Nota del transcriptor
Nota del corrector a la 2ª edición
Prólogo
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Epílogo
La herencia de
don Emiliano
Juan María de Prada
La herencia de don Emiliano
Segunda edición: Noviembre, 2018
© 2018, del texto Juan María de Prada.
© 2018, de la edición, maquetación y diseño Libros Indie.
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ISBN: 978-84-17721-15-2
Para Auxi, Miguel, Pablo y Estela.
Querido lector, este libro que tienes en tus manos es la obra de un escritor desconocido que el azar me entregó y yo recibí como regalo de los hados benéficos.
La historia que cuenta, mitad crónica periodística, mitad ficción, es una alegoría sobre lo que los españoles somos y podríamos llegar a ser; oportuna hoy más aún si cabe, porque aborda asuntos de tanta actualidad como la felicidad, el idealismo, el amor, la infamia, la avidez, las malas artes en la política y la bondad para conquistar el cielo. El relato, unas veces sosegado, y otras, vehemente, puede resultar a veces inverosímil, pero contiene tanto humor e ironía, tanta sagacidad e ingenio, que su lectura, por más que placentera, resulta instructiva.
No es baladí referir cómo, cuándo y dónde lo encontré, pues las circunstancias que acompañan al azar nunca son deleznables, e influyen tanto en las personas como en las cosas, ejecutando el inexorable destino que la diosa Fortuna les haya reservado. Destino, que si para mí tal vez no sea otro que el de humilde difusor, para esta gran obra sin duda será el de procurar gozo y disfrute a los curiosos lectores, porque en ella descubrirán la más certera, hilarante e irónica metáfora de la actualidad.
Me disponía a salir a navegar con unos amigos una reluciente mañana de domingo, cuando el falso techo del maletero de mi vivienda se abrió y descubrió el tesoro que celosamente guardaba. Fuera por el exceso de peso o por la fragilidad de la estructura, la techumbre se resquebrajó y me alertó sobre la necesidad de una reforma que había dilatado para un tiempo de menor obligación. Forzado por el inesperado accidente, abrí el postigo del maletero y lo vacié de los trastos que había ido almacenando en los cuatro años que llevaba viendo en el piso. Pantallas, candelabros, ventiladores, cables, cajas, mantas y calzado, además de varias maletas y bolsas de viaje, atestaban el espacio que el arquitecto había diseñado con función de trastero. Liberado del peso que provocó la grieta, reparé que al fondo del zulo había una pila de folios grapados y algunas estragadas hojas sueltas. Observé que constituían un texto escrito a mano y a máquina, con numerosas tachaduras y anotaciones entre líneas. Impelido por la curiosidad, me senté sobre la maleta más grande y ojeé aquel libro deslavazado y sin lomo, junto a los folios sueltos, que el polvo había cubierto de una pátina amarillenta. Advertí que tenía las páginas numeradas. En la primera, con el número 2, aparecía el título en bastardilla y trazo grueso: La herencia de don Emiliano. La última llevaba el dígito 489, pero enseguida comprobé que, además de la primera, faltaban numerosas páginas. Por suerte, estas últimas correspondían a las hojas sueltas que había encontrado; con lo que, al estar todos los folios numerados, no me fue difícil ponerlos en su sitio y recomponer el manuscrito. Imaginé que el nombre del autor figuraría en la página que aún faltaba, por lo que escruté de nuevo el maletero por si hubiera quedado allí, pegada a las paredes o estrujada en un rincón como deleznable detritus. Pero mi intento fue vano. Guardado en la página fatalmente perdida en algún trasiego o descuido permanecía el enigma del autor.
Comencé a leer el manuscrito como el que se adentra en un ámbito privado, el de la imaginación de una persona que está dispuesta a escribir sus fantasías pero no se atreve a publicarlas. Instigado por la curiosidad, leí los primeros folios con diligencia, aunque debo confesar que su lectura no me resultó fácil, dadas las múltiples correcciones, tachaduras y rasgados que presentaba. Pronto me percaté de que se trataba de una novela sobre la felicidad, el amor y la política, cuyo autor imaginé periodista, dado el protagonismo de la prensa en el enredo. Comprendí que me llevaría varios días terminarla, por lo que decidí pergeñar un pormenorizado plan para conseguirlo. Pero mi cálculo pecó de ligereza. No fueron días, sino más de cinco meses lo que tardé en corregir y pasar a limpio el emborronado y lacerado manuscrito. Sin embargo, lejos de mí la más mínima queja o enojo, pues el resultado no ha podido ser de mayor ventura y regocijo.
Mientras rehacía el manuscrito, traté de desvelar el enigma de su autoría y pregunté a los anteriores propietarios si conocían su existencia o podían darme alguna pista sobre un escritor que hubiera vivido en la casa. Para mi sorpresa y desconcierto, nada sabían de la obra y menos aún de su anónimo autor. Ya mayores, me aseguraron que, aparte de mí, el piso no tuvo más propietarios que ellos, pues lo habían adquirido de nueva construcción veinte años atrás, y ni habían tenido hijos, ni sobrinos o ahijados a su cargo. Con lo que el misterio del manuscrito y de su autor permanece aún hoy velado, aunque no su propiedad, que me corresponde en virtud de la cláusula 1 de las estipulaciones del contrato de compraventa. En esta cláusula se especifica que el comprador, es decir yo, adquiere el inmueble “como cuerpo cierto”, con todos los materiales y valores muebles que contenga. Por lo cual entiendo que al no disponer el manuscrito de una firma que su propiedad reclame, ni autor que la requiera con prueba veraz, me pertenece de modo absoluto en calidad de propietario, siendo yo autor tan sólo de su transcripción y restauración.
Debo decir que en este laborioso trabajo me ha guiado la más escrupulosa fidelidad, transcribiendo las correcciones y desechando las tachaduras, sin modificar su estilo ni añadir una tilde o una coma al texto. Si me he equivocado y el autor vive, aceptaré con gusto sus enmiendas. Pero ni me siento ladrón ni plagiario, pues si por ley su propiedad me pertenece, lejos de adjudicarme su autoría o profanar su singularidad, sólo intento darlo a conocer con la mayor probidad y exactitud, para que sirva a los lectores y su provecho.
