LA ÚLTIMA FRONTERA
ÚNA FINGAL
Primera edición en digital: febrero 2019
Título Original: La Última Frontera
©Úna Fingal, 2019
©Editorial Romantic Ediciones, 2019
www.romantic-ediciones.com
Imagen de portada ©xload, muha04
Diseño de portada: Yada M. Lopez
ISBN: 978-84-17474-33-1
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
A Joel, mi norte, mi sur, mi este, mi oeste. Siempre juntos de la mano, pasando todas las fronteras, entrando en todos los sueños. Te amo.
A Jofre, Míriam, Enver y Cèdric por iluminar cada mañana.
A mi padre, en mi corazón por siempre.
«Siempre hay un lugar para la esperanza, detrás de la última frontera».
Isabel Laso
CAPÍTULO UNO
LA LLEGADA
Una música desconocida sonaba en su mente, mientras galopaba con el viento de cara. Jinete y caballo diluidos en una oscura y esbelta silueta, entre las salpicaduras de las olas, el animal ajeno a cualquier otra cosa que no fuese correr, un único objetivo para ambos, llegar, pero ¿a dónde? No importaba demasiado, tan solo huían. ¿Por qué? ¿De qué? ¿Qué necesidad los impelía a ello? ¡Quién podía saberlo! Su realidad era el paso anónimo y veloz, por doquier. Corrían, entre las olas, entre la arena, con el sol apretado a la espalda, con el dolor y la rabia escritos en el rostro, con el alma partida, deshilachada en mil jirones, que se desprendían y quedaban atrás, en el olvido del camino polvoriento.
Después de horas de salvaje viaje sin tregua, después de que el sol hubiese quedado atrás, confundido entre la costa californiana y el horizonte impreciso, agotados caballo y jinete, entraron en los dominios del Pecos, en una tierra de nadie y de muchos, en un inhóspito núcleo de población desamparada, donde la ambición era el alimento diario para la falta de escrúpulos, y los sin ley reinaban bajo la protección de la hipocresía, un trozo de vida muerta entre Eagle Pass y Laredo, un lugar perdido y quizás maldito, fronterizo, donde no querían ir ni los condenados, donde quien entraba ya no salía jamás, un lugar fácil para olvidar y ser olvidado, un punto en el que los indecentes y sinvergüenzas se confundían cómodamente entre los honrados, y estos a su vez entre los cobardes, un extraño y desolador paraje cuyo irónico nombre, Hope Hill, parecía broma, La Colina de la Esperanza. ¿Qué esperanza? ¿Qué colina? Una rápida ojeada, mostraba algún que otro montículo, mezcla de arena y hierbajos secos, que secos crecían como las almas de quienes habitaban por allí.
Tan muerto panorama se ve de pronto regenerado por la irrupción del río. Discurre a lo largo de aquellas tierras, sereno, imperturbable, como si supiese que dispone de toda la eternidad para separarlas en dos mundos diferentes. Ciega con sus destellos a uno y otro lado de la frontera a quienes observan sus aguas bañadas por el ardiente sol. Se burla de la mezquindad humana y su insaciable ambición, a la hora de arrastrar cadáveres hasta los confines de la indiferencia. El río calla cuando los hombres gritan, matan y mueren. También el jinete solitario, inseparable del agua, que ahora serpentea por sus meandros, cabalga en silencio, pero goza de cada salpicadura porque las necesita para sentir cómo la vida fluye por sus venas. Ni San Francisco, ni San José, o Los Ángeles, o Santa Ana, o San Diego, Tijuana, Tucson, ni la fiebre del oro, ni la ciudad de El Paso, pudieron retenerle. Una idea fija le mantenía tras su meta y debía alcanzarla, le parecía que, si paraba, se le escaparía de las manos. De ese modo había ido en busca de su destino, corriendo por medio país hasta encontrarlo. Ahora la suerte estaba echada, pero no tenía por qué destapar las cartas, todavía, a pesar de llevar bien escondido bajo la manga algún as.
Si el jinete había encontrado su destino, ¿por qué se había empeñado en que fuese tan perdido? ¿Quién podría responder por qué el destino complica tanto la vida de los mortales? O, ¿son los mortales quienes le complican la existencia al destino?
Durante el largo viaje, había parado poco y había tardado mucho. Una sucesión de inacabables jornadas, lentas, monótonas y angustiosas habían acabado por agotarle, sentía asfixia dentro de sí. Hasta el día de la llegada. Lo habían logrado, habían resistido. El pobre animal, dócil y sin desfallecer, lo había acompañado soportando obstáculos, inclemencias, sol, lluvia, viento, tornados, e intemperie. Pero al fin, ambos, habían llegado. Un caballo negro y un forastero de negro vestido de pies a cabeza.
Su extravagante aparición en la calle principal de Hope hizo que entre los transeúntes se produjese un cierto estupor. El caballo al trote exhibía una figura menuda, cubierta de polvo reseco hasta las cejas, los ojos ocultos tras unas minúsculas gafas de vidrio ahumado, cualquier facción ensombrecida bajo el ala de su calado sombrero. De largos cabellos castaños recogidos en la nuca mediante una cola al estilo arapahoe. Un nuevo y atractivo escándalo para unas gentes necesitadas de chismes.
