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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 382 - marzo 2019

 

© 2006 Helen Brooks

La fuerza de la pasión

Título original: The Billionaire’s Marriage Mission

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2007 Maggie Cox

El hijo del jefe

Título original: The Millionaire Boss’s Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

© 2007 Kim Lawrence

Engaño

Título original: Claiming His Pregnant Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007 y 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-911-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

La fuerza de la pasión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

El hijo del jefe

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Engaño

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL suave sonido de la puerta al cerrarse se convirtió en un trueno en los oídos de Beth Marton. Se quedó rígida sin poderlo creer, después se dio la vuelta con cautela y empujó la firme madera. Por supuesto, ni se movió. Lo intentó con el picaporte y tampoco.

–Oh, no, no –empujo más fuerte esa vez aunque sabía que no tenía sentido.

Si hubiera sido en su piso de Londres no hubiera tenido importancia, al menos podría haber recurrido a algún vecino para que llamara a su hermana que tenía una copia de las llaves. Pero no estaba en Londres…

Se miró y se dio cuenta de que estaba vestida con un pijama rosa chicle. La noche oscura y ventosa no era una muy buena perspectiva. El pronóstico era de lluvia.

Cuando una fría nariz le rozó la mano, bajó la vista y se fijó en el perro que la miraba con ojos impacientes.

–Lo sé, lo sé –murmuró–. Estamos fuera y tu cena está dentro, pero has sido tú el que ha insistido en salir a hacer tus cosas hace un minuto.

Y había sido ella la que había seguido a Harvey con la linterna para asegurarse de que no desaparecería en la oscuridad. Había sido un estupidez teniendo en cuenta que era la hora de la cena, el momento favorito del día para Harvey, y que tampoco había ningún sitio al que pudiera irse. El jardín que rodeaba la casita de campo que había alquilado estaba protegido por un buena cerca.

El olor a humo que le trajo un golpe de viento le recordó que hacía un momento que había encendido el fuego en la sala de estar y que no había colocado la malla de protección.

Nerviosa corrió a dar una vuelta alrededor de la casa para ver si había alguna ventana mal cerrada aunque lo dudaba. Cuando había llegado media hora antes cansada de un viaje que no hubiera deseado a su peor enemigo, pero aliviada al encontrar el aislado edificio en medio de la oscuridad, todo estaba cerrado y asegurado. Después de abrir la puerta delantera con una llave que estaba escondida bajo un tiesto como le había dicho el agente, había metido su equipaje y guardado en la nevera alguna comida que podía estropearse. Después se había desnudado para darse una maravillosa ducha.

Una vez libre de la sensación de suciedad fruto del viaje, no había sido capaz de pensar en volver a vestirse, así que se había puesto el pijama antes de abrir una botella de vino y encender el fuego. Ya había colocado la enorme cesta de Harvey en un rincón y abierto una lata de su pienso favorito cuando el animal había expresado su necesidad de salir un momento.

–¡Oh! –se resbaló y acabó sentada en el suelo encima de algo que olía bastante mal.

Sintió unas incontenibles ganas de llorar, pero se contuvo y buscó la linterna, que se le había caído. Se puso de pie. Harvey parecía haberse olvidado de su cena y se sumó al juego con entusiasmo, saltando alrededor de ella y ladrando alegre. El viaje desde Londres a Shropshire le había resultado aburrido, pero aquello le gustaba. Por suerte, la linterna seguía funcionando, aunque a Beth no le hacía falta para saber que un zorro o un tejón evidentemente rondaba alrededor del jardín de la casa.

Volvió a la puerta delantera y se quedó quieta un momento tiritando en la fría noche de mayo. El día había sido cálido, demasiado cálido, pero al aire de la noche todavía le faltaba un poco para poder empezar a hablar de verano. Tendría que romper una ventana y colarse por ella de alguna manera, no podía hacer otra cosa. Miró los antiguos y bonitos cristales emplomados de la ventana del salón. Todos los de la casa eran iguales y, cuando los había contemplado antes, había pensado que serían bastante valiosos. La casa de campo era pequeña, parecía como de chocolate, cubierta con un tejado de paja, vigas de madera y toda la calidez que se podía esperar de una construcción de más de dos siglos.

A Harvey le sonaban las tripas y el juego había perdido todo el interés. Empezó a lloriquear y cuando un enorme pastor alemán de pelo largo gime no es igual que un perrito faldero.

Beth no podía ni oírse pensar.

–Bueno, bueno –hizo callar al perro con un chasquido de los dedos.

Iba a provocar bastantes daños si rompía uno de esos bonitos cristales, pero no se le ocurría otra cosa que hacer. Por lo que podía recordar no había pasado por otro sitio habitado en varios kilómetros después de tomar la pista que llevaba hasta la casa. Además tampoco iba vestida para andar paseando por la campiña de Shropshire.

Iluminó la ventana con la linterna y presionó el cristal. Los cristales parecían estar sujetos por barras de acero en la parte trasera. Tampoco estaba segura de ser capaz de saltar aunque consiguiera romper el cristal. Claro que podía romper un cristal del coche, pero se moriría de frío y por la mañana seguiría teniendo el mismo problema. Las llaves del coche y todo lo demás estaban dentro de la casa.

–Oh, Harvey –las ganas de llorar volvieron.

Aquello, sumado a todo lo que le había ocurrido últimamente, era demasiado. ¿Por qué, cuando estaba tratando de tirar para delante se encontraba con una dificultad tras otra? No era justo. Sollozó y Harvey se arrimó a sus piernas. Se dejó caer en los escalones de la entrada y abrazó el peludo cuello, las lágrimas le caían por las mejillas. Fue así, abrazada a la cálida piel del animal, cuando vio luces que se movían en la colina.