Tras la excelente acogida de la primera entrega, medité la posibilidad de proponer al editor la publicación de una segunda tirada, para que aquellos que acudieron a las librerías cuando se habían agotado las existencias, pudieran tener la oportunidad de disfrutar también de su lectura. Había decidido enviarle una carta con la propuesta, cuando recibí una llamada turbadora. El anónimo, que no quiso identificarse, aseguró ser el autor del manuscrito. Para avalar su afirmación, me aportó tal cantidad de detalles sobre tachaduras, correcciones y anotaciones entre líneas, que si bien no terminaron de convencerme, dejaron en mí la simiente de la duda. Si no era el autor, al menos tenía que haber ojeado el manuscrito, por lo que volví a indagar en los antiguos propietarios de mi vivienda, con parecido resultado a la anterior pesquisa. Nada podían aclararme porque nada sabían del extraño manuscrito, ni de su autor o de sus posibles lectores previos a la edición.
Confuso, aunque ilusionado, me cité con el anónimo interlocutor para comprobar la veracidad de sus afirmaciones y entregarle, acaso, lo que le pertenecía. Tras los pertinentes saludos, me explicó las razones del extravío y el profundo malestar que le había causado durante años. Electricista de profesión, debió dejarlo en el trastero de mi vivienda cuando preparaba la instalación del edificio, varios lustros antes de que yo lo encontrara. Había sido una creación de juventud, me dijo. Desde entonces no había vuelto a escribir, tal vez desilusionado por su pérdida o rendido por el esfuerzo.
Quise entender su abandono y le referí los motivos de mi actuación: como la novela me había encantado, me pareció oportuno ofrecérsela al lector para su disfrute. Contra lo que imaginaba, no percibí en él indicio de reproche alguno, ni intención de reclamar el protagonismo que le correspondía. Con una actitud generosa y sagaz, me confesó su más sincero agradecimiento por mi trabajo, así como el júbilo que le produjo conocer su publicación, a pesar de las faltas. Convencido entonces de su autoría, le propuse sacar una nueva edición con su nombre y las correcciones pertinentes. No se opuso a esta segunda propuesta, pero sí a la primera. A pesar de mi insistencia, reiteró su deseo de que la novela continuara siendo anónima, porque pensaba que de este modo provocaría un mayor interés. Sin embargo, recababa mi participación en la revisión y corrección y de ulteriores ediciones, si no tenía inconveniente.
Tanta humildad y desapego generó en mí un prudente regocijo, pues más allá de su legítima renuncia al reconocimiento popular, me ofrecía el privilegio de corregir entre ambos el texto que me había embaucado y expurgarlo de cuanto trivial o excesivo pudiera contener. Ajeno al menor reparo de vanidad, argumentaba que una cuidadosa revisión mejoraría sin duda la novela, convirtiéndola en un producto más ligero y atractivo para el público mayoritario.
Esta segunda edición, corregida y depurada, es pues, a pesar de todos los errores y desaciertos, el resultado de meses de afán compartido entre el autor y su transcriptor casual —devenido ahora en solícito corrector—, con el único y benigno propósito de ofrecer un texto que aporte mayor gozo y provecho a quien se asome a sus páginas. Juzgue el curioso lector si lo hemos logrado.
Son las nueve de la mañana. El carillón de la torre florentina del Ayuntamiento acaba de tañer los nueve gangs. Desde el cielo azul un sol cegador calienta la plaza, produce destellos en la cúpula dorada de la alta torre y refracta sobre el perfil de los tejados arabescos de vaho, mientras un suave viento de levante mece las espigadas palmeras y tremola las hojas de los álamos, de los falsos plátanos, de las acacias. Entre el denso follaje miles de pájaros revolotean y entonan en alegre orfeón una sinfonía de píos que, sin embargo, apenas se escucha sobre el asfalto, rebosante del ruido urbano. El epicentro político y comercial de la ciudad reverbera con el sonido de los motores, el golpeteo de las máquinas perforadoras, las voces de loteros y mercachifles y el estampido de algún petardo olvidado de la última fiesta. Despreocupada y confusa, una multitud se agolpa aquí y allá, zigzaguea entre el atasco de los vehículos y la colorida alternancia de los semáforos, se adueña con mansedumbre de la plaza. Junto a los puestos de los vendedores, alrededor de trileros y titiriteros, ante los numerosos bares y cafeterías que la jalonan, se forman corrillos en animada puja y conversación, en los que la novedad y el reclamo movilizan y atraen a los curiosos en un ir y venir sin aparente descanso ni fatiga. En fin, un día normal, atareado, vivaz y bullicioso como de costumbre, en la muy laboriosa y próspera ciudad de Avidicia, capital española del naciente “donde siempre luce el sol”, como pregona con orgullo su eslogan promocional en muros, fachadas y farolas. Sí, un día normal para la mayoría de los vecinos, ignorante de la conspiración y conjura que está a punto de estallar en el interior del Ayuntamiento, pero no así para los sediciosos, un pequeño pero arriscado grupo de concejales que ha decidido estrujar al alcalde contra las cuerdas.
Hace una hora, El Heraldo, uno de los periódicos locales, salió a la calle con los resultados de una encuesta de opinión sobre las próximas elecciones municipales. En ésta, se da por segura la derrota del Partido Reformista (que en este momento tiene la mayoría absoluta), al no alcanzar el 25% de los sufragios, y se anuncia como futuro vencedor el pequeño Partido Democrático, al que se le asigna un 42% en la intención del voto. Además, se remarca un importante descenso en la valoración popular del joven alcalde y líder reformista, Adolfo Cabezas, así como el respectivo ascenso de su principal adversario, el anciano Jorge Llorens, inveterado opositor y jefe de filas del democratismo. De ser cierto el pronóstico, se trataría de un verdadero terremoto electoral. Treinta años de hegemonía reformista municipal se irían al traste, permitiendo la alternancia de los eternos aspirantes.
