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LUIS SPOTA: LAS SUSTANCIAS DE LA TIERRA

Una biografía íntima

Elda Peralta

Edición a cargo de: Tere Ponce

© 1989, Elda Peralta

D.R. Editorial Morgana, S.A. de C.V.

Golondrina 56, Col. El Rosedal, Coyoacán, C.P. 04330, México, D.F.

Tel. (52) 5549 4414 y (52) 5544 8576

Diseño gráfico: Leonel Trejo Mendoza

Diseño de portada: Celes Núñez

Primera edición en Editorial Morgana, 2016

Primera edición: Editorial Grijalbo, 1990

ISBN: 978-607-9334-01-7
ISBN EPUB: 978-607-9334-07-9

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, comprendidos fotocopia, grabación o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin permiso escrito del editor.

Diseño epub:

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Luis Spota.

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Elda Peralta.

LUIS SPOTA, EL BALZAC MEXICANO

Por Tere Ponce

El 20 de enero de 1985 falleció el Balzac del siglo XX mexicano: Luis Spota.

A treinta y un años de su muerte, sus libros siguen leyéndose como cuando fueron publicados. Actualmente en el mercado de libros circulan muchas de sus obras, pues las nuevas generaciones y crítica están concediéndoles el relevante valor literario que contienen.

Casi el Paraíso es para muchos su novela más lograda. Su título, un acierto: México es “casi” un paraíso, pero en ese “casi” ya nos anticipa la “serpiente” oculta que existe en ese edénico sitio y que él nos va a revelar. Este sinuoso reptil está formado por una “alta sociedad” rastacuera: la que se bajó del caballo de la Revolución y se subió a los cadillacs en tiempos del presidente Miguel Alemán; una sociedad provinciana con delirios de grandeza y con la terrible necesidad de legitimar con un título nobiliario europeo, su fortuna mal habida al amparo de los negocios chuecos, de los contratos amañados; de la venta de hijas o esposas para conseguir los jugosos contratos del gobierno.

En esta ola de nuevo interés por la obra de Spota, he releído la Estrella vacía –que trata sobre las aspiraciones y ascenso de una incipiente actriz a calidad de “estrella del cine nacional”, con la serie de renuncias y dolorosas concesiones personales en pos de la fama–; La plaza –novela en que da su versión sobre el 68 mexicano y que tantas enemistades le costaron a su autor–; Más cornadas da el hambre, llevada al cine con éxito, sobre la condición de los aspirantes a toreros, que Luis conoció tan bien, ya que él mismo probó suerte en los ruedos. Esta novela le abrió las puertas de las traducciones de sus obras al inglés y al francés... La sangre enemiga, o la develación de la miseria humana y moral de los marginados de esta gran ciudad de México, libro que lo hermana con la visión felliniana en cintas como “La Strada” y con “Los Olvidados” de su tocayo Luis Buñuel.

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La primera novela que escribió fue El coronel fue echado al mar, (1947) un thriller muy ingenioso que le valió un premio literario, el de “Talleres Gráficos de la Nación”; Murieron a mitad del río inicia en la novelística nacional el tema de los “mojados”, los braceros indocumentados que en esa época, para introducirse a los Estados Unidos tenían que cruzar a nado el río Bravo, y que a menudo eran cazados como presas a mitad del río por los granjeros tejanos; Las horas violentas nos muestra la vida dentro de los sindicatos obreros y su relación con los patrones; Lo de antes, novela que me gusta mucho, muestra el acoso de un policía corrupto hacia un ex-delincuente; Vagabunda es una de sus primeras historias, también fue la primera que se convirtió en argumento cinematográfico.

Muchos lectores de Spota lamentan que no estén reeditadas las ficciones que forman su serie “La costumbre del Poder” y que están en la frontera entre el reportaje y la novela, porque nadie como él para conocer las costumbres del partido político en el poder y las debilidades privadas de sus miembros más prominentes, pues en su calidad de periodista vivió y dejó el testimonio en sus libros de esos manejos turbios de los poderosos mexicanos, con sus angustias, vanidades, sus traiciones y sus mañas.

A propósito no he mencionado una novelita –así en diminutivo porque es de las más cortas en tamaño–, que parece escrita hoy en el siglo XXI. Me refiero a Paraíso 25 donde Spota da cuenta de todas las transas (ellos las llaman “oportunidades de negocios”), que realizan parientes y amigos cercanos de los detentadores del poder político en un país como México. Para hacer este recuento, Spota resucita a su personaje, el supuesto Príncipe Hugo Conti, de Casi el Paraíso. Éste se ha convertido ahora, veinticinco años después de su aventura mexicana, en un Marqués español legítimo por matrimonio, a quien un sobrino del candidato oficial a la presidencia de la República “invita” a hacer negocios en su país. Este libro redactado en 1983, año y medio antes de su muerte, es de una absoluta actualidad. Y ganó ese año el prestigioso Premio Mazatlán de novela.

Al leer sus novelas, observo la mirada aguda de Luis Spota para reflejar en sus páginas excelsitudes y defectos del conglomerado urbano, porque su punto de interés fue la sociedad de la ciudad de México, en plena expansión entonces, dejando retratos inolvidables apegados a la realidad, tanto, que no puedo menos que compararlo con el escritor francés del siglo XIX, Honorato de Balzac, autor de la Comedia Humana.

Luis Spota elaboró su propia comedia humana. Sus novelas constituyeron un ámbito donde, liberado de la censura periodística de entonces y de los estrechos márgenes de crítica social que existían en la prensa diaria, podía volar como le daba la gana, sin otros límites que su imaginación y su visión de la realidad.

En agosto de 1979, Luis Spota desayunó con el grupo periodístico “20 Mujeres y un Hombre”, al cual yo pertenecí desde su fundación. Este importante grupo de mujeres periodistas nacionales y extranjeras actuó durante 35 años en los medios mexicanos y tuvo como objetivo dignificar la profesión de las mujeres periodistas. Estuvo coordinado en su valiosa actuación por la periodista ecuatoriana Hylda Pino Desandoval.

