La palabra economía proviene del griego oikos nomos y significa «administración del hogar». En realidad, si prestamos atención, nos daremos cuenta de que los padres realizan una verdadera gestión económica cuando deben hacer cada mes una previsión de los gastos que van a tener y de los ingresos con que cuentan. Los gastos son, por ejemplo, lo que pagan por los suministros (luz, agua…), el coste del colegio, de la comida, etcétera, mientras que los ingresos provienen de lo que perciben como salario si trabajan para otra persona o de los beneficios que obtienen si son propietarios de una empresa. A esas previsiones se las llama presupuesto, y pueden ser tan sencillas como las que se hacen en un hogar o tan complejas como las que se prevén en los presupuestos generales del Estado (donde se recogen todas las previsiones de ingresos y gastos que tendrá el país durante un año).
Por suerte, las familias suelen acertar más con los gastos que el Estado, que muchas veces presupuesta unos gastos inferiores a los reales. Si estos superan los ingresos, tenemos un problema que se llama déficit. Las familias pueden entonces cubrir los gastos a los que no alcanzan sus ingresos mediante préstamos y créditos que solicitan a los bancos, y los Estados, pidiendo préstamos a otros países, es decir, endeudándose. Esa deuda que contrae el sector público se denomina deuda pública.
Pero, lógicamente, cuando una persona o un país se endeudan, a cambio del dinero que te prestan, debes pagar unos intereses (podríamos decir que los intereses equivalen a la diferencia entre lo que tenemos que devolver y lo que nos han dejado).
Lo deseable es que, si tenemos que endeudarnos, sea al interés más bajo posible. Yo os animo a que no os acostumbréis a endeudaros para conseguir cosas. Es mejor que ahorréis y, una vez que tengáis el dinero, lo compréis. Claro que en vuestra vida (salvo unos pocos afortunados) os endeudaréis alguna vez, probablemente para adquirir vuestra vivienda.
¿Por qué cada persona y país se endeuda pagando intereses diferentes? La respuesta es muy fácil.
Imaginad que tenéis dos compañeros: Sara y Manuel. Sara es responsable y estudiosa, posee un buen trabajo y no derrocha su dinero en salir de juerga. En cambio, Manuel es todo lo contrario: se gasta cuanto gana en bares, juegos, etcétera.
Los dos os piden dinero. El riesgo de que Sara no pueda devolveros el dinero es muy reducido. Por eso se lo dejaríamos sin problemas a un interés bajo (porque, si no se lo dejamos nosotros, seguro que encuentra a otro compañero que se lo preste).
En cambio, en el caso de Manuel, el asunto es otro. Existe un riesgo muy alto de que no pueda devolvernos el préstamo. Por ese motivo, le exigiremos un interés elevado a cambio de dejarle el dinero, al asumir nosotros un gran riesgo de impago.
Así pues, acabamos de aprender una máxima de la economía: «Cuanto mayor riesgo, mayor rentabilidad se le exigirá a la operación».
Imaginemos ahora que Sara tiene una prima que se llama Mireia que es todavía más ejemplar que Sara: con trabajo fijo, buenos ingresos y de vida intachable.
Lo cierto es que a Mireia le daríamos un préstamo encantados de la vida a un interés muy bajo.
De acuerdo con ello, pongamos un ejemplo:
Interés exigido a Mireia: 1 %.
Interés exigido a Sara: 4 %.
Interés exigido a Manuel: 8 %.
Como «cuanto mayor riesgo, mayor interés exigido», llegados a este punto podemos introducir el nuevo concepto prima de riesgo (que se aplica a los países).
Llamamos prima de riesgo a la diferencia existente entre el interés que exigimos a un país al concederle un préstamo y el interés exigido al país con menos riesgo de todos.
Si transformáramos a nuestros compañeros en países, aquel con menor riesgo de impago sería Mireia. Ella, por lo tanto, representa la referencia de interés para el resto de los préstamos (1 %).
En nuestro ejemplo, la prima de riesgo del país Sara sería: 4 – 1 = 3 %, y la de Manuel: 8 – 1 = 7 %.
Ya os habréis imaginado que Mireia podría ser Alemania; Sara, por ejemplo, España, y Manuel, Grecia.
Pues bien, la definición de prima de riesgo es tan sencilla como comparar el coste de financiación de un país cualquiera de la Unión Europea tras endeudarse con el bono alemán a diez años (considerado dentro de la Unión Europea el de menor riesgo de impago).
El sobrecoste que paga cualquier país europeo al pedir dinero en comparación con Alemania es la famosa prima de riesgo de la que tanto se habla.
En la actualidad, España tiene una prima de riesgo de unos 72 puntos básicos porcentuales (es decir, del 0,72 %) frente a Alemania, pero llegó a alcanzar los 638 puntos básicos en plena crisis, el 24 de julio del 2012.
Eso significa que en esa fecha España pagaba un 6,38 % más que Alemania para conseguir financiación en los mercados de deuda internacionales.