¡Un coche bajaba por la pista que llevaba a la casa!

Se puso en pie de un salto y atravesó la pradera que separaba la casa de la cancela que daba a la pista. Se quedó esperando sujetando a Harvey del collar. Dirigió la luz de la linterna a la pista con la esperanza de que el coche no pasara de largo. No parecería una contrabandista peligrosa o algo así, pensó, no en pijama. Pero, por la misma razón, quería que cualquier rescatador potencial viera a Harvey y fuera consciente de que tenía con ella un perro grande. Había oído tantas historias horribles sobre mujeres atacadas mientras pedían ayuda a extraños…

Le pareció una eternidad lo que tardó el coche en llegar, pero no pudo ser más de dos o tres minutos. Las luces de un enorme coche familiar la cegaron. Durante un terrible momento pensó que el conductor ni la habría visto, pero justo en ese momento frenó, echó marcha atrás y se detuvo a su lado. La ventanilla del coche se bajó y se oyó una profunda voz masculina con un tono mezcla de sorpresa y diversión.

–¿Qué diablos haces aquí fuera así vestida?

«De fiesta», estuvo a punto de decir, pero pensó que sería mejor llevarse bien con aquel tipo. Apartando de su cabeza el sarcasmo, dijo:

–Se me ha cerrado la puerta mientras vigilaba a mi perro. Supongo que no llevarás en el coche nada con que pueda forzarla… –mientras hablaba dirigió la linterna al rostro del tipo y lo vio cerrar los ojos por la luz–. Perdone –dijo, pero el breve instante de luz había sido bastante para mostrarle que era joven y tenía el pelo oscuro.

–¿Me estás pidiendo que intente forzar una puerta?

La diversión se había impuesto en el tono de voz y Beth tuvo que respirar hondo antes de decir con dulzura:

–Supongo que sí. ¿Puedes ayudarme? –estaba tiritando de la cabeza a los pies y ese payaso encontraba la situación divertida.

–Tienes frío.

Esperaba que lo hubiera notado por la tiritona y no por los pezones que se adivinaban bajo la seda del pijama. No podía hacer nada para evitarlo, ni siquiera cruzar los brazos con una mano en el collar de Harvey y la otra con la linterna.

–Un poco –dijo serena–. Por eso es por lo que me gustaría poder entrar lo antes posible.

Apagó el motor y abrió la puerta del conductor. Al momento le tendió una pesada chaqueta que instantes antes estaba en el asiento del acompañante.

–Ponte esto –dijo mientras miraba a Harvey, que había empezado a gruñir en tono grave.

Beth no trató de detener al perro, de hecho se hizo la anotación mental de darle un puñado de sus galletas favoritas en cuanto entraran en la casa. El hombre era alto, muy alto, y sus anchos hombros y su musculatura intimidaban, por lo que podía adivinar con esa luz. No quería volver a iluminarle la cara, para verlo mejor, pero se sentía incómoda con tan poca ropa.

El extraño se inclinó y se puso a la altura de Harvey. Con voz relajante y suave le dijo:

–Tranquilo, chico. Nadie va a hacer daño a tu ama –tendió al perro una mano para que la oliera.

Hubo una breve pausa y después el animal dejó de gruñir y una larga lengua lamió la mano del hombre mientras Harvey movía la cola. Beth se preguntó si se hubiera mostrado tan contento si hubiera sabido que acababa de perder las galletas.

–Buen perro –el hombre se levantó y le tendió una mano diciendo–. Dame la linterna mientras te pones la chaqueta.

Beth no le encontró ningún sentido a discutir. Si iba a golpearla, podría hacerlo tanto con la linterna como con cualquier otra cosa. Era evidente que Harvey no iba a ser una gran ayuda.

El extraño pasó al lado de ella y se dirigió a la puerta de la casa mientras Beth se ponía la chaqueta. Le quedaba enorme, pero en ese momento no le importaba. Lo siguió con Harvey a su lado y lo vio primero intentar abrir la puerta y después dar la vuelta alrededor de la casa revisando cada ventana como había hecho ella. Claro que él no terminó sentado encima de los excrementos de un zorro o de un tejón.

Cuando volvió a aparecer proveniente de la parte trasera de la casa, Beth dijo irritada:

–Ya he revisado las ventanas.

Él no respondió, lo que preguntó fue:

–¿Qué es eso olor tan espantoso? ¿Aguas residuales?

–Me he resbalado en la parte de atrás. Creo que un animal había estado allí…

–¡Vaya! –no le preocupaba el disimular el tono divertido.

No pensaba quedarse allí de pie al frío discutiendo sobre el olor. Tampoco había sido exactamente un caballero al mencionarlo.

–Bueno, ¿puedes ayudarme a entrar? –preguntó ella–. Me estoy congelando aquí fuera.

–Seguramente, pero no lo voy a intentar. No tiene sentido forzar la puerta o romper una ventana y provocar un daño considerable cuando se puede contactar con el agente por la mañana. Esto lo alquila Turner & Turner, ¿verdad?

–Sí, pero…

–Así que te sugiero que vengas a mi casa, duermas bien esta noche y lo resolvamos por la mañana. No tienes nada en la cocina ni en el horno, ¿verdad? Nada va a causar problemas.

¿Estaba loco? Pensaba tanto en irse a su casa como en viajar a la luna. En tono duro respondió:

–He encendido fuego. No puedo dejarlo.