Sea o no verosímil, la encuesta no ha pasado desapercibida para los notables del Partido Reformista, entre los que ha causado inquietud y malestar. Como es habitual, a ninguno se le ocurre achacar los insólitos resultados a la deficiente gestión de los recursos públicos, que ha provocado en los últimos meses diversos episodios de alarma social. Reiteran los más críticos que esas deficiencias ya han sido olvidadas, o en todo caso aludidas a título de inventario, y señalan como posibles causas del anunciado debacle los escándalos rosa o la mala imagen de algunos familiares o personas cercanas al equipo de gobierno. La reaparición pública del antiguo concejal de Fiestas como travesti en un cabaré de la ciudad; las amistades peligrosas entre la mujer de un edil y un conocido y detestado constructor; la opaca contratación del servicio de autobuses urbanos por el cuñado del director de la agencia municipal; y por encima de todo, el supuesto fraude en una ONG financiada por el Ayuntamiento y presidida por la esposa del alcalde, Liliana Fourquet, que junto a la falta de transparencia y el despotismo utópico que atribuyen al joven regidor, habrían terminado encrespando los ánimos y colmado la gota de la paciencia ciudadana.
Como en anteriores asuntos, el periódico que ha destapado la primicia es El Escándalo. Con grandes titulares en su portada y dedicación de las primeras páginas, lleva varios días dándole pábulo a bombo y platillo. Malversación, desfalco o cohecho son algunos de los calificativos con los que el periodista que firma la crónica intenta definir un comportamiento sin duda delictivo, mientras aventa rumores sobre supuestos líos de faldas entre bambalinas. Al parecer, una partida de varios millones de euros destinada a la construcción de una escuela y un hospital en el lejano país de Ghana, habría sido desviada hacia otros destinos menos solidarios y más opacos. Con premeditada estrategia, mantiene el enigma sobre sus posibles beneficiarios, pero ya señala la responsabilidad directa de Liliana Fourquet y de Franc Vendrell, el contable de la citada ONG, entre los que insinúa un apasionado romance.
Hoy, el resto de la prensa y de los medios audiovisuales se hacen eco de las sucesivas entregas del enredo rosa y político. Algunos periodistas afines al partido del Gobierno se alarman y asumen por cierta la denuncia; mientras otros, sin filiación, apenas se extrañan, acostumbrados al trasiego de millones que como agua pútrida desborda desde hace años los albañales del poder. No ocurre lo mismo con la clase política, entre cuyos miembros la noticia adquiere tintes dramáticos. Mientras la oposición se ha apresurado a reclamar un pleno para debatir el asunto, algunos concejales del equipo de gobierno han decidido no esperar más y pasar a la acción. Ha llegado el momento de saldar las cuentas pendientes y removerle el sillón al joven alcalde, refractario a la crítica social por la inocente asunción de los errores y protegido de la política por el paraguas de una mayoría absoluta con disciplina de voto. Argumentan los más críticos que es perentorio dirimir cuanto antes las responsabilidades políticas, para que el “dudoso comportamiento de algunos”, no contamine el prestigio del partido y eche por tierra su acendrado patrimonio de honestidad y sacrificio. Aunque no todos coinciden en la importancia de la alarma social generada, las diferencias se desvanecen cuando se trata de señalar al responsable. Adolfo Cabezas, el alcalde fortuito, el sucesor impuesto por el viejo don Emiliano, es sin duda el culpable. El doloroso y humillante recuerdo de una insólita transmisión de poderes, de un inaudito testamento político, reverbera en la memoria de los agraviados, dolidos aún por la befa de una decisión incomprensible. En la fría penumbra de su agonía, desde la indiscutible autoridad de su voluntad, emergía el provecto líder de las parcas sombras con un atisbo de lucidez y sarcasmo.
—Adolfo, tu serás mi heredero —dijo señalando con mano temblorosa pero imperativa al más joven de los presentes—. Tú traerás la paz y la concordia a nuestro partido y a nuestra querida ciudad. Tú puedes hacerlo —aseguró con voz quebrada momentos antes de exhalar el último suspiro.
Durante meses, aquel imprevisto testamento, insólita afrenta a la veteranía y desprecio de las consensuadas reglas de la alternancia, golpeó la conciencia de los dirigentes desplazados, su lealtad sin fisuras y su obligada discreción a la espera del momento idóneo para restablecer la justicia. Y ese momento ha llegado.
Como una piña, entran los sediciosos en el Ayuntamiento con resuelto afán reparador. Saben de sobra que no es el lugar ni el momento apropiado para reclamar una demanda partidaria o redimir agravios insatisfechos, pero los ánimos están muy exaltados, y la voluntad es tan firme, que ya no hay tiempo para la espera. ¡Se trata de salvar al partido y a la ciudad! ¡Si no acepta la dimisión por las buenas, tendrá la destitución por las malas!
Raudos, suben la amplia escalinata de mármol que da acceso a la planta principal, donde se encuentra el despacho del regidor. Un gesto indómito armoniza sus rostros de indignación y rabia, tantas veces contenido durante el largo periodo de hegemonía política. Tintinea a su paso la enorme lámpara de lágrimas de la bóveda como cascada de cristales, mientras el sonido de la calle se torna ahogada resonancia de voces y ecos.
