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EDITORIAL
Título: La aritmética del caos
© 2017 Eduardo Vaquerizo Rodríguez.
© Foto de portada: David Alonso.
© Diseño de cubiertas y diseño gráfico: Nouty.
Colección: Volution.
Director de colección: JJ Weber.
Edición digital 2019.
Derechos exclusivos de la edición.
© nowevolution 2019
ISBN: 9788416936489
Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.
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Remember when you were young, you shone like the sun.
Shine on you crazy diamond.
Now there's a look in your eyes, like black holes in the sky.
Prólogo
No había horizonte.
El mundo era una sopa neblinosa en la que flotaban enormes burbujas opalescentes, lentas aglomeraciones de globos translúcidos. Aparentaban estar llenos de fluidos inmixcibles que trazaban complejas configuraciones sobre su superficie. Todo se movía, cambiaba, mutaba.
Densas marañas de cables negros, algunos finos como telas de araña, otros gruesos como maromas, unían unas burbujas con otras. El espacio olía a verano, a hierba muerta, a baquelita quemada, a desesperación. El universo era una danza incomprensible, un hervir monótono y perturbador sin arriba o abajo, sin comienzo ni fin.
Y uno de esos globos reventó, estalló como si algo hubiera rasgado las membranas que protegían un ácido que se derramó sobre las conexiones, quemándolas, destruyendo los tejidos conectivos y reordenando los giros, las traslaciones, los impactos y las aglomeraciones.
En un instante todo había cambiado y la lenta danza de las burbujas, se volvió el agitar frenético de un rock and roll.
01
¿Lo había matado?
Penélope levantó las manos. Sus palmas sostenían un objeto precioso. La escasa luz, que se derramaba de una farola, iluminaba un cerebelo, una masa grisácea, ensangrentada, caliente y blanda al tacto.
Sí, lo había matado.
Elevó la vista y miró a su alrededor. El mundo que la rodeaba, aquel callejón infecto, la sangre goteándola por los antebrazos, todo era teórico, inmaterial, ajeno, carecía de dimensiones ante aquella víscera amorosamente sujeta, ante su visión precisa y terrible. Era un horror, lo más íntimo de otra persona, su secreto carnal más oculto, expuesto a una visión profana. Su peso y tacto tan cercanos e internos lo convertían en un objeto amable, casi un órgano propio que pudiera ser restituido a su lejana y oculta cavidad corporal con tan solo un gesto.
Pero no, era imposible.
Era una mujer joven, delgada, de miembros largos y fibrosos, vestida con una gabardina elegante, fuera de lugar en aquel callejón en sombras y lleno de basura. Tenía el pelo muy negro, recogido en una densa cola de caballo. Las facciones eran regulares, alargadas, totalmente exentas de expresión. Mirarla era como contemplar una marioneta con los hilos demasiado tensos.
Sin embargo el cadáver, tirado boca arriba en medio de la suciedad, no parecía fuera de lugar. El muerto, aunque era más joven de lo que aparentaba, tenía la piel ajada, como de alguien que ha vivido mucho al aire libre. El pelo amarillento, estropajoso, se le pegaba al cráneo con dificultad. Miraba al cielo con dos ojos azules y vidriosos mientras la boca se le torcía en una mueca que, según el ángulo, podía ser tomada por una sonrisa.
Sabía que, a unos pasos, justo tras doblar la esquina, la gente regresaba a sus casas después del trabajo o se desplazaba camino de sus clases de idioma, corría hacia una cita amorosa o derivaba hacia un bar, a beber con amigos. Todo aquello le había sido prohibido al hombre que yacía sobre el suelo, despatarrado, aferrando absurdamente una bolsa de plástico de la que sobresalía una barra de pan. Supuso que acabaría de comprarla y tendría pensado usarla para cenar, partida en pedazos generosos, desmigada para mojarla en la salsa que un filete dejaría escurrir sobre el plato. Había perdido para siempre el sabor de la miga empapada de grasa, la mirada de la persona con la que quizá partiría, sus comentarios triviales mientras la televisión, siempre encendida, gritaba estupidez tras estupidez. Nada de aquello era ya posible. El cadáver era carne muerta, no había energía que lo animara y la breve magia que lo había hecho hablar, fingir que estaba vivo, había terminado.