Llegó delante de MacFrame, el herrero, un gigante pelirrojo y escocés de enorme sonrisa. Lo miró indeciso unos minutos, antes de descabalgar con un ágil salto. Carraspeó tres veces seguidas, inspiró una gran cantidad de aire, luego lo expulsó, y se dirigió hacia el hombre con el caballo de la mano. Su tensa expresión era una mezcla de pánico y ferocidad. MacFrame, le saludó con su torrente de voz:
—Vaya, parece cansado amigo —señaló al caballo al añadir—: ambos. Un largo viaje, ¿eh? —Iba de una frase a otra sin esperar respuesta—. Sin duda, su aspecto es deplorable, el de ambos. Si lo desea, puedo darle alojamiento al caballo, repararle las herraduras, limpiarlo... ¿Cuántos días va a quedarse? ¿Horas, quizás? ¿O se ha mudado aquí? Necesitará usted un buen baño, y dormir por lo menos cuarenta y ocho horas... Puede ir a casa de la señora Sullivan, alquila habitaciones, a muy buen precio, con baño caliente, es muy austera, como la mayoría de los irlandeses, y muy limpia, se encontrará como en casa, ya lo verá...
«Dios, casa, hogar... Qué lejos queda todo ahora». Pensó. Por respuesta el herrero recibió una mueca y un par de billetes arrugados. Sorprendido, el hombre los contempló un instante, pero los guardó sin objeción. Cogió el caballo y desapareció por la cuadra.
Mientras, el viajero vuelto hacia la calle sacó de alguno de sus bolsillos un distinguido cigarro de los que ya venían liados, lo sujetó entre sus labios y le prendió fuego sin rudeza, se deshacía de la ceniza con la mano derecha mediante golpes suaves y de su boca salía una fina columna de humo, que ensortijaba a voluntad. Fumaba con la delicadeza y parsimonia de un elegante invitado a un aristocrático salón, haciendo gala de unos modales bastante inusuales, pero nadie se fijó en ello en aquel momento.
Sin embargo, el herrero había descubierto que no se trataba de un viajero corriente, fue al sacar el dinero cuando dejó al descubierto su cinturón lleno de balas y un Colt del 45 con cachas de plata sobre la cadera derecha. Pero había más, un novedoso Winchester 78, modelo de repetición, en la mochila y un cuchillo con mango de ivory, alojado en el interior de la bota derecha. Un pistolero diestro, era evidente, algo había ido a buscar, y algo se iba a llevar. «Aquí se masca la tragedia como los vaqueros las bolas de tabaco, a ver quién escupe primero». Pensó.
Ajeno a todo, el forastero consumía su cigarro con calma y observaba cauteloso los tejados. Sus ojos, achicados, escudriñaban hasta el último detalle, como si buscase algún tirador al acecho, o estudiase cuál pudiera ser la posición más ventajosa. Una vez satisfecho, lanzó el resto del cigarro sobre la tierra polvorienta y lo aplastó con la punta de la bota.
Desde la herrería localizó con rapidez la casa de la señora Sullivan, situada al final de la calle, y hacia allí dirigió sus pasos, el soniquete de las espuelas los acompasaba, procurando un ritmo inquietante a su marcha. Se cruzaba con gente asustadiza que desviaba la mirada y huía con mayor o menor disimulo. Había algo en él que fascinaba al instante. Una especie de magnetismo interior que se proyectaba más allá de sí. A pesar de su polvorienta apariencia, era un tipo con clase, caminaba erguido, de baja estatura, tal vez un metro y sesenta y ocho centímetros, pero esbelta figura, piernas delgadas y enhiestas. Enfundado en negro, enguantado y con el sombrero calado, un aura de misterio giraba en torno a él. Era alguien extraño e indefinido, y costaba comprender en qué se diferenciaba. Nadie podía imaginar entonces que, en un futuro no muy lejano, sería precisamente el ayudante del sheriff, Kevin Whythman, quien descubriría ese qué insólito, y ni él mismo hubiese sospechado nunca su sorprendente reacción. De hecho, por no sospechar no sospechaba nada, puesto que, en ese momento, se encontraba bastante atareado en el Saloon de Patty, disuadiendo las intenciones beligerantes con su sola e imponente presencia.
El forastero avanzaba sin bajar la guardia hasta topar con otro establecimiento de su interés, un local de amplios y nítidos ventanales surcados por grandes letras blancas ribeteadas en rojo, donde podía leerse: Daily Post. Allí se detuvo. Junto a él, se alzaba la estafeta de correos y telégrafos, cuya función también era servir de refresco y parada para las diligencias.
Entró en el periódico. Segundos después se acercó el sheriff Worff, pasaba embebido en sus pensamientos, echó un vistazo distraído al ventanal. Algo le chocó y volvió sobre sus pasos para cerciorarse, aunque el extraño tipo de aspecto polvoriento no le sonaba reanudó la marcha, taciturno.
Cuando el recién llegado salió del local se detuvo en el porche, un rictus adusto en su boca lo mostraba taciturno a su vez. Rascó una cerilla en la suela y encendió un cigarro. Miró en derredor, la visión distorsionada por el humo le mostraba un aspecto difuso del lugar, etéreo, e indefinido. Le pareció un pueblo espectral. Desde su llegada alguna cosa no le encajaba. Ahora, desde aquel observatorio, comprendía que, Hope Hill era el decadente fantasma del otrora baluarte fronterizo pletórico de espíritu pionero, un triste apeadero de golfos y buscavidas. Bastaba con cruzar el río para pasar al otro lado de la frontera, tenía lugar un interesante jaleo allí, podía unirse, solo era cuestión de mojarle un poco la panza al caballo, fundirse en la revuelta, y desaparecer sin dejar rastro… O podía permanecer allí y esperar… De pronto un silencio pesado y ensordecedor acalló su mente y nubló su vista, tan solo podía escuchar los acelerados latidos de su corazón trepando a las sienes. Respiró con calma para sofocar el mareo y observó el resto de los edificios, algunos al borde del derrumbe, como él. El agotamiento hacía mella así que caminó hasta llegar al cartel de la casa Sullivan:
«Sullivan
Ron1
Vacante»
Leyó. Se detuvo a leerlo de nuevo, los llamativos colores rojo y azul, pensó, parecían gastados… ¿Dan ron con la habitación? Se preguntó. Y entonces se le escapó una sonrisa. «Está mal escrito», comprendió. Si a ellos les parecía bien así, así estaba bien, no era asunto suyo.