Grecia |
Estados Unidos |
Italia |
Portugal |
Reino Unido |
España |
Irlanda |
---|---|---|---|---|---|---|
348,8 |
230 |
126,2 |
118,1 |
90 |
72,7 |
41,1 |
Bélgica |
Francia |
Austria |
Finlandia |
Países Bajos |
Dinamarca |
Japón |
30,3 |
24 |
21,3 |
16,6 |
15,1 |
2 |
-47 |
Seguramente os estéis preguntando cuánto deberían endeudarse los países para poder cubrir los gastos de funcionamiento (en servicios públicos tales como educación, sanidad, seguridad…) y de inversión (carreteras, puertos, aeropuertos…).
Puede que la cifra de endeudamiento de España os sorprenda. En España, es del 99 % del PIB (producto interior bruto), es decir, prácticamente necesita pedir lo mismo que es capaz de producir en el interior del país.
Para que se entienda, es como si en vuestra familia vuestros padres tuvieran unos ingresos de 4.000 € al mes y necesitasen pedir prestados 3.960 € más para poder ir tirando cada mes. ¿Qué os parece? Eso sí que es vivir al día, ¿verdad?
Pues, aun así, hay países, como Grecia, que tienen un endeudamiento del 180 % de su producto interior bruto. No es de extrañar que Grecia haya sido rescatada más de una vez por la Unión, ya que fue ese endeudamiento y una prima de riesgo altísima (en 2012 estuvo por encima del 30 %) lo que provocó el colapso del país.
Fijaos qué paradoja: hemos empezado a hablar de la etimología de la palabra economía (de su procedencia griega) para acabar hablando de Grecia.
La clase política debería dar ejemplo a la hora de hacer bien las cosas. No pueden pedir a los ciudadanos prudencia antes de endeudarse y luego actuar de modo contrario.
Algunos políticos amenazan con no pagar la deuda pública y alegan que se ha asumido para poder rescatar a bancos que han hecho mal las cosas, que esta deuda ha aumentado debido a la corrupción política, etcétera.
Sin que todo eso deje de ser cierto, ¿creéis acaso que, si Manuel no rembolsara su deuda, alguien volvería a dejarle dinero?
A un país cualquiera, el no obtener crédito por parte de los mercados internacionales le supondría automáticamente dejar de poder hacer frente a sus necesidades inmediatas (el pago de funcionarios, por ejemplo), lo que conllevaría el colapso de su economía.
Lo que sí deberíamos exigir es más mecanismos de control para que los bancos, los políticos y las empresas hagan las cosas con mayor responsabilidad, sin tener que salvarlos con el dinero de todos o tener que pedir prestado a otros países a cambio de altos intereses.
Dejando de lado la procedencia etimológica del término en cuestión, revisemos ahora el concepto clásico que define la economía.
Llamamos economía a la ciencia que asigna recursos escasos de la manera más eficiente posible para satisfacer necesidades ilimitadas.
Aquí tenemos el primer obstáculo que vencer. Los recursos que existen son «escasos». No tenemos petróleo infinito ni trigo infinito ni alimentos infinitos. De ser así, no sería necesaria la economía. Si vuestros padres tuvieran infinitos recursos, no sería preciso que hicieran un presupuesto de gastos e ingresos. Simplemente comprarían todo cuanto necesitasen sin límite.
El problema es, pues, que los recursos son limitados, pero nuestras necesidades son ilimitadas.
Hablar de necesidades es un asunto de gran complejidad. Seguramente las necesidades que nosotros podamos tener nada tienen que ver con las de un niño nacido en el Cuerno de África. Para cualquiera de nosotros, por ejemplo, llevar la última marca de zapatillas de deporte o tener el último smartphone puede ser una necesidad. Y yo me lo creo. La sociedad consumista en la que vivimos nos ha convencido de que es así. No estoy cuestionando el hecho de que lo sintamos como una necesidad real. Pero ¿qué pensaría al respecto el niño etíope que ignora si podrá realizar una sola comida en todo el día?
Hace unos meses, me disponía a acompañar a mis hijos al magnífico colegio en donde yo también soy profesor y me di cuenta de que no llevaba el móvil encima.
Por un momento, el corazón me dio un vuelco. ¿Qué pasaría si sufría un accidente? Me sentí de pronto irresponsable y hasta que llegué a mi destino no estuve tranquilo.
Pero os doy mi palabra de que hace apenas veinte años vivíamos sin teléfono móvil y nadie lo echaba de menos. Simplemente porque no había móviles y, por lo tanto, no se había creado esa necesidad.
Os podría poner varios ejemplos de cosas que se han creado y que, objetivamente, no cubrían ninguna necesidad real, si bien se han convertido en un éxito de ventas, porque las personas nos hemos creído que ese artilugio era necesario para ser felices.