Abrió la pequeña nevera de transporte. Siseó y desprendió una pequeña nube de vapor. No había nada en el interior, solo un leve olor a formol. Con cuidado, depositó el cerebelo allí. Goteó un poco, creando un pequeño charco de color rojo intenso sobre la blancura del plástico. Sonrió y cerró la tapa. Estaría solo allí dentro, pero ¿no estamos solos todo el tiempo?
Arrastró el cadáver sobre el suelo con intención de ocultarlo entre unos cubos de basura. Por un instante el cielo fue negro como el carbón; una nata de burbujas moradas, enormes e insanas, que se cernían sobre la ciudad como la amenaza de una tormenta. Luego se volvió de nuevo tan gris como el semblante del muerto.
Lo abandonó detrás de los cubos, tapado por unos cartones pringosos de grasa. Buscó su cuchillo. ¿Dónde estaba? Quizá estaba en el suelo, cubierto de hojas de papel, de latas y salpicaduras de sangre.
Tenía que recuperarlo.
A lo lejos sonaba una sirena; en las cercanías algún vecino tenía puesta la televisión a todo volumen. Encontró el cuchillo. Al tocar el acero recordó el aspecto del tejido nervioso, su esponjosidad demoniaca. Se volvió, aún de rodillas, hacia la nevera. Oía su voz llegarle desde allí: el frío, la nada, la ausencia y la soledad grisácea, la inerme fluencia de masa neuronal, una metáfora de ella misma, un significado que abría, como la proa de un rompehielos, un ancho surco de espuma en la masa oscura y fría de su propia mente, una banquisa enorme y helada.
Tomó la nevera, guardó el cuchillo en una funda sujeta al muslo derecho, se recolocó la gabardina y comenzó a caminar hacia el coche. Lo había aparcado a dos calles, empotradas sus dimensiones de trasatlántico entre otros vehículos más pequeños. Aquella máquina enorme y dócil respondió al toque de la llave con la misma inmediatez de un perro bien entrenado. Maniobró para salir del aparcamiento. Al coche, grande como un transatlántico, le costó salir.
Giró en la siguiente calle y un coche de policía y dos agentes con la mano extendida la hicieron pararse.
02
Hizo un esfuerzo por no mirar el reloj una vez más. Tenía que relajarse, no podía llegar demasiado pronto. Respiró hondo y dio un paso desde el portal de su casa al exterior. Víctor notó cierta presión malsana empujándole contra la piel. Era el calor del sol brillando alto en el cielo, o la presión atmosférica que había cambiado, o vete a saber qué.
O no.
Quizá era la presencia que sentía justo a su lado, invisible, imposible, desafiando a toda lógica, a punto de manifestarse, pero inmaterial aún, buscando un resquicio en su cerebro para abrumarlo con una presencia ni deseada ni posible. Por eso no se giraba, seguía caminando calle adelante sin atreverse a mirar a derecha o izquierda. Cerró los ojos con fuerza, deseando que su mente dejase de jugar al póker con la realidad. En la oscuridad, la mano que le atenazaba la garganta comenzó a apretar de verdad, impidiéndole respirar.
Eran ya muchos meses de paro, muchos meses desde que Laura se fue, muchos meses de crisis y de mala racha. Por algún lado tenía que reventar.
Claro que hoy todo podría cambiar. Mejor no pensarlo, no ponerse nervioso.
Abrió los ojos y echó a andar deprisa calle adelante, bajo árboles que comenzaban a reverdecer. Justo en el kiosco del barrio se detuvo. No había nadie a su lado. Sin fiarse demasiado volvió a mirar a su alrededor. Había algo insidioso en el aire, una miasma intangible, inodora, insípida, pero presente a pesar de todo. Contaminaba al dueño del kiosco, que le ponía cara rara por haberse parado frente al expositor y no comprar nada; empapaba a la vieja que intentaba pagar por el Hola y no podía porque el viejo kiosquero, empeñado en mirarle a él, no había visto sus dedos, largos y grises, alargándole un billete de cinco euros tan viejo como la propia Europa, un billete que podría haber usado Erasmo o hasta el mismísimo Cayo Julio.
