
Publicado por:
Nova Casa Editorial
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© 2018, Vicent Rosselló
© 2018, de esta edición: Nova Casa Editorial
Editor
Joan Adell i Lavé
Coordinación
Abel Carretero Ernesto
Portada
Vasco Lopes
Maquetación
Daniela Alcalá
Revisión
Abel Carretero Ernesto
Primera edición: mayo de 2017
Segunda edición: septiembre de 2018
ISBN: 978-84-17589-39-4
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Gracias...
... a todos los que, desde el año 2010, cuando empecé a escribir este libro, me habéis apoyado y animado a continuar. A todos los que me habéis preguntado alguna vez u os habéis interesado por mi obra. Sin vosotros el libro que tenéis en vuestras manos sería muy distinto, o quizá ni siquiera existiría. Sois muchos como para nombraros a todos, pero vosotros ya sabéis quiénes sois.
... a los lectores de mis primeros borradores, que con vuestras críticas y opiniones me ayudasteis tanto a mejorar.
... a mis padres, que nunca me dijeron que no cuando les pedía dinero para comprar un libro, y a mi hermana Neus, por ser como es.
... a dos Joans. A Joan Adell, por apostar por mí y darme la oportunidad de que esta obra vea la luz. Y a Joan Ribas, un primo que es como un hermano, que desde que era un niño me animó a escribir y me hizo creer en mi talento.
Y por último... gracias a ti, lector, por abrir la tapa de este libro. El hecho de que puedas hacerlo es un sueño cumplido para mí. Espero que lo que encuentres en las siguientes páginas te haga disfrutar tanto como yo he disfrutado escribiéndolo.
Prólogo
El anciano ciego azotó una vez más los leños que ardían en la hoguera, tratando de despertar un fuego que parecía haberse dormido. Cuando por fin lo consiguió se arrimó a las llamas como si estas fueran la cura para todos sus males, y volvió sus ojos invidentes hacia donde oía respirar a su interlocutor.
—¿Qué estaba yo diciendo…? —gruñó—. Oh, sí, ya me acuerdo. Me habías preguntado cómo era el mundo antes de que el cielo oscureciera… Me temo, muchacho, que esa es una buena pregunta, oh, sí… Aún conservaba yo la visión cuando ocurrió. Antes, el cielo era… azul. Un color azul profundo, oscuro a veces, y claro otras. Capaz de la mayor calma y la mayor ira intempestiva. Bello. Nunca aprecié su belleza cuando aún podía verlo. Y ahora… su recuerdo se desvanece en mi memoria. Ya casi no puedo recordar… cómo era el cielo antes de que todo oscureciera.
El viejo permaneció en silencio durante algunos minutos, frotando sus manos nudosas cerca de las llamas, tratando de entrar en calor. El baile del fuego que había revivido se reflejaba en sus pupilas blanquecinas.
—Por aquel entonces era un joven idiota y estúpido… —continuó el anciano—. Perdí mi primer ojo por una bravata, una disputa sin sentido que nunca tendría que haber ocurrido. Fue en un tiempo lejano, cuando pertenecía a una orden… un clan de guerreros con un estricto código. Cuando lo infringí… me castigaron con un estigma de deshonor. Un ojo ciego, una herida de por vida, en mi cuerpo y en mi alma. El segundo ojo no lo perdí hasta hace unos años, después de que el cielo oscureciera. Un espadazo me lo rajó en una contienda, y nada más volví a ver desde entonces. Sabes, muchacho, lo último que piensas cuaåndo pierdes un ojo, es que vayas a terminar perdiendo también el otro. Quizá parecerá una tontería… pero nunca creí que los dioses tuvieran tanta mala fortuna reservada para mí.
Sus ojos ciegos parecieron centellear con furia durante un segundo.
—Pero… ¿cómo era realmente el mundo, antes de que todo oscureciera? —preguntó el muchacho que le acompañaba en aquella noche eterna.
—¿Qué cómo era…? No era mejor que ahora, si es eso lo que me preguntas… Había guerra, había muerte y había sangre. Como siempre las ha habido. El mundo ha sido siempre una aberración nacida del Abismo, no es otra cosa… El hombre que pisó las tierras en el comienzo de los tiempos lo mancilló todo. Manchó el mundo con su espíritu corrupto. Lo único que ocurre ahora es que el paisaje se ha convertido en el reflejo de su podredumbre. Los árboles caen, secos y sin vida, y las flores se marchitan antes siquiera de llegar a florecer. El mundo se ha convertido en un desierto. Pero nada más ha cambiado, aparte del paisaje, muchacho… nada. El mundo siempre ha sido el valle olvidado y maldecido por los dioses que pisas ahora. Siempre… ahora simplemente se muestra tal y como es en realidad.
—¿Pero por qué lo permitieron los dioses…? —susurró el chico—. ¿Por qué dejaron que el mundo se corrompiera de esta forma?
—Los dioses ni lo permitieron ni lo impidieron, chico —respondió el ciego—. Los dioses fueron los culpables. Ellos tuvieron la culpa, por crear a un ser como el hombre, con la semilla del mal sembrada en su corazón, y por ofrecerle después un poder que nunca debería haber caído a su alcance. El Fragmento Ámbar… el Abismo maldiga el día en que aquella joya maldita llegó al mundo. A partir de ese momento, todo fue a peor. Y ahora nosotros, cientos de años después, estamos pagando las consecuencias.
—Había oído… historias. Cuentos sobre unos seres que fueron creados para llevar al hombre por el camino correcto. Creo que los llamaban…
—Yinn. Yinn, los llamaban —dijo el viejo—. Yo vi uno una vez, ¿sabes…? No solo lo vi, sino que además lo maté.
—¿Pero qué eran exactamente aquellas criaturas?
