MAURICIO TENORIO TRILLO es profesor de historia Samuel N. Harper en la Universidad de Chicago y profesor afiliado del CIDE. Es autor de Maldita lengua (2016) y Latin America: The Allure and Power of an Idea (2017). De su obra el FCE ha publicado Artilugio de la nación moderna. México en las exposiciones universales, 1880-1930 (1998), De cómo ignorar (2000), El urbanista (2004), El Porfiriato (en coautoría con Aurora Gómez Galvarriato, 2006), y “Hablo de la ciudad”. Los principios del siglo XX desde la Ciudad de México (2017).
SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA
LA PAZ
Primera edición, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018
Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar
D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-6109-8 (ePub)
ISBN 978-607-16-5915-6 (impreso)
Hecho en México - Made in Mexico
Prefacio
Nota sobre las no notas
Primera Parte
1876, LA PAX
Segunda Parte
DE LA PAZ, SUEÑO Y FIGURA
Tercera Parte
1876: LA CIENCIA DE LA PAZ
Cuarta Parte
FILADELFIA, 1876
Bibliografía
Felicity, he wrote —and maybe bless—,
is desire’s perpetual progress
from one object on to the next.
The mere possibility of rest
is taken of the local table,
and the only peace we’re capable
of knowing, is this life, is Power’s
(not eternity’s in an hour)—
Power, that is, over desire
for Power. And so, we conspire
in fiction’s lie against uncertainty
as though in a union under Divinity—
submitting before the King of the Proud,
like Job submitting at last before God.
A Great Wall against Suspicion
is built by the people, in their ambition,
who desperately want to avoid the war
that lurks beneath civility’s floor.
“Where is this,” you ask, “is the vulnerable?
Could anything be more abominable?”
But he understood: It’s all about vain-
Glory, or gain —we pay with pain—
and the middle way of a keeled humanity
depends on cognition of a common fragility—
which is to say, a vital modesty
that’s far more elusive than we can see.
Hence these lines, as the end came near:
“My mother bore twins —me and Fear.”
PETER COLE, “Paranoia: A Prologue”,
en The Invention of Influence, 2014
Como el Juan de Mairena de Antonio Machado o el Hamlet García de Paulino Masip, me sé rústico profesor de temas enrevesados, algo así como “profesor ambulante”, entre Estados Unidos, México y España, “de metafísica”: la de la historia más allá de su física nacional y nacionalista, de su gravitación académica o popular. Y así aventuro aquí un ensayo ambulante sobre la “paz purgatorio” con eje en 1876. Simple: si la guerra es lo común, ¿qué es la paz en la historia? ¿Cómo se llega a vivir, a sentir, a saber que, cual sucedió alrededor de 1876, la paz empieza, se experimenta? Y es que la guerra es horrible y complicada, pero no es un misterio histórico. La paz sí. Éste es el tema que aquí examino.
Intento analizar grandes tendencias en, un decir, México o Estados Unidos o Europa o Brasil, y seguro lo hago por ambulante, por haber leído e investigado, por haber estudiado, enseñado y vivido en mi propio extravío entre muchas historias que, de común, no se dirigen la palabra. Exploro mis dudas sin fronteras, pero al tanto de mis limitaciones y sin denominación de origen política o académica. No me siento capaz de bautizar mi punto de vista con altisonantes como historia global, trasnacional, atlántica o del mundo; me parecería una impostura decir que escribo histoire croisée o Transfergeschichte. Por seguro no ofrezco historia nacional, pero tampoco teoría general o totalidad particular, no. Sólo ensayo historias enraizadas en multitud de circunstancias locales vistas, as it were, ambulantemente, anormalmente. No intento cubrir el acontecer puntual del mundo, cuyo relato en verdad mundial exigiría la erudición y las habilidades lingüísticas que no poseo. No aspiro a tanto. Ensayo. Intento un punto de vista, sino del todo autorizado, al menos revelador de temas amplios y complejos, pero huyendo de las historias nacionales o de ideas tan mandonas como “Latinoamérica” o “Global History” —que a menudo es lo que se puede decir del mundo en y gracias al inglés—.