La señora Sullivan, surgió de la casa como una comadreja de su madriguera, incluso su aspecto físico recordaba a una de ellas, la mitad de su vida transcurría en su atalaya de la ventana, y la otra mitad en la narración de sus averiguaciones, principalmente al señor Sullivan. Hacía un buen rato que esperaba la visita del forastero y salió a recibirle, segura de sí misma, con su desagradable voz chillona, tan prieta como su moño.
—¡Lo lamento, no me queda ni una sola habitación! —chirrió.
Durante unos segundos la señora Sullivan no obtuvo respuesta alguna, pero de repente se encontró con cuatro de los grandes delante de las narices, y entonces como por arte de magia recordó, que tenía una habitación vacante, con vistas a la calle, persiana y cortinas, para que no le molestase el sol, con brasero para abrigarse del frío, con bañera, y con campanilla, para llamar al servicio si lo necesitaba, también el servicio le lavaría toda la ropa, incluida la interior, y al día siguiente podría disponer de ella, seca, limpia y sin arrugas.
Aquella mujer no tenía intención de detener su charla y el forastero se arrepintió de haberle pagado con tanta generosidad.
—Tiene derecho a pensión completa, si lo desea. Se cena a las seis, exijo puntualidad —le echó una rápida mirada de arriba abajo y añadió—: a mi mesa todos deben sentarse con la cara y las manos limpias, por supuesto y…
Él huésped la seguía sin escucharla, la cabeza le rodaba, tal vez asentía, tal vez se moría de sueño. Solo quería un buen baño, una cama, y que le dejasen en paz un par de horas. De repente lo sintió, entró a través de su nariz y llenó todo su cuerpo. Sin dejar de hablar la mujer, había abierto la puerta de la habitación, y al hacerlo, ese limpio y libre olor a lavanda, lo había aturdido. Solo conocía otra persona que la repartía por las habitaciones para refrescarlas, su madre. De improviso, la suave y persistente fragancia había despertado en él una hilera de recuerdos, tan vertiginosos y hondos, que sin poder evitarlo sintió una molesta humedad en los ojos.
Dentro de la soleada y limpia habitación, la señora Sullivan le preguntó si deseaba algo, al punto le acució aquella familiar presión en el estómago, ocurría siempre que debía hablar, era pánico irracional. En momentos así, deseaba con todas sus fuerzas perder el habla. Sus amigos chinos de San Francisco sabían comunicarse con la mirada, pero no iba a servirle con aquella mujer, era preciso hacer frente a la situación así que, carraspeó, tomó aire y despegó los labios, pero la buena mujer, impaciente por naturaleza, le salvó el pellejo:
—¡En qué estaré pensando! ¡Lo que usted necesita es un buen baño caliente, y dormir muchas horas seguidas! Viene de muy lejos, ¿no es cierto? A juzgar por su aspecto, parece que le haya caído el mundo encima, je je je.
» Usted me recuerda mucho a mi hijo Pit, no habla si no es para pedir dinero, anda por Arizona, creo, entre cuernos de vaca, como trabaja para Sam Perkins, ¿sabe? El terrateniente más rico de por aquí. Será muy rico, pero ¿sabe qué le digo? Que el dinero no hace la felicidad. De dos hijas que tiene, una es retrasada y la otra una mujerzuela, con perdón, así que ya ve usted —achicó los ojos—. Dicen las malas lenguas, que se ha quedado para él toda la prosperidad de Hope Hill —hizo un ademán explícito—. Con malas artes, ¿sabe? ¡Pero ¿quién podría asegurarlo?! Lo cierto es que desde hace bastantes años las cosas no funcionan demasiado bien por acá, el banco es un nido de ratas, la iglesia también, si queremos ahorrar o rezar debemos ir a El Paso. Muchos piensan que está demasiado lejos y rezan en sus casas y guardan el dinero en el colchón. Yo no.
» Ya ve, este solo es un lugar de paso y diversión. Los muchachos de los ranchos vienen por las noches, juegan, se desahogan… Y los forasteros, siempre hay, entran unos, salen otros… Yo solo admito a gente decente, ¿sabe usted? Yo no hospedo a según quién, para según quién ya sirve el lupanar de esa fulana de Patty.
El suspiro de alivio inicial se tornó en irritación ante el inagotable palique de la vieja comadre irlandesa.
¡Irlanda! También era su tierra natal, recordaba poco de ella, puesto que tan solo contaba cinco años, cuando llegó con sus padres, año 1859. Barcos atestados de inmigrantes con la esperanza de comenzar una nueva y próspera vida, los bolsillos dispuestos a reventar de oro, y las ganas de galopar más lejos que nadie para conseguir unos acres de tierra. Primero se instalaron en Nueva Orleans, tiempo después se mudaron a San Francisco, pasaron hambre y frío acampados junto a las minas. Su padre siempre escribía o leía llegada la noche, a la luz de una escasa lámpara, así le veía, entre brumas, era todo tan confuso... Recordaba dos hermanas menores nacidas en América..., y un hermano mayor que se había quedado en una ciudad, fría, gris, extraña. No lo sabía, pero era Liverpool, lo habían dejado al cuidado de unos parientes. Él era su amigo y jamás volvió a verle. Para siempre grabado en el corazón a fuego vivo con hierro incandescente, el momento de la dramática despedida. El niño retorciéndose por el berrinche, una pareja lo retenía con fuerza y él se desesperaba cada vez más. «¡¡¿Por qué, no puedo ir?!! ¡¡¿Por qué no puedo ir yo?!! ¡¡Papá...!! ¡¡mamá!!». Sus gritos desgarraban el ánimo del pasaje mientras embarcaba. «¡¡No me dejéis aquí!! ¡¡Yo también quiero ir!! ¡¡Quiero ir con vosotros!!». Insistía inútilmente. Solo recordaba su sensación, tan angustiante como entonces, era de asombro y estupor, el resto se había borrado. Y el barco zarpó sin remedio. El griterío de la multitud dentro de su cabeza, el lánguido chillido de la sirena al despedirse, y un niño clavado en el muelle cada vez más lejano, las incesantes lágrimas de su madre, los ojos secos de su padre, tanto como su corazón. Mintieron cuando dijeron que pronto se reuniría con ellos, jamás ocurrió, mintieron de nuevo, cuando a los ocho años le dejaron en un siniestro lugar, llamado hospicio, con la promesa de regresar, nunca lo hicieron, de un modo u otro ambos habían corrido la misma suerte. Con el transcurso de los años su vida cambió por completo, los olvidó. Pero tras veinticuatro años de vida en el continente había algo que no había logrado olvidar, el verdor esmeralda de las praderas, las felices vacas y ovejas trotando en ellas, y el murmullo de la cebada ante la caricia del viento. Demasiado dolor, era preferible sepultar de nuevo aquellas inoportunas imágenes.
