EL SABBATH DEL LOBO
© 2011, Salvador Bernardo Hurtado Ponce
Edición a cargo de Elda Peralta y Tere Ponce
D.R. © Editorial Morgana S.A. de C.V.
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México D.F., C.P. 04330
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Ilustración portada: “Saturno devorando un hijo.” de Francisco de Goya
Diseño Gráfico: Zarina Ramírez Llera
Diseño Portada: Editorial Morgana
PRIMERA EDICIÓN, 2011
ISBN: 978-968-7948-28-7
ISBN EPUB: 978-607-9334-06-2
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Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Para Patricia, mi esposa, para Tere, mi madre, para tantos amigos ausentes.
Con todo amor.
I.-LOBO
Incubación
Cazadores
Metamorfosis
II.-GALLO
Mi encuentro con la sombra
III.-HUBERTUS
Entre los mundos
Wymepole, Wymepole
Resurección
IV.-ASUNTOS EXTRAÑOS
La necropsia de Lobo
Noctámbulos
Un negocio arriesgado
Examinando a Gallardo
V.-CASANDRA
El pacto de Casandra
VI.-EL AMULETO DE TOBÍAS
La trampa
Una mujer de poder
Nota roja
El conjuro de Alberto Wesler
Confesiones peligrosas
De poder a poder
VII.-IN TENEBRIS
Dhampir
El Sabbath del Lobo
Mi vida en las sombras
De nuevo le lleva consigo el Diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria y le dice: “Todo esto te daré si postrándote me adoras”.
–Tentaciones de Jesús en el Desierto. Mateo 4–8.
CALCINAN A INOCENTES.– Un comando armado de entre 12 y 15 integrantes irrumpió cerca de las quince treinta horas en el “Casino Royal” ubicado en el poniente de Monterrey […] Los pistoleros que perpetraron el ataque entraron por la puerta principal, amagaron con sus armas a clientes y empleados y rociaron combustible en alfombras y máquinas de juego […] “¡Les va a cargar la ver…, hijos de su chingada madre!”, gritó uno de los pistoleros […] En el momento en que llegó el comando, en el lugar, frecuentado a esas horas por gente de la tercera edad y amas de casa, había unas ciento cincuenta personas, entre ellas algunas mujeres embarazadas.
Periódico Reforma, 26 de agosto de 2011.
RITOS Y NARCOSATÁNICOS.– Junto a algunos cadáveres han sido encontrados objetos rituales e instrumentos utilizados en ceremonias satánicas. Un legislador panista denunció que los asesinatos se deben a presencia de traficantes de órganos y grupos narcosatánicos en Ciudad Juárez.
En el 2001, en un campo algodonero se encontraron ocho cadáveres de mujeres que tenían el pelo cortado en la base del cráneo, algunas de ellas tenían cortado un triángulo en sus genitales –lo que hace pensar en un rito satánico ya que en oriente, el triángulo es símbolo de ultraderecha.
Tambien se añade que el Instituto Chihuahuense de la Mujer ha establecido periodicidad entre los crímenes ya que se han efectuado con nueve meses de diferencia y, sobretodo, en febrero y marzo y luego en noviembre y diciembre.
Las investigaciones se han visto frenadas debido a que no hay autorización legal para buscar cuerpos dentro de ranchos de narcotraficantes y casas de seguridad de delincuencia organizada.
http://www.terra.com.mx/noticias/articulo/138891/ Con respecto a los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez.
–Señores: “dentro de cuatro horas estaré muerto…”
El policía judicial Ignacio Lobo sintió un calambre en la base de la espalda y una urgencia por vomitar, pero haciendo un esfuerzo se obligó a tragar fuerte ese líquido dulzón y quemante que le había subido a la garganta. El viejo doctor de origen polaco, Hubertus, le ofreció un cigarro encendido mientras los otros hombres lo miraban con incredulidad y desprecio.
Lobo trató inútilmente de disimular el sudor frío que le corrió detrás del cuello; todavía le quedaba algún rastro de dignidad. Dejó su informe sobre la mesa astillada en la que trabajaban y, aparentando indiferencia, caminó hacia el baño. Apenas tuvo tiempo de llegar al lavabo antes de que una explosión de fluidos gástricos lo convulsionara y que un hilo amargo como la hiel corriera por su boca. El agua que salía del grifo sabía tan dulce que casi le “agarraba” la lengua en contraste con el ácido clorhídrico de sus entrañas. Lobo se miró largo tiempo en el espejo del lavabo.
Había sido un hombre alto, de constitución poderosa, un poco pasado de peso. Pero había perdido veinticinco kilos en las últimas seis noches y apenas si podía reconocerse a sí mismo. Sus treinta y cinco años se habían duplicado por la calvicie y por las bolsas bajo los ojos que casi los cerraban por completo. El poco pelo que le quedaba, antes negro como las noches infernales, ahora blanqueaba encanecido; había perdido dientes, le faltaban todos los frontales hasta llegar a los caninos, que –en ausencia de los otros– lucían larguísimos. En contraste con su piel verdosa hasta hace poco morena, los ojos estaban inyectados como los de un mastín, tanto, que el blanco de ellos se percibía más como carne viva. La luz del sol se los quemaba como si estuvieran sumergidos en agua de salitre. Curiosamente la luz eléctrica no lo importunaba en lo más mínimo, incluso, imaginaba que su visión nocturna había mejorado.