—Los Yinn fueron los primeros hijos de los dioses, chico… —relató el anciano, echándose hacia delante—. Seres de magia, seres de gran poder, que dominaban a su antojo los elementos. Semidioses, si así prefieres que los llamemos. Su cometido, según explicaban los sabios de la antigüedad, era instruir a las razas mortales. Convertirse en sus guías, ayudar a su desarrollo. Aquello que hizo que el hombre comenzara a separarse del resto de animales, pues los Yinn se lo enseñaron todo. La forja, el habla, la escritura, la construcción, e incluso la magia…
El muchacho miró al fuego, pensativo, y se rodeó las rodillas con los brazos.
—Pero si su… misión era ejercer de guías de los hombres… ¿por qué…?
—¿Por qué se volvieron en su contra? —interrumpió el ciego, esbozando una sonrisa torcida—. ¿Por qué, cuando habían cumplido con su cometido, y los hombres podían valerse por sí mismos, decidieron permanecer en el mundo en lugar de desvanecerse tal y como los dioses les habían ordenado?
»Esa, muchacho… es la gran pregunta. Durante siglos se pensó que era por una ambición descontrolada que había nacido en su interior. Que decidieron no conformarse con lo que los dioses les ofrecían, sino que querían ir más allá. Gobernar a la humanidad durante toda la eternidad… Pero esa es una mentira tan grande que hasta me entran ganas de reír. No, muchacho, no fue cuestión de sed de poder. Los Yinn decidieron quedarse en esta tierra porque conocieron el lado corrupto de los hombres, su lado podrido. Vieron la monstruosidad que los dioses habían creado, y sintieron un pánico auténtico a la simple idea de dejar tales criaturas sueltas a su antojo.
El viejo se frotó de nuevo las manos, y exhaló su aliento sobre ellas para tratar de calentarlas de nuevo.
—Ellos lo supieron, e intentaron hacer algo para evitar la destrucción del mundo. Pero los Yinn perdieron la guerra por culpa del poder del Fragmento Ámbar, y ahora…—el anciano gesticuló con las manos, señalando el páramo que les rodeaba—. Ya puedes ver quién tenía razón.
El muchacho se arrebujó en su capa. El viento seco que provenía de las llanuras desérticas se helaba a medida que la noche descendía. A lo lejos, en el horizonte, un punto de luz anaranjada brillaba en el cielo, por debajo de los nubarrones negros que todo lo cubrían.
—Fascinante, ¿no es cierto…? —dijo el ciego, adivinando la dirección en que el muchacho miraba—. Allá arriba, incandescente… Un sol por debajo de las nubes. La luz de los otros astros no ha visto la tierra desde el día del Advenimiento, pero ella… No, ella no deja nunca de brillar. Aun ciego, aun estando tan lejos… puedo notar el poder que irradia. El fuego que la consume y la regenera sin cesar.
—Hay quienes dicen que no es realmente una diosa…—dijo el muchacho, sin despegar la mirada del punto que brillaba en la lejanía—. Que una vez no fue más que un ser humano, igual que nosotros.
—En un tiempo quizá lo fue, sí, pero en nada se parecía a nosotros —atajó el viejo—. Había más… pureza en su interior. Más claridad. Pero ahora es lo que es, chico, no importa lo que digan. Es una diosa que brilla en el cielo, incandescente. Y nunca dejará de brillar. Es lo único que aún nos da luz. Lo único que nos separa de la oscuridad absoluta, de la muerte y la locura.
»Y aun así… sus rayos ambarinos son los que nos permiten recordar día tras día qué fue lo que perdimos. Cada día, la diosa que brilla en el cielo nos recuerda la corrupción que ha consumido el mundo. La podredumbre que todo lo ha infectado. Es al mismo tiempo el tesoro más valioso que poseemos y también aquello que más odiamos. Un constante recordatorio. Aún puedo recordar sus palabras, sí… como si las estuviera oyendo ahora mismo.
Aun sin ver, los ojos ciegos del anciano se volvieron instintivamente hacia el lejano lugar desde el que llegaban los rayos de luz ámbar.
—«Os derramaréis la sangre los unos a los otros por el pedazo de tierra yerma y seca que dejaré tras de mí…» Y cuánta razón tenía… cuánta, cuánta razón…
Capítulo 1
No era un día como cualquier otro. Sin embargo, aquella mañana cuando los rayos brillantes de los soles habían asomado por encima de los tejados de la ciudad, no parecía un día distinto a los demás. Los panaderos, que llevaban algunas horas con los hornos encendidos, comenzaban el reparto matutino del pan con el que las posadas, tabernas y comedores darían de comer a los madrugadores. En el puerto los estibadores habían comenzado a descargar los pesqueros de río que llegaban a primera hora, cargados de pescado fresco para vender en el mercado. Y sin embargo, aunque la ciudad había despertado al mismo ritmo que el resto de los días, aquel, ciertamente, no era un día como cualquier otro.
Durante la mañana se esperaba la llegada a la ciudad de un personaje al que los ciudadanos llevaban tiempo esperando. Se trataba de un juglar, aunque eso no era lo que lo hacía especial. En una ciudad como Capital pasaban juglares a diario, dispuestos a ofrecer su música y su talento a los oídos más refinados, con tal de codearse con la alta nobleza y ganarse la simpatía de algún personaje influyente y de prestigio. Sin embargo, aquellos músicos, poetas y cuentacuentos no se detenían a actuar para los humildes. Muchos de los que la ciudad acogía evitaban poner un solo pie en las zonas más empobrecidas, donde la gente no podía pagar el precio que aquellos artistas itinerantes muchas veces pedían por sus actuaciones. Sin embargo, había algunos juglares que sí aceptaban actuar para el pueblo llano. Y uno de aquellos, quizá el más querido de todos, había anunciado que llegaría a la ciudad aquella misma mañana. Para los menos adinerados aquello suponía todo un acontecimiento, y lo celebraban como lo harían con el regreso triunfal de algún gran héroe de guerra. Porque Vieja Lengua, como se le conocía habitualmente, no solamente aceptaba actuar y tocar para el pueblo llano, sino que además lo hacía muchas veces de forma gratuita y con el regocijo propio de los que se encuentran entre iguales. No era ningún secreto que el viejo juglar era de origen humilde, motivo por el que disfrutaba tanto actuando para aquellos de su misma condición social. Era como un reencuentro familiar.