—Mire, ya tiene el baño preparado, ¿desea que Pit, mi esposo, le arroje agua caliente por encima?
El agotado viajero sacudió la cabeza en sentido negativo y la despidió con un ademán. La mujer parecía por fin desaparecer cuando dio media vuelta y desde el quicio, aún insistió:
—Su llave señor. ¡Ah! Una cosa más y le dejo tranquilo, necesito su nombre para el registro…
Él no se volvió, siguió de cara a la ventana y con las manos a la espalda, elevó la mirada al techo en un gesto fugaz, luego respondió en un susurro afónico:
—O’Flahertie... Jess O’Flahertie.
—¡Vaya, ¿de Connemara? Los padres de la prima segunda de…
De un movimiento brusco y veloz cerró la puerta en las narices de la mujer, aún la pudo escuchar farfullando el final de la frase a lo largo del pasillo. Aguardó unos segundos sin moverse, ni siquiera para pestañear, le parecía que, de hacerlo, aquella mujer aparecería de nuevo, y entonces podría matarla con sus propias manos con tal de no escuchar más su voz. Echó el cerrojo, se deshizo de la cartuchera, guantes, y guardapolvo, y miró con fruición el agua humeante. Dispuso el equipaje sobre la cama, abrió la mochila, y de ella extrajo un maletín, dentro encontró un frasco con un líquido verde cristalino, vació su contenido en el interior de la bañera, y batió el agua con las manos, al pronto el agua se convirtió en aromática espuma y una infinidad de burbujas danzó a su gusto por la habitación.
Martha Sullivan, bajó las escaleras en dirección a una pequeña sala de estar con frenesí, ardía en deseos de empezar con el chismorreo:
—¿Te fijaste, Pit? ¿Te fijaste bien en cómo es?
— Raro —respondió hastiado.
—¿Qué quieres decir con raro, hombre?
—Solo eso mujer, raro.
—Tal vez tengas razón, y solo sea un ser huraño, no habla nada, incluso he tenido que implorarle su identificación. Seguro que es uno de esos forajidos me he dicho al principio, pero luego he comprendido que tal vez sea un vaquero más.
Acompañaba la disertación un explícito gesto del señor Sullivan, que la miraba por encima de gafas y periódico, y con la mano derecha alzada frotaba los dedos índice y pulgar.
—¿Cómo dijiste que se llama? —preguntó.
—No lo dije… O’Flahertie.
—¿Acabado en ie o y?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¿Cómo vas a inscribirlo?
—Pues tal como suena, con y, ¿no?
—Claro, mujer. Hum... irlandés... Y yo, ¿dónde diablos oí ese nombre, antes? Una vez conocí un dublinés que… Qué más da, ya hace años que olvidé su cara y su nombre —el señor Sullivan, se interrumpió mientras buscaba algo—. Martha, ¿dónde pusiste mi tabaco?
—Querido, ¿por qué no miras en el bolsillo de tu chaqueta… Últimamente lo olvidas todo.
Arriba, la habitación se había transformado en un zulo de espesa oscuridad y silencio. En la cama, un bulto inmóvil bajo las sábanas indicaba que el forastero, reparaba su cansancio, al fin.
En la oficina del sheriff Worff, el reloj de pared marcaba las tres de la tarde. Clyde Worff, un antiguo vaquero curtido por la intemperie y los años apareció justo cuando el último cucú del viejo suizo dejó de graznar. Necesitaba agacharse, igual que su ayudante, para no topar con el vano de la puerta. Maduro y bien parecido, conservaba una vitalidad sorprendente, debida a su ajetreada vida y a sus cinco años de feliz matrimonio con una joven y alegre mujer, ella lo había reformado. Su cargo le había reportado más problemas que tranquilidad, pero desde que aceptara el nombramiento, tres lustros atrás, hecho que era incapaz de recordar con exactitud ni claridad, nunca había estado tan a gusto consigo mismo. Había vivido tanto que nada podía pillarle ya por sorpresa, excepto el amor. Y a él se rindió sin oposición, había dado con una buena mujer, que le cuidaba y se preocupaba por él. Después de todas sus correrías, al fin llevaba las camisas limpias y sin arrugas, dormía sobre una cama suave y comía un plato caliente cada día, y todo eso, encima, era posible gracias a una mujer que le amaba. ¿Qué más podía un hombre pedir? Nada, salvo que el día siguiente fuese igual que el anterior... Sus profundos y astutos ojos azules, surcados de finísimas arrugas, se posaron en el enclenque alguacil Smith, Smithy para todos. Le miró unos segundos sin sorprenderse de lo que veía: el alguacil reposaba sobre una silla en equilibrio, apoyada en las dos patas traseras y el respaldo en la pared, las patas delanteras al aire y sus piernas sobre la mesa. «Ya le he vuelto a pillar dormido», pensó. Se quitó el sombrero, una bien conservada cabellera cenicienta asomó algo desordenada. Sigiloso, desenfundó el revólver, se acercó al pobre hombre que respiraba con la placidez de un bebé, puso el cañón en la sien, liberó el percutor, Smith abrió un ojo y lo entornó hacia su sien encañonada, luego abrió el otro, su expresión resultaba cómica. La voz cavernosa del sheriff se impuso:
—¡Despierta o muere, miserable haragán!