Alguna vez Lobo fue un hombre atractivo, con un aire salvaje que había seducido a más de una mujer, la mezcla perfecta entre un ángel y un simio; pero ahora estaba desfigurado, ni siquiera él se reconocía a sí mismo.
Oficialmente se encontraba enfermo por radiación… ¡De un material radioactivo que nunca se pudo encontrar! Pero él sabía que no era radiación común lo que lo estaba matando: su enfermedad se encontraba en los sueños y en esta séptima noche desde que comenzaron, lo iba a matar. Apenas eran las seis de la tarde, a las diez lo acostarían a dormir.
Lobo se desplomó sobre la taza del WC y por millonésima vez, trató de recordar los hechos desde el inicio, esforzándose por encontrar una pista sobre el origen de su enfermedad.
Serían las cinco treinta de la mañana cuando el automóvil blanco del teniente Ignacio Lobo se detuvo frente al bar La Planta en el centro de la ciudad de México. Se había cometido un crimen. “Otra vez la maldita rutina” dijo para sí el policía, pensando en el altero de expedientes “en proceso” apilados sobre su escritorio, “los pachecos, los ladrones y los rijosos no lo dejan a uno en paz”. Pensó en la torta compuesta de milanesa y longaniza que dejó a medio comer sobre su destartalado escritorio y en el ácido sabor que todavía tenía en la boca del café instantáneo olvidado junto a su merienda. Lamentó no habérselos traído para comerlos en el camino. Las unidades que le precedieron ya habían acordonado la zona. Las luces azules y rojas de las torretas se alargaban entre la bruma y la llovizna de esa mañana invernal como dedos que se extendieran hacia la nada.
El gerente, un hombrecillo de ojos nerviosos y saltones, llevó a los policías al interior de la vieja casona colonial remodelada como bar. Atravesaron los salones adornados con luces de neón y una horrible combinación de acero y terciopelos rojos. Llegaron por fin a la cocina donde se había abierto un agujero en el piso antiquísimo de mosaicos desgastados. Un insoportable hedor a podredumbre que manaba de las profundidades del socavón golpeó al judicial.
–¡Puta…! ¿Qué hay abajo?
–No lo sé, ni siquiera sabíamos que hubiera un sótano.
–¿Hace cuánto que trabaja usted aquí?
–Desde que abrimos hace dos años, pero no conocía este… mire, yo mismo preparé los planos de la remodelación de la casa, no hay escaleras… ni puertas…
–¿Sabe que la dirección de personas desaparecidas tiene unos expedientes que se relacionan con este lugar?
–No, no lo sabía… pero si quiere puede comentarlo con nuestro abogado, que viene en camino. A usted no lo llamé para interrogarme…
Lobo resistió el impulso de golpear a esa salamandra humana; odiaba su tipo, relamido, trajeado, con el pelo fijado con brillantina y esos ojos saltones. ¡Daba la impresión de que en cualquier momento sacaría la lengua para atrapar algún insecto!… Trató de contenerse y dijo:
–Mire, no lo estoy acusando de nada, solo quiero que me ayude a ayudar. ¿Qué hay allá abajo?
–Le digo que no lo sé… disculpe usted… desconozco que haya abajo… esta casa tiene como quinientos años y ha sido nuestra sólo dos.
Dudó unos instantes, se frotó la nariz con el dorso de la mano y prosiguió:
–Hace unos días empezamos a notar el olor. Creímos que se trataba de una cañería, de una rata o un gato muerto, porque ponemos veneno ¿sabe?.. Como el olor iba en aumento nos asustamos, al creer que podría ser gas. Cada día era peor, así que trajimos a unos albañiles para que rompieran el piso…Uno de ellos dijo que esto olía a muerto, entonces les hablamos a ustedes…es todo lo que sé.
Un oficial informó al teniente de la llegada inminente del GERI –Grupo Especial de Reacción Inmediata– de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal.
– Y a ésos ¿quién les sonó el maiz?
¿Qué tenía que hacer ahí un cuerpo entrenado contra dinamiteros, terroristas y secuestradores? Detestaba la idea de tener que tratar con estos presumidos sabelotodo, pero por otro lado, si tenía que bajar a lo que parecía ser la boca del infierno, no iba a hacerlo solo. Por mucho que odiara al grupo GERI, si la cosa se ponía fea, no había nadie a quien quisiera más cerca de él, para cubrirlo.
Una camioneta blindada de color negro se estacionó delante de la puerta, minutos después. De ella saltaron seis hombres vestidos de oscuro, encapuchados y con armas automáticas. Uno de ellos, quien venía sin la capucha, era el sargento a cargo de nombre Franco. Picada de viruelas, su cara parecía una piedra pómez con ojos:
–¡Nacho! Hace tiempo que no nos mandaban a ayudarte… déjame ver… si traes los pantalones puestos, es que esta vez no te atoraste en el excusado… tampoco pareces tener problemas con la bragueta… ¡Ya sé!… Quieres que te llevemos de regreso a casita porque otro niño te quiere madrear…
–No, lo que necesito es que me traigas un papel mojado… ¡porque se me quedó pegado en el culo un pedazo de tu pinche madre!
