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Cise Cortés

EL SÓTANO O LA LLUVIA

Primera edición papel: octubre de 2017

Primera edición ebook: octubre de 2017


© Cise Cortés, 2017

© de esta edición, Parnass Ediciones, 2017

Aragó, 336 baixos 08009 Barcelona

Tel. 932 073 438

info@parnassediciones.com

www.parnassediciones.com

Diseño de la cubierta: Ricard Sans

Maquetación: Ophélie Guitard

ISBN papel: 978-84-947197-1-4

ISBN ebook: 978-84-947197-2-1


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A mis hijos, para que busquen la luz.

PRIMERA PARTE

1

Era como si viviésemos en un agujero.

En lugar de subir escaleras bajábamos siete u ocho peldaños para entrar en aquella especie de túnel sombrío y húmedo en el que vivíamos. De forma cilíndrica, con un pasillo central del que se ra­mificaban a ambos lados diminutas habitaciones a las que llamába­mos ingenuamente dormitorio, comedor, cocina…

La familia solía reunirse por la noche en el pequeño comedor, era cuando todos coincidíamos después de un día de intenso trabajo para mis padres. A pesar de la estrechez de aquel habitáculo, se lograba estar medianamente bien gracias al esmero con el que mi madre encalaba las destartaladas paredes abultadas de forma irre­gular, como si fuesen a estallar de un momento a otro. Enfrente del comedor se encontraba la angosta cocina, siempre en penumbra, porque la luz apenas si pasaba por la estrecha ventana que se encon­traba por debajo del nivel del suelo exterior. Las mujeres cocinaban en un pequeño hornillo de carbón, y la primera que llegaba, ponía agua a hervir en una olla de aluminio a la que añadía col fresca y patatas para que, cuando llegasen las demás de trabajar en el campo, tuvieran un plato caliente preparado y pudieran dar de mamar a sus hijos pequeños o salir a la intemperie a lavar la ropa.

Había un solo punto de luz en el largo pasillo, una pequeña bombilla de ciento veinte voltios que dejaba en la semioscuridad gran parte del recorrido. Entrando a mano derecha, y pegado a la pared, los hombres habían puesto a modo de tendedero un fino cable de alambre en el que las mujeres tendían la ropa en los abundantes días de lluvia. En este mismo lado descansaba una bicicleta de adulto (más tarde supe que era de mi padre), que no hacía sino estorbar a las mujeres cuando colgaban la ropa, pues prácticamente chocaban contra ella.

La estancia que más me gustaba del sótano era la que hacía de comedor de mi tía materna. Como el resto de las habitaciones, era oscura y pequeña. Tenía unas escaleras interiores que comunicaban con la casona de los dueños, situada justo encima del zulo. Aquel­las escaleras excitaban mi imaginación, significaban poder alejarse de las sombras del sótano y aparecer en una casa enorme inunda­da de luz. El único cuadro que había en el túnel se encontraba en aquella habitación. Representaba a un pilluelo con los pantalones medio caídos, mientras en su mano derecha sostenía un tirachinas. El pequeño miraba asustado el cristal que había roto. Me encantaba observarlo; imaginaba que el niño iba a salir corriendo, huyendo del dueño y que el cuadro quedaría vacío, sólo con el cristal roto y el tirachinas en el suelo.

2

Comencé muy pronto a ir al colegio. Pese a ser muy pequeña, recuerdo a mi hermana mayor cogiéndome de la mano mientras atravesábamos los campos aledaños a El Barrio Viejo y, cómo, es­pecialmente en invierno, para mí era una aventura cuando teníamos que hacer el trayecto de vuelta sin que ningún adulto viniese a bus­carnos.

Aquella tarde de enero habíamos atravesado el campo de algar­robos más rápidamente que de costumbre. Amenazaba lluvia y el viento helado nos hacía castañear los dientes. Las cinco niñas íba­mos extrañamente calladas, con la mirada fija en nuestros zapatos y la cartera cogida firmemente con las manos.

Con mucha frecuencia mi padre iba a buscarnos a la escuela. Yo iba en la bicicleta, en un pequeño canastillo, y él guiaba la bici a pie impulsando las ruedas con la fuerza de sus manos sobre el manillar. Aquella tarde no había podido venir y mi hermana mayor nos alen­taba para que nos diésemos prisa.

Pronto oscurecería, y atravesar de noche el campo de algarro­bos nos daba mucho miedo.

Faltaban unos quinientos metros para llegar al sótano cuando comenzó a llover. Mi hermana me cogió en brazos y aligeró el paso mientras las otras niñas corrían para llegar antes de que se desatara la tormenta.

Habíamos pasado la noche con velas. La luz se había ido al cabo de un rato de haber llegado de la escuela. Después de llover furio­samente durante más de una hora, la tormenta se había disuelto y creíamos que se había alejado definitivamente de la comarca. No fue así. Sobre las siete de la tarde comenzaron a caer gruesos copos de nieve que poco a poco fueron cubriendo las dos minúsculas ven­tanas que daban al nivel del suelo firme en la entrada del búnker.

Yo no sabía muy bien qué pasaba.

Veía a mi madre y a las demás mujeres rezar y encender pe­queñas mariposas en aceite, mientras, los hombres no paraban de murmurar y maldecir entre dientes. A las siete de la mañana mi padre y dos hombres más cogieron una gran pala que había en la cocina y turnándose entre ellos fueron abriendo camino para poder salir al exterior.

La entrada del sótano había desaparecido literalmente de la vista.

Montones de nieve parduzca se amontonaba en los laterales de la escalera. El día había amanecido silencioso y helado, sin embar­go, las niñas nos sentíamos alegres; era la agitación de lo extraordi­nario que rompía la monotonía de todos los días.

A media mañana la situación de las personas que vivíamos en el sótano empeoró por razones fisiológicas. Los orinales estaban a re­bosar y salir al exterior al pozo muerto era temerario por las condi­ciones peligrosas en las que se encontraba el terreno. Mi tía materna decidió que se debía tirar al exterior el contenido de los orinales, «que después ya lo limpiarían con lejía», pero no se podían intentar atravesar los diez o doce metros que nos separaban del retrete.

3

Después de la gran tormenta de nieve estuvimos una semana sin poder ir al colegio.

Para las niñas el ambiente era festivo, nos pasábamos el día jugando en el pasillo con nuestras muñecas de goma. Desde la pequeña ventana de la cocina veíamos la nieve arrinconada en el terreno que tenían los dueños del zulo. Aquella familia pertenecía a la burguesía media de la comarca. Habían mejorado su posición explotando las tierras de cultivo que habían heredado. También tenían alquilado el sótano a diferentes familias y, aunque su trato era correcto con nosotros, nos separaba algo más que los distintos niveles físicos en los que vivíamos. La anciana era la matriarca de la familia. Había enviudado hacía ya unos años y vivía con su hijo, la mujer de éste y sus dos nietos. A veces la oíamos refun­fuñar; especialmente cuando las mujeres salían al exterior a lavar y gas­taban más agua de la que tenían asignada. No obstante las diferencias palpables que existían entre nosotros, a excepción de la anciana, todos habían ayudado a retirar la nieve para que las mujeres pudieran salir a hacer la colada en el lavadero que había junto al pozo muerto.

Aquel domingo de febrero había amanecido soleado. Los hombres habían abierto camino y ya podíamos ir al campo. Yo había visto a mi hermana mayor coger una bolsa azul. Era la que siempre llevaba cuan­do salía a pasear. Le pregunté si podía acompañarla y me dijo que sí, que me diese prisa en vestirme.

Sobre las doce de la mañana salimos del sótano, no sin antes oír las recomendaciones de prudencia por parte de mi madre y mi tía materna, y nos dirigimos hacia la casa de Pitiusa.

La familia vivía en pleno algarrobero, en una casita sin luz ni agua, rodeada de cañas y maleza. A pesar de la espesura del entor­no y de las condiciones de aquel mísero hogar, para mí eran unos privilegiados porque no tenían que descender a la semioscuridad permanente del zulo para tener un techo bajo el que vivir.

La nieve seguía amontonada en el campo y Pitiusa nos dijo que era mejor que pasáramos adentro y jugásemos allí.

Toda la casa se componía de un solo espacio cuadrado en el que no había separaciones que aislasen el dormitorio de la cocina o el comedor.

Nosotras jugábamos cerca de un pequeño brasero que, además de calentar, iluminaba débilmente la estancia.


El matrimonio tenía dos hijos, Xere, de once años, y Uri, de catorce. Mi hermana mayor era muy amiga de Xere y a mí, pese a la diferencia de edad, me gustaba aquella niña. Espigada y morena, tenía un cabello negro y ondulado, que le cubría los hombros, y un carácter alegre y soñador. El rasgo más acentuado de su persona­lidad era lo decidida que se mostraba para todo. A veces me decía que teníamos que escaparnos y visitar la cantina de Víktor, que se encontraba en El Barrio Viejo. No sé muy bien por qué, pero aquel­la cantina me parecía el lugar más alejado del mundo y a su vez el más fascinante.