¡No! Había cometido un error muy grave. Sintió una mano helada colándose por su cuello. No debería haber pensado eso. Esta vez sí había alguien a su derecha, casi pegado a su manga. Miró de reojo, sin girarse. Adivinó una toga blanca, una capa roja. Ese alguien le habló en voz baja y profunda.
—Tú también lo sientes ¿verdad? Esa sensación, como de apresto antes de la batalla, los nervios antes de hablar en el senado.
—Sí, yo también lo siento. Algo así a lo que dices, sí. Será el puto estrés. ¿En tu época teníais ya de eso, no?
—A veces, en general vivíamos más tranquilos. El estrés era patrimonio de los poderosos tan solo.
—A no ser que huyerais de algún germano de tres metros de altura y armado con un hacha enorme, entonces sí había nervios, ¿eh?
—En mis tiempos eran los bárbaros los que corrían delante de nosotros. No aprovechaste mucho las clases de Historia, por lo que veo.
Víctor miró hacia la figura de Cayo Julio César, toga en torso, laureles en el pelo de flequillo tendido, nariz en voladizo y tensos ojos negros. Parecía más bajito que sus propias estatuas, sin embargo la mirada sí era la de un gigante. Dudó si responderle y luego se encogió de hombros. Estaba harto de fingir que no veía nada, que no estaban ahí.
—Maldita la gracia que me hacían las putas clases de Historia. A mí lo que me gustaba era calcularle el tamaño de las tetas a la profesora, que las tenía enormes. Como dos balones de fútbol.
—A mí de mujeres no me hables, ya sabes que no eran lo mío. Alea jacta est.
Le dio la espalda a Cayo y rebuscó con la mirada entre las revistas expuestas. Miles de fascículos con regalos convertían el pequeño kiosco en un zoco oriental. Al final escogió una revista del motor. Le gustaba ver fotos de vehículos fantásticos y carísimos, leer artículos ahítos de jerigonza técnica que le fascinaban con sus menciones de pares y curvas de potencia, válvulas en cabeza, embragues, cilindradas, batalla, estabilidad, estanqueidad. Al hojearla mientras caminaba lentamente de vuelta a su casa, sintió algo grande revoloteando sobre él. Iban y venían alas y pico de negro acero deseando arrebatarle la revista. Se cernía sobre el claro cielo azul, una arpía de primavera especializada en lecturas ligeras.
Se volvió hacia la figura de Julio César que caminaba a su lado.
—Joder. ¿Tú la ves?
—No, pero eso no quiere decir que no esté ahí. Yo mismo no existo.
—Eso me pasa por intentar razonar con lo irrazonable.
—Las cosas imaginadas son las más poderosas, no lo olvides.
—Sabrás tú…
—Roma no era más que una idea y mira lo que produjo.
Continuó caminando de sombra en sombra. A ratos miraba de reojo, vigilando a la arpía. Cayo Julio le seguía sin signo de asombro al ver pasar coches y aviones, pisos, semáforos y señoras de gesto adusto con perrito, de las que en aquel barrio parecía haber en gran cantidad. Se lamentó moviendo la cabeza a derecha e izquierda.
—¡Qué falta de coherencia! Ni la imaginación es ya lo que era.
Recordó entonces el reloj. Miró la hora, ya había consumido todo el tiempo necesario para no llegar a la entrevista de trabajo demasiado temprano, para no parecer impaciente. Volvió a mirar el reloj. No, aún no era muy tarde. Dejó a un lado a Cayo Julio, a las arpías y se encaminó hasta la cercana boca de metro.
03
La mañana se arrastraba sobre la ciudad cubriéndola de cielo azul. Había viento, un viento constante y frío que soplaba del norte zumbando en los millones de esquinas, corriendo en las acanaladuras de los tejados, trayendo y llevando nubes alargadas, rotas, desgajadas por la velocidad y la prisa.