De un puntapié hizo caer la silla con el alguacil encima, el estrépito fue considerable. El hombre espabiló y avergonzado trató de excusarse:
—Looo, si...sieeento mumumucho, see...señor. No volverá aaaa... ocurrir. Voy a, a la caballeriza —dijo con su terrible disfemia.
Como la impaciencia empezaba a dibujarse en el rostro de Clyde, el alguacil huyó por la puerta de atrás antes de acabar la frase.
—¡Maldito diablo! —masculló.
Sus pensamientos se detuvieron ante la irrupción de Kevin Whythman. Cuando aquel pedazo humano de metro noventa llegaba, sus bruscos modales lo anunciaban con antelación, los tablones del suelo temblaban, abría la puerta mediante un puntapié, el aire se detenía un segundo para dejar paso al tornado, y los papeles revoloteaban a su paso, ningún obstáculo le impedía alcanzar la cafetera. Tomaba su café en silencio y con cada sorbo la vida fluía por sus venas y las palabras se abrían paso a través de sus labios. Solo en raras ocasiones no había café y entonces era mejor no hablarle. El sheriff le miró de soslayo sin interés aparente. Le oyó gritar:
—¡¡¡Smithhhhh!!!
Al pronto apareció el alguacil, con una cafetera humeante. Kevin le arrebató el cacharro de modo áspero, precisamente ese carácter resolutivo, determinado y poco amigable había decidido a Worff a contratarlo como ayudante. Iba desarmado, decía que no necesitaba empuñar un arma para defender la Ley o a sí mismo, así, cuando la ocasión lo requería, repartía el talento de sus puños entre mandíbulas y estómagos para zanjar cualquier discrepancia. Temido y respetado por quienes le conocían, no era frecuente que le provocaran. Su intensa mirada azul verdosa podía adquirir una profundidad abismal ante el enojo, los cabellos rubios siempre revueltos y demasiado largos, la barba sin afeitar del todo, a sus treinta y cuatro años permanecía soltero y nada hacía pensar que iba a cambiar su estatus. Solo su amigo y jefe, sabía cómo hacer aflorar su lado irónico y divertido, en el saloon.
Clyde Worff, lo encontró entre vacas y problemas, cuando era un jovenzuelo desgarbado, lo reclutó y luego llegó la hora de la Ley. Acostumbrado, le vio sacudir la cabeza como si el alma acabase de aterrizar en su cuerpo. Escuchó su cavernosa voz, parecía salida de ultratumba:
—Buenos...
—¿días? —acabó el sheriff—. Eran buenos hasta que llegaste tú.
—Tengo mal despertar, lo siento.
—Cuando meas tiene que salir negro…
Kevin levantó una ceja y no respondió, escribía algo en un cuaderno.
—No suelo mirar mis meadas —dijo al cabo de un rato.
—Mejor que no, niño, te asustarías. Tu madre debió amamantarte con café.
—Cabrón, a ti debió amamantarte una burra.
Worff adoptó una expresión ceñuda.
—Tenemos un pequeño problema —dijo.
—¿De qué se trata?
—Un tipo se registró ayer donde Sullivan.
—Un tipo y un problema, ¿juntos? Continua.
El ayudante se repantigó en la silla y reprimió un bostezo.
—MacFrame, lo llama tenderfoot, a sus espaldas, claro. Dice que es un tipejo pequeño y señoritingo, armado hasta los dientes. Vino solo, le dejó el caballo y está forrado de billetes.
—Aquí no le durará mucho —respondió el ayudante—. ¿Qué te preocupa?
—Me preocupa su nombre. Sullivan me ha contado que se llama O’Flaherty, pero los Sullivan no saben escribir demasiado bien y en realidad puede que sea O’Flahertie. Tal vez haya una búsqueda y captura de un O’Flahertie. Debo telegrafiar a El Paso. Aunque no sé si servirá de mucho.
—¿Qué me ocultas, Clyde? —preguntó Kevin.
—Honestamente, no lo sé. Me chirría alguna cosa que no logro recordar, pero lo haré.
—Tal vez solo quiera cruzar la frontera, pobre diablo.
—¿Pobre diablo? Lo quiero fuera de aquí. Vigila sus pasos.
—¿Por qué?
—No quiero más cucarachas en este infesto nido.
Whythman abrió la boca con intención de decir algo, pero la volvió a cerrar.
—Mmmmm
Escuchó Worff. Señaló a su ayudante con un dedo.
—Tú, no le pierdas de vista —ordenó.
Kevin Whythman miró al techo y luego se encogió de hombros, después miró a su amigo:
—Vale.
—Cuando se acabó el oro, —el sheriff hablaba con los ojos entornados, hurgando en sus recuerdos— este lugar dejó de existir para quienes se largaron con los bolsillos llenos. ¿Por qué habrían de regresar ahora?
En ese momento apareció Smithy, retorcía sus manos como siempre al hablar. Al despegar los labios dejó al descubierto una dentadura fea y amarillenta:
—Je...je...jeeefe, el fo...fo...foraaassss...
—Tero —concluyó Kevin con fastidio.