A pesar de que se rumoreaba que Vieja Lengua llegaría durante la mañana, lo cierto es que al final terminó apareciendo durante la tarde. Aquellas horas de retraso no habían hecho más que aumentar la expectación que había alrededor de su llegada. Y al fin corrió la voz y cuando los soles, el pequeño y azulado astro que se asociaba a la diosa Alwa y el brillante y poderoso gigante de luz blanquecina que representaba al dios Daku, llevaban su baile de luces hacia el ocaso dorado, se supo con certeza: el juglar había llegado.
Dewitt dobló a toda prisa una esquina de un callejón, atraído por los gritos de júbilo que por doquier resonaban. Sus pies descalzos pisaban sin ninguna preocupación los charcos embarrados de las calles mientras se dirigía hacia la plaza donde Vieja Lengua siempre hacía su primera actuación, gratuita y para todo el que quisiera acercarse. Scarlett seguía al chico a la carrera, vigilándolo con una sonrisa en los labios. No era habitual verlo tan excitado. «Ni a él ni a nadie…», pensó la muchacha mientras esquivaba los charcos que Dewitt no se molestaba en evitar. El ánimo, casi euforia que se desataba en la barriada cuando llegaba la noticia de que el anciano juglar actuaría para ellos era solamente comparable a la que había durante las fiestas de solsticio, aunque incluso aquellas eran cada año más frugales y sombrías.
—¡Corre, Scarlett, corre o nos lo perderemos! —gritaba Dewitt, tirando de la manga a la muchacha que correteaba junto a él.
—Tranquilo, Dewitt —lo apaciguó ella con una sonrisa—. Aún no ha comenzado. No llegaremos tarde.
—¡Pero no quiero perdérmelo! ¡Vamos, vamos!
Cuando llegaron a la Plaza de los Cuervos la gente ya se estaba arremolinando alrededor de una estructura de madera que algunas décadas atrás se había utilizado como patíbulo. Ahora que había caído en desuso se había desmontado parcialmente, dejando únicamente el tablado de madera a modo de escenario. Las trampillas que se abrían para dejar caer a los condenados habían sido selladas, y el arco de madera del que colgaban las sogas había desaparecido. Solo habían sobrevivido al paso del tiempo el escenario y el nombre que el patíbulo daba a la plaza en honor de las decenas de cuervos que se aglomeraban a su alrededor cuando se iba a ejecutar a los reos. Sin embargo, los cuervos ya no acudían, y eran los vecinos los que se arremolinaban, ansiosos, alrededor del antiguo patíbulo, esperando a que comenzara la función del juglar.
Dewitt y Scarlett llegaron apresuradamente cuando el espectáculo aún no había comenzado. Como eran pequeños consiguieron colarse por entre el gentío hasta conseguir un lugar en un porche que les daba una vista del escenario un tanto ladeada, pero clara y directa.
Y nada más encontrar Scarlett y Dewitt su sitio, como si hubiera estado esperando su llegada, subió el juglar los escalones que llevaban a lo alto del tablado, ante lo que el público respondió con una atronadora ovación. Vieja Lengua era todo un ídolo en Capital.
El anciano bardo era un hombre de unos cincuenta años, con una barriga como un tonel, de barba y cabello ralo, y vestido con ropajes humildes plagados de parches y cosidos. A su espalda sujetaba con un cordel un pequeño instrumento de cuerda que parecía un laúd en miniatura, uno que Scarlett no había visto nunca y cuyo nombre desconocía. Tras aceptar y disfrutar del aplauso de la muchedumbre que le rodeaba, Vieja Lengua se dirigió a su público con su voz grave y retumbante.
—¡Gracias por vuestra hospitalidad y vuestro recibimiento, buena gente de Capital! —hubo una segunda ronda de aplausos, más corta que la anterior—. Mi nombre es Asladair de la Voz Tronante, aunque por aquí se me conoce más como Vieja Lengua. Es un placer para mí volver a actuar para vosotros. ¡No hay ni ha habido nunca un público más entregado y cariñoso que vosotros!
Se oyeron algunos aplausos dispersos, y algún que otro vítor, pero terminaron pronto. La gente estaba ansiosa por ver el espectáculo comenzar.
—¡Decidme! —retumbó su voz—. ¿Qué mágicas historias queréis que os cante en esta bella tarde otoñal?
Mientras el público comenzaba a gritar sus peticiones al bardo, este, distraído, se descolgó el pequeño instrumento que colgaba de su hombro y lo comenzó a afinar, prestando atención al sonido que hacía cada cuerda al rasgarla.
—¡La historia de los Ocho Primeros Hombres! —dijo alguien.
—¡El Lamento de las Valkirias Aldanas! —gritó una joven.
—¡La Traición de Alexander el Malabarista —gritó Dewitt con su fina voz infantil—. ¡La historia de Alexander el Traidor!
El bardo dejó que se lanzaran algunas peticiones más, todas dentro del abanico de las habituales que solían pedirse. Al cabo de unos instantes levantó una mano y el público calló al acto.
—¡Será pues, la gran batalla de Edunai Kirindel, el Paladín de los Tres Dioses! —proclamó con teatralidad—. ¡La lucha de un héroe que salvó el mundo de la catástrofe, la destrucción y la hecatombe! Una historia —su voz se suavizó— conocida por todos los hombres que ha habido en el mundo y que se seguirá contando hasta el día que el mundo muera. La gesta del Primer Emperador del antiguo Imperio Kirindel, que venció al temible Shadarkan, también conocido como la Bestia Primigenia, un gigante aterrador de fuego rojo como la sangre.
Vieja Lengua arrancó algunos acordes de su instrumento. Excepto por su melodía, reinaba en la Plaza de los Cuervos un silencio sepulcral. No había nadie que no lo mirara como un famélico mira un mendrugo de pan. Hipnotizados por la historia, aunque la hubieran escuchado más de cien veces. Absorbidos.