Con paso enérgico, avanzan en línea a través del amplio pasillo iluminado por la luz de los grandes ventanales del patio central. Su airada actitud, que recuerda las marchas de los desheredados decimonónicos, contrasta con su moderno aspecto de pulcros gestores: rostros pulidos de cuello acorbatado, cabellos tiznados de brillantina, pliegues acrílicos de blanco marfil y crema tostada; la última moda del usufructuario público de abolengo. Ariete central de la comitiva, Joan Gisbert, el concejal de Seguridad y Movilidad, camina un paso adelantado en señal de liderazgo y mando. A su derecha, Ignacio Cabestany, el encargado del Urbanismo, tiene las mandíbulas prietas y los puños cerrados; es un eterno segundón, pero aspira a ser primus inter pares. A la izquierda del líder, Enrique Gallart, el responsable de la Hacienda; sólo quiere cuadrar las cuentas y que el inevitable déficit no se dispare; sólo aspira a restablecer la cordura perdida y no perder el cargo en el intento. Un paso atrás, Guillermo Pitarch, el concejal de Comercio y Turismo, tal vez más relajado, pero no menos decidido y osado que los anteriores, reclama también justicia y reparación. A su derecha, Jaime Blasco, el concejal de Cultura, siempre atento a la diatriba, siempre embrollador de causas y efectos, apoya sin fisuras a sus compañeros y comparte sus duelos y afrentas. A su izquierda, la suspicaz Olga Sánchez, encargada del Bienestar Social, es la más moralista y exigente; protectora de los más débiles, su compromiso no tiene precio.
En la rendija de la puerta aparece el secretario del Ayuntamiento, Onofre Benagues, con cautela de avezado funcionario. De cuerpo enteco y rostro afilado, unas lentes de círculos concéntricos cubren sus ojos. Tiene aspecto de burócrata perdido entre legajos, más dado a la corrección de comas y puntos, a la generación de recursos y documentos, que al perfil de un estratega político. Ante él, los seis conjurados aprietan los puños.
—Queremos hablar con Adolfo —dice el concejal de seguridad, conteniendo la rabia.
El secretario echa una ojeada al grupo. No muestra sorpresa, los conoce bien. Sabe de sus pesares y ambiciones, de su inagotable resentimiento, de su doliente agravio.
—Siento deciros que en este momento no está en el despacho. Tal vez venga más tarde.
Pero el gesto de los conjurados es inequívoco, y Onofre lee en sus rostros el odio antes que la lengua pueda tamizarlo.
—Tenemos que tomar decisiones urgentes —insiste Gisbert—. No podemos seguir ni un minuto más en este estado.
El viejo secretario parpadea cínico. Son más de treinta años aconsejando, cubriendo las espaldas del líder, truncando las celadas de segundones y arribistas malparados. Más de treinta años abortando conflictos, decantando prudencia, sorteando zancadillas...
—No te comprendo. ¿A qué te refieres?
En vano intenta aclarárselo Gisbert, pues esta protesta ya había reposado en las cábalas del secretario, que parece estar al tanto del guion urdido en contubernio.
Mientras los concejales rebeldes expresan su malestar, Onofre observa sus rostros desencajados. Más allá de la justicia o probidad de las críticas, su obligación es evitar cualquier tropiezo a su joven alcalde. Sabe de su fragilidad, de su inconsistencia, de su ingenuo idealismo, pero es fiel a la promesa que hiciera a don Emiliano en su agonía: respetará y hará respetar su testamento.
—Os veo un tanto nerviosos. Permitidme que os haga una llamada a la serenidad.
—¿Serenidad? —protesta Gisbert, mientras le muestra la portada de El Escándalo—. Esto es la gota que colma el vaso.
Como quien está al cabo de la noticia, Onofre ojea con desgana el periódico. En la portada, encima de la fotografía de la mujer del alcalde acompañada de un joven apuesto, figura el siguiente titular:
“UN ASUNTO DE FALDAS PODRIA ESTAR DETRÁS DEL FRAUDE MILLONARIO”.
Al pie, un breve texto explicativo:
“El desvío de los millones de ayuda solidaria a los niños de Ghana quizá tenga insospechados beneficiarios. Al parecer, Liliana Fourquet y Franc Vendrell comparten algo más que despacho. Los lectores pueden comprobar en la fotografía que publicamos, la simpatía y afecto que parecen unir a la presidenta y a su contable.”
El concejal de seguridad pregunta al secretario si cree que con esta noticia pueden permanecer impasibles.
—¡Llevamos ocho meses aguantando con serenidad y estoicismo espartano la injuria y el oprobio! —se lamenta mientras dobla airado el periódico—. Ocho meses sin que hayamos levantado la voz, ni mostrado la menor discrepancia para no perjudicar al partido. Ocho meses mordiéndonos los labios para que no se nos tache de traidores o desleales. ¿Y de qué nos ha servido? De nada, por no decir de mucho, pero todo malo. Nuestro silencio ha servido para que cunda la crítica fácil y demagógica. Para que la querida esposa de nuestro alcalde sirva de excusa al oprobio. Para que se expanda la duda de la corrupción sobre las instituciones que gobernamos y sobre la honorabilidad del partido y de todos los reformistas...
El viejo secretario hace un gesto de comprensión y replica que la hipérbole ofusca el pensamiento.
—¿Hipérbole? —interviene Cabestany—. ¿Te parece hipérbole un millonario desvío de fondos? Más bien diría que esto no es más que el preámbulo.
Asegura el secretario que la noticia tiene aspecto de calumnia, y su indiferencia impostada exacerba el ánimo de los reunidos. ¡Cómo se atreve a despreciar la evidencia! ¿Acaso cree que es más listo y avisado que los demás? Todos coinciden en el tremendo perjuicio de la noticia, pero no terminan de aquilatar el daño. Blasco dice que es una ignominia, y Olga reitera con Gisbert, que la acusación no sólo denigra al Ayuntamiento sino al partido en su conjunto. Pero es Gallart quien dictamina pesimista:
—¡Un verdadero desastre! ¡Una ruina!
Como responsable de las finanzas municipales, su nefasta apreciación pesa como una losa en el ánimo de los amotinados. Nadie como él sabe traducir en la práctica dineraria el significado de un suceso adverso. Ninguno le supera en cuanto a desgranar las consecuencias económicas de los escándalos sentimentales o políticos. Sin embargo, Gisbert no quiere que el encuentro se diluya en aciagos augurios o fantasías horrendas. Hay una realidad palpable, un pronóstico racional, un futuro previsible y desagradable, y a esa realidad hay que enfrentarse con valentía. Ha llegado la hora de la acción.