Al alguacil no le gustaba nada que le ayudaran a acabar sus frases, pero prosiguió como si nada:
—Sí, el fooo..., bueno, que esssssstá pa...pa...pa...ssseando porel...po...porel centro...
—Gracias Smithy —respondió Kevin.
Cogió el sombrero y miró al sheriff.
—Sé su sombra.
El ayudante resopló, salió como una bala, golpeó tan fuerte la puerta, que se volvió a abrir. El alguacil la cerró sin hacer ruido.
—Smithy, ve al telégrafo y que envíen esto a El Paso. —Le tendió una nota.
El alguacil desapareció casi antes de haberla agarrado.
En verdad, el pequeño problema al que se refería el sheriff, o sea, Jess O'Flahertie, se había despertado a eso de las dos, había bajado las escaleras con sigilo y tras dejar una nota pinchada con un alfiler dirigida a la señora Sullivan, salió de la casa. Cuando la mujer encontró el papel, quedó impresionada por su correcta y bella caligrafía, pulcra, sin borrones ni goterones y en perfecta letra inglesa, podía leerse:
«Señora Sullivan,
Muchas gracias por sus atenciones, solo necesitaré la habitación, ningún otro de sus servicios. Mis negocios me retendrán en la ciudad por cierto tiempo, anote en mi cuenta los gastos que le serán abonados así lo solicite. No acepto visitas ni comunicación con nadie.
Atentamente:
J. O'Flahertie»
La mujer guardó la nota en un cajón del secreter.
La espalda de Jess pareció no inmutarse, incluso crecer, ante la inmensidad de la llanura que divisaba a lo largo de la calle. Tras consultar su pequeño reloj de bolsillo y encender un cigarro, echó mano de sus gafas, resopló mientras las encajaba, y reanudó la marcha con el aplomo necesario para aplastar el polvo bajo sus pies. Se dirigía a la herrería.
Fue entonces cuando Virginia Perkins le vio, se encontraba en la tienda de Max Higgins ocupada en el aprovisionamiento mensual. El hombre cargaba en el carro la compra, mientras comentaba con la joven las novedades. Ella no le escuchaba, su atención se centraba en aquel interesante forastero, fascinada le vio saltar sobre su caballo y salir a galope tendido rumbo a su propio rancho, ¿en verdad tomaba aquella dirección? ¿Y si cuando ella llegase se encontraba en casa con esa agradable sorpresa? En cualquier caso, la curiosidad la excitaba tanto que, se prometió a sí misma conocerlo, y además muy bien, entonces acertó a pasar por la otra cera Smithy.
—Smithy, Smithy, ven corre.
Él la miró indeciso y con aire de fastidio cruzó la calle. En cuanto el hombre llegó junto a ella, Virginia le asaltó con una detallada descripción del desconocido y le interrogó acerca de él. El alguacil no pudo aclararle mucho:
—No e...es el priiimeeer fofofoorastero queeee se queeeeda en Hope —respondió evasivo.
Tenía prisa por llegar a la oficina del sheriff, así que antes de que la joven pudiese reaccionar ya se había dado media vuelta y seguía su camino. Entonces la cháchara de fondo del paciente señor Higgins cobró forma y color y las palabras con todo su sentido lograron devolver a la realidad a la señorita Perkins.
—Y con la última caja, ¡hemos terminado! Un placer servirla, señorita.
—Muchas gracias señor Higgins.
Max Higgins la ayudó a subir al carro con el rostro surcado por una sonrisa de oreja a oreja.
—No se merecen, señorita Perkins. Lucirá hermosa con esas bonitas telas y encajes de París. Ah Europa, el viejo mundo...
—Feliz Navidad, señor Higgins.
—Lo mismo le deseo, señorita Perkins. La espero en mi fiesta, y dígale a su padre que se anime a salir de su vieja cueva este año, y que venga a probar el ponche de Mery, está todo el mundo invitado al baile de Navidad.
—Le quedo muy agradecida, señor, pero no creo que sea posible, desde que murió mamá la cosa cambió mucho en el rancho, y papá está ya muy mayor. De todos modos, yo no podría, ya sabe. ¿Y dice usted que asistirán muchos invitados?
—¡Ya lo creo! Si cambian de idea no se arrepentirán y a Mery y a mí nos darán una alegría. No olvide transmitirle mis saludos a Alice y el pequeño Julien.
Un tiro lejano no logró distraerles de la conversación, fue Kevin Whythman, irrumpió cuando Virginia le sonreía a Higgins dispuesta a arrear a su caballo.
—¡Buenos días, Higgins! Señorita. Higgins, ¿ha visto a un forastero vestido de negro, ha venido a la tienda o pasado cerca?
—Ayudante Whythman, vienen muchos hombres vestidos de negro a mi tienda, si pudiese especificar…
—Yo —dijo Virginia.
Kevin seguía a lo suyo, sin escucharla.
—Maldita sea, llevo un tiempo buscándole y es escurridizo, no logro dar con él, cuando yo llego él ya se ha marchado.
—Yo le… —Insistió Virginia.
—¡No estorbes, mujer! —replicó el ayudante del sheriff.
El enojo superlativo de Virginia se dibujó claramente en su semblante. Ajeno, el ayudante seguía con su pesquisa.
—La señora Sullivan lo describe como un tipo escaso de estatura y músculos, usa gafas ahumadas.
—Tal vez, la señorita Perkins y el alguacil se refirieran a él antes, debería preguntarle a ella —respondió Higgins.
Guiñó un ojo a Virginia y entró en su tienda. Entonces el ayudante Whythman se dirigió a la muchacha y la interrogó con la mirada, pero la única respuesta que obtuvo fue el carro marchando airado con la cabeza de su dueña estirada.