La cara del GERI enrojeció hasta ponerse morada y tuvo que morderse los labios para no atacar al teniente. Las risas de los hombres de Lobo le caían como periodicazos a un perro bravo.
–A sus órdenes, mi teniente…
Esto lo dijo muy alto para que sus hombres lo oyeran, pero después agregó en un susurro:
–Pero no crea que esto se va a quedar así.
Mientras los hombres en uniformes negros se afanaban con sus máscaras de oxígeno, sus equipos de rapel y sus armas de asalto, Lobo se maravilló de la precisión y velocidad con que se alistaban. Éste era un cuerpo de élite y sus movimientos lo confirmaban. El sargento Franco se aproximó al teniente:
–No se preocupe, teniente, uno de mis muchachitos va a bajar primero para iluminar el hoyo, por si le asusta la oscuridad… porque dicen que allá abajo espantan…
La mirada que el judicial dirigió al sargento podría haber detenido a un toro a media embestida y fuerza de élite o no, él estaba a cargo. Tomó un arnés; se colocó en la cara una máscara antigás y caminó resuelto hacia el borde de la abertura. Franco no se atrevió a hacer más comentarios.
El policía sintió que las manos mojadas de sudor se negaban a obedecerle; simplemente no podían asirse del cable. Ignacio Lobo tenía, desde siempre, un miedo terrible a las alturas ¡pero al carajo si permitía que alguien lo notara!
Le faltaba el aire, no sabía si era la máscara o la acrofobia lo que lo estaba ahogando, tampoco había modo de saber si se encontraba a tres, cinco, o cien metros del fondo de aquella negrura fétida.
“Qué día para usar traje”, pensó, mientras trataba de no resbalar con la suela de cuero de sus mocasines y de mantener la presión con su mano izquierda en el mecanismo de freno de la cuerda.
La distancia hacia la luz de la abertura parecía enorme, ya debía estar a unos quince metros de profundidad cuando varias ratas negras, del tamaño de gatos grandes, saltaron desde las sombra y treparon por la misma cuerda por la que Lobo bajaba. El judicial no tuvo tiempo de pensar, se oyó a sí mismo dar un grito que fue más un chillido, mientras la cuerda resbalaba rápidamente entre sus manos, y él se desplomaba hacia la oscuridad total.
La caída fue larga, interminable. Pero en lugar de encontrar una roca que le partiera el espinazo, Ignacio se topó con algo rígido que cedió con un poderoso ¡crunch! ante el impacto de los cien kilos del policía. Mientras luchaba por jalar todo el aire que perdió por el golpe, tanteaba desesperado para encontrar la linterna que le habían prestado. En algún lugar crepitaba su radio con las llamadas de los que se quedaron en el mundo de los vivos.
La sensación de que cientos de piecesitos corrían por encima de él cuando otra bandada de roedores lo arrolló, fue suficiente para ponerlo de pie como si fuera un resorte. Lobo desenfundó instintivamente su pistola, una Pietro Beretta, 9 mm. Parabellum, con catorce tiros y uno listo en la recámara, le quitó el seguro y esperó al resto del equipo sin atreverse a mover un músculo.
Tal vez fue por el golpe, pero Ignacio Lobo podría jurar que el pútrido aire estancado estaba lleno de voces que susurraban:
–Ah… Nacho…
–Una mariposa negra sueña al amanecer…
–Es tiempo de la poesía de la sombra, los versos nocturnos, el arte mortal de los que no mueren…
No podía saber cuántas voces escuchaba pero sonaban como legión; aunque en verdad pudiera ser que sólo las oyera dentro de su cabeza. Sin embargo, una voz femenina prevalecía sobre las otras:
–El profundo sendero de la muerte es el más largo y el más oscuro, sigues adelante sobre esos caminos de antigüedad por los cuales nuestros antepasados se fueron. Pero tú no irás, mi amor, no lo harás hasta que seas una liebre con pesar y enfermedad y pobre cuidado, irás en nombre del Diablo, porque hay un Dios arriba y otro abajo, ¡ay!, irás siempre de regreso a casa y a los que ames darás el beso mortal, tu aliento congelará la rosa de sus pechos, serás una memoria que perdura al tiempo, ¡ay! regresarás de nuevo a casa, siempre lo harás… ¡Yo te invoco, Proserpina! como el aspecto infernal de la triple Hécate, quien permite que los fantasmas tengan fornicación conmigo… Lobo es un nombre escogido… bienvenido, amor mío… serás ungido…
Ignacio sentía muchas presencias invisibles que danzaban alrededor suyo, mientras los susurros suaves y amenazantes se fijaban en su mente. Dos veces llegó a sentir un aliento helado en su oído y tiró un golpe con la mano pero sin alcanzar nada.
Desde entonces, hacía seis noches, no había dejado de escucharlos en su cerebro, siempre llegaban con la oscuridad y se detenían con la luz. Incluso el entrar manejando a un túnel largo bastaba para desatar los susurros, aunque fuera pleno día.
Las luces de los primeros GERI que descendían en aquel abismo acallaron los alientos fríos que se disolvieron con las sombras de las que habían salido.