Luis Spota, amigo de casi todas las integrantes del grupo, en especial de Kena Moreno, era ya un famoso comentarista de televisión, radio y prensa, y autor de novelas cuyos tiros alcanzaban cifras récord de ventas y de ediciones. Sin embargo, los críticos de la academia no lo consideraban un autor digno de estudio. Lo contraponían a Carlos Fuentes, ya que ambos escritores fueron los primeros en novelar la vida de la ciudad de México. Primero fue Spota con Casi el Paraíso (1956) y dos años después, Fuentes con La región más transparente (1958).

Vuelvo a la entrevista. En aquella ocasión, se le preguntó a Spota la coincidencia de los dos autores respecto a la temática de sus libros. Spota dijo a sus colegas y amigas periodistas: “ambos compartimos las mismas inquietudes... Fuentes usa símbolos... Spota, seres humanos. Spota sale primero con un tema y Fuentes después”... ¿Por qué un periodista escribe novelas?.. Su respuesta fue que él pretendía concientizar al lector mexicano, ponerlo ante el espejo de una realidad de la que él mismo forma parte. “En ocasiones lo logro, la mayor parte de las veces no puedo conseguirlo”.

Muy sincero, ese día confesó: “Pertenezco al insufrible grupo de autodidactas, que por no haber tenido la oportunidad de estudiar como otros, deben inventar lo que no saben y suplir con otros, los recursos que no tuvieron ocasión de arbitrarse por medio de un aprendizaje bien dirigido. El autodidacta está siempre propenso a incurrir en la irresponsabilidad que los demás, conscientes de sus limitaciones, no intentarían... esa irresponsabilidad me llevó a escribir en 1947 mi primera novela: El coronel fue echado al mar”.

Para recordarlo en el trigésimo primer aniversario de su muerte, Elda Peralta, su compañera de vida, quien esto escribe y la Editorial Morgana preparamos esta segunda edición de Luis Spota, Las sustancias de la Tierra, una extraordinaria biografía íntima en la cual Elda evoca al escritor desde su infancia hasta su fallecimiento. Una trayectoria de vida dedicada al periodismo y la literatura, el cine -como guionista y director-; la Comisión de Box, de la cual fue su presidente hasta su fallecimiento, y las circunstancias en que el escritor fue edificando su colosal obra de creación literaria que abarca más de treinta novelas, 60 guiones cinematográficos; reportajes de profundidad con reconocimientos por parte del gremio periodístico; artículos editoriales: columnas políticas.

Con una gran sobriedad, Elda Peralta nos muestra desde la intimidad de una convivencia sentimental de más de treinta y cinco años, las luces y las sombras del complejo carácter de Spota y las circunstancias que rodearon el nacimiento de cada uno de sus libros.

Tere Ponce

Ciudad de México, marzo de 2016.

Índice

Luis Spota, el Balzac Mexicano, por Tere Ponce

Reconocimientos

Propósitos

Yo, mis raíces

Luis y yo

Luis, sus raíces

Malgré tout

Renacer o volver a morir

El cazador de noticias

Consolidación y cambio

Luis, funcionario

El encuentro

Más cornadas da el hambre

El destino

El celuloide

Las grandes aguas

La manzana de la discordia

El placer de vivir

Casi el paraíso

La sangre enemiga

El adiós al cine

Incertidumbre

El trago amargo

La sombra de don Luigi

El quijote

El teatro

Voces del ayer

El retorno

Espejo

El 68

El vacío

El “campeón” del tercer mundo

Un adiós más

Remanso

Oro negro

La televisión, otra vez

Mitad oscura

Desencanto

Los días contados

Una noble lucha

Reyes de la creación

El final

Luis

Yo, sola

Índice onomástico

Y antes de que la liebre marinada llene de aromas el aire del almuerzo como silvestre fuga de sabores, a las ostras del Sur, recién abiertas, en sus estuches de esplendor salado, va mi beso empapado en las substancias de la tierra que amo y que recorro con todos los caminos de mi sangre.

Pablo Neruda, Los frutos de la tierra

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Afuera llora un grillo.
Es el minutero de la noche.

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RECONOCIMIENTOS

Estoy en deuda con los siguientes amigos que, al proporcionarme datos y anécdotas sobre Luis Spota, me permitieron reconstruir momentos de su vida que no conocí y que ellos compartieron: Edmundo Báez, Carlos del Río, Edmundo Domínguez Aragonés, Ángel de la Fuente, Silvia Durán Payán, Juan Manuel Espinosa, José María Fernández Unsaín, Nicolás Freda, Fernando Gaitán, Roberto Gavaldón, Luis Guzmán, Raúl Horta, Jaime Labastida, Matilde Landeta, Jacqueline Larralde de Sáenz, José María Lozano, María Luisa Mendoza, Fernando Morales Ortiz, Miguel Reyes Razo, Carlos Román Celis, Rafael Solana, Adolfo Torres Portillo y Gregorio Walerstein.

También deseo expresar mi reconocimiento a Germán Dehesa, cuyos puntos de vista, después de leer algunos fragmentos de mi texto en su taller, fueron muy orientadores.

A Beatriz Espejo, por su estímulo.

A David Martín del Campo, que me descubrió el título. A Josué Sáenz, el primer lector de mi libro.

PROPÓSITOS

LA MUERTE de Luis Spota, hace casi un año, provocó en mí sentimientos mezclados de dolor y rabia. Dolor ante su muerte prematura en la plenitud de su creatividad. Rabia, por que ya muerto, después de consumirse en la acción de darse a los demás, era negado y escarnecido por muchos de aquellos que, estando él con vida, resentían su trayectoria de sembrador afortunado.

Sin embargo, no es ni rabia ni dolor lo que me tiene anclada a esta mesa hace más de diez meses, emborronando centenares de cuartillas que me remiten a mi pasado, tarea dolorosa e ingrata que disfruto con placer masoquista. Son otros mis propósitos al conjurar imágenes y esencias de los tiempos que viví con Luis, al invocar sombras de infiernos o paraísos ya desvanecidos, espectros cuyos borrosos contornos se van precisando al pasarlos y repasarlos por la pantalla de la memoria.