Kevin alzó las cejas y desconcertado, se rascó la cabeza. «¿Tendría un mal día Virginia Perkins?» Se preguntó. «¡Por supuesto, eso era! ¡No había ninguna razón para pensar otra cosa!» Se respondió. «Las mujeres son raras a morir». Concluyó
Había oscurecido cuando Jess regresó a Hope. Durante el día galopó sin objetivo, por el puro placer de hacerlo, hasta ascender una colina. En la quietud de su cima se dejó seducir por la belleza del silencioso paraje y la soledad reparadora de mente y alma serenó su ánimo. Solo así pudo admitir su falta de cordura ante aquel empeño. En verdad se necesitaba estar bastante loco para creer que iba a salir con vida de semejante empresa. Algo planeado durante mucho, mucho tiempo. Bocarriba sobre la hierba contempló el cielo hasta perder la noción del tiempo, como si en él pudiese hallar la respuesta a sus tormentosos interrogantes. De pronto, la noche abrazó la colina y solo la luna fue testigo de la indiscreta y refulgente humedad agolpada en la comisura de los ojos. Montó sobre el viejo Tobías, y tomó el camino de la ciudad.
Tras dejar al caballo en el establo de MacFrame, se encaminó hacia el Saloon de Patty. El reparo se adueñaba de su ánimo con cada paso, no le gustaba nada la idea, pero debía afrontarla si quería ver cómo andaba el ambiente y quién se movía en él. Era una odiosa inseguridad con la que batallaba desde siempre a pesar de resolver a su favor, en cualquier ocasión, situaciones comprometidas, desafíos y tumultos. Aun así, nadie lo notaba, solo su corazón acelerado y su estómago anudado. Avanzaba y el mal rato seguía lacerando su espíritu, tomó las portezuelas del saloon con el convencimiento de que todas las miradas se clavarían sobre su rostro, se darían cuenta, y se reirían como bárbaros… Un sudor frío nacido en la nuca se deslizaba por su espalda. Le aterraba hacer el ridículo. Observó el imperceptible temblor de sus manos. Se dominó, podía hacerlo. Abatió las portezuelas con entereza y entró. El espeso humo podía cortarse a cuchillo, a su derecha el barman corría de un extremo a otro de la interminable barra para satisfacer la incesante demanda del personal. El cuadro lo formaba una variopinta composición de trotamundos, pistoleros, cazarrecompensas, vaqueros y algún que otro espécimen inclasificable. Un viajero, de exquisita compostura, sometía a una empalagosa conversación a una de las chicas de Patty, justo en un extremo. En el centro y a su izquierda las mesas redondas estaban repletas de hombres bebidos que proferían improperios a la mínima oportunidad. Algunos protestaban porque no había bailarinas sobre el escenario. Junto al piano, inmisericordemente aporreado por un hombre enorme bajo un diminuto bombín, se jugaba una interesante partida de póquer. Jess pensó que podía acabar muy mal para el hombrecillo que amasaba monedas y billetes con la impudicia de celebrar su buena racha, algo que parecía molestar a uno de sus rivales, un tahúr con mal perder y malas pulgas. Al fondo estaba el escenario, donde las chicas solían bailar el archiconocido cancán, además de otros números. El ruido ensordecedor relajó un poco a Jess, nadie parecía haber reparado en su presencia, sin embargo, tras las columnas centrales, el sheriff Worff y el ayudante Whythman seguían sus movimientos con atención.
También un borracho. Se hallaba justo a su espalda, trataba de adentrarse en el local sin conseguirlo.
—Oiga amigo, deje paso.
El hombre haraposo se precipitó en las fauces de la taberna, y su hedor etílico se prendió en las narices de Jess, a quien no le había hecho falta apartarse para que el tipo pasase. Con ello, un familiar y temido picor empezó a roer su garganta. «Ahora no», pensó con ansiedad. A veces sufría una especie de episodios asmáticos que cerraban el conducto respiratorio y le provocaban una ingobernable tos convulsa, solían ser crisis asociadas al nerviosismo. Ni podía preverlas ni dominarlas. Ahora y aquí, solo podía rogar que desapareciera como había venido, sin más.
Se apostó en la barra con discreción, Worff y Whythman no perdían detalle de sus movimientos. Pasó su mano por el cuello, como aliviado, el picor había desaparecido. El barman le miró distraído:
—¿Whisky, amigo?
El forastero sacudió la cabeza en conformidad, al momento el barman agarró una de las botellas sin etiqueta, pero Jess la apartó y le señaló, una de marca.
—Tiene buen paladar, y buena vista amigo. Este no es un whisky cualquiera, es whiskey, ¡irlandés! Para las ocasiones especiales, ¿comprende? No todos saben apreciarlo…
De pronto, el barman se encontró con varios billetes ante las narices, los cogió y a cambio, dejó la botella, un vaso y tranquilo al forastero. Tras servirse, se giró para paladear la bebida y contemplar el panorama, pero su tranquilidad iba a durar poco, un mastodonte a su lado hacía rato que le miraba con ganas de pelea.
—¿Qué hay, tenderfoot? ¿Por qué no me invitas a un trago?
Sin esperar, agarró la botella y dio un lingotazo. Jess lo pensó, Kevin desde su sitio, se lo dijo a Clyde:
—¡Ya está...!
Sí, el lío ya estaba organizado sin remedio. Jess O'Flahertie, era todo menos cobarde. Un hermético misterio, no se le veía venir, sino que se lo encontraba uno. Por eso, aquel pedazo de carne con ojos había cometido una estupidez de la que no tardaría en arrepentirse. Jess, logró contenerse, pero el bravucón se envalentonó:
—Oye petimetre, hablo contigo. No me des la espalda, me ofende.
Jess no movió un solo músculo.
—¿Qué eres? ¿Sordo, imbécil o gallina? Se empeña en insultarme, lo estáis viendo todos.