–Ya lo has hecho –señaló él.

–No está puesta la protección.

–Apenas sale humo de la chimenea, así que es probable que se esté apagando. No pasará nada.

–No puedo irme así…

–Claro que puedes. Conozco a John Turner. Le llamaré por la mañana y le explicaré la situación. Estarás de vuelta aquí antes de las diez. Lo preferirá a que entremos rompiendo algo.

–Si lo conoces, ¿por qué no llamas ahora?

Pudo ver la silueta de su cabeza moverse mientras decía:

–No puede ser. La noche del viernes es la noche que John sale con sus amigos. Y no le gusta que le molesten.

–No puedo irme a tu casa, señor…

–Black. Travis Black. ¿Por qué no puedes venir a mi casa, señorita…?

–Me llamo Beth Marton y no tengo por costumbre aceptar pasar la noche en casa de completos desconocidos.

–No somos desconocidos. Acabamos de presentarnos –dijo perezoso y recuperando el tono divertido–. Además puedo asegurarte que no estoy tan desesperado por compañía femenina como para haber pensado en aprovecharme de tu mala suerte para robarte y violarte. Es una oferta sincera, dormirás sola, sobre todo a la vista de ese… inusual aroma que llevas.

Cerdo, pensó. Era muy difícil mostrarse digna con un pijama rosa y ese olor.

–Gracias por su oferta, pero no puedo. Por un lado está Harvey…

–No te estoy proponiendo que lo dejes aquí, por supuesto él se viene también –en ese momento se dio la vuelta en dirección al coche–. Bueno, depende de ti.

–¿Adónde vas? –sabía que le había salido la voz demasiado aguda, pero no podía evitarlo. ¿Iba a dejarla allí? Nadie podría tener ese corazón de hielo…

–A casa –dijo sin darse la vuelta–. Es tarde y ha sido un largo día. Tengo hambre, estoy cansado y está empezando a llover. Puedes venir conmigo o quedarte aquí, tú decides.

Ella no se movió hasta que él estuvo sentado en el coche, apenas podía creerse que fuera a marcharse. Cuando encendió el motor, se dio por vencida, sobre todo porque las gotas de lluvia empezaban a aumentar. Corrió por el jardín hasta la cancela con Harvey detrás y golpeó en la ventanilla del conductor. Se bajó el cristal. Esa vez le iluminó la cara y pudo verle claramente el rostro. Era una cara interesante. No exactamente guapo… demasiado dura para eso y la luz resaltaba una cicatriz en la mejilla, pero tenía algo que haría que cualquier mujer se volviera a mirarlo una segunda vez. El pelo era negro como el ébano, pero no podía saber exactamente cuál era el color de sus ojos con aquella luz.

–No puedo quedarme aquí fuera toda la noche –murmuró–. Además no creo que pase nadie más.

–Seguramente –asintió–. Mi casa es la única otra que hay por aquí, la pista termina en mi jardín.

¿Y se iba a marchar sabiendo eso?

–¿Dónde pongo a Harvey? –preguntó seca.

En respuesta, se bajó del coche y abrió el portón trasero. Harvey entró de un salto y se tumbó como si hubiera pasado allí toda su vida. Beth miró al animal mientras Travis cerraba la puerta. Después rodeó el vehículo y le abrió a ella la puerta del acompañante sin decir ni una palabra. Beth se metió en el coche.

–Gracias –dijo entre dientes.

–No hay de qué –cerró la puerta muy despacio.

Una vez dentro del coche los dos, Beth se dio cuenta de lo grande que era él y se sintió más vulnerable. También se dio cuenta del realmente desagradable olor que emanaba de su ropa.

–Espero no mancharte el asiento –dijo ella mientras el coche empezaba a moverse.

Se había dado cuenta de que era el más alto de la gama de los Mercedes familiares. Estuvo segura de que era la primera vez que su hermoso interior era sometido a semejante abuso.

–Es cuero, puede fregarse si es necesario. Una vez en mi casa podrás darte una ducha y te buscaré algo limpio para que te pongas. No será rosa, creo –añadió inexpresivo.

–¿No es su color? –preguntó Beth en el mismo tono.

–No me pega con los ojos –sonrió sin mirarla.

–Claro –él estaba tratando de ponérselo fácil; además, se dijo, le estaba ofreciendo un techo para pasar la noche. Si no hubiera aparecido, estaría en un aprieto–. Es muy amable por tu parte –dijo con retraso.

–Soy así. Huérfanos, perros abandonados, ovejas perdidas…

–Sí, claro –estaba bromeando, pero ella se sentía casi así. Intentó no poner ninguna emoción en la voz cuando dijo–. Si tu casa es la única en esta carretera, he tenido mucha suerte de que pasaras.

–Sobre todo porque no vivo aquí siempre. La mayor parte del tiempo vivo y trabajo en Bristol.

–¿Sí? –lo miró–. ¿A qué se dedica? –no era un hombre fácil de etiquetar.

–Al diseño industrial.

Eso incluía un millón de posibilidades, pero como había notado un tono evasivo en su voz, decidió no preguntar más.

–¿Así que tu casa de aquí es para los fines de semana?

–Más bien un refugio al que escapar –dijo–. ¿Y tú? ¿Trabajas?

Ella asintió.

–Aunque estoy en un período de descanso. Soy arquitecta.

Esperó la sorpresa que normalmente seguía a ese momento cuando hablaba con un hombre. Para el mundo masculino que fuera delgada, tuviera el pelo rubio dorado y unos grandes ojos azules la excluía de una profesión que suponía visitar obras y tratar con constructores, entre otras cosas. Unos pocos trataban de ocultar su asombro tras cosas como «¿De verdad? ¡Qué interesante!» Mientras la miraban de arriba abajo. Los peores se reían y decían que no se lo creían. Travis apenas asintió con la cabeza.

–¿Trabajas en un estudio, alguna institución pública o por tu cuenta?

–En un estudio. Me guardan el trabajo seis meses.

Los árboles a ambos lados de la pista formaban un toldo y la noche era completamente oscura, las potentes luces del coche atravesaban la oscuridad, pero acentuaban la sensación de soledad del entorno.

De pronto, se encontraron ante unas enormes puertas que Travis abrió con un mando a distancia. Recorrieron un camino de guijarros y casi de inmediato Beth vio una gran casa a unos cien metros de distancia. No sabía qué había estado esperando, seguramente una casa de campo como la que ella había alquilado, pero desde luego no una mansión en medio de un jardín. Miró a Travis, una mirada rápida, pero tenía los ojos en el parabrisas. Como refugio, algo así no era lo normal. Estaba empezando a pensar que Travis tampoco era normal.

Cuando llegaron al final del camino de guijarros y se detuvieron delante de la casa, Beth tenía que reconocer que se sentía intimidada. Incluso aunque hubiera ido de punta en blanco y recién salida de la peluquería, se habría sentido así.

Sus pensamientos se volvieron aún más incongruentes cuando Travis salió del coche y dio la vuelta para ayudarla a salir como si aquello fuera una cita o algo así. Trató de ser tan graciosa y distinguida como las circunstancias se lo permitieron.

Las luces delanteras de la casa se encendieron automáticamente, pero nerviosa como estaba, Beth se había concentrado en lo absurdo de su situación más que en ninguna otra cosa. Al salir del coche, sintiendo el calor de la mano de él mientras la sujetaba, lo miró, lo miró de verdad, por primera vez. Una descarga eléctrica la dejó casi sin respiración. Grises, pensó. Tenía los ojos grises.

–¿Cómo se llama el perro?

–¿Qué?

–Su perro –repitió con paciencia.

Fue consciente de los ladridos. Harvey ladraba por seguir dentro del coche mientras ellos estaban fuera.

–Oh, Harvey. Se llama Harvey.

–Le sugiero que lo sujete. Va a conocer a las mías en un momento y espero que sea amigable.

–Harvey siempre es amigable –dijo antes de darse cuenta de que eso realmente no apoyaba su figura de perro guardián.

–Bien. Sheba y Sky no lo son.

Al momento había abierto el portón trasero y Harvey saltaba y, antes de que pudiera preguntarle qué quería decir, había abierto la puerta de la casa y dos osos grizzly, al menos eso le parecieron a ella, aparecieron en la entrada. Hubo un momento tenso cuando los dos animales rodearon a Harvey, pero en pocos segundos los tres perros estaban inspeccionándose sus partes traseras y presentándose entre ellos. Beth suspiró de alivio.

–Son adorables –dijo en tono poco convincente sin quitar el ojo por si decidían devorar a Harvey–. ¿Qué son?

–Aparte de hembras, no tengo ni idea –dijo Travis, chasqueando los dedos y haciendo que las dos perras se sentaran–. Las abandonaron en una cuneta en una caja con seis o siete semanas. Un amigo las encontró. El veterinario no fue capaz de averiguar la raza, ¿pero a quién le importa?

Cuando entraron en la casa, la primera impresión de Beth fue de un sitio con mucho espacio y agradable. El gran recibidor tenía el suelo de roble, lo mismo que la escalera curva que conducía a la galería del primer piso. Las paredes eran luminosas y estaban llenas de cuadros de vivos colores y sólo una pequeña mesa de roble con dos sillones a los lados quebraba la limpieza de las líneas.

–Seguro que quieres ducharte y cambiarte mientras doy de comer a los perros. ¿Ha cenado ya Harvey? –Travis caminaba hacia la escalera mientras hablaba y sus perras se detuvieron al pie, seguramente no podían subir al piso de arriba.

–No, iba a darle de comer cuando se cerró la puerta –los siguió al piso de arriba después de decirle a Harvey que esperara. Éste aceptó de buen grado y se tumbó entre las dos hembras.

El suelo de roble continuaba a lo largo de la galería. Después de cerciorarse de que Harvey se quedaba abajo, se unió a Travis, que estaba de pie ante la puerta de una habitación.

–Encontrarás alguna camiseta y pantalones de deporte en el armario y un albornoz para invitados tras la puerta del baño –dijo tranquilamente–. Siéntete como en casa. Hay mucha agua caliente. Cuando estés lista baja al piso de abajo, estaré en la cocina. ¿Te gustan los espaguetis a la boloñesa?

–¿Qué? Oh, sí, sí. Gracias –terriblemente ruborizada, Beth entró en una habitación con una alfombra gruesa y que parecía un dormitorio de invitados.

Travis se fue cerrando la puerta tras de sí. Beth echó un vistazo alrededor. La habitación en tonos café con leche había sido decorada por alguien con gustos evidentemente minimalistas, pero era bonita. Sospechó que toda la casa sería bonita.

Con cuidado, como si fuera a dejar tras ella un rastro de suciedad y destrucción, recorrió la distancia hasta el cuarto de baño y se miró en el enorme espejo que había encima de un par de lavabos. Casi dio un grito al verse. No sólo estaba en pijama y zapatillas, sino que además tenía barro, esperaba que fuera sólo barro, hasta en la cara. El pelo estaba todo revuelto por el viento y la cara sin maquillaje brillaba donde no estaba inmunda.

Diez minutos después, se sentía más ella misma. Había encontrado loción facial y champú y, una vez que se había lavado y se sentía limpia y oliendo bien, no todo parecía tan malo. Después de secarse el pelo con el secador, encontró algunas camisetas de mujer y unos pantalones de deporte limpios en un cajón de un armario. Se preguntó a quién pertenecerían. ¿A su novia?, pensó mientras metía en agua su ropa.

Bien, momento de volverse a encontrar con él. Bajó las escaleras descalza, consciente de que el estómago le daba saltos por la ansiedad, lo que era algo realmente tonto, pero no era capaz de controlarlo.

Una vez en el recibidor, miró a todos los lados. Travis le había dicho que se encontrarían en la cocina, pero había varias puertas. Pensando en que la cocina seguramente estaría en la parte trasera de la casa, fue hasta la puerta más alejada y llamó nerviosa antes de abrirla.

–Hola, aquí estoy –dijo.

–Hola –Travis estaba removiendo algo en el fogón, con los tres perros a sus pies aparentemente satisfechos y contentos; Harvey movió la cola al verla, pero ni se levantó–. Busca una silla y échate un poco de vino.

Se dio cuenta de que la miraba con detenimiento antes de volver al fogón. Eso y la visión de él con una camisa negra de algodón, abierta en el cuello, y unos vaqueros negros fue bastante para hacerla sentirse torpe mientras se sentaba a una enorme mesa rústica y buscaba la botella de vino. A pesar de lo grande que era la mesa, no lo parecía por al tamaño de la cocina. El suelo de piedra, los armarios de madera color miel y las encimeras de granito eran una mezcla de antiguo y moderno muy agradable a la vista. El vino estaba muy bueno. Rojo profundo y con aromas de grosella y cereza. Beth notó que le calmaba los nervios.

Después de algunos sorbos, se sintió lo suficientemente tranquila para decir:

–¿Puedo ayudar en algo?

–No, ya está listo –en un momento, puso dos platos llenos de espaguetis encima de la mesa junto con una fuente de verduras a la plancha. A Beth se le hizo la boca agua. Mientras se sentaba Travis siguió hablando–. Tu aspecto ahora es espléndido.

–Gracias –sabía que se estaba poniendo colorada y sintió vergüenza y eso era lo último que quería en ese momento–. Y gracias por darnos de comer –añadió, señalando a Harvey con un gesto de la mano–. No quería ocasionar tantos problemas.

Los ojos grises la observaron sin expresión. A la brillante luz de la cocina, el rostro de Travis era de facciones duras y atractivo, lleno de ángulos y con una cicatriz en una mejilla que la luz acentuaba. La nariz era recta, las cejas gruesas, las pestañas del mismo negro azabache que el cabello y la boca realmente atractiva. Travis Black rezumaba un cinismo sexy que atraía a Beth como un imán.

–Somos vecinos –dijo Travis después de un momento–, aunque temporales. Era lo mínimo que podía hacer. Esperaría que alguien hiciera lo mismo con mi hermana en una situación así.

Tenía una hermana. Beth le dedicó una sonrisa educada mientras seguía estudiándolo.

–¿Cuántos años tiene tu hermana? –preguntó.

–¿Sandra? Ha cumplido treinta hace poco. Conociendo a Sandra, seguro que lo sigue celebrando. Es muy sociable.

–¿No lo apruebas? –había algo en su voz que así lo sugería, pero podía equivocarse, era un completo extraño.

Travis se encogió de hombros y esperó a tragar un bocado de espaguetis antes de contestar.

–Se ha convertido en una mujer con vida propia.

No era realmente una respuesta. Beth probó la pasta. Estaba deliciosa. Dado que cocinar no era una de sus aficiones favoritas, respetaba a la gente que era capaz de hacer algo especial a partir de ingredientes sencillos. Su comida variaba entre quemada, cruda o sólo incomestible.

–Está buenísimo –dijo con un murmullo de placer.

Travis parecía uno de esos hombres que es bueno en cualquier cosa que haga. Como Keith. Ese pensamiento no le gustó y lo alejó rápidamente de su mente.

–Gracias.

–No sé cocinar y siento siempre una envidia horrible de la gente que sabe.

Travis asintió, pero no dijo nada. Beth se quedó con la sensación de que no la había creído. Abrió la boca para decir algo más y luego la cerró pensando que era mejor hablar de menos que de más. Nunca había sido buena mintiendo. No como Keith.

Se terminó su vaso de vino. Tranquilidad, tranquilidad, se dijo a sí misma. Travis rellenó el vaso en silencio y luego se recostó en la silla.

–¿Es por mí o te pones siempre así de nerviosa cuando pasas la noche en casa de un extraño?

Beth sonrió un poco más natural esa vez.

–¿Eres un extraño? –preguntó animada por su buen humor.

–Eso me han dicho antes –sonrió y su atractivo subió unos pocos grados.

Beth se dijo a sí misma que no lo había notado.

–Entonces tendré que andar con cuidado –volvió a sonreír y se concentró en la comida.

Cuanto antes terminara, más pronto podría desaparecer en su habitación del piso de arriba. No quería ni hacer amistad, ni flirtear, ni nada semejante. Comió deprisa manteniendo la mirada en el plato. Había sido un detalle que la hubiera recogido para pasar la noche, se dijo, pero habría estado más que contenta de pagar los daños provocados en la puerta o las ventanas de la casa.

–¿Has alquilado la casa para seis meses? –Travis terminó su comida y la miró con el vaso de vino en la mano.

Beth asintió intentando evitar su mirada.

–Era el mínimo período posible.

–Es un sitio muy solitario.

–Por eso me gustó –la estaba mirando de un modo que la hacía sentirse incómoda y añadió–. No he estado bien últimamente. Quería un cambio completo una temporada.

–Pues no has podido elegir mejor sitio que Herb Cottage.

Beth no respondió, acabó el vino y se levantó.

–Si no te importa, me retiraré ahora –dijo incómoda–. Ha sido un viaje horrible y estoy cansada –le sonó grosero incluso a ella.

–¿Puedo tentarte con un postre? –preguntó Travis con suavidad–. Hay pastel de avellanas o tarta de manzana.

Ella negó con la cabeza.

–No, gracias –miró a Harvey, que seguía sin moverse–. ¿Dónde quieres que duerma el perro?

–Oh, puede dormir abajo con las chicas –dijo Travis tranquilo–. Parece que se llevan bien.

Demasiado bien, pensó ella considerando que Harvey había sido protector hasta el punto de convertirse en un problema los últimos meses. En ese momento, parecía haberla abandonado. Sintiéndose ridícula, dijo tensa:

–Bueno, gracias de nuevo. Nos marcharemos lo antes posible por la mañana y te dejaremos en paz.

–No hay prisa.

Oh, sí la había. Se había levantado cuando ella y parecía muy grande y muy masculino. Y atractivo. Horrorizada por la deriva que estaban tomando sus pensamientos, Beth decidió que estaba muy cansada.

–Buenas noches –murmuró y huyó de la cocina antes de que él tuviera oportunidad de responder.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA cama era cómoda y muy calentita. Beth se dio la vuelta por enésima vez y se preguntó por qué no se podía dormir. Estaba agotada, no había ninguna duda sobre eso, pero su cabeza no paraba. Se quejó y enterró la cabeza en la almohada, enfadándose cada vez consigo misma. No quería pensar en Keith, y era algo que esos días normalmente conseguía, pero ¿qué le pasaba esa noche? Creía que ya lo había superado.

Era por él, por Travis Black. Le recordaba a Keith. Pero si era sincera tenía que reconocer que no sabía por qué. Desde luego, los dos hombres no se parecían físicamente. Keith era rubio y con los ojos azules, y tenía una cálida sonrisa. Se había enamorado desde la primera vez que lo había visto entrar en la oficina. Y él decía que le había pasado lo mismo, que la adoraba.

«Estúpida», se dijo y se sentó bruscamente pasándose los dedos por el pelo revuelto. Realmente estúpida. Debería haber sabido que un empresario guapo y con éxito como Keith Wright tendría a su disposición más cuerdas para pulsar que una orquesta de violines. Se había enamorado de él y había confiado en él, tan sencillo como eso. El mayor error de su vida.

«Vamos, para. Ya has pasado lo peor». La amonestación estaba presente en su cabeza, pero esa noche no era capaz de parar.

Se habían casado discretamente. Así lo había querido Keith, y a ella le había parecido bien. Se habría casado vestida con un saco si él se lo hubiera pedido.

Un par de semanas a Las Bahamas y habían vuelto al moderno apartamento que él tenía a las afueras de Londres. La idea original había sido empezar a buscar casa, pero habían pasado los meses y eso nunca había ocurrido. Keith había dicho que había mucho tiempo y ella había estado de acuerdo. Decidieron que, cuando en el futuro tuvieran hijos, buscarían una casa. Hasta ese momento, estaban bien así.

Y entonces, una noche terrible, su hermana y Michael, su cuñado, aparecieron en el apartamento pálidos y temblando de la cabeza a los pies. Catherine le dijo que sus padres habían muerto en un accidente de tráfico. Dos adolescentes en un coche robado se habían incorporado a la autopista en sentido contrario provocando que un camión girara bruscamente para esquivarlos. El conductor del camión había perdido el control del vehículo y sus padres habían chocado con él. El camionero tenía algunos cortes y magulladuras y los chavales del coche robado ni un rasguño. Tampoco ningún remordimiento. El caso había atraído la atención de los medios, sobre todo porque uno de los adolescentes era hermano de una famosa estrella del rock.

Un par de días después de que las dos hermanas y Keith y Michael hubieran sido entrevistados por la prensa en las escaleras de los juzgados al final del juicio en el que los ladrones habían sido sentenciados a la máxima pena posible, ella volvía a casa a la salida del trabajo y se encontró a una joven esperando en la puerta del apartamento.

La reciente lucha de su hermana y ella para aceptar la muerte de sus padres ya había sido horrible, y no estaba preparada para lo que había sucedido a continuación. La chica llevaba años con Keith. Tenían dos hijas y habían vivido juntos siete años. Las noches que él estaba fuera «por negocios», en realidad había estado en el otro extremo de Londres con Anna. Además había otras «amigas», le había dicho Anna con rabia. Siempre las había habido. Ella siempre había hecho como que no se daba cuenta porque era el padre de sus hijas, pero cuando lo había visto en las noticias con «su esposa»… El día antes había estado con ella y se habían despedido con besos y caricias después de pasar la noche juntos. No tenía ni idea de que estuviera casado con otra.

Beth había mirado fijamente a la alterada mujer y su mundo había empezado a desmoronarse. Había creído a Anna al instante. Después, se había preguntado por qué y había llegado a la conclusión de que Anna había hablado mucho y de pronto algunas cosas habían empezado a encajar, comenzando por su discreta boda un año antes. Un par de días antes de Navidad, había tenido que viajar a Escocia y le había sido imposible llegar antes de la entrega de los regalos. Era evidente que había pasado esos días con Anna y sus hijas.

Cuanto más había hablado con Anna, más cuenta se había dado de lo falso que había sido Keith. Había aparecido un poco después y, si hubiera necesitado confirmación de lo que le había contado Anna, la habría tenido en su mirada de horror.

Beth se había marchado esa misma noche y sólo había vuelto con Catherine para recoger algunos objetos personales cuando Keith estaba en el trabajo. Había rechazado verlo o hablar con él y, cuando Keith se dio cuenta de que ella iba en serio, no se había opuesto al divorcio.

Catherine y Michael habían sido maravillosos, habían insistido en que se quedara con ellos, pero como Catherine estaba embarazada de su primer hijo, se había quedado poco tiempo. En cuanto había podido, había encontrado un piso de un dormitorio y lo había comprado con lo que había heredado de sus padres. Se había gastado todo, pero necesitaba saber que tenía una casa propia. Al día siguiente de mudarse a su piso, Catherine y Michael se habían presentado con Harvey, que no era más que una bola de pelo con unas patas enormes y una lengua rosa.

–Un regalo para la nueva casa –había dicho Catherine–. Además, ahora que he dejado el trabajo, puedo ocuparme de él cuando tú no puedas. Necesitas compañía por la noche.

Beth había protestado, no necesitaba un perro, no era práctico, pero sabía que su hermana estaba preocupada por ella y convencida de que se hundiría en un pozo de desánimo cuando se quedara sola, así que se quedó con Harvey. Y había resultado que Catherine tenía toda la razón. No sabía cómo hubiera superado esos tortuosos dieciocho meses sin el perro. Y había algo inmensamente tranquilizador en tener a Harvey por la noche o en llevárselo a algunos de los sitios aislados a los que tenía que ir. Era tan fieramente protector. Además era un tesoro con Catherine y el bebé los días que ella se tenía que quedar en la oficina.

Y así, con la ayuda de Harvey, había resistido hasta hacía unas semanas, en que la combinación del dolor por la muerte de sus padres, la traición de Keith y el desmoronamiento de su matrimonio, añadidos al hecho de que había trabajado sin parar desde el divorcio, habían podido con ella. Según el médico había sufrido una especie de mini crisis nerviosa y necesitaba completo descanso. Se había negado a tomar la medicación que le había prescrito, pero reconocido que unas vacaciones largas no serían una mala cosa. Algún sitio totalmente tranquilo y aislado, había decidido. Algún sitio en el que poder dormir de verdad y recuperar el apetito, donde no tuviera que ver a nadie si no quería. Había buscado en varias inmobiliarias y, cuando vio Herb Cottage, supo que había encontrado su pequeño trozo de paraíso inglés.

–¡Paraíso inglés! –dijo en voz alta con un bufido mientras se levantaba al cuarto de baño para beber un vaso de agua.

No había parecido muy paradisíaco esa noche. Una vez que hubiera conseguido la llave al día siguiente, haría una copia y la escondería en algún lugar del jardín. Todavía no podía creer que hubiera sido tan estúpida.

Se terminó el agua, volvió a la cama y dejó la lamparita encendida. Era una habitación bonita, pensó antes de meterse debajo del edredón y cerrar los ojos determinada a dormirse. También era una bonita casa. ¿Se llevaría Travis allí a sus novias? Sin duda tendría muchas mujeres entre las que elegir, seguro que era de esa clase de hombres. Las tendría haciendo cola.

Apretó los labios. Seguro que siempre sabía decir lo adecuado, como Keith. Los hombres siempre sabían lo que había que decir, por eso no había que confiar en ellos. Al menos en determinado tipo de hombres.

Se dio la vuelta en la cama y se echó la almohada sobre la cabeza como si así pudiera apagar sus pensamientos. Y así fue. Finalmente consiguió dormir, pero no mucho antes que los primeros rayos del sol iluminaran el cielo gris.

 

 

Beth se despertó por la mañana por el sonido de un roce en la puerta seguido de un golpe seco. Se sentó sobresaltada por una desorientación momentánea hasta que recordó dónde estaba. No había cerrado con llave; estaba en casa de Travis. El corazón le latía a toda velocidad.

Cuando llamaron de nuevo, se incorporó y se subió el edredón hasta la barbilla, a pesar de llevar puestos la camiseta y el pantalón de deporte.

–Adelante –dijo.

–Hola –cuando se abrió la puerta fue consciente de la voz de Travis, pero fue Harvey al saltar a su cama quien atrajo toda su atención.

El enorme perro le apoyó las patas en los hombros y le lamió la cara ansioso. Cuando finalmente se las arregló para librarse de él, vio a Travis al lado de la cama con una bandeja. Con voz divertida dijo:

–Harvey lleva una hora lloriqueando y recorriendo la cocina de un lado a otro. Creo que pensaba que habías huido y lo habías abandonado.

Beth miró nerviosa a Travis. Llevaba unos vaqueros y un polo color crema. Estaba recién afeitado y con el pelo aún mojado. Su aura de masculinidad era insuperable. Beth se sentía tan en desventaja, que parecía haberle abandonado la capacidad de hablar. Tragó con dificultad buscando recuperar su inteligencia natural. Travis no parecía haberlo notado. O a lo mejor pensaba que era siempre así de idiota. Beth trató de pensar en algo que decir, pero no se le ocurría nada.