Quiero referirme al Luis Spota que yo conocí. Soberbio y modesto, hecho de luz y flaquezas. Al infatigable tejedor de historias, producto de su esfuerzo tesonero y de la pirotecnia de sus intuiciones. Al autor que mediante un renovado quehacer cotidiano conformó una vasta obra, humilde y ambiciosa, que aspiró a ser un perfil de su comunidad y a contener afanes y existencias de los hombres tal como él los conocía. Quiero evocar al hombre para quien vivir equivalía a cumplir una diaria responsabilidad; al caballero andante animoso y retador, siempre dispuesto a la aventura, abierto a la conquista de sueños de verdad y de justicia; al ser huraño, taciturno y vulnerable, que amaba al hombre en todos los hombres, que quiso ser amado y recordado un poco al escribir sobre ellos.

No pretendo escribir un panegírico. Sería ir contra el sentimiento del propio Luis, que siempre desconfió de la sinceridad de los elogios funerarios.

Mi meta es recobrar, ante todo para mí, una larga existencia a su lado, y rescatar con la memoria algo de lo pequeño, lo grande y lo secreto que había en su compleja personalidad. No lo defenderé de quienes lo negaron o minimizaron en vida; tampoco de los que aún no apagan su rencor contra él y pretenden borrar los rastros de su paso por la literatura y la historia. No necesito salvarlo para las generaciones del futuro. Lo que se diga o no se diga de él no es asunto mío.

Por Luis Spota hablará su obra.

E.P.

9 de diciembre de 1985

YO, MIS RAÍCES

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NACÍ Y CRECÍ en una familia mexicana con fuertes pretensiones de respetabilidad. Mis padres, que no eran acaudalados, compensaban su falta de bienes materiales con una especie de orgullo de origen, por descender de linajes de colonos que, generaciones atrás, habían impuesto su autoridad a las mayorías indígenas que habitaban las regiones en que decidieron establecerse.

Mi madre, Gloria Ayala Carrillo, aceptaba como un privilegio contar entre sus antecesores a rancheros y hacendados ricos de los estados de Guanajuato y Michoacán. Huérfana desde muy chica, gozó, junto con sus hermanos, de una infancia de holgura gracias a los productos agrícolas de Inchamácuaro, el rancho heredado de la abuela materna en las inmediaciones de Acámbaro. La revolución de 1910, con sus violentos ajustes en las jerarquías y formas de vida de la sociedad, los fue empobreciendo. Cuando ella conoció a mi padre, a mediados de los años veinte, el esplendor económico familiar era un hecho del pasado. Inchamácuaro era una propiedad rural en semiabandono, acechada por los agraristas circunvecinos que solo esperaron una coyuntura legal, en los años treinta, para adjudicársela.

Mi padre, Oscar R. Peralta (la R era el Rodríguez materno), sonorense, descendiente de los vascos colonizadores del norte del país, hablaba con satisfacción del arrojo de sus tíos Peralta que, medio siglo atrás, habían logrado expulsar de sus tierras a los indios yaquis para fundar sus feudos ganaderos. También exaltaba la trayectoria de su abuelo materno Rodríguez, hombre probo y capaz, secretario de gobernadores de Sonora durante el porfiriato. Del matrimonio PeraltaAyala nacieron cuatro hijas, todas mujeres. A pesar del desencanto de don Oscar –que hubiera preferido cuatro varones, reflejo suyo, continuación de su apellido y de su actividad, cualquiera que ésta fuera–, con el tiempo se resignó. Con espíritu deportivo nos fue aceptando.

Originario de la fronteriza Sonora, mi padre compartía la admiración que los del norte del país profesan hacia el pueblo norteamericano, por su espíritu laborioso y progresista. Al carecer de bienes materiales, pensaba que el mejor legado que podía dar a sus hijas era una formación escolar al otro lado de la frontera. Una buena educación nos permitiría estar preparadas para el matrimonio cuando llegara el momento. Casarnos era nuestra única opción como mujeres, ya que la aventura y la actividad estaban reservadas a los hombres. En cuestiones de machismo mi padre era un ortodoxo.

Con infinitos sacrificios nos costeó estudios primarios y secundarios en colegios norteamericanos; en internados o en planteles de enseñanza diurna, según se plantearan las circunstancias. Nos quería educadas y bilingües; daba por sentado que adoptaríamos también el recato y el gusto por el encierro de las monjas que nos enseñaban. Nunca se le ocurrió a mi buen papá que con el idioma y la cultura norteamericanos asimilaríamos al mismo tiempo las costumbres liberales de las muchachas yanquis. Cuando una o dos veces al mes, él y mi mamá nos visitaban en el internado de California o de Texas, nunca pasó por su cabeza que, al salir de ahí, alguna de nosotras se empeñaría en abrirse un camino propio en el mundo exterior. Tuvo que admitirlo poco después, cuando perdió su empleo y se encontró sin reservas económicas para seguir pagando nuestros estudios.

El puesto administrativo de mi padre, como jefe de la Oficina de Migración, lo obligaba a desplazarse continuamente por las ciudades y puertos fronterizos del país. Cada orden de traslado de su oficina sede implicaba para sus hijas un cambio de escuela. Esto nos colocaba en una situación irregular, con un calendario de clases distinto al de los demás niños, siempre más corto. Mi nana Albina, vieja sirvienta incorporada a la familia desde tiempos de mi bisabuela, me tenía al tanto de lo que ocurría en casa durante mis largas ausencias. La suerte de Albina estaba ligada a la nuestra, y lo que a ella le preocupaba me centraba en la realidad.

Por ella descubrí, a los ocho o nueve años, que mantenernos en colegios extranjeros resultaba a veces agobiante para mi padre –a fin de cuentas, no era más que un empleado gubernamental de nivel medio–, y que a los fines de mes en que tenía que reunir el importe de las matrículas escolares, sus tribulaciones llegaban a ser enormes. Enterarme de esto me conmovió. Mi padre era un ser distante, áspero, celoso, que tendía un cerco de vigilancia en torno a nosotras para impedir que cualquier hombre –de la edad que fuera– se nos acercara. Hasta que mi nana me lo hizo ver, no se me había ocurrido que fuera un hombre de carne y hueso, capaz de sufrir como yo. Solo podía responder a sus sacrificios y angustias de una manera, aplicando en mis estudios más esfuerzo del que él invertía en proporcionármelos. Me convertí en una alumna ejemplar que aprovechaba el internado y las vacaciones para adelantar y doblar cursos; en una insufrible alumna precoz. Antes de los catorce años obtuve en California mi certificado de high school, al que agregué un semestre de mecanografía y de diseño comercial; esperaba que antes de cumplir dieciséis años me aceptaran en una universidad norteamericana. Sin embargo, un acontecimiento truncó para siempre la posibilidad de convertirme en la ilustre polígrafa que deseaba ser.

Mi papá fue cesado inesperadamente de su puesto y resolvió instalarse en México, ciudad capital, donde al poco tiempo obtuvo un cargo muy menor en la Secretaría de Hacienda. Si hasta entonces habíamos vivido con estrecheces, el nuevo empleo de mi papá auguraba, por sus bajos emolumentos, un futuro de penuria. Adiós estudios superiores, adiós vida de cuidados domésticos. En adelante debía obrar por mi cuenta, lo cual no me disgustaba. Ante todo, necesitaba encontrar una ocupación que me permitiera ganar un poco de dinero y salir todas las mañanas de nuestro departamento en la colonia Del Valle.

Una amiga de mi mamá me recomendó con unos parientes suyos en una gran empresa comercial. No recuerdo sus nombres, pero sí que fueron muy indulgentes al contratarme como asistente de secretaria, y también durante el tiempo que, novata y desinformada, me familiaricé con los términos y modismos del lenguaje comercial. Por lo demás, no fue muy difícil adaptar al español los signos taquigráficos que había aprendido recientemente en El Paso, Texas. Tres o cuatro meses después, pude utilizarlos en el empleo que obtuve en una institución bancaria. Fue una verdadera fortuna.

Hacía tiempo me había trazado un esquema de vida que sería, fuera de toda duda, el de una mujer famosa, orgullo de su sexo y de su especie. Para empezar, triunfaría como bailarina de ballet o, de no ser posible, como deportista destacada, tipo Suzanne Lenglen. Ya agotadas mis posibilidades en el baile o en el deporte, me dedicaría al cine: sería una estrella rutilante, admirada por las multitudes. Dejaba para el final, para una edad avanzada, mi tercera meta, que era convertirme en escritora de fama. Por lo pronto, al ingresar a un banco ya estaba, por derecho, dentro del Centro Deportivo Chapultepec (CDCH) donde se practicaba la natación, el tenis y quien sabe cuantos deportes más. Con una o dos excepciones, los mejores aficionados del país era gente de ese club.

Después de un preámbulo de chapuzones diarios en la alberca olímpica –porque el Güero Aguilar, entrenador de natación, pretendía transformarme en campeona en los 400 metros de nado de crawl–, me logré conectar con los tenistas del CDCH e iniciar metódicamente el aprendizaje de ese deporte que me encantaba. Tuve la suerte de conocer al maestro Gaspar Octavio Almanza, socio particular del club, que me tomó bajo su tutela desde el primer día. El señor Almanza era un funcionario jubilado del servicio exterior mexicano. Andaba cerca de los setenta años, si es que aún no los tenía. Era delegado, no muy alto, nariz aguileña, ojos bondadosos. Usaba un audífono pequeño en la oreja por problemas de audición. Fanático del tenis, había dedicado todos los ocios de su carrera diplomática a la elaboración de un novedoso método que simplificaba y depuraba las técnicas de enseñanza del deporte blanco.

A don Gaspar le sobraba el tiempo porque nadie creía en la efectividad de sus revolucionarios procedimientos. Solo tenía dos alumnos cuando lo conocí: una chica muy guapa llamada Olga Zubirán y un economista joven recién llegado de Londres, Josué Sáenz, que por su prestancia y su inteligencia era el sueño inalcanzable de todas las muchachas. Pronto desplacé a los dos en las preferencias del maestro, por una razón muy sencilla: en mí el señor Almanza creyó encontrar a la discípula ideal, el cobayo de laboratorio que le permitiría demostrar, a partir de cero, las ventajas metódicas de su “Escuela Mexicana de Tenis”.

Se hizo cargo de mi entrenamiento, dos horas diarias en la mañana. En unos cuantos meses me inicio en sus principios teóricos: cómo asir la raqueta, desplazarse por la cancha, aprovechar los ángulos. Los resultados fueron sorprendentes. En especial, su forma de preparar el golpe “como zarpazo de gato” me ayudó a desarrollar velocidad y precisión en las jugadas. A los dos años, compitiendo a veces con jugadores que me aventajaban por mucho en experiencia, ya ganaba todos los campeonatos en segunda división: el primero y más satisfactorio de ellos, el de mi propio club.

Al dedicarme por completo al tenis, renuncié a mi empleo en el banco, a los paseos y a cualquier posibilidad de tener amigos. Casi en harapos, aceptando como única compañía la del gentil septuagenario don Gaspar, atenida al poco dinero que para mis gastos semanales me podía dar mi padre, y a la dotación periódica de raquetas y pelotas con que me subsidiaban los directivos del club, me lanzaba, en serio, a la conquista de mi primer objetivo en la vida: convertirme en una tenista de primera línea, consciente de que solo podría serlo para los parámetros locales, no para el tenis internacional. Me había iniciado a los dieciséis años, tarde para un deporte que exige la rapidez de reflejos de la primera juventud que yo pronto rebasaría.

Lo de ser campeona no era solo un capricho inspirado por mi vanidad. Era una forma de atraer la atención, sentirme “alguien”, afirmarme a través del asombro de los demás. Lo necesitaba. Después de años de soñar en el internado con un mundo de plenitudes, al salir me encontraba con la misma reducción, con el mismo gris impregnándolo todo. Las limitaciones económicas de mis padres cerraban la posibilidad de vida mundana. Se movían en un reducido grupo en el que sólo contaban los valores llanos de la pequeña burguesía. De mí esperaban, ellos y quienes los rodeaban, que eventualmente encontrara un novio con los requisitos tradicionales y me casara.

Otra angustia urgente, inconfesada, presionaba para abrirme un camino de triunfadora: la de mitigar, en alguna forma, los diarios descalabros de mi padre, cuyo desfase con la realidad se acentuaba con el paso de los días. Desde el comienzo de mis recuerdos, nuestras relaciones siempre fueron tirantes. Yo era rebelde; él se irritaba y hacía valer su fuerza. Alguna vez me puso la mano encima. Odiaba su autoritarismo y su intransigencia. Pero lo admiraba y me conmovía su rectitud, la marca de “puro” de la Revolución que tantas lastimaduras le ocasionaba. Se había incorporado a ésta en sus postrimerías, con el Cuerpo del Ejército del Noroeste. Al subir el general Obregón a la presidencia en 1920, mi papá se encontraba en el centro del país, donde más tarde se dio de baja como militar. Bajo la protección de los sonorenses, a los que estaba ligado gracias a una embrollada maraña de parentescos, obtuvo una concesión para talar bosques en el estado de Morelos. Luego ingresó al servicio público en las oficinas de Migración de las fronteras.

Don Óscar era el ser menos capacitado para desenvolverse en el México posrevolucionario de astucias oportunistas y venalidad administrativa. Tras la cáscara de bronco del norte, se escondía el hombre generoso, confiado e ingenuo. En los cargos de responsabilidad política que desempeñó gran parte de su vida, su inflexible honradez le costó frecuentes llamadas de atención y algunos despidos injustificados que, en los años del poder sonorense y durante el sexenio cardenista, pudo conjurar gracias a sus contactos personales y al respeto que su probidad despertaba entre quienes lo conocían. Más adelante, en la época de Miguel Alemán, ya sin amigos en el gobierno, fuimos nosotras –sus hijas adolescentes y luego adultas– quienes intercedíamos en su favor ante los poderosos, por los medios que las circunstancias ponían a nuestro alcance.

La desadaptación de mi madre era de distinta índole. Gloria nació en Acámbaro –ciudad pacata como todas las pequeñas poblaciones del Bajío en la primera mitad del siglo–, en el centro de la admiración que su encanto criollo despertó desde muy joven entre sus vecinos. Tenía los ojos negros, la tez clara y suave como de níspero, los dientes fabulosos y una disposición a la fantasía. A mi padre lo conoció en la estación del ferrocarril, una tarde de los años veinte en que aquél arribó a Acámbaro para hacerse cargo la guarnición militar del pueblo. La diaria llegada del tren de México era una de las contadas distracciones que, en una región agrícola arruinada por las luchas revolucionarias, les quedaban a las muchachas en edad de casarse; una de las pocas oportunidades de entrar en relación con los hombres, jóvenes o viejos, que el destino encaminara hacia ellas. Oscar era un hombre apuesto. Ojos azules, rasgos clásicos, elevada estatura: bello como príncipe de opereta o como galán de películas del oeste. Llegaba a Acámbaro con grado de teniente coronel, nimbado con aureola de héroe revolucionario. Casarse con él significó para mi mamá remedar el sino venturoso de las princesas en los cuentos de hadas.

Pero el sueño no duró mucho tiempo. Gloria Ayala, consentida, voluble, fantasiosa, no estaba adaptada para las desventuras conyugales ni para la prosaica cotidianidad de una ama de casa. Menos aún para la maternidad, con sus ulteriores responsabilidades formativas. Sin embargo, amó a las cuatro hijas que Dios le dio; y tuvo el buen sentido de desear para ellas un futuro de felicidad conyugal, en el que cupieran los satisfactores materiales, emocionales y espirituales que una voraz lectora de novelas románticas, como era ella, podía anhelar.

No logró ver realizado en nosotras su modelo de vida venturosa. Por lo menos, en mí. Tampoco en ella misma, que tuvo que sobrellevar largos años anodinos en su dilatada existencia. Pasó por estrecheces económicas y sufrió las intemperancias de tres de sus cuatro hijas –insumisas de distinta manera–. Cuando, en sus últimos años, una economía desahogada y la independencia adulta de sus hijas la eximieron de sus viejas aflicciones, a cambio de algunas nuevas, se encontró con que no sabía como utilizar el tiempo que le sobraba. Para llenarlo, a veces emprendía largos viajes que, por pérdida de interés, casi nunca terminaba. Muchas veces la vi buscar un poco de emoción estéril, en tardes de póker o de ginrommy con las amigas; cediendo, de cuando en cuando, a la cálida tentación del alcohol.

Sobrevivió a don Óscar alrededor de veinte años. Sola, su tránsito hacia la vejez y la muerte fue lento y opaco. Eligió llevarlo a cabo en Acámbaro, su ciudad natal, donde siguió practicando formas de aturdimiento. Tal vez buscaba en ellas poder olvidar aquel lejano amanecer provinciano en que, como una Venus que surge de las ondas, llegó a la vida y a la admiración de sus coterráneos. Sentada en un sillón, frente al jardín de su espaciosa casa provinciana, doña Gloria se pasó los últimos años bordando y desbordando, en cojines de extravagantes diseños, proyecciones mitológicas de su imaginación desasosegada. Dejó transcurrir su existencia como casi todas las mujeres de su generación y clase social, en la espera ilusoria de un signo que diera trascendencia a lo intrascendente.

Además de jugar tenis en 1947, me iniciaba en el quehacer teatral. Luz Alba –directora, maestra, crítica–, después de darme unas clases particulares de actuación, me había admitido en su grupo de teatro experimental, al que pertenecían actores jóvenes de cierta jerarquía, como María Douglas, Jeber Darién, Ricardo Fuentes y Enrique del Castillo; figuras del medio artístico y social, como Tamara Garina, ex bailarina de ballet de Ana Pavlova, y el diseñador de modas Armando Valdez Peza. Alto, muy rubio, con una cara demasiado larga que no restaba nada a su gallardía, gozaba de prestigio nacional por las creaciones de alta costura que, en recepciones del gran mundo, lucían las dos divas del cine: Dolores del Río y María Félix. Era una figura de lujo en el grupo. Armando me atraía por su garbo, su desparpajo, su punzante ironía y el don de su amistad. Creo que durante muchos meses estuve secretamente enamorada de él. Si se dio cuenta, nunca lo exteriorizó.

El cine se me presentaba como algo lejano e inaccesible. Carecía de amigos que me recomendaran ante los productores que, dueños del capital, tenían en sus manos las decisiones importantes de la industria. Las oportunidades para actuar en películas no se daban a ninguna joven por su presencia, entusiasmo o capacidades histriónicas. Condición implícita era una cierta disponibilidad al comercio carnal. En ese aspecto, la industria operaba entonces como una hacienda porfirista en la que el productor –por ser el patrón– y sus jefes de reparto se adjudicaban el derecho de pernada al seleccionar los elementos femeninos de sus producciones.

No estaba dispuesta a entrar en esos manejos: no por reticencias morales, que en lo relativo al sexo no me afectaban. Mi rechazo era consecuencia ante todo de mi soberbia, muy a flor de piel en esos primeros años, y por lo que ese trato tenía de vejatorio. También me lo dictaba el respeto que sentía por mi padre. Una cosa era provocar su cólera con mis diarias insubordinaciones; otra, denigrarlo con formas de conducta que, aun cuando se mantuvieran secretas, ante mi conciencia me envilecerían.

Había un motivo adicional, relegado en el trasfondo de mis razonamientos: la repulsión enfermiza que sentía ante el acto sexual. Mi iniciación que había sido temprana, a los quince años, me había dejado una lección traumática. Fue un primer contacto, brutal y doloroso, con un hombre veinte años mayor. Casi una violación. Tuvo un agravante: a los pocos días me di cuenta de que probablemente estaba embarazada.

Acudí a un médico desconocido, guiada por el anuncio de ginecólogo pintado en las ventanas de un segundo piso, cerca del centro. Por su aspecto, podría haber sido chamán en una tribu primitiva: era casi un enano, muy oscuro, rechoncho. Lo único que inspiraba confianza era que, de una pared de su consultorio, pendían seis u ocho diplomas de universidades europeas.

Me auscultó y luego me pidió las señas de mis padres para informarles de mi estado. Me negué, prefería morir antes de que mi papá lo supiera y le supliqué que me ayudara. Accedió; pero dijo que debía volver al otro día. Durante una semana me usó sexualmente, posponiendo siempre la operación para el “otro día”. Hasta que una noche empecé a gritar como loca y el médico, que tenía la sala de espera llena de pacientes, se asustó. Me citó para la mañana siguiente, antes de que llegara su enfermera; y me practicó, por fin, un legrado.

Tras esas experiencias, estaba horrorizada. Por mucho que me atrajeran los hombres, temblaba solo ante la posibilidad de establecer una relación con ellos. A veces sufría de angustia, pero encontraba el medio efectivo de ahogarla en el diario y bestial agotamiento. Tocaba mis límites de resistencia en todo lo que hacía, casi sin dormir, dividida entre el tenis que practicaba tres o cuatro horas en las mañanas y, por las tardes, los ensayos con Luz Alba y sus lecturas teatrales complementarias. Jornadas enajenantes, desgastadoras, que desembocaban en un nocturno derrumbe cotidiano.

Hacía varios meses que ensayábamos con Luz Alba una obra de la dramaturgia judía que, por su impacto emocional, entusiasmaba a quienes interveníamos en ella. Escrita a principios de siglo por el dramaturgo Sholem Asch, quien de su Polonia natal emigró a América, El dios de venganza era un drama costumbrista, una tremenda crítica al fariseísmo de algunos judíos. Exponía la historia de un próspero matrimonio que llevaba una doble vida: guardaban apariencias de probidad ante los vecinos en la sinagoga, pero la verdad era que sus ingresos provenían de un prostíbulo secreto en el sótano de su casa. La hija única, Rifkele, llegaba a la pubertad y la pareja se preparaba para los ritos de presentación en el templo, cuando el padre, consternado, descubre que Rifkele no era la joven pura que ellos imaginaban. Jebert Darién y Hortensia Santoveña encarnaban a los padres; yo, a Rifkele.

Para atraer patrocinadores que financiaran el montaje de El dios de venganza en algún teatro, Luz Alba tenía frecuentes invitados en los ensayos. Una tarde dimos una representación especial para varios miembros de la comunidad judía en México, con la esperanza de interesarlos. Para nuestra sorpresa, los visitantes se mostraron escandalizados con una historia y una mise en scene que, a su criterio, denigraban y desvirtuaban las auténticas costumbres hebreas. Exigieron a Luz Alba que desistiera de sus planes de producirla. No solo eso. Para borrar la posibilidad de que la directora lo hiciera a espaldas de ellos, consiguieron que el propio Sholem Asch, residente en Estados Unidos, desautorizara por escrito cualquier representación.

Hubo que doblegarse. Los ensayos se suspendieron. El grupo de teatro de Luz Alba quedó temporalmente disgregado. Estábamos en abril de 1947. El balance no podía ser más desalentador: en tenis resultaba una mediana jugadora cuya máxima aspiración real era ganar, en un par de años, algún campeonato nacional. La suspensión de la obra me alejaba la posibilidad de hacer cine, para mí lo más importante, por lo que podía representar en el futuro, de otro modo clausurado. Sentía la necesidad de ser escuchada, de dar cauce a inquietudes que me desbordaban. Había cumplido dieciocho años y estaba en un punto muerto. En la nada.

