Charles Darwin
AUTOBIOGRAFÍA
Traducción de José Luis Gil Aristu
Introducción de Martí Domínguez
Título original:
Autobiography, John Murray, Londres, 1887 y Collins, Londres, 1958
1ª edición: diciembre 2008
2ª edición: febrero 2009
3ª edición: mayo 2009
Diseño de portada: Serafín Senosiáin
Ilustración de portada: agefotostock
Edición digital: Ken, www.ken.es
© de la traducción: José Luis Gil Aristu, 2008
© de la introducción: Martí Domínguez Romero, 2008
© Editorial Laetoli, S. L., 2008
Monasterio de Yarte, 1, 8º. 31011 Pamplona
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ISBN: 978-84-92422-07-4
Depósito legal: NA-190-2009
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Francis Darwin, el tercer hijo de Charles Darwin y su colaborador más próximo y fiel, fue el encargado de revisar y preparar para la edición la Autobiografía inédita y póstuma de su padre. Se trata de un texto explicativo de la vida del científico, al parecer para uso exclusivamente familiar, pero donde, como dice Niles Eldredge (2005), se nos muestra tan franco e incisivo como en sus otros escritos científicos. Darwin redactó las 121 páginas del relato principal entre mayo y agosto de 1876, escribiendo —como lo explica él mismo— una hora todas las tardes. Durante los seis últimos años de su vida, amplió el texto a medida que le llegaban los recuerdos e insertó 67 páginas de adenda. Por tanto, constituye un documento excelente para conocer de primera mano su biografía, la percepción de sus éxitos, las inquietudes producidas por sus libros y muchos otros detalles transcendentales de su vida.
Sin embargo, en el momento de editar la Autobiografía, cinco años después de su muerte, Francis Darwin decidió realizar una larga serie de correcciones y supresiones, bajo la firme supervisión de su madre, Emma Wedgwood. Al mismo tiempo, añadió un conjunto de apéndices, basados en recuerdos sobre su padre, una recopilación de cartas y un largo capítulo dedicado a recoger sus opiniones sobre la religión. Según escribe Nora Barlow en la introducción de la edición de 1958, la familia estaba dividida respecto a la oportunidad de publicar algunos párrafos relativos a sus ideas religiosas: si bien Francis Darwin era partidario de publicar el texto sin ninguna modificación que no fuera absolutamente necesaria, otros miembros de la familia —entre ellos, sin duda, su madre, de fuertes convicciones religiosas— opinaban que algunas de aquellas opiniones podrían resultar perjudiciales para su memoria. Finalmente se pactó un texto de consenso que pareciese bien a todos los miembros de la familia, tan unida por otra parte en los demás asuntos. Resulta por ello muy interesante analizar de qué manera recortaron, recondujeron y, sencillamente, manipularon la Autobiografía de Darwin, con el objeto de presentarla con el aspecto menos polémico posible.
Este análisis resulta especialmente sugerente si nos centramos principalmente en la presentación del capítulo dedicado a la religión. Comenzaba con una carta enviada a J. Fordyce, que se publicó en el libro Aspects of scepticism (1883):
Cuáles sean mis propias opiniones es una cuestión que no importa a nadie más que a mí. Sin embargo, puesto que lo pide, puedo afirmar que mi criterio fluctúa a menudo... En mis fluctuaciones más extremas, jamás he sido ateo en el sentido de negar la existencia de un Dios. Creo que en términos generales (y cada vez más, a medida que me voy haciendo más viejo), aunque no siempre, agnóstico sería la descripción más correcta de mi actitud espiritual.
Darwin se declaraba agnóstico, es decir, seguía los pasos de su buen amigo Thomas H. Huxley, creador del término (Dawkins, 2007). Huxley explicó el significado de esta palabra tras recibir la dura crítica del director del King’s College de Londres, el reverendo doctor Wace, que ridiculizó su “cobarde agnosticismo”:
Él puede preferir denominarse agnóstico a sí mismo, pero su verdadero nombre es uno más antiguo: es un infiel, es decir, un no-creyente. Quizá la palabra infiel implique un significado desagradable. Y esta implicación es quizá correcta. Es, y así debe ser, una cosa desagradable para un hombre que dice sin pudor que no cree en Jesucristo.