—¿Y aún nos pides serenidad? —insiste—. ¿Serenidad, para qué? ¿Para tirar por tierra todo el trabajo realizado durante años? ¿Para malgastar la herencia laureada de sufrimiento y tesón? ¿Nos pides serenidad para decirle a nuestra gente que sus ansias de justicia y de igualdad ya no tienen cabida en nuestro partido, que no puede confiar en nosotros, que hemos dejado de ser su esperanza y su refugio, que somos como todos los demás? ¿Es eso es lo que nos pides?
La vehemencia del concejal de Seguridad no parece afectar al secretario. Su expresión comprensiva quiere mostrar una posición templada, más allá de las fútiles contrariedades o los infundios de la prensa.
—¿De verdad creéis que esta patraña puede ser cierta?
—Déjate de preguntas retóricas, Onofre —le corta Cabestany—. Sea o no cierta la noticia, el daño ya está hecho.
—Aunque la información sea falsa, Adolfo ya está quemado —afirma Blasco—. Al menos no ha sabido elegir bien a sus colaboradores y pagará con su prestigio y el nuestro.
Las voces y los argumentos se solapan, se imbrican, se complementan. Asegura Cabestany que si esperan unas semanas más, no habrá remedio, y Pitarch sentencia que el pueblo tarda en reaccionar, pero es sabio y a la postre no perdona.
—Es nuestra responsabilidad corregir el error antes de que sea demasiado tarde.
Onofre mira por la ventana hacia la plaza. Allí abajo, remolinos de gente se apelmazan frente a unos titiriteros de leyenda, la mesa de un trilero o un vendedor de milagros. La cabra de los zíngaros asciende por una escalera hasta su cima al son de una flauta, mientras un faquir lanza volutas de fuego sobre las cabezas de los curiosos y su ayudante pasa la pandereta a modo de gorra. Jugadores de azar y vendedores de suerte concitan también la atención de los vecinos, que escuchan sus acertijos y ofertas con delectación. ¿Dónde se barrunta, siquiera, la alarma social? ¿Dónde, el veredicto de culpa?, se pregunta. ¡Vecinos de Avidicia, despertad de vuestro letargo! ¡Una facción de lobos con aire de cervatillos quiere ciscar vuestra voluntad soberana! ¡No permitáis que embustes y habladurías malbaraten vuestro sueño!
—Citas al pueblo con ligereza —le corrige—. El pueblo es mucho más sabio de lo que piensas. El pueblo no se deja engañar por bulos o libelos.
Les recuerda Onofre los treinta años que el reformismo gobierna la ciudad por el favor del pueblo, primero con don Emiliano, y ahora, con Adolfo, su legítimo y joven sucesor, que ha sabido encarnar las virtudes reformistas de igualdad, solidaridad y justicia. A pesar del poco tiempo que lleva como alcalde, ha sido muy bien recibido por la gente sencilla, por el pueblo más olvidado, les dice. “Preguntad, si no, a nuestros vecinos en la calle, en los mercados, en las fábricas, y sabréis de verdad sus preferencias.” A ellos no les engañarán con burdas patrañas reaccionarias. “Porque Adolfo representa la continuación del legado de don Emiliano, y las intoxicaciones de El Escándalo y otros medios amarillistas no les van a afectar”, asegura. La reacción se volcará en las cercanas elecciones para desprestigiar a su líder; pero por más ataques que le dirijan, por más infundios y calumnias que se inventen, no lograrán quebrar la confianza que el pueblo tiene en el reformismo. Ni lo han conseguido en treinta años, ni lo van a conseguir ahora.
Los rostros de los conjurados apenas se inmutan por el panegírico. Habituados están a los discursos laudatorios, a la fidelidad inquebrantable, a las llamadas a la unidad contra el enemigo exterior cuando urge acometer deficiencias internas. Conocen bien la táctica de oponer lealtad y altruismo propios a división y egoísmo contrarios. Pero esta vez el interés particular se alza inmune frente al dogma ideológico o la estrategia partidaria.
—Todo eso ya lo sabemos —replica Cabestany con ira—. Demasiadas veces hemos soportado este discurso con disciplina y obediencia. —Desdobla un ejemplar de El Heraldo con indignación contenida—. En este caso, no es sólo la prensa reaccionaria, Onofre. Aquí tienes la nuestra.
En primera página, con grandes caracteres, el rotativo titula:
“SI HOY SE PRODUJERAN LAS ELECCIONES, JORGE LLORENS SERÍA EL NUEVO ALCALDE”.
A continuación, junto a un cuadro sinóptico sobre los porcentajes y un algoritmo de las estimaciones de voto, aparece el siguiente texto:
“Según el estudio de Scopia, si hoy se celebraran las elecciones, el Partido Democrático obtendría el triunfo con un abultado margen de más del 17% sobre el Partido Reformista. Los analistas no aciertan a comprender las causas de semejante vuelco electoral, pero las cifras cantan. Nadie podría imaginar hace unos meses que el anciano Jorge Llorens pudiera aventajar al joven Adolfo Cabezas en las preferencias políticas de nuestros vecinos. Era difícil sospechar que la inmensa herencia política atesorada por don Emiliano pudiera esfumarse como evanescente favila en tan corto espacio de tiempo...”
Con aparente asombro, como si no conociera la noticia, el secretario ojea el titular del periódico afín. A primera hora ha leído la prensa y, por supuesto, conocido el falaz sondeo, pero no termina de entender quién puede estar detrás de la patraña. Desde el Ayuntamiento siempre han tenido un trato preferente hacia el rotativo. Su director, Humberto Cardona, era amigo personal de don Emiliano, y apoyó sin titubeos el proceso de sucesión. No entiende esta puñalada traidora a escasas semanas de las elecciones. Sus editoriales han sido siempre elogiosos hacia la labor renovadora de Adolfo Cabezas; renovación más que necesaria tras los treinta años de mandato de don Emiliano. Hace dos meses, la misma Scopia le daba un alto índice de popularidad. Aseguraba entonces que estaba diez puntos por encima de su rival. Y ahora este vuelco... Quieren tumbar a su joven alcalde, y los tiros no vienen del enemigo...
