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Escepticismo y naturalismo:

algunas variedades

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

TEORÍA Y CRÍTICA


Colección dirigida y diseñada por

Luis Arenas y Ángeles J. Perona

TÍTULO ORIGINAL:
Skepticism and Naturalism: Some Varieties


© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-258-4

P. F. STRAWSON



Escepticismo y naturalismo:

algunas variedades



Traducción e introducción de

Susana Badiola



Mínimo Tránsito


MÍNIMO TRÁNSITO

A. MACHADO LIBROS

ÍNDICE

Introducción

Prólogo

Escepticismo, naturalismo y argumentos trascendentales

La moralidad y la percepción

Lo mental y lo físico

La cuestión del significado

EL NATURALISMO FILOSÓFICO DE P. F. STRAWSON: INEVITABILIDAD NATURAL Y ACEPTABILIDAD METAFÍSICA

Susana Badiola

La peculiaridad de este filósofo analítico contemporáneo, para quien la tarea propiamente filosófica consiste en una metafísica descriptiva o natural [1], vuelve a sorprendernos en este libro dedicado al naturalismo. A pesar de que los desarrollos contemporáneos en epistemología pudieran incitar al lector, en un primer momento, a equiparar a P. F. Strawson con otros filósofos postpositivistas de corte cientifista, el término «naturalismo», que aparece en el título, ha de entenderse desde el contexto específico de la obra del autor oxoniense. Ya desde las primeras páginas, en las que se comienza a perfilar el sentido del término, éste se desliga de aquellas propuestas naturalistas en las que la aceptación de las entidades legítimas (y, por tanto, de los términos que pueden ser analizados) se halla regida por la ciencia, como, por ejemplo, en el programa de naturalización de la epistemología sugerido por W. V. Quine. Para Strawson, ciencia y filosofía no forman un continuo; aunque no están desligadas la una de la otra, la filosofía apuesta por un campo de investigación tan amplio como el «pensamiento humano», como se dice en el prólogo, lo que hace que sobrepase en generalidad y alcance al estudio propiamente científico. De ahí que, en su continuo debate con Quine, Strawson afirme provocativamente que «la filosofía de la ciencia no es suficiente filosofía»:


No creo que la filosofía [...] sea realmente una extensión de la ciencia, como tampoco lo es de la historia ni de la antropología social, ni es una rama de la buena literatura. La filosofía es un tipo de investigación propio acerca de cómo se relacionan entre sí nuestras ideas más generales. El impulso que despierta las preguntas típicas de la misma es endémico en la especie; y no conozco procedimiento ni receta alguna para alcanzar las respuestas, salvo pensar sobre esas ideas y preguntas tanto como se pueda [2].

A lo largo del libro el naturalismo strawsoniano va modelándose desde campos de reflexión diferentes, que abarcan temas como el de la percepción, la moral, la cuestión del significado o, desde una perspectiva más general, el compromiso preteórico con el marco del sentido común. Una presentación que hiciera justicia a un libro que, pese a ser conciso, trata temas tan diversos y a los que Strawson ha dedicado numerosos escritos, debería, quizás, detenerse en cada uno de ellos, pero un estudio semejante no sólo rebasaría las páginas del cuerpo del libro, sino que provocaría en el lector un agotamiento imperdonable debido a su contraste con la claridad, lucidez y agudeza del autor oxoniense. De modo que optaremos por una solución intermedia, acudiendo a la síntesis que el autor mismo ha hecho de esta obra en diversas ocasiones [3].

Strawson afirma que este libro obedece a dos propósitos diferentes, aunque relacionados: en primer lugar, mostrar la ineficacia del argumento racional a la hora de abordar el escepticismo filosófico tradicional en lo que respecta a determinadas creencias o presuposiciones que forman parte de nuestro esquema conceptual; la existencia del mundo externo, de otras mentes, los procesos inductivos o la determinabilidad del pasado son cuestiones que ni pueden ni deben ser justificadas racionalmente, aunque constituyen un punto de partida ineludible sin el cual no sería posible comenzar la reflexión filosófica. En este sentido, Hume y el último Wittgenstein son dos referentes clave para comprender su propuesta. El segundo propósito es el de mostrar las limitaciones de puntos de vista reduccionistas y excluyentes en el estudio de la realidad; limitarse a uno de ellos, como hace el naturalismo reduccionista o científico, supone dejar fuera de la explicación teórica ámbitos del lenguaje en principio inteligibles, como el de la moral, el de las cualidades secundarias o el de las entidades intensionales, relegándolos al campo de lo «meramente subjetivo»; el tipo de naturalismo «humano» o «liberal» defendido por el autor pretende frenar el imperialismo intelectual, tan característico de nuestra era, de las disciplinas particulares en general y, en concreto, de la ciencia [4]. Si la filosofía (la metafísica descriptiva o natural) tal como la entiende Strawson ha de dar cuenta de los rasgos fundamentales de nuestro pensamiento, no puede dejar de atender a ese punto de vista que sostenemos en la práctica «naturalmente» y de manera continuada. La posibilidad de adoptar dos puntos de vista no excluyentes, el punto de vista de la explicación científica y el punto de vista humano natural, apunta hacia una posible atenuación de un conflicto en apariencia irreconciliable, al integrar perspectivas no necesariamente contradictorias del pensamiento humano.



1. LA BRECHA FILOSÓFICA


P. F. Strawson ha sido calificado por diversos críticos como empirista postkantiano [5]. Esta forma de «empirismo moderado» participa de cierto retorno a Hume que comparten otros filósofos contemporáneos. Así, M. Williams, en Unnatural Doubts, incluye a Strawson entre el grupo de los neohumeanos, junto a B. Stroud, T. Nagel e, incluso, en lo que respecta a la «consideración humeana de la naturaleza humana», a W. V. Quine y a S. Cavell. Todos ellos, según este autor, participan de un «pesimismo epistemológico» desde el cual el escepticismo se presenta como el resultado inherente a la investigación teórica. De este modo, en estos autores se integraría, si no todo el pensamiento de Hume, sí su enseñanza: la búsqueda de la comprensión filosófica conduce inevitablemente al escepticismo, y la naturalidad de las creencias en nuestra vida cotidiana no puede combatir el desafío escéptico, que es, a su vez, intuitivo o natural en la misma actividad filosófica. Esto dejaría al descubierto la brecha (el «biperspectivismo», si se prefiere) entre la filosofía y el lenguaje ordinario [6].

Sin embargo, el aspecto humeano en el pensamiento de Strawson parece tener unos matices diferentes, que escapan a la caracterización general ofrecida más arriba. El mismo M. Williams admite que se trata de un «humeano incómodo» o de un «pesimista equívoco», ya que, si bien acepta en un principio ese pesimismo inicial que considera la incapacidad de justificar epistemológicamente las creencias que nos vemos forzados a admitir, más tarde se sirve de Wittgenstein para hacer una crítica teórica de lo que inicialmente parecía no ser susceptible de tal enfoque. El diagnóstico de Williams es que la situación en Strawson es inestable, pues intenta combinar el naturalismo sustantivo de Hume (el carácter no epistémico de determinadas creencias) con el naturalismo metodológico de Wittgenstein (centrado en señalar el estatuto lógico peculiar de este tipo de creencias).

Para estudiar la pertinencia de este diagnóstico hemos de considerar si la caracterización general de los neohumeanos ofrecida por Williams recoge efectivamente la postura de Strawson en lo que respecta al naturalismo de Hume. En primer lugar, Strawson no habla del naturalismo del escepticismo, sino del naturalismo como respuesta al desafío escéptico. A diferencia de la lectura de Hume de, por ejemplo, Barry Stroud, el naturalismo en este caso no es una solución escéptica, sino una manera de desenmascarar la duda escéptica [7]. Strawson podría afirmar con Williams que el escepticismo deriva su fuerza (si es que tiene alguna) de las ideas teóricas. Así, al menos en lo que respecta a la duda escéptica tradicional a propósito del mundo externo, Strawson afirma explícitamente que se trata de una duda «puramente teórica», ya que, de hecho, «no representa una posición que sea posible mantener en la práctica» [8]. De ahí que el naturalismo como respuesta a ese escepticismo pueda calificarse, como se ha hecho, de epistemológico [9]. En segundo lugar, lo que rescata Strawson del pensamiento de Hume es precisamente la lucidez con la que reconoce haber topado con un límite más allá del cual no es posible buscar una justificación racional; pero un límite, no obstante, en el que, en el caso de Hume, la certeza psicológica o la inevitabilidad de la Naturaleza salva al hombre de la inacción gracias a la vida ordinaria. De ahí que Strawson diga que «el naturalismo de Hume [...] es algo así como un refugio de su escepticismo» (p. 55). O, en palabras de D. Pears, «allí donde la razón nos falla, nos ofrece apoyo la naturaleza. Ese es el mensaje del naturalismo de Hume» [10]. Por el momento dejaremos de lado la cuestión de a qué nivel (teórico o cotidiano) pertenece ese «apoyo» de la naturaleza en el pensamiento del escocés.

La otra cara de Hume, el Hume de la teoría de la derivación de las ideas a partir de impresiones fundamentadoras del conocimiento, ese Hume «explotado» por los neopositivistas, es fuertemente criticado por Strawson en diversos escritos. Y es en este punto donde el «empirismo moderado» de Strawson se tiñe de un tono kantiano. O, por lo menos, del realismo empírico de Kant, en quien se establece «el marco de una filosofía verdaderamente empirista, liberada, por un lado, de las vanas ilusiones de la metafísica trascendente y, por otro, de la obsesión empirista clásica con el contenido privado de la conciencia» [11]. Así, Strawson rescata la vertiente naturalista del pensamiento de Hume y la realista empirista de Kant, y adopta una postura crítica en relación con los excesos del empirismo clásico y con la doctrina kantiana del idealismo trascendental [12].

Pero volvamos a Hume. En él observamos el empirismo fundacionista del conocimiento, por un lado; por otro, el naturalismo de la creencia. Y, entre ambos, «una contradicción», como dice insatisfecho el filósofo escocés en la conclusión del libro I del Tratado de la naturaleza humana; «una tensión irresuelta», dirá Strawson. Irresuelta, porque, como señala este último, en este punto se produce una incoherencia en el pensamiento de Hume: tras haber aceptado la inevitabilidad de determinadas creencias impuestas por la Naturaleza, no cuenta con ellas en su trabajo teórico, lo que le lleva, como Hume mismo afirma, al escepticismo (p. 55). El poso pesimista y escéptico que dejan en Hume las investigaciones teóricas sólo puede subsanarse con la vida cotidiana. La desesperación de la sección séptima del primer libro del Tratado, que le tienta a «arrojar los libros y papeles al fuego y tomar la determinación de no renunciar nunca más a los placeres de la vida por el razonamiento y la filosofía»; por esa «aplicación dolorosa», «ese abuso del tiempo» ha de ceder ante «lo que es evidente, indudable, innegable» más allá de la investigación y del examen teóricos. Incluso en la Investigación del conocimiento humano, ya en un tono más sereno, Hume alude a la necesidad de «un tipo de vida mixto» en el que la insatisfacción que produce el trabajo teórico, dado el escaso «alcance y grado de seguridad» del entendimiento humano, pueda ser compensada con los atractivos de la vida social y cotidiana. La naturaleza, como dicen aquellas famosas palabras, reclama la humanidad del filósofo, salvando a éste de una entrega desmesurada al árido trabajo puramente teórico [13].

Justo en este punto el Wittgenstein de Sobre la certeza ofrece un punto de apoyo a esta forma de naturalismo strawsoniano: hay ciertas «proposiciones» de las que no se puede dudar porque constituyen el andamiaje, el entramado con el que pensamos; no podemos fundamentar las certezas porque detrás de ellas no hay nada. El escepticismo, el cuestionamiento de su validez, no tiene sentido. Es una tarea inútil. Así, del mismo modo que el escepticismo queda desarmado en nuestra vida cotidiana, lo que Strawson, de la mano de Wittgenstein, quiere poner de manifiesto es que tampoco en la vida teórica supone un reto serio.

El escepticismo, dice Strawson, en lo que respecta a estas certezas «sólo supone no haber entendido el papel que juegan en nuestro sistema de creencias», ya que «son ellas las que definen el campo de nuestra competencia racional y crítica» (p. 64). Si el fin de la filosofía es llegar a describir las estructuras que de hecho gobiernan nuestro pensamiento, hemos de partir de lo que tenemos, de lo «dado con lo dado»; algo que ni hemos elegido, ni a lo que lleguemos mediante razonamientos; algo que está ya presente en el ámbito preteórico, y sin lo cual no podemos iniciar nuestras investigaciones. Como nos recuerda Wittgenstein, no todas las preguntas son lícitas y, en este caso, la duda escéptica precisa del mismo aparato conceptual que quiere poner en duda, es decir, la inteligibilidad de la pregunta misma viene dada por la aceptación implícita de aquello que se pretende poner en cuestión: la pregunta sobre la identidad de los cuerpos precisa de un marco espaciotemporal único, en el que cada particular, incluidos nosotros mismos, guarda una relación con otros del sistema [14]. La cuestión es cómo tendría que ser la realidad para que este tipo de preguntas fuera relevante. Contestar a esto, sin duda, puede resultar un entretenimiento teórico, un ejercicio practicado por algunos filósofos revisionistas y, «puesto que cualquier forma de ejercicio puede promover la salud o proporcionar satisfacción, no sería, después de todo, correcto, ni tampoco educado, decir que es inútil. Sólo si se considera el ejercicio como algo más que esto –un ejercicio– puede resultar apropiado el término reprobador» [15].

La propuesta de Strawson, por tanto, pretende integrar en el ámbito teórico esas certezas o presupuestos que subyacen a nuestro pensamiento del mundo. Lo que para Hume pertenecía tan sólo al ámbito de la necesidad práctica es, para Strawson, parte integrante de la teórica; es decir, el naturalismo en Strawson como respuesta al desafío escéptico tradicional consiste en aceptar ciertas tendencias naturales a creer en determinadas cosas, ciertos hábitos de pensamiento que no pueden ponerse en duda, pero sin los cuales no podemos no ya sólo vivir, sino empezar a pensar. Esos compromisos preteóricos se encuentran arraigados en las redes conceptuales con las que pensamos el mundo. El filósofo no pretende justificarlos; al describir los rasgos más fundamentales y generales del pensar humano tratará, en la medida de lo posible, de hacerlos explícitos y depurarlos; al igual que el gramático, podrá traer a la superficie las estructuras que gobiernan el pensamiento en general y mostrar las relaciones entre ellas [16]. La filosofía ha de analizar los conceptos (y las relaciones entre ellos) que forman parte del lenguaje natural [17]; conceptos y relaciones que son, a su vez, condiciones de posibilidad de otros lenguajes, ya sea el científico u otro lenguaje especializado. Así, la posición de Strawson apunta siempre al pensamiento y a las estructuras que lo gobiernan, pero siempre dentro de un entramado que nos viene dado por el lenguaje público compartido que, de hecho, utilizamos para la comunicación. Podría considerarse, por tanto, que la particularidad de esta forma strawsoniana de naturalismo radica, precisamente, en mostrar la continuidad allí donde Hume veía una brecha. Strawson intenta tender un puente entre ese campo que conduce a Hume al tedio y al hastío y el ámbito de lo cotidiano, que suponía un retorno salvífico a las inclinaciones naturales. El reconocimiento teórico de los presupuestos operantes en el pensamiento menos sofisticado (la existencia del mundo externo, la determinabilidad del pasado o la relación causal) supone un primer paso en la tarea metafísica de elucidación de los rasgos estructurales que constituyen el entramado de nuestro pensamiento.

Para numerosos críticos el recurso al naturalismo supone un cambio en el proceder filosófico de este autor. Frente a la estrategia trascendental más o menos kantiana que reflejan escritos anteriores, esta obra parece haber asimilado las críticas suscitadas en los años sesenta, a raíz de la polémica en torno a la validez de los argumentos trascendentales [18]. No obstante, hay razones suficientes para defender una continuidad en su obra. Este libro pone de manifiesto el fin modesto de aquella estrategia trascendental, presente en aquellos primeros escritos: los argumentos trascendentales permiten relacionar conceptos de nuestro entramado, y llegan a mostrar el carácter indispensable de ciertas creencias que actúan como presupuestos en nuestra concepción coherente de la experiencia.



2. EL PUNTO DE VISTA HUMANO FRENTE A LA REDUCCIÓN EXCLUYENTE


Hasta ahora hemos atendido a la primera parte del título, considerando el naturalismo como una respuesta al escepticismo tradicional. La estrategia strawsoniana, apoyada en Hume y en Wittgenstein, consistía en mostrar que el escepticismo es inservible e inútil, pues niega la condición de posibilidad del pensamiento en general. Ahora nos detendremos en el subtítulo del libro: «algunas variedades». Aquí, al considerar los otros temas que trata el libro, se precisa la distinción entre formas de naturalismo («estricto» o «reduccionista» frente a «liberal» o «católico») y, en consecuencia, entre formas de escepticismo. Strawson muestra su afinidad con el naturalismo liberal o católico.

De acuerdo con el segundo propósito, este libro pretende mostrar la insuficiencia de determinadas formas de naturalismo reduccionistas que descartan el tratamiento teórico de ciertos tipos de entidades a las que, de hecho, nos referimos en el lenguaje cotidiano. Así, se abordan los temas de la percepción y la moralidad (cap. 2), lo mental y lo físico (cap. 3) y las entidades intensionales o, de manera general, la cuestión del significado (cap. 4). Strawson propone lo que denomina «movimiento relativizador» para solucionar aparentes conflictos entre las distintas perspectivas que se pueden adoptar en lo que respecta a la percepción y la moralidad y, aunque con menos convencimiento, a las entidades intensionales. Intentaremos explorar hasta qué punto esta solución reconciliadora de perspectivas enfrentadas es lógicamente posible o si encierra, más bien, una contradicción insuperable.

Nadie pone en duda la flexibilidad de los puntos de vista en relación con un mismo objeto en la práctica cotidiana. En este nivel distinguimos entre el objeto y la percepción de ese objeto; entre estar ahí y parecerlo: «hay una relatividad irreductible, una relatividad que puede ser denominada, en el sentido más general, el punto de vista perceptivo, incorporado a nuestras adscripciones a las cosas de propiedades visuales concretas» [19]. En nuestra interacción con los demás, podemos enjuiciar moralmente un determinado acto o, en ocasiones, podemos suspender el juicio moral de condena ante la presencia de un loco aplicando criterios diferentes para intentar justificar sus actos o sus palabras [20]. Igualmente, escogiendo un ejemplo de un tema que no se aborda en este libro, en el lenguaje cotidiano podemos responder a una pregunta con un «sí y no», aclarando a continuación por qué sí y por qué no, sin que esto suponga una contradicción [21]. La cuestión que debemos abordar ahora es si podemos decir en el nivel teórico de un mismo objeto percibido o de un mismo hecho moral que desde cierto punto de vista las cosas son realmente de un modo y desde otro punto de vista las cosas son realmente de otro, sin que esto implique una contradicción. O si, por el contrario, hemos de ceder a la presión de admitir que, aunque atribuimos colores y otras propiedades a las cosas y realizamos juicios morales, realmente (desde el nivel teórico) no es lícito hablar de tales cosas, ya que éstas pueden ser explicadas exclusivamente desde el punto de vista científico.

El movimiento relativizador sugerido por Strawson no ha despertado demasiada simpatía entre los críticos, aunque sí ha servido para hacer coincidir una vez más, aunque sea en la sospecha y el rechazo, a aquellos que proceden de líneas filosóficas bien distintas; lo que no deja de ser un golpe irónico, dado el carácter reconciliador de este filósofo. Así, B. Stroud, en The Quest for Reality, ha señalado que el movimiento relativizador de Strawson o bien no es necesario porque las descripciones ofrecidas desde los distintos puntos de vista no pretenden ser compatibles entre sí, o bien, si pretenden hacerse compatibles, dicho movimiento no llega a solucionar el conflicto. De esta manera, cuando decimos —sirviéndonos de un ejemplo que Strawson ha utilizado en varias ocasiones y que Stroud recupera en este libro— que la sangre es roja cuando la vemos en circunstancias normales, y que es incolora cuando la vemos bajo el microscopio, no estamos hablando del color de la sangre, sino de cómo aparece la sangre en condiciones perceptivas diferentes [22]. Sin embargo, no podemos decir de un mismo objeto que realmente es y no es una cosa determinada. La compatibilización en este caso se hace imposible. Como señala Ayer, el problema es que los dos «realmente», el punto de vista científico y el punto de vista cotidiano, compiten por un mismo espacio; de ahí la tentación de adjudicar el «realmente» a la descripción física y de considerar ese otro punto de vista como meramente fenoménico [23]; quizás, como han señalado otros, la insistencia en la validez de los dos «realmente» sea producto de una ambigüedad en el uso de los términos realidad y realmente [24]. Hay, además, quien ha intentando mostrar la superioridad «del punto de vista humanístico» frente al punto de vista científico, por considerar que la adopción de diferentes criterios hace peligrar una visión unitaria del mundo [25].

Strawson insiste en que no hay necesidad de elegir entre uno u otro punto de vista. No se trata de una postura escéptica que niegue la posibilidad de decidirse por cualquiera de ellos, sino del convencimiento de que dicha elección limitaría innecesariamente la investigación humana:

Lo que he estado defendiendo es que somos humanamente capaces de apreciar la fuerza y la legitimidad de ambos puntos de vista e incluso —aunque, si acaso, en raras ocasiones, al mismo tiempo— de ocupar las dos. De modo que la cuestión, en último término, es una cuestión sobre nosotros mismos. No hay nada de malo en ello. «El estudio propio de la humanidad es el hombre». Y éste constituye al menos una gran parte, si no el todo, del estudio propio de los filósofos [26].

de manera simultánea27