Ante estas, sin duda, “desagradables” acusaciones, Huxley no tuvo más remedio que replicar:
[Algunos] estaban bastante seguros de que habían alcanzado una cierta “gnosis”; con mayor o menor éxito habían resuelto el problema de la existencia, mientras yo me sentía bastante seguro de que no lo había conseguido y tenía una convicción bastante fuerte de que el problema era irresoluble [...]. Por lo que me puse a pensar e inventé lo que entendía que debía de ser el apropiado titulo de agnóstico [...]. El agnosticismo, de hecho, no es un credo sino un método, la esencia del cual reside en un principio singular [...]. El principio puede expresarse positivamente de la siguiente manera: en cuestiones intelectuales sigue tu razón tan lejos como ella te lleve, sin tener en cuenta ninguna otra consideración. Y negativamente se expresaría así: en cuestiones intelectuales, no pretendas que son ciertas conclusiones que no se han demostrado o no son demostrables. Esto digo que es la fe agnóstica.
Cuando Darwin se declaraba seguidor de la fe agnóstica se exponía también a ser etiquetado de infiel por los más virulentos doctores de la Iglesia. Pero, aun así, su agnosticismo era poco convincente (“creo en general pero no siempre”); da la impresión de que la cuestión le interesaba poco, y que intentaba quitarse de encima a los inoportunos investigadores, que lo distraían de su trabajo. Con ésa y otras cartas nos venía a decir que su opinión no tenía demasiado interés, pues no se podía comprobar, y como científico evitaba cualquier opinión poco contrastada. En otra carta indicaba que no había dedicado tiempo suficiente al tema de la religión; “estaréis de acuerdo conmigo en que cualquier cosa que se ha de exponer a la opinión publica ha de ser sopesada y divulgada con precaución”. Y en otra, enviada a un estudiante holandés, acababa expresando opiniones demasiado elementales (Darwin, 1887):
Es imposible contestar brevemente su pregunta, y no estoy seguro de que fuera capaz de hacerlo ni siquiera escribiendo con cierta extensión. Sin embargo, puedo decir que la imposibilidad de concebir que este grandioso y maravilloso universo, con estos seres conscientes que somos nosotros, se origine por azar, me parece el principal argumento a favor de la existencia de Dios; pero nunca he sido capaz de concluir si este argumento es realmente válido [...]. También me veo inducido a ceder hasta cierto punto a la opinión de muchas personas de talento que han creído plenamente en Dios; pero aquí advierto una vez más el escaso valor que tiene este argumento. Me parece que la conclusión más segura es que todo el tema está más allá del alcance del intelecto humano.
Como puede verse, Darwin se sentía con demasiada frecuencia angustiado por preguntas difíciles que, no obstante, se esforzaba por contestar. Si se declaraba agnóstico es porque no era capaz de responder, porque sencillamente no lo sabía ni creía que se pudiera saber nunca. Por consiguiente, era necesario cultivar la ciencia (todo lo que el hombre puede aprehender y llegar a comprender en su totalidad mediante el uso de la experimentación) y abandonar las discusiones estériles, que no conducen a puerto alguno. De algún modo, el cultivo de la ciencia era la mejor garantía para saber —y en dicho saber se podía incluir también esta revelación de naturaleza religiosa—. Era demasiado pronto para poder resolver nada con seguridad sobre la existencia de Dios, aunque, evidentemente, su teoría de la evolución, con el mecanismo de la selección natural, arruinaba el creacionismo y la tesis de los fijistas. No obstante, advirtió a un estudiante alemán que “la teoría de la evolución es bastante compatible con la creencia en Dios; pero también es necesario que usted tenga en cuenta que las personas tienen diferentes percepciones de Dios”.
Parece que Darwin temía ser indiscreto y, al mismo tiempo, expresar opiniones gratuitas. Cuando publicó El origen de las especies, las reacciones no fueron todas entusiastas y, como se temía, comenzaron a llegarle cartas en las que sus ideas se tildaban de heréticas. Una de las primeras provino de su antiguo profesor de geología Adam Sedwigck, quien “había leído el libro con tanto dolor como placer”; le siguió otra más dura del capitán Fitz-Roy, en la que concluía que “no puedo encontrar nada de ennoblecedor en el pensamiento de descender incluso del más antiguo simio”. Al mismo tiempo, algunos destacados naturalistas, como Richard Owen, se negaron a aceptar que la selección natural operara en la naturaleza. Como escribe Janet Browne (2002), Owen creía que los organismos desvelaban un plan funcional en su anatomía, y que una fuerza puramente mecánica como la selección natural era del todo inadecuada para explicarlo. Incluso fue más lejos y declaró con impertinencia: “No queremos saber lo que el señor Darwin cree o aquello de lo que está convencido, sino tan sólo lo que puede probar”. Sin duda, esta frase malévola lo hirió profundamente y lo tornó mucho más exigente con su investigación y con la exhaustividad de los resultados expuestos.
Por todo ello, un tema tan resbaladizo como el de la religión le resultaba incómodo y peligroso de manera muy particular; sabía que sus palabras serían escudriñadas y analizadas hasta el último detalle, cuando no sacadas de contexto. Aun así, no podía dejar de contestar a las numerosas misivas que recibía al respecto, y cuando el estudiante alemán insistió, el viejo Darwin replicó (Darwin, 1887):
Estoy muy ocupado, soy un hombre viejo, falto de salud y no puedo dedicar tiempo a resolver totalmente sus preguntas; en verdad, tampoco pueden ser resueltas. La ciencia nada tiene que ver con Cristo, excepto en la medida en que el hábito de la investigación hace que una persona sea cautelosa a la hora de admitir pruebas. Por lo que a mí respecta, no creo que haya tenido jamás revelación alguna. En cuanto a una vida futura, cada persona debe decidir por sí misma entre probabilidades inciertas y contradictorias.
Sorprende la paciencia de Charles Darwin. En cualquier caso, de la lectura de todas estas cartas y confidencias recogidas por su hijo Francis se desprende la actitud de un investigador prudente, nada beligerante con la religión, que evita entrar en polémicas fútiles y herir las creencias religiosas de las personas. En este sentido, el hijo de Darwin añadía en una nota al final de dicho capítulo dedicado a la religión que éste era el verdadero criterio de su padre en temas religiosos y que, en cambio, la lectura del texto del doctor Aveling The religious views of Charles Darwin (1883) podía inducir a error al lector. Esta inesperada alusión a Edward Aveling es mucho más interesante de lo que podría parecer.
En 1881, Edward Aveling, hijo de un reverendo congregacionista, estableció contacto con Darwin. Aveling había cursado Medicina, con resultados muy brillantes, y parece ser que, como consecuencia de la lectura de las obras del científico de Down, había perdido buena parte de su fe religiosa. Realizó numerosas contribuciones divulgativas sobre temas darwinianos en la prensa y en 1881 publicó The student’s Darwin, libro que le abrió las puertas de la casa de Down. A pesar de ello, Darwin evitó que dicho libro —con un fuerte contenido crítico sobre la religión— le fuese dedicado, e hizo llegar al autor una carta cordial, muy indicativa de su pensamiento:
Tengo la impresión (correcta o incorrecta) de que los argumentos propuestos directamente contra el cristianismo y el teísmo carecen prácticamente de efecto sobre el público; y que la libertad de pensamiento se verá mejor servida por una gradual elevación de la comprensión humana que acompañe al desarrollo de la ciencia. Por tanto, siempre he evitado escribir sobre la religión y me he circunscrito a la ciencia.
En 1883, poco después de la muerte del científico, Aveling publicó en la editorial Free Thought Publishing un folleto de ocho páginas, de carácter algo panfletario, que recoge una larga conversación con Darwin durante una visita a Down. Acompañado por Ludwig Büchner, uno de los prohombres del materialismo y presidente de la International Federation of Freethinkers, fue invitado a comer, y seguidamente se estableció en la sala de estar un fértil diálogo sobre la religión. El texto se inicia con un ataque frontal a la hipocresía de la Iglesia:
Desde la muerte de nuestro gran profesor, los clérigos, que lo denunciaron incansablemente con aquella volubilidad y larga práctica que tienen en la vituperación y que los ha hecho maestros consumados, han rematado la muerte del ilustre con una de sus canalladas. No contentos con enterrar en la abadía de Westminster al hombre que han perseguido y denigrado, al hombre cuyos grandes descubrimientos han ridiculizado, han tenido la audacia de decir que la enseñanza de la evolución es en todo coincidente con la de la Iglesia y la Biblia.
Prosigue una presentación de Darwin, al que ve como un gran hombre, grandioso y al mismo tiempo sorprendentemente accesible. Un sabio próximo, cordial, interesado en las opiniones ajenas, nada fatuo: “En su porte, en la serenidad y solidez de su rostro, en su honorable testa blanca, en la sosegada, firme y contenida voz, había una calma majestad, muy impresionante. Uno tenía la sensación de estar en presencia de un rey entre los hombres”. Aveling escribe sus recuerdos desde una indudable admiración y reconocimiento por la amabilidad recibida durante su visita. Darwin les habló como a iguales y se interesó por sus trabajos y sus opiniones. Cuando Aveling le preguntó en qué trabajaba en aquellos momentos, el naturalista le respondió con una emoción nada disimulada que acababa de enviar a la imprenta su libro sobre las lombrices de tierra y que había depositado muchas esperanzas en ese último trabajo. Aveling —quien, según Bernard Shaw, tenía el tono de voz de un bombardino y el rostro y los ojos de un lagarto (Keynes, 2003)— no pudo evitar comentar que no dejaba de ser extraordinario que el autor de El origen de las especies se interesara por un tema tan insignificante: “Me miró intensamente y me contestó con tranquilidad: ‘He estado estudiando las lombrices de tierra durante 40 años’”. Aveling explica que entonces entendió en su total plenitud que en la naturaleza no hay nada insignificante, que todo puede proporcionar claves sobre los mecanismos de la vida, y que Darwin, tras 40 años estudiando aquellos gusanos de tierra, llegó a la conclusión de que ya sabía lo suficiente como para dedicarles una monografía: “Éste es el verdadero temperamento de este hombre”.
Entonces comenzaron a tratar el tema de la religión. Darwin les preguntó qué entendían por ateísmo. Los dos visitantes le explicaron que eran ateos en el sentido etimológico del término: la no evidencia de Dios.
Se le explicó que la letra griega α era privativa, no negativa; lo cual implicaba que no éramos partidarios de la locura de negar a Dios, pero también evitábamos con el mismo esmero la locura de afirmarlo: como la existencia de Dios no estaba probada, no teníamos Dios (αθεοι). A medida que íbamos hablando, resultaba evidente por el cambio de la luz de sus ojos, que siempre nos habían mirado con la máxima franqueza, que un nuevo concepto estaba arraigando en su mente. Había imaginado hasta entonces que negábamos la existencia de Dios y descubrió que nuestros pensamientos no diferían casi de los suyos. Punto por punto se manifestó de acuerdo con nuestros planteamientos […] y finalmente dijo: “Aunque pienso como ustedes, prefiero el término agnóstico a la palabra ateo”.
De algún modo, concluye Aveling, agnóstico y ateo son términos parecidos, aunque este último pueda resultar algo más agresivo. Y según parece, Darwin estaba de acuerdo.
Esto nos llevó a hablar del cristianismo y él pronunció estas importantes palabras: “No abandoné el cristianismo hasta que cumplí cuarenta años”. Subrayo estas palabras para la atenta consideración de todos cuantos han afirmado recientemente que el gran naturalista era un creyente cristiano. Seguro que los poco escrupulosos leerán esta frase sin las últimas cinco palabras [...]. Preguntado por qué lo había abandonado, la respuesta fue simple y autosuficiente: “Porque no está confirmado con pruebas” [It is not supported by evidence].
En esta conversación también estuvo presente Francis Darwin. No obstante, en la nota que escribió en la Autobiografía, se manifestó del todo disconforme con la tesis de que agnóstico y ateo fueran términos parecidos: “El doctor Aveling trataba de demostrar que los términos ‘agnóstico’ y ‘ateo’ son prácticamente equivalentes —que ateo es aquel que, sin negar la existencia de Dios, tampoco cree en ningún dios, pues no está convencido de que exista ninguna divinidad—. Las respuestas de mi padre daban a entender su preferencia por la actitud no agresiva del agnóstico. El doctor Aveling parece considerar que la ausencia de agresividad de las opiniones de mi padre no las distingue esencialmente de las suyas. Pero, en mi opinión, son precisamente diferencias de esta clase las que lo diferencian radicalmente del tipo de pensador al que pertenece el doctor Aveling”.
Sea como fuere, Aveling concluía su opúsculo diciendo que, en un futuro, pueblos más avanzados valorarán mejor los resultados conseguidos por Darwin, y que es posible que esta nueva situación implique el final de la superstición. Como el mismo Darwin, tenía una completa confianza en el progreso y el triunfo de la ciencia.
