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Editado por Harlequin Ibérica.
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© 2004 Ris Wilkinson
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Hijo del chantaje, n.º 1530 - febrero 2019
Título original: The Blackmail Pregnancy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-465-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
SI no cierras este trato, Cara, estamos perdidos.
Cara miró aturdida a su socio.
–¿Qué quieres decir con «perdidos»? –preguntó con sudor en las palmas de las manos.
–Kaput, finito, acabados.
–Pero vamos tirando, ¿no? –preguntó ella, tragando saliva–. Eso dijiste hace un mes, en nuestra última reunión. Y con esa cuenta Pritchard que debe de estar al caer…
–Me he reunido con su contable esta mañana –la contradijo Trevor, negando con la cabeza–. El préstamo está al límite y los míseros peniques de Pritchard no cubren ni los intereses de este mes, por no hablar del que viene. Por eso es tan importante la cuenta Rockcliffe; literalmente, no podemos sobrevivir sin ella.
Cara se puso tensa ante la sola mención del nombre y sintió miedo con tan sólo imaginar los rasgos del dueño.
–¿Por qué yo? –preguntó tras un largo silencio.
–Porque es a ti a quien ha pedido, querida –contestó Trevor mientras se miraba la manicura de sus uñas–. Insistió en que llevaras la cuenta entera, lo cual me pareció bastante homófobo, pero tú sabrás todo sobre eso, dado que estuviste casada con él.
La mirada de Cara no delataba sus emociones, aunque por dentro sintió que se le revolvía el estómago.
–De eso hace mucho, Trevor. De hecho, siete años. Ni siquiera me acuerdo de él. Probablemente tendrá barriga y una calva enorme.
–A lo mejor por eso te pidió a ti –sonrió Trevor con malicia–. Para refrescarte la memoria.
–No me preocupa la memoria, sino sus motivos.
–¿A quién le importan los motivos? Nos está haciendo un gran favor al contratarnos. ¡Piénsalo! Una mansión gigantesca en Cremorne. Carta blanca, sin preguntas.
–Suena demasiado bien para ser cierto. Preferiría ver la letra pequeña antes de comprometerme.
–Demasiado tarde. Ya nos he comprometido. Quiero decir, a ti. Lo siento, cariño, pero no podía ver cómo se iba todo ese dinero a otro sitio. Ya sabes, a caballo regalado no se le mira el diente.
–Sí –contestó ella, poniéndose de pie y tomando su carpeta–, ya sé lo que dicen. Pero también sé que la edad de un caballo se sabe por los dientes, y si quieres saber si te llevas uno bueno deberías verle la boca antes.
–No creo que hubiera llegado muy lejos si le hubiera pedido a Byron Rockcliffe que me abriera la boca para mirar –rió Trevor–. Mejor te dejo eso a ti.
Cara lo fulminó con la mirada antes de abrir la puerta del despacho para salir.
–Si mañana no aparezco, será culpa tuya. Me has hecho ir demasiado lejos y te hago completamente responsable.
–Si no apareces mañana, asumiré que Byron Rockcliffe te ha llevado a la cama –repuso Trevor con sonrisa ladina–. Parece tan hombre… Qué desperdicio –comentó, a lo que Cara se dio la vuelta y salió del despacho–. ¡Buena suerte!
Ella no respondió, pues consideraba que necesitaba más que suerte para aguantar la siguiente hora. Necesitaba un milagro.
Las oficinas de Rockcliffe y Asociados eran inmensas incluso para Sidney. Cara tomó el ascensor hasta el piso decimonoveno con el corazón saliéndosele del pecho por los nervios de volver a ver a su ex marido.
Se pegó a la pared e intentó controlar la respiración. El ascensor se paró tres veces más, prolongando la agonía, y ella miró a los números sobre su cabeza como si fuesen una cuenta atrás al desastre, hasta llegar al diecinueve. Las puertas se abrieron y ella salió hacia una fila de espejos, en la que se miró como si se viera por primera vez; el cabello castaño con reflejos dorados por los hombros, las mejillas rojas como si hubiera subido corriendo; y se notaba que el traje que llevaba era viejo.