También le saco la vuelta a una u otra teoría de moda, de esas reputadas y bien establecidas para comparar o entender las grandes corrientes de la historia. No comparo “a” con “b” y “c”; imagino las condiciones, las ideas, que hicieron que “a”, “b” y “c” fueran eso, comparables, iguales, desiguales, antagónicos…, posibles. Sospecho que, como se dice en mexicano, “de lo que viene a ser” teoría estas páginas han de tener algo, pero no sabría señalar qué, a no ser mi ambulante consideración de muchos pasados y mi consumo de las varias maneras en que han sido estudiados. Si algo gobierna mi recorrido histórico ha de ser el click que los datos, hechos, conceptos, nombres y fenómenos parecen hacer en la cabeza del que por años practica el oficio de enseñar historia y el vicio de leerla. La historia, como se dice en México de los pantalones o de los zapatos, “da de sí” con el uso. Este libro es ese “dar de sí”.
El lector juzgará si fue buena idea escribir ensayo de este jaez. Para mí era una deuda: a lo largo de los años, estudiantes y lectores de mis libros me pedían que, ya que me daba por hablar de esa manera errabunda uniendo historias que ni se saludan entre sí, me tocaba contar la conexión y no nada más dar la monserga de que había que estar al tanto de amplios contextos y concordancias. Cumplo. No sustento que las historias de —y son trasuntos— Estados Unidos o México o España sean una y la misma. No pretendo decir que Brasil o México son la misma grandeza que Francia o Estados Unidos; quiero simplemente sugerir que Francia o Estados Unidos, independientemente de su moderno éxito o fracaso económico o político, pertenecen a las mismas porquerías modernas de donde brotaron México o Brasil. En efecto, sólo intento imaginar los parámetros de posibilidades históricas que enfrentaron distintas historias alrededor de 1876, sin asumir un transcurso óptimo. Y no ensayo más porque no puedo dar por cierto que la historia más cercana a mí (México), la lengua en la que escribo (español) y mi descreído punto de vista equivalgan a cargar anteojos tan universales como el que escribe en inglés o francés una historia más o menos “mundial” con los pies bien puestos en el relato “Francia”, “Reino Unido” o “Estados Unidos”.
Otras dos fuerzas impulsan este libro, una personal y otra, por decirlo rimbombantemente, “epocal”. Sobre lo personal, mejor no elaborar mucho; baste decir que escribir este libro fue enfrentar vigilias. Mi oficio devino en terapia. No digo más. El origen epocal, ése sí más vale confesarlo: pensé y escribí este libro agobiado por esa sospecha de historiador, por esa rara sensación que la sobrecarga de pasado produce en la percepción del presente, algo así como la conciencia de estar viviendo entre Europa y América el fin del largo periodo de relativa paz que sabíamos, claro, violento, pero al que casi nunca hemos llamado guerra. El viento del hoy, creo, trae aromas de 1914 aunque nadie parezca darse cuenta. Quizá todo presente huela a eso, pero mis ojos de historiador leen datos del presente —en México, en España, en Alemania, en la Unión Europea, en Estados Unidos— como si fueran parte de los rastros futuros que va dejando el fin que se avecina. Cuando esto escribo, el presente es vivido como revancha nacionalista, anticosmopolita, xenófoba, violenta, como enmendando las décadas de la paz injusta que hemos conocido. En fin, creo que estamos en esto (Ida Vitale): “estar en busca de alma diferida / preparar un milagro ante la sombra / y llamar vida a lo que sabe a muerte”.
Espero equivocarme, pero de hecho no es que en Europa, América, África, el Medio Oriente o India esté por comenzar la violencia; es que ya empezó pero aún no es vista como 1848 o como 1914 o 1939. Por eso quise entender cómo fue que el mundo moderno conoció una paz y la llamó así, paz, aunque no lo fuera. Eso sí, no caeré en la gansada de historiador mesías; no remato el libro con un epílogo de lecciones del pasado para el presente. No. Dejo esa faena en manos de posibles lectores de hoy y mañana.
