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nombres: Guillén, Diana, autor.

título: ¿Primavera mexicana? El #YoSoy132 y los avatares de una sociedad desencantada / Diana Guillén.

descripción: Primera edición | Ciudad de México : Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2017 | Serie: Contemporánea. Sociología.

identificadores: ISBN 978-607-9475-78-9

palabras clave: Movimientos estudiantiles | Estudiantes | Democracia | Sociología política | Redes sociales | Sociología urbana | #YoSoy132

clasificación: DEWEY 322.44 GUI.p | LC HM 1281 G8

Imágenes de portada: arriba, ProtoplasmaKid, “Manifestante en la marcha #YoSoy132, ciudad de México”, 10 de junio de 2012; abajo, MaloMalverde, “Twitter: La #Marchayosoy132, in Reforma Avenue in Mexico City”, 23 de mayo de 2012. En https://commons.wikimedia.org

Primera edición, 2017
Primera edicion electrónica, 2018

D. R. © Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora
Calle Plaza Valentín Gómez Farías 12, San Juan Mixcoac,
03730, Ciudad de México.
Conozca nuestro catálogo en <www.mora.edu.mx>

ISBN: 978-607-9475-78-9
ISBN ePub: 978-607-9475-99-4

Impreso en México
Printed in Mexico

ÍNDICE

Presentación

Y cuando despertó el pri estaba allí...

Como México no hay dos

¿De qué transición hablamos?

Los límites del gatopardo

Desencantos y esperanzas

De metamorfosis y subjetivaciones políticas...

Crónica de un resultado anunciado

Un buen ciudadano Ibero

Juventud, divino tesoro

Del coqueteo deliberativo a la política contenciosa...

El punto de partida

Viejos desafíos, nuevas oportunidades

¿Espontaneidad versus organicidad?

Los entretelones en la construcción de un nosotros

Inercias asamblearias y desafíos políticos

La vía pública como arena en disputa...

Paisaje urbano y memoria social

Cuando los caminos se bifurcan

Viejas y nuevas rutas del andar contencioso

Del ellos al nosotros y del nosotros al ellos

A manera de epílogo: golondrinas que no hacen verano...

A toro pasado

Sociedades en movimiento

Generaciones digitales

A manera de epílogo

Anexo 1. Cronología

Anexo 2. Intención del voto bruto

Anexo 3. Intención del voto efectivo

Anexo 4. Síntesis de la información consignada por empresa encuestadora

Referencias citadas

PRESENTACIÓN

En México el tránsito hacia una democracia plena se mantiene como anhelo para el siglo xxi. Varios de los rasgos autoritarios del sistema político que en el pasado marcaron el ascenso y fortalecimiento del priismo han cedido terreno y aun así nuestro habitus continúa reproduciendo prácticas que dificultan llevar hasta sus últimas consecuencias las conquistas alcanzadas. Es cierto que los ejercicios electorales ofrecen mayores garantías para quienes apuestan por ellos y también lo es que se ha avanzado un buen trecho en términos del diseño y funcionamiento institucionales, sin embargo vicios rastreables en el largo plazo que se niegan a desaparecer le restan efectividad al camino andado.

De las mutaciones que ha sufrido el régimen nacido de la revolución, quizá el triunfo de un partido distinto al Revolucionario Institucional (pri) en las elecciones para la presidencia de la república haya sido el que más expectativas generó. El arribo de Vicente Fox a la primera magistratura del país demostró la viabilidad de un escenario que apenas década y media atrás parecía cuesta arriba y, de paso, invitó a repensar hasta dónde ese cambio de estafeta era el punto de llegada del horizonte democrático.

El tiempo ha demostrado que la alternancia que tuvo lugar el año 2000 significó construir y reconocer nuevos referentes en el plano electoral. Alrededor de ella cristalizó un proceso de rediseño institucional y apertura política vinculado con las modificaciones a las reglas del juego partidista; sin embargo, dicho proceso, lejos de transformar las bases del régimen posrevolucionario se limitó a refuncionalizarlo. Potenciar las urnas como mecanismo de representación democrática nunca será desdeñable, pero, como demostraron los comicios de 2006 y 2012, quedan asignaturas pendientes para que el ejercicio ciudadano de votar y ser votado adquiera pleno sentido.

Actuar en función del interés de los representados y hacerlo de manera responsiva hacia ellos no parece ser el principio rector de escenarios en los que tanto las ofertas partidarias como las candidaturas y programas de gobierno se vuelven intercambiables. Las limitaciones de una forma de pluralidad política de este tipo son muchas, y si a ellas agregamos las expectativas societales que dicha pluralidad había generado mientras se mantuvo como horizonte a alcanzar, se entenderá el desencanto que reinaba entre amplias capas de la población durante la contienda electoral de 2012.

Cuando despertó el #YoSoy132, el pri seguía allí; lo sucedido en el auditorio de la Universidad Iberoamericana (uia) al amparo del ejercicio de deliberación denominado Buen Ciudadano Ibero da fe de ello. ¿En qué momento la situación se salió de control?, ¿fue la incapacidad de Enrique Peña Nieto para manejar a un público que no estaba acostumbrado a enfrentar?, ¿debe revisarse la presunción de que las prácticas ciudadanas involucran posturas asépticas y ajenas a la conflictividad del día a día?, ¿los agravios acumulados se habrían hecho presentes, cualquiera que hubiese sido la actitud del candidato priista?

Me inclino a pensar que, en lugar de elegir respuestas únicas, conviene imaginar la combinación de variables múltiples, pues las largas y cortas duraciones braudelianas se entretejen en todo proceso social y, desde esa doble vertiente, ni la centralidad del tema atenquense en la agenda que encendió el polvorín, ni el manejo que el ex gobernador del Estado de México hizo del mismo, fueron una casualidad. Al igual que los ropajes del emperador, la desnudez del autoritarismo mexicano quedó al descubierto cuando se solicitaron explicaciones sobre un acto de gobierno frente al que voces y cartulinas de los asistentes mostraron repudio.

Tanto la reacción inicial del candidato priista, como las descalificaciones posteriores por parte de su equipo de trabajo y de otros integrantes de la clase política nacional, contradijeron el espíritu cívico que animaba los encuentros convocados por la uia para que sus estudiantes interactuaran con todos los candidatos a la presidencia de la república. El asunto a mi juicio no es menor, pues allí encontramos la intersección entre la anécdota del momento y la acumulación de inconformidad que, en medio del linchamiento mediático del que fueron objeto, potenció la protesta inicial de los jóvenes.

Vistos en retrospectiva, los días que precedieron y sucedieron al 11 de mayo de 2012 fueron el lapso germinal de una movilización cuyo posicionamiento en la arena política mexicana tomó por sorpresa a propios y extraños. Los pasos hacia la subjetivación del actuar colectivo en ciernes se dieron de manera sui generis, si bien no existen rutas ni plazos predeterminados para la constitución de sujetos políticos; entre los supuestos que guiaron la investigación sobre el #YoSoy132 cuyos resultados recoge el presente volumen, está la idea de que construir un nosotros con capacidad para modificar la agenda pública implicaba superar la inmediatez propia de las asociaciones virtuales, estadio que no se alcanzó.

A cinco años de su emergencia es difícil precisar dónde quedó el movimiento. Los recuentos que desde la academia se han hecho tienden a recalcar sus rasgos innovadores en tanto forma de protesta que, sobre todo al inicio, se alejó de los cánones establecidos por el análisis sociológico para entender la movilización social. Los retos empíricos para ubicarlo bajo un solo paraguas se mantienen, sea que se le conceptualice recuperando su dimensión emocional, sus inercias desmovilizadoras, su relativa cercanía con la ola indignados/occupy, en tanto sistema de protesta, como movimiento estético, o como movimiento a secas.

Lo que al respecto se diga está matizado por posturas conceptuales que se escinden a la hora de interpretar la emergencia societal de las últimas décadas. El siglo xxi llegó acompañado de sociedades en movimiento que en distintos puntos del planeta han rebasado los canales de participación y representación tradicionales; la calle se ha sumado a las urnas como instancia que legitima el ejercicio del poder, y los espacios para interactuar con este último se han ensanchado. Aquí se propone que el #YoSoy132 es uno de tantos ejemplos de ello; la respuesta a su convocatoria inicial y la sacudida que provocó en el sistema político sólo pueden entenderse en un ambiente que permite viralizar la información y en el que las redes amplían los canales de comunicación, aun cuando el acceso a las transformaciones tecnológicas sea insuficiente para explicar el surgimiento de la movilización y el impacto que tuvo.

No comparto las visiones que idealizan espontaneidad y horizontalidad como contraparte de organicidad e institucionalidad, ni, por consecuencia, la utilización de las movilizaciones gestadas en las redes sociales como ejemplos de que tal ruta constituye el presente y futuro de las luchas dirigidas a transformar el mundo. Apelando a la imaginación sociológica para identificar qué de nuevo y qué de viejo hay bajo el sol en esta época de inesperadas irrupciones societales, propongo diferenciar los criterios asociativos que rigen el ciberespacio de las estrategias que regulan la acción colectiva fuera del mismo. Cuando, como resultado de que unos y otras se crucen, la sociedad parece empoderarse y se genera una suerte de espejismo que, al resaltar las bondades de la espontaneidad por encima de la organicidad, se oculta que sin esta última el potencial transformador de las movilizaciones tenderá a desaparecer, independientemente de cuánta fuerza momentánea hayan podido acumular o de cuánta incidencia también momentánea hayan alcanzado en la esfera pública.

Desde tal perspectiva, ¿Primavera mexicana? El #YoSoy132 y los avatares de una sociedad desencantada, además de reconstruir la historia de un movimiento encabezado por jóvenes que, apropiándose primero de las redes y después de las calles, surgió en la coyuntura preelectoral de 2012, busca repensar preocupaciones conceptuales de larga data. Algunos de los ejes analíticos que en ese sentido guían los cinco capítulos que a continuación se desarrollan son: las características de los procesos de subjetivación de cara a los cambios que viven las sociedades del siglo xxi, el papel de las nuevas formas de hacer política, los alcances de la noción de democracia y el sentido de algunos de sus referentes clásicos como representación, participación y deliberación.

Avanzar por el doble camino de revisitar modelos teóricos y sistematizar información que a pesar de haber sido abundantemente trabajada muestra inconsistencias dependiendo de la fuente a la que remita, implicó retos en diversos frentes. Acercarse a los procesos recientes constituye siempre un desafío; en este caso, cuando la investigación se inició, los análisis académicos sobre el tema eran escasos; además de la observación de primera mano los recuentos periodísticos se sumaban a los testimonios de protagonistas y testigos, y a los registros visuales y orales colocados en el ciberespacio, conformando un espectro de datos cuya inmensidad dificultaba no perderse en ellos.

Al paso del tiempo los enfoques sociológicos y antropológicos orientados al #YoSoy132 se incrementaron; durante los cuatro años que tomó transformar las ideas iniciales en las propuestas que a continuación se desarrollan, aparecieron valiosas interpretaciones de lo sucedido, de allí que el reto original se haya ampliado. Durante el último tramo del camino, confirmar que la arista enfocada hacia el proceso de subjetivación no había sido atendida, ayudó a no rendirse ante los desafíos metodológicos para procesar tan abundante información y, a la vez, para generar pistas sobre procesos que han cuestionado a la ortodoxia teórica.

El uso de las redes sociales, la apropiación espontánea de las calles y la frescura lúdica del performance juvenil no se tradujeron en la Primavera mexicana a la que se dio la bienvenida en la Primera Asamblea Interuniversitaria, pero haber pensado que ello podría suceder invita a la reflexión. Cabe preguntarse si existían condiciones para avanzar en la dirección anunciada; el crecimiento exponencial de una protesta que mostró cuán fuerte era el desencanto de amplios sectores de la sociedad mexicana, contribuyó a generar expectativas en ese sentido y, sin embargo, cuando la comunidad virtual dejó de serlo y tomó forma un proceso de subjetivación no circunscrito al ciberespacio, en lugar del nosotros con la fuerza necesaria para impulsar cambios de fondo, el #YoSoy132 terminó por diluirse en los fragmentos que lo conformaban.

Seguir el rastro de las inquietudes originales y de las que se agregaron con los comentarios de quienes dictaminaron el proyecto con el que arrancó la travesía que ahora llega a su fin, obligó a una serie de decisiones que conviene explicitar. Se acotó espacial (Ciudad de México) y temporalmente (mayo-diciembre de 2012) el rastreo realizado; se combinó la reconstrucción sistemática de los procesos estudiados con discusiones que recogen debates conceptuales en curso; se elaboró una cronología que facilita el encuadre de la estructura temática utilizada para exponer los resultados de la investigación; se aprovecharon las ventajas del cibererespacio para acceder a relatos orales y visuales; se modificó la idea inicial de realizar entrevistas estructuradas o semiestructuradas y, en lugar de ello, se sostuvieron pláticas informales con integrantes del #YoSoy132 y se aprovecharon los testimoniales ya existentes.

En la era digital tanto el trabajo de campo como el de archivo han incorporado nuevas estrategias; a través de ambientes virtuales los repositorios de información se han ampliado y las lejanías físicas se han acortado, por lo que la construcción de evidencia empírica sigue dependiendo de fuentes orales, visuales y escritas, aunque también podemos acercarnos a ellas de manera no presencial. Fue así que una socióloga formada con las herramientas metodológicas propias del siglo xx se vio inmersa en los espacios de información y comunicación que el siglo xxi ha abierto; los retos que ello implicó valieron la pena pues se pudieron consultar materiales que en otra época difícilmente habrían estado disponibles y atestiguar momentos ya idos casi como si se hubiese sido parte de ellos.

Junto con su potencial en el terreno de la investigación, los formatos asociados con las actuales tecnologías de información y comunicación invitan a redoblar los esfuerzos encaminados a construir datos e interpretaciones propios en función de acervos documentales que, para responder las preguntas que llevaron a consultarlos, deben contrastarse entre sí. Hoy como ayer esto último es fundamental y da cuenta de un rigor que no puede perderse aun cuando algunas de las estrategias para asegurarlo tengan que modificarse.

Bajo dicho principio concedo el mismo valor a oralidades e iconografías recabadas de primera mano que a las que otros produjeron y/o editaron; en ambos casos su uso estuvo mediado por el diálogo con cualquier vestigio documental que pudiera apoyarlas o contradecirlas. Sin embargo no todo fue miel sobre hojuelas, algunas veces resultó difícil conocer identificadores básicos como el lugar y la fecha precisos en los que se realizaron las entrevistas, la autoría de los registros visuales o los datos catalográficos de minutas y relatorías elaboradas en los encuentros convocados por los estudiantes, incluyendo sus asambleas.

Como sucede con los resultados de toda expedición académica que concluye, alrededor de los que aquí se presentan es posible emprender nuevas pesquisas. Se quedan en el tintero, por ejemplo, las series fotográficas que me proporcionaron José Luis García Hernández y Sarasuadi Ochoa Contreras; en ambos casos se trata de material valioso que a futuro planeo trabajar con apoyo de la fotoetnografía y otras estrategias epistémicas y metodológicas asociadas con análisis del campo visual. Por lo pronto, más que hurgar en las narrativas iconográficas sobre el #YoSoy132, las imágenes que se incluyen en el libro son una pequeña ventana que permite asomar fugazmente la mirada a los procesos reseñados.

Antes de ceder la palabra a los capítulos y anexos que conforman el presente volumen, me gustaría externar mi profundo agradecimiento a quienes de manera rigurosa hurgaron en periódicos, folletería, estadísticas oficiales, testimonios ya existentes y bibliografía ad hoc, y construyeron un cúmulo de información sin la cual me hubiese sido imposible llevar adelante la empresa de largo aliento en la que me embarqué a principios de 2013. A lo largo de este lapso, en distintos momentos se sumaron estudiantes de licenciatura y posgrado que han seguido adelante en su proceso de formación académica y con los que me queda una deuda impagable: Abraham Assennatto Bravo, Sofía Maricela Barrera Ruiz, Alejandra Gabriela Galicia Martínez, Gema Liliana González Pérez, Azucena Sahori Granados Moctezuma, Joel Ortega Erreguerena, Jessica Brenda Pérez Mendoza, Marlene Romo Ramos y Claudia Paola Sánchez Guillén.

De igual manera agradezco particularmente a Alejandro Monsiváis Carrillo por sus siempre estimulantes comentarios a propósito de los ejes conceptuales que hilvanan mis propuestas y por haberme acogido durante la estancia sabática que realicé en El Colegio de la Frontera Norte, pues esta última fue fundamental para darle forma a las ideas que a continuación se desarrollan. Gracias también a quienes, como parte del proceso anónimo de dictaminación, revisaron de manera inteligente y minuciosa el manuscrito original; los comentarios y sugerencias que recibí dan cuenta de una enorme generosidad académica que me permitió enriquecer diversas partes del texto. En suma, con cara visible o sin ella muchos esfuerzos se conjugaron para dar forma al presente volumen; sus posibles aciertos son producto de ese trabajo en colectivo y sus yerros de mi completa autoría.

Ciudad de México, septiembre de 2017.

Y cuando despertó el pri estaba allí...

Los procesos políticos que durante el último siglo han marcado la historia de México ofrecen pistas para refutar marcos conceptuales y análisis ortodoxos sobre el deber ser de las sociedades modernas. Las caracterizaciones (Camacho, 1977; Carpizo, 1978; Cosío Villegas, 1972; Meyer y Reyna, 1989) de un régimen híbrido en el que conviven elecciones periódicas con prácticas cotidianas que contradicen su sentido como mecanismo constitucional de representación en la esfera pública, desafían nociones construidas para definir el totalitarismo (Linz, 2000, pp. 65-75) o el autoritarismo (O’Donnell, 2008, pp. 73-75), pero a la vez documentan rasgos identificables con ambas modalidades de intercambio socioestatal.

A pesar de que a lo largo del siglo xx los gobiernos encabezados por el Partido Revolucionario Institucional (pri) fueron motivo de contraste respecto de las asonadas militares y guerras civiles vividas en otros países de la región, sólo forzadamente cabían bajo la categoría de democráticos. Quizá por ello y ante las dificultades derivadas del rigor académico para encontrarles acomodo en las propuestas teóricas existentes, la figura de una dictadura perfecta impactó a audiencias interesadas en el tema, habida cuenta de su intencionalidad retórica más que heurística.

Cuando en 1990, como parte de un encuentro organizado por Octavio Paz y patrocinado por Televisa, Mario Vargas Llosa afirmó: “Yo no creo que se pueda exonerar a México de esa tradición de dictaduras latinoamericanas. Creo que el caso de México, cuya democratización actual soy el primero en aplaudir, como todos los que creemos en la democracia, encaja en esa tradición con un matiz que es más bien el de un agravante: México es la dictadura perfecta”, Paz le refutó al decir: “lo de México no es dictadura, es un sistema hegemónico de dominación, donde no han existido dictaduras militares. Hemos padecido la dominación hegemónica de un partido. Esta es una distinción fundamental y esencial”.1

Los motes de “dictadura perfecta” o “dictadura camuflada” fueron acuñados con escasas o nulas intenciones de sistematizar y constatar para México la existencia de elementos propios de las dictaduras, y si bien la respuesta de Paz se acerca más a análisis como el de Proud’homme (1994, pp. 27-44), que resaltan las manifestaciones autoritarias en la vida pública de un sistema con la capacidad para manejar los puntos de cierre y apertura política a través del partido en el poder y del jefe del ejecutivo como su representante máximo, de haber sido otros los protagonistas del debate probablemente el asunto no hubiese pasado a mayores, pero a través de ambos intelectuales se publicitó la paradoja central del régimen posrevolucionario.

En el diseño y consolidación de dicho régimen el pri fue una figura central (Garrido, 1982) y aún así enfatizar su carácter de partido único, sus mecanismos de control presidencialista del poder y sus estrategias corporativas como formas privilegiadas de mediación, retrata sólo porciones de un escenario que involucra a otros actores societales con capacidad de agencia, pues aparte del sentido que en el mediano y largo plazos le haya dado a dicha agencia, la sociedad mexicana nutrió el día a día del ornitorrinco político que nos describe (Silva-Herzog Márquez, 1999, p. 18).

Parto del supuesto de que las estructuras y prácticas, formales e informales, asociadas con el priismo reflejan la capacidad de ciertos sectores para establecer su hegemonía y a la vez son resultado de las acciones que reproducen o disputan dicha hegemonía desde la subalternidad. Incluso durante los periodos de latencia en términos de retos al sistema vigente, la estabilidad resultante no es sinónimo de inamovilidad, ni las aparentes derrotas de comunidades pauperizadas y subsumidas en las lógicas anómicas identificadas por Zermeño (1996) son absolutas, más bien reflejan correlaciones de fuerza tempoespacialmente acotadas.

Los procesos electorales constituyen uno de los tantos espacios en los que cristalizan fuerzas y proyectos encontrados, pero procesar las diferencias a través de ellos no asegura que las decisiones públicas se hayan tomado a partir de criterios democráticos, ni los resultados de las urnas bastan para explicar los pesos y contrapesos que se mueven para reproducir la dupla dominación/hegemonía. El corporativismo, el presidencialismo y el partido único apuntalaron la esencia autoritaria de arreglos políticos que se sostenían sobre un doble pivote: el que desarrolló el pri en sus vertientes institucional y fáctica y el que se afianzó en un habitus (Bourdieu, 1972, p. 178) constituido/constituyente del tejido social, por lo que ni el predominio absoluto del que fuera el partido oficial, ni su posterior pérdida y recuperación de posiciones bastan para evaluar la ruta de la democracia en México, entendida como un desbrozamiento de esa esencia autoritaria rastreable tanto en los cotos estatales como en los cotos societales.

La transición a la mexicana debe analizarse incorporando los cambios en los ámbitos electoral e institucional, por un lado, y las vertientes de organización y movilización social, por el otro, identificando en el camino la capacidad de los arreglos políticos resultantes para garantizar un intercambio democrático. Ello implica responder preguntas de orden conceptual (¿qué es la democracia?, ¿cómo se transita hacia ella?, ¿quiénes protagonizan el proceso?) y empírico (¿cómo se han materializado en nuestro caso tales nociones?).

como méxico no hay dos

Cantar a voz en cuello que como México no hay dos denota la melancolía y orgullo nacionalista de quienes al encontrarse en el extranjero comparan su terruño con otros lugares; pero más que aludir al folclor que se desprende de la letra respectiva, traslado la frase al ámbito de la política para insistir en que los claroscuros de nuestra democracia actual son producto de una trayectoria sui géneris que la valida.

En la presentación que Pablo González Casanova hizo a su trabajo pionero sobre el tema, quedaba clara la necesidad de ubicar el análisis en el terreno de lo real:

Este estudio no es apologético ni escéptico. No se pretende en él decir que en México la democracia es un hecho acabado, o lamentar las frustraciones de una “idea universal”. Se trata de comprender un comportamiento extraño –a pesar de ser tan nuestro– y de comprenderlo luchando contra la opacidad, la risa, el juego y el odio políticos, que impiden su comprensión. Además se trata de ver la relación de este fenómeno con el problema que más nos preocupa y más directamente está vinculado a una democracia efectiva, que es el desarrollo del país (González Casanova, 1975, p. 9).

El extracto citado refleja una estrategia epistémica que a medio siglo de distancia sigue siendo útil, pues aun cuando la realidad mexicana ha sufrido múltiples transformaciones durante dicho lapso, persisten las dificultades para conceptualizar escenarios que, como veremos en el siguiente apartado, permiten hablar de transición democrática y a la vez ofrecen elementos para cuestionar si realmente se dio un cambio de régimen.

Los debates respectivos se inscriben en interpretaciones diferenciadas de la democracia, por lo que antes de recuperarlos vale la pena establecer el sentido que en este trabajo se le da a dicho concepto y a sus manifestaciones concretas en un caso como el mexicano. Parto del supuesto de que si bien etimológicamente la noción alude a la posibilidad de establecer un “gobierno del pueblo”, esa dimensión genérica se materializa de distintas maneras, dependiendo de cómo se la construya y apropie en situaciones históricamente acotadas.

Al respecto se abre un abanico de posturas con dos extremos irreconciliables: el que resalta la incapacidad de cualquier forma de organización política para resolver problemas y contradicciones estructurales de sociedades en las que priva la desigualdad y el que la cataloga como un arreglo eminentemente político que no tiene como propósito la solución de otro tipo de problemas. Ninguno de los dos polos contribuye a entender una esencia tan compleja como complejas son las interrelaciones sociales en las que se inserta.

Reducir la democracia a su nivel mínimo, formal o electoral es desvirtuarla, pero rechazar a priori lo que tales dimensiones representan cuando el objetivo es cerrarle puertas a la violencia, tampoco ayuda a evaluarla en su justa dimensión. En la medida en que favorece la convivencia pacífica y la participación de la sociedad en las decisiones que afectan su funcionamiento, hay pocos argumentos para contraponerle y, sin embargo, cuando se pasa del plano normativo a la práctica se delinean proyectos, actores y vías que en los hechos cuestionan sus alcances y proyección.

A diferencia de las democracias de carne y hueso, el ideal democrático se inscribe en el terreno de la utopía, por lo que hablar de unas o de otro alude a expresiones distintas de la realidad social. Cuando se privilegian las capacidades operativas y se abstrae todo lo que escapa a su comportamiento como forma de gobierno, se prioriza un nivel procedimental que, de ser el instrumento para garantizar la reproducción de la democracia, se convierte en la esencia de la misma y la reduce a su nivel de arreglo institucional para alcanzar decisiones político-administrativas.

Se trata de un recorte analítico metodológicamente válido que además refleja cambios históricos favorables a las propuestas denominadas minimalistas. Parecería que vistas en retrospectiva las ideas weberianas que cimentaban la democracia en la actuación de las elites, las kelsenianas que apuntaban a la solución parlamentaria de los conflictos generados por el relativismo moral y las schumpeterianas que enmarcaban en un escenario de libertades civiles, tolerancia y sufragio universal la transferencia de poder entre una masa electoral y una elite dirigente, contribuyeron a acotar el contenido de la democracia alrededor de su actual vertiente hegemónica: la representativa (Sousa Santos, 2004, p. 40).

La distinción entre el sistema ideal y los regímenes que lo materializan se vuelve útil en ese sentido, y propuestas como la de Dahl (1990, pp. 59-62) para caracterizar a los segundos a partir de la existencia de 1) cargos de elección para incidir en las decisiones públicas; 2) elecciones libres, imparciales y periódicas; 3) libertad de expresión; 4) garantía de pluralidad en las fuentes de información; 5) libertad de asociación y organización, y 6) sufragio inclusivo, permiten contrastar experiencias históricas concretas con modelos de intercambio político igualmente concretos. Sin embargo, el riesgo al que me referí líneas arriba se potencia y en el proceso de construir los barcos para llegar a buen puerto este último desaparece del horizonte.

La necesidad de ampliar la mirada analítica hacia otras formas de representación además de la electoral (Urbinati y Warren, 2008) y de contemplar las diversas aristas de la democracia (Sousa Santos y Avritzer, 2004) se confirma en un día a día que abre la puerta a mecanismos de incidencia en la esfera pública, alternos a los tradicionales y que invita a separar el concepto de representación del de democracia representativa (Monsiváis Carrillo, 2014a). Las fronteras entre lo estatal y lo societal resultan cada vez más porosas y, desde las movilizaciones (Sousa Santos, 2001, pp. 181-182) hasta los procesos de creación institucional que se gestan en el seno de la sociedad para interactuar con el poder (Gurza Lavalle e Isunza, 2010, p. 21), dan cuenta de los límites que conlleva centrar la mirada en las elecciones, los partidos y los aparatos legislativos a la hora de definir los contenidos propios de las democracias modernas.

¿Qué esperar de un paradigma en el que conviven aspiraciones éticas y contenidos pragmáticos que las relegan? Más que vincular al modelo liberal con la consecución de intereses sociales privados, y al republicano con la construcción de solidaridades entre hombres libres e iguales (Habermas, 2005), parto de la idea de que la democracia apuesta a una convivencia social basada en intercambios equitativos mediante arreglos políticos que garanticen que ello suceda, postura que, sin negar la utilidad de las elecciones competitivas como mecanismo para evitar el uso de la violencia (Przeworski, 1997), refrenda el supuesto de que el horizonte democrático no se circunscribe a ellas.

Sus límites y alcances, incluida la capacidad para mantener la paz, están indisolublemente relacionados con un terreno social en el que todo tipo de intereses miden sus fuerzas. Si aceptamos que la política como esfera diferenciada tiene su origen en la necesidad de construir puntos de encuentro para superar los antagonismos de sociedades marcadas por contrastes de diverso tipo, los económicos a la cabeza, la tarea se vuelve titánica. Para emprenderla, lejos de acortar la mira y establecer metas asequibles, el reto es visualizarla en el interior de un espacio público que, en cuanto tal, no puede desprenderse de las condiciones sociales que lo nutren.

La peculiaridad de los regímenes que se han establecido en México desde su nacimiento como país independiente es producto de pesos y contrapesos que sólo adquieren sentido en clave histórica y como parte del interactuar de una sociedad marcada por la diferencia. Los primeros pasos de nuestro Estado nacional reflejan las dificultades para regular mediante fórmulas políticas modernas interacciones societales impregnadas de valores, prácticas y referentes tradicionales. Si bien la esquizofrenia resultante no era nueva, recuérdese que desde la colonia se había acuñado la máxima de “acátese pero no se cumpla” para resolver los conflictos que generaba la dominación a distancia; los efectos de dicha lógica sobre el entramado institucional se magnificaron y dejaron secuelas que se prolongan a dos siglos de distancia.

¿Qué tipo de gobierno se ajustaba mejor a las herencias del pasado, a los problemas del presente y a las esperanzas en el futuro, en la segunda década del siglo xix? La pregunta, que en su momento dividió a las elites criollas, y que si se traslada a la actualidad parece seguir sin encontrar respuesta, apunta a la búsqueda de una modernidad política que carecía de condiciones objetivas para ponerse en práctica. Nuestro republicanismo se construyó sobre estructuras sociales de corte patrimonialista y caciquil (vistas en sentido vertical) y enraizadas en solidaridades comunales (vistas en sentido horizontal), por lo que el ejercicio ciudadano de votar y ser votado se inscribía en relaciones que cotidianamente contradecían su esencia.

La ruptura del orden colonial no significaba que las estructuras y fuerzas sociales internas que lo sustentaban hubieran desaparecido, por lo que el proceso constitutivo del nuevo régimen se enfrentó a la necesidad de conciliar intereses diversos y ello se reflejó en una Carta Magna de “transacción” que apostaba, así fuese de manera cautelosa, a modificar las bases de la sociedad mediante un diseño legal que permitiera transitar por la senda del progreso y desechar los vestigios del pasado (Reyes Heroles, 1974, pp. 11-13).

La estrategia adoptada se inscribía en imaginarios políticos que diluían las fronteras entre lo propio y lo ajeno y terminaban por mezclar influjos modernizantes e inercias ancestrales (Pani, 2001, pp. 23-54), con la confianza de que una vez decretados los primeros se impondrían sobre las segundas. Las cosas no sucedieron de esa manera y cuando 22 años después los adversarios de las ideas que habían cristalizado en la Constitución de 1824 afirmaron que “hízose, pues, una constitución sobre una base imaginaria, y todas las revueltas, todas las convulsiones que desde entonces se han sucedido no han sido otra cosa que el choque necesario entre los elementos que realmente componen nuestra sociedad política” (Reyes Heroles, 1974, p. 11) estaban en lo cierto, habida cuenta de que esa sociedad política tampoco habría encontrado acomodo en los otros modelos.

Más que culpar en abstracto a una modernidad que ganaba terreno en el mundo occidental, valdría la pena identificar los principales problemas a los que se enfrentó y la manera en que los resolvió, pues allí se encuentran las bases del carácter sui géneris que ha acompañado los distintos tramos de nuestra historia política. El tema de la representación ocupa en ese sentido un lugar central, pues entre los pendientes a resolver estaba cómo dotar de voz a los integrantes de comunidades en las que privaban lógicas corporativas y plurales a través de espacios destinados a participaciones ciudadanas individuales (Sabato, 1999, pp. 16-18). En la medida en que el “horizonte moderno” se alimentaba de imaginarios que daban por sentada la existencia de hombres naturalmente individualistas y democráticos, no existían condiciones para satisfacer los parámetros que tales imaginarios definían (Guerra, 1999, pp. 33-35).

Antes de la revolución de 1910, y en no pocos casos después de ella, el paisaje societal mexicano estaba compuesto por personas que actuaban en función del grupo al que pertenecían más que por decisiones individuales y autónomas. Vínculos personales y adscripciones a estructuras como la familia, la hacienda o el pueblo favorecían la existencia de derechos y deberes diferenciados y supeditaban el ejercicio del poder a criterios propios de ese entorno; de allí el papel desempeñado por la reciprocidad como generadora de consensos que suplían la obediencia hacia un Estado quimérico. El estatus imaginario de los ciudadanos de la época (Guerra, 1988, p. 127; Escalante, 1992, pp. 119-140) va, por tanto, más allá de la figura metafórica a la que en primera instancia remite.

El sesgo clientelar de las prácticas políticas estaba ligado al papel clave que dentro de las mismas jugaba la amistad, entendida como un valor que las reforzaba. Si bien se había avanzado en la conformación de espacios diseñados para que la gente se asociara individual y libremente, (los clubes y partidos, por ejemplo), era frecuente que atrás de ellos se ocultaran vínculos de otro tipo, por lo que –se manipulara o no el voto depositado en las urnas– este expresaba el grado de cohesión interna de los actores colectivos más que la voluntad individual de quienes lo ejercían (Guerra, 1988, pp. 127 y 148-152).

Y aquí llegamos al punto que me interesa resaltar: los procesos electorales del México posindependiente y prerrevolucionario se convirtieron en puentes que permitían conectar sociedades orgánicas y jerárquicas con instituciones basadas en el concepto ciudadano de participación (Sabato, 1999, pp. 20-21). Las clientelas políticas representaron así el punto de encuentro, con un ideal republicano que descansaba en la “asociación voluntaria de individuos iguales, regida por autoridades que ella misma se había dado” y que contrastaba con escenarios donde el individuo era ante todo miembro de un grupo, la jerarquía formaba parte constitutiva del orden social y la legitimidad de las autoridades provenía de la historia, la costumbre y/o la religión (Guerra, 1999, p. 34).

Ello por cierto no significa que los comicios carecieran de importancia, al contrario, se convirtieron en un ámbito de negociación política toral para asegurar la gobernabilidad del México decimonónico. La compleja red de normas y prácticas que se generaron a su alrededor permitió resolver disputas entre facciones encontradas, conciliar intereses en conflicto, tejer alianzas entre caciques, grupos y partidos, distribuir cotos de poder, en suma, articular un amplio y heterogéneo territorio en el que las fuerzas centrífugas desafiaban día a día las formas republicanas de gobierno (Gantús, 2016, pp. 15-17).

El proceso revolucionario que inició en 1910 favoreció la reconstitución del régimen y amplió los espacios de inserción política, pero en la medida en que las prácticas electorales descansaban en alianzas y cooptaciones destinadas a asegurar el control sobre la población, al concluir el conflicto armado los sectores que salieron victoriosos del mismo aprovecharon viejas inercias e incorporaron nuevas estrategias para acuñar un modelo de democracia representativa que refrenda la pertinencia del adagio como México no hay dos.

¿de qué transición hablamos?

El tránsito hacia una democracia plena se mantiene como anhelo para el siglo xxi. Varios de los rasgos autoritarios del sistema político que en el pasado marcaron el ascenso y fortalecimiento del priismo han cedido terreno, y aún así nuestro habitus continúa reproduciendo ciudadanías inexistentes (Escalante Gonzalbo, 2002) al tiempo que las recomposiciones de la clase en el poder no se traducen en ejercicios democráticos del mismo poder. Es cierto que los ejercicios electorales ofrecen mayores garantías para quienes apuestan a ellos como formas institucionales de mediación, y también lo es que se ha avanzado un buen trecho en términos del diseño y funcionamiento institucionales y de su subsunción en el tejido societal, pero varios de los vicios rastreables en el largo plazo, que le restan efectividad al camino andado, se niegan a desaparecer.

De las mutaciones que ha sufrido el régimen nacido de la revolución quizá el triunfo de un partido distinto al pri en las elecciones para la presidencia de la república haya sido el que más expectativas generó. El arribo de Vicente Fox a la primera magistratura del país como candidato del pan demostró la viabilidad de un escenario que apenas década y media atrás parecía cuesta arriba y de paso invitó a repensar hasta dónde la alternancia era el punto de llegada del horizonte democrático.

De reducirse este último al plano electoral, en 2000 se cumplió uno de los criterios básicos de las transiciones (Linz, 1990, p. 156), pues los actores políticos más importantes validaron los comicios en tanto espacio de representación y se materializó la capacidad de la sociedad mexicana para construir y reconocer nuevos referentes a partir de la práctica ciudadana de votar y ser votado. Reitero sin embargo que la existencia de elecciones competidas no es equivalente a la existencia de democracia, y añado (Bovero, 2000) que alternancia y la democracia tampoco son sinónimos, por lo que la llegada del pan a los Pinos como condensación de los cambios de estafeta previamente vividos en los planos municipal y estadual representa un parteaguas dentro de nuestra historia reciente, pero resulta difícil conceptualizarla en términos de transición democrática.

Interpretar lo sucedido en México como el arribo a un estadio democrático que requiere consolidarse (Méndez de Hoyos, 2007; Woldenberg, 2012), implica poner el acento en las transformaciones institucionales alcanzadas y en la vitalidad de un sistema electoral que esconde prácticas poco compatibles con su papel de construir representaciones ciudadanas. Suscribo la idea de que las transiciones no remiten a esquemas preconcebidos ni son fechables de acuerdo con sucesos o coyunturas específicas (Woldenberg, 2002, p. 21), pero su posible identificación pasa por establecer los puntos de salida y de llegada a los que alude.

¿De qué transición hablamos cuando volvemos la mirada hacia México? Los procesos a los que en América Latina se aplicó inicialmente dicha categoría empezaron por Ecuador (1978) y posteriormente se extendieron a Perú (1980), Bolivia (1982), Argentina (1983), Uruguay (1984), Brasil (1985) y Chile (1990), propiciando estudios que a mediados de la década de los ochenta de la centuria pasada sistematizaron experiencias históricas concretas para indagar las implicaciones politológicas de que los militares hubiesen regresado a manos civiles el control sobre los aparatos estatales que previamente les habían arrebatado por la fuerza (Mainwaring, 1989; O’Donnell y Schmitter, 1988).

Otros tipos de autoritarismo que a lo largo de los noventa cedieron terreno en la región invitaron a recuperar las particularidades nacionales para establecer matices dentro de las tendencias propuestas. La distinción entre momentos fundacionales, transicionales o de profundización de la democracia se acompañó de la constatación de que las fuerzas políticas que en cada caso habían favorecido el ascenso y mantenimiento de regímenes autoritarios mantuvieron su presencia y el poder económico de quienes habían apoyado a dichos regímenes también seguía vigente (Garretón, 1997, pp. 20-29).

A 25 años de haber contribuido a la formulación de las ideas pioneras sobre el tema, Schmitter (2011) propuso un balance de lo que el tiempo había corroborado y lo que había refutado respecto de un estiramiento teórico derivado de supuestos, conceptos, hipótesis y conclusiones construidos en la inmediatez. Como parte de dicho estiramiento él y O’Donnell habían asumido que: a) liberalización y democratización eran distintas; b) esta última no requería de un conjunto fijo de requisitos económicos o culturales; c) la interacción entre elites y elección estratégica desempeñaría un papel clave durante la transición; d) las movilizaciones desde abajo tendrían una importancia limitada para la misma en la mayoría de los casos; e) el proceso electoral llevaría aparejados efectos desmovilizadores; f) aun cuando la sociedad civil pudiera desempeñar un papel significativo este sería efímero; g) el colapso o autotransformación de los regímenes autoritarios no garantizaba el eventual éxito de la democracia dado que la mayoría de las transiciones habían empezado en el seno de los primeros, y h) era posible generar una democracia sin tener democracias alrededor (Schmitter, 2011, p. 12).

Las reflexiones derivadas de contrastar tales ideas con el curso seguido por la historia lo llevaron a reconocer que la democratización se alcanzó más fácilmente de lo previsto debido a que fue menos consecuente de lo esperado, situación que se ha traducido en decepciones compartidas por los beneficiarios del proceso y por los académicos que lo analizan, sin que ello implique el riesgo de un regreso a la autocracia (Schmitter, 2011, pp. 13-17). El punto es hasta dónde el malestar en la democracia y no con la democracia como se plantea en el pnud (2004, p. 21) tiene que ver con paradojas irresolubles derivadas de haberla reducido a su nivel procedimental.

Enorgullecerse por la existencia de gobiernos democráticos cuando en la región a) se enfrentan crisis sociales recurrentes; b) los índices de desigualdad y de pobreza se elevan; c) el crecimiento económico resulta insuficiente, y d) aumenta la insatisfacción ciudadana respecto del régimen imperante, más que constituir una “extraordinaria paradoja” (pnud, 2004, p. 11), confirma las inconsistencias de asumir que las batallas ganadas al autoritarismo latinoamericano se han traducido en la instauración de regímenes democráticos. Plantear en cambio que el tránsito hacia la democracia sólo habrá concluido cuando la competencia partidaria se acompañe de condiciones políticas y sociales que la doten de sentido, permite afirmar que desde el regreso de los militares a sus cuarteles hasta la ampliación de las prácticas ciudadanas dentro y fuera de la esfera institucional forman parte de transiciones inconclusas.

Desde tal perspectiva la alternancia que tuvo lugar en México en el año 2000 significó construir y reconocer nuevos referentes en el plano electoral. Alrededor de ella cristalizó un proceso de rediseño institucional y apertura política vinculado con las modificaciones a las reglas del juego partidista; pero, como el tiempo ha demostrado, dicho proceso, lejos de reestructurar las bases del régimen posrevolucionario contribuyó a refuncionalizarlo. La necesidad de añadir epítetos al estadio a partir de entonces alcanzado alude a un gradualismo que, aun recuperando la premisa de que el periodo transicional ya concluyó, enfatiza el carácter incipiente (Reyna, 2006) o estancado del proceso (Aguayo Quezada, 2010).

Una “transición votada” (Merino, 2003) que potencia a las urnas como mecanismo de representación democrática nunca será desdeñable, pero resulta insuficiente cuando los alcances de dicha representación dependen de instituciones que funcionan a partir de lógicas no democráticas y de prácticas que no abonan a la transformación radical del régimen político imperante.

Bajo la misma premisa, el punto de arranque de la transición mexicana habría que ubicarlo en las reformas electorales que, como respuesta a las diversas formas de movilización ciudadana y de lucha armada que se habían ido gestando en nuestro país, promovió el Estado a partir de 1977 (Córdova Vianello, 2008, pp. 657-667). Además de la apertura de espacios para la oposición, que los cambios paulatinos a la ley aseguraron, la ampliación de la competencia partidaria tuvo que ver con el desgaste de un priismo que, sin perder por completo su hegemonía, empezó a enfrentar tomas de alcaldías y otros mecanismos de impugnación en el plano municipal (Alonso y Gómez Tagle, 1991; López Monjardín, 1986 y Martínez Assad, 1985). Atrás de las movilizaciones en cuestión se delineaban pugnas internas en las estructuras de poder de las comunidades y en el interior del propio partido, situación que dificultaba el traslape entre las candidaturas priistas y los cacicazgos locales, que se traducía en conflictos poselectorales aun cuando su esencia hubiera que rastrearla más allá de los mismos (Alonso, 1986).

Aunado a lo anterior, en la década previa a 2000, el pri aceptó haber sido derrotado en la contienda en diez gubernaturas y la jefatura de gobierno en el Distrito Federal; de ellas siete fueron ganadas por el pan: Baja California (1989), Guanajuato (1991), Chihuahua (1992), Jalisco (1995), Nuevo León y Querétaro (1997), y Aguascalientes (1998). Cuatro por el Partido de la Revolución Democrática (prd) en coalición con otros partidos: Distrito Federal (1997), Zacatecas y Tlaxcala (1998), y Baja California Sur (1999). Y una por la alianza sui géneris en la que, entre otros, participaron el pan y el prd: Nayarit (1999). Territorialmente hablando, ello quiere decir que en esos diez años un partido distinto al pri gobernaba entidades del noroeste, del centro, del Bajío, del occidente, del centro norte y del noreste del país (Espinoza Valle, 2002, pp. 67-71).