Había un hombre asomado a la mañana y a la ciudad, que dejaba que el viento le enfriase el pecho desnudo. No parecía tener rasgos distintivos, era uno de aquellos hombres simplificados que la ciudad parecía producir en serie. Los ladrillos, los tejados, las aceras y las farolas se habían esforzado en adaptarlo y reducirlo durante cincuenta años. No lo había conseguido del todo, mantenía una mirada intensa, inquietante, capaz de cuestionarlo todo con tan solo un vistazo.
Contempló una vez más a la masa de edificios y luz, y cerró la ventana, no muy complacido de lo que había visto.
En el baño la voz de un locutor de radio volvía a repetir las noticias, que eran siempre las mismas, día tras día, mes tras mes. Variaban apenas las circunstancias.
El nuevo partido Votemos parece haber dado un vuelco a todas las expectativas. Los estadísticos expertos en encuestas no saben ya que decir. Sus datos, su experiencia, no les permiten ser, esta vez, muy precisos con los resultados a obtener.
No estaba escuchando. Votemos, sí, era la palabra de moda. La había oído ya tantas veces que ahora, cuando el locutor la pronunciaba, su cerebro era incapaz de percibirla.
Se aseó con meticulosidad. Tras la ducha intentó pegar sus canas al cráneo con la misma pulcritud con que, día sí, día no, limpiaba el vasto y sombrío piso dónde vivía desde joven. Era un lugar de techos altos y ventanas sin luz, lleno de crujidos, maderas y años. Aquel piso tenía las dimensiones de una catedral, estaba pensado para otros tiempos en los que las familias eran de cinco hijos más las tías del pueblo, las criadas y un opositor a notarías al que se le alquilaba un cuarto.
Terminado el trabajo del peine, limpió de nuevo el vaho del espejo. El azogue le devolvió la vista de un hombre avejentado, papada, pelo encanecido, cortado a cepillo, y mandíbula cuadrada. Tenía el aspecto de un general jubilado, de un policía alejado del servicio. Pero no era nada de eso, solo un funcionario judicial prejubilado, un hombre muy alejado de cualquier estereotipo de película violenta.
La radio, encendida en un canal de noticias, seguía hablando del partido revelación y de las próximas elecciones.
El partido está lleno de gente joven que intentan suplir con ánimo sus carencias intelectuales y de experiencia. Un mensaje así puede obnubilar a los jóvenes, convencerles de que las alternativas de los partidos tradicionales serán menos eficaces que esas nuevas propuestas de acoso y derribo, de revanchismo económico desquiciado. Hemos de decirles que no, que Votemos, el partido que dice representar a los desesperados que la crisis está dejando atrás, invocará el Apocalipsis democrático, al autolisis del organismo hispánico, la debacle final tras la que solo quedará el llanto y crujir de dientes.
Jaime miró a la radio. «¡Menuda panda de idiotas tenían contratados en las tertulias y los espacios de comentario político!», pensó con amargura. Tenía que afeitarse y por un momento ese simple acto de aseo le supuso el esfuerzo de ascender una montaña, un Everest de monotonía gris y fatal, cubierto de neveros y cumbres azotadas por el cruel viento del aburrimiento más atroz.
Tomó aire por la boca y lo expulsó de golpe por la nariz y levantó la mano armada con un peine. La luz en el baño era tan escasa que, durante un instante se creyó sumergido en la ruina submarina del Titanic. Flotaban a su alrededor diatomeas, algas, krill diversos. Un limo oscuro y denso, dispuesto a deslavazarse en una nube de turbidez, recubría el suelo dejando ver, aquí y allá, objetos que surgían de su espantoso sueño marino. Gritaba la blancura de loza agrietada de una bañera grande como un hipopótamo; estiraba el cuello en un rictus de angustia el aplique de bronce que soportaba la toalla; abrían las bocas, desencajadas por el miedo, una taza y un bidé amarrados al suelo por fuertes pernos de acero que les impedían la huida.
Una gota de agua impactó contra el lavabo. El sonido le abrió al mundo, le sacudió de la inercia pastosa que le paralizaba.
En breves segundos abandonó el peine, apagó la radio, terminó de vestirse, se colocó el abrigo y cruzando las enormes distancias de aquel piso continental, franqueó el portón de entrada y descendió hasta la calle.
Era para lo único que le servía la prisa, para huir de sí mismo. Antes siempre había prisa, prisa por llegar al juzgado, prisa por cerrar expedientes antes de irse. Ahora había prisa por abandonar la escalera y surgir, por fin, al siglo xxi, que comenzaba unos pasos más allá del portal y no antes.
Afuera le esperaba la calle, un río de vida que corría mucho más rápido que él. Sin embargo no se planteaba una travesía demasiado larga, tan solo llegar a dos manzanas, pasar el kiosco, dónde un joven con cara de imbécil estaba parado obstruyendo el paso, cruzar el parque y, luego, arribar al buen puerto de la tasca de Manolo.
Llegaba ya a la tasca, tomaba el asa de la puerta metálica y tiraba para abrirla cuando algo se tambaleó, o acaso fueron sus piernas. Un vahído minúsculo y que sin embargo le había vuelto las tripas del revés. Nada había cambiado, sin embargo notaba extraña el asa que agarraba con la mano. Parado, tieso y con los ojos muy abiertos, miró a su alrededor. La fachada del edificio era la misma; el escaparate era el mismo; la acera, gris, sucia, era la misma. Los árboles de recién estrenada primavera, eran los mismos, sin embargo nada era igual. Hasta el azul del cielo, el mismo que había visto al salir de su casa, no era el mismo, aun siéndolo por completo. Había nubes en él, o algo así, unas formaciones globosas de color cárdeno, que se movían y avanzaban comiéndose el azul, el brillo del sol.
Algo aleteó por su izquierda, blandas brazadas de aire plumoso que se le acercaban. Giró la cabeza, allá estaba un horror blanquecino de alas que abrazaban la calle de lado a lado. Los hombros eran de un blanco roto, sucio, como mal lavado tras mancharse de un crimen o un acto innombrable. El pico apuntaba directo a su corazón, un asta de hueso carcomido por la malicia, surcado por estrías y manchas. Lo peor eran los ojos, pequeños, brillantes, tan negros que parecían contener en ellos todos los callejones sucios, todas las cloacas.
Cien abismos de aquellos que se usan para tirar aquello que se quiere olvidar, donde se acumulan los actos fallidos, las vergüenzas, las miserias, no bastarían para igualar el hedor metafísico de aquellos ojos de paloma en vuelo. La paloma era una avalancha de horrores articulados en un animal volador, un engendro cuya sola existencia justificaba el vahído, la sensación de irrealidad, como de sueño, que le dominaba el alma emborronándole la nitidez de su vida pequeña y ordenada.
El ave, inofensiva, le sobrevoló al fin. Jaime tomó el asa de la puerta y entró en el café, como asumiendo con aquella acción la otredad que operaba ya en el aire, en sus venas, incluso en el olor del café recién hecho.
Jaime huye de la calle y llega hasta el bar de Manolo, el último refugio.
04
Permanecía con las manos sobre el volante, el vehículo detenido. La mano del policía municipal retenía toda aquella masa metálica, sostenía con delicadeza la planta de su pie derecho, deseosa de hundir hasta el fondo el pedal. Sentía la tela áspera del asiento contra las nalgas desnudas, en las manos el tacto gomoso del volante, tan cálido y firme como una masa de músculo recién desprendido del hueso. El pelo, tenso sobre el cráneo, parecía un casco de competición. Los ojos saltaban de un detalle a otro. Incapaces de una visión global, se perdían en recovecos fractales de una realidad que no tenía anclaje, ningún asidero.
El policía consultó con la radio, su compañero paseó alrededor del coche, apuntó algo minuciosamente en su libreta, quizá el número de matrícula. Ese coche era de su padre, no estaba a su nombre. Su padre. El vértigo del tiempo la alcanzó como siempre que pensaba en él. El coche que conducía es el mismo coche, el mismo tacto, el mismo momento que se repetía siempre dentro de aquella chapa oscura y maldita.