En cambio, la recepcionista rubia iba vestida de Armani, y Cara se acercó a ella con inquietud.
–Tengo una cita con el señor Rockcliffe a las tres.
–¿La señorita Gillem? –preguntó la recepcionista tras mirar su ordenador.
–Sí.
–Va un poco retrasado –la informó la recepcionista levantando su mirada azul para mirarla–. Si no le importa esperar.
–¿Cómo de retrasado? –interrumpió Cara.
–Unos veinte minutos. Puede que treinta.
–Esperaré –aceptó Cara tras un fuerte suspiro.
Cuarenta y tres minutos más tarde, Cara oyó el interfono y escondió la cabeza en la revista que fingía leer, con el corazón en un puño y las manos temblorosas.
–¿Señorita Gillem? El señor Rockcliffe la puede ver ahora. Es la primera puerta a la derecha por el pasillo.
Cara se puso de pie, dejó la revista y anduvo por el pasillo con piernas temblorosas. La mano que levantó para llamar a la puerta que tenía un cartel con el nombre de su ex marido estaba temblando, pero logró recomponerse.
–Adelante.
Cara se sintió inmediatamente en desventaja, pues sus anchos hombros bloqueaban la luz que entraba por las ventanas detrás de la mesa. Aunque tenía casi todo el rostro en sombra, Cara pudo imaginar su expresión, burlona e irónica, mientras ella permanecía de pie como una colegiala reprendida cuyas rodillas amenazaban con romper el silencio con su intento de chocarse una con otra.
–Cara.
Una palabra, dos sílabas, cuatro letras.
–Byron.
–Siéntate.
Ella se sentó. Él se echó hacia atrás y la miró a la cara durante unos segundos que a ella le parecieron interminables.
–¿Quieres beber algo? ¿Café? ¿Algo más fuerte?
Ella negó con la cabeza y agarró con más fuerza la carpeta.
–Nada, gracias. Preferiría que fuéramos directos a los negocios.
–Ah, sí –dijo él, dejando su bolígrafo de oro–. Los negocios. ¿Cómo te va, por cierto?
–¿Disculpa? –preguntó ella con cautela.
–Tu negocio.
–Bien –contestó ella, que incluso en la penumbra pudo ver su mirada escéptica.
–¿Bien?
–Estoy segura de que sabes que no estaría aquí si fuese bien.
–¿No habrías venido ni atada de pies y manos?
–Creía que tu sede central estaba en Melbourne.
–Me he expandido. Mi negocio está en auge.
–Felicidades –dijo ella, en un tono que no era en absoluto de felicitación.
–Gracias.
–Trevor me informó de tu petición –dijo ella rompiendo el tenso silencio–. No logro comprender tu insistencia en que hiciera yo el trabajo. Trevor es el creativo.
–Tu tendencia a infravalorarte no ha disminuido, por lo que veo. Por cierto, ¿qué tal está tu madre?
–Murió.
Cara sintió una ligera satisfacción al ver su reacción.
–Lo siento; no me había enterado.
–Fue un entierro privado. Mi madre tenía pocos amigos.
–¿Cuánto hace?
–Tres años. Fue muy rápido.
–¿Cáncer?
–No –dijo, y lo miró un segundo a los ojos–. Complicaciones tras una operación sencilla.
–Debió de ser un duro golpe para ti.
–La vida sigue.
–Sí –repuso él sin dejar de observarla.
–Bueno –dijo ella, y giró la silla hasta tener los ojos a la misma altura que él–. Volvamos a los negocios. Trevor me dijo que la propiedad está en Cremorne. ¿Tiene vistas al puerto o es…?
–Te llevaré esta tarde –la cortó él.
–Puedo llegar yo sola.
–Como quieras.
Cara se mordió el labio. Se sentía nerviosa, como si el suelo se fuera a abrir bajo sus pies.
–Tengo que ver esquemas de colores –dijo–.. Necesito hacerme una idea de la composición y…
–Tengo los planos aquí –dijo, y sacó unos papeles de un maletín que había al final de la mesa–. Todas las especificaciones están aquí.
–¿Para cuándo tiene que estar? –preguntó ella mientras ojeaba los planos.
