Jesús Aparicio Bernal

NO TE LO CREAS

La dudosa credibilidad de los dogmas de fe

LAETOLI

Créditos

1.ª edición: febrero 2018

Diseño de cubierta: Serafín Senosiáin

Ilustración de portada: El Bosco, El jardín de las delicias (detalle del panel derecho, el Infierno), 1490-1500, Museo del Prado, Madrid. agefotostock.

© Jesús Aparicio Bernal, 2018

© Editorial Laetoli, S. L., 2018 Paseo Anelier, 31, 4.º D 31014 Pamplona www.laetoli.es

ISBN: 978-84-94674-26-6

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Printed in the European Union

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Un prólogo personal

Los miembros de la generación de 1929 —a la que pertenezco— cumplimos diez años de edad el mismo año en el que terminó la Guerra Civil y comenzó el largo período del régimen franquista. Por lo que a mí respecta, a partir de entonces cursé las enseñanzas del bachillerato en un colegio regentado por los hermanos maristas. Para los jóvenes estudiantes existía la posibilidad de desarrollar su personalidad en diversas organizaciones que pertenecían, exclusivamente, a la Iglesia o al Movimiento, y que se disputaban a los jóvenes que querían emprender actividades distintas de las escolares. Por mi parte, yo me enrolé con los aspirantes de Acción Católica ejerciendo la función de presidente de los de mi parroquia.

En las páginas siguientes he señalado las características de la sociedad española de la época. Al joven estudiante se le ofrecía la posibilidad de actuar en las organizaciones del Movimiento, como las varias del Frente de Juventudes. Mi intención primera era rechazar la participación directa en actividades políticas y dedicarme a la carrera docente mediante la preparación de oposiciones a cátedras universitarias. Para ello, al terminar la licenciatura, obtuve el nombramiento por el catedrático de Derecho Civil, don Federico de Castro y Bravo, de profesor ayudante de su cátedra. Más tarde, por consejo del titular de Derecho Mercantil, don Jesús Rubio y García Mina, pasé a preparar las oposiciones a cátedras de esta disciplina y fui designado profesor adjunto de la misma en la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Madrid.

Los órganos del Movimiento intentaban en este tiempo incorporar a los jóvenes universitarios destacados, entre los que se contaban quienes preparaban oposiciones a cátedras. Tuve entonces la ocasión de participar en seminarios organizados por la Delegación Nacional de Provincias, llegando a director del Seminario de Estudios Jurídicos. Esta actividad me permitió ser conocido por algunos de los responsables máximos del Movimiento y, siendo ministro José Luis de Arrese, recibí la oferta de encargarme de la Jefatura Nacional del Sindicato Español Universitario (SEU), la corporación a la que pertenecían todos los estudiantes españoles de enseñanza universitaria y de las Escuelas Técnicas de ingenieros.

Mi vocación por la carrera docente universitaria me hizo rechazar esta oportunidad de incorporarme activamente a la vida política. Sin embargo, posteriormente, siendo ministro del Movimiento José Solís Ruiz, se designó ministro de Educación a mi maestro, don Jesús Rubio. Su intervención hizo prácticamente imposible que rechazara entonces el nombramiento de Jefe Nacional del SEU, lo que, por otra parte, satisfacía una vocación política, dentro de los esquemas de la Falange Española, compartida por mí con la profesional. Para un joven altruista y crítico, la Falange era la única organización atractiva, distinta del derechismo conformista que dominaba la sociedad y de una verdadera oposición política apenas desarrollada entonces y que se consideraba como subversiva. Las circunstancias determinaron, pues, mi dedicación a la política durante una etapa importante de mi vida.