Recuerdo un reloj en forma de huevo que se llamaba Tamagotchi. Fue creado por Aki Maita en 1996 y simplemente era una mascota digital que debías cuidar, alimentar y entretener. Si no hacías todo esto, el huevo-reloj moría. Si lo analizamos fríamente, se trataba de la mayor tontería del mundo, pero, en cambio, fue un éxito de ventas, hasta convertirse en una necesidad para los chicos de finales de la década de 1990.
Abraham Maslow, un reconocido psicólogo humanista (1908-1970), llegó a establecer una pirámide de las necesidades en la que no se podía pasar a una escala superior sin haber satisfecho la inmediatamente inferior.
Dichas escalas se clasificaban en:
Lógicamente, si no se tienen cubiertas las necesidades primarias (por ejemplo, alimentarse), va a ser imposible pensar en las siguientes, porque el único objetivo de ese día consistirá en poder satisfacer el instinto de hambre.
Fijaos que en los países desarrollados las dos primeras ya están bastante cubiertas, de modo que, normalmente, todas nuestras inquietudes se orientan a satisfacer las necesidades del final de la pirámide.
Por eso, en las sociedades ricas en las que las personas gozan de rentas altas existen mayores casos de depresión, falta de autoestima, etcétera. En resumen, los psicólogos tienen más trabajo que en esas otras zonas en donde la gente debe preocuparse principalmente de las dos primeras franjas de la pirámide.
Retomemos la definición: ya que las necesidades son «infinitas» y los recursos «limitados», la economía debería tratar de asignar de forma eficiente dichos recursos.
Hay una gran diferencia entre ser eficiente y ser eficaz.
La eficacia se propone conseguir resultados, mientras que la eficiencia, por su parte, se plantea obtenerlos con el mínimo coste.
Os voy a poner un ejemplo del que después quizá pueda arrepentirme. Imaginad que Pedro estudia seis horas para un examen de economía en el que saca un 10.
Por su parte, Laura ha dedicado, para ese mismo examen, dos horas de estudio y también obtiene un 10.
Ambos son «eficaces» porque han logrado la máxima nota. Pero uno de los dos, además de eficaz, es «eficiente». ¿Quién creéis que es eficaz y eficiente al mismo tiempo?
Has acertado. Laura ha logrado el resultado deseado con un menor uso de recursos; en este caso, el tiempo.
Por lo tanto, podemos decir que la eficiencia implica ser eficaz, pero la eficacia no implica ser eficiente.
Si trasladamos este ejemplo a la realidad económica, podremos concluir que dos empresas que obtengan el resultado deseado son eficaces. Pero si encima una de ellas obtiene ese resultado utilizando menos recursos (por ejemplo, menos materias primas), entonces diremos que, además de eficaz, es eficiente.
En definitiva, vemos que la economía tiene un papel muy complicado: satisfacer las necesidades humanas con unos recursos limitados, y la eficiencia es su forma de conseguirlo lo mejor posible.
La economía estudia la realidad económica, y esta se puede analizar de dos maneras: de forma cercana, a través de las personas y los agentes que intervienen en ella, o bien de forma más global.
La macroeconomía estudia la economía de forma global. Imaginad que os encontráis mal y vais al médico. Normalmente os hace unas pruebas generales para establecer el diagnóstico. Os mira los oídos, os ausculta el pecho para ver si está cargado o bien os mira la garganta para ver si presenta inflamación o tenéis anginas.
Con estos datos básicos, puede dar un diagnóstico en la mayoría de los casos. Pues bien, la macroeconomía consiste en aplicar una serie de indicadores o macromagnitudes (entre otros, la tasa de paro, la inflación, el crecimiento del PIB, el endeudamiento, la prima de riesgo…) con los que también podremos establecer un diagnóstico sobre la situación de una región o un país.
Por ejemplo, si la tasa de paro es alta, el PIB se reduce y sube la prima de riesgo, podremos decir que esa economía presenta problemas de salud. Quizás esté en un momento de recesión. No os preocupéis si alguna macromagnitud os suena a chino porque más adelante las estudiaremos.
La microeconomía, en cambio, estudia de forma concreta aquello que sucede en la realidad económica. Y por ese motivo deberá analizar a los partícipes de dicha realidad, a los llamados agentes económicos.
¿Quiénes son, a vuestro parecer, los actores que participan de lleno en la actividad económica? En efecto, se trata de nosotros (los consumidores), de las empresas y del sector público. En adelante, les daremos un nombre más técnico y las llamaremos unidades económicas de consumo (UEC), unidades económicas de producción (UEP) y sector público, respectivamente.
Las relaciones entre estos agentes crean y modifican constantemente la realidad económica. Así pues, las empresas ofrecen sus bienes y servicios en el mercado de bienes y servicios propiamente dicho y, a la vez, demandan una serie de factores para poder producir en el mercado de factores (trabajadores y recursos naturales). A su vez, los consumidores ofrecen sus factores (su propio trabajo y recursos) a las empresas a cambio de un salario en el mercado de factores mientras demandan los bienes y servicios de las empresas tras una contraprestación económica.