Como siempre, este libro debe mucho a mis estudiantes. A ellos, siempre gracias. Agradezco también el generoso apoyo, el insuperable ambiente intelectual, de la Universidad de Chicago; este libro no hubiera sido posible sin mi segunda casa en Hyde Park, la biblioteca Regenstein de la Universidad de Chicago, uno de esos paraísos que poco a poco van desapareciendo en nuestra era de The Trump University. Hago constar el generoso apoyo del Humboldt-Forshungspreis de la Alexander von Humboldt-Stifung, y la hospitalidad de Sebastian Conrad y el Friedrich-Meinecke-Institut, Freie Universität, Berlín. Mil gracias. Rodrigo Salido Moulinié me asistió con las traducciones de citas y la corrección de mis muchos gazapos y confusiones. La asistencia de Laura Villanueva Fonseca fue indispensable para conseguir permisos e imágenes. Además, los compañeros de vida fueron parte de este libro como de todo lo demás que escribo y pienso: Helena Bomeny, Jean Meyer, Beatriz Rojas, Emilio Kourí, Dain Borges, Valeria López, Fernando Escalante, Ida Vitale, Fausto Hernández y Martha Lilia Tenorio. También, a lo largo de los años, muchos amigos y amigas, sin deberla ni temerla, han alimentado y enmendado mi ambulante punto de vista del mundo; en especial, Neil Kamil, James Sidbury, Judith Coffin, William Forbath, Anna Sofía Cardenal, Núria Font, Sidney Chalhoub, Beatriz Sarlo, Jorge Myers, Samuel Amaral, Guillermo Giucci, J. Ramón González Ponciano, Sanjay Subrahmanyam, Muzaffar Alam, Partha Chatterjee, Navid Kermani, David Nirenberg, Arturo Taracena, Víctor Farías Zurita, Alfredo Jocelyn-Holt, Wang Hui, Josep Maria Fradera, Juanjo Romero, Elizabeth Turner, Patricia Campo Torá, Tabea Linhard, Alfonso Colorado, Guillermo Rosas, Jonathan Levy, Neil Harris, Ariel Rodríguez Kuri, Luis Fernando Granados, Anna Caballé, Dipesh Chakrabarty, Michael Geyer, Lúcia Lippi, Carlo Ginzburg, Bert Winther-Tamaki, Ramón Gutiérrez y Constantin Fasolt. Imposible juntar en mí toda esa sabiduría, pero haber aprendido una pizquita de la erudición de cada uno de ellos y ellas me hizo pensar Historia con mayúscula.
Como todo lo que escribo, este ensayo es para mi Xaparriousis
Mientras esto escribía, se me fue mi entrañable Gordo Fierro; a él, a Enrique Fierro Podestá (1941-2016), dedico este libro. Maestro, éste es el único de mis libros que no nos servirá de excusa para, como siempre, reírnos a carcajadas de nosotros mismos. La muerte gana no porque decreta ausencia, sino seriedad.
Chicago, México, Barcelona,
2015-2017
Para no engordarse más y para aligerar la lectura, el libro prescinde de notas a pie de página. Tendrían que ser muchas y muy gruesas. Pero este libro no afirma que “descubre”, “sabe” y “prueba” todo de lo que habla; por el contrario, sólo dice “sintetizar”, “sospechar” y “caer en la cuenta” a partir de haber aprendido de un sinnúmero de estudiosos que saben mucho más de cada tema que trato. Cada párrafo incluye, además de los datos, autores y libros claramente indicados en el texto, un diálogo con muchos más autores, fuentes y puntos de vista. Creí, sin embargo, que el lector no experto se aburriría con los detalles de la maquinaria de construcción de mis relatos, y que los de mi gremio, de cualquier forma, con o sin pies de página, encontrarán mis faltas, descifrarán mis deudas y me pararán los pies. Confío en que la detallada bibliografía final proporcione los pormenores de cada una de las fuentes y deudas —de todos los interlocutores— de este libro.
