José Luis Alonso de Santos
BAJARSE AL MORO
EDITA A. Machado Libros
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© José Luis Alonso de Santos
© de la presente edición: Machado Grupo de Distribución, S.L.
REALIZACIÓN: A. Machado Libros
ISBN: 978-84-9114-246-1
Prólogo
Epílogo para un prólogo
Bajarse al moro
Acto primero
Segundo acto
A Margarita Piñero
Había leído las obras que me dieron para el Premio Tirso de Molina; en la última encontré, o creí encontrar, la sustancia humeante del teatro. Es esta: «Bajarse al moro», de José Luis Alonso de Santos.
No siempre llega esta sensación. El lector de teatro tiene que resumir en sí mismo unas condiciones de actor, director, escenógrafo de la obra que lee, y de público. Es difícil, en esta época en que la imaginación se muere. Y es inquietante cuando la lectura se hace como parte del jurado de un concurso; el miedo a que la falta de imaginación propia deje de hacer vibrar un texto ajeno se potencia con la inversa, la de que el montaje mental haga ver como valiosa la obra que objetivamente no lo es. Este miedo a la injusticia se carga, además, con la necesidad de huir de la rutina. Al llegar los paquetones con las obras a casa, el veterano miembro del jurado se va encontrando con viejas conocidas, presentadas una y otra vez a todos los concursos por la fe que tienen en ellas sus autores –y, ¿qué otra cosa sostendría a un autor en su lucha si no fuera la fe?–; con las de quienes copian inconscientemente los éxitos de la temporada; con los que, simplemente, no saben escribir. Si se lee con rutina, con prejuicios, se puede perder algo... La realidad es que entre los centenares de obras leídas en un año puede no encontrarse ni una sola que tenga alguna posibilidad real.
Todo lo dicho no entraña ningún pesimismo. Está dentro de lo verosímil. Un país en circunstancias normales emite muy pocos autores teatrales simplemente válidos, como muy pocos poetas o muy pocos pintores (puede existir el misterio de lo que se llama una generación); estas no son circunstancias normales, y los países con teatro están produciendo menos que de costumbre; en España, incluso se tiende a ahogar a los que existen.
Pero a veces de una obra desconocida surge un intenso olor a teatro: es el caso de «Bajarse al moro». Se impone a la lectura: hace ver fácilmente la representación imaginaria, restallar su diálogo, vivir sus personajes: se les ve, se intima con ellos. Otras obras de este autor debieron aromar así a otros jurados porque es un ganador de concursos: Sitges, Toledo, Segovia, premio Aguilar, El Gayo Vallecano... Tuve poco conocimiento del nombre de Alonso de Santos hasta que apareció como primer firmante –por razones alfabéticas– en unos cuantos escritos contra mí, en el año 1979. No tenía yo entonces experiencia en estas cuestiones del odio menor y me sorprendió alguna tergiversación de mis opiniones, algunos insultos y tanta agresividad. Lo atribuí a un fenómeno de desplazamiento irreal del concepto de enemigo por parte de unos sufridores de muchos años, a la necesidad de representar en una persona concreta la muralla invisible de su negación. No teniendo yo ningún poder real, todo el asunto me pareció injusto y extraño. El tiempo ha disuelto la polémica, ha cernido el grupo, ha cambiado destinos.
Con la perspectiva se ve ahora en todo aquel asunto la aparición de lo que luego se ha llamado «el desencanto». Es una ley histórica que Toynbee ha llamado «desahogo» y que en el mundo contemporáneo se viene cumpliendo con desgraciada frecuencia. Se vio claramente en los países de nueva independencia a partir de la década de los sesenta, cuando el aparente cambio radical no mejoraba situaciones políticas o privadas de quienes habían puesto su vida a juego en ese cambio. Algunas veces, con razón: la calidad de excombatiente o la exhibición de mutilaciones no puede garantizar más que el respeto al sacrificio personal, pero no el ejercicio de un cargo y mucho menos el de un arte. La mayor parte de las veces, como parte de un inmenso fraude cósmico: la prueba de la existencia de un continuum, la terrible capacidad del principio de la entropía, la fuerza de la inercia. El siglo XX es el de las grandes ilusiones y las enormes esperanzas; por tanto, el de las decepciones, los destrozos, las amarguras.
Me he detenido un poco en esto porque el fenómeno tiene mucho que ver con «Bajarse al moro», de Alonso de Santos. Hay un punzante dolor permanente en el humor de su obra: el de los personajes desvalidos, abandonados, engañados; quizá lo hay aún en la fuerza con que un par de ellos se aferran finalmente a su «cochina esperanza» sartriana y a su forma de ver –cotidiana, pequeña, ignorante, sainetesca– la gran leyenda de nuestro tiempo, la utopía del mundo mejor: o de jauja. Pedían poco; no encontraron nada. Aquí está también el teatro: esa doble forma de ver entre el espectador y el personaje, ese desdoblamiento por el cual participamos de la ilusión que está en el escenario sabiendo ya que no se va a cumplir nunca: personajes de una turbia honestidad, que quizá saben lo mismo que nosotros, pero no se lo quieren formular, no lo quieren aceptar. Es un efecto de deconstrucción de lo que se está representando, una identificación de solo una parte de nuestra conciencia de espectadores, mientras la otra niega la posibilidad de lo que se afirma. Lo que tiene de contacto con la realidad actual (actual: el siglo y sus consecuencias) es inmediatamente directo. Y la ingenuidad de la exposición y de la doblez caritativa están en la esencia de un teatro que sobrevive desde hace milenios.
«La estanquera de Vallecas», que se estrenó en El Gayo Vallecano –otra pérdida, otro desvanecimiento: hasta que alguien, desde un despacho, decida hincharlo de aire con la bienvenida limosna de una subvención, y dárselo a otro excombatiente–, contenía ya en 1981 algunos de los elementos que aparecen en «Bajarse al moro». Aparte de la música de sainete, aparte de la reinvención del lenguaje popular y de la situación brillante, comparecen ya los perdedores, los que han colocado la ilusión en lo que les ha salido imposible y llevan su vida con tosquedad, con una ignorancia genética; los que cometen su actos –desde la violencia hasta el amor– de tal manera que nunca podrán resultar bien. Esta es una sociedad que tiene una moral de resultados. Los personajes de Alonso de Santos están fuera de todo resultado posible, quizá desde que nacen. Se ha dicho de «La estanquera», que procedía de Darío Fo, como se ha dicho de otra obra de Alonso de Santos, «Álbum familiar», que venía a Kantor. No creo que sea necesario afirmar ni negar: nada en el teatro, como en otros géneros literarios o artísticos, brota ex nihilo, y la biología niega la teoría de la generación espontánea. Toda obra importante de teatro está dentro de una cinta sin fin y su fuerza es la relatividad de su aplicación a lo real y de su condición de hacer continuar el camino, lo cual no excluye la condición de innovación. Darío Fo tiene como secreto principal –aparte de su talento– la seguridad de encontrarse dentro de esa continuidad y de un juego teatral mediterráneo y sobre todo napolitano, tan entroncado con lo español. José Luis Alonso de Santos viene de lo mismo, y no parece que sea a través de Darío Fo; es el descendiente de géneros menores, pero la grandeza de un género, dentro del teatro, la dan solamente dos virtudes: el pensamiento que contiene y el lenguaje en que se expresa. Este grupo de teatro se ha elevado a la dignidad con los autores, por lo menos: Arniches y Valle-Inclán (Azorín y Juan Ramón Jiménez incluyen también a Muñoz Seca, para relacionarle con Aristófanes: me parece autor de un pensamiento bastante más dudoso y un lenguaje menos punzante, menos creador). «La estanquera de Vallecas» y «Bajarse al moro», aun siendo distintas entre sí, tienen la unidad de pensamiento y lenguaje que las identifican con el acervo español del teatro cómico y al mismo tiempo las distinguen de él. Si todo el sistema español del sainete está basado en el consuelo y la resignación, y en la conformidad de las pobres gentes con su suerte en la que pueden alcanzar la felicidad a condición de no aspirar a lo que no les pertenece, en este tipo de teatro popular de Alonso de Santos hay otra definición del inocente y otra valoración de la ilusión. A mi juicio, la única comparación de estas dos obras se puede hacer con «Las bicicletas son para el verano», de Fernando Fernán-Gómez: independientes entre sí, son interdependientes de la contemporaneidad. El sistema teatral de Fernán-Gómez (en esa obra citada) consiste en la representación que hace el espectador de un papel de la obra: el de su contemplación activa de un fragmento del pasado inmediato y, por tanto, la ilación. En las obras de Alonso de Santos, los personajes que aparecen son los nietos de quienes se frustraron en «Las bicicletas...», y el espectador les está viendo al mismo tiempo que las vidas de sus homólogos pueden estar produciéndose en circunstancias parecidas en cualquier barrio urbano. Sería interesante buscar las causas profundas, saber si el espacio moral en que se desarrollan los personajes de Fernán-Gómez hasta llegar a ser los de Alonso de Santos es el que corresponde a la guerra civil y sus consecuencias o si, dentro de una deriva histórica general, la salida de la guerra civil española, la posguerra y todos los acontecimientos producidos hasta el día de hoy forman parte de un contexto mundial occidental (con un concepto muy amplio de occidente) que conduce al fracaso de unas ilusiones: al despego o al desencanto. Pero este no es el lugar ni espacio para esta cuestión.
La condición esencial del teatro, y el único camino para su continuidad, es el de la aproximación. El distanciamiento es una cuestión de oficio o de técnica, al que erróneamente se ha ido dando un valor de absoluto y que cuando se ha utilizado bien ha servido para la aproximación. José Luis Alonso de Santos opera con ella: nos aproxima al suceso que tenemos delante y del que en nuestra medida participamos. Héroes o antihéroes, los inocentes culpables de sus dos obras defienden un puesto al dudoso sol de la sociedad española actual: con la violencia o con el cultivo de la esperanza. No sé si quedará suficientemente clara la diferencia con el sistema de consuelo y resignación del sainete clásico, pero a mi ver es considerable: en el anterior, los autores manejaban su cosmos como una reducción de la tragedia clásica en la que el destino toma la forma de lo imposible: los que tratan de romperlo, de luchar, están condenados desde el principio. Tropiezan con un orden establecido que les es superior, y esto sucede así en el costumbrismo español, desde el paso de «Las aceitunas» hasta «Historia de una escalera». En «Bajarse al moro», su tragedia es que el orden establecido ha cambiado; la sociedad ha parecido abrirse, ha habido un momento histórico radiante, sus pobres vidas han recibido la iluminación. Por otra parte, su destino no parecía impuesto, sino elegido. Las víctimas del antiguo sainete estaban presas en su clase social estanca, impermeable, mientras los de Alonso de Santos han elegido y siguen eligiendo y, aunque sus antecedentes de clase y familia estén presentes, incluso materializados por personajes, no son ellos quienes les determinan, sino su vocación y la aparición de lo posible en forma de trampa. De ahí la identidad puramente inmaterial con «Las bicicletas son para el verano», de Fernán-Gómez: en esta obra, las gentes están en una apertura real de lo posible, y somos los espectadores los que sabemos en qué vino a parar aquello posible, e incluso lo contemplamos en un momento determinado en el que vuelve a surgir el juego posible/imposible como actualidad, y es precisamente en esta última actualidad donde se sitúan las gentes de Alonso de Santos. Engañadas por una cierta utopía humilde, se desengañan unos, y aceptan vivir otros en el engaño sabiendo que lo es. Sería un error creer que la bella escena con que termina es un final feliz, o la clásica concesión a la esperanza y al optimismo histórico que durante tanto ha contribuido con su consolación al desconsuelo de hoy. El diálogo en torno al niño que ha de nacer es una trampa. Pero no una clásica trampa de autor: una trampa de la vida. El autor nos deja ver cómo está abierta esa trampa, con una tierna delicadeza, con un humor emotivo. Desde que la leí por primera vez, recordé una frase de Zaratrusta: «¿Quién vería tu sonrisa sin deshacerse en lágrimas?».
Todo esto que separa el pensamiento de la obra del conjunto histórico español del género del que nace y que utiliza (sainete-costumbrismo- astracán-juguete-disparate) se refleja en la escritura, o diálogo. La imitación de la realidad actual como habla es una cosa; la definición colectiva de los personajes al hablar, otra. Se ha repetido mil veces que Arniches frecuentaba las tabernas de lo que entonces se llamaban barrios bajos de Madrid para anotar el habla popular, y que cuando le reprochaban que los madrileños no hablaban así, respondía «Ya hablarán», y fue cierto. El coloquio de los personajes del sainete estaba