La visión se le volvió borrosa, los policías, la calle, ya no estaban. Se sintió resbalar por la curva interior de la realidad. Fue de noche, llovía y conducía. Hay tacto duro y blando, movimiento, ruido. Las manos sobre el volante descifraban los laberintos de una carretera secundaria. El invierno se paladeaba en el sabor acre y amargo del aire calefactado. Las curvas se sucedían una tras otra. Afuera apenas restaba mundo, solo una densa negrura acariciada por las formas de árboles deshojados, una realidad submarina de agua estrellándose contra el parabrisas. No recordaba adónde se dirigía, quizá nunca lo supo, el recuerdo solo abarcaba la curva superior del volante, ese tacto de plástico suave, como de carne tibia, que era el mismo volante que aferraba mientras el policía seguía detenido delante del coche, sin dirigirse a ella.
Mientras su padre había permanecido vivo, el puzle se había conservado entero. De él solo le quedaba una ausencia negra que la miraba desde el pasado, desde aquella noche lluviosa, rota como un grito, quebrada de relámpagos. Al parabrisas, ¿del mismo coche? Lo acribillaban gruesas gotas de agua. ¿Por qué conducía? Quería encontrar algo o alguien, o quizá huía, o ambas cosas. Temblaba. Aún quedaban unos kilómetros, pero no podía seguir conduciendo, no con ese temblor que le acalambraba brazos y piernas. Por eso se detuvo y salió del coche. Apoyada en la chapa mientras la lluvia la empapaba, había sentido el agua resbalar del pelo y colarse por el cuello de la prenda, recorrer caminos de hielo por los senos y la espalda, caricias de un amante muerto, lengüetazos de un pez podrido. Solo en ese momento consiguió comprender que su padre había dejado de respirar, que cargarlo en el asiento de atrás y conducir de noche en busca de un hospital no iba a servir de nada, que ningún médico podría devolverle la vida que había huido de su cuerpo de forma definitiva en aquella noche de invierno.
Alguien golpeaba contra el cristal de la ventanilla, un ser detrás del muro de cristal que reclamaba su atención. Parecía un policía.
—Señora, circule, está todo bien. —Se humedeció los labios, resecos, sin pintar, antes de hablar.
—¿Sucede algo, el coche tiene algo mal?
—No pasa nada, solo estamos comprobando las matrículas, por favor siga su camino.
Había algo, allí, tras la mirada del guardia, tras las gafas de sol, algo que la llamaba. Apenas podía disimular el ansia, el horror, el miedo, la angustia. Supo, sin necesidad de planteárselo, cómo seducir a aquel hombre, qué gestos precisos —la mirada, los labios, las manos— lograrían enardecerle en contra de sí mismo. Con apenas fuerza, temblándole la mano, aceleró y dejó que su cuerpo condujese alejándola de sus propios planes. Ni el asesinato le libraría de los recuerdos de una noche de invierno cuajada de lluvia fría, en el arcén de una carretera secundaria, temblando, incapaz de dominarse, de evitar volver dentro del coche y conducir hasta su destino sabiendo que el cadáver aún fresco de su padre yacía bocarriba sobre el cuero de los asientos.
Salió de la ciudad y recorrió carreteras cada vez menos frecuentadas sin equivocarse ni una sola vez, hasta que franqueó las puertas de una amplia finca. Detrás del muro que la delimitaba se extendían árboles muy viejos, subiendo y bajando en breves colinas apenas adivinadas entre la lluvia. La maraña de ramas muertas, goteantes, saturaba un aire sólido y muerto, de invierno terminal.
La casa la esperaba al final del trayecto. Era una edificación de ladrillo gastado, grande y adornada con la imaginativa ornamentación que se permitían los burgueses de principios de siglo. Dejó el coche aparcado, abrió la puerta y activó un interruptor. La casa cobró vida y múltiples luces la iluminaron.
—¡He vuelto a casa!
Nadie la contestó. Se desnudó quitándose la gabardina. Tenía la piel recubierta de una maraña de cicatrices, algunas muy antiguas, otras recientes.
Sujetó contra el pecho la nevera portátil y desapareció en el interior sin ninguna alegría, sin la magia del reconocimiento ni sensación alguna de regreso al hogar, a cualquier hogar.