Notwithstanding the enormous armaments which the nations of Continental Europe have accumulated, till their burden is too heavy for men’s shoulders; notwithstanding the preparations making and augmenting day by day, for a tremendous conflict, the great battle, perhaps, of Armageddon, foretold of old; notwithstanding all those things, the world is actually at peace. On the American continent there is peace from the utmost North to the utmost South; there is peace between the great monarchies of Asia; there is peace among the civilized peoples of Africa; in Europe, too, there is peace; war is waged nowhere between the Orkneys and the Euxinc; and in Australia, fifth and last of the Continents, the people are of one blood, one language, and bound together by one sovereign. The great races are more consolidated than they ever were before. Germany presents a united empire, saving only the Austrian portion, Austria-Hungary is undisturbed. Italy is a united kingdom; Spain a homogeneous monarchy; France a homogeneous republic; Great Britain and Ireland inviolate in their own islands; Russia inviolate in her vast North-eastern dominions; the lesser powers, Greece, Switzerland, Portugal, Holland, Belgium, Denmark, Sweden, and Norway, reposing each in its own autonomy; Turkey, afraid to move in any direction, lest it displease some of the great powers; such is the general aspect at this hour. Slavery has been abolished in every country of Christendom. Though there be discontent in the Balkan peninsula, and the ever-irritating wound in the flank of France, on the side of the Rhine, the peace is yet unbroken, and the gates of the temple of Janus are shut before the face of all the world. Amelioration of the laws of war required by modern civilization.
DAVID DUDLEY FIELD, “Memoir presented to the Institute of International Law, in session at Heidelberg, September, 1887”
¿POR QUÉ 1876? Seguro no se trata de uno de esos años que no bien acaban de ser pronunciados ya están evocando todo y tanto sin importar de qué historia se trate; es decir, al menos en las lenguas europeas, 1876 no es fecha que se tenga por memoriosa o memorable. No es 1776 o 1789 o 1810 o 1815 o 1848 o 1910 o 1914 o 1917, menos aún 1939 o 1989. Lo que es más, a ojo de pájaro mexicano o francés o estadunidense o español, circa 1876 resulta cosicosa entreverada sin mayor blasón en el complicado siglo XIX; un siglo que los historiadores han caracterizado como una especie de ferrocarril con estaciones fijas y harto conocidas: de las revoluciones en Haití, Estados Unidos y Francia en las postrimerías del siglo XVIII, al surgimiento masivo de Estados-naciones en América (1810-1830), y de ahí al medio siglo (1848-1865) de revoluciones y guerras en Europa y América —del Terror a la revolución europea de 1848 o a la guerra de Crimea (1853-1856)—; de la rebelión Taiping en China (1851-1864), que causó entre 20 y 30 millones de muertos, a la Guerra Civil estadunidense o a la guerra del Paraguay en Sudamérica (las dos guerras más sangrientas en el siglo XIX americano); de las guerras civiles de mediados del siglo XIX en México, Argentina o Guatemala a la larga guerra civil en Portugal y a la última guerra carlista y la revolución gloriosa en España. Y si el terremoto Napoleón tuvo como réplica la más grande epidemia mundial de gestación de Estados-naciones en América, la epidemia alcanzó a Europa en otra estación del tren del siglo XIX: la unidad italiana en la década de 1860, la guerra franco-prusiana (1870-1871), la unidad alemana (1871), la cuestión oriental (circa 1850-1919) y las guerras imperiales en África y Asia. En casi todas las interpretaciones, la última estación del convoy del siglo XIX es, según sea el caso, 1910, 1914 o 1917 o 1929. No hay que explicarlo. El tren, pues, no parece hacer parada en 1876. A simple vista, al menos.
Eso sí, cada historia patria otorga un peso particular a 1876 y sus alrededores. Para una lectora mexicana o española, no habría nada que aclarar; 1876 de inmediato sacaría a cuento tediosas lecciones de historia patria: “El Porfiriato”, “La Restauración”, es decir, la pax porfiriana, la pax canoviana. A un lector colombiano, 1876 lo remontaría a una guerra civil que a trancas y barrancas terminó con la victoria interina del liberalismo, el triunfo de cierta paz conservadora a costa de la pérdida de Panamá. Para la historia de Estados Unidos, antes de 1898 o 1929, 1876 fue la fecha más trascendental desde el fin de la Guerra Civil: 1876-1877 fueron los años de las elecciones más disputadas de la posguerra, años del pacto político-oligárquico vital para la historia estadunidense de los siglos XIX y XX, en el cual se salvó la paz, postergando la igualdad que había prometido imponer el Radical Republicanism (azarosamente victorioso en la guerra) hasta la década de 1960. Así de importante fue 1876 en la historia patria estadunidense, pero luego vinieron fechas que nublaron su visibilidad; años tan bullangeros como 1898 (guerra contra España por Cuba, Puerto Rico y Filipinas) o 1917 (entrada de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial) o 1929 (la Gran Depresión) o 1941 (la entrada de Estados Unidos a la Segunda Guerra Mundial).
