
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Kristine Rolofson
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Belleza misteriosa, n.º 281 - marzo 2019
Título original: Blame It on Babies
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1307-716-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Jess Sheridan no era un hombre al que le gustaran las bodas. Y la única razón por la que había asistido a aquella era el respeto que profesaba hacia el hombre que estaba sentado al lado de la novia, una mujer de impresionante belleza a la que había visto algunas veces comprando en la ciudad. Parecía una persona agradable, pero ¿acaso había alguien que no lo pareciera?
Jess observó a Jake Johnson besar a la novia y aplaudió junto al resto de los invitados mientras el juez declaraba marido y mujer a los recién casados. Reconoció la sonrisa de Jake mientras este se dirigía hacia la carpa que habían montado en una esquina del parque. Debían de haber montado un bar en su interior, a juzgar por las cantidades de hielo que había estado viendo llevar en aquella dirección. Aquella tarde, nadie iba a quedarse con sed, o al menos eso decían los rumores. Se comentaba que Jake no había reparado en gastos para celebrar aquella repentina boda con una mujer a la que había conocido hacía solo unas semanas. Jake estaba corriendo un gran riesgo, imaginaba Jess, pero como a él nadie le había preguntado su opinión, no había hecho ningún comentario al respecto.
En aquel momento, nada le sentaría mejor que una cerveza fría, pensó. Una tarde de julio en Texas podía ser más calurosa que el mismísimo infierno. Afortunadamente, estaba acostumbrado al calor, al igual que el resto de los invitados, porque en caso contrario, la mayor parte de ellos habría abandonado la fiesta antes de que hubieran empezado a servir la barbacoa. Jess miró a su alrededor y vio a algunos de los trabajadores del Dead Horses, uno de los mejores ranchos de Beauville, que parecían tan sedientos como él. El joven Calhoun estaba pálido, y probablemente también con resaca, si eran ciertos los rumores que decían que días antes de su frustrada boda había empezado a ahogar sus penas en Jack Daniels y no había parado de hacerlo desde entonces.
Advirtió que Calhoun se había fijado en él y deseó haberse dado más prisa en ir a buscar esa cerveza helada.
—¡Sheridan!
—Calhoun —Jess se abrazó a sí mismo, preparándose para un interrogatorio, pero el grupo de hombres del Dead Horse se mantuvo en un extraño silencio—. Bonita boda —fue lo único que se le ocurrió decir. Se preguntó si Jake sería capaz de conservar el rancho después de su divorcio.
—¡Menuda fiesta! —Calhoun se secó la frente con la manga de la chaqueta—. Me alegro de que haya terminado. Jake nos ha hecho sudar de lo lindo.
—Desde luego —añadió Shorty—. Pero Elizabeth estaba muy guapa, ¿verdad?
—Sí. Casi todas las novias lo están.
Jones, el peón más cercano a Jess en edad, le dirigió una dura mirada. Y después sonrió, como si supiera exactamente en qué estaba pensando Jess.
—Es una chica muy atractiva —declaró—. Jake está contentísimo.
Bobby Calhoun suspiró.
—Yo debería haberme casado la semana pasada. Amy Lou y yo pensábamos celebrar nuestra boda el Cuatro de Julio.
Shorty elevó los ojos al cielo.
—Bueno, chico, esta no es la primera vez que te rompen el corazón. Seguro que lo superarás.
—Acabo de ver a las gemelas Wynette dirigiéndose hacia la carpa en la que han montado el bar —repuso Dusty—. Podrías ir ahogando tus penas en esa dirección.
Calhoun resplandeció al instante, olvidándose de su corazón roto al oír la noticia. Billy Martin, su eterno acompañante, también pareció alegrarse.
—Bueno, supongo que lo mejor será que vayamos a por una cerveza.
Shorty sacudió la cabeza.
—Antes tendremos que ir a saludar a los novios.
—La cola para ir a saludarlos —se sintió obligado a mencionar Jess—, comienza en la carpa del bar.
En cualquier otra ocasión, se habría echado a reír al ver la expresión de alivio de los hombres, pero aquel día nada le parecía divertido. En unas pocas horas iba a dejar Beauville y la verdad era que no le importaría no volver nunca jamás.
—¿Dónde está Roy?
—Ha preferido quedarse en el rancho —contestó Bobby—. No le gustan mucho las multitudes.
—Será mejor que vaya a ver cómo está el perrito de Elizabeth —dijo Shorty—. Le prometí que lo mantendría lejos del sol.
—Y de las señoras —añadió Bobby—. A ese bicho le gusta curiosear por todas partes.
—Será mejor que procures mantener también a Billy lejos de las señoras, con la mala suerte que tiene… —bromeó Shorty, dándole un codazo en las costillas a Marty.
—Es cierto. Tengo la peor suerte del mundo con las mujeres —gruñó el vaquero, pero tenía la mirada fija en la carpa de la cerveza.
—Creo que en eso me llevo yo el primer premio —bromeó Jess, bajando el ala de su sombrero. Los cuatro hombres lo miraron fijamente y casi inmediatamente, clavaron la mirada en el suelo.
—Bueno —comenzó a decir Shorty, arrastrando las palabras—. No todo el mundo tiene tanta suerte como Jake.
—Brindemos por él —sugirió Bobby con su habitual sonrisa. Jess no pudo menos que reconocer que aquel joven tenía tan buena naturaleza como su padre y su abuelo, si era cierto lo que de ellos se contaba.
—Yo también lo haré—se sumó Jess, fijando la mirada en la fila de gente que esperaba para felicitar a los recién casados.
La idea de una cerveza helada se iba haciendo más apetecible a medida que se intensificaba el calor. Jess no pensaba quedarse ni a la comida ni al baile; no quería darles a las viejas del lugar la oportunidad de verlo y cotillear sobre él, sobre su matrimonio y sobre todas las cosas que Susan había hecho a su espalda.
Jess y los chicos del Dead Horse se colocaron tras una joven de piernas interminables, pelirroja melena y un pecho que podía hacer llorar a un hombre. Después de las obligadas felicitaciones a los novios, Jess se apartó y les dejó el campo libre a Calhoun y Marty, dos jóvenes que todavía no habían descubierto que las mujeres eran fuente de problemas y que había que evitarlas a toda costa.
La novia iba vestida de verde. Un color verde menta sobre el que resaltaban su piel dorada y su cabello castaño. Lorna Walters apostaría un millón de dólares a que sus ojos eran también del mismo tono de verde. Sería sorprendente, pensó, deseando acercarse para ver de qué color eran sus ojos, pero había sido contratada para servir la barbacoa y no iba a tener muchas oportunidades de hacerlo.
La novia llevaba un perro con ella. O al menos, Lorna pensaba que era un perro. Era peludo y llevaba un frac diminuto, de modo que podría haber sido perfectamente un mono. Pero había oído a Martha McIntosh susurrarle a una joven pelirroja que la novia pensaba que su perro debería estar presente en la boda, aunque solo fuera un rato. Y un perro con frac daría que hablar en la ciudad durante una buena temporada. Eso y el vestido verde que no parecía en absoluto un vestido de boda. La señora Jackson debía de ser una mujer muy original.
Pero Beauville no estaba acostumbrado a las personas originales.
Lorna añadió la salsa barbacoa a las costillas mientras pensaba en las bodas, en los hombres en general y en un hombre en particular. Estaba allí. Lo había visto ligeramente apartado, mirando a los novios como si no hubiera visto en su vida nada más terrible que un hombre y una mujer contrayendo matrimonio.
Seguramente no podía culparlo. Todo el mundo en Beauville estaba al corriente de lo que hacía Sue a espaldas de su marido. Incluso Lorna se había enterado, a pesar de que en aquella época estaba viviendo en Dallas.
En aquel momento, tenía un buen empleo. Un trabajo que le proporcionaba una casa y suficiente dinero para pagarse la gasolina, la comida y un buen guardarropa. Conservaba todavía el coche, la ropa y una impresionante colección de zapatos. Pero no el trabajo. Adobando costillas con la salsa de Texas Tom y con un delantal cubriendo su uniforme de camarera, parecía la demostración viviente de lo que su madre siempre le había advertido: «el orgullo siempre antecede a una dura caída, Lorna, así que procura no sentirte demasiado orgullosa de tus éxitos».