Lobo regresó de su ensimismamiento al presente; miró el cigarro que el doctor le había ofrecido: estaba completamente quemado sobre el lavabo aunque él no le había dado una sola chupada. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que entró al baño? Levantó la colilla y el largo tramo de ceniza que se desprendió de ella, cayó al lavabo con estruendo. Ignacio se sobresaltó, escuchó la caída de la ceniza como si alguien hubiera destrozado una loza de porcelana frente a él. Puso atención y escuchó claramente las conversaciones en el piso superior:
–Doctor Hubertus, ciertamente el tipo está enfermo, pero le aseguro que podremos continuar la entrevista mañana si su estado lo permite.
–No sabe usted lo que es tenerlo aquí por las noches, hace tres que es forzoso amarrarlo a la cama… francamente a mí me asusta… y con ¡su historial!, el tipo es un peligro para todos nosotros…
–Mire Hubertus, si quiere llevárselo a su casa en el campo, hágalo ya. Nos va a quitar un peso se encima. Toda la noche berrea y aúlla con una fuerza que se escucha hasta San Jerónimo, no exagero.
–Le agradezco el ofrecimiento, pero no soy doctor en medicina. Así que es menester que permanezca con ustedes hasta que muera, después voy a necesitar el cuerpo para estudiarlo… Si lo que temo es cierto, acaso será más peligroso muerto que vivo.
Lobo no pudo seguir escuchando, las cucarachas se movían con tal bullicio y los corazones latían de modo que le era imposible aislar los sonidos individualmente. Sentía que los tímpanos le iban a estallar de un momento a otro. Sentóse en la taza y comenzó a llorar, tenía ganas de gritar; pero se contuvo, la última vez que gritó los vidrios saltaron en mil pedazos y se activaron las alarmas de los coches estacionados en la avenida.
Cuando pudo por fin controlarse se volvió a mirar en el espejo; tenía la cara roja de sangre que goteaba y le manchaba toda la camisa. Dos lágrimas completamente rojas rodaron por sus mejillas.
El teniente Lobo sabía lo que le estaba sucediendo, pero su razón se negaba a aceptarlo. Tenía que haber un secreto, una clave en aquel lugar que le permitiera encontrar cómo combatir el mal. Se recostó en el piso helado y aséptico del baño del sanatorio y siguió recordando, esforzándose por visualizar los detalles todavía frescos después de una semana de pesadilla.’
Al llegar al fondo de aquel sótano, los agentes GERI se cercioraron que él estuviera bien e iluminaron un recinto enorme. El techo se perdía en la sombra sobre unas arcadas altas y negras. Las paredes eran de piedra toscamente labrada y el suelo terroso estaba cubierto por centenares de huesos amarillentos.
–Menos mal que cayó usted en blandito, mi teniente –dijo un agente, señalando la pila de huesos donde había aterrizado el policía al tiempo que le entregaba la linterna, la radio y el zapato que el judicial había perdido en su rápido descenso.
El estado del policía no le permitió reparar en el sarcasmo de la voz del GERI. Pasaron unos minutos antes de que el teniente notara el frío y la humedad del lugar. La temperatura debía estar como diez grados por debajo de lo normal, lo que hacía imposible a Lobo determinar si los temblores de su cuerpo y el castañear de sus dientes se debían al miedo o al frío.
Se encontraban en lo que parecía haber sido un osario en tiempos virreinales. Aunque en el primer recinto los huesos se desparramaban por el suelo, al cruzar las arcadas hacia el cuarto de al lado, los cráneos, tibias, fémures y demás osamenta yacían acomodados en un orden riguroso.
Mientras los agentes caminaban por las espaciosas salas, rodeados de tinieblas, Lobo trató de no pensar en las ratas que infestaban el lugar y de mantenerse alejado de las paredes húmedas por las que corrían a ocultarse de la luz, enormes arañas viscosas. El agua que se trasminaba del techo goteaba empapándolo todo y escurría por las paredes alimentando unas excrecencias blancuzcas que parecían burbujear con un líquido insalubre.
Caminaron siguiendo el contorno de los muros durante varios minutos hasta topar con una pared de cráneos que parecían observarlos desde la negrura de sus cuencas vacías. Lobo se preguntó qué mundo habrían visto esos ojos desaparecidos, a quién habrían amado, y sintió una nostalgia enorme. Sacó un encendedor de su bolsillo y trató de prenderlo cerca de las calaveras.
Franco le dio un manazo que le hizo soltar el aparato.
–¿Está usted loco o sólo quiere matarnos a todos? Estos gases pueden ser flamables, ¡estúpido! Si quiere hacer turismo, hágalo cuando nos vayamos.
Lobo no respondió, se hizo a un lado sin decir palabra. El oficial tenía razón y ahora era evidente que los hombres lo seguían a él. El sargento Franco siempre aparentaba saber lo que hacía.
Franco se quitó el guante, mojó dos dedos en el piso, los puso en alto para sentir mejor las corrientes de aire y movió la mano lentamente hacia la pared de cráneos. A una señal suya, las luces de las lámparas se concentraron sobre aquella. Mientras las cabezas eran arrojadas hacia un lado por las herramientas de dos agentes, los ecos se multiplicaban como un coro de castañuelas.
