paseo por el National Mall.
El muro se encuentra en la hondonada del parque, oculto como un secreto bochornoso o una íntima vergüenza. Aquí y allá, los familiares han dejado flores, o tabaco, o incluso botellitas de alcohol. Lo de Vietnam ocurrió hace mucho tiempo, en otra vida, y Keller ha librado una larga guerra propia desde entonces.
En el muro de Vietnam no hay batallas inscritas. Ni Khe Sahns, ni Quảng Tris, ni Hamburguer Hills. Quizá porque ganamos todas las batallas pero perdimos la guerra, se dice Keller. Tantos muertos para una guerra inútil. En visitas anteriores, había visto hombres apoyarse contra la pared y sollozar como niños.
Ese sentimiento de pérdida, agobiante y desgarrador.
Hoy, hay unos cuarenta visitantes junto al muro. Algunos podrían ser veteranos; otros, familiares; la mayoría, probablemente, turistas. Dos hombres maduros, ataviados con el uniforme y la gorra de la VFW, la asociación de veteranos de guerras extranjeras, ayudan a los visitantes a localizar el nombre de sus seres queridos.
Ahora, Keller vuelve a estar en guerra: contra la DEA, contra el Senado, contra los cárteles mexicanos de la droga y hasta contra el presidente de los Estados Unidos.
Y son lo mismo: una misma entidad.
Se han sobrepasado todas las fronteras en las que Keller creía antaño.
Algunos quieren silenciarle, enviarle a la cárcel, acabar con él; unos pocos, sospecha, quieren simplemente matarle.
Sabe que se ha convertido en una figura controvertida, que es la encarnación de una grieta que amenaza con ensancharse y partir el país en dos. Ha desencadenado un escándalo, una investigación que se extiende desde los campos de amapola de México a Wall Street y la propia Casa Blanca.
Es un cálido día de primavera, un poco ventoso, y la brisa suspende en el aire las flores de los cerezos. Percibiendo su emoción, Marisol le coge de la mano.
Keller ve al niño y un instante después, a la derecha, en dirección al Monumento a Washington, un inesperado destello de luz. Se abalanza sobre la madre y el niño y los tira al suelo.
Luego se vuelve para proteger a Mari.
La bala le hace girar como una peonza.
Le araña el cráneo y le tuerce bruscamente el cuello.
La sangre se le mete en los ojos y, al alargar el brazo para tirar de Marisol, la vista se le tiñe literalmente de rojo.
El bastón de ella cae con estrépito sobre la acera.
Keller cubre el cuerpo de Marisol con el suyo.
Otras balas se incrustan en el muro, por encima de él.
Oye gritos y voces de alarma. Alguien chilla:
—¡Están disparando!
Keller levanta los ojos intentando descubrir de dónde vienen los disparos y ve que proceden del sureste, más o menos a las diez: de detrás de un pequeño edificio que —recuerda— es un aseo público. Se lleva la mano a la cadera buscando la Sig Sauer y entonces se acuerda de que va desarmado.
El tirador pasa a disparo automático.
Las balas rocían la pared de piedra por encima de él, levantando lascas entre los nombres. La gente yace en el suelo o se agazapa contra el muro. Cerca de su extremo más bajo, unos pocos avanzan a gatas y echan a correr hacia Constitution Avenue. Otros se quedan en pie, anonadados.
Keller grita:
—¡Al suelo! ¡Están disparando! ¡Al suelo!
Pero se da cuenta de que no va a servir de nada: el monumento se ha convertido en una trampa mortal. El muro describe una ancha V y solo hay dos salidas, siguiendo un estrecho sendero. Una pareja de mediana edad corre hacia la salida este, hacia el francotirador, y cae abatida de inmediato, como comparsas de un horrendo videojuego.
—Mari —dice Keller—, tenemos que movernos. ¿Entiendes?
—Sí.
—Prepárate.
Espera hasta que los disparos cesan un momento mientras el tirador cambia el cargador y entonces se levanta, agarra a Mari y se la echa al hombro. Cargado con ella, avanza siguiendo la pared hacia la salida oeste, donde el muro desciende paulatinamente hasta llegarle a la cintura, y entonces levanta a Mari, pasa al otro lado y la deposita detrás de un árbol.
—¡Agáchate! —grita—. ¡Quédate aquí!
—¿Adónde vas?
El tiroteo comienza de nuevo.
Keller salta otra vez el muro y empieza a llevar a la gente hacia la salida suroeste. Apoya una mano en la nuca de una mujer, le empuja la cabeza hacia abajo y la hacer avanzar, gritando:
—¡Por aquí! ¡Por aquí!
Y entonces oyó el nítido siseo de una bala y el áspero chasquido del impacto. La mujer se tambalea y cae de rodillas, agarrándose el brazo mientras la sangre le mana entre los dedos.
Keller intenta levantarla.
Un proyectil silba al pasar rozándole la cara.
Un joven corre hacia él y extiende los brazos hacia la mujer.
—¡Soy enfermero!
Keller la deja en sus manos, da media vuelta y siguen empujando a gente delante de él, alejándola del tiroteo. Vuelve a ver al niño, cogido aún de la mano de su madre, los ojos dilatados por el miedo. La madre le empuja intentando protegerle con su cuerpo.
Keller le pasa un brazo por el hombro y la obliga a agacharse y a seguir avanzando.
—Ya los tengo —dice—. Ya los tengo. No se paren.
La conduce a lugar seguro, hasta el final de la pared, y desanda el camino.
Otra pausa en los disparos cuando el tirador vuelve a cambiar de cargador.
Dios mío, piensa Keller, ¿cuántos tendrá?
Uno más, como mínimo, porque los disparos se reanudan de nuevo.
La gente se tambalea y cae.
Las sirenas chillan y aúllan, los rotores de los helicópteros zumban rítmicamente como un bajo.
Keller agarra a un hombre para tirar de él, pero una bala se incrusta en su espalda y el hombre se desploma a sus pies.
La mayoría de los visitantes ha logrado llegar a la salida oeste, otros yacen tendidos sobre la acera y otros, los que eligieron el camino equivocado, descansan inermes sobre la hierba.
Una botella de agua que alguien ha dejado caer se vacía a borbotones sobre la acera.
Un teléfono móvil con la pantalla agrietada suena en el suelo junto a un souvenir: un busto de Lincoln, pequeño y barato, con la cara salpicada de sangre.
Keller mira hacia el este y ve que un agente de policía, pistola en mano, corre hacia el edificio de los aseos y cae con el pecho acribillado.
Se echa al suelo, se acerca a rastras al policía y le palpa el cuello buscándole el pulso. Está muerto. Varias balas impactan en el cadáver y Keller se aplasta contra la tierra, detrás de él. Levanta la vista y cree ver al tirador agachado detrás del edificio de los aseos, cambiando de cargador.
Art Keller ha pasado casi toda su vida librando una guerra al otro lado de la frontera, y ahora está en casa.
Se ha traído la guerra con él.
Coge la pistola del policía muerto, una Glock de 9 milímetros, y avanza entre los árboles hacia el tirador.
Solo los muertos han visto el fin de la guerra.
Platón