–Para el uno de octubre.
–No es mucho tiempo.
–Un mes. Suficiente.
–La mayor parte de los fabricantes –le explicó ella, levantando la vista– requieren una notificación de al menos seis u ocho semanas.
–Pues escoge a los que lo hagan en un mes.
–Pero…
–Hazlo. Estoy segura de que eres capaz de mover los hilos para conseguirlo.
Cara tragó saliva para no contestarle y volvió a mirar los planos como si estuviera intentando leer un texto en un idioma antiguo del que no sabía nada. En unos segundos había pasado de ser una diseñadora de interiores habilidosa y profesional a un ser lleno de miedos incapaz de ordenar sus pensamientos.
–Tengo que pensarlo.
–¿Cuánto tiempo?
–Un día o dos. Quizá tres –respondió, recordando la interminable espera en recepción.
–De acuerdo –convino él tras pensarlo un poco–. Tienes tres días. Te veré en tu oficina el viernes a mediodía, pero no quiero más retrasos.
–¿Por qué tienes tanta prisa? Estoy segura de que conoces el negocio lo suficiente como para saber que esto requiere su tiempo.
–Quiero mudarme a esa casa lo más pronto posible. Llevo tres semanas en un hotel y ya me estoy impacientando.
–¿Ésta es tu casa? –le preguntó ella, sobresaltada–. ¿Vas a vivir aquí?
Él asintió.
–Pero, pero si vives en Melbourne –dijo ella, con pánico creciente–. ¿Qué pasa con tu familia? ¿Y tus negocios?
–He decidido que era hora de cambiar.
–La guía telefónica está llena de diseñadores de interiores. ¿Por qué yo?
–¿Por qué no tú?
–Porque hay muchos diseñadores con mucho más talento que yo; por eso.
–Pero te quiero a ti.
Fueron sólo cinco palabras, pero Cara creyó ver un doble significado en ellas.
–Me siento halagada, claro –dijo sin sinceridad.
Byron se puso de pie y salió de las sombras, y Cara mantuvo el aliento. El metro noventa y cinco de él frente al metro setenta de ella siempre la había intimidado, pero ahora lo hacía aún más. Llevaba el pelo negro muy corto, y su barbilla ya comenzaba a mostrar la sombra de todo un día de trabajo. La boca tenía una mueca extraña, como si hubiera olvidado sonreír. Enseguida recordó su sonrisa, que había sido lo primero en lo que se había fijado tiempo atrás, unos dientes perfectos y blancos y unos labios que se curvaban formando arrugas en la comisura de sus ojos color chocolate. Unos ojos que ya no daban muestras de aquella alegría.
–Te has cambiado el pelo.
Cara salió de sus recuerdos y se colocó un mechón rubio detrás de la oreja.
–Sí.
Fue por los planos, pero estaba tan nerviosa, que se le cayeron al suelo. Al agacharse a recogerlos vio que Byron ya lo estaba haciendo, y sus dedos se tocaron al querer recoger el último al mismo tiempo. Ella retiró la mano enseguida como si le hubiera picado algo y se puso de pie.
El sonido del interfono logró que pudiera soltar el aire que había guardado mientras él iba a su mesa, y la voz fría de la recepcionista llenó el silencio.
–Byron, el señor Hardy quiere verte.
–Gracias, Samantha.
Apretando los dientes, Cara metió los planos en su maletín mientras crecía su resentimiento.
–No tardaré mucho –le dijo Byron–. Siéntate, por favor; le diré a Sam que te traiga un café.
–No puedo, tengo que… –empezó a protestar, pero él ya se había marchado.
No le quedó más remedio que quedarse allí a esperarlo. La indignó cómo la manejaba, como si no tuviera mejores cosas que hacer. Se acercó a la mesa de Byron. Había una fotografía al lado del ordenador y no pudo evitar mirarla. En ella estaba toda la familia Rockcliffe con sus cónyuges, dos de los cuales no conocía. Alrededor, como pequeños trofeos, había seis niños. Cara examinó los rasgos de cada uno y reconoció un poco de Byron en ellos.
–Veo que estás poniéndote al día con la familia –dijo Byron al entrar, en tono agrio.
–Menuda camada habéis estado haciendo. Dime, Byron, ¿cuál es el tuyo?
Él endureció la mirada, mientras ella se preparaba para que no le doliera demasiado escuchar que era el padre de uno o dos de aquellos preciosos niños, por no hablar de lo que le dolería saber cuál de aquellas mujeres era su nueva esposa.
–Ninguno.
–¿Ninguno?
–Ninguno.
Byron se sentó con tranquilidad y Cara envidió su calma mientras él la observaba como un águila que rodeara a su presa hasta el momento exacto de abalanzarse sobre ella. No podía mantenerle la mirada y jugueteaba con un clip que había encontrado en la mesa.
–¿Algún remordimiento, Cara?
–¿Qué quieres decir? –le preguntó ella sin querer mirarlo demasiado, pues no quería que viera el dolor en sus ojos, la punzada de remordimiento que siempre reflejaban.
–Lo de anteponer el trabajo a la maternidad. Dime, ¿ha sido tan satisfactorio como imaginabas?
–Por supuesto –contestó ella, soltando el clip y dándose cuenta de que no la creía–. Me encanta mi trabajo. Y Trevor es muy divertido. Es muy creativo, y siempre me inspira para hacer cosas que no había hecho antes.
–¿Como entrar en bancarrota?
–Las cosas están un poco mal ahora –le replicó fulminándolo con la mirada–, pero saldremos adelante.
–Tu seguridad te honra, pero por lo que sé vais cuesta abajo.
–¡Eso no es cierto! –negó ella rotundamente. No podía permitirle regodearse de su fracaso.
–¿Te ha contado Trevor que el banco está amenazando con cancelaros el crédito?
–Yo… –sólo logró decir ella, llena de pánico.
–¿Y que si no incrementáis el dinero en caja vas a perder todo lo que has metido en el negocio, incluyendo los activos que hayas acumulado durante estos siete años? –dijo, e hizo una pausa para darle más efecto–. Confío en que tengas alguna base económica.
–¡Claro que la tengo! –protestó ella, y lo miró enfadada–. Claro que tampoco es asunto tuyo.
–Estoy haciendo que lo sea.
–¿Qué quieres decir?
–Te voy a sacar de la bancarrota. Te voy a tapar el descubierto y voy a saldar cualquier deuda que tengas pendiente.
–¿Y por qué ibas a hacer eso? –preguntó, con la boca seca–. ¿Qué razón podrías tener tú para hacer eso?
–Una muy buena.
–¿Que es…? –logró decir.
Él le clavó la mirada durante largo tiempo antes de hablar al fin.
–Quiero que tengas un hijo mío.
TE has vuelto loco! –le gritó ella, sin poder creerlo–. No puedes hablar en serio.
–Completamente en serio.
–Pero… Pero ¿por qué? ¿Por qué yo?
–Como te he dicho antes, es a ti a quien quiero.
Ella lo miró boquiabierta con una mezcla de incredulidad y terror.
–Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué ahora, después de todo este tiempo?
–Soy el único que queda en la familia sin hijos. Tengo treinta y seis años y ya me estoy haciendo viejo.
–Pero hay un montón de mujeres que darían lo que fuera por tener un hijo tuyo. Con el dinero que tienes incluso podrías pagar a alguien para ello.
–Ya estoy pagando a alguien.
–No será a mí –contestó ella, negando con la cabeza–. De ninguna manera.
–Piénsalo, Cara, puedes tenerlo todo. Aún puedes seguir con tu negocio; mi dinero puede ayudar.
–No me hagas esto, Byron –logró decir ella–. No creo que me odies tanto, ¿verdad?
–Ya no te odio. No siento absolutamente nada respecto a ti. Simplemente sé lo que quiero y quiero que seas tú quien me lo dé.
–Pero ¿por qué? –volvió a preguntar–. ¿Es algún tipo de venganza enfermiza planeada durante siete años?
–En absoluto. Como te he dicho, he llegado a cierto punto de mi vida en que quiero obtener ciertas cosas. No quiero ser demasiado viejo para disfrutar de mis hijos. No quiero despertar un día con cuarenta años y darme cuenta de que me olvidé de tener hijos. ¿No piensas en eso a veces, Cara?
–Nunca –mintió ella–. Nunca lo pienso.
–Pues yo sí. Pienso en ello constantemente. Mis tres hermanos son más pequeños que yo y todos tienen hijos. Felicity va a tener el segundo dentro de cinco semanas.
–Por favor, no me pidas esto –le rogó ella–. No soy la persona adecuada. No tengo lo que hace falta.
–Lo tienes, pero no quieres admitirlo. Muy dentro de ti, donde se oculta la verdadera Cara, quieres lo mismo que yo. Dios sabe que intenté hacértelo ver hace siete años, pero no lo logré. No voy a dejar pasar esta oportunidad otra vez sin intentarlo.
–Es tan frío –clamó ella–. ¿Cómo puedes siquiera imaginar algo así? Es inhumano, es despreciable, es…
–Sin embargo, es lo que quiero.
–Y siempre consigues lo que quieres.
–A veces, no siempre. Pero esta vez cuento con ello.
–Pues no lo hagas, porque no voy a entrar en ese juego. Has elegido mal tu incubadora, Byron, ésta no está en venta.
Salió corriendo directamente al ascensor, y estuvo a punto de caerse cuando se abrieron las puertas. Salió a la gran ciudad y se perdió entre la multitud, mientras no dejaba de intentar sacarle algún sentido a la última hora. Ahora Byron era un desconocido para ella. El joven de trato fácil que la había embaucado con una leve sonrisa había desaparecido para convertirse en un hombre decidido a salirse con la suya. Cara sólo podía ver en aquello un plan para vengarse y se preguntó por que habría esperado tanto para cumplirlo, si se habría estado escondiendo mientras esperaba a que fuera lo suficientemente vulnerable como para abatirse sobre ella.
–Trevor –dijo con voz quebrada al acercarse el teléfono móvil a la oreja–. Explícame qué diablos está pasando.
–Cariño –la apaciguó éste–. Pareces trastornada. ¿No ha ido bien la reunión con Lord Byron?
–Buena forma de llamarlo.
–Entiendo que nos tiene bien agarrados.
–Más de lo que te imaginas. Trevor, ¿por qué no me dijiste lo mal que estaban las cosas?
–No quería preocuparte. Has estado muy apagada los últimos meses y…
–¡Trevor! Llevo años apagada. Sé sincero, ¿por qué no me lo dijiste?
–Siento que es culpa mía. Te he presionado todo el tiempo con mi «genio creativo», como lo llamas tú, pero no me he parado a considerar los riesgos. Ahora me temo que estás pagando el precio por ello.
–No estoy pagando nada –lo reconfortó ella–. No voy a hacer lo que quiere Byron. ¿Trevor? –preguntó ella tras un largo silencio.
–Escucha, Cara –repuso él con aire de resignación–. No tenemos elección. Estamos perdidos sin su ayuda, y ya no puedo pedir más favores. Haz lo que te pida y sigamos. Seguro que no puede ser tan terrible decorar su casa.
–Más de lo que te imaginas.
–Si necesitas algún consejo ya sabes dónde estoy.
–No creo que necesite tu ayuda –rió ella a pesar de sus problemas.
–Bueno, si la necesitas, ya sabes dónde estoy. ¿Te he contado que esta noche he quedado?
–No, ¿con quién?
–Con Antonio.
–Creía que no querías quedar con él.
–Bueno, he estado pensándolo. Es mejor haber amado y dejado que no haber amado nunca.
–No es así la frase –replicó ella con el gesto torcido–, pero pásatelo bien. Te veré por la mañana.
Cara se pasó los tres días siguientes repasando los libros para ver la situación por sí misma. Habló con el contable y con el director del banco, quien le aconsejó que aceptara la generosa ayuda que le habían ofrecido si no quería declararse en bancarrota.
Salió muy confusa del banco, echándose la culpa por no haber estado más atenta. Trevor tenía razón cuando decía que había estado más apagada de lo normal los últimos meses. Se aproximaba su vigésimo noveno cumpleaños y lo odiaba, pues le recordaba todo lo que se había perdido de niña.