Ahora bien, para una posible historia ambiental a escala global, 1876 tendría importancia clara pero no bien conocida: fue entonces cuando se inició el fenómeno climático del Niño, que causó sequías, hambruna y muerte en Brasil, India y China. Y en la historia europea, los alrededores de 1876 no son poca cosa: evocan los acuerdos nacionales e internacionales, sin plan preconcebido, que dieron lugar a la Tercera República francesa, al difícil regreso de Benjamin Disraeli y los conservadores al poder en el Reino Unido, a los acuerdos entre Inglaterra, los imperios otomano, austrohúngaro y francés ante la cuestión oriental (el presente y futuro de lo que fue quedando del Imperio otomano en el este de Europa) y a los primeros pasos de la repartición de África entre el Reino Unido, Bélgica, Alemania, Italia, Portugal y Francia. Entre 1876 y 1915, sostiene el historiador Dominic Lieven, un cuarto de la superficie del mundo cambió de manos. En fin, que si habláramos en específico de 1876, el añito tendría su importancia y peso. Pero lo que me interesa resaltar no es la especificidad sino los ecos generales de todas estas circunstancias particulares.
Considero, pues, 1876 y sus alrededores cual inicio de un sentido de era, de una autoconciencia de estar viviendo un quiebre con el pasado inmediato. Para la década de 1920, esa autoconciencia se había convertido en la certeza de que circa 1876 habían comenzado tres o cuatro décadas de relativa estabilidad y acelerada transformación económica y social, un escenario hasta entonces desconocido, en calidad y cantidad. En fin, intento rescatar circa 1876 como la sensación de época que fue: la primera gran autoconciencia de habitar el mismo tiempo y el mismo mundo interconectados y, muy importante, en relativa y frágil paz.
Cierto, en 1876 o incluso en 1880 esa autoconciencia no era conjeturable para quienes vivían, un decir, bajo el primer gobierno de Porfirio Díaz en México o bajo el reinado del joven Alfonso XII en los primeros años de la Restauración en España. Ambos regímenes eran resultado de pronunciamientos militares, entre 1874 y 1876, y todo hacía esperar que les tocaría la misma suerte que a los muchos levantamientos del siglo XIX español o mexicano. En cambio, 1876-1877 en Estados Unidos fue vivido como la casi nueva Guerra Civil, años de matanzas en la frontera oeste y de huelgas y revueltas urbanas. Nadie imaginaba que los alrededores de ese año significarían el principio de pactos de estabilidad que durarían muchas décadas, ahuyentando, al fin, el fantasma de la Guerra Civil. Como nuestros opinólogos de hoy —que saben todo pero entienden poco—, acaso ningún comentarista en la Alemania de Bismarck supo ver el inicio de un nuevo tiempo porque en 1876 Alemania tenía cinco años de existir como Estado y nación unificados después de la dura guerra franco-prusiana (1871). A principios de la inestable Tercera República francesa (1873-1939), ¿quién podía declarar alcanzada la paz y la estabilidad? ¿Alguien en 1876 tan sobrado para predecir que en casi cuatro décadas no habría otra gran guerra intraeuropea? En la Francia de 1876 aún mandaba el recuerdo vivo de la derrota ante Prusia en 1871, la pérdida de Alsacia y Lorena, la Comuna… Más que conciencia de época, 1876 era aún la hora de la venganza y de la procura de la paz, la una no menos querida que la otra.
No por casualidad en 1876 el editor francés Isidore Liseux republicó el panfleto anónimo que fuera famoso en las fratricidas guerras de religión en la Francia del siglo XVI, Remonstrance aux François pour les induire à vivre en paix à l’advenir. “Nos ha parecido espinoso reimprimir en 1876 —escribe Liseux—, cinco años después del alboroto vivido, un escrito político publicado justo hace tres siglos, en 1576, cuatro años después de la masacre de San Bartolomé”. La guerra civil metida en guerra extranjera, en 1576 o en 1871, aún hacía de la paz una necesidad y una quimera: “La humanidad gira sobre sí misma: esperamos que los franceses del año 2176, después de una crisis parecida, no estén más asustados”. Porque la lección de las matanzas de hugonotes todavía era válida en 1876: “Cesa, francés, cesa tus crueles combates: pon fin a tus sangrientas guerras: extingue el fuego que quema y consume tus propias casas. Retoma tu acostumbrada prudencia, y prevé la ruina total de tu pobre país […] Despierta en ti el deseo de la paz, a la que solamente tú puedes devolverle la felicidad que le ha arrebatado la largura de tus crueles guerras”. La paz después de la guerra era el preámbulo de la guerra por venir. Nadie podía saber que la Tercera República duraría tanto; nadie en 1871 o en 1876 intuía que había comenzado una nueva era, cuyo final no sería francés sino mundial: la ocupación alemana en 1940, debacle del mundo conocido y por conocer hasta entonces. Nadie por ahí de 1876 podía pensar, pues, que comenzaba un ritmo inédito en la historia de Europa y América.
Sin embargo, para fines del siglo XIX, después de dos décadas de drástica transformación del mundo, de relativa estabilidad, ya era común la conciencia de estar viviendo la “nueva era”; se volvió cliché defenderla, criticarla, ora por su frágil paz, ora por el exceso de paz que había afeminado a las sociedades (el verbo no es mío; es de entonces). Y para 1929, la nostalgia por una u otra pax (la canoviana en España, The Gilded Age estadunidense, la pax porfiriana, la pax del Imperio austrohúngaro entre 1868 y 1914) devino epidemia de intelectuales, campesinos, aristócratas y clases medias urbanas en Viena, Nueva York, París, la Ciudad de México o Buenos Aires. Desde París, en 1914, Alfonso Reyes escribió a Pedro Henríquez Ureña: “… estamos en vísperas de la toma de Bizancio […] El hábito porfiriano de la paz me había hecho concebir el mundo como una fábula india: mantenido por torres y elefantes”. Lo que había sido escenario natural, esas décadas que habían comenzado alrededor de 1876, se revelaba un paréntesis vivido, impropiamente, a perpetuidad. Una era había concluido. “El salto de la civilización hacia este abismo de sangre y oscuridad —escribió Henry James al novelista inglés Howard Sturgis al comenzar la Primera Guerra Mundial— dilapida toda la larga era en la que hemos supuesto que el mundo estaba” (5 de agosto de 1914, citado en Peter Brooks, Flaubert in the Ruins of Paris, 2017). Y en 1920, Joseph Roth escribió a Stefan Zweig: Europa se suicida; “sigo sin entender los extremistas de ambas alas; a eso se añade que soy muy contemporáneo de Francisco José y que, en medio de todo, odio el extremismo”. Porque la pax que Roth añoraba no había sido ni cielo ni infierno, sino la vía media, un miedo a los extremos. A principios de la Primera Guerra Mundial, un general austriaco, personaje de la novela Die Standarte (1934) de Alexander Lernet-Holenia, reparaba en que antes de 1914 nada unía a las tropas de los ejércitos austrohúngaros, excepto el juramento de lealtad a un imperio y a una era. Pero en 1914, explica la novela, los campesinos polacos destruían un imperio para volver lo antes posible a sus parcelas. ¿Qué había ocurrido en esas décadas para que obedecieran soldados húngaros, rumanos, austriacos o judíos? Lernet-Holenia cree que fue “el estandarte” (el poder simbólico del imperio y sus instituciones), pero la novela es la duda al respecto. Yo no lo sé; lo que sé es que entre 1914 y 1950 la novela de Mitteleuropa fue un volver y volver con nostalgia a la paz perdida. Decía el escritor húngaro Ernö Szép que, durante la Segunda Guerra Mundial, los judíos de Pest se referían a la Primera como “la guerra de los tiempos de paz” (El olor humano, original de 1945). Un personaje de Joseph Roth (Die Kapuzinergruft, 1938) describe una taberna conocida: “… y conocía también el acostumbrado bullicio que solía reinar allí; era la particular forma de ruido que causan los que de repente se han quedado sin patria, los desesperados, los que, sin tener presente y todavía en el camino del pasado, han caído en el futuro…”
Similar nostalgia reinó en México. En 1943, un Chaplin mexicano, Joaquín Pardavé, protagonizó la película Adiós juventud, un cuadro de saudade del porfiriato que termina con una toma del Ypiranga, el barco que se llevó a Porfirio Díaz al exilio, y los protagonistas ahí diciendo “se nos va, se nos va”. Claro, la nostalgia de la pax era sólo un eco alargado en el tiempo, que no reparaba en los detalles de lo que realmente habían sido esas añoradas décadas. Pero entonces fue verdad y creencia que alrededor de 1876 se cocinó un cambio profundo en el mundo.
Dos palabras resumen ese sentido de era, esa nostalgia por algo que empezó alrededor de 1876: paz, mejor pax (por no ser ausencia sino control de la violencia), y orden, mejor dicho, conciencia de un orden estatal más o menos legítimo, fe en que cada cosa, cada quien, tiene y está en su sitio. Las dos palabras han sido los lugares comunes de las historias del periodo entre circa 1876 y 1920 en muchos países; ambos vocablos están tan plasmados en el orgullo patriótico o en la crítica de cada historiografía como en las banderas e himnos de muchas naciones. Pero esas palabras son los ecos reconocibles que salen a la superficie de una caverna de ruidos y sucesos que conformaron eso que Mark Twain bautizó como The Gilded Age o que el historiador Eric Hobsbawm llamó The Age of Empire. Aquello fue, dice Hobsbawm, “paz sin paralelo” y, sin embargo, terriblemente violento. A mi modo de ver, la conciencia de era puede sustentarse, como lo intento aquí, en la idea de paz, o en la noción de imperio, como hizo Hobsbawm, pero lo indiscutible, incluso en el siglo XXI, es lo que a fines del siglo XX escribió Hobsbawm sobre The Age of Empire: “Más que ninguna otra, la era del imperio pide a gritos la desmitificación, justamente porque nosotros —incluidos los historiadores— ya no vivimos en ella, pero no sabemos cuánto de ella vive en nosotros”.
Me detengo en la idea de pax y su marca en las maneras de entender las historias patrias. Me ciño, siquiera por un momento, al contraste México-Estados Unidos, aunque lo mismo podría decirse de la España de la Restauración y la Inglaterra victoriana, del Brasil después de la guerra del Paraguay y la Argentina tras la derrota de Rosas en 1852, o, si se quiere ser más preciso, a partir de la presidencia de Nicolás de Avellaneda en 1874 y la represión de la última gran revuelta política (1876) del siglo XIX. Digo, pues, que a fines de noviembre de 1863, cuatro meses después de la batalla de Gettysburg, Pensilvania, el presidente Abraham Lincoln honró a los caídos con la arenga más corta y más famosa de la historia estadunidense: “Hace ocho décadas y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en la libertad y consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales […] Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil, averiguando si esta nación, o cualquiera así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo”. Contrastemos la arenga con esta otra: en el México de 1904 el presidente Porfirio Díaz informó al Congreso de la Unión: “El único programa nacional y patriótico que mi gobierno se propuso llevar a término, desde el día en que por vez primera el pueblo se dignó confiarme la dirección de los asuntos públicos, ha constituido en afianzar con la paz los lazos que únicamente tenía el privilegio de estrechar la guerra…” Las dos citas se refieren no sólo a dos naciones con historias distintas, sino a dos visiones del “cómo nos ha tratado la historia” basadas en la idea de la paz.
Lincoln era transparente: Estados Unidos, nación surgida de una revolución violenta, la de independencia, había vivido en paz bajo los principios de la libertad y la igualdad; pero algo inesperado, ajeno al programa genético de la nación, había originado esa guerra que entonces, en 1863 —después de una buena dosis de demencia bélica—, Lincoln ya se permitía llamar sin tapujos “guerra” y “civil” —antes solía denominarla revolt o rebellion—. El raciocinio de Díaz era el contrario: por historia México sólo había conocido un rosario de guerras, y lo único que él, Díaz, quiso lograr fue encauzar a la patria hacia su destino inalcanzado: la paz. Ambas concepciones, sin embargo, daban por verdadero que la violencia paría naciones; pero también que la guerra era cosa excepcional porque el escenario natural de las historias nacionales era la paz. Lo cual era y es una convicción moral loable, pero no una verdad histórica. Uno de los historiadores estadunidenses más influyentes del siglo XX, Richard Hofstadter (The Age of Reform, 1955), puso en duda esta creencia en blanco y negro estadunidense:
La guerra siempre ha sido el Némesis de la tradición liberal estadunidense. Desde nuestra historia más temprana como nación, ha habido una curiosa y persistente asociación entre política democrática y nacionalismo, jingoísmo o guerra. Periódicamente, la guerra ha escrito la última escena de dramas comenzados por el lado popular de la lucha partidista […]. [Alrededor de 1860] Otra vez, como después de las democracias jeffersoniana y jacksoniana, la guerra, seguida poco después por la prosperidad, fue un solvente fuerte pero provisional para el impulso reformador.
Ni Lincoln, pues, tenía de dónde sacar tanta paz antes de 1863, ni la pacificación de Díaz a partir de 1876 constituyó un alcanzar la paz absoluta y eterna, esa que ha sido intrínseca a la idea de la nación moderna.
En la historia mexicana no es siquiera necesario aclarar que el siglo XIX, al menos hasta 1876, fue guerra, violencia e inestabilidad. En cambio, para los historiadores estadunidenses ha resultado más fácil asumir la excepcionalidad de la guerra, sustentar el reino de la paz. Pero, desde el logro de la independencia, las 13 ex colonias vivieron en perenne inestabilidad, con violentos enfrentamientos entre ellas y con guerras constantes en contra de indígenas. Además, Estados Unidos se embarcó en dos grandes guerras: en 1812 contra el Imperio inglés y otras colonias (Canadá) que, como Perú en 1820, no querían ser independizadas a la fuerza, y en 1846-1848 contra México, guerra de expansión imperial, guerra religiosa y guerra de frontera. En efecto, desde principios del siglo XIX hasta la Guerra Civil, olas de violencia fueron lo común en la historia de Estados Unidos —marea que subía al ritmo de la esclavitud, la constante expansión del territorio y la discrecionalidad jurídica en todo lo que tuviera que ver con relaciones raciales en el campo y las ciudades—. La guerra y la violencia parecen ser, pues, lo que hubo en Estados Unidos y México.
Éste es el punto: en la historia de casi todo Estado-nación moderno, la paz ha sido una excepción; lo normal es la guerra. Lo que más ha habido es guerra; lo corto y efímero han sido los periodos de paz. Un hecho. El cual no esgrimo para llamar a renunciar a la aspiración, moral y política, de la paz, sino para invitar a entender el significado histórico que la paz tuvo en un momento en que, entre Europa y América, se le conoció, se le nombró.
Las historiografías nacionales con frecuencia han sido poco más que reportes de guerras y batallas pero, eso sí, redactados como si la paz fuera el estado natural que la nación presentaría si tan sólo no lo impidieran los muchos terribles imponderables. Pero la historia, la nación, han sido esos imponderables que incluyen la aspiración de la paz y sus maneras cambiantes producidas por la conquista, aunque momentánea, de variopintas formas de paz. A ojos pacifistas del siglo XXI, esas paces nos parecerían mentiras oficiales, arreglos sucios, violencia selectiva o autoengaño colectivo de millones de mexicanos, estadunidenses, austriacos o argentinos. Sin embargo, para mí el asco ante el pasado da para sentirse bien en el presente, pero no para entenderlo. Utilizo, pues, 1876 y sus alrededores para explorar qué es la paz en la historia moderna, cómo se llega a sentir, cómo se le sabe alcanzada o ida. Porque es la paz, no la guerra, el misterio por dilucidar en la historia.