—Ocurrió en una lluviosa tarde de verano —continuó Vieja Lengua, sin dejar de rasgar las cuerdas del diminuto instrumento—. Las fuerzas leales a los Yinn, los terribles y déspotas sirvientes de la malignidad, habían avanzado hasta el Monte de la Bestia, donde mediante engaños y artimañas, se hicieron con la llave que abría la prisión de Shadarkan, custodiada por los milenarios Guardianes de Roca.
»¡Y de pronto! —el repentino cambio de tono sobresaltó a algunos de los presentes—. La bestia… despertó. Abiertas quedaron sus alas, que cubrieron y ensombrecieron el mundo entero. Su ígneo aliento era tan, tan cálido, que derretía las rocas y convertía a hombres y caballos en cenizas. Era la muerte aciaga, que anunciaba un fin próximo. Era el Terminador de la Vida, la Sombra Ígnea… Shadarkan, la Bestia Primigenia, había despertado, y suyos eran el fuego y el poder.
Asladair el Bardo tocó algunos acordes de su pequeño instrumento de cuerda. La música tenía matices de tristeza y temor. En la plaza no se oía absolutamente nada más. Parecía como si los asistentes incluso contuvieran la respiración, pendientes del continuar del relato.
—Nuestro destino, amigos míos, era funesto… oh, sí, bien funesto era. En aquella lluviosa velada la muerte y la vida danzaban en un baile en el que solamente uno podía resultar victorioso. Pero cuando la sombra era más aciaga… cuando la muerte más se acercaba… cuando el fuego de Shadarkan se volvía cada vez más cálido… fue entonces cuando los tres Dioses, Alwa Daku y Naelys, piadosos de sus hijos, descendieron de los cielos para entregar en mano a Edunai, el Paladín, el Caballero Refulgente, las tres armas de leyenda.
»Y como dicen los cuentos, y los relatos y las historias, Edunai Kirindel convocó en primer lugar al grifo, a la criatura ancestral que respondía al nombre de Äyron. Mitad águila, mitad león, en cuanto estuvo sobre su lomo, ¡enarboló bien alta Lâsgrimm, la espada que los dioses para él habían forjado! Una espada de un metal tan blanco como el sol, uno que solo se encuentra en la lejana Tierra de los Dioses. Y por último… se colgó de su regio cuello el Fragmento Ámbar, y dejó que su fuego y su poder le inundaran y le poseyeran.
El anciano juglar hizo una nueva pausa dramática, rasgando de nuevo las cuerdas de su instrumento. Aquella vez las notas sonaban a esperanza y valentía.
—¡Y Edunai atacó! Se dirigió sin temor alguno hacia la temible bestia que amenazaba con destruir todo cuanto era bello en la tierra. ¡Y la Bestia Primigenia, al ver a aquel pequeño hombre que quería amenazarlo, rio y de entre sus fauces temibles, más grandes que montañas, una voz tan oscura como el Abismo retumbó por todo el mundo! —Vieja Lengua miró a su público con unos ojos y una expresión temible, como si él mismo fuera la Sombra Ígnea—: «¡Yo soy la Sombra de la Muerte, seres insignificantes!», bramó. «¡Este es el día en el que el Fuego Terrible os consumirá! ¡Pues yo, Shadarkan, el más poderoso hijo de los Dioses, haré arder este mundo hasta sus cimientos, y a vosotros con él, repugnantes motas de inmundicia!»
»Pero entonces… una voz de réplica se alzó. No era otro que Edunai el Paladín, que desde su montura alada desafiaba al titán sin un rastro de miedo en su mirada. «¡Tienes ante ti al Caballero Refulgente, terrible monstruo! El poder de los Tres Dioses me imbuye, me da fuerzas para poder derrotarte. No permitiré que destierres la vida de este mundo. ¡Vuelve al Abismo, de donde nunca deberías haber salido!»
El anciano bardo, haciendo gala de una excelente agilidad impropia de su edad y su constitución, dio una pequeña carrera sobre el escenario y acuchillo a un enemigo imaginario con su pequeño instrumento a modo de espada improvisada. El público exclamó con sorpresa.
—¡Y así, Edunai Kirindel, montado en su león alado, avanzó hacia la Bestia, atravesándole el corazón de un solo golpe, venciéndolo así de una vez por todas y proclamándose como el Primer Emperador de Aeldra!
El público, que había estado conteniéndose durante minutos, estalló en aplausos atronadores. Scarlett y Dewitt aplaudieron tanto como cualquier otro. La muchacha sabía que el público había oído aquella historia cientos de veces, y Vieja Lengua no era de los mejores juglares que había. Pero lo cierto era que el anciano lo hacía con tantas ganas que realmente conseguía encandilar con su actuación, a pesar de que en algún momento su voz temblara o sus dedos no encontraran las cuerdas adecuadas en su diminuto instrumento.
Vieja Lengua, desde el escenario, agradecía el caluroso aplauso con reverencias y sonrisas, y recogía diligente las escasas monedas que los espectadores lanzaban al tablado.
La tarde pasó, y el bardo contó y cantó muchas más de las historias y cuentos que los asistentes le pedían. Y al finalizar la actuación, cuando la luz de los soles ya se había extinguido del todo y la gente se dispersaba, así lo hicieron también Dewitt y Scarlett. Ambos se sumergieron en el laberíntico barrio humilde de Capital, un entramado que conocían a la perfección.
—Scarlett —dijo el muchacho tras unos minutos de paseo por las calles, que se encontraban cada vez más vacías—. ¿Crees que es cierto lo que ocurrió con Edunai Kir… Kirindel y ese monstruo gigante?
—Por lo visto sí, Dewitt —respondió ella, tras cavilar por unos instantes—. Así se fundó el Imperio Kirindel, que tantos años duró. O eso dicen.
—¿Y qué pasó con el cuerpo muerto de Shadarkan? ¿Qué hicieron con él, si era tan grande?
—Según tengo entendido, lo arrojaron al mar con la ayuda de diez mil hombres, y se perdió en las profundidades. Pero hay distintas historias al respecto.
—¡Cómo me habría gustado verlo! —exclamó Dewitt—. Seguro que fue increíble la lucha de Edunai contra el monstruo.