–No estaba seguro de si tomarías té o café lo primero –dijo señalando con la cabeza el contenido de la bandeja. Había una taza de ambas cosas junto al azúcar, la leche y un platito de galletas–. El desayuno de verdad estará listo en una hora.

–Oh, por favor, no te molestes. Llamaré a la agencia si me das el teléfono y te dejaré tranquilo. Ya me he aprovechado bastante de ti –consciente de que estaba balbuceando, se paró en seco.

–Ya he hablado con John y he quedado en la casa a las once. ¿Patatas fritas o salteadas en tu desayuno?

–¿Qué? –estaba lo bastante cerca como para poder oler el delicioso aroma de su loción de después del afeitado y estaba causando estragos en sus hormonas–. Oh, fritas, por favor –se las arregló para decir.

Travis asintió y dejó la bandeja en la mesilla antes de marcharse. Harvey se fue con él. Era evidente que el perro, una vez comprobado que estaba viva y bien, prefería volver con su compañía canina.

Una vez se hubo cerrado la puerta, Beth salió de la cama y se miró en el espejo del baño. Gruñó. Ese hombre estaba destinado a verla siempre como si la hubieran arrastrado por el suelo. No importaba, se dijo con firmeza. Claro que no. Travis Black no era nada para ella y, desde ese día en adelante, como mucho, vería su coche pasar.

Sonrió al espejo y se dio la vuelta, volvió a la habitación a tomarse el café mirando por la ventana. El dormitorio estaba en la parte trasera de la casa y la vista era impresionante. El terreno perteneciente a Travis era grande y estaba bien cuidado, una pradera verde y grandes árboles y arbustos que competían con grandes maceteros de flores de todos los colores que brillaban al sol. Más allá del muro de piedra que rodeaba la propiedad había un precioso paisaje de árboles y campos vallados hasta las colinas que se perdían en el infinito.

–Precioso –suspiró la palabra Beth mientras sus ojos se fijaban en un grupo de pájaros que revoloteaban alrededor de uno de los árboles cercanos a la casa. Había toda la paz y tranquilidad que se podía desear, lo que hacía aún más sorprendente que Travis viviera allí, aunque fuera de vez en cuando. Daba la impresión de ser un hombre de los que siempre quieren estar en donde hay acción.

Frunció el ceño. No solía hacer ese tipo de suposiciones sobre la gente y, sin embargo, no podía dejar de hacerlas sobre Travis. Apartó la desasosegante idea de la cabeza, se terminó el café y fue al baño para darse una ducha. Se sentiría mejor cuando volviera a parecer humana.

Veinte minutos más tarde, bajaba las escaleras, el pelo como una brillante cortina a ambos lado del rostro y oliendo a manzana por al champú que había encontrado en el cuarto de baño. Sin ningún perfume, ni siquiera un poco de brillo de labios o maquillaje. Era lo mejor que podía hacer, pensó. De hecho, se sentía bohemia con los pies descalzos, la cara desnuda, por no mencionar que no llevaba ropa interior. Estaba acostumbrada a vestirse de modo inteligente para el trabajo, sobre todo cuando iba a las obras: unas botas de goma y un enorme chubasquero que siempre llevaba en el coche le garantizaban que la ropa que llevaba debajo estuviera siempre inmaculada.

Vestimenta poderosa, solían llamarla Keith y ella. Tenía muy claro que en un mundo dominado por los hombres, la imagen que proyectaba era muy importante. El pelo rubio, los ojos azules y las femeninas curvas eran suficientes para hacer que algunos dudaran de su capacidad intelectual, así que no se iba a vestir muy femenina para darles más munición.

En una repetición de lo sucedido la noche anterior, Travis estaba de pie en la cocina cuando ella apareció, los tres perros a sus pies. Beth forzó la voz para que no resultara dubitativa.

–Huele estupendamente.

–Había pensado que desayunáramos aquí, ¿está bien? –dijo tranquilamente–. Tengo comedor, lo creas o no, pero esto es más… relajado.

¿Era eso otra forma de decirle que, por mucho que aquello lo pareciera, no era ni remotamente una cita sino simplemente hospitalidad? Beth se sentó a la mesa de la cocina.

–Con una cocina tan bonita como ésta, pensaría que siempre comes aquí –dijo con cautela–. Yo lo haría.

–Bastantes veces –dijo echando un poco de beicon en un plato.

Ya había preparado una cafetera, zumo de naranja y tostadas. En ese momento, colocó en la mesa platos con huevos revueltos, salchichas, beicon, tomates fritos, patatas y otros deliciosos ingredientes. Beth pensó que había comida bastante para alimentar a un ejército. Lo miró alarmada.

–Sírvete tú misma –se unió a ella en la mesa.

–Gracias –los últimos meses había perdido el apetito y se había obligado a comer, así que fue una sorpresa descubrir que tenía hambre.

Se llenó el plato y empezó a comer. La comida estaba tan buena como parecía. Las salchichas y el beicon estaban crujientes y jugosos al mismo tiempo. Todo era perfecto.

Cuando acabó de comer, se recostó en la silla sintiéndose completamente llena. Se dio cuenta de que Travis la estaba mirando con indisimulada fascinación, pero no era de la clase de «me gustas con locura» como le dejaron claro sus palabras al decir:

–Para ser tan delgada, puedes engullir todo lo que quieres, ¿no?

No estaba segura de que fuera un cumplido o una crítica. Respondió con recelo.

–Debe de ser el aire del campo. En realidad, no suelo comer mucho. Comer poco y a menudo me va mejor.