ESA DAMA
KATE O'BRIEN
Título original: That Lady
Traducción de Mª José Rodella
Primera edición: noviembre de 1986
Primera edición en e-book: diciembre de 2018
© 1946 by Mary O’Neil
© de la presente edición: Edhasa, 1986, 2018
Diputación, 262, 2º 1ª
08007 Barcelona
Tel. 93 494 97 20
España
E-mail: info@edhasa.es
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).
ISBN: 978-84-350-0525-8
ESA DAMA
PREÁMBULO
Lo que sigue no es una novela histórica. Es una invención sobre la curiosa historia entre Ana de Mendoza y Felipe II de España. Los historiadores no pueden dar una explicación al episodio, y la obra de ficción no pretende hacerlo. Todos los personajes del libro son reales y me he ajustado a las líneas maestras históricas de los acontecimientos en los que intervinieron, pero todo lo que dicen o escriben en mis páginas es inventado, al igual –naturalmente– que sus pensamientos y emociones. Con el fin de mantener la invención como fuente única, me he abstenido de injertar en la ficción ningún fragmento de sus cartas u observaciones.
KATE O’BRIEN
PRÓLOGO
(Octubre de 1576)
I
Ana no esperó al rey en el portal de su casa. Permaneció justo encima, en el mirador de la sala de estar. Desde allí se dominaba el mercado, que se extendía ante el patio de la casa, y no tenía que presenciar la agitación protocolaria de su hijo, Rodrigo. Su hija pequeña, una niñita de tres años, la acompañaba ante el ventanal cogida de la mano.
La tarde de octubre era luminosa y fresca. Seguramente Felipe habría disfrutado del viaje desde Alcalá, y sobre todo de las últimas leguas, en que el camino atravesaba tierras a las cuales el cuidado de su marido había hecho tanto bien. El rey siempre había apreciado el sentido humanitario de Ruy Gómez y en ocasiones Ana le había oído envidiar lo que llamaba la «curiosa aplicación práctica de la buena voluntad a la vida» por parte de éste. Ella bromeó con él sobre el uso del adjetivo «curiosa» y señaló que su propia buena voluntad con frecuencia adoptaba una forma práctica. Y él le contestó que le complacía oír aquello de ella, que no era nada «cortesana». «No soy cortesana, señor; solamente un súbdito que admira al rey.»
¿Cuánto tiempo hacía que se lo había dicho? ¿Siete u ocho años? Por lo menos, porque lo había dicho en presencia de la reina. Recordaba la suave sonrisa de agradecimiento de Isabel de Valois, y ya habían pasado ocho años desde la muerte de tan encantadora criatura. «Si todavía viviera y ocupara el trono en lugar de esta pobre chica de Austria, tendría ya treinta años, por increíble que parezca. Y quizás incluso comenzaría a hacer mejor pareja con su maduro marido.»
Ana, que había cumplido los treinta y seis, sonrió al pensar en la palabra «maduro» y llevó la vista desde el mercado al tejado de la iglesia de la Colegiata, donde reposaba su esposo, rodeado de los huesecillos de cuatro de sus diez hijos. Y la vida continuaba. Ahora los vívidos y esperanzados días en que la princesa de Francia y ella acababan de contraer matrimonio eran tenues recuerdos. España parecía entonces inexpugnable; el rey estaba alegre y seguro de sí mismo; la sombra de la tragedia de don Carlos apenas había avanzado. Ahora había muchas sepulturas; muchos desatinos, guerra y trastornos; la gente decía que el rey trabajaba como una hormiga y parecía que la vida de la corte había degenerado hasta convertirse en una rutina misteriosa y sofocante, dirigida por unos pocos canónigos fanáticos de Sevilla y varios funcionarios arribistas de procedencia desconocida.
Ana no había ido a Madrid ni abierto la casa que tenía allí desde la muerte de su esposo. Nada la tentaba allí; había aprendido a amar, con una constancia que a veces la extrañaba, la exhalación de resplandeciente paz que le enviaba, mañana, mediodía y tarde, el paisaje de Pastrana, que era ahora su casa y su responsabilidad. Ciertamente era un oasis en la orgullosa pobreza de Castilla.
Y ella, muy castellana, se había burlado de los primeros esfuerzos para convertirlo en lo que ahora era.
–Vos, campesino portugués –solía decirle a su marido–, ¿os importaría decirme por qué dos briznas de hierba son mucho mejor que una?
Pero Ruy insistía en que el hambre no era inherente al carácter castellano, y señalaba que ella misma, que había gozado de buenas comidas toda su vida, era un buen ejemplar de su raza.
Así pues, la tierra que les dio Felipe fue regada, abonada y sembrada. Se hizo venir desde Valencia una colonia de moriscos perseguidos para que enseñaran al pueblo sus excelentes métodos agrícolas, y en particular a cultivar la morera y a hacer seda. Y ellos y sus hijos todavía estaban allí, felices, tolerantes y tolerados. Pastrana era próspera.
Aquélla era una situación meritoria y suficientemente destacable en un pueblo castellano. Sin embargo, aunque Ana se había mofado de los preparativos, ahora que Ruy, el buen señor, estaba muerto y la nueva política del rey estaba echando a perder su trabajo en pro de España, a veces ella pensaba complacida que al menos en su propio pueblo el primer duque de Pastrana sería recordado durante una o dos generaciones como un hombre de buena voluntad.
Quizá Felipe pensara cosas similares mientras dejaba atrás los campos de moreras y las cabañas de los tejedores. El rey era un amigo fiel. Ella sabía mejor que la mayoría lo fiel que era. Y sabiéndolo, sentía curiosidad por descubrir qué especial capricho le había hecho emprender aquel viaje para ir a verla. Es cierto que el que hubiera sido huésped, en la cercana Alcalá, del marqués de los Vélez, disminuiría ante los ojos de la corte el gran honor hecho a la viuda de Ruy Gómez, y Felipe sin duda lo habría tenido en cuenta, pues no había nadie más atento a las apariencias que él. No obstante, con lo atareado y cansado que estaba, el hecho de que hubiera emprendido el desplazamiento y se hubiera arriesgado a provocar el chismorreo en Madrid significaba que algún aspecto de los asuntos de Ana debía de llevar muchos meses preocupándolo, pues por principio nunca prestaba atención a ninguna inquietud en un primer momento. Sin embargo, dado que siempre se había tenido, después de Ruy, por guardián de Ana y de sus hijos, se mantenía constantemente informado sobre ella, y durante los primeros meses de su viudez le escribió numerosas y animadas cartas. Y Ana, incapaz de mostrar animación alguna y bastante indiferente hacia ella, se maravillaba al leer las cartas ante su amabilidad y su gusto por el detalle. En una ocasión le había comentado a Ruy que con seguridad esta última peculiaridad de Felipe debía resultarle perjudicial a la larga como rey, pero coincidieron en que lo hacía muy atractivo como hombre y compañero.
Volver a ver a Felipe después de tanto tiempo resultaría agradable para Ana, e incluso estimulante. Su admiración por ella era constante y siempre la complacía. Al pensarlo, volvió la vista por encima del hombro hacia el mal retrato holandés de su marido que colgaba en la habitación. En la insulsa y convencional pintura no hallaba indicio alguno de la gracia mundana y cordialidad del hombre que tan sorprendentemente había regido su vida durante catorce años. Suspiró con suavidad y se llevó la mano al parche de seda negra que cubría su ojo derecho. Pensó que, en lo referente a su matrimonio, Ruy había vivido lo suficiente para ver cumplido su objetivo, que era sencillamente, según ella solía decirle, obligarla a dejar de ser ella misma. Él sabía cuándo debía retirarse, conocía la medida exacta de imposición de tiempo y costumbre necesaria para amansar un corazón salvaje.
«Sí, duermes en paz –murmuró irónicamente al retrato–, duermes en paz porque sabes que tu Tuerta se está haciendo vieja, y pronto será bastante vieja, una mujer muy vieja a cargo de una parroquia muy ordenada. Tú procuraste mi seguridad, te ocupaste insistentemente de ello, y ahora sabes que ni siquiera el rey de España puede hacer nada contra el desgaste de los años...»
Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli y duquesa de Pastrana, era hija única del príncipe de Mélito, y por tanto heredera por derecho propio del patrimonio, los privilegios y los títulos de uno de los linajes más importantes de la casa de Mendoza, la familia gobernante en España. Esta familia, de origen vizcaíno, que ahora tenía posesiones en toda la península, en la época del nacimiento de Ana, acaecido en 1540, hacía ya más de trescientos años que tenía raíces y espíritu castellano.
Físicamente, Ana era la expresión de ello. Su belleza, para los que la encontraban bella, era, paradójicamente, exageración y comedimiento. Era más alta y más delgada de lo que por término medio se suele considerar atractivo en una mujer; era de constitución enjuta, y todos sus rasgos –nariz, barbilla, manos y pies– eran un poco más largos de lo debido. Tenía la piel fina y blanca, y en las sienes y las manos se le veían unas venillas azules. Su ojo izquierdo rebosaba luminosidad, pero sobre el hueco del derecho llevaba, como ya hemos dicho, un parche de seda negra en forma de rombo. Lo llevaba desde los catorce años. A esa edad se batió en duelo con un paje de la casa de su padre y perdió el ojo derecho.
Así pues, cuando Ruy Gómez de Silva regresó de Inglaterra y Flandes en 1559 para consumar el matrimonio que había contraído seis años antes con la heredera de los Mendoza, se encontró con su Tuerta.
Ana no hizo ningún drama de ello. Su marido y su madre podían llamarla Tuerta, cariñosamente, en privado, pero en general prefería que su defecto fuera pasado por alto y nadie oyó nunca que le preocupara. Parecía llevar el parche negro de seda con la misma naturalidad que los zapatos.
Su marido siempre la había considerado extraordinariamente hermosa y comprendía que muchos hombres lo envidiaran y pensaran que había tenido una suerte fantástica, pues él tenía cuarenta y dos años y ella diecinueve cuando se acostaron juntos por vez primera. Los catorce años de matrimonio que disfrutó con ella fueron afectuosos y felices, a pesar del mundo de la corte, que no dejó de salpicarlos con alguna mancha de infamia.
Ana no sólo era demasiado rica e importante para escapar a la calumnia, sino que, incluso bajo la vigilancia de Ruy, era también demasiado descuidada. Asimismo, su esposo era el secretario de Estado favorito del rey y durante toda su vida disfrutó de todos los privilegios y atenciones que Felipe podía otorgar. Por tanto, en Madrid se decía una y otra vez que Ana era la amante del rey y por voluntad de su marido. Ella con frecuencia sonreía ante la torpe perspicacia de los cotilleos, que suelen localizar con exactitud una situación, pero raramente son capaces de interpretar su significado real.
Pero ahora las malas lenguas de Madrid la tenían olvidada. Felipe, que en un tiempo había sido un rey apuesto y propenso al escándalo, era un hombre de mediana edad agobiado por el trabajo y las preocupaciones, obsesionado por engendrar un heredero varón que llegara a la edad adulta; por lo demás, torturado por las repercusiones de su propio y obstinado concepto de la monarquía.
Las noticias que llegaban a oídos de Ana por entonces, cuando iba a ver a sus amistades o a través de los ecos procedentes de la Universidad de Alcalá que le llevaba su hijo Rodrigo, daban la impresión de que España se enfrentaba a graves problemas, tanto en su propio territorio como en el extranjero. Sin embargo; lo que más alarmante le parecía era que nadie, ninguno de los grandes príncipes y capitanes de su propia familia, por ejemplo, supieran ni desearan saber con exactitud cuáles eran esos problemas, ni cómo podían resolverse o evitarse. La política española era ahora asunto del rey, por lo visto, y lo único que se pedía de la nobleza era que viviera ostentosamente, practicara su religión, se casara y se reprodujera.
Ana sabía que había sido el ladino padre de Felipe, que era extranjero, el causante de tan minuciosa alteración de los principios del gobierno de Castilla. Después de derrotar a los comuneros se propuso hacer que el poder de la monarquía española fuera absoluto. Y tuvo un curioso éxito.
En vida de su esposo, Ana había comentado a menudo con enojo la creciente indolencia de la nobleza española ante el interrogante del destino de la nación. Los antiguos señores y caciques vivían perezosamente en sus propiedades y chismorreaban con indiferencia sobre las guerras y problemas religiosos del extranjero; sus hijos mandaban los regimientos o buques del rey según se les indicaba, sin importarles por qué, zarpaban en busca de aventuras hacia el imperio occidental para acrecentar su fortuna, se incorporaban a la Iglesia o hacían el tonto por todo lo alto en Madrid y se burlaban de los vulgares políticos nuevos que maniobraban alrededor del rey.
Pero Ruy, un «vulgar político nuevo», un «advenedizo de Portugal», se reía de ella y decía que a España no le haría ningún daño descansar del pundonor, egoísmo y presuntuosos desatinos de los señores castellanos, y que Carlos y Felipe eran hombres de poder ejecutivo, buenos ciudadanos del mundo, que buena falta le hacían al país. Siempre que se escogieran bien los secretarios del rey, este nuevo método de gobierno mediante un gabinete era seguro, pensaba él, y sin duda valía la pena probarlo durante una o dos generaciones. Ruy creía en el cambio y en la eficacia. Pero Ana, la castellana, se reía de él y decía que el tiempo demostraba con frecuencia las ventajas de no hacer las cosas, y que, de todos modos, los derechos antiguos eran derechos antiguos. A esto, su marido replicaba que nadie había abolido los antiguos derechos de Castilla, pero que si estaban cayendo en desuso, ¿era eso motivo para que Felipe II no pudiera gobernar España?
Pero tales conversaciones pertenecían a los días en que se hallaba cerca del trono y tenía noticias frescas de los grandes acontecimientos. Ahora era una oscura viuda rural, preocupada por la cosecha de aceitunas, el esquilo de las ovejas y los gusanos de seda; y quizá también un poco por sus hijos, pensó con una risilla, mirando la sedosa cabeza de su hijita.
* * *
Las campanas de la Colegiata comenzaron a repicar y a ellas se sumaron las de los conventos; por último la campana del ayuntamiento contribuyó con su pesado son. Un murmullo de alegría surgió de la multitud que se agrupaba en el mercado. La niña apretó la mano de su madre y salió un momento al balcón con ella.
–Sí, ya viene, Anichu, ¡el rey de que tanto se han jactado!
Todos los hijos de Ruy conocían al rey, excepto la pequeña Ana, aunque Fernando, que contaba en ese momento sólo seis años, no recordaba su único encuentro con Felipe II, que había tenido lugar antes de que cumpliera los dos años. Pero los cuatro chicos a menudo gastaban bromas a la pequeña con el pretexto de tal privilegio hasta hacerla llorar. Así pues, aquel día estaba deseosa de ponerse a su altura y conocer al rey.
El murmullo del pueblo se convirtió pronto en una salva de vítores y luego en un general y uniforme grito de bienvenida. Ana vio cómo los primeros hombres a caballo subían por la calle en dirección al mercado. Admiró la facilidad con que la gente se dividía dejando en el centro un pasillo para la cabalgata. Los vítores eran cordiales pero comedidos; configuraban un mensaje de bienvenida, pero también se mantenían dentro de los límites de la ceremonia. Sugerían que Felipe era inmensamente bienvenido al pueblo, pero que comprendían que se encontraba allí por motivos personales y no tenía deseos de convertir el viaje en un asunto de Estado. Ruy hubiera aprobado aquel saludo, pensó ella.
Y cuando los cascos y las ruedas repicaron sobre la plaza del mercado, Ana se retiró del balcón y atravesó la habitación para acomodarse en una silla junto a la chimenea. Colocó a su disgustada hija en un escabel que había a su lado y se rió ante su indignación.
–No, Anichu, no podemos espiar desde arriba; sería una falta de protocolo, ¡y Rodrigo se pondría furioso!
El repiqueteo procedía ahora del patio e incluso alcanzó a oír el carruaje del rey acercarse hasta la puerta. ¡Pobre y vanidoso Rodrigo! Esperaba que su cuidadísimo discurso de bienvenida le saliera bien. Seguramente lo estaría empezando ya, flanqueado de sus tres guapos hermanos, todos mejores que él en opinión de su madre. Don Francisco, el capellán, también tenía su discurso dispuesto. Y, sin duda, su secretario se haría asimismo presentar, al igual que todos los preceptores de los chicos que se atrevieran. Pero, naturalmente, todo estaba previsto con refinamiento; Rodrigo no dejaría nada al azar. Y cuán complacido se había mostrado cuando le anunció que ella no estaría presente en el vestíbulo en el momento de la llegada del rey y que le dejaría hacer los honores a él, como segundo duque de Pastrana. Este era el tipo de libertad que se podía tomar con Felipe, y además odiaba las ceremonias. Por otra parte, pensara lo que pensara Rodrigo, no era a él, joven gallito, a quien confiaba la recepción, sino a su mayordomo, Diego, cuyo aplomo era tal que Ruy solía decir que podría hacerse cargo del puesto de mayordomo en El Escorial en cinco minutos. Y Bernardina, su sagaz dueña, se fijaría en todo y luego se lo contaría para divertirla.
Pero entonces, impulsivamente, y no, como pensaría Rodrigo, con intención de exasperarlo ni humillarlo, Ana tiró por tierra el plan fijado para la recepción del rey y, cogiendo en brazos a su hijita, bajó corriendo las escaleras a darle personalmente la bienvenida al monarca. Mientras permanecía sentada en la sala se dio cuenta de que se alegraba muchísimo de que hubiera ido a verla y se le ocurrió que él se sentiría desilusionado si no la encontraba esperando con sus hijos. De modo que atravesó a toda prisa el corredor acristalado y se detuvo un instante en lo alto de la escalinata antes de bajar al patio.
–No debes reírte cuando te presente al rey –le susurró a su encantada hija.
Se oía la clara y sonora voz de Rodrigo recitando musicalmente su discurso.
–... y también, Señor, en nombre de mi madre, Su Alteza la princesa de Éboli, que no deseaba sobrecargar de ceremonial vuestros primeros momentos en nuestra casa después del fatigoso viaje, y estará encantada de rendir su propio homenaje de bienvenida y obediencia a Vuestra Majestad en el momento de la tarde que Vuestra Majestad guste señalar....
Ana descendió hasta la mitad de la escalinata inadvertida por todos excepto por Bernardina y el rey. Éste, tras descubrirla, no apartó la vista de ella en tanto Ana rodeaba al grupo con rapidez y se arrodillaba entre el monarca y su asombrado hijo. Asimismo, obligó a su hijita a arrodillarse.
–Baja un poco la cabeza, Anichu –le dijo en voz baja; luego levantó los ojos y le sonrió a Felipe en tanto tomaba y besaba la mano que éste le ofrecía.
–Sea Vuestra Majestad cordialmente bienvenido a esta honrada casa. Naturalmente, todo lo que contiene es vuestro y está a vuestro absoluto servicio.
Felipe esbozó lentamente una sonrisa y Ana se levantó al elevar él la mano.
–Gracias, princesa. Me alegro de volver a veros, así como a vuestra familia y a vuestro pueblo. ¿Es ésta la pequeña, la última?
Posó la mano en la cabeza de la niña.
–Sí, Majestad. Ésta es Ana de Silva, vuestra más obediente y honrada sierva.
La princesa se hizo entonces a un lado, a la izquierda del rey, para dejar que sus hijos y los demás miembros de la casa hicieran las correspondientes reverencias y declaraciones de lealtad. Pero no hubo más discursos preparados, ni siquiera prosiguió el de Rodrigo. En cambio la bienvenida adquirió vida y el rey les agradeció que se alegraran tanto de verlo y se rió cuando Fernando, de seis años, se aventuró educadamente a corregir su suposición de que era la primera vez que se veían.
–Princesa, creo que no conocéis a mi secretario de Estado. Permitidme que os presente a don Mateo Vázquez, doña Ana de Silva y de Mendoza, princesa de Éboli.
El sacerdote alto y moreno que había permanecido detrás del rey se adelantó e hizo una reverencia. Ana lo observó con intensidad en tanto que le devolvía el saludo. Había oído hablar de él. El año anterior a la muerte de su esposo ocupó un cargo sin importancia en la corte, pero durante los últimos doce meses se decía que su favor como consejero había aumentado mucho. Ana pensaba que pertenecía al partido de la corte que su esposo dirigió mientras vivió y que defendía el progresismo en casa y la tolerancia y la no violencia fuera. Pero ahora le pareció que no se trataba de un hombre tolerante.
Mateo Vázquez era de movimientos algo rígidos.
–Su Majestad me hace un gran honor, princesa, trayéndome a vuestra ilustre casa. –Ana pensó que incluso Rodrigo consideraría aquella ceremoniosidad excesiva–. Tuve el privilegio de conocer en cierta medida al ilustre esposo de Vuestra Alteza, Su Alteza el príncipe de Éboli, cuya pérdida todavía lloramos, pues fue uno de los mayores servidores de España.
A la princesa de Éboli no le gustó su acento andaluz.
«Parece un moro –pensó con petulancia–. ¿Qué mosca le habrá picado a Felipe?» Y sin apenas disimular su fastidio, le volvió la espalda al locuaz secretario de Estado para saludar a fray Diego de Chaves, el capellán del rey.
Las puertas de la capilla de la casa estaban abiertas y todo el grupo se dirigió hacia ellas para ofrecer la acostumbrada oración de gracias a Dios por el hecho de que Su Majestad hubiera efectuado el viaje sin percances.
Ana caminó hasta la capilla junto al rey.
–Incluso ahora sigo echando mucho de menos a Ruy, Ana –le dijo–. A veces, cuando estoy muy cansado me olvido de que ya no está con nosotros y espero sus consejos, entonces...
–Yo también le echo de menos –dijo ella.
Rodrigo le ofreció agua bendita al rey en un cuenco de plata. El monarca metió los dedos y volvió a dirigir la palabra a su anfitriona antes de cruzar el umbral.
–La última vez que estuve en esta capilla vi a la madre Teresa en persona entregar el hábito de las descalzas a dos novicias de Pastrana. –Felipe hablaba en voz muy baja y con una curiosa sonrisita. Pero Ana dio un respingo; no le gustaba que le recordaran a la madre Teresa.
–Y quizá ahora Vuestra Majestad rece por los desventurados que no merecen el aprecio de tan gran mujer.
La sonrisa del rey se hizo más amplia.
–Dicen que es una santa, Ana.
–Yo siempre lo he pensado, Majestad –le susurró Ana, pero ni el bajo tono de voz disimuló la ironía.
–Te Deum laudamus... –oraba fray Diego.
Felipe dejó de sonreír y se persignó en tanto entraba en la capilla.
II
Una hora después uno de los pajes del rey entró en la sala de Ana. Le dijo que Su Majestad estaba merendando en sus aposentos y que, cuando hubiera terminado, deseaba tener el placer de hablar con Su Alteza. Querría ir a su sala, si Su Alteza no tenía inconveniente.
No lo tenía.
Ya había anochecido, de modo que Ana había hecho cerrar el ventanal y correr las cortinas. Ardía un buen fuego, pero los criados lo alimentaron todavía más con troncos y piñas; encendieron las velas y se retiraron.
Ana todavía no estaba segura de si le gustaba la nueva decoración de aquella bonita estancia. La había dispuesto a principios de año bajo la influencia de un acceso de alegría y emoción, durante el cual incluso se planteó el regresar brevemente a la vida social dando una fiesta en Pascua, un banquete para el cumpleaños de Rodrigo, o algo así... En aquel momento se sentía inquieta, extravagante, pero indecisa. Sin embargo, durante la Cuaresma murió su madre, la princesa de Mélito, y el duelo invadió la casa. No hubo ninguna fiesta que justificara los cuadros y tapices nuevos, que imaginaba no le gustarían a Felipe. Le agradaba la habitación en sus días austeros de paredes blancas y colgaduras rojo oscuro; con seguridad rechazaría por demasiado novedoso aquel dibujo de hojas de acacia doradas sobre blanco que llenaba todas las paredes. Probablemente tenía razón. Pero los pesados cortinajes de seda dorada eran un triunfo de los telares de Pastrana, igual que el terciopelo verde oscuro de las sillas y los almohadones. Los cuadros eran en su mayoría del agrado del rey: un paisaje de Giorgione, que siempre lo llevaba a hablar de Ticiano; una cabeza de niño de Clouet, que le había regalado Isabel de Valois; el sobrio retrato de Ana, obra de Sánchez Coello; un dibujo de Holbein de la cabeza de una mujer, que Ruy le había enviado de Inglaterra hacía veinte años; el retrato de Ruy, que Felipe admiraba, obra del holandés Antonio Moro; y, colgado en un lugar en que apenas recibía luz, para que no la molestara demasiado, un regalo del rey, un San Pedro llorando de Pantoja de la Cruz, cuadro que disgustaba a Ana sobremanera.
No obstante, aquella noche, tanto si Felipe la aprobaba como si no, la habitación en que lo esperaba le agradaba por su aire iluminado y expectante. Al regresar de su dormitorio se detuvo en la entrada y se dio cuenta de ello y de su propia irracional complacencia.
«Cualquiera pensaría que se prepara algo trascendental –pensó–, cuando simplemente se limitará a aburrirme con algún descabellado plan de matrimonio para alguno de mis hijos, algún inconveniente legal del testamento de mamá, o Dios sabe qué.» Con todo, aún se sentía alborozada por la belleza de la estancia.
Sobre una mesa italiana colocada cerca del fuego había un ramo de rosas. Quedaban muy bien allí, pero pensó que quizás el calor las marchitaría rápidamente. Mientras permanecía en pie considerando dónde colocarlas, se abrió la puerta del extremo norte de la habitación, fue anunciado el rey y éste se acercó a ella.
Ana hizo una genuflexión ante él y cuando se halló de nuevo en pie, la puerta estaba cerrada y se encontraban solos.
Él miró a su alrededor con atención.
–No me habíais dicho que ibais a hacer tantos cambios.
–¿Es que han de preocuparos vuestros súbditos con la pintura de sus paredes y las fundas de sus cojines?
–Creo que me gusta, Ana. Sorprendente y... mundano, para una casa de campo. Pero... os va.
Le dedicó una de sus lentas sonrisas y se sentó junto al fuego. Ana se acomodó al otro lado del hogar.
–Hace mucho que no me siento mundana –dijo.
–No le irá mal a vuestra alma inmortal, supongo.
–Vuestro interés por el alma está aumentando –dijo ella con retintín.
–Un interés que en un tiempo vos queríais inculcarme, Ana.
–¿Yo, Majestad?
Él se rió abiertamente. Cuando estaban solos, Ana sólo usaba los tratamientos formales para dar a sus frases un efecto de ironía o de inocencia. Aquel recurso lo divertía.
–Vuestra virtud fue un sermón sin palabras para mí sobre la importancia del alma. Más que eso, Ana, fue una sucesión de sermones.
Ella lo escuchaba con una cierta confusión que le resultaba nueva, pues la memoria le decía que aquél era el Felipe sensual, Felipe cabalgando hacia la imperiosa pregunta del deseo. Y hacía varios años que Ana consideraba a ese Felipe casi como un fantasma, un amante lejano, insatisfecho pero aplacado; sin embargo, el recuerdo de su reprimida pasión confería particular interés y carácter a su relación con el hombre que lo sustituyó, Felipe el rey, el amigo de la familia. No obstante, le respondió del modo que consideró mejor y más benévolo.
–Vuestro afecto por Ruy era vuestro verdadero censor, Felipe. En cuanto a mi «virtud»... no me gusta pensar que eché «sermones sin palabras» en ningún sitio, a nadie.
Al rey le había agradado la primera parte de la alocución, pero ahora parecía turbado. No deseaba que nada de lo que él hubiera deseado pareciera fácil de obtener.
–Yo siempre lo he creído, en cualquier caso, dijera lo que dijera Madrid de vos, Ana.
Ella rió.
–Quizá sí, Felipe, considerando que la única acusación que Madrid tenía contra mí era que me acostaba con el rey.
Él quedó algo sorprendido.
–Había olvidado vuestra libertad de expresión, querida.
–Lo siento, ¿os molesta?
Él hizo ademán de tenderle una mano, y Ana, sin tomársela, observó la envejecida textura de su piel.
–Al contrario. Me recuerda los buenos tiempos, y también me indica, ¡que Dios os perdone!, que la muerte todavía está lejana.
–Vos y la dichosa muerte. Menuda sorpresa os llevaríais si se olvidara de vos, Felipe.
–¿Que se olvidara de mí?
–¿Acaso ofende a Vuestra Majestad esa posibilidad?
Felipe estaba muy erguido en su silla, con los codos en los brazos del mueble y las manos entrelazadas. Parecía más despierto, más animado que al entrar en la habitación, pensaba Ana. Al inclinarse hacia ella, sacudiendo la cabeza en señal de burlona aprobación de su impertinencia, era consciente de la frescura y la alegría que lo embargaban. Reconoció la sensación como un regalo que ella le hacía; siempre le había ocurrido así. Cada vez que se sentaba con Ana sentía confianza en sí mismo, calor y bienestar. Pero ahora tenía que resistirse a aquella poco adecuada comodidad, o al menos resistirse a ser consciente de ella. Podía causarle, o revelar, una falta de sinceridad en el asunto que estaba a punto de tratar.
–Vuestra audacia siempre me ha divertido y la he permitido, como bien sabéis, Ana –dijo–, pero he venido aquí para hablar de asuntos serios.
–Lo sé. Es muy amable de vuestra parte. ¿Cuáles son esos asuntos, Majestad?
Él despachó el tono burlón de la pregunta con un gesto de la mano.
–Debéis regresar a Madrid y ocuparos de los complicados asuntos de vuestra familia.
Ana esperó un poco en responder. Era curiosa aquella orden de Felipe. Apenas hacía un año, cuando su padre trató de convencer al rey de que debía regresar a Madrid por motivos familiares, él se opuso tajantemente y le recordó al príncipe de Mélito el deseo de su marido de que viviera cuanto fuera posible en Pastrana, lejos de los trastornos de la corte y de su ramificada familia.
–¿Os ha convencido mi padre por alguna extraña razón?
–No. En este momento el príncipe de Mélito no se preocupa de su hija. Le preocupa...
Él sonreía, pero el rostro de Ana reflejaba desdén.
–Eso he oído. Le está haciendo la corte a Magdalena de Aragón, ¿no?
El rey asintió con la cabeza.
–Y el cadáver de madre aún no se ha enfriado. ¡Viejo repugnante!
–¡Ana! Es vuestro padre y un gran príncipe. Quiere un heredero varón, y, después de todo, todavía está a tiempo de tenerlo. –Dijo aquello con cierta malicia; Ana se vanagloriaba de su posición como gran heredera por derecho propio.
–¿Todavía está a tiempo? No le debe de faltar mucho para los setenta.
–Setenta y cinco, quizá.
–Qué más da.
–Cinco años más que Ruy, si viviera, Ana.
Ella rió ante aquel comentario.
–Aunque así sea, da lo mismo. Ruy era un hombre, y tuvo los herederos que deseaba a su tiempo. ¡Pobre Magdalena! ¿De verdad la casarán con mi padre?
–Si no lo hacen es que son tontos –dijo Felipe–. E indirectamente es esta intención de vuestro padre lo que me trae aquí. Pero ante todo, ¿sabíais que desde que vuestra madre murió sin dejar descendencia masculina, vuestro primo, Íñigo López de Mendoza, se está asesorando sobre si tiene el mismo derecho que vos al patrimonio de los Mélito, puesto que vos sois mujer?
Ana se enderezó.
–¡Qué locura! –dijo.
–En realidad, no lo es. Puede tener algunas buenas razones.
–¿La ley sálica, en Castilla?
Felipe se echó a reír.
–Bueno, un poco aquí y allí, en algunas de nuestras familias.
–¡Qué barbaridad! ¿De verdad cree Íñigo que tiene derecho?
–Lo importante es que algunos letrados creen que lo tiene. Pero, veréis, Ana, si vuestro padre se vuelve a casar y tiene un heredero varón...
Ella soltó una espontánea carcajada.
–¡Ah! Mi primo habrá malgastado su perspicacia.
Felipe sacudió la cabeza.
–No necesariamente. Si Íñigo consigue que se le equiparen sus derechos sobre las propiedades de los Mendoza con los vuestros, creo que parte de esos derechos se mantendrán, aun cuando Magdalena cumpla convenientemente con su deber. Del mismo modo que vos no lo perderíais todo con el nacimiento de un hermano, me parece a mí que Íñigo mantendrá su reclamación de parte de vuestros derechos...
–De modo que estoy amenazada de ruina pase lo que pase. –Levantó las manos en un ademán de horror fingido, pues no creía en tales amenazas para su bien asentado esplendor, y tampoco era persona avariciosa ni que se alarmara fácilmente por las cosas materiales–. Aquí estoy yo arruinada y la misteriosa orden de Vuestra Majestad consiste en que me vaya a Madrid inmediatamente y me arruine del todo.
–No es eso exactamente. Deseo que hagáis lo que Ruy hubiera considerado necesario en una situación como ésta.
El único ojo de Ana se clavó en el grave semblante del rey. Su voz no contenía nota alguna de humor ni daba a entender segundas intenciones cuando habló.
–Tal como yo veo la situación, Felipe, sé muy bien cuáles serían las recomendaciones de Ruy.
Felipe arqueó las cejas. Parecía algo receloso, como si percibiera la verdad asomándose bajo su serenidad.
–¿Cuáles, Ana?
–Insistiría en que me encerraran en el momento de la batalla. Siempre decía que era lo único que se podía hacer, ¿no os acordáis? –Apoyó la cabeza contra el alto respaldo de la silla que ocupaba y se rió al recordarlo–. «Me gusta que mis disputas sean moderadas, así que no quiero que Ana intervenga», decía.
Felipe sintió un acceso de irritación.
–Es que os conocía.
–No, Felipe. Lo que pasa es que sabía que no me conocía.
–A las mujeres os gusta decir cosas jactanciosas.
–Sin duda. Pero ahora no me estoy jactando de nada.
Ana miraba la lumbre y mostraba su perfil a Felipe; pero antes de volver a hablar se llevó los dedos de la mano derecha al negro parche, de modo que su rostro quedara oculto ante él. El monarca sólo veía la magnífica belleza de sus dedos.
–Ruy lo sabría –continuó ella, hablando despacio y en voz baja–. Es cierto que no nos conocíamos muy bien... aunque comprendíamos lo que el otro quería decir cuando hablábamos.
Felipe dio un respingo, ofendido, como quizás ella deseaba.
–Mediante su propio ingenio y habilidad –prosiguió Ana– se procuró una esposa mucho mejor de lo que soy mujer. La esposa que deseaba, de hecho... y no era yo. Una gran muestra de inteligencia, ¿no creéis, Felipe? ¿No merecía ser vuestro secretario de Estado?
Felipe no respondió a su repentino tono alegre, pues su voz y el esfuerzo del recuerdo lo ofendían. Pensó que demostraba poca delicadeza al obligarlo a escuchar una declaración de su enigmático sentimentalismo. Él quería a su siervo Ruy Gómez y lo alababa mucho en el lugar apropiado, pero no se había hecho merecedor de su aprecio como esposo de Ana.
–Traté de recompensarlo de acuerdo con su elevado mérito –dijo con severidad–, pero siempre he sabido que al disponer su matrimonio contigo me superé a mí mismo.
–¡Querido Felipe! Perdonadme por aburriros. Y tened la bondad de decirme el motivo por el que me ordenáis regresar a Madrid.
Observó con placer la segura respuesta del rey a la palabra «orden», que, por su parte, había utilizado gustosamente. Cuando en privado lo llamaba «Señor» y «Majestad», sabía que la ironía de que impregnaba las frases no acababa de entrar con facilidad por los sensibles oídos de Felipe. Le gustaba su femenina imprudencia al jugar con ellas, le gustaba la connotación de liaison, pero también sospechaba que Su Católica Majestad desaparecía y que el hombre casi se convertía en símbolo. Por otra parte, cuando de repente, con inmaculada y sencilla entonación, con el mismo convencionalismo con que le escribiría, aquella arrogante princesa manifestaba su obediencia o pedía órdenes, se sentía profundamente complacido. Entonces se sentía más rey; era como si el reconocimiento de Ana de Mendoza lo restaurara de vez en cuando en su trono.
Ella conocía aquel punto débil y le gustaba satisfacerlo. Lo absurdo de ello intensificaba su propio orgullo, pues aunque como primera dama de España tenía una gran confianza en sí misma, innata después de varios siglos de poder, y aunque en consecuencia considerara al inquieto hijo de Carlos V un parvenu en la Península, tenía momentos histriónicos y a veces le agradaba observar cómo una palabra o entonación suya daba seguridad al rey de España.
–Por varias razones, Ana. Este probable litigio es sólo una, pero cuando se produzca requerirá largas estancias en Madrid. Los preparativos de boda de vuestro padre... –Ella hizo un ademán de impaciencia–. Tendremos que estudiar bien la situación legal para que el duque de Segorbe no estafe a vuestros hijos en beneficio de su hija...
–¡Pero, Felipe, aquí estoy a sólo doce leguas de Madrid! ¿No se pueden solucionar estas cosas igual que se solucionan otras?
–No, Ana, porque como guardián vuestro, tengo que reflexionar y consultar sobre vuestros asuntos, y no me gustan las conversaciones infrecuentes y las decisiones apresuradas...
Ana sonrió. Si Felipe se proponía verdaderamente interesarse en cualquier división de sus propiedades que deparara el futuro, desde luego habría que «reflexionar y consultar». No obstante, sospechaba cuáles eran los motivos que yacían bajo aquella ansiedad.
–Naturalmente –murmuró, en tono evasivo.
–Pero hay otros motivos para que reanudéis vuestra vinculación con Madrid –prosiguió él, con mayor irritación–. Considero que es mi deber vigilar más de cerca de lo que lo he hecho la educación de los hijos de Ruy, y por tanto deseo que, al menos durante algunas temporadas, estén bajo mi observación. Y ahora que Rodrigo ha sido nombrado paje, tiene deberes que cumplir en la corte...
–Estaba contento y bien cuidado en El Escorial en agosto pasado...
–Sí. Pero durante parte del invierno tendrá que estar en la corte de Madrid, y creo que entonces debería vivir en vuestra casa, Ana. Parece un muchacho vanidoso y egocéntrico, influencia de la madre...
Ana se echó a reír. Ella no era en absoluto maternal. Actuaba con sus hijos de la misma manera que actuaba con sus conocidos o subordinados, frecuentando a aquellos por quienes sentía simpatía y dejando más o menos de lado a los demás. Rodrigo la aburría.
–¡Influencia de la madre! Rodrigo no sabe siquiera lo que es eso, Felipe. Y os prometo que ese chico vivirá a su manera.
–Como sabéis, desapruebo vuestras teorías educativas, Ana, por eso quiero tener a los niños cerca.
–No puedo evitar recordaros –repuso ella– que si los chismosos de Madrid oyeran el tono en que decís eso, sin duda revivirían cuentos antiguos, Felipe.
Él la observó con intenso placer, que trató de disimular.
–Los chismosos de Madrid. Esa es la última razón que me hace desear que salgáis de vuestro escondite.
–¿Por qué? ¿Es que se les ha acabado el material escandaloso?
–Al contrario. En serio, Ana. Sois la portadora de la tradición de una gran familia, tenéis deberes que creo podrían calificarse de impersonales. Y uno de esos deberes es vivir a la luz, como hija y madre de grandes casas españolas.
–Eso ya lo hice y no gustó.
El rey ahogó una risita.
–Pero lo otro tampoco gusta, querida niña.
–Pero... entonces... –Estaba realmente desconcertada.
–Se dicen unas cosas de vos, Ana, que no podemos permitir que se digan.
–¿Por ejemplo?
–Bueno... –dijo él riendo y la miró con profundo cariño para suavizar el daño que podían causarle sus palabras–, unos dicen que desde que murió Ruy habéis perdido el juicio, que estáis loca. Otros que sois una miserable y maltratáis a vuestra familia y a vuestros criados. Algunos dicen incluso, creo, que estáis muerta, Ana. Que yo os hice asesinar por alguna extraña razón. –Hizo una pausa y fijó la vista en el fuego.
Ana supuso que estaba pensando en Isabel de Valois y en su hijo muerto, Carlos.
Alargó el brazo y le acarició ligeramente la mano, con compasión.
–Felipe, Felipe, ¿todavía os importan las cosas que dicen?
Él no le respondió. Su mirada era fría y dolida en tanto contemplaba el pasado, o quizás el futuro, pues Ana se imaginó que estaría arengando a la posteridad, insistiendo en que era virtuoso, tanto en su calidad de hombre como en la de rey.
Volvió a apoyarse en el respaldo de la silla y lo observó. Lo hallaba interesante en aquella entrevista, como siempre que se habían visto.
Ana nunca había salido de España, ni de Castilla, pero desde su infancia y hasta la muerte de su esposo, estaba acostumbrada a conocer a los españoles más distinguidos de la época, así como a los extranjeros famosos que pasaban por la corte española. Sin embargo, muy pocos causaban siquiera una fugaz impresión, y ninguno que no estuviera emparentado con ella era vagamente recordado tras su marcha. Excepto aquel hombre, Felipe, el rey.
Lo conoció cuando era pequeña, a los once años. Solía cabalgar con su padre por el bosque del Retiro, cerca de Madrid, que era por entonces un pueblecito que el emperador había puesto de moda con la idea de que su clima era bueno para su salud. Felipe, el príncipe, también montaba a veces por allí y en una o dos ocasiones detuvo su caballo para charlar con el conde de Mélito. Cada vez que lo veía estaba acompañado por el mismo hombrecillo delgado, moreno y gracioso, Ruy Gómez de Silva, que desagradaba a su padre, según éste declaraba, pero a quien siempre saludaba con particular cordialidad. Ana escuchaba las breves palabras de cortesía que se cruzaban, en las cuales, naturalmente, no se esperaba que participara, y le gustaba oír el llano tono extranjero en contraste con la seca ironía castellana de su padre. Era como el jugueteo de las olas soleadas contra las rocas, y le sorprendía que algo portugués pudiera tener tanta gracia.
Pero era el propio príncipe el objeto de sus miradas. Para una niña de once años, un hombre de veinticuatro que ya era padre y viudo había de resultar viejo y fuera del alcance de su simpatía, pero este Felipe –dijeran lo que dijeran de sus preocupaciones y obligaciones– no era más que un muchacho en una jaca. Decidió que prácticamente era de su edad y, si no fuera el heredero al trono, podría haber hablado con él igual que con sus primos de Guadalajara y Toledo. Y quizá de mucho mejor grado, pues lo encontraba más atractivo que a ellos.
Tenía los ojos azules y el cabello muy claro. Era la primera persona rubia que veía Ana en su vida. Su mandíbula excesivamente prominente –de la cual, al igual que de la de su padre, había oído mofarse a sus parientes– le chocó al principio por la dureza de sus líneas, pero también se dio cuenta de que le daba al rostro un aire de resentimiento y reserva que le agradaba y que, cada vez que lo veía, reforzaba su impresión de que era joven, con lo cual quedaba, pues, diferenciado de los otros dos, que indiscutiblemente eran adultos.
Años más tarde Felipe rió encantado al oír el relato de la impresión que había causado a una niña pequeña en el Retiro en 1551. Por su parte, él apenas era consciente de su presencia en aquellos encuentros; en su mente ella no era entonces una persona sino más bien una importantísima pieza en su complicado plan de recompensas y promociones. Matrimonialmente, era el mayor premio de España y quería reservársela a su amigo fiel, Ruy Gómez. Aquél era el principal motivo, según le dijo, de las cordiales charlas con su padre.
A cambio de esta confesión de Felipe, Ana no le contó nunca –por miedo a que lo usara para herir a Ruy– que cuando a los trece años comenzó a percibir algunas murmuraciones inconexas que circulaban por la casa de su padre sobre su futuro destino y la magnitud de los preparativos que había que hacer, cuando oyó que el nombre del príncipe surgía una y otra vez en los solapados comentarios sobre compromisos, cuando los criados guiñaban el ojo y las dueñas y preceptores cuchicheaban hipócritamente sobre el favor real y los regalos reales, llegó a la conclusión, sola y sin hacer preguntas, de que había sido elegida como segunda esposa de Felipe. Le pareció muy buena idea. Sabía suficiente historia y era una castellana suficientemente fanática para creer que nada favorecería más los derechos morales y temporales de Felipe en la Península que el matrimonio con una Mendoza. También sabía que, por su nacimiento, ella habría de casarse de conformidad con los intereses de la familia, de modo que consideró una suerte que tales intereses la relacionaran con un muchacho rubio en lugar de con un noble sobrio y barbado de Andalucía o Santander, como les había sucedido a algunas de sus primas. Y soñando con una fuerza que habría de ser siempre característica en ella, se preparó con íntimo placer para recibir la difícil tarea de ser la reina de España. Pero nadie llegó a saber que aquella niña quedó sorprendida y molesta cuando descubrió que sólo le pedían que fuera esposa del secretario de Estado favorito de Su Majestad.
En junio de 1552, Ana celebró su duodécimo aniversario. Antes de que llegara la Navidad de ese mismo año, su madre le habló del matrimonio que le estaban preparando. En abril se firmaron en Madrid las capitulaciones y pocos días después, en la capilla de la casa que tenía su padre en Alcalá de Henares, la niña, que todavía no había cumplido los trece años, se casó con el secretario de Estado, que contaba treinta y seis años de edad.
El príncipe Felipe se trasladó desde El Pardo para asistir a la ceremonia y honrar así a su amigo, Ruy Gómez. Años después le dijo a Ana que tenía la impresión de que con anterioridad a ese día no la había visto nunca.
Las capitulaciones matrimoniales constituyeron una transacción importante, casi un tratado menor. Fueron a la vez formales, provechosas y sacramentales, como tenían que ser todos los actos destacados de los Mendoza; pero también constituían una sugestiva promesa terrenal, puesto que el novio era el hombre de Estado mejor dotado y más estimado del séquito de Felipe. Los dos participantes recibieron abundantes regalos, dinero, tierras y títulos; ello satisfizo tantas de las petulantes ambiciones del príncipe de Mélito que casi se olvidó de que su yerno era un advenedizo cuyo abuelo portugués había sido un don nadie de la escolta de la infanta Isabel. Y estaban tan bien concebidas, pues ponían su verdadero y elevado precio a la sangre castellana pura, que el padre de la novia pudo considerar con indulgencia una cláusula que, por ser nueva, le parecía ligeramente ofensiva, la cual garantizaba que el matrimonio no se consumaría hasta transcurridos dos años de la fecha de su sanción formal; una idea recién inventada e innecesaria, pensó don Diego en tanto la dejaba pasar.
Pero el novio hubo de esperar más de seis años hasta que se produjo la consumación. Al ponerse el sol del día de la boda, agotados los vinos y echada la bendición, se despidió de Ana y partió con Felipe a El Pardo, para lanzarse con el mismo afán de siempre a las tareas gubernamentales de asuntos exteriores a que ambos se dedicaban con incansable celo. Nápoles, Francia, el Papado, el sultán Solimán; hablando de todo ello, seguramente, en tanto ascendían por los pinares, olvidarían que aquel día había comenzado con una nueva boda. Pronto se iniciaron los preparativos de la que habría de unir a Felipe con María de Inglaterra. Los dos marcharon a su debido tiempo, uno a Inglaterra y el otro a los Países Bajos. Cuando regresaron, Ana era una joven de veinte años que llevaba un parche negro en forma de rombo sobre la cavidad del ojo derecho. Ruy, cuyas sienes se habían cubierto de gris, se había ganado una merecida fama europea en el terreno de la diplomacia y era más que nunca el secretario preferido de Felipe. Y Felipe era rey de España y había enviudado de nuevo.
ron a amar aquel lugar. El rey, complacido con lo que haPastrana. Sin embargo, a lo largo de toda su vida hubo de so