El matón golpeó el hombro del forastero a la par que soltaba una sonora carcajada. O’Flahertie presionó su labio inferior con toda la fuerza de los incisivos, señal inequívoca de un gran enojo. En el saloon no se oía ni una mosca, la concurrencia contenía la respiración y Kevin a medio levantar, se sentó de nuevo ante una señal de Clyde, el sheriff observó que los puños del forastero se habían tornado blancos de puro apretados, y en cuestión de segundos todos los presentes fueron testigos de cómo se giraba el forastero, se encaraba al provocador y le encajaba un preciso golpe bajo la mandíbula que lo tumbaba. Un clamor asombrado se elevó en el saloon. El coloso, aún aturdido, al verse humillado, se revolvió contra el diminuto tipejo y blandió contra él dos torpes zarpazos que no llegaron a ningún sitio. Jess los esquivó mediante una veloz pirueta, levantó una pierna, la tensó y encajó una patada en el cuello del tipo dejándolo seco en el suelo.
El forastero, en tensión, saltaba de un pie a otro, mientras le miraba con fastidio. Luego, como si nada hubiese ocurrido se volvió a su botella, tomó un trago de ella y de nuevo se encaró al saloon por completo desafiante, al menos, eso le pareció a Kevin Whythman. El ayudante le observaba incrédulo y fascinado.
El Saloon de Patty, también recuperó el ambiente y la normalidad como si nada hubiese ocurrido, no obstante, en torno a Jess, se había creado un significativo vacío. En un momento se había ganado el temor y respeto de los parroquianos, incluido Ben Hoffman, el tahúr, que tras presenciar la hazaña decidió abandonar la partida, y acercarse al sorprendente individuo. Detrás de las columnas Clyde ordenó a un par de muchachos que se llevasen al camorrista, tras lo cual, mantuvo un intercambio de opiniones con su ayudante:
—De momento no tenemos nada contra él, está limpio según la valija de El Paso. No hay nada contra ningún O’Flaherty.
—¿Seguro que se escribe así? —el ayudante se pasó la mano por el cabello.
—¡Bah! ¡Qué puedo hacer! Podría escribirse de otro modo y tampoco tendríamos nada.
—Hablaré con él de todos modos.
—Ese repentino interés, te ha impresionado, ¿no es cierto?
—Quiero que me diga quién le enseñó a luchar así.
—Tal vez él mismo quiera enseñarte… —se burló Clyde.
—No lo creo, no es el tipo de personaje que se afinca en un lugar..., y lo sabes.
—Ningún maldito irlandés errante se agarra a la misma tierra por mucho tiempo.
—Yo hubiera jurado todo lo contrario.
—Te hablo de los errantes y forajidos.
—¿Pero en qué quedamos? —Se impacientó Kevin— ¿Está fuera de la Ley o no?
—Ya te he dicho que no, no que se sepa.
—Pues entonces olvidémonos del pobre diablo.
Clyde guardó silencio mientras alguna idea atravesaba su mente, luego miró con fijeza el vaso que tenía delante, jugueteó un poco con él y su voz sonó sentenciosa cuando habló de nuevo:
—En estos momentos el tipo me importa poco, pero me preocupa lo que se avecina. Este ha venido buscando algo, y no se irá hasta encontrarlo. Él solo es la cabeza del huracán, todo quedará arrasado tras su paso.
—¿Por qué? Clyde Worff, mírame a los ojos y dime que no sabes por qué.
—¡Joder, niño! ¡Deja de presionarme! Por tu bien te lo digo…
La reacción de Kevin Whythman no se hizo esperar, pegó un puñetazo sobre la mesa con el que saltó todo, vaso, botella, taza de café:
—¿Por mi bien? ¿Cómo que por mi bien? Por lo que más quieras o por lo que más odies, ¡escupe lo que sea de una puta vez!
Clyde bebió un trago con lentitud exasperante, Kevin se revolvió en la silla.
—Está esperando a —prosiguió— Lou y a Jou… Addams...
Kevin se levantó dejando la silla tambaleante, apenas pudo contener la furia cuando preguntó:
—¿Cómo lo sabes?
Clyde le tendió un arrugado recorte de periódico:
—Peter Sullivan lo encontró hecho una pelota en la basura de la habitación del tipo, corrió a traérmelo como si hubiese encontrado una pepita de oro… «podría ser interesante, ¿verdad?». Juzga tú mismo.
El ayudante leyó con manos temblorosas:
«San Francisco Times, 10 de marzo de 1883
Los asesinos de la familia Chaw Lee, Lou y Jou Addams, podrían haberse instalado en el estado de Texas. Se les perdió la pista en México y tras haber sido cerrado el caso por parte del investigador responsable, el comisario Ticks, esta redacción ha sabido que los hermanos han hecho ostentación de su nueva fortuna al poseer una extensión de setenta acres en Eagle Pass, a su paso por diferentes lugares, como Deadwood, Tombstone, o Dodge city. La coincidencia quiere que, de entre las pertenencias sustraídas a la familia Lee, falte la escritura de propiedad de la mencionada parcela.
Recordarán el caso, la respetable familia Chaw Lee, integrada en la comunidad y propietaria de diversos establecimientos de comida y lavandería en la avenida Grant, fue asesinada de modo cobarde e inmisericorde por los hermanos Addams. Al hecho de que fueron vistos por numerosos testigos en la comisión del doloso delito, se une que los asesinos huyeron dejando toda clase de pruebas de su crimen de un modo vergonzoso e impúdico. No han podido ser atrapados hasta la fecha».
Kevin devolvió el artículo al sheriff lanzándoselo de malas maneras.
—Fabuloso, ¿y qué tiene que ver esto con O’Flahertie? —su voz sonó áspera.
Los infinitos surcos de los contornos de los ojos de Clyde cobraron profundidad: