EL PORTADOR DE LA LLAMA
BERNARD CORNWELL

Título original: The Flame Bearer
Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados
© del mapa John Gilkes, 2016
Primera edición: abril de 2018
Primera edición en e-book: diciembre de 2018
© Bernard Cornwell, 2016
© de la traducción: Gregorio Cantera, 2018
© e la presente edición: Edhasa, 2018
Diputación, 262, 2º 1ª
08007 Barcelona
Tel. 93 494 97 20
España
E-mail: info@edhasa.es
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).
ISBN: 978-84-350-4569-8
El portador de la llama está dedicado a
Kevin Scott Callahan (1992–2015).
Wyrd biδ ful ãræd
Nota histórica
Éste es el momento en que he de reconocer mis pecados y revelar qué partes de esta novela no son sino pura invención, o en qué otras he alterado clamorosamente el curso de la Historia. Hasta tal punto esta novela es fruto de mi imaginación que esta nota histórica carece casi por completo de sentido, porque casi todo lo que aquí se cuenta carece de sustento histórico. Nunca se produjo el encuentro que aquí se menciona entre Eduardo, Etelfleda y Sigtryggr, como tampoco hay noticia de reyerta alguna en Hornecastre, ni constancia de que los escoceses invadiesen Northumbria en el año 917.
Dicho esto, el lector puede estar seguro al menos de que reales fueron muchos de los personajes que en ella aparecen, y que las acciones y las ambiciones que se les atribuyen concuerdan con lo que sabemos de las posturas que mantuvieron y de las políticas que llevaron a cabo. Con la única excepción, si cabida tiene en tan endeble defensa, de aquello que se refiere al ealdorman Etelhelmo. Porque sí que existió, y fue un muy poderoso y rico noble sajón del oeste, sólo que, probablemente, falleciera antes del año 917; si he prolongado sus años de vida es porque me parece un digno adversario para Uhtred. Suegro del rey Eduardo como era, no parece descabellado suponer que, por todos los medios, intentara que Etelstano no fuera reconocido como hijo legítimo y, en consecuencia, fuera desheredado, en favor del segundo de los hijos del rey, Ælfweard, que era nieto suyo. Tiempo habrá en que la rivalidad entre Etelstano y Ælfweard adquiera mayor importancia, pero, en lo que se refiere al contenido de esta novela, tal enfrentamiento no es sino un recurso literario para justificar los enredos de Etelhelmo. Quienes, como Etelhelmo, no reconocían a Etelstano como hijo legítimo del rey mantenían que Eduardo no había llegado a casarse con la madre del joven; de ahí la bastardía. Las fuentes históricas no nos aclaran qué pudiera haber de cierto en tal pretensión, de modo que, en esta saga, me he decantado de parte de aquéllos que dan por buena la legitimidad de Etelstano. Todo indica que Eduardo trató de proteger al joven Etelstano enviándolo a la corte de su hermana Etelfleda, señora de Mercia por entonces, donde vivió en paz. En esta novela también se da a entender que Eduardo no se llevaba bien con Elfleda, su esposa e hija de Etelhelmo, y en esto sí parecen coincidir las fuentes.
El trasfondo de las novelas que protagoniza Uhtred no es otro que la historia de cómo se fraguó Inglaterra, o la tierra de los ingleses, como se decía por entonces. Al inicio de esta saga, allá en los años 870 de nuestra era, Inglaterra no existía como tal. Como tampoco existían Gales ni Escocia, por otra parte. La isla de Britania estaba dividida en muchos reinos, reinos que no paraban de guerrear entre ellos, hasta que las invasiones vikingas y los posteriores asentamientos dieron lugar a una respuesta que habría de culminar con la aparición del reino unido de Inglaterra. La misma deriva histórica habría de seguir Gales, sobre todo durante el reinado de Hywel Dda, y Escocia, durante el reinado de Constantino. Ambos fueron grandes reyes que dieron los primeros pasos para la unificación de sus respectivos reinos. Aunque he envilecido la figura de Constantino dando a entender que, si bien con dudoso éxito, llevó a cabo una invasión de Northumbria en el año 917, no cabe desechar tal idea por completo, puesto que, más adelante, sí que la llevaría a cabo. Porque, receloso del creciente poder que adquirían los sajones al sur de las fronteras de su reino, andando el tiempo, trataría de quitárselos de encima.
Cuando Uhtred vino a este mundo, aquel territorio que, con el paso de los años, llegaría a ser conocido como Inglaterra, estaba dividido en cuatro reinos. Los daneses se habían apoderado de tres de aquellos cuatro reinos, y poco faltó para que no se hiciesen también con el cuarto, Wessex, aquél que estaba más al sur. La historia de cómo se fraguó Inglaterra no es otra que el relato de cómo aquel reino situado en el extremo sur, Wessex, fue recuperando poco a poco el resto del territorio hasta el norte. En realidad, el sueño de una Inglaterra unida fue una idea de Alfredo el Grande, rey de Wessex, fallecido en el año 899, y cuyo mayor logro fue asegurar las fronteras de su reino, algo sin lo que dicho proceso bien podría no haberse producido nunca. Fue Alfredo quien ideó el sistema de fortines o fortalezas, que no eran sino ciudadelas fortificadas. Los daneses, temibles adversarios, por otra parte, no contaban con medios adecuados para asediarlas, y la proliferación de esas ciudadelas con sus murallas inexpugnables dio al traste con todos sus intentos. Una táctica que se extendió al extremo sur de Mercia, un territorio que, durante mucho tiempo, estuvo en manos del marido de Etelfleda. Tras la muerte de su esposo y una vez proclamada señora de Mercia, Etelfleda amplió las fronteras de su territorio por el norte, recuperando parte de aquellas tierras que aún estaban en manos de los daneses, y, para asegurar los nuevos límites, levantó más y más fortines. Lo mismo hacía su hermano Eduardo, rey de Wessex a la sazón, en Anglia Oriental, de modo que hacia 917, y con la sola excepción de Northumbria, los daneses habían perdido casi todo el territorio que, en su día, ocuparan. Al contrario que los pobladores de Mercia, que se jactaban de decir que tenían una identidad propia, el antiguo reino de Anglia Oriental no se restauró, sino que pasó a formar parte de Wessex. Por todos los medios, los sajones del oeste intentaron que Mercia siguiera el mismo camino, pero los pobladores de Mercia se resistían con uñas y dientes a la idea de convertirse en un mero apéndice del poderoso reino de Wessex, y Etelfleda, a pesar de que su hermano fuera el rey de dicho reino, siempre fue partidaria de que Mercia preservase su independencia. Sin embargo, allá por 917, Mercia ya estaba no sólo endeudada hasta las cejas con Wessex, sino bajo la creciente esfera de influencia de la casa real de los sajones del oeste. Aún no había nacido Inglaterra tal y como hoy la conocemos, pero tampoco debía de parecer ya tan descabellada la idea de un único país en el que tuvieran cabida todos los que hablasen la lengua inglesa, o, cuando menos, ya no se consideraba como el sueño poco menos que imposible que debía de haber sido en tiempos de Alfredo. Lo único que aún quedaba por recuperar era Northumbria, que estaba en manos de Sigtryggr, y, casándolo con Stiorra, un personaje absolutamente ficticio, como novelista histórico me he metido en un buen berenjenal.