LUIS Y YO

UN REPRESENTANTE de artistas que acostumbraba asistir a los ensayos de Luz Alba, me invitó una tarde a “una reunión de gente de cine”. Acudí llena de cándidas fantasías. Me encontré en un elegante departamento de la colonia Cuauhtémoc, en compañía de tres muchachas que conocía y a quienes nuestro representante de artistas había encandilado con la misma perspectiva. Pronto fuimos rodeadas por la “gente de cine”, una docena de individuos ventrudos, sin filiación declarada, que tras un corto preámbulo de cortesías se dieron a la tarea de acosarnos con alcohólico arrebato. Pude escapar, gracias a la complicidad de un muchacho norteamericano a quien apenas conocía. En el momento en que el sonriente anfitrión cerraba con doble llave la puerta principal “para que no lleguen más invitados”, el chico me condujo corriendo por la salida de la cocina y, escaleras abajo, hasta la calle. Escenas como ésta eran frecuentes en los espacios privados de la ciudad de México cada vez que se mezclaban políticos y hombres de negocios con gente de la farándula. Si bien las repercusiones de la segunda guerra se manifestaban en una reorientación de los derroteros económicos y políticos del país, las transformaciones sociales se circunscribían a los canales de la industria y el comercio, sin afectar demasiado las pautas de comportamiento colectivo, y sin infiltrarse, ¡Dios nos libre!, en nuestras bienaventuradas tradiciones de moralidad familiar. Para que esto ocurriera tuvimos que esperar unos años más a que las películas extranjeras culminaran su penetración liberalizadora.

Se importaba maquinaria para nuestra incipiente industria y gradualmente adoptábamos las eficientes técnicas norteamericanas de producción y mercadeo; pero seguíamos sin entender la democracia como una participación de todas las fuerzas sociales. Nos abríamos al consumo de ropa norteamericana, “la mejor del mundo”, pero no a las prácticas estadounidenses de acatamiento cívico, de respeto a la mujer. La mujer seguía siendo en México un ente marginado al que ni siquiera se le concedía el ciudadano derecho de ejercer el voto. Tuvimos que esperar la década de los cincuenta para eso se diera. Se aceptaba a la mujer como una segunda mano más barata en fábricas y empresas comerciales; y, si deseaba merecer el respeto de la sociedad, lo más cuerdo era que se mantuviera dentro de los límites del invisible gineceo trazado en la vida pública por los hombres, y que se atuviera a la lista de actividades en él permitidas. Ser actriz ciertamente no era una de ellas.

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Luis Spota y Elda Peralta en Europa.

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En Bellas Artes, al finalizar le representación de Ellos pueden esperar. Hortensia Santoveña, Enrique Cansino y Elda Peralta. Agosto de 1947.

A las mujeres que actuaban en espectáculos ante el público, por regla general se las condenaba sin apelación. Sobre sus decoradas cabezas caían todos los anatemas de nuestras mojigatas clases medias. Se les llamaba “cómicas”, término peyorativo que abarcaba el amplio espectro de actrices, bailarinas, acróbatas, cirqueras, tiples. En forma particularmente despectiva, el adjetivo alcanzaba a las “estrellas” del cine mexicano. Su enorme popularidad entre vastos sectores del público las vulneraba, convirtiéndolas en objeto de escarnio para quienes las envidiaban. Ser aspirante a estrella en el México del medio siglo equivalía, en muchos medios sociales, a ser prostituta o, por lo menos, prostituta en ciernes.

He mencionado a Luz Alba y mis vínculos con ella. Esta directora norteamericana ensayaba en México una forma de expresión que revolucionaba el arte escénico en el mundo, el llamado teatro experimental o de búsqueda. No era la única. Otros directores del medio mexicano, Xavier Rojas, Seki Sano y José de Jesús Aceves, también buscaban aplicar en sus producciones las teorías de verosimilitud, creadas y expuestas por el ruso Stanislavsky en An Actor Prepares, biblia de las nuevas generaciones de teatristas. El teatro experimental, por sus ambiciosas metas culturales, gozaba de creciente popularidad entre el público ilustrado de México. De ahí que me interesara trabajar en él. En mi caso de actriz clasemediera y desconocida, me brindaba la única posibilidad de desenvolverme en los medios artísticos, sin desencadenar demasiadas tempestades de familia. Mi padre, a pesar de compartir todos los prejuicios de clase sobre la condición del actor, era sensible al prestigio que irradiaba la cultura.

Fui muy afortunada cuando, algunas semanas después de la suspensión de El dios de venganza, otro director stanislavskiano me buscó para probarme en un papel. José de Jesús Aceves preparaba la puesta en escena de una obra norteamericana escrita por Clifford Odets, polémico dramaturgo norteamericano, traducida al castellano por un periodista del país, Luis Spota. El nombre nada me decía. Ellos pueden esperar era el título de la obra en un acto. Su estreno mundial sería en el Palacio de Bellas Artes, en una única función de gala.

Dos de los tres personajes que figuraban en la pieza, ya habían sido seleccionados. Enrique Cansino y Hortensia Santoveña protagonizarían a un matrimonio maduro con serios conflictos conyugales. Faltaba que el director encontrara a una actriz de unos veinte años, con cierto atractivo, para que los ensayos iniciaran. Hortensia Santoveña, con quien había trabajado durante meses en la obra suspendida de Luz Alba, sabía que mis padres se oponían a mis proyectos de actriz. Era amiga de mi mamá desde hacia tiempo y más de una vez abogó en mi favor cuando Gloria se quejaba de mi obstinada locura. Fue Hortensia quien me recomendó con Jesús Aceves y Luis Spota, para que me tomaran en cuenta entre las candidatas al papel. También fue ella quien me telefoneó para citarme a la prueba a que me someterían en el salón de ensayos del grupo, ubicado en un segundo piso de la calle de López, cerca de la avenida Juárez y del Palacio de Bellas Artes.

La audición se efectuó un 24 de junio. Llegué antes de la seis de la tarde al lugar, donde ya me esperaban el director Aceves, Luis Spota, Enrique Cansino y la propia Hortensia, que me presentó a sus acompañantes. Decidida a causar una grata impresión, me desprendí del impermeable que traía puesto, con toda la gracia posible; y al quitarme la boina, recuerdo que sacudí la cabeza para que el cabello se esparciera sobre los hombros. Toda esa representación era en honor del director Jesús Aceves, de quien, pensaba, dependía el ser seleccionada para el papel. A Luis Spota apenas lo saludé. Procedimos a la lectura de la obra, yo tenía el rol de la aventurera. A pesar de mi nerviosismo, me daba cuenta de las veces que Aceves consultaba con la vista al traductor. Pronto tuve la intuición de que, tras su tímido alejamiento, éste era el verdadero promotor de la empresa.

Luis Spota era alto –unos siete centímetros más que yo–, excesivamente delgado; la nariz recta un poco respingada, ancha en la base; la boca carnosa. Hablaba con voz suave, como si tuviera miedo de que lo oyeran. Los ojos achocolatados, por estar rodeados de pestañas y cejas demasiado claras, se veían desnudos. Solo de cuando en cuando se vestían con una mirada expresiva. El cabello era rubio, lo mismo que el bigote, que se dejaba crecer tal vez con la esperanza de representar los veintiún años que tenía. Parecía mucho menor.

Terminó la lectura de la obra y casi no hubo comentarios. Sin más, Aceves me pidió que conservara el libreto y nos citó a los tres actores para un primer ensayo dos días después. Me habían aceptado en el elenco con una facilidad que me confundía. Estaba consciente de que mi voz era defectuosa –todos me lo decían–, con registro muy alto, como de niña; y de que mis movimientos ágiles y sincopados de tenista, encajaban mal en un papel donde se concentraba –por lo que acababa de leer sin convicción– todo el encanto de la feminidad. Me sabía tímida y encogida a pesar de mi arrogancia externa y llegué a dudar que me conviniera aceptar una responsabilidad que tal vez me excedía… pero no, no podía en ese momento dejarme arrastrar por indecisiones. Era la oportunidad crucial que venia esperando. Debía confiar en el buen sentido y en la experiencia de Aceves, que me había aceptado. ¡¡ME HABÍA ACEPTADO!!: iba a debutar como actriz en Bellas Artes en seis semanas más.

Eufórica, bajé corriendo la escalera del edificio para abordar en la esquina, lo antes posible, el autobús que habría de llevarme a mi casa. Ya era tarde y sabía que mi mamá me esperaba. Pero Luis Spota me alcanzó en la puerta de entrada. ¿Tenía tiempo?, me preguntó. Me invitaba a conversar un poco mientras “ventaneábamos” por la avenida Juárez, llena de animación al anochecer. Había llovido y las calles del centro de la ciudad resplandecían con los grandes anuncios, en lo alto, y las luces multicolores de los comercios que se multiplicaban en la humedad del pavimento.

No se cuántas horas duró nuestro paseo; solo recuerdo que platicamos todo el tiempo mientras caminábamos por la calle de Madero hasta el Zócalo, y luego de regreso a lo largo de la avenida Juárez. Luis me contó experiencias que había vivido en Nueva York como corresponsal del periódico Excélsior durante la segunda guerra. Me habló de la cosmopolita animación de los muelles neoyorkinos y de sus calles hormigueantes de mujeres que suplían con su trabajo en fábricas y oficinas, la presencia de los hombres que peleaban en los frentes; de sus bares, donde, entre penumbras de humo, los soldados y marineros en asueto trataban de diluir en bourbon los terrores que persistían en su memoria.

Me transportó a los burdeles de Panamá con sus marinos borrachos y me reseñó un intento de asonada militar en Perú con todas sus peripecias. Me describió la vida en el penal de las Islas Marías y me confesó su miedo cuando, al volar una vez sobre la jungla chiapaneca, el avión estuvo a punto de estrellarse. Me habló de José Revueltas y de Fernando Benítez, de sus vivencias con ellos a bordo de un barco de la Marina por el Pacífico del sur. Me reveló la existencia de seres excepcionales como Luis Enrique Erro, Gabriel Ramos Millán y Oliverio Toro, a quienes admiraba.

Reconoció también su devoción por la escritura, a la que consagraba todas las horas de su día, y me prometió un ejemplar de su primera novela, El coronel fue echado al mar, con la que acababa de obtener un premio literario importante. Hablamos de muchas cosas –porque yo también lo hice–, tanto, que se hizo tarde y se acabaron las corridas de autobuses y Luis tuvo que acompañarme en un taxi hasta mi casa.

Las caminatas por el centro de la ciudad se repitieron en los siguientes días. Luis llegaba a los ensayos al oscurecer y, como si lo hubiéramos concertado, se me acercaba a la salida. Una noche me invitó al cine Olimpia, donde exhibían una película inglesa que él conocía, sobre una marioneta que adquiere vida propia y, al crecer en fuerza e inteligencia, entra en conflicto con su creador y lo destruye. Esa noche me reveló que el autor de Ellos pueden esperar no era Clifford Odets (muerto un par de años antes) sino él. Había recurrido al ardid de atribuir la pieza al escritor norteamericano como única posibilidad de estrenar una obra suya en el Palacio de Bellas Artes. De otro modo, no hubiera faltado algún malqueriente que hubiera bloqueado su presentación. Solo después del estreno capté el sentido de lo que me quería decir. Luis, con ser tan joven, contaba ya con enemigos. Uno de ellos era el director del Departamento de Teatro del propio INBA, Salvador Novo.

Una mañana, poco después, Luis pasó a recogerme a mi casa, en el automóvil con chofer del que disponía como funcionario de la Secretaría de Educación. Nos dirigimos a Elba, balneario de aguas termales sobre la carretera de Puebla y en el trampolín de la piscina me tomó docenas de fotos en traje de baño. Éstas y otras fotos mías empezaron a ser publicadas masivamente en periódicos y revistas del país. Era el lanzamiento publicitario de la obra.