—Es necesario tomar decisiones urgentes —insiste Gisbert con actitud dialogante—. No hemos reaccionado con diligencia en asuntos que implicaban gravemente a nuestro partido. Y ahora, aquí tenemos el resultado.
El secretario entorna los ojos, condescendiente.
—Hay que usar la razón —dice—. El pánico nunca es buen consejero.
Pero no parece ser la razón el ámbito donde anida la templanza de los amotinados. Su fundamento reside en la ambición, y ésta no va a lomos de la prudencia, sino de la audacia. Prudencia y audacia, dos corceles que el político debe manejar con pericia si no quiere ser arrastrado por la furia del particular egoísmo.
—Vosotros diréis —propone el secretario.
Por un momento los facciosos se quedan callados. Hay tensión en sus miradas, determinación e inquina. Han acordado la petición, pero dudan sobre el modo de anunciarla. Al fin, es Pitarch quien rompe el hielo.
—Hemos perdido demasiado tiempo —titubea—. Tenemos un escándalo golpeando día tras día la honorabilidad de Adolfo, y por tanto de nuestro gobierno, y aún no hemos sabido darle respuesta. Es necesario tomar medidas, aunque sean dolorosas. Es necesario ser honestos con nosotros mismos.
En vano reitera el secretario que todo es una burda patraña, pues los amotinados tienen una valoración bien distinta de la actualidad y el futuro que les espera. Para ellos Adolfo Cabezas es un estorbo, un desprestigio, un riesgo evidente para la anhelada victoria. No sólo están preocupados por el bien de la ciudad, también están en juego, por qué no decirlo, los intereses personales, las carreras políticas, el porvenir de muchas familias.
—Tenemos que tomar la iniciativa, no ir a la zaga de los acontecimientos —insiste Cabestany—. Hay que actuar rápido y con eficacia.
Onofre parpadea y vuelve a preguntarles por su propuesta.
Hay un cruce de miradas entre los conjurados. Basta ya de circunloquios, de palabras a medias, de rodeos. Por fin, Gisbert concreta el afán reparador:
—Queremos que se convoque el comité ejecutivo con carácter urgente. Nos jugamos demasiado. Hay que tomar decisiones respecto a la continuación de la esposa de Adolfo en Solidarios Activos y nombrar sin más dilación al comité de listas. No podemos perder más tiempo.
El concejal de Seguridad ha tirado la bomba en medio del patio de armas y todos asienten. Ya no es posible dar marcha atrás. Onofre intuye que son muchas más las demandas que guardan en la recámara. Piensa que quieren proponer la dimisión de su joven alcalde como secretario regional del partido y su eliminación de la futura candidatura, pero no es el momento de la réplica. Por eso, calla y simula que concede:
—Adolfo está a vuestra disposición.
Le advierte Gisbert que no tiene más que veinticuatro horas. El tiempo de la prudencia ya terminó. A continuación, los sediciosos dan la espalda al secretario y desaparecen en el recodo del pasillo. Queda en el aire una reminiscencia de ambición y temor, rencor y ansia.
Aunque el secretario asegura que sólo es un gestor, maneja las tramas y las conjuras con la habilidad de un avezado diplomático. Mano derecha del alcalde fallecido, con él aprendió una curiosa interpretación del arte de la política como teoría y práctica para la conquista y el mantenimiento del poder a toda costa. Cree que el arte de gobernar no estriba tanto en ser honrado o veraz, como en parecerlo; en hacer creer a los demás que esas cualidades se poseen y cultivan. El principio rector de su pensamiento se basa en que el gobernante nunca debe ser rehén de sus promesas o compromisos, porque su primer deber es conservar el poder cuando lo posee y conquistarlo cuando lo pierde. Todo el secreto de la política pasa por la certera identificación del enemigo, el control de sus necesidades y ambiciones, la previsión de sus movimientos y el correcto uso de los recursos y habilidades para su destrucción o neutralización. La reticencia, el engaño, las falsas promesas, los perjurios, la dilación y la infamia, la amenaza y la violencia, son sus armas.
Mientras observa la marcha de los sediciosos, Onfre comienza a pergeñar la estrategia. Defenderá a su joven alcalde con todos los medios a su alcance, sin importarle su licitud ni los perjuicios que pueda producir. Ha percibido que son muchos y arriscados sus enemigos, pero la importancia del reto, lejos de amedrentarle, le estimula. No se le escapan los importantes escollos que deberá superar, entre los cuales sobresale, sin duda, el beneplácito de su protegido, pues con harta frecuencia “el primer adversario del gobernante suele ser él mismo”, se lamenta.
—¡Por supuesto que sí...! ¡Nadie es intocable! ¡Y menos que nadie, quien disfruta de un cargo público...! No lo dude, amigo mío. Llegaremos hasta el fin. Nuestro periódico no tiene servidumbres ni hipotecas. No tiene dueños a quien servir. Sólo nos debemos a nuestros lectores. Bueno, a nuestros lectores y a la verdad, que es lo que quieren nuestros lectores... ¡Claro que tenemos pruebas...! ¿Contrastadas? ¡Por supuesto...! Las iremos publicando a medida que la investigación avance... No, no pararemos hasta descubrir la verdad... ¡Toda la verdad, y nada más que la verdad! ¡Es nuestro compromiso!
Recostado en su sillón giratorio, con un puro humeante en la boca y los pies cruzados sobre la mesa, don Ángel Pizarro, el director de El Escándalo, respondía con suficiencia a las reiteradas llamadas de las fuerzas vivas que intentaban conocer el alcance de su denuncia. De olfato agudo, argumento simple y verbo ramplón, el antiguo reportero, y ahora avezado director, carecía del menor reparo para publicar cuanto libelo pudiera incrementar las ventas de su periódico. Después de años cultivando la falsa noticia, la infamia y la calumnia, y resistente a las querellas o demandas, estaba más que curtido para enfrentarse a cualquier estrategia que pretendiera enmudecerle. A los muertos que estaban vivos, a los adúlteros fieles y a los ladrones honrados, sumaba los asesinos sin víctimas o los corruptos sin otro beneficio que la mancha del perjurio. Decenas de personajes públicos cuya fama había sido lacerada por sus calumnias, se la tenían jurada; pero él sobrevivía a la venganza y al odio protegido por un excelente equipo de abogados y su corte de guardaespaldas. Era, en resumen, un tipo sin escrúpulos que escupía mentiras y difamaciones con la carcajada a flor de los labios, truncaba el honor del más honrado ciudadano sin inmutarse y amenazaba a los incautos anónimos con husmear en sus vidas, en una perversa mezcla de gracejo y terror.
Bajó los pies de la mesa y apretó el botón del interfono:
—¿Ha llegado ya Pere?
Al otro lado del cable una voz femenina respondió nerviosa con una negativa.
—¿Es que no va a venir a trabajar? Trata de localizarlo. ¡A ver si tenemos por fin esas fotografías!
La voz femenina se disculpó con dulzura y aseguró que enseguida lo encontraría.
Irritado, Pizarro apagó el interfono y se puso de pie; se volvió hacia la ventana que daba a la plaza. Enfrente, detrás de las altas palmeras, se alzaba impertérrito el edifico del Ayuntamiento. Hasta ese momento no había conseguido más que asestar leves golpes a sus inquilinos, protegidos por la trama de intereses de unos pocos privilegiados y la dócil sumisión de la mayoría ignorante, crédula hasta la náusea. Pero ahora..., ahora tenía en sus manos la prueba que humillaría al intonso heredero y le forzaría a pedir perdón.
—¡Estás acabado, Cabezas! —susurró—. En cuanto quiera, te echaré del Ayuntamiento a patadas. No tengo más que chascar los dedos para que caigas.
Satisfecho de su amenaza, aspiró profundamente y exhaló una gran bocanada de humo que envolvió su cuerpo en una densa nube mientras volvía su mirada hacia la pantalla del ordenador, su inagotable fuente de noticias. Con gesto escéptico, repasó los titulares del New York Times:
“LA UNION EUROPEA ANUNCIA NUEVAS MEDIDAS CONTRA LA CORRUPCIÓN”
“RUSSERL ASEGURA NO HABER VISTO NUNCA A LA JOVEN PROSTITUTA CUYO SERVICIO CONTRATÓ”.
“KAROSMI SE CONSIDERA EXCULPADO”.
—¡Pamplinas! —pensó en alto—. Cada vez hay menos imaginación. No saben redactar un titular. ¿Dónde está el interés o la gracia? ¿Dónde, el mordiente? ¿Dónde, el anticipo de lo no previsto?
Don Ángel Pizarro era un hombre hecho a sí mismo. De mediana estatura y abigarrado bigote, el cabello hirsuto le invadía la frente hasta el inicio de las eminencias. Sus ojos, negros y penetrantes, parecían brillantes bolas de zafiro resplandeciendo en la noche. Desplazados a ambos lados por el abombamiento de su orondo vientre, unos tirantes de goma mantenían colgados los pantalones desde la mitad del cuerpo, aportándole un aspecto que él confundía con el de legendario reportero de primera plana. Poseía elementales conocimientos de gramática e historia, y nulos de la ciencia jurídica, pero los meandros de la vida le habían curtido mejor que cualquier Universidad en el conocimiento de las pasiones y los anhelos del alma humana. Para envidia e inquina de sus competidores, que lo veían como un intruso ajeno a la ciudad y a la profesión, auguraba con tal precisión el inesperado y aleatorio comportamiento humano, que sus predicciones, anunciadas como hechos reales, terminaban componiendo una verdad por más que falsaria, difícil de rebatir.
Nacido en un pequeño pueblo del interior, y emigrado joven a la costa en busca de mejor fortuna, había sido camarero, portero y taxista, antes de entrar de lleno en el negocio de la insidia. Sus primeros escarceos con la prensa, ¡quién lo diría!, habían discurrido a las órdenes de Humberto Cardona, el director de El Heraldo, ahora su más feroz adversario. Tal vez seducido por su verborrea fácil y sus ideas simples pero rotundas, Cardona le había encargado cubrir la información que pudiera generar el barrio de Benifaió, donde había alquilado un pequeño apartamento en un edificio de colmena. Para sorpresa y asombro de todos, en unos meses convirtió aquella zona tranquila, de hábitos rutinarios y horizonte previsto, en una bomba informativa de sorpresas y provocación. Cuando no era el atraco en una entidad bancaria por un minusválido en silla de ruedas, se trataba de la muerte de una anciana encerrada durante el rescate por los bomberos, el robo del cepillo en la iglesia parroquial por una beata sobrina del obispo, o el adulterio del presidente de una asociación de vecinos con la amante de un edil. Una imaginación desbordada, al servicio del morbo y el espectáculo, trocaba los sucesos más anodinos en extraordinarios, transformando la anécdota en categoría y las falaces ocurrencias en aparentes realidades. Pronto consiguió despertar el interés del resto de la ciudad por la abundancia de sucesos grotescos o escabrosos que al parecer allí sucedían. Sus relatos, cargados de hipérboles, pleonasmos y exclamaciones, agitaban el aburrido tono de la crónica social, convirtiendo el chisme y el cotilleo en motivo de alarma y expectación morbosa. Aunque las protestas de los damnificados y sus reclamaciones colapsaran la centralita del periódico y coparan la sección de Cartas al Director, el incremento de las ventas era saludado por Cardona con alegría contenida, conocedor de la manipulada verdad de su reportero y receloso de perder en el trance el prestigio acuñado durante años de información objetiva y plural. “El titular no debe de estar al servicio del espectáculo. Pero la noticia tiene que servir a la verdad, por más que ésta sea incómoda o inverosímil”, se justificaba. De este modo, iba creciendo la caja, las ventas se disparaban y los accionistas aplaudían con entusiasmo los espléndidos resultados, lo cual aplacaba la culpa del ambiguo director, que si reparaba en el respeto ético, más aún lo hacía en la regla del beneficio. Todo marchaba sobre ruedas, como un tren sin freno lanzado a la vía muerta del éxito sin fundamento, hasta que el escrúpulo periodístico, las presiones de significados próceres de la ciudad y el temor a un descalabro económico, le obligaron a tomar una decisión de la que más tarde se arrepentiría.
Sin previo aviso y con la templanza de una autoridad moral intachable, Cardona prescindiría de los servicios del intrépido reportero con la excusa de que el periódico no podía soportar tal cantidad de quejas sin mermar su prestigio. Sin embargo, el inapelable despido no sería para Pizarro una desgracia, ni siquiera un revés en su vocación comunicadora, sino un acicate, un estímulo más en su empeño de dar a conocer la verdad aunque fuera molesta. Nadie iba a silenciar su voz ni a ocultar las incómodas noticias. Su compromiso con la información no dependía de la voluntad de un director más timorato que prudente. Poco después, varios inversores de riesgo financiarían su gran proyecto personal, convencidos de un éxito que garantizaba su irreverente y audaz trayectoria.
Independiente de servidumbres sociales y políticas, pero con ánimo de lucro, atrevido y con garra, nacía El Escándalo, del que Pizarro sería su flamante director. Su lema era la verdad por encima de todo, sin sordina ni censura previa, sin adornos ni florituras. “Los hechos, siempre los hechos”, les explicaba a sus redactores. Sin deformaciones ni interpretaciones interesadas, pero cargadas de emoción y empatía, las noticias debían provocar la atención y el interés del espectador, evitando por encima de todo el aburrimiento o la indiferencia.
—No quiero literatura, sino comunicación —decía—. Quiero que digáis lo que veis y los demás no saben. Pero sobre todo lo que sabéis, y los demás no ven.
Había que contar la verdad tal como era, pero con un lenguaje moderno y atractivo, sin trasnochados convencionalismos ni periclitadas estéticas. No debían ceder ante los deseos particulares o las creencias colectivas, ni mostrar la menor sumisión a los poderes fácticos o políticos. Ante estos últimos, mucho menos, pues ¿qué otra cosa eran ellos sino los ojos y los oídos de los ciudadanos, el último baluarte de la sociedad libre? Sólo un límite podía contener su empeño: el definido por la ética profesional y la libre imaginación; es decir, por el respeto tanto a la veracidad de las fuentes como a la capacidad intuitiva del periodista, llave maestra de lo desconocido.
Contra la opinión de críticos y antagonistas, el proyecto recibiría el aplauso del público. Tal como había asegurado Pizarro a sus inversores, en tan sólo cinco años El Escándalo se auparía al primer puesto en el listado de ventas, cosechando la admiración soterrada, y la envidia manifiesta, de la buena sociedad que lo había recibido en principio con desconfianza y rechazo. Poco a poco, algunos de sus antiguos críticos pasaron a convertirse en sus más acerbos defensores. Conocidas familias arruinadas y políticos periclitados relegados al ostracismo, vieron en aquella iniciativa triunfante la posibilidad de actualizar el postergado porvenir de sus vástagos, supeditando sus proclamados principios a la única oportunidad que el funesto horizonte les ofrecía. El Escándalo era una empresa seria y eficaz, comprometida con la verdad e insobornable, incómoda tal vez, pero honesta, y ahí estaban los resultados, se justificaban. Con dolosa intención, se había propalado una imagen deformada, tanto del rotativo como de su director, que beneficiaba a sus adversarios. La moral reaccionaria había querido convertir una iniciativa moderna y oportuna en morbosa e inmoral, pero nada de esto era cierto. ¿Qué objeción podía oponerse a informar divirtiendo? ¿Acaso era un delito comunicar de forma atractiva y seductora? Quienes aún ponían reparos al nuevo estilo periodístico, o eran envidiosos o mojigatos, ajenos en todo caso al progreso. Había que aceptar y entender el nuevo estilo de la comunicación, y respetar, por qué no, el lícito enriquecimiento empresarial, deudor en exclusiva de la inteligencia.
Pronto, una pléyade de retoños sin futuro, de escribientes y aspirantes a escritores sin otro currículo que un apellido devaluado y más ansia de fama que de gloria, ocuparía su redacción y aplicaría con fidelidad las enseñanzas del audaz maestro de periodistas, devolviéndole el eco mejorado de sus agudas fantasías. Entonces, los sinsabores y desengaños de sus primeros años en la ciudad, la lucha desgarrada por abrirse camino para quien era tomado por un forastero, fueron dejando paso a una sensación de altivez y jactancia, de creerse no ya igual, sino el mejor entre los mejores. Un osado e insolente líder de la comunicación que hacía de la fantasía el instrumento de su trabajo, y de la falta de escrúpulos, la condición de su éxito.
Pizarro se sabía temido y admirado, odiado y respetado. Aunque no disfrutaba de verdaderas amistades, nadie quería tenerlo por enemigo; sobre todo aquellos que, de una u otra forma, tuvieran proyección social. Y así como la mayoría de los personajes públicos se reservaba la menor opinión crítica que pudiera situarle entre sus detractores, evitaba, con parecido esmero, cultivar una amistad para no encandilar el foco de su pupila. Aunque le admirara, ni se atrevía a visitarlo ni abría sus casas a su presencia, pues tanto temor generaba su compañía como el rumor de haberla padecido. Sin embargo, lejos de procurarle desasosiego o prevención, esa mezcla de confianza y recelo, de fascinación y antipatía, era para Pizarro no sólo la más clara muestra del triunfo que nadie osaba negarle, sino un placer insospechado, como de mayestática omnipotencia, y no dejaba pasar la ocasión de disfrutarlo. Por eso, cuando sus medrosos seguidores le llamaban por teléfono para soslayar el problemático trámite de la presencia física, mostraba su personalidad más procaz, exhibiendo como el florilegio de un castillo de fuego su estilo vocinglero y desenfadado.