La fortaleza de Bebbanburg existió como tal. Y todavía se mantiene en pie, sólo que hoy se la conoce como el castillo de Bamburgh, una imponente y muy restaurada fortaleza medieval construida allí donde, en tiempos, se alzara la antigua. En algún momento, a mediados del siglo IV de nuestra era, un anglo llamado Ida, a quien sus adversarios britones dieron en llamar Ida, el Portador de la Llama, cruzó el mar desde el continente y se apoderó del peñasco y la fortaleza, donde fundó un pequeño reino, Bernicia, que abarcaba gran parte de lo que ahora es Nortumbria y el sur de Escocia. A pesar de mi empeño en tildar de sajonas a todas las tribus que hablaban inglés, es innegable que, entre ellas, había también anglos y jutos, y, para mayor escarnio, a la hora de buscar un nombre para ese país, el inglés recurrió al dialecto de los anglos antes que a aquél que utilizaban los más poderosos sajones del sur. Así, pues, los descendientes anglos de Ida siguieron siendo los señores de Bebbanburg hasta el siglo XI, y muchos de ellos llevaron el nombre de Uhtred. El protagonista de estas novelas, en cambio, es un personaje ficticio, igual que no menos ficticia es su larga lucha por volver a hacerse con Bebbanburg (así llamada en honor de la reina Bebba de Bernicia, esposa del nieto de Ida). Lo que no deja de llamar la atención, sin embargo, es que tan imponente fortaleza siguiera en manos de aquella familia y que, durante el prolongado período en que daneses fueran quienes llevaban las riendas de aquel territorio vikingo y pagano, se mantuviera como un enclave sajón y cristiano. Me malicio que debían de haber establecido algún tipo de colaboración, pero nada sabemos a ciencia cierta; de lo que no cabe duda es de que levantaron una imponente fortaleza, una de las grandes ciudadelas de la Britania prenormanda. Es posible que quienes hoy visiten el castillo se sorprendan al ver el puerto y el canal que hasta él llevaba, pero no hay que olvidar que tanto el fondeadero actual, de escaso fondo, como el canal, se han ido cegando con el paso de los siglos y nada queda de los antiguos. Aunque ya no reside en Bebbanburg, la familia que utilizaba el nombre de Uhtred ha pervivido hasta nuestros días, y aún recurre a una variante de dicho nombre como apellido. Como descendiente de ellos que soy, creo que puedo tomarme algunas libertades en cuanto a su dilatada y distinguida historia.
De modo que, en esta novela, Uhtred vuelve a ser de nuevo el legítimo propietario y señor de Bebbanburg. Una vez satisfecha su gran ambición de recuperar la fortaleza de su padre, todavía le queda por culminar una ambición aún mayor, la de un único país para todos aquéllos que hablasen la lengua inglesa. Lo que significa que, a pesar de lo que nuestro protagonista, Uhtred, pueda pensar, sus andanzas aún no puedan darse por concluidas.
TOPÓNIMOS
La ortografía de los b de la Inglaterra anglosajona era y es una asignatura pendiente, carente de coherencia, en la que no hay concordancia ni siquiera en cuanto a los nombres. Londres, por ejemplo, podía aparecer como Lundonia, Lundenberg, Lundenne, Lundene, Lundenwic, Lundenceaster y Lundres. Claro que habrá lectores que prefieran otras versiones de los b enumerados en lo que sigue, pero, aun reconociendo que ni esa solución es incuestionable, he preferido recurrir, por lo general, a la ortografía utilizada en el Oxford o en el Cambridge Dictionary of English Place-Names (Diccionario Oxford, o Cambridge, de b ingleses) para los años en torno al 900 de nuestra era. En 956, Hayling Island se escribía tanto Heilicingae como Hæglingaiggæ. Tampoco he sido coherente en este aspecto: me he decantado por el vocablo Northumbria en vez de Norðhymbralond para que nadie piense que los límites del antiguo reino coinciden con los del condado en la actualidad. Así que esta lista, como la ortografía de los nombres que aparecen en ella, es caprichosa.
Ætgrefin Yeavering Bell, Northumbria
Alba Reino que ocupaba gran parte de la actual Escocia
Beamfleot Benfleet, Essex
Bebbanburg Castillo de Bamburgh, Northumbria
Beina Río Bain
Cair Ligualid Carlisle, Cumbria
Ceaster Chester, Cheshire
Cirrenceastre Cirencester, Gloucestershire
Cocuedes Isla Coquet, Northumbria
Contwaraburg Canterbury, Kent
Dumnoc Dunwich, Suffolk (hoy casi sumergida bajo el mar)
Dunholm Durham, condado de Durham
Eoferwic York, Yorkshire (Jorvik, en danés)
Ethandum Edington, Wiltshire
The Gewasc The Wash (estuario)
Godmundcestre Godmanchester, Cambridgeshire
Grimesbi Grimsby, Humberside
Gyruum Jarrow, Tyne & Wear
Hornecastre Horncastle, Lincolnshire
Humbre Río Humber
Huntandun Huntingdon, Cambridgeshire
Ledecestre Leicester, Leicestershire
Lindcolne Lincoln, Lincolnshire
Lindisfarena Lindisfarne (Isla Santa), Northumbria
Lundene Londres
Mældunesburh Malmesbury, Wiltshire
Steanford Stamford, Lincolnshire
Strath Clota Strathclyde, Escocia
Sumorsæte Somerset
Tinan Río Tyne
Use Río Ouse (Northumbria); río Gran Ouse (Anglia Oriental)
Wavenhe Río Waveney
Weallbyrig Nombre ficticio de un fortín en el muro de Adriano
Wiire Río Wear
Wiltunscir Wiltshire
Wintanceaster Winchester, Hampshire
CAPÍTULO II
Y eso fue lo que hicimos a la mañana siguiente. A pesar de la lluvia y el viento, bajo unas nubes tan negras como la sotana del padre Eadig, al frente de una tropa de ciento noventa y cuatro hombres, más una veintena de muchachos que hacían las veces de mozos, emprendimos el camino que habría de llevarnos al sur.