En el sindicato universitario, mi actividad se centró en reclutar para los puestos de dirección a un equipo integrado por jóvenes inconformistas de valía acreditada que luego incorporé, en su mayor parte, a Televisión Española y que posteriormente tuvieron el máximo protagonismo político como promotores principales de la llamada Transición política española. La primera incorporación al equipo de dirigentes del SEU de esta etapa, y una de las más valiosas, fue la de Rodolfo Martín Villa, más tarde vicepresidente del Gobierno. Sucesivamente incorporé a este grupo a Juan José Rosón, después Ministro del Interior; a Adolfo Suárez, gran protagonista de la Transición como presidente del Gobierno; a Mariano Nicolás, a Jesús Sancho Rof, después ministro también; a Fernando Suárez, igualmente ministro más tarde; a Eduardo Navarro Álvarez, subsecretario después y principal redactor de la Ley de Reforma Política, texto fundacional de la nueva democracia; a Francisco Eguiagaray, a José Miguel Ortí Bordás, más tarde Subsecretario de Gobernación, y a otros. Este grupo, como procedente del SEU, trabajó siempre en un sistema de extrema austeridad, percibiendo retribuciones ridículas incluso para aquella época, y bajo el principio de que cada uno de ellos hubiese preferido cortarse una mano antes que lucrarse indebidamente mediante su actividad política.

Durante nuestra gestión en la Jefatura Nacional del SEU se transformó el sistema de nombramiento de los dirigentes estudiantiles, pasándose de la designación por el mando de prácticamente todos los cargos sindicales a la elección de los mismos por los propios estudiantes. Durante este período tuve la ocasión de conocer y colaborar con uno de los políticos más inteligentes y honestos que se han producido en el franquismo, Manuel Fraga Iribarne, que más adelante me incluyó en el equipo ministerial que llevó a cabo la mayor apertura política acontecida en el régimen.

Tras mi trabajo en el SEU fui designado presidente del Sindicato Nacional del Papel Prensa y Artes Gráficas, en donde conté con la destacada ayuda de otro importante dirigente del SEU, José Farré Morán, después presidente de la Cruz Roja Española.

Mi actividad en el sindicato de los papeleros y editores fue interrumpida por el requerimiento del ministro Fraga Iribarne para incorporarme a su equipo como director general de Radiodifusión y Televisión, un puesto entonces clave como responsable de la única televisión, y de Radio Nacional de España.

En este cometido pude disponer de casi todo el equipo formado en el sindicato universitario al servicio de la acción de apertura política que impulsó principalmente Manuel Fraga. En aquella etapa, el país tomó conciencia de que un nuevo espíritu se manifestaba en la acción política. Un criterio de libertad se puso de relieve en la política de prensa, de televisión y radio. Grata tarea fue la demolición de tabúes, que llegó a percibirse popularmente incluso incorporándose al refranero popular con la frase «Con Fraga hastala braga». En el campo de la televisión y la radio fueron artífices principales de esta política de apertura los recién incorporados dirigentes del SEU: Juan José Rosón fue designado secretario general de la Televisión. A Adolfo Suárez le encargué la jefatura de programas y posteriormente la dirección de la primera cadena. Salvador Pons consiguió incorporar a la segunda cadena, de nueva creación, a los protagonistas de la vida cultural de la época, de diversas ideologías políticas.

No sólo se insuflaron aires de libertad que permitieron colaboraciones que en otro tiempo hubieran parecido imposibles, sino que gran parte de la eficacia de la época se basó en la destrucción de los tópicos justificativos de un espíritu burocrático y poco emprendedor: antes de esa etapa, la Televisión Española rara vez conseguía para sus producciones un premio internacional. Se solía afirmar en la casa que lo impedía «la conjura internacional contra España» que, por la interdicción del régimen de Franco, condenaba al fracaso a cualquier intento de triunfar en los certámenes internacionales. La pura realidad era que la concurrencia a estos no se intentaba, por lo general, con la debida eficacia. Los programas que presentaba TVE no se elaboraban especialmente para los concursos, sino que se aportaban las producciones normales disponibles. La política de incorporación de las principales figuras culturales españolas y el cuidado en la gestión de la preparación y la concurrencia a los concursos cambió en esta etapa hasta el punto de que los programas dramáticos españoles fueron los que más premios internacionales obtuvieron.

La actuación en certámenes de todo tipo condujo incluso a unos éxitos que no se han vuelto a producir desde entonces. Por ejemplo, a raíz de una controversia idiomática planteada por Serrat con sorpresa, se obtuvo por primera vez el triunfo de una canción española en el Festival de la Canción de Eurovisión, que interpretó Massiel. En el festival del año siguiente, también se consiguió el primer lugar. Han sido las únicas ocasiones en que RTVE no ha pasado desapercibida en ese certamen. Con ello se pudo desmentir, también en este mundo de la canción ligera, el tópico de la conjura internacional tantas veces alegado.

Después de un mandato de más de cinco años al frente de la Radio Televisión Española, mi decisión de abandonar la actividad política fue formándose a pesar de que me presentase, y fuese elegido, en las elecciones de procuradores familiares en Cortes, en el primer intento de aplicación de la novedad política de una especie peculiar de sufragio universal, y también permaneciese perteneciendo al Consejo Nacional del Movimiento como elegido por los procuradores familiares. En esta etapa terminal de mi actividad política expresé en el Consejo Nacional del Movimiento mi criterio de que la democracia orgánica no podía seguir siendo desnaturalizada para que las elecciones encubrieran realmente, en muchos casos, una designación impuesta por los mandos políticos.

Durante este tiempo, en el que no fui responsable de un trabajo de gestión ni de organización política, fue cuando tuve la ocasión más directa de analizar a fondo las deficiencias democráticas del régimen y la falsedad de los postulados ideológicos, incluidos los religiosos, en los que se basaba, en buena parte, la organización de nuestra sociedad.

En la primera juventud, los miembros de mi generación estuvimos inmersos en lo que podríamos llamar la sociedad de la aquiescencia. En nuestra corta edad, los más inquietos pudimos participar en debates que estaban organizados con propósitos de adoctrinamiento.

A medida que fue aumentando nuestro desarrollo intelectual y nuestra edad, algunos nos fuimos abriendo al discernimiento de las deficiencias de lo que se pretendía enseñarnos, y a la falsedad de muchos de los postulados que fundamentaban nuestra organización social. Un número importante de los más críticos mantuvieron sus disensiones en el puro terreno de la política, aspirando a una transformación democrática del sistema político. Otros, con mayor inclinación a profundizar en las circunstancias de nuestra realidad vital, no pudimos dejar de reparar en las evidentes incongruencias de las enseñanzas católicas y a reflexionar sobre la imposible veracidad de todas las religiones, desde las más antiguas a las más modernas, que los hombres han ido inventando a la medida de sus limitados conocimientos.

La consecuencia de mi evolución intelectual fue mi decisión de poner fin a cualquier actividad pública que no fuera el ejercicio de mi profesión de abogado, principalmente en el campo del Derecho civil y mercantil, y la promoción y gestión de algunas actividades empresariales. También la publicación de este libro me parece una actividad pública a la que me siento obligado.

Madrid, 12 de junio de 2017

Cita

Creer algo basándose en una evidencia insuficiente es malo siempre, en cualquier lugar y para todo el mundo.

William K. Clifford

1. La ética de la creencia

En 1876, William K. Clifford, catedrático de matemática aplicada en el University College de Londres, pronunció una conferencia ante los miembros de la Metaphysical Society, una de las instituciones más distinguidas de la época, titulada La ética de la creencia, que fue publicada más tarde como artículo en la Contemporary Review. Este artículo de Clifford vio la luz cuando ya había aparecido, en 1859, El origen las especies de Darwin, que dio lugar a otras obras de máxima trascendencia sobre el descubrimiento que suponía la tesis evolucionista, es decir, el hecho de que no seamos sino animales más evolucionados que los restantes. «Un notable número de pensadores empezó a presentar la ciencia como la fuente y el modelo de conocimiento que debería suplantar a la superstición teológica»1. Paradigma de esta posición fue el famoso biólogo y filósofo Thomas Henry Huxley2, quien propuso una suerte de «naturalismo científico como sustituto de la religión en todas las aspiraciones y necesidades humanas»3. La obra La ética de la creencia de William K. Clifford fue publicada en castellano en 2003 en el libro La voluntad de creer. Un debate sobre la ética de la creencia, de William K. Clifford y William James, precedida por una introducción de Luis M. Valdés Villanueva, que constituye el mejor análisis en castellano sobre la controversia a la que dio lugar la obra de Clifford, suscitada por William James diez años después de su aparición. Esta introducción supera a los demás estudios sobre dicha controversia, incluido el prefacio de Bertrand Russell aparecido en The Common Sense of the Exact Sciences de Karl Pearson.

El trabajo de Clifford sostiene la tesis de que sólo se debe creer lo que queda probado como verdadero. La creencia debe suceder a la convicción indudable: «Sólo la adopción de creencias basadas en evidencia suficiente puede ser moralmente aceptable». Clifford subraya que las creencias no sólo conciernen al individuo que las tiene, sino que su adopción entraña una grave responsabilidad social.

Bernard Williams afirma que creer algo por las buenas no es sólo, como Clifford defiende, inmoral, sino que se trata de una imposibilidad conceptual4. A mi parecer, evidentemente es así: no se puede creer algo de lo que no se está previamente convencido. La creencia es un derivado lógico de la convicción. El mero sentido común nos obliga, además, a sumarnos a la afirmación de Clifford de que «incluso cuando la creencia de una persona está tan arraigada que no puede pensar de otra forma, no se puede escapar al deber de investigar las razones que dan fuerza a sus convicciones»5.

Más de cien años antes, David Hume había afirmado ya que «el hombre sabio pone en proporción sus creencias con la evidencia»6. Hume había señalado también en su Tratado de la naturaleza humana que «la creencia es un fenómeno pasivo, algo que no hacemos nosotros, sino que nos sucede» (Hume, 1984).

Para cualquier observador imparcial resulta anómalo que William James, diez años después de la publicación de la obra de Clifford, publicase una crítica a la misma en la que sostenía lo siguiente:

«Puede identificarse un ámbito en el que algunas creencias se consideran legítimas sin pasar por el filtro público de la evidencia y el argumento, casos en los que tomamos la decisión de creer, y son los casos en que la voluntad de creer entra en juego»7. James fundamenta su posición en la primacía del libre albedrío, manteniendo que es posible decidir voluntariamente creer algo de lo que no se tiene evidencia. Escribe James: «Arrostramos el riesgo de adoptar creencias de tipo moral y religioso sin tener evidencia concluyente de las mismas [...], teniendo en cuenta los posibles beneficios que podrían reportarnos en caso de ser verdaderas, pues no adoptarlas sería renunciar de antemano a ellas»8. De este modo, James se suma a la argumentación de Pascal, quien en sus Pensamientos, publicados en 1670, conminaba al incrédulo a aceptar que lo racional es apostar por la existencia de Dios, si tenemos en cuenta que, de acertar, podemos ganar una vida infinitamente feliz9.

Luis M. Valdés escribe en su citada introducción:

David Hollinger, actualmente, y Richard Rorty, fallecido en el año 2007, han subrayado que La voluntad de creer tiene cierto carácter excepcional dentro de la obra de James. Se trata, dice Hollinger, de un brillante «espasmo» en el que James intentaría desesperadamente proteger de toda posible crítica a la creencia religiosa procediendo, como ha dicho Rorty, a su privatización10.

Los primeros conocimientos los adquiere siempre el hombre por testimonios de autoridad que considera plenamente aceptables: al igual que no se discute la información recibida en la educación escolar sobre las características del lenguaje, la gramática y la sintaxis, los rudimentos de las matemáticas, la física y otras enseñanzas, tampoco se tiende a discutir las explicaciones sobre la naturaleza de la existencia humana y las leyes que la rigen. Cuando se recibe una educación religiosa basada en cualquier religión, se produce espontáneamente una aceptación incondicional de semejante doctrina como una realidad y no se pone en duda la enseñanza que a uno le ha sido transmitida.

A la formación en los dogmas de la religión católica accedía el estudiante español de mi infancia y adolescencia, en la década de 1940, no sólo mediante las enseñanzas escolares, sino también por su inmersión en el conjunto de la estructura ideológica de una sociedad como la española, profundamente católica, secularmente ligada a los dogmas del catolicismo. Hay que recordar que, desde el siglo XV, la sociedad y el poder político españoles han proclamado como fundamento de la patria hispana la profesión y defensa del catolicismo. La lucha por hacer prevalecer la hegemonía de la Iglesia católica era considerada como la misma razón de ser de España. La difusión del Evangelio, la extensión por el mundo de la doctrina de Cristo, han justificado la mayor parte de las empresas coloniales nacionales. La primera unidad europea, realizada bajo el reinado de Carlos I de España y V de Alemania, tuvo un sentido profundamente religioso, no sólo en el terreno ideológico sino en el político y bélico. La lucha contra los infieles motivó y justificó el dominio sobre la mayor parte de Europa y la conquista de América. El pensamiento católico plasmado en la literatura reflejaba el sentir general sobre el fundamento de la existencia humana. La gran mayoría de la población española, entre la que me he contado largo tiempo, hacía suyos los versos de Jorge Manrique:

Este mundo es el camino

para el otro, que es morada

sin pesar;

más cumple tener buen tino

para andar esta jornada

sin errar.

En el sustrato cultural de la sociedad española de mi adolescencia y primera juventud, la vida futura era la que importaba. En el régimen franquista se consideraba que la exigida adhesión al régimen se componía necesariamente de la profesión de un catolicismo militante. No es extraño que con esta formación intelectual católica y con este cuadro de pensamiento, mis primeros análisis no osaran poner en duda las informaciones recibidas, sino que, más bien, la primera perplejidad que se me apareció como elemento esencial al discurrir sobre los temas esenciales de la vida era por qué se dedicaban tantos desvelos a lograr posiciones de bienestar y de poder en este mundo perecedero y no se reparaba en la contingencia de lo obtenido en la vida terrenal.

Así pues, las inquietudes intelectuales de mi juventud consistieron en averiguar cuál era la manera idónea de prepararme para la vida eterna11. Afortunadamente, la ampliación de mi horizonte cultural con otras aportaciones, gracias sobre todo a mis sucesivas lecturas, me movieron, como sujeto pensante católico, al afán de profundizar en el conocimiento de lo que se debe creer. Este fue mi propósito inicial, que luego ha ido ampliándose con el transcurso del tiempo y desembocado en resultados concordes con mis propias incertidumbres.

Por tanto, las páginas siguientes han nacido por el impulso de dudas para mí inevitables y por la desconfianza en certidumbres no comprobadas, que me han llevado a la búsqueda de las opiniones, que muchas veces he transcrito por extenso, de quienes han compartido, con objetividad demostrada, mi inquietud dubitativa. A lo largo de este trabajo he reproducido los análisis y las tesis que me han parecido imparciales de pensadores que han buscado las certidumbres de las que yo carecía.

Notas:

11. L. Valdés Villanueva, en “Introducción” a La voluntad de creer, Tecnos, Madrid, 2013, pág. 13.

2 Huxley utilizó por primera vez el término agnosticism (agnosticismo) en su sentido actual en 1869.

3 L. Valdés Villanueva, op. cit., pág. 13.

4 Citado en El derecho de creer, ibíd, pág. 63.

5 Citado en la “Introducción” a El derecho de creer, ibíd, pág. 95. 6. Ibíd., pág. 56.

6 Ibíd., pág. 56.

7 Ibíd., pág. 63.

8 Ibíd., pág. 69.

9 Ibíd., pág. 71.

10 Ibíd., pág. 77.

11 Puedo recordar unos versos laudatorios dedicados a santa Teresa de Jesús escritos por mí en aquella época: “[...] poetisa apasionada, cuya inspiración sincera rimó una vez inflamada, no haciendo aprecio de sí: vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero. ¡Quién se pareciera a ti!”.

2. Los dogmas de las religiones no católicas

Como escribió Publio Papino Estacio, «el miedo fue el primero que produjo dioses en el mundo»12. A partir del miedo, la imaginación humana fue la gran generadora de religiones, las cuales en general están constituidas por «una serie de mitos, de leyendas, de fábulas, de falsedades sin otro sostén [...] que afirmaciones tales como revelaciones, profecías y milagros»13.

En este capítulo me referiré sólo a las religiones actualmente existentes, aunque no sean tan diferentes de las religiones primitivas. Walter Burkert constató respecto a las religiones que perduran hoy que «en cuanto a los fundadores de nuevas religiones, como Zaratustra, Jesús o Mahoma, su logro creativo consistió en transformar, invertir o reordenar patrones y elementos que ya existían y que continúan reuniendo un innegable parecido familiar con las formas más antiguas»14. Otro autor ya citado escribe que

tan fantástico es en realidad el origen de dioses y diosas de la religión-mitología hindú, egipcia, griega, romana o germana, como el de un Yahvé hebreo transformado más tarde en el Padre cristiano y seis siglos después en el Alá mahometano; dioses todos nacidos en la misma fuente: la imaginación de los hombres15.

Las religiones actualmente más extendidas coinciden en la proclamación de la existencia de una vida después de la muerte, con las modalidades especiales del hinduismo y el budismo.

El hinduismo se caracteriza por reconocer la estructuración de la sociedad en un sistema de castas, a las que se pertenece por nacimiento, y la creencia en el llamado samsara o reencarnación, es decir: después de la muerte se regresa de nuevo a la vida, sea como persona, sea como animal. El comportamiento en la vida determina un lugar en la próxima: esto se llama karma. Cada uno en su casta debe cumplir las leyes de la misma, lo que le proporciona el nacimiento futuro en una casta más alta. Las reencarnaciones pueden continuar de manera indefinida en el caso de que no se hayan cumplido adecuadamente las normas. Sin embargo, se considera que existe una meta final en la cual las personas terminan de vivir como hombres o animales quedando en una situación que se denomina nirvana. El nirvana supone el integrarse en el dios Brahma. Los hindúes, por lo general, creen que los animales de toda clase tienen alma, incluidos los insectos. No comen carne de animales y consideran que las vacas son sagradas; por ello no las tienen en cautiverio, sino sueltas por pueblos y caminos.

El budismo es una religión derivada del hinduismo y fundada por Buda. Sus tres dogmas básicos son el samsara, el karma y el nirvana, que tienen el mismo sentido que en el hinduismo.

En el islam, la lista de sus dogmas se encuentra en la llamada aqidah, que recoge las enseñanzas del Corán aceptadas en general por todas las tendencias de la religión islámica. El islam considera que el gobierno debe ser teocrático y que todas las leyes deben estar supeditadas a las disposiciones del Corán.

Los dogmas fundamentales de la religión islámica son los siguientes:

El islam proclama que después de la muerte hay una vida eterna en la que los creyentes cumplidores moran en un paraíso que les permite disfrutar de toda clase de placeres y en el que existen huríes y arroyos de leche y miel.

En el judaísmo, los dogmas fundamentales de la religión son la creencia en un único Dios y la designación por él mismo de Israel para guiar al mundo. Se considera que la tradición es la depositaria de las verdades religiosas.

Sobre el llamado judeocristianismo, el filósofo francés Michel Onfray afirma lo siguiente:

El judeocristianismo es un inmenso collage de piezas paganas, orientales, místicas, milenaristas, apocalípticas: recicla historias antiguas que a su vez vuelven a poner en circulación historias aún más antiguas16.

Y también se pregunta:

¿Quién puede decir que el diluvio del Noé judeocristiano del Génesis no proviene en línea directa del diluvio de la epopeya de Gilgamesh, que lo precede en al menos dos mil años, una epopeya que, a su vez, cita en sus últimas versiones la epopeya de Atrahasis? Las lluvias del diluvio universal, el retorno de la paloma, el cuervo que no regresa, el arca que encalla en una montaña, pasan por el relato judeocristiano, pero no son su producto original17.

El collage no se refiere sólo a las historias de las fuentes sino también al contenido de las ideas configuradoras de la religión cristiana, que asumió los viejos textos judaicos. Michel Onfray cita el libro de André Neyton Les clefs païennes du christianisme (Las claves paganas del cristianismo) y destaca que este libro

muestra cómo el cristianismo ha reciclado una cantidad increíble de saberes y de conocimientos, de fiestas y de ritos, de costumbres y de prácticas tomadas del paganismo. La totalidad de los acontecimientos de la vida de Jesús —y escribo bien la totalidad—, el pecado y el bautismo, la predicación y los milagros, la Santa Trinidad y el Espíritu Santo, la Virgen y los ángeles, Satanás y el Anticristo, la confesión y la eucaristía, el fin del mundo y el Juicio Final, las figuras del Paraíso y del Infierno, todas las fiestas cristianas, los ritos y los símbolos, el bestiario y la cruz, todo procede de religiones antiguas18.

El cristianismo nace del judaísmo, y dentro de él se diferencian los dogmas del catolicismo de los del cristianismo ortodoxo y el protestantismo.

En el cristianismo ortodoxo los dogmas no difieren demasiado de los de la Iglesia católica y no se discuten los proclamados antes del Concilio de Nicea II de 787. Los ortodoxos no admiten el dogma católico de la Inmaculada Concepción, es decir, que la Virgen María haya sido concebida sin pecado original. Sostienen que la liberación del pecado se produjo en el momento en que aceptó concebir a Jesucristo. Por otra parte, niegan la autoridad del papa sobre la Iglesia y la infalibilidad papal. Los ortodoxos no prestan obediencia al papa, sino a distintos patriarcas, de los cuales el principal es el patriarca de Constantinopla, al que consideran primus inter pares.

En el protestantismo se aceptan como dogmáticas las declaraciones del credo, pero las diferentes variedades protestantes, como el calvinismo, el luteranismo o el episcopalismo, tienen diferentes verdades fundamentales. El fundamento de su separación del catolicismo es la doctrina de que cada cristiano puede juzgar los textos de las Sagradas Escrituras según su libre examen.

Notas:

12 Citado por Walter Burkert, La creación de lo sagrado, Quaderns Crema, Barcelona, 2009, pág. 64.

13 Juan Bautista Bergua, Mitología universal. Todas las mitologías y sus maravillosas leyendas, Bergua, Madrid, 1979, tomo II, pág. 351.

14 Burkert, La creación de lo sagrado, op. cit., pág. 16.

15 Bergua, Mitología universal, op. cit., pág. 400. El mismo autor insiste en denunciar el absurdo: “Milagros, verdaderos milagros, como sería el que a uno al que hubiesen amputado un brazo o una pierna, a fuerza de plegarias le creciese otro, esto ni ha ocurrido jamás ni ocurrirá por la simple razón de que no puede ocurrir” (pág. 486).

16 Michel Onfray, Cosmos, Espasa, Madrid, 2016, pág. 297.

17 Ibíd., pág. 297.

18 Ibíd., pág. 468. El libro de André Neyton fue publicado por Les Belles Lettres, París, 1980.

3. La credibilidad de los dogmas católicos

La religión católica está definida por los llamados dogmas de fe, que consisten en un conjunto de enunciados de lo que la Iglesia considera verdadero y que debe ser creído por todos los católicos. La Iglesia ha incorporado estos dogmas a declaraciones solemnes, ejerciendo lo que considera su magisterio infalible, que afirma recoger verdades reveladas por el mismo Dios. La declaración de nuevos dogmas se debe a que la Iglesia penetra cada vez más profundamente en el contenido de la revelación de Dios, descubriendo nuevos aspectos de ella. Se citan, por ejemplo, como declaraciones de esta clase, los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción de Nuestra Señora. No puede añadirse ningún dogma a la fe católica que no haya sido revelado por el mismo Dios. Por consiguiente, un católico tiene la obligación de aceptar todos los dogmas de fe revelados por Dios. No puede rechazar ni uno solo.

Esta doctrina de la Iglesia produce gran perplejidad y refuerza la convicción de la necesidad de analizar a fondo las definiciones fundamentales que configuran la doctrina del catolicismo, y la conclusión de que existe el deber de investigar y la obligación de cuestionarnos todo lo que debemos creer. El citado William Clifford sostenía que «creer algo basándose en una evidencia insuficiente es malo siempre, en cualquier lugar y para todo el mundo»19. E insistía en que

si un hombre que sostiene una creencia aprendida en la infancia o de la que se ha convencido más tarde, restringe y aleja cualquier duda que surja sobre ella en su mente, evita a propósito la lectura de libros o la compañía de personas que ponen tal creencia en cuestión o la discuten, y tachan de impías aquellas preguntas que no pueden hacerse sin turbar fácilmente su creencia, comete un grave pecado hacia la humanidad [...]. El peligro para la sociedad no es el puro hecho de que se vaya a creer cosas equivocadas, aunque ya eso es bastante grave, sino el que haya de convertirse en crédula y perder el hábito de comprobar y de investigar, pues entonces la consecuencia es retroceder hasta sumergirse de nuevo en la selva20.

Notas:

19 W. Clifford en El derecho de creer, op. cit., pág. 9.

20 W. Clifford, íbid., págs. 102-103.