—Seguro que lo fue, sí —asintió Scarlett con una sonrisa—. Suerte que los historiadores pudieron presenciarlo. Si ellos no hubieran escrito lo que vieron, quizás hoy no sabríamos por qué se creó el Imperio Kirindel.
—Pero ahora ya no existe… el Imperio, me refiero —dijo el chico, casi con lástima—. ¿Por qué desapareció, Scarlett?
—La verdad es que no lo sé, Dewitt —respondió ella—. Si quieres, la próxima vez que Vieja Lengua venga, podemos pedirle que explique la historia de la disolución del Imperio.
—Sí… tendremos que gritar bien fuerte para que nos oiga. Hoy no nos ha oído.
—Sí, pequeño. Bien fuerte, sí.
Caminaron juntos unos minutos más por las calles cada vez más ensombrecidas de Capital, uno junto al otro y en silencio, meditando cada uno sobre sus propios asuntos. Tras andar un buen trecho, la chica se dirigió de nuevo a su pequeño amigo.
—Dewitt. Acércate tú solo al refugio. Yo daré una vuelta y veré si puedo pedir un poco de limosna.
—¿Ahora, Scarlett? ¿A estas horas de la noche? —el chico parecía preocupado.
—La gente ha quedado muy contenta con la actuación de Vieja Lengua. Quizá estén de buen humor y suelten alguna moneda.
—Bueno… —musitó Dewitt, sin terminar de parecer convencido—. Si crees que puede funcionar…
—No tenemos menos posibilidades que cualquier otro día —respondió la chica, ofreciendo a su pequeño amigo una sonrisa que trataba de ser tranquilizadora—. Adelántate y vas preparando una hoguera. Y ya sabes…
—Sí, sí —la cortó él—. Hay que enterrarla un poco para que el fuego no se vea desde fuera.
—Buen chico, eso es. Te veo ahora. No tardaré mucho.
Tras observar a Dewitt alejarse en dirección a su refugio hasta que lo perdió de vista, Scarlett suspiró y cogió un camino distinto. La expresión y la sonrisa reconfortante que había tratado de mantener cuando el muchacho estaba cerca se desmontaban pieza por pieza a cada paso que daba. Los sustituyeron un ceño fruncido y una mueca de profunda preocupación. «No tiene ni idea de lo mal que estamos en realidad…», pensó para sí misma. Dewitt sabía que eran pobres, aunque lo eran mucho más de lo que él creía. El chico pensaba que Scarlett tenía algunos ahorros guardados para situaciones de emergencia, pero lo cierto es que aquel pequeño fondo que habían conseguido guardar se había agotado hacía más de diez días. Habían estado sobreviviendo con lo poco que les quedaba y los escasos restos que conseguían escarbar de la basura. Esa misma mañana se habían comido las últimas tiras de cecina para desayunar. Que Scarlett supiera, no les quedaban más que algunos mendrugos de pan tan duro que había que mojarlo para masticarlo, y dinero para comprar poco más que eso. La idea de pasear a solas por la noche, pidiendo limosna, no la atraía en absoluto. «Pero lo necesitamos desesperadamente…»
Además, aunque hubiera ocultado parte de la verdad a Dewitt, sí había algo de cierto en lo que le había dicho. Con la excitación de la llegada del juglar, muchos de los asistentes a su función habrían trasladado la fiesta a las posadas y tabernas, y cuando un hombre de buen humor bebía un poco, su mano era un poco más suelta que de costumbre. «Esto puede funcionar», se dijo Scarlett a sí misma, tratando de forzar una optimista sonrisa que tardó algunos minutos en aflorar a la superficie de su rostro enjuto y ceñudo.
Dos horas después, la muchacha regresaba hacia el refugio, donde sabía que Dewitt la estaría esperando con la fogata encendida y con la preocupación pintada en el rostro. Para alguien que la estuviera observando sin que ella lo supiera, su postura y su forma de caminar ya indicaban cuál había sido el resultado de su búsqueda nocturna de fortuna: hombros hundidos y abatidos, pies lentos que se arrastraban sobre las calles embarradas. Ojos llorosos. Fracaso.
No solo no había conseguido ninguna limosna, sino que casi consiguió que le propinaran una paliza. Había visitado varias tabernas y en todas la habían echado casi a patadas. En la última, incluso, un hombre le lanzó una jarra de cristal a la cabeza que ella esquivó de milagro, para deleite y diversión de los que le acompañaban. Si hubiera llegado a acertar, ella ya no estaría en el mundo de los vivos.
Lo único que consiguió atenuar su dolor fue el rostro de Dewitt, que se iluminó con una sonrisa de alivio cuando la vio llegar sana y salva al refugio. El pequeño se encontraba en una esquina de lo que antaño había sido una panadería que en algún momento, algunos años atrás, se había incendiado. Las llamas arrasaron todo el edificio de dos plantas, dejándolo lleno de escombros. En una zona tan pobre como aquella de la ciudad se invertía muy poco en construcciones y reparaciones, por lo que los funcionarios públicos del reino habían decidido dejar los restos de la panadería tal y como habían caído. Desde fuera, desde la calle, no parecía más que un montón de ruinas. Pero si se escalaba el tramo inicial, en lo que anteriormente debieron ser las salas de hornos en la parte trasera del establecimiento, había una sección del edificio donde habían sobrevivido dos muros y un pedazo de techo. Dewitt y Scarlett lo habían encontrado hacía unos seis meses, y habían vivido allí desde entonces. No era un refugio ideal, pero las dos paredes que se mantenían en pie protegían del viento cortante y helado del invierno que llegaba, y el techo ofrecía cierto cobijo para los días lluviosos. Lo único que Scarlett deseaba cada día antes de ir a dormir era que el resto de techo no se les derrumbara encima mientras dormían. Pero lo cierto era que parecía bien afianzado, y no daba la impresión de que fuera a caerse.
Dewitt se encontraba en un rincón, y tal y como Scarlett le había indicado, había excavado un pequeño hoyo en el suelo fangoso y había hecho allí un fuego alimentado de ramitas y hojas secas. Desde fuera apenas se veía, pero de cerca su calor era reconfortante.