Al terminar la tarea, los haces de las linternas se hundieron en el agujero de la pared. La entrada era apenas suficiente para que cupiera un hombre en cuclillas y parecía conectar a un pasillo estrecho de unos cinco metros de largo. Detrás, sólo se adivinaba una pequeña habitación rodeada de tinieblas con dos bultos en el centro. No se podían distinguir sus formas, pero uno colgaba del techo y el otro yacía en el suelo, y el olor, incluso con la máscara, era tan intenso que casi se podía tocar.
Lobo y el sargento Franco penetraron por el pasillo cautelosamente, uno detrás del otro. Las telarañas que se les pegaban al cuerpo no molestaban tanto al teniente como el tener que avanzar en cuclillas con el culo del GERI a diez centímetros de la cara. Sin previo aviso Franco se detuvo en seco y el judicial chocó con la máscara contra la anatomía del sargento. Maldiciendo y tratando de no respirar por el aparato fuera de posición, Lobo consiguió abrirse paso hasta el otro recinto.
Era un cuarto cubierto de ladrillos, con un techo curvo del que colgaban algunos jirones negros de tela podrida. Una gran estrella de cinco puntas dentro de un círculo apuntaba hacia el suelo en la pared de enfrente, rodeada de cirios negros. Por las otras paredes escurría agua sobre musgos fuliginosos y hongos que alcanzaban tamaños de pesadilla. Varias cajas alargadas se encontraban tiradas aquí y allá; la madera estaba sucia y desmoronada, las tapas, apiladas en una esquina del cuarto. Dentro de una de las cajas se veían objetos metálicos renegridos que, después se supo, eran monedas antiguas de plata. Los dos bultos resultaron dos cuerpos en estado avanzado de descomposición.
En los cadáveres hinchados y desfigurados, millones de gusanos blancuzcos se amontonaban y caían de las bocas y de las cuencas de los ojos. Las cabezas estaban negras. Los dos cuerpos eran relativamente recientes y tenían muestras de haber sido torturados sádicamente.
Ambos restos fueron, aparentemente, mujeres jóvenes, delgadas y de cabello rubio. La primera estaba desnuda, boca arriba sobre un aparato de madera que la obligaba a tener las piernas abiertas y recogidas, como en un parto. Fue atada por el cuello, muñecas y tobillos con un mecate de ixtle. Por su abdomen corría una larga rajada hasta el nacimiento del pubis; animales blancos y excrecencias negras cubrían parte del intestino. De la vagina abierta, salía el mango de un instrumento metálico parcialmente oxidado.
El segundo cuerpo colgaba del techo, de cabeza, con las piernas separadas. Alguien la puso, todavía viva, en esa posición y con una enorme sierra manual para dos personas, comenzó a cortarla lentamente por la mitad de arriba abajo entre la vagina y el ano. Fue aserrando a través de la columna vertebral al bajo vientre, seguido por el estómago. La posición invertida hizo que la sangre se concentrara en la cabeza, manteniendo a la víctima consciente hasta que sobrevino la muerte, prolongando el sufrimiento. La sierra todavía atravesaba el pecho y la espalda de la víctima. Unas antiguas cubetas de madera fueron puestas debajo de ambos cadáveres, tal vez para recoger la sangre, y ahora se encontraban vacías. No había restos de ropa por ningún lado.
–¡Qué lástima que se chingaron a estas viejas… todavía servían! ¿Qué pedo, pinche Lobo, tú qué piensas… narco–ejecución? –preguntó Franco.
–No lo creo… mira hacia allá –respondió el teniente sin ocultar su estupefacción–. Esto no tiene que ver con delincuentes comunes.
Sobre la pared que Lobo y el sargento Franco acababan de cruzar, se leían unos versos pintados con tiza blanca:
¡Oh amiga y compañera de la noche, quien se regocija en los ladridos de los perros y la sangre derramada, quien vaga en las sombras entre las tumbas, quien anhela la sangre y traes a los mortales terror, ¡Gorgo! ¡Mormo! ¡Luna de mil caras, mira con favor nuestros sacrificios!.
–Pos no sé tú qué pedo, pero mi informe va a decir “obra de narco–satánicos”,–concluyó el GERI.
El viejo doctor de origen polaco, Hubertus, ofreció un cigarro encendido al teniente Ignacio Lobo, el policía lo aceptó y caminó hacia el baño con el porte de un alcohólico que trata de disimular su ebriedad. Hubertus notó el desprecio en la cara de los hombres presentes en la habitación. Ciertamente el incidente del bar La Planta constaba en los reportes oficiales, pero estaba claro que no habían creído una palabra del relato personal del policía respecto a los siete días que siguieron.
¿Cómo podía culparlos? A pesar de los cientos de casos que había estudiado y de las experiencias que él mismo había tenido, era difícil pensar que la declaración de Lobo fuera algo más que la fantasía de un hombre enfermo. Pero a pesar de la incredulidad del psiquiatra Alberto Wesler y del médico Alonso Dávila, director del hospital, Hubertus reparó en la expresión de la jefa de piso, la enfermera Casandra Flores.
Los ojos de la mujer estaban clavados en el escritorio despostillado frente a su silla. Nadie esperaba que la enfermera interviniera en la discusión más que para contestar preguntas directas sobre el manejo y comportamiento del paciente, pero su silencio estaba acompañado por la inmovilidad absoluta de la mujer. La luz verdosa de los focos de neón en la sala de juntas la hacían parecer una estatua de sal. Hubertus podía reconocer el miedo cuando lo veía. Pero la enfermera Flores, a sus 55 años de edad, era la imagen misma del terror. El doctor pensó que tendría que hablar con ella a solas.