–¿Qué razones han podido mover a mi yerno para que envíe a un cura con semejante embajada? –le pregunté. Porque Sigtryggr, al igual que yo, veneraba a los antiguos dioses, a los verdaderos dioses del Asgard.
–Realizamos tareas de escribano para él, mi señor.
–¿Quiénes, si puede saberse?
–Nosotros, los curas, mi señor. Somos seis trabajando a las órdenes del rey Sigtryggr; le transcribimos las leyes, los decretos. Porque... –pareció dudar– sabemos leer y escribir.
–No como la mayoría de los paganos –dejé caer.
–Así es, mi señor –sonrojándose. De sobra sabía cuánto nos disgustaba que nos tildasen de paganos a quienes seguíamos venerando a los antiguos dioses; de ahí, sus vacilaciones.
–Podéis llamarme pagano –le dije–. Es algo de lo que me enorgullezco.
–Como digáis, mi señor –convino; se le notaba incómodo.
–Y habéis de saber que este pagano sabe leer y escribir –le dije.
Aprendí de niño, porque me educaron como si fuera un cristiano más, y los cristianos tienen en alta estima eso de saber escribir, algo que, a mi entender, nunca está de más. El rey Alfredo había levantado escuelas por todo Wessex, establecimientos donde los monjes no dejaban de importunar, de atosigar incluso, a los chavales, para que aprendiesen a leer y a escribir. En cierta ocasión, Sigtryggr, que sentía una enorme curiosidad por la forma en que los sajones gobernaban el sur de Britania, me había preguntado si, en mi opinión, él debería hacer lo mismo; a lo que yo le había respondido que más les valdría aprender a blandir una espada, empuñar un escudo, llevar un arado o despiezar un animal muerto.
–Y para eso no os hacen falta escuelas –le había dicho.
–Por eso me eligió a mí, mi señor –continuaba mientras tanto el padre Eadig–, porque se imaginaba que tendríais preguntas que hacerme.
–Para las que vos tendréis respuesta, claro está.
–Siempre y cuando se me alcancen, mi señor.
En el mensaje que Sigtryggr me había hecho llegar en aquel pergamino sólo me decía que tropas de los sajones del oeste habían invadido el sur de Northumbria y que necesitaba a mis hombres en Eoferwic tan pronto como me fuera posible. Al pie del mensaje, un garabato que bien podría pasar por la firma de mi yerno; de lo que no cabía duda era que llevaba estampado su sello con el hacha. A los cristianos se les llena la boca diciendo que una de las grandes ventajas de saber leer y escribir es que podemos dar por bueno el contenido de un mensaje, pero ellos se dedican a falsificar documentos sin parar. Hay un monasterio en Wiltunscir que tiene fama de reproducir decretos regios y hacer que parezcan como escritos doscientos o trescientos años antes. Para ello, raspan antiguos pergaminos, pero procurando dejar legible lo suficiente de la caligrafía original, de forma que las palabras que, con tinta más diluida, escriben sobre lo que queda de la antigua escritura resulten difíciles de leer, igual que hacen vaciados de copias de sellos reales; curiosamente, en esos títulos falsificados siempre se da por sentado que algún rey de la antigüedad concedió a la Iglesia unas tierras ricas o la recaudación de los derechos de paso de un determinado fielato. Tras lo cual los abades y obispos que han pagado a los monjes para que falsifiquen tales documentos no tienen empacho en presentarlos en la corte, y de ellos se sirven para privar a una familia de su hacienda, de forma que los cristianos se hacen cada vez más ricos. Así que me imagino que sí, que saber leer y escribir es una herramienta muy útil.
–De modo que tropas de sajones del oeste –le comenté al padre Eadig–. ¿Ni rastro de hombres de Mercia?
–Sólo sajones del oeste, mi señor. Han reunido un ejército en Hornecastre, mi señor.
–Hornecastre. ¿Dónde queda eso?
–Al este de Lindcolne, mi señor, a orillas del río Beina.
–¿Y decís que esas tierras se encuentran en territorio de Sigtryggr?
–Sin duda, mi señor. A sólo un paso de la frontera, pero dentro de los límites de Northumbria.
Nunca había oído hablar de Hornecastre, lo que me llevó a pensar que no se trataba de una ciudad importante, pues éstas se levantaban normalmente al pie de las calzadas romanas, o bien eran aquellos poblados que, una vez fortificados, pasaban a ser ciudadelas. Pero Hornecastre... La única explicación que se me ocurría era que aquella ciudad fuera un lugar idóneo donde reunir las tropas suficientes como para atacar Lindcolne. Así se lo dije al padre Eadig, quien asintió vigorosamente.
–Así es, mi señor. Y por eso, si el rey ya hubiera salido de Eoferwic, solicita de vos que os unáis a los suyos en Lindcolne.
Aquello me cuadraba. Si los sajones del oeste querían apoderarse de Eoferwic, capital del reino de Sigtryggr, no les quedaría otra que avanzar hacia el norte por la calzada romana y enfrentarse con las altas murallas de Lindcolne antes de pensar en Eoferwic. Pero lo que no tenía sentido era que hubiera guerra.