—¡Por fin has llegado! —exclamó el chico en voz baja cuando la vio aparecer entre los escombros—. Ya empezaba a preocuparme.
—Ya estoy aquí, pequeño —respondió ella tratando de componer su mejor sonrisa.
Ambos se arrimaron al pequeño fuego, tratando de calentarse y combatir así el frío que, a medida que se acercaba el invierno, arreciaba cada vez más. Se taparon con las mantas raídas que utilizaban como camastro y se abrazaron, tratando de mantener mutuamente el calor corporal. Al cabo de unos minutos, Dewitt, con expresión apagada y ojos grises, formuló la inevitable pregunta que tanto temía ella.
—Scarlett… ¿nos queda algo para comer?
La muchacha notó como se formaba un nudo en su estómago y sintió un pinchazo de dolor en las tripas. Trató de hallar una mentira convincente en su interior, pero no encontró ninguna.
—Nos queda poco, Dewitt… muy poco —consiguió decir al final con un tembleque de voz—. Tenemos que racionar lo que tenemos. Si no, las próximas semanas nos quedaremos sin nada.
Sacó de un bolsillo de su vestido gastado dos mendrugos de pan duro. Con el odre que guardaban debajo de los jergones los remojaron un poco para hacerlos masticables.
—Bueno… sí. Supongo que hay que racionar… —dijo Dewitt, hincándole el diente a su trozo de pan, y haciendo una mueca de disgusto al percibir su sabor arranciado.
Scarlett notó que el nudo en su estómago ascendía hacia su garganta y la impulsaba a llorar desconsoladamente. No le había dicho a Dewitt que aquellos dos mendrugos asquerosos era todo lo que les quedaba. No había nada más para racionar. Cuando terminaron su más que pobre cena, ambos se arrebujaron en las viejas y gastadas mantas y se echaron a dormir sobre las partes más mullidas del suelo, tratando de encontrar una postura cómoda. Al cabo de unos minutos Dewitt lo consiguió, y cayó en un sueño profundo. A él nunca le costaba dormirse. Scarlett, en cambio, tardó horas en conciliar el sueño. Aunque estaba agotada era incapaz de cerrar los ojos, a pesar de que los tenía anegados en lágrimas. Estas caían una a una por su barbilla hasta gotear en el suelo, donde se mezclaban con el polvo y el barro. Pero lloraba en silencio, pues no quería que sus sollozos turbaran el sueño del pequeño muchacho que dormía abrazado a ella.
Capítulo 2
Scarlett despertó entre sudores fríos, con la respiración entrecortada. Ante sus ojos desfilaban aún reflejos de las pesadillas que la habían atormentado durante la negra noche. Callejones oscuros, secretos enterrados con cadáveres. Voces incomprensibles que murmuraban una y otra vez, una y otra vez. Callejones oscuros. Secretos y cadáveres.
Confusa, miró a su alrededor. Tenía frío, mucho frío, y sentía un dolor fuerte y hueco en el estómago. Tembló e intentó enfocar la vista. A su lado, Dewitt dormía bajo las mantas viejas, tiritando. Tras unos segundos su mente se clarificó y las pesadillas, poco a poco, se fueron desvaneciendo. La luz tenue de los soles que acababan de amanecer se filtraba por entre las grietas de las paredes de la panadería derrumbada.
La muchacha se levantó somnolienta y, tras arrebujar bien al chico con otra manta y un jersey viejo que habían rescatado de la basura hacía unos días, despejó los restos de la hoguera de la noche anterior. De un rincón del antiguo horno de pan calcinado donde se refugiaban recogió un montón de ramas y hojas secas, y con una yesca y un pedernal que habían adquirido hacía unas semanas, trató de encender de nuevo un fuego enterrado para ahuyentar el frío nocturno que durante la noche los había calado. Cuando las chispas cayeron sobre las hojas y las ramitas, comenzó a salir un humo negro. Scarlett sopló hacia la base del fuego para darle aire y este prendió al cabo de pocos instantes. La muchacha se calentó las manos en las llamas mientras miraba al cielo con mueca de preocupación. «Si ya hace este frío, y solo estamos en otoño…». Se avecinaba un invierno duro. Hacía muchos años que no hacía tanto frío en unos meses normalmente más templados, y cuando empeorara en los siguientes muchos de los que, como ellos, no tenían un lugar donde vivir, no conseguirían sobrevivir a las bajas temperaturas. «Tenemos que salir de aquí. Dewitt no aguantará un invierno más a la intemperie», meditó la chica.
Su mirada se dirigió hacia el chico, que se revolvía bajo las sábanas, murmurando en sueños. Scarlett esbozó una sonrisa entristecida. «Ya hace casi un año que lo encontré. Justo al acabar el último invierno», rememoró. Lo había encontrado solo y perdido en las calles de Capital, un huérfano más de los cientos que vagaban por la ciudad sin hogar. La situación de Dewitt antes de encontrarse con Scarlett era confusa y distorsionada por las distintas historias que él había ido explicando. Algunas, y Scarlett estaba segura de ello, habían sido invenciones del pequeño, aunque lo que parecía claro era que antes de encontrarla había estado con un grupo de chicos mayores que él, pero que por lo visto lo abandonaron en algún momento, robándole toda su comida y posesiones. Dewitt había vagado, perdido y solo, durante días por las calles de Capital, hasta que Scarlett lo encontró y, en cierta forma, lo adoptó. «Si yo no lo hubiera recogido… no habría sobrevivido ni un día más». Día tras día se podía ver a soldados de la guardia de Capital retirar cadáveres de niños de las calles, muertos ya bien por el frío, por el hambre, o por los vagabundos depredadores que acechaban en cualquier esquina, que no eran más que desesperados carroñeros en busca de poder sobrevivir un día más aunque fuera a costa de las vidas de otros. Era la ley del más fuerte, y Scarlett lo sabía. También sabía con certeza cuáles eran las dos cosas que permitían sobrevivir en las calles: astucia y alguien con quien convivir, con quien cooperar. Había quien pensaba que la suerte podría ayudar también a ello, pero lo cierto era que la fortuna no sonreía muy a menudo en aquellas calles. Había pequeños destellos, fogonazos de buena suerte, pero no abundaban. Algunos niños afortunados conseguían ganar el favor de algún ciudadano que de vez en cuando y con cierta regularidad los alimentaba. Otros, aún más afortunados, eran reclutados para realizar trabajos serviles y diversos en establecimientos como posadas, panaderías o herrerías. Aun así, la gran mayoría, los menos afortunados como era de suponer, terminaban siendo alimento de las manadas de perros callejeros o de los vagabundos mayores y más fuertes.