Pues bien, como no tuviera cuidado, iba a terminar aterrizando en un charquito de salsa barbacoa.
—¡Lorna! —le gritó Texas Tom, sacudiendo su espumadera—. Deja de soñar despierta y dale la vuelta a las costillas de esa bandeja.
—De acuerdo —respondió ella, tomando las tenacillas. ¿Qué más daría un poco de humo?, se preguntó. Las esquinas crujientes les daban mejor sabor a las costillas, Lorna lo sabía. Pero aun así, hizo lo que Texas Tom le pedía y casi inmediatamente fijó la mirada en los invitados que caminaban hacia el bar. Pronto irían a buscar también las costillas y Lorna esperaba ser ella la que tuviera que acercar las bandejas hacia donde estaban los invitados. Texas Tom había instalado las barbacoas en el rincón alejado del jardín para poder trabajar sin molestar a los invitados a la boda.
Jess Sheridan estaba en alguna parte, entre aquella multitud de gente. Si consiguiera ver algo a través del humo, seguro que lo distinguiría. Y, con un poco de suerte, incluso iría a buscar un par de costillas de su bandeja. Seguramente diría: «nunca he podido resistir a una mujer con olor a nogal ahumado», la rodearía con sus brazos y…
—¡Aparta esas costillas de las llamas, maldita sea! —Texas Tom no tenía ninguna paciencia con los novatos cuando era su reputación la que estaba en juego. Dirigió una nueva mirada hacia los senos de Lorna, como si estuviera intentando adivinarlos a través de la tela del delantal.
—No ha pasado nada —dijo Lorna, intentando no quemarse.
—Nunca pasa nada —farfulló el cocinero. Texas Tom no se caracterizaba precisamente por su buen carácter. Le quitó las tenazas de la mano y señaló una fuente llena de costillas—. Lleva esa fuente y colócala en las mesas que hay en frente de los postres. Y procura no tirar nada.
—No le haré —le prometió, al tiempo que veía cómo le guiñaba el ojo otro de los trabajadores. Se trataba de un adolescente que tenía la desgracia de tener por tío a Texas Tom. Lorna le sonrió, dejó sus guantes sobre la mesa y se secó la cara con una toalla de papel. Había algunas ventajas en ver a Jess Sheridan a distancia, especialmente porque no creía haber tenido jamás un aspecto peor. Seguramente, aunque la viera no la reconocería.
—Y quítate el pelo de la cara —le ordenó el ogro. Lorna obedeció, consiguiendo rehacer su rizada cola de caballo con un solo movimiento.
A continuación, tomó una fuente rebosante de costillas y se colocó unos guantes protectores antes de encaminarse con ella hacia donde le habían ordenado. Y quizá también debiera ponerse algún protector en la imaginación, se dijo. Tenía tantas posibilidades con Sheridan como Texas Tom con ella: absolutamente ninguna.
Jess se fijó en ella. Y estaba seguro de que otros hombres también, aunque Jess no había visto a ninguno molestándola mientras llenaba las fuentes de costillas y reemplazaba los cuencos de salsa ya vacíos. Trabajaba duramente, trasladando bandejas de ensalada, costillas y todo tipo de cosas desde la furgoneta a las mesas.
Y era una mujer difícil de ignorar. Pequeña, con las curvas precisas y en los lugares precisos… Se movía como si fuera consciente del efecto que tenía en todos los hombres que habían asistido a la boda de Johnson. Tenía el pelo rubio, casi plateado y los rizos enmarcaban el rostro y su cuello. Imaginaba que tendría los ojos azules, aunque no había podido acercarse lo suficiente como para comprobarlo.
No debería estar observándola, así que no lo hizo. Por lo menos no demasiado. No creía haberla visto antes por allí, de modo que seguramente la había contratado Texas Tom para la ocasión. Obviamente, no era pariente suya, con ese pelo y esa complexión era imposible que lo fuera. Jess se descubrió esperando que la pagaran bien, esperando que encontrara otro trabajo que no consistiera en tener que ir retirando lo que otros no querían.
Pero, sobre todo, quería que se alejara de allí. Porque no le gustaba nada estar mirándola como si fuera un pervertido.
—¿Señor Sheridan? —Jess se volvió hacia la derecha y vio a la novia mirándolo con expresión preocupada. Jess imaginó que quizá lo había visto fruncir el ceño, de modo que se obligó a parecer complacido.
—¿Señora Johnson?
—Por favor, llámeme Elizabeth.
—Si tú me llamas Jess. En realidad, mi nombre es Jester, pero solo mi madre me llama así.
—Gracias —Elizabeth sonrió abiertamente, que era precisamente lo que Jess pretendía.
—¿Qué puedo hacer por ti, Elizabeth?
—Jake y yo queremos agradecerte que hayas venido a nuestra boda. Estábamos a puntos de salir ya de luna de miel, pero nos hemos dado cuenta de que hay invitados con los que todavía no hemos hablado.
—Gracias por haberme invitado. No me habría perdido la boda de Jake por nada del mundo —mintió, pensando que debería haber usado cualquier excusa para evitar aquel absurdo compromiso—. Jake es un buen amigo —aquello al menos era cierto. Jess miró por encima de Elizabeth y advirtió que Jake se dirigía hacia él. Parecía un hombre que esperara expectante la noche de bodas, especialmente cuando deslizó el brazo por la cintura de su esposa, antes de estrecharle la mano a Jess. Jess no creía haber visto nunca tan contento a su amigo. Dios, esperaba que su matrimonio durara por lo menos un par de años.
—Gracias por venir.
Jess se aclaró la garganta.
—De nada. ¿A dónde vais ahora?
—Al aeropuerto —contestó Elizabeth—. Mañana por la mañana salimos hacia Boston.
—Vamos a pasar un par de semanas en Nueva Inglaterra. Siempre he querido ver el mar.
—¿Y crees que los chicos de Dead Horse podrán sobrevivir sin ti?
—Probablemente no, pero tendrán que hacerlo porque voy a dejar el trabajo. Bobby va a tener que buscar otro capataz.
—O hacer él mismo ese trabajo.
—Exactamente —Jess y Jake sonrieron. Pensar en Bobby dirigiendo su propio rancho era completamente ridículo—. Supongo que antes o después tenía que ocurrir.
—Bobby lo hará perfectamente —declaró la novia—. Y el rancho seguirá funcionando bien.
—Sí, señora —le contestó Jess, pero su mente estaba pendiente de la camarera de rubia melena a la que podía ver por el rabillo del ojo limpiando una mesa. Aquel estúpido delantal ocultaba la mayor parte de su cuerpo, pero Jess se apostaría toda su cuenta corriente a que tenía uno de esos cuerpos que un hombre podría recordar eternamente.
—Shorty se va a mudar a mi casa para cuidar de mis cosas mientras estemos fuera —comentó Jake y Jess se obligó a prestar atención a su amigo. Por un instante, creía haber reconocido a aquella mujer, pero no, era imposible. No podría haber olvidado a una mujer como aquella.
—Buena idea —comentó. Le estrechó la mano a su amigo y se despidió de la pareja. Prestó nuevamente atención a la chica rubia, pero en aquel momento, ella estaba llevando la tarta de bodas, de modo que le resultaba imposible verla.
El día iba avanzando hacia el anochecer y Jess se dedicaba a saborear el whisky sin prestar ninguna atención a la fiesta.
—Sí —comentó vagamente, en respuesta a algunas palabras de Calhoun y elevó su copa para brindar por… algo. No había oído el anuncio de Calhoun, pero todos los hombres que había en el grupo parecían impresionados. La pelirroja permanecía aferrada al brazo de Bobby como una garrapata, de modo que este no parecía estar sufriendo mucho por haber perdido a su prometida.
—Será mejor que tengas cuidado, Calhoun —musitó Jess, elevando su vaso vacío. Alguien se lo volvió a llenar, que era exactamente lo que él pretendía que ocurriera.
Las dos gemelas adolescentes se habían acomodado a ambos brazos de Billy Marty y Shorty estaba sentado en la sombra con un perro vestido en su regazo.
Jake y su esposa habían encargado comida y bebida suficientes para que la fiesta continuara incluso después de que ellos hubieran abandonado Beauville. Jess sospechaba que habían invitado a todo el pueblo a la boda.
Gracias a Dios, no tenía que trabajar aquella noche. Tenía los dos próximos días libres y pensaba pasar la mayor parte de aquellas horas en la ciudad. Iba a pasárselas bebiendo, bebiendo lo suficiente para olvidar que su esposa le había vaciado la cuenta del banco y se había fugado con otro. Iba a beber para olvidar que el día anterior por fin había conseguido el divorcio. Y para olvidar lo que Sue le había llamado cuando se había ido.
Desgraciadamente, Jess sospechaba que en Beauville no había alcohol suficiente para hacerle olvidar a su ex esposa.
Lorna no volvería a trabajar para Texas Tom nunca más. Cuando no estaba dirigiéndole miradas lascivas, estaba gritándole órdenes. Lorna no sabía qué era peor: al menos cuando la miraba no tenía que soportar el sonido de su voz.
—¡Lorna! —Lorna se volvió y lo vio señalando hacia otro montón de basura. Desgraciadamente, las bolsas eran de plástico, lo que significaba que Texas Tom había visto algo que no le había gustado.
—¿Qué?
—Esos malditos vaqueros han tirado la cubertería con los platos de papel. Vas a tener que revisar todas esas bolsas para asegurarte de que no se pierda ni un solo cubierto. Hemos venido aquí con cuatrocientos cubiertos y pienso irme de aquí con todos ellos.
Lorna habría dado cuatrocientos dólares, que eran muchos más de los que tenía, por volver a la casa que había heredado de su tía Carol y hundirse en una bañera de agua caliente perfumada con esencia de vainilla. Tener que rebuscar entre la basura no era la mejor forma de terminar el día.
—Dios mío Tom, ¿y no crees que debería de terminar de lavar estos platos? —estaba de pie, con las zapatillas empapadas, la manguera en la mano y varias fuentes y utensilios de cocina frente a ella que tenía que aclarar antes de que Tom empezara a guardarlos en la furgoneta.
—Sí, pero antes tendremos que contar los tenedores y si falta alguno, alguien tendrá que pagarlo —gruñó, al tiempo que deslizaba la mirada por las piernas desnudas de Lorna. Texas Tom le había advertido que tendría que utilizar un uniforme para trabajar, de modo que Lorna se había ido hasta Marysville y allí se había gastado en un uniforme treinta y siete dólares que en realidad necesitaba para pagar el teléfono. Estaba tan contenta de haber encontrado trabajo que no se había cuestionado aquel gasto. «El dinero llama a dinero», decía siempre su madre. ¿Y qué importancia tenía remover entre la basura? Se pondría unos buenos guantes y se dotaría de un esmerado lenguaje repleto de palabrotas. Podría maldecir cuanto quisiera sin que nadie la oyera.
Intentó terminar de limpiar rápidamente la cocina. El sol ya se había puesto. El sobrino de Texas era un joven decente y cuanto antes terminara ella de limpiar, antes volverían él y su tío a Marysville. Con o sin sus cuatrocientos cubiertos.
—Eh —comentó el sobrino de Tom cuando Lorna terminó con las bandejas y cerró la manguera—. ¿Cómo va todo?
—No podemos irnos hasta que hayamos contado los cubiertos —le contestó—. Tu tío cree que algunos han terminado en la basura.
—Cáspita. ¿Ya se está quejando otra vez?
—Eso me temo.
—Yo te ayudaré —se ofreció—, en cuanto termine de cargar la furgoneta. Estoy a punto de terminar.
—No te preocupes —Lorna tomó una linterna e iluminó las bolsas de basura—. Con un poco de suerte, no creo que tarde mucho. Se supone que los cubiertos estarán en el fondo de las bolsas, ¿no es cierto?
El jovencito bajó la voz.
—A veces mi tío es insoportable.
—Lo único que yo quiero es que me pague —contestó Lorna, iluminando la furgoneta—. Y me ha prometido pagarme en efectivo.
—Sí —repuso el chico—. Ya sé lo que quieres decir. Buena suerte.
Buena suerte. ¿Pero de verdad existía? Quizá sí, quizá no. Suerte sería que el hombre de sus sueños por fin se fijara en ella. O encontrar un trabajo con un buen sueldo y tres semanas de vacaciones al año. Lorna desató una bolsa de basura y se puso un par de guantes amarillos. Suerte sería no tener que trabajar nunca más para Texas Tomas.
—No va a conducir, ¿verdad? —le preguntó el camarero.
Jess negó con la cabeza.
—Voy andando —contestó. Iría andando hasta su camioneta y dormiría en la cabina. No sería la primera vez que lo hacía, aunque aquellos días ya habían pasado. Durante su malgastada juventud.
Pero con treinta y tres años, ya ni siquiera era capaz de beber whisky, o cualquier licor parecido, sin terminar haciéndose daño a sí mismo. Aun así, una boda precedida por su propio divorcio era algo que merecía la pena intentar olvidar.
Dejó el vaso vacío sobre la barra, sorteó el cuerpo de dos vaqueros que no habían sucumbido a los vapores del alcohol y consiguió salir de la carpa sin caerse. Casi todo el mundo se había ido a casa, o al cobertizo para terminar lo que en la fiesta habían empezado. Incluso los músicos habían guardado sus instrumentos y Texas Tom estaba cargando su furgoneta.
Jess creía haber aparcado su camioneta por aquella zona, cerca de la furgoneta de Texas Tom, aunque no estaba seguro. Aun así, imaginaba que si caminaba hacia aquellas luces, iría en la dirección correcta. Al acercarse, le sorprendió ver a la atractiva camarera rebuscando entre la basura como un perro hambriento.
—Cariño —dijo arrastrando las palabras y manteniendo la voz suficientemente baja para no asustarla. Ella se sobresaltó, se volvió y se quedó mirándolo fijamente.
—¿Qué?
—Cariño —volvió a intentarlo, llevándose la mano a la cartera que llevaba en el bolsillo del pantalón—. Estoy condenadamente seguro de que no deberías verte en esta situación —sacó un par de billetes de veinte dólares de la cartera y se los tendió.
—¿Qué estás haciendo? —no parecía muy dispuesta a aceptar su dinero. De hecho, incluso había retrocedido.
—Es para que te compres comida decente —le dijo, tendiéndole los billetes otra vez. Con cuarenta dólares podría comer por lo menos durante tres días si los administraba bien—. No hay ningún motivo para que tengas que remover la basura buscando comida. ¿Ese bast… Texas Tom no te ha dado de cenar?
Tenía la sensación de que la chica se iba a reír, pero no conseguía verle bien la cara desde que se había apartado de la linterna. Advirtió un destello de sus ojos azules y reparó en aquellos labios que parecían hechos para… bueno, para algo que cualquier hombre sería capaz de imaginar.
—Estoy buscando cubiertos —contestó—. Y no tengo hambre, gracias.
—Cubiertos —repitió él, deseando parecer sobrio. Cuando ella le había sonreído, se había sentido ligeramente mareado—. ¿Para qué?
—Texas Tom está contando la cubertería —apartó una bolsa de basura y continuó con otra—. Tengo que asegurarme de que no pierda ninguno de sus preciosos cubiertos antes de irme a casa.
—¿Y los que no encuentres te los descontará de tu salario?
—Probablemente —estiró el brazo para tomar otra bolsa y sacudió la cabeza—. Pero ya he encontrado dos —los sacó del bolsillo del delantal y se los enseñó—, así que supongo que ya he cumplido con mi deber.
—Quizá mañana aparezca algún otro entre la hierba —le dijo Jess, intentando ser útil. Al fin y al cabo, no estaba tan bebido como para no serlo. Y aquella mujer era condenadamente guapa.
—Eres Jess Sheridan, ¿verdad?
—Sí señora —así que lo conocía. O por lo menos sabía quién era. La mayor parte de los habitantes de Beauville lo sabían. Fue a quitarse el sombrero, pero se dio cuenta de que no llevaba nada en la cabeza. Maldita fuera. Aquel sombrero le había costado un buen puñado de dólares hacía menos de seis meses. Y probablemente estuviera en aquel momento pisoteado en el suelo de la carpa.
—Has bebido mucho —le dijo ella—. ¿A dónde vas?
—A dormir, en mi camioneta —señaló hacia el lugar en el que esperaba que estuviera aparcada—. Está por allí.
—¿Y crees que podrás encontrarla?
No le gustaba tener que mentir, pero un hombre tenía su orgullo.
—Sí, sin problema.