Y no lo tenía porque sajones y daneses habían firmado un tratado de paz. Sigtryggr, mi yerno y, de paso, también el rey que se sentaba en el trono en Eoferwic y, por tanto,, rey de toda Northumbria, había firmado un tratado con Etelfleda de Mercia y, como muestra de buena voluntad, había cedido tierras y ciudadelas. Un gesto que, si bien le había valido el menosprecio de algunos de los suyos, no era tanto una forma de reconocer la debilidad de Northumbria como de dar por sentada la superioridad de los reinos de Mercia y Wessex. Si quería plantar cara a la ofensiva que, según él, los sajones se disponían a iniciar, Sigtryggr necesitaba tiempo, hombres y dinero.
Y me imaginaba que así era, porque el sueño del rey Alfredo se estaba haciendo realidad a pasos agigantados. Suficientes años tengo encima como para acordarme de aquellos tiempos en que los daneses se habían apoderado de casi todo lo que ahora llamamos Inglaterra. Se habían hecho con Northumbria, habían conquistado Anglia Oriental y ocupaban casi todo el territorio de Mercia. Así estaban las cosas antes de que a Guthrum el Danés se le ocurriera invadir Wessex, obligando a Alfredo y a un puñado de los suyos a buscar refugio en los pantanos de Sumorsæte, donde permanecieron hasta que, de forma inesperada, Alfredo se alzó con la victoria en la batalla de Ethandum. Desde entonces, los sajones no habían dejado de ampliar su territorio hacia el norte. En aquel momento, el antiguo reino de Mercia estaba en manos de los sajones, y Eduardo de Wessex, hijo de Alfredo y hermano de Etelfleda de Mercia, había recuperado Anglia Oriental. El sueño de Alfredo, aquél al que dedicara toda su vida, no había sido otro que el de unir todos los territorios donde se hablara la lengua sajona, y ya sólo faltaba Northumbria. Que estuviera en vigor un tratado de paz entre Northumbria y Mercia era lo de menos; todo el mundo daba por hecho que, tarde o temprano, los sajones desencadenarían una ofensiva.
Rorik, el mozo a quien yo había privado de padre, un hombre del norte, había seguido con atención la conversación y, muy preocupado, me preguntó:
–Mi señor, ¿de qué lado estamos nosotros?
No pude menos que echarme a reír. Sajón de nacimiento y criado entre daneses, mi hija se había casado con un hombre del norte, mi mejor amigo era irlandés y sajona era la mujer que estaba a mi lado; la madre de mis hijos había sido danesa, veneraba a los dioses paganos y había prestado juramento de fidelidad a Etelfleda, que era cristiana. ¿De parte de quién estaba yo?
–Todo lo que tienes que saber, muchacho, es que lord Uhtred siempre está del lado que se vaya a alzar con la victoria –le contestó Finan, con un bufido.
La lluvia arreciaba por momentos, convirtiendo el sendero que seguíamos en un cenagal. Llovía con tantas ganas que tuve que alzar la voz para decirle a Eadig:
–¿Estáis seguro de que Mercia no participa en la ofensiva?
–Hasta donde sabemos, creemos que no, mi señor.
–¿Sólo, pues, sajones del oeste?
–Eso parece, mi señor.
Y aquello sí que se me antojaba raro. Antes de que Sigtryggr se hiciese con el trono de Eoferwic, había intentado convencer a Etelfleda de que debía atacar Northumbria. Pero ella siempre se había negado en redondo, asegurándome que no iniciaría una guerra a menos que las tropas de su hermano luchasen al lado de las suyas. Y Eduardo de Wessex, su hermano, no parecía dispuesto a ceder en ese particular. ¿Tanto insistir en que Northumbria sólo podría recuperarse cuando juntos marchasen los ejércitos de Wessex y Mercia para, en aquel momento, tomar la decisión de atacar en solitario? Sabía que, en la corte sajona, había una facción que no dejaba de insistir en que Wessex se bastaba para recuperar Northumbria sin ayuda de Mercia, pero Eduardo siempre se había mostrado reacio. Quería contar con el ejército de su hermana. Acosé a preguntas a Eadig, pero el cura parecía estar seguro de que no se había producido ningún ataque por parte de Mercia.
–No al menos hasta que salí de Eoferwic.
–Claro, sólo rumores –apuntó Finan, sin ocultar su desdén–. ¿Quién sabe qué estará pasando en realidad? Seguro que llegamos allí y nos encontramos con que sólo se trata de un puñetero robo de ganado.
–Oteadores –dijo Rorik. Por un momento, pensé que se trataba de un puñado de oteadores de los sajones del oeste que pensaban que se les venía encima una invasión, pero reparé en que el muchacho señalaba a nuestras espaldas; me volví y acerté a ver a dos jinetes que, en lo alto de unos montes, no dejaban de observarnos. No resultaba fácil distinguirlos bajo aquella lluvia que caía a cántaros, pero eran inconfundibles. Los mismos caballos pequeños y veloces, las mismas lanzas largas. Llevábamos un par de días sin advertir su presencia, pero allí los teníamos de nuevo, siguiendo nuestros pasos.
Lancé un escupitajo.
–Ahora mi primo ya está al tanto de que nos vamos.
–Y estará encantado –apuntó Finan.
–Se parecen a los hombres que nos atacaron –comentó el padre Eadig, fijando la vista en aquéllos que veíamos a lo lejos, al tiempo que se santiguaba–. Eran seis, a lomos de veloces monturas y lanza en ristre. –Por lo visto, Sigtryggr había enviado al cura con una escolta de hombres armados que se habían dejado la vida para que Eadig pudiera cumplir su cometido.
–Son hombres de mi primo –le dije al cura–. Si conseguimos atrapar a alguno, os dejaré que acabéis con ellos.
–¿Cómo os atrevéis a proponerme una cosa así?
Me lo quedé mirando con cara de pocos amigos.
–¿No queréis tomaros cumplida venganza por lo que os hicieron?
–Soy cura, mi señor, ¡me está prohibido matar!
–Si no os lo tomáis a mal, os enseñaré cómo se hace –repuse. No creo que nunca llegue a entender a los cristianos. «¡No matarás!», se desgañitan los curas cristianos, al tiempo que colman de bendiciones a aquellos guerreros que van a enfrentarse con los paganos, incluso con otros cristianos, siempre y cuando haya alguna posibilidad, por remota que sea, de hacerse con tierras, esclavos o plata. El padre Beocca me había enseñado los diez mandamientos de la ley de su dios crucificado, pero hacía ya mucho que tenía para mí que, para los cristianos, no había otro mandamiento que el de «harás ricos a mis curas».
Camino del sur, los oteadores nos siguieron durante un par de días más, hasta que, por fin, un húmedo anochecer, llegamos a la muralla. ¡La muralla! Hay muchas maravillas en Britania; los antiguos pobladores nos dejaron misteriosas construcciones circulares de piedra; los romanos levantaron templos, palacios y mansiones señoriales en estos mismos parajes. De todas esas maravillas, ninguna que me llame tanto la atención como la muralla.
La habían erigido los romanos; quiénes, si no. En los confines de Northumbria, habían levantado una muralla de parte a parte de Britania, desde el río Tinan, en la costa este de Northumbria, hasta cerca de Cair Ligualid, a un paso de esas costas de Cumbria que lame el mar de Irlanda. Aunque gran parte de las piedras sillares de la muralla se habían utilizado para construir caseríos, casi toda se mantenía en pie. No se trataba de un muro sin más, sino de una imponente muralla de piedra, lo suficientemente ancha como para dar holgada cabida a dos hombres de frente en la parte más alta; contaba con un foso y un terraplén en la cara que daba al norte; en aquélla que miraba al sur, otro foso, por no mencionar que, cada pocas millas, se alzaba un fortín como ése que hemos dado en llamar Weallbyrig. ¡Una hilera de fortines! Aunque, en cierta ocasión, la había recorrido a caballo de punta a punta, nunca los había contado. ¡Espléndidos fortines! Torreones desde los que los centinelas podían escudriñar las colinas del norte, provistos de cisternas para almacenar el agua, barracones, establos, graneros, ¡y todos construidos en piedra! Me acordaba de mi padre cuando, al ver cómo, zigzagueante, la muralla se abría paso hasta un valle antes de ascender por una colina que se alzaba más allá, asombrado, había fruncido el ceño en tanto que no dejaba de menear la cabeza, como si no acabara de creerse lo que estaba viendo.
–¡La cantidad de esclavos que harían falta para levantarla!
–Centenares –había dicho mi hermano mayor; seis meses después, había muerto, mi padre me había impuesto su nombre y así fue cómo me convertí en el heredero de Bebbanburg.
La muralla marcaba el límite sur del señorío de Bebbanburg, y mi padre siempre había mantenido un retén de guerreros en Weallbyrig para reclamar los derechos de paso a los viajeros que se desplazaban por la calzada principal, aquélla que unía Escocia con Lundene. Guerreros que, para entonces, llevaban muertos hacía mucho tiempo; se los llevaron por delante los daneses que se apoderaron de Northumbria durante la invasión en que mi padre perdió la vida y yo pasé a convertirme en un huérfano de noble ascendencia, pero privado de heredad. Sin hacienda, pues, porque mi tío me la había arrebatado.
–Señor de la nada –echaba pestes contra mí el rey Alfredo en cierta ocasión–, señor de nada y de ninguna parte. Uhtred el impío, Uhtred el proscrito, Uhtred el perdulario.
Y llevaba toda la razón, como casi siempre, sólo que, en aquel momento, no era ni más ni menos que Uhtred de Dunholm. Me había apoderado del castillo, una fortaleza impresionante, casi tanto como la de Bebbanburg, cuando derrotamos a Ragnall y acabamos con Brida. Weallbyrig, pues, marcaba tanto los límites de aquel territorio por el norte como, por el sur, lindaba con las tierras de Bebbanburg. Como no tenía ni idea de si aquel torreón era conocido por otro nombre, dimos en llamarlo Weallbyrig, que no quiere decir sino eso: el fortín que se alza en la muralla; porque se alzaba allí donde la gran muralla sorteaba un otero. El paso de los años y los aguaceros habían cegado casi por completo el foso que la rodeaba, pero las murallas aún estaban en buen estado. Muchos de los edificios carecían de cubierta, pero, tras retirar los escombros de tres de ellos, con vigas de madera que nos procuramos en los bosques de los alrededores, reparamos las techumbres, las recubrimos de tapines y levantamos una nueva garita en lo más alto del torreón de vigilancia, de modo que los centinelas, cuya misión no era otra que estar pendientes de lo que nos pudiera llegar del norte, estuvieran resguardados de la lluvia y el viento.
Siempre pendientes del norte. Cuántas veces no lo habré pensado. No sé cuántos años han pasado desde que los romanos decidieran abandonar Britania. Según me había dicho el padre Beocca, mi tutor durante mi niñez, de eso hacía más de quinientos años, y quizá llevase razón, pero incluso mucho antes, por muy atrás en el tiempo que nos remontásemos, los centinelas nunca había dejado de vigilar el norte. Siempre pendientes del norte, sin perder nunca de vista a los escoceses, que seguro que serían tan intratables antaño como en aquel momento. Recuerdo que mi padre no paraba de echar pestes de ellos, y que los curas no dejaban de pedir a su dios crucificado que acabase con ellos de una vez por todas, algo que nunca había dejado de sorprenderme, porque los escoceses eran cristianos también. Recuerdo que, a los ocho años, mi padre había consentido en que, en cierta ocasión, acompañase a sus guerreros hasta Escocia para hacernos con unas cuantas cabezas de ganado, y jamás se me olvidará una aldea en un ancho valle donde las mujeres y los niños se habían agolpado en la iglesia.
–¡Ni los toquéis! –había ordenado mi padre–. ¡Se han acogido a sagrado!
–Son enemigos nuestros –traté de hacerle ver–, ¿acaso no vamos a tomar esclavos?
–Y también cristianos –repuso mi padre, con aspereza; así que nos llevamos su ganado de largo pelaje, quemamos la mayoría de las casas y nos fuimos por donde habíamos venido, cargados, eso sí, de cucharones, espetones y marmitas, de todos aquellos utensilios que pudiera fundir nuestro herrero, pero no llegamos a entrar en la iglesia–. Porque son cristianos –me había insistido mi padre–. ¿Todavía no te has dado cuenta, pedazo de zoquete?
La verdad es que no, que no acababa de verlo; luego, claro está, habían llegado los daneses arrasando iglesias para quedarse con la plata que adornaba los altares. Recuerdo cómo se reía Ragnar un día delante de mis narices.
–¡Cuánta amabilidad por parte de los cristianos! ¡Acumulan todas sus riquezas en un solo sitio y van y lo coronan con una gran cruz para que no se nos pase por alto! ¡Así da gusto!
Y así fue cómo aprendí que los escoceses eran cristianos, pero también enemigos nuestros, como ya lo eran cuando miles de esclavos de los romanos arrastraban piedras por las colinas de Northumbria para levantar aquella muralla. En mi niñez, también había sido cristiano: no me quedaba otra, pero me acuerdo de cierta ocasión en que le pregunté al padre Beocca cómo era posible que otros cristianos fueran enemigos nuestros.
–Son cristianos, sí, ¡pero sin civilizar! –me había explicado antes de llevarme al monasterio de Lindisfarena, donde le pidió al abad, asesinado por los daneses seis meses después, que me enseñara uno de los seis libros que se custodiaban en el monasterio. Se trataba de un libro de enormes dimensiones, cuyas páginas crujían al pasarlas, a pesar del esmerado cuidado que ponía Beocca, quien, con la sucia uña del dedo índice, recorría líneas y más líneas de indescifrable escritura.
–¡Por fin! ¡Aquí está! –me había dicho, colocando el libro para que yo pudiera verlo, aunque, escrito en latín como estaba, no entendía ni papa de lo que allí ponía–. Se trata de un libro –me aseguró Beocca– escrito por el propio san Gildas, de su puño y letra. Un libro único. San Gildas era britano, ¡y aquí cuenta cómo llegamos a este lugar! ¡Cómo vinimos a parar aquí los sajones! No le gustábamos un pelo –se reía entre dientes mientras hablaba–, porque, como es natural, no éramos cristianos por aquel entonces. Pero si quiero que lo veáis es porque san Gildas era natural de aquí, de Northumbria, ¡y sabía cómo se las gastaban los escoceses! –volvió a colocar el libro a su altura y se inclinó sobre una página–. ¡Aquí está! ¡Escuchad!: «Tan pronto como los romanos abandonaron Britania –traducía mientras recorría las líneas con aquel dedo–, ansiosas, como aciagas plagas de gusanos que, retorciéndose, asoman entre las grietas de las rocas, aparecieron infames hordas de escoceses. Llegaban sedientas de sangre y más llevaban cubiertas sus espantosas caras con largas barbas que con ropas sus partes pudendas». –No sin haberse santiguado, Beooca cerró el libro–. ¡Todo sigue igual! ¡Son ladrones y salteadores!
–¿Ladrones y salteadores que van desnudos? –le había preguntado; aquel pasaje sobre las partes pudendas me había llamado la atención.
–No, no, no. Ahora son cristianos. Ahora van vestidos, gracias a Dios.
–Aunque sean cristianos –dejé caer–, saqueamos sus tierras por igual.
–¡Faltaría más! –me había dicho Beocca–. Porque han de ser castigados.
–¿Por hacer qué?
–¡Por saquear nuestras tierras, claro está!
–Igual que nosotros saqueamos las suyas –insistí–. Así que, ¿acaso no somos tan ladrones y salteadores como lo son ellos? –Me gustaba la idea de que pudiéramos ser tan salvajes e indómitos como los odiados escoceses.
–Ya lo entenderéis cuando seáis mayor –me había dicho Beocca, lo mismo que me decía siempre que no sabía qué responder. Y ahora que soy mayor sigo sin entender el razonamiento de Beocca, según el cual la guerra que manteníamos contra los escoceses era un castigo que estaba justificado. El rey Alfredo, que no tenía un pelo de tonto, solía decir que las guerras que asolaban Britania eran una cruzada de la cristiandad contra los paganos, pero si esos enfrentamientos tenían lugar en tierras de los galeses o de los escoceses, de repente adquirían otro significado. Porque, en ese caso, era una guerra de cristianos contra cristianos, pero no por eso menos despiadada y sangrienta; mientras, nuestros curas nos decían que tal era la voluntad del dios crucificado, lo mismo que les decían los suyos a los guerreros escoceses cuando se disponían a atacarnos. Lo cierto, como no podía ser de otra manera, es que se trataba de una contienda por ver quién se hacía con el territorio. Porque el caso era que había cuatro tribus en una sola isla: los galeses, los escoceses, los sajones y los hombres del norte, y los cuatro pueblos querían apoderarse del mismo territorio. Pero, por más que fueran paganos los sajones que, por primera vez, pusieran un pie en aquellas tierras, los curas no se cansaban de predicar que teníamos que pelear por las mismas tierras que, como merced, el dios crucificado había puesto en nuestras manos. De modo que nada podía disuadirme de la idea de que Odín o Thor nos las habían dado.
–¿Acaso no es cierto lo que os estoy contando? –le pregunté al padre Eadig aquella noche. Estábamos en una de esas imponentes mansiones de piedra de Weallbyrig, a buen resguardo del viento y la lluvia tras unos muros romanos y entrando en calor gracias a una enorme fogata que habíamos prendido en el hogar.
El cura esbozó una sonrisa de circunstancias.
–Que Dios nos trajo a estas tierras es cierto, mi señor, pero no fueron los dioses antiguos, sino el único Dios verdadero. Él fue quien nos trajo aquí.
–¿A los sajones, queréis decir? ¿Fue Él quien trajo a los sajones aquí?
–Eso es lo que digo, mi señor.
–Pero si ni éramos cristianos por entonces –repliqué. Mis hombres, que habían seguido el hilo la conversación, esbozaron una sonrisa aviesa.
–Es cierto que no éramos cristianos por entonces –convino Eadig–, pero sí lo eran los galeses que llegaron a estas tierras antes que nosotros. Pero, claro, eran malos cristianos, así que Dios les envió a los sajones como castigo.
–¿Qué habían hecho si puede saberse? Los galeses, quiero decir. ¿Por qué eran malos cristianos?
–No lo sé, mi señor, pero sí sé que Dios no nos habría traído hasta aquí sin una buena razón.
–Está bien. Demos por sentado que los galeses fueran malos cristianos –continué–. En ese caso, ¿vuestro dios prefirió que unos malos paganos arrebatasen las tierras de Britania a unos malos cristianos? ¡Es como matar a una vaca porque cojea y comprar otra que se tambalea!
–Ya, pero Dios hizo que, como recompensa por haber castigado a los galeses, abrazáramos la fe verdadera –argumentó con lucidez–. ¡Ahora somos como una vaca en condiciones!
–Entonces, ¿por qué nos envió a los daneses? –volví a la carga–. ¿Acaso está castigándonos por ser malos cristianos?
–Cabe esa posibilidad, mi señor –se revolvió incómodo, como si no estuviera muy convencido de su respuesta.
–¿Y adónde nos lleva eso? –pregunté.
–¿Cómo que adónde nos lleva, mi señor?
–Algunos daneses se están convirtiendo al cristianismo –le dije–. ¿A quién piensa enviar vuestro dios para castigarlos, si se vuelven malos cristianos? ¿A los francos, quizá?
–¡Fuego! –gritó mi hijo, interrumpiendo la conversación. Había levantado un lienzo de cuero y no dejaba de mirar al norte.
–¿Con la que está cayendo? –se extrañó Finan.
Me puse en pie, me acerqué al lado de mi hijo y ya no me cupo duda: de alguna parte, allá por las lejanas colinas del norte, salía un enorme resplandor rojizo que iluminaba el cielo. Esa clase de fuegos siempre nos advierten de que algo está pasando, pero no me cabía en la cabeza que una partida de saqueadores anduviera haciendo de las suyas en una noche de lluvia y viento como aquélla.
–Será algún caserío en llamas –se me ocurrió decir.
–Y muy lejos de aquí –aseveró Finan.
–Será algún dios castigando a alguien –dije–; qué dios sea no está claro.
El padre Eadig se santiguó. Nos quedamos mirando aquel resplandor en lontananza durante un rato, pero no vimos más fuegos; luego, la lluvia extinguió las lejanas llamaradas y el cielo se oscureció de nuevo.
Asistimos al cambio de centinelas que estaban de guardia en la torre de vigilancia, y nos fuimos a dormir.
Y a la mañana siguiente, el enemigo hizo acto de presencia.
* * *
–Vos, lord Uhtred –ordenó mi enemigo–, os dirigiréis al sur.
Había llegado con la lluviosa mañana del día siguiente, y la primera noticia que tuve de su presencia fue cuando los centinelas que se encontraban de guardia en la torre de vigilancia empezaron a aporrear la barra de hierro que utilizábamos a falta de campana para tocar a rebato. Por más que el único indicio que tuviéramos de un nuevo día no fuera sino el resplandor fantasmagórico del sol entre unas nubes que asomaban por el este, hacía una hora o cosa así que había amanecido.
–Veo gente por ahí –me dijo uno de los centinelas, señalando al norte–. Vienen a pie.
Me incliné sobre el parapeto de la torre y escudriñé entre jirones de niebla y lluvia, mientras Finan trepaba por la escala que había a mis espaldas.
–¿Quiénes son? –preguntó.
–Pastores, casi seguro –repuse. No veía nada, y eso que llovía con menor intensidad en aquel momento, de forma más sosegada.
–Vienen corriendo hacia aquí, mi señor –me advirtió el centinela.
–¿Corriendo?
–Más bien dando traspiés.
Volví a mirar, pero no acerté a distinguir nada.
–Había también gentes a caballo –dijo Godric, el segundo centinela. Un joven de escasas luces que había desempeñado las funciones de mozo a mi servicio hasta cosa de un año antes, y tenía fama de ser capaz de distinguir al enemigo incluso en la oscuridad.
–Yo no he llegado a verlos, mi señor –dijo Cenwulf, primer centinela y hombre más de fiar, a mi modo de ver.
En aquel momento, estaban ensillando nuestras monturas antes de ponernos en camino aquel día. Y me pregunté si merecía la pena enviar oteadores hacia el norte para saber si de verdad había gente por allí, y, en tal caso, saber quiénes eran y qué querían.
–¿Cuántos hombres visteis? –pregunté.
–Tres –dijo Cenwulf.
–Cinco –aseguró Godric al mismo tiempo–, y otros dos a caballo.
Volví la vista al norte, pero no vi nada aparte de la lluvia que caía sobre los helechos. Más allá, sólo deshilachados jirones de niebla.
–Pastores, lo que yo decía –insistí.
–Había hombres a caballo, mi señor –dijo Godric. Ya no parecía tan convencido–. Os digo que los vi.
Ningún pastor iría a caballo. Volví a clavar los ojos en la lluvia y la niebla. Si bien los ojos de Godric eran más jóvenes que los de Cenwulf, no menos calenturienta era su imaginación.
–¿A quién, en nombre de Dios, se le ocurriría andar por ahí a estas horas de la mañana? –refunfuñó Finan.
–A nadie –repuse, al tiempo que me enderezaba–. Cosas de Godric.
–¡Que no, mi señor! –replicó muy digno.
–Lecheras –dije yo–. No se le van de la cabeza.
–¡Que no, mi señor! –al tiempo que se sonrojaba.
–¿Cuántos años tenéis? –le pregunté–. ¿Catorce, quince? A vuestra edad, yo sólo pensaba en una cosa: en tetas.
–Tampoco habéis cambiado tanto –musitó Finan.
–Os digo que los vi, mi señor –insistió el joven.
–Siempre soñando con tetas, lo que yo decía –repuse, antes de callar la boca. Porque, en aquellas colinas que empapaba la lluvia, había hombres.
Cuatro hombres aparecieron tras un pliegue del terreno. Venían corriendo hacia nosotros, y corrían que se las pelaban; al cabo de un instante, entendí cuál era la razón: de la niebla salieron seis jinetes al galope con intención de cortarles el paso.
–¡Abrid las puertas! –grité a los hombres que estaban al pie de la torre–. ¡Salid y traed a esos hombres aquí!
Bajé la escala a trompicones en el momento en que Rorik me traía a Tintreg. Tuve que esperar a que terminara de cincharlo; luego, me encaramé a la silla de montar y, precedido de una docena de jinetes, enfilé la ladera que daba al exterior. Un poco más atrás, venía Finan.
–¡Mi señor! –me llamó a voces Rorik cuando ya me disponía a dejar atrás el fortín–. ¡Mi señor! –cargando con el tahalí del que pendía mi pesada espada, Hálito de serpiente, envuelta en su vaina.
Me volví, me incliné desde lo alto de la silla y me hice con la espada, dejando el tahalí y la vaina en manos de Rorik.
–Volved al interior del fortín, muchacho.
–Pero...
–¡Que deis media vuelta os digo!
La docena de hombres que, a lomos de sus monturas, ya habían abandonado el fortín me llevaban un buen trecho y, al galope, se disponían a cortar el paso a los jinetes que iban en pos de aquellos cuatro hombres. Al verlos y darse cuenta de que los superaban en número, renunciaron a seguir persiguiéndolos, en el momento en que, ante nosotros, aparecía un quinto fugitivo. Debía de haber permanecido agazapado entre los helechos que se alzaban más allá y, en ese instante, corría cuesta abajo como alma que lleva el diablo. Al verlo, los jinetes volvieron a la carga de nuevo, esta vez en busca de aquel quinto hombre, quien, al oír los cascos de las monturas, trató de escabullirse; el jinete que iba en cabeza redujo el paso, sopesó la lanza sin prisa y apuntó al espinazo del fugitivo. Al cabo de un instante, el hombre, que aún seguía en pie, arqueó la espalda, justo en el momento en que un segundo jinete, enarbolando un hacha, se llegaba a su altura y, de repente, la niebla se tiñó del color de la sangre. El huido se desplomó al instante, pero su muerte había bastado para distraer y retrasar a sus perseguidores, de modo que su gesto salvó a sus cuatro compañeros, que ya estaban bajo la protección de mis hombres.
–¿Por qué ese necio no se quedaría escondido donde estaba? –pregunté, mirando a los seis jinetes que rodeaban al hombre que acababan de abatir.
–Ahí tenéis la respuesta –dijo Finan, señalando al norte, donde una multitud de jinetes parecía salir de la niebla–. Que Dios nos ayude –añadió, al tiempo que se santiguaba–; nos enfrentamos a todo un condenado ejército.
A mis espaldas, los centinelas, que no se habían movido de la torre de vigilancia, no dejaban de aporrear la barra de hierro llamando a los míos para que acudiesen a las murallas del fortín. Una repentina cortina de agua cayó con tanta fuerza que levantó las capas de los jinetes que se agolpaban en el horizonte. Docenas de hombres.
–No portan estandarte alguno –dije.
–¿Vuestro primo?
Negué con la cabeza. Bajo aquella luz que, con la lluvia, parecía aún más gris, no era fácil distinguirlos, pero no creía que mi primo hubiese tenido el valor de ponerse al frente de sus tropas y de haberse llegado tan al sur en una noche tan desapacible como aquélla.
–¿Einar, quizá? –observé, pero, en tal caso, ¿detrás de quién iban? Espoleé a Tintreg y me llegué al lado de mis hombres, que no se separaban de los cuatro fugitivos.
–¡Hombres del norte, mi señor! –me advirtió Gerbruht a voces, a medida que me acercaba. Jóvenes, de cabellos rubios y rostros pintarrajeados. Al ver que llevaba una espada en la mano, se hincaron de rodillas.
–¡Mi señor, os lo suplico! –dijo uno de ellos.
Volví la vista al norte y reparé en que el ejército de jinetes no se había movido de donde estaba. Se limitaban a observar qué hacíamos.
–¿Trescientos? –aventuré.
–Trescientos cuarenta –dijo Finan.
–Soy Uhtred de Bebbanburg –les dije a aquellos hombres que seguían de rodillas en medio de aquel brezal anegado. Al ver el miedo que se dibujaba en sus rostros, dejé que siguieran pasándolo mal un momento y les pregunté–: ¿Quiénes sois vosotros?
Fueron mascullando sus nombres. Eran hombres de Einar, enviados para saber por dónde andábamos. Se habían pasado cabalgando gran parte de la tarde del día anterior y, al no dar con nosotros, se habían cobijado en la choza de un pastor en las colinas que miraban al oeste, pero, antes del amanecer, los hombres que veíamos al norte los habían despertado y, muertos de miedo, habían echado a correr, dejando atrás los caballos.
–¿Quiénes son ésos, entonces? –les pregunté, señalando a aquellos jinetes.
–¡Pensábamos que eran de los vuestros, mi señor!
–De modo que ni siquiera sabéis quién os persigue –les dije.
–Enemigos, sin duda, mi señor –dijo uno de ellos, hundido en la más negra miseria.
–Contadme, pues, qué pasó.
Einar los había enviado para que le mantuviesen informado de por dónde andábamos, pero tres de aquellos misteriosos oteadores que habíamos visto habían dado con ellos a esa incierta luz del amanecer que, por el este y tras unas espesas nubes, anunciaba la aparición del sol. La choza del pastor donde se habían cobijado estaba en un hoyo, y se las habían arreglado para descabalgar a uno de los sorprendidos oteadores y ahuyentar a los otros dos. Habían acabado con aquel hombre, pero, mientras lo hacían, los otros dos oteadores les habían espantado los caballos.
–Así que acabasteis con ese hombre –les dije–, pero ¿no se os ocurrió preguntarle quién era?
–No, mi señor –tuvo a bien reconocer el de más edad de los cuatro supervivientes–. No entendíamos ni papa de lo que decía. Y no sabéis cómo se revolvía, mi señor. No dejaba de amenazarnos con un cuchillo.
–¿Quién, a vuestro entender, pensabais que era?
El hombre pareció dudar un instante y, al cabo, farfulló que pensaba que su víctima era uno de los míos.
–¿Así que lo matasteis?
El otro se encogió de hombros.
–Pues sí, mi señor.
Luego, se habían dirigido tan rápido como habían podido hacia el sur, hasta que se dieron cuenta de que los perseguía todo un ejército de hombres a caballo.
–Así que matasteis a ese hombre porque pensabais que estaba a mi servicio. Dadme una razón por la que deba perdonaros la vida.
–Es que no dejaba de gritar, mi señor. No nos quedó otra que hacerlo callar.
Aquello me pareció una razón suficiente y me imaginé que, en su situación, yo habría hecho lo mismo.
–¿Qué voy a hacer con vosotros, entonces? –les pregunté–. ¿Dejaros en manos de esos hombres –y mientras hablaba señalé a los jinetes– o acabar con vosotros? –Vi que no tenían respuesta para tal pregunta, ni tampoco esperaba que me la dieran.
–Tened cuando menos el gesto de acabar con estos cabrones –dijo Finan.
–Mi señor, os lo suplico –musitó uno de ellos.