Dejando de lado sus oscuras reflexiones, Scarlett volvió a la realidad. Sus manos ya se habían calentado lo suficiente y ya no temblaba, aunque le preocupaba que, bajo las mantas, Dewitt no consiguiera entrar en calor. Cuando se levantó para ir hacia él, su estómago comenzó a rugir, recordándole que el día anterior, el día del espectáculo de Vieja Lengua, se habían terminado los últimos mendrugos de pan que les quedaban, y que la búsqueda de limosnas había sido más que infructuosa. Tratando de ignorar su malestar se acercó al pequeño y lo despertó con suaves empujoncitos. Cuando el chico se incorporó Scarlett tragó saliva. Por su aspecto Dewitt estaba aún peor que ella. Su rostro estaba pálido como la nieve y la piel se le pegaba directamente a los huesos, como si no hubiera ni una pizca de carne entre ambas. Pero a pesar de su estado el chico aguantaba, sin quejarse, como había hecho siempre.
—Scarlett… —dijo el muchacho con un débil y quebradizo hilo de voz.
—Buenos días, Dewitt —le saludó ella, acariciándole la cabeza—. Toma, bebe un poco de agua y ven a calentarte cerca del fuego.
El chico bebió un largo trago de la bota de cuero y se acercó arrastrando los pies a la pequeña hoguera que ardía alegremente en el hoyo. Durante unos minutos se calentó ante las llamas, y sus temblores poco a poco se suavizaron, dejando que su mirada se perdiera entre el danzar de las llamas. Scarlett, que no quería interrumpir sus meditaciones, se limitó a guardar silencio y permanecer a su lado.
—He estado pensado —acabó por decir el chico—. Ya que nos hemos quedado con tan poca comida… hoy iré contigo a pedir limosna. Ya sé que sueles ir tú y yo me quedo a vigilar el escondite… pero no creo que nadie lo encuentre aunque yo no esté. Y si vamos los dos tendremos más posibilidades de conseguir algo de comer, aunque sea poco.
Scarlett sonrió levemente, aunque sintió un pinchazo de culpabilidad. «Todavía piensa que nos queda algo de comer…»
—Sí, me parece bien —accedió—. Prepárate, saldremos cuanto antes.
Ambos se vistieron con los pocos ropajes de que disponían y tras unos minutos salieron de su escondite, asegurándose primero de que nadie rondara las inmediaciones. No era el mejor refugio que había en la ciudad, pero las ruinas lo convertían en una buena guarida que además ofrecía cierta protección contra el viento y la lluvia. Un tesoro por el que muchos no dudarían en matar. Así pues, cuando fue seguro, salieron ambos a las calles de Capital, no demasiado concurridas a aquellas horas, pisando el suelo embarrado con sus pies descalzos.
Caminaron durante algunas horas, moviéndose de un barrio a otro. Poco a poco, a medida que pasaba la mañana, la gente comenzaba a poblar las calles. Los comerciantes y mercaderes habían comenzado a montar sus puestos en las esquinas, donde vendían toda clase de productos exóticos y curiosos. Scarlett y Dewitt se encontraban en una zona muy concurrida por estos vendedores.
—Ven, sígueme —dijo Scarlett al chico, tirándole de la mano—. No conseguiremos nada por aquí.
Lo sabía con certeza. Las zonas donde había más comercio eran las menos provechosas para el que pedía caridad. Los mercaderes eran reacios a dar ni siquiera un pedazo de pan duro y mohoso, si no se tenía dinero para pagarlo. Y los transeúntes estaban más preocupados de que los vendedores no les estafaran con cualquier baratija o que les robaran las bolsas, por lo que tampoco estaban muy receptivos.
Una vez hubieron salido de la zona más céntrica de la parte empobrecida de Capital, Dewitt y Scarlett se pusieron a recorrer las callejuelas que formaban la periferia del distrito. En ellas los ciudadanos eran, en su gran mayoría, tan pobres como ellos. Muchos vestían harapos viejos y carcomidos, y aunque alguno lucía ropajes mínimamente decentes, no se veía un alma que ostentara lujo de ningún tipo. Como era de esperar, no era ese tampoco el mejor ambiente para pedir comida o dinero por la voluntad, pero era mejor que la zona mercantil de la ciudad. Así y todo, tras algunas horas pidiendo en aquel lugar, no consiguieron más que malas miradas y gruñidos, incluso algún que otro empujón.
Sin perder la esperanza, sabedores de que no era tan fácil como salir y encontrar quien soltara una bolsa entera de monedas, Dewitt y Scarlett continuaron con su búsqueda de un poco de amabilidad, de una pequeña donación que por lo menos les permitiera comer algo decente durante algunos días. El chico creía que todavía les quedaban algunas reservas, pero Scarlett sabía que estaban en una situación crítica. Si no conseguían nada durante aquella jornada los próximos días podrían estar en riesgo sus propias vidas. La de Dewitt especialmente, al que cada vez se le veía más débil, pálido y cansado. Scarlett se había llegado a plantear el robo, algo que nunca se había visto obligada a hacer, pero descartó la idea tan pronto como se le ocurrió. No porque creyera que desde un punto de vista moral no debería hacerlo, sino más bien porque ni ella ni el chico eran especialmente hábiles ni tenían la templanza de carácter suficiente como para hacerlo sin llamar la atención. Y los castigos para los ladrones en Capital eran terriblemente severos. Lo sabía todo el mundo.
Los soles ya estaban bien altos en el cielo matutino y la muchacha y su compañero habían elegido una calle bastante concurrida para continuar su búsqueda de limosna, una de las principales dentro del distrito. Se trataba de una calle de paso entre dos núcleos urbanos, pero a diferencia de otros rincones, no se encontraba atestado de vendedores ambulantes. Scarlett y Dewitt se situaron en uno de los laterales de la calzada, donde había más tráfico de peatones. El centro de las calles, por lo general, quedaba reservado para el paso ocasional de carretas de caballos o puestos de mercaderes móviles tirados por mulas, aunque eso no era lo más habitual, al menos no en aquella zona de la ciudad. La chica y su pequeño acompañante comenzaron a caminar por entre el gentío pidiendo la caridad de aquellos con los que se cruzaban. Sin embargo los ciudadanos, habituados a la presencia tanto de huérfanos como de vagabundos que pedían, pasaban de largo por su lado como si realmente no fueran más que un par de obstáculos parlantes a los que esquivar.
En aquella infructuosa línea continuó su recorrido a lo largo de aquella y otras calles cercanas. Ni siquiera tuvieron la suerte de conseguir un par de miradas compasivas. Dinero o comida, menos aún. Los soles ya habían pasado la posición del mediodía cuando Dewitt y Scarlett decidieron tomar un descanso. Llevaban horas caminando y habían recorrido decenas y decenas de calles. El resultado, por desgracia, era el peor esperado. Sus manos estaban tan vacías como cuando habían salido de su refugio.
Con las piernas cansadas y los pies sucios y doloridos, se apartaron del gentío que transitaba por las calles de Capital y se sentaron a descansar en una pequeña callejuela muy similar a la que escondía la antigua panadería quemada y derruida que era su refugio. Se sentaron sobre unas cajas de madera resquebrajada y mohosa y apoyaron la espalda contra el muro de los edificios que daban a la estrecha callejuela. Scarlett inspiró profundamente y trató de ignorar el fuerte dolor que sentía en las tripas. Era un dolor vacío y continuo que de vez en cuando pinchaba y le hacían esbozar una mueca. Por su cara, Dewitt no se encontraba tampoco en las mejores condiciones. Estaba pálido y temblaba, con los ojos acuosos fijados en ninguna parte. La muchacha se inclinó hacia delante y le rodeó con el brazo por encima de sus escuálidos hombros temblorosos.
—Eh, eh, pequeño. Tranquilo, ¿de acuerdo? Seguro que por la tarde tendremos más suerte.
El chico se giró hacia ella y la miró directamente a los ojos. Tenía la mirada brillante y los ojos nublados y enrojecidos. Unos leves sollozos comenzaron a agitar sus hombros.
—Scarlett… —consiguió articular con voz entrecortada— tengo hambre.
—Ya lo sé, Dewitt, ya lo sé… —respondió ella, tratando inútilmente de consolarlo.
Abrazados, uno llorando y la otra tratando de mantenerse fuerte y no acompañarle en el llanto, descansaron en aquel callejón el tiempo suficiente como para recobrar las escasas energías que pudieron. Una vez tuvieron las piernas lo suficientemente reposadas se levantaron y volvieron a ponerse en marcha. Antes de continuar en busca de limosna se acercaron a una pequeña fuente que había en una plaza y bebieron largos tragos de agua. Era bien sabido que el beber calmaba parcialmente la sensación de hambre.
Las tardes comenzaban a ser cortas debido a la cercanía del invierno, por lo que Scarlett intentó que aumentaran el ritmo de marcha a pesar de que Dewitt no paraba de quejarse y sollozar a causa del cansancio, el desánimo y el hambre que sentía y que ella compartía. Sin embargo, a pesar de lo urgente de su situación, su suerte no mejoró ni un ápice. Poco a poco, paso a paso, las sombras eran más y más largas y el frío otoñal, el hambre y el cansancio se unían para amedrentar cada vez más su espíritu y su determinación.

Llegó un punto, tras horas y horas de marcha y de búsqueda infructuosa, en el que a Dewitt le fallaron las fuerzas y, sin hallar soporte alguno en el que sostenerse ya que Scarlett estaba unos pasos más adelantada, cayó de bruces en el suelo embarrado de la calzada. La muchacha tardó unos segundos en percatarse de ello. Cuando se dio cuenta vio que los transeúntes pasaban alrededor del chico, esquivando su pequeño cuerpo sin dar muestra alguna de reconocer su existencia. Scarlett corrió hacia él y lo rodeó con su cuerpo, tratando de protegerle de algún pisotón fortuito de la multitud que pasaba de largo a su alrededor. Intentando que se incorporara le habló al oído.
—Dewitt, eh, Dewitt —le dijo—. ¿Estás bien, pequeño?
El chico respondió con un quejido, y levantó la vista lo suficiente como para mirarla a los ojos. Tenía la mirada vidriosa, enrojecida y llorosa. Además su piel ardía con un calor febril. Scarlett lo cogió como pudo en brazos, tratando de ignorar el fuerte dolor que sentía en las piernas y en el abdomen, y comenzó a avanzar por entre el gentío en dirección a su refugio con el cuerpo del pequeño a cuestas. Solo se encontraban a algunas manzanas de distancia, pero la panadería quemada parecía tan lejana como si estuvieran en la otra punta del mundo. No tenía fuerzas ya para retener las lágrimas, que comenzaron a caer una tras otra por sus mejillas, creando surcos claros por entre la suciedad que cubría su rostro.
Cuando no había dado ni siquiera una decena de pasos, alguien de entre la multitud que andaba apresuradamente chocó contra ellos. Scarlett perdió el equilibrio y cayó, y con ella también Dewitt. Se dieron de bruces ambos contra la calzada embarrada, y la muchacha no encontró fuerzas para tratar de levantarse, ni siquiera para tratar de mantener una consciencia que se le escapaba. Agotada y hambrienta, cerró los ojos y se abandonó al barro y el polvo que la abrazaban.