Hasta el año 1958, cuando Nora Barlow, nieta de Charles Darwin, proporcionó una versión íntegra de la Autobiografía, no se pudo conocer qué es lo que había sido retocado o sencillamente eliminado. Entonces se supo que los herederos habían entregado al editor unos textos convenientemente estudiados, enmendados y consensuados, con unas omisiones que afectaban al 17% del texto (Barrett & Freeman, 1987). Estas supresiones son de doble interés, no sólo porque nos aportan detalles nuevos sobre el pensamiento de Darwin, sino también porque revelan la mentalidad de los censores, qué es lo que les pareció improcedente y cómo creyeron salvaguardar la memoria de su ser querido. Algunas de las omisiones son sorprendentes, como esta evocación de infancia:
Por aquel entonces, o, según espero, a una edad un poco menor, robaba a veces fruta para comerla. Una de mis estratagemas era realmente ingeniosa. El huerto de la cocina se cerraba por la noche y estaba cercado por un muro alto, pero ayudándome en los árboles vecinos lograba subir con facilidad a la albardilla. Luego, fijaba una vara larga al fondo de un tiesto de buen tamaño y, empujando hacia arriba aquel montaje, arrancaba melocotones y ciruelas, que caían al tiesto asegurándome el botín de esa manera. Me acuerdo de haber robado de muy pequeño manzanas de la huerta para dárselas a algunos chicos y jóvenes que vivían en una casita no lejos de la nuestra; pero antes de entregarles la fruta les mostraba lo rápido que podía correr, y es fantástico que no me percatara de que la sorpresa y admiración que manifestaban ante mi capacidad como corredor se debía a las manzanas. Pero recuerdo muy bien que me encantaba oírles declarar que nunca habían visto a un chico correr tan deprisa.
También se eliminó que su padre en una ocasión le confesó que en su juventud había sido masón, o los apremiantes consejos que daba a las parejas con problemas matrimoniales, o buena parte del párrafo siguiente:
Algunos de aquellos muchachos eran bastante inteligentes, pero debo añadir, en función del principio noscitur a socio [dime con quién andas y te diré quién eres], que ninguno de ellos llegó a distinguirse lo más mínimo.
O la última parte del párrafo que sigue, a partir de la objeción:
Uno de ellos fue Ainsworth, que publicó más tarde sus viajes por Asiria; en geología seguía la corriente werneriana y sabía un poco de muchas cosas, pero era superficial y de labia fácil.
En definitiva, Francis Darwin, con la firme supervisión de su madre, pulió el texto y eliminó imprudencias, enervándolo de vez en cuando. El texto original es más vivo, mordaz, interesante y está repleto de anécdotas y de una constante ironía, muy inglesa, que la versión “revisada”. Del ornitólogo Macgillivray dejaron que era el autor de un libro excelente, pero eliminaron prudentemente que “casi no tenía el aspecto ni las maneras de un caballero”; del botánico Robert Brown conservaron que “era capaz de las acciones más generosas”, pero suprimieron que “era un completo avaro”. O de Fitz-Roy cortaron sin contemplaciones todo este párrafo tan significativo:
Cuando se turnaban antes del mediodía, los oficiales de menor rango solían preguntarse “cuánto café caliente se había servido aquella mañana”, con lo que se referían al humor del capitán. Era también un tanto suspicaz y, de vez en cuando, muy depresivo, hasta el punto de rayar en la locura en cierta ocasión. A menudo me parecía que carecía de sensatez o de sentido común.
Como era de esperar, el paso de este cedazo de malla tan fina resultó especialmente implacable con las opiniones religiosas. He aquí algunos de los fragmentos suprimidos:
Nunca se me ocurrió pensar lo ilógico que era decir que creía en algo que no podía entender y que, de hecho, es ininteligible. Podría haber dicho con total verdad que no tenía deseos de discutir ningún dogma; pero nunca fui tan necio como para sentir y decir: Credo, quia incredibile [creo porque es increíble].
Por más hermosa que sea la moralidad del Nuevo Testamento, apenas puede negarse que su perfección depende en parte de la interpretación que hacemos ahora de sus metáforas y alegorías.
Me resulta difícil comprender que alguien deba desear que el cristianismo sea verdad, pues, de ser así, el lenguaje liso y llano de la Biblia parece mostrar que las personas que no creen —y entre ellas se incluiría a mi padre, mi hermano y casi todos mis mejores amigos— recibirán un castigo eterno.
Y ésa es una doctrina detestable.
Un ser tan poderoso y tan lleno de conocimiento como un Dios que fue capaz de haber creado el universo es omnipotente y omnisciente, y suponer que su benevolencia no es ilimitada repugna a nuestra comprensión, pues, ¿qué ventaja podría haber en los sufrimientos de millones de animales inferiores durante un tiempo casi infinito?
Pero no se puede dudar de que los hindúes, los mahometanos y otros más podrían razonar de la misma manera y con igual fuerza en favor de la existencia de un Dios, de muchos dioses, o de ninguno, como hacen los budistas. También hay muchas tribus bárbaras de las que no se puede decir en verdad que crean en lo que nosotros llamamos Dios: creen, desde luego, en espíritus o espectros, y es posible explicar, como lo han demostrado Tylor y Herbert Spencer, de qué modo pudo haber surgido esa creencia.