–Bien señores…–dijo el Dr. Dávila cuando estaba seguro de que Lobo no podría escucharlos–. ¿Qué es lo que sabemos?… y me refiero a los hechos concretos, no a los cuentos de fantasmas ni a los efectos especiales.
–El paciente ha perdido un cuarto de su masa corporal, presenta cefaleas, náuseas y pérdida de cabello. Descalcificación, probable leucemia, fallas renales y hepáticas, hemorragias internas y externas graves, fotosensibilidad extrema, fiebres, hipertensión, alucinaciones severas, rasgos esquizoides y Dios sabe qué más ¡Todo esto en menos de una semana!.
El Dr. Alberto Wesler apenas hizo una pausa para tomar aire.
–No hemos encontrado rastros de envenenamiento por arsénico, plomo o materiales radioactivos. No hemos encontrado reacciones serológicas ni alérgicas… ¡Podría decirse que el hombre está químicamente puro!
Hubertus no parecía escuchar al psiquiatra, ni siquiera pareció notar el sarcasmo de ambos médicos. Miraba las hojas de papel regadas sobre el escritorio. Sentía un modesto placer sádico en sacar de sus casillas a las grandes eminencias como el médico psiquiatra Wesler, o el director Dávila. El doctor en ciencias teológicas acomodó su enorme barriga arriba del cinturón y se rascó toscamente la larga y blanca barba.
El muchachito rubio de Wymepole se había convertido con los años en un hombre bajo, gordo y curtido por una vida de excesos. Aunque parecía un sexagenario, en realidad tenía ochenta y cuatro años recién cumplidos. Sus largos cabellos canosos crecían alrededor de una calva pulida y le llegaban al hombro. Sus ojillos porcinos se pasearon por la habitación y miraron, a través de unos anticuados quevedos, hacia la ventana cubierta por rejas de fierro; apartándose deliberadamente de los médicos.
–Este hombre fue traído aquí, en lugar de ser llevado por el ERUM al hospital que le correspondía… –continuó el Dr. Dávila–… ésta es una clínica de alta seguridad y no hubiéramos recibido al paciente si no fuera por una orden directa del procurador. Muy bien, lo internamos, aunque los reportes y expedientes que me enviaron no tienen pies ni cabeza. Y, luego, aparece usted, que sabe más de lo que ha dicho aquí, y se niega a compartirlo con nosotros.
Hubertus sacó una pipa maltratada del bolsillo de su pantalón y una bolsa de tabaco, tardando deliberadamente en cargar el instrumento. Finalmente dijo:
–Ustedes, caballeros, tienen instrucciones directas del jefe de gobierno para cooperar conmigo y facilitar la entrevista con el paciente. Pronto lo llevaré a una casa de campo que tengo para seguir mis estudios. Pero hasta entonces estará bajo su cuidado. Sólo puedo advertirles que no hay mucho que puedan hacer por él; cuando el espíritu muere, no tiene caso mantener el cuerpo con vida. Finalmente, tienen que entender que se está llevando a cabo una metamorfosis… No me entiendan mal, toda muerte lo es, pero en este caso es sólo el cuerpo que muere, el espíritu permanece y debe ser tratado…
–¿Qué quiere decir? –interrumpió Dávila– ¡Suena usted como un maldito médico brujo! ¿Me está usted hablando de fantasmas?
–Sí… y no…–Hubertus se volvió y por primera vez miró al director fijamente a los ojos–…permítame preguntarle Dr. Dávila, ¿es usted católico?
–No, yo soy cristiano.
–Entonces cree usted en espíritus, ángeles, espectros, demonios, posesiones demoniacas, xenoglosia, inspiración divina, exorcismos, nigromancia, portentos, milagros, presagios, gigantes, brujería, invocaciones… ¿Dios?…
Hubertus se levantó de su silla mientras hablaba y se acercó al director del hospital.
Dávila tardó un poco en contestar, mientras Casandra Flores por primera vez levantó la mirada y Wesler la observaba atento.
–Desde luego que creo en Dios, y en Cristo, pero no creo en todas esas supersticiones medievales.
–Entonces…–Hubertus lo acosaba, apuntándole con la boquilla de la pipa como si fuera un índice humeante– …dice usted que no cree en todo el Antiguo y el Nuevo Testamento, al estar plagados de estas “supersticiones medievales”. ¿Y qué hay del bien y del mal?… Señor mío, uno no puede ser judío ni cristiano de ninguna denominación si no se cree en estas cosas. ¿Qué es lo que el Cristo vino a salvar entonces?… Por lo menos ¿cree usted en el espíritu?
–Por favor, doctor, está usted hablando con hombres de ciencia…–dijo Dávila, y contraatacó:
–¿No me va a decir que también cree usted en OVNIS y naves extraterrestres?
–¡Desde luego que sí!..–la respuesta de Hubertus provocó un sobresalto en los presentes. Entonces el teólogo comenzó a hablar con la pipa en la boca:
–Yo mismo he presenciado manifestaciones de ese fenómeno. Pero es usted quien simplifica el asunto, porque está prejuiciado; y le recuerdo, doctor, que la actitud del científico es la eliminación de los prejuicios. Por ejemplo: –hizo una pausa para encender la pipa, que se le había apagado– …un Objeto Volador No Identificado u OVNI es, por definición, cualquier cosa que vuela y no se sabe lo que es. Si lo que se observa es una nave espacial, entonces ya no es un OVNI, porque ya está identificada, sabemos qué es. El término no es intercambiable. Los OVNIS han aparecido siempre, pero la gente ha visto lo que ha querido ver…
La pipa del doctor comenzó a chisporrotear mientras su excitación aumentaba:
–Hace siglos, miraban en el cielo dragones, dioses, brujas, santos y todo ha sido documentado. Ahora que usamos naves para volar y transportarnos ¿no es lógico que la gente atisbe aparatos de transporte desconocidos? Empero, el fenómeno existe, hay cosas que vuelan y no sabemos qué son. Pero de ahí a decir que son naves espaciales… se necesita mucha imaginación, o más bien muy poca. La actitud científica consiste en reconocer los hechos y mantenernos abiertos a todas las explicaciones posibles ¡siempre!, incluso cuando ya contamos con una que nos funciona en las presentes circunstancias.
Se detuvo, sonrió pícaramente, miró a todos los presentes y prosiguió:
–Espero no haber atentado contra la sensibilidad de los espíritus positivistas aquí reunidos.
–¡Bueno, ya fue bastante!…–Dávila se levantó con un bufido, su cara estaba roja y una vena se le saltaba en la frente–. Si quiere seguir la entrevista, la continuará usted solo mañana. No voy a seguir perdiendo el tiempo con esto; ¡órdenes del procurador o no!
–Debo continuar mi trabajo, doctor Dávila. Ya oyó usted al paciente: en cuatro horas estará muerto.
Hubertus dijo esto con sarcasmo, como si lo divirtiera. Wesler finalmente se levantó y trató de mediar:
–Doctor Hubertus, ciertamente el tipo está enfermo, pero le aseguro que podemos continuar la entrevista mañana si su estado lo permite.
La jefa de piso, enfermera Flores, por primera vez habló:
–¡No sabe qué trabajo es tenerlo aquí! Hace tres noches que es forzoso amarrarlo a la cama –apretaba sus manos hasta poner blancos los nudillos; bajó la voz; – …Francamente a mí me asusta.., el tipo es un peligro para todos nosotros.
–Mire Hubertus –remató Dávila sin molestarse en ocultar su disgusto– si quiere llevárselo a su casa en el campo, hágalo ya. Nos va a quitar un peso de encima.
–Le agradezco el ofrecimiento, pero ya les dije que no soy doctor en medicina. Así que es menester que permanezca con ustedes hasta que muera. Entonces voy a necesitar su cuerpo… Si lo que temo es cierto, acaso será más peligroso muerto que vivo.
–Bueno doctor, o lo que sea ¿tendría usted la bondad de decir sin rodeos lo que piensa que está pasando? –preguntó el psiquiatra.
–Con mucho gusto, pero primero, tiene usted que responder unas preguntas –dijo Hubertus sacándose la pipa de la boca y soltando una bocanada de humo que voló hacia el director del hospital. Éste lo acuchillaba con la mirada–. Usted es judío, ¿sería tan amable de decirme qué significa textualmente el nombre “Lucifer”?
–El portador de la luz… –respondió Wesler.
–¡Bien!–exclamó el teólogo– y el primer día, ¿qué hizo el Creador?
–Separó la luz de las tinieblas –ahora Wesler estaba interesado– es decir, el día y la noche.
–Veo que fue a sus clases de Torá; bien, ¿había entonces materia? ¿El mundo material, la Tierra?
Ahora agitaba la pipa de modo que las cenizas comenzaron a caer por toda la mesa.
–No, supongo que no. El universo comenzó con una descarga tremenda de energía, el Big Bang –dijo el psiquiatra tratando de adelantarse a Hubertus.
–¿Y qué es lo que hace expandirse al universo, pero también mantiene las partículas atómicas unidas, forma las moléculas, las ondas electromagnéticas y los fotones? ¿De qué está hecha la materia y el universo como lo conocemos?
Hubertus preguntaba como si supiera de antemano las respuestas.
–La energía, desde luego.
–¿Y cuál es la manifestación más común y simple de la energía? –el teólogo estaba francamente excitado–. Vamos, ya tiene la respuesta.
–¿La luz?… –Wesler se sintió disgustado, pero ya había caído en la trampa de Hubertus.
–Eso es lo que pensé… Lucifer –remató el teólogo con un tono catedrático.
Dávila había vuelto a sentarse sorprendido por la condescendencia del psiquiatra hacia el viejo maniático. Hubertus acercó nuevamente el encendedor a su pipa hasta que salieron grandes llamaradas por la cabeza del artefacto. El humo espeso llenaba la habitación como una niebla lechosa. Casandra, inconsciente de sus movimientos, hizo el signo de la cruz; estaba tan absorta en las palabras del teólogo como una polilla ante el fuego.
–¿Y cuándo…–prosiguió– cambió Lucifer su nombre por Satán, el adversario hebreo, Diabolos, el acusador griego, Seth el egipcio, Ravana el hindú, Tezcatlipoca el azteca o Ahriman el persa?
–Cuando su soberbia lo obligó a revelarse junto con sus ángeles. Fue arrojado al abismo, al lago de fuego.
–No mi amigo, él y sus ángeles fueron arrojados a la Tierra. Apocalipsis 12: 7 según Juan de Patmos: … Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón, y luchaban el dragón y sus ángeles; pero no prevalecieron ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él. Incluso Cristo habla de la Gehena como el lugar del infierno, y eso queda en Jerusalén, en el valle de Hinom, donde los antiguos judíos sacrificaban a sus hijos en grandes hogueras en honor del dios Moloc, apartándose de Yahveh, y donde ahora, por cierto, hay un centro comercial… Oh, perdón… olvidaba que usted es judío y no se impresiona por el Nuevo Testamento, pero pensemos entonces en la tradición hebrea. La primera mujer de Adán fue Lilith, la reina de la noche…
Hubertus bajó la voz como si temiera que alguien lo escuchara y habló con una gravedad tal, que ni siquiera Dávila se atrevió a interrumpirlo:
–Y aquí pongan mucha atención, porque a esto quería yo llegar… Después de crear a Adán, el primer hombre, Dios decidió darle una compañera. Esta primera mujer, llamada Lilith, o también Lili o Lilu que significa “monstruo de la noche”, fue creada del barro, igual que Adán, con un soplo del aliento divino; es decir un alma. En todo era pues igual que Adán, así que a la hora de la carnalidad ella no permitió que el hombre la dominara. ¡Podríamos decir que fue la primera feminista!…
La risa de Hubertus ante su propio chiste le estiró los ojos y pintó su cara de un rojo intenso; nadie más se reía. Abruptamente regresó a la solemnidad con la que empezó:
–Lo que propuso era una equidad: ella estaría sobre Adán y lo poseería, y después invertirían los papeles. Adán no aceptó y esto dio lugar a la primera pelea de amantes de la historia.
–Eventualmente Lilith abandonó a nuestro padre –el teólogo hizo una pausa y agregó encogiéndose de hombros– cuya piel blanca de manso animal no despertaba su carne…–prosiguió–… y huyó con Samael, ángel de maldad infinitamente gozoso. Huyó a las cavernas donde cohabita con los demonios en grandes orgías. Incluso hay autores que la han identificado con la “gran ramera” del Libro de las Revelaciones… Por otra parte, Dios creó un reemplazo para Adán creando a Eva de la propia carne del hombre. Es por esto que no pudo escapar. Bonita metáfora ¿no lo creen? Un hombre solo o una mujer sola están incompletos. De ahí que el matrimonio se considere como la misma carne, la única manera de llegar a la plenitud… Pero, simbolismos aparte, no nos alejemos del tema, Lilith no puede procrear. A pesar de sus constantes orgías, ella necesita la semilla del hombre para engendrar a sus hijos. Así que tiene la desagradable costumbre de asistir invisiblemente a los amantes que fornican en la noche para robar algo de semen y engendrar sus propios hijos. Claro, también induce a la masturbación; pero aunque este método parece estar lejos de ser su favorito, le encanta pervertir la naturaleza inocente de los niños. Se le representaba en tiempos bíblicos como una belleza, una mujer siniestramente hermosa, pero con alas o patas de lechuza. Sin duda para simbolizar su condición noctámbula. De ahí el mito de las Estriges, es decir las brujas que vuelan en forma de lechuza. El libro de Job la llama “el terror que camina por la noche”. Pero según la tradición oral, tiene las piernas cubiertas de pelo, y ésta es la única mancha en su belleza…
Hubertus comenzó a golpear la pipa contra el cenicero para tirar los restos de tabaco, el clink, clink del cristal sonaba como una campanilla eucarística.
La expresión de angustia de la enfermera llamó poderosamente la atención de Hubertus. Al mirarla con detenimiento, notó que ella trazaba discretamente un símbolo de protección mágica con el dedo, al tiempo que murmuraba una oración inaudible que cesó abruptamente cuando sus pupilas se encontraron. El teólogo hizo una nota mental y continuó su discurso:
–Probablemente Lilith es el vampiro original y su maldición ha pasado a algunos a través de los tiempos. Tiene la habilidad fantasmal de pasar a través de cualquier obstrucción y materializarse del otro lado, no para regodearse con un festín de sangre sino para seducir a los hombres jóvenes y fornicar con ellos en un estado sonámbulo del cual despiertan exhaustos y débiles, tanto, que al final alguna enfermedad oportunista los mata. La neumonía, por ejemplo.
Los hijos de Lilith son demonios al igual que ella: los Íncubos y los Súcubos, demonios sexuales que atacan en la noche. Todavía en Italia se les llama “incubi” a las pesadillas, pero el origen de la palabra viene del latín “incubare”, es decir “incubar” y son de género masculino. Súcubo, viene de “ego succo” o en castellano, yo chupo o yo succiono, y es la manifestación femenina. Estos demonios suelen atacar al sexo opuesto, aunque no necesariamente.
Dávila lanzó un suspiro que sonó casi como una trompetilla. Hubertus se volvió hacia él y comenzó a meter el índice en la cabeza de la pipa como para recalcar la intención de sus palabras:
–¿Qué pasa doctor, acaso ha soñado usted que hace el amor con otro hombre?
El director se levantó de su asiento bufando: