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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 63 - marzo 2019

 

© 1999 Miranda Lee

Chantaje al novio

Título original: The Blackmailed Bridegroom

 

© 2004 Ris Wilkinson

Hijo del chantaje

Título original: The Blackmail Pregnancy

 

Publicadas originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 1999 y 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-928-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Chantaje al novio

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Hijo del chantaje

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL JUMBO aterrizó en Mascot, el aeropuerto de Sidney, con veinte minutos de retraso, pero Antonio fue uno de los primeros en descender. El director de la filial europea de Fortune Productions no tenía aspecto de acabar de realizar el agotador vuelo de veintidós horas entre Londres y Australia. Llevaba un magnífico traje de lana gris, sin arrugas, y el pelo negro perfectamente peinado hacia atrás. Estaba recién afeitado y sus ojos oscuros parecían descansados.

Ventajas de volar en primera clase.

Aunque Antonio Scarlatti no siempre había volado en primera. Había conocido las condiciones más duras. Sabía lo que era viajar de la forma más barata, apiñado con los demás viajeros, con todo el espacio disponible ocupado, sin apenas posibilidad de echar una cabezadita, para llegar luego a destino, en el otro extremo del mundo a veces, y sentirse abochornado ante las personas a quienes tenía que visitar, con su traje arrugado y la propuesta de negocios que llevara, cuyo peso, desde luego, no sería ni remotamente como el de las que pudiera hacer desde su cargo actual.

Antonio no tenía la más mínima intención de volver a aquella forma de vida. Había escalado una cumbre profesional, y ahí pensaba quedarse. El mundo era de los triunfadores. El mundo se rendía al dinero. Y, con treinta y cuatro años, Antonio era uno de los primeros, y estaba amasando una buena cantidad de lo segundo.

En el lugar habitual lo esperaba el automóvil de la empresa, con el motor encendido para que el interior no se recalentara.

–Buenos días, Jim –saludó al chófer, nada más sentarse.

–Buenos días, Tonio.

Antonio sonrió, al oírlo, sintiéndose verdaderamente en casa. En Londres, y en toda Europa, todo el mundo, empezando por sus empleados, se dirigía a él como «señor Scarlatti», pero allí, en Australia, las costumbres eran diferentes, sobre todo cuando la gente se conocía desde hacía tiempo. Se acomodó en los amplios asientos tapizados de cuero, dando un suspiro de alivio. Le gustaba su trabajo, pero una de las cláusulas que más valoraba de su contrato era la que disponía que tenía derecho a volver a casa quince días cada tres meses, para descansar. Y «descansar» era no hacer nada, después del ritmo al que trabajaba en Europa, siete días a la semana.

–Derechos a casa, Jim –dijo, cerrando los ojos. Eso quería decir al lujoso apartamento que había comprado, con todos los servicios, hacía un par de años, con vistas al puente Harbour Bridge, en cuyo silencio y comodidad estaba deseando hundirse. Llevaba unos días de auténtica pesadilla, llenos de negociaciones y de reuniones que no acababan nunca.

–No puede ser, Tonio –le contestó el chófer, que iba conduciendo lentamente junto a la interminable fila de taxis que estaban recogiendo a los pasajeros del vuelo de Londres–, el jefe ha dicho que fueras a desayunar con él.

Antonio abrió los ojos, con un gemido. Ojalá no fuera uno de esos números de circo que Conrad montaba para la prensa, y a los que de vez en cuando no le quedaba más remedio que asistir. Ni estando en plena forma los aguantaba.

–¿Y dónde, si puede saberse?

–En el Taj Majal.

–Menos mal –murmuró Antonio.

El «Taj Majal» es como llamaba Jim al palacete de Conrad Fortune, construido en Darling Point. Era un nombre sumamente adecuado para aquella residencia, que era un delirio de grandiosidad y opulencia, un monolito que ocupaba media hectárea de terreno en una de las zonas más caras de Sidney. Su tamaño debía de estar calculado para compensar la falta de belleza del conjunto, en el que, eso sí, había de todo. En la fachada, más columnas que en el Coliseo; en el vestíbulo, más mármol que en el Museo Británico; en los jardines, diseminadas, estatuas renacentistas y fuentes rococó en la parte delantera, y, detrás de la casa, en un tono más doméstico, una piscina semiolímpica, descubierta pero calentada todo el año por una instalación solar, y dos pistas de tenis, hierba y tierra batida.

A Antonio el sitio le parecía pretencioso hasta decir basta, pero, desde luego, era impresionante.

–¿Tú no tendrás idea de para qué me quiere, eh, Jim?

–No –Jim era hombre de pocas palabras.

Antonio decidió esperar y abstenerse de especulaciones. A los quince minutos, el sedán se detenía al pie de la grandiosa escalinata y Jim se apresuró a bajar y abrirle la puerta.

–No te va a hacer falta –dijo, al ver que Antonio llevaba consigo su ordenador portátil.

Scarlatti le clavó una mirada llena de curiosidad y no exenta de reproche, aunque no dijo nada. Al parecer, el chófer sí que tenía cierta noción del motivo de aquella convocatoria, que, por otra parte, no era de negocios.

Le abrió el ama de llaves. Evelyn tenía cerca de cincuenta años y era tan poco agraciada como el resto de las empleadas de Conrad, que había aprendido a su propia costa a no rodearse de mujeres atractivas. El presidente de Fortune Productions compaginaba mejor la libertad absoluta con su inclinación por las mujeres guapas, que, aunque estuviera a punto de cumplir setenta años, seguía muy pujante, manteniendo a tres amantes en los tres lugares en los que pasaba temporadas largas, Sidney, París y las Bahamas. Evelyn llevaba más de diez años en casa de Conrad, desempeñando su trabajo muy satisfactoriamente, y, lo que era aún más importante, siendo una tumba para la prensa.

–Conrad lo está esperando –anunció inmediatamente a Antonio–. En el cuarto de estar de la terraza.

La sala que daba a la gigantesca terraza, que, a su vez, ofrecía una espléndida vista de la piscina, estaba acristalada del suelo al techo y orientada al norte y a levante. El sol inundaba aquella especie de invernadero todas las mañanas. En verano, la potencia brutal del aire acondicionado apenas bastaba para que no fuera un horno, pero, el resto del año, el cuarto de estar de la terraza era una delicia. Claro que, a las seis y media de esa mañana de primavera, el sol todavía no había tenido tiempo de calentarla, de modo que Conrad lo esperaba sentado con un grueso albornoz azul. Tenía una magnífica cabellera, de un gris plateado, y unos ojos azules que no habían perdido nada de su agudeza y que, al entrar Antonio, lo recorrieron de pies a cabeza, desconcertándolo por un momento. No entendía por qué lo examinaba así su jefe, como si fuera un actor que se hubiera presentado a una selección para un serial, en lugar de un ejecutivo al que conocía desde hacía seis años.

–Siéntate, Antonio –ordenó Conrad–. Ponte cómodo y tómate un café decente, y no el aguachirle de Londres –y, tomando la cafetera de plata, procedió a servirle un café negro que olía estupendamente.

–¿Qué sucede? –preguntó Antonio, tomando la taza de muy buena gana, pero sin perder tiempo.

Conrad volvió a examinarlo y Antonio supo que lo que iba a oír no le gustaría.

–Paige ha vuelto a casa –dijo abruptamente.

Antonio estuvo a punto de soltar un «¿y qué?», puesto que la rebelde hija de su jefe llevaba marchándose de casa y volviendo a ella desde que tenía diecisiete años. Solía presentarse con cierta regularidad, como una vez al año, pero se volvía a largar de inmediato, diciendo que iba a vivir en algún piso compartido con amigas. Pero eso sólo se cumplió una vez. Lo habitual, cuando llegaba el informe del detective privado, a las pocas semanas, era que el compañero de piso fuera varón, atractivo y, normalmente, pintor o músico. Al parecer, a Paige la fascinaba el arte. Ninguno negaba que compartía algo más que los gastos con ella.

Al principio, lo que preocupaba a Conrad era que aquellos tipos estuvieran explotando a Paige por su dinero. A fin de cuentas, la asignación mensual de su única hija habría bastado para mantener a cualquier familia de clase media. Pero había acabado por convencerse de que no se trataba de eso, porque, desde el día en que Paige se marchó por primera vez de casa, no había vuelto a tocar ni un centavo de los miles de dólares que, mes tras mes, eran transferidos a su cuenta corriente, aunque tampoco se quedaban allí. Cuando Conrad averiguó que todo aquel dinero era donado a la Sociedad Protectora de Animales, mientras Paige trabajaba para ganarse la vida, interrumpió el suministro.

–¡Pues que trabaje, si es eso lo que quiere! –había proclamado, aunque seguía doliéndole cada vez que el detective lo informaba de que Paige servía almuerzos en una cafetería, o ponía copas detrás de la barra de un pub.

De todos modos, la peor pesadilla paterna era, claro, que Paige retornara embarazada, o con un bebé ya en los brazos. Conrad estaba totalmente a favor del control de natalidad, y eso dictó a Antonio una pregunta más adecuada.

–¿No estará embarazada?

–No, pero esa chica va a acabar muy mal, si no hago algo para impedirlo. ¿Te das cuenta de que la semana que viene cumplirá veintitrés años?

–El tiempo vuela –contestó Antonio, sinceramente sorprendido–, pero supongo que ya lo has intentado todo con ella. La mayor parte de las chicas se considerarían afortunadas de tener lo que Paige ha dejado: una mansión, ropa cara, una asignación digna de una princesa, si hubiera querido disponer de ella. Si nada de esto bastaba para contentarla, y que siguiera en su casa, entonces, ¡sólo Dios sabe qué quiere esa chica!

–No… todo no lo he intentado –dijo Conrad, hablando lentamente y con desacostumbrada frialdad, tratándose de ese asunto–. Falta algo.

–¿Y qué es ello?

–Casarla –contestó su jefe, que no había dejado de mirarlo en ningún momento–. Con un hombre capaz de dominarla.

–¿Qué? –Antonio no pudo evitar una carcajada– ¿Crees que Paige se casaría con el hombre que tú le eligieras?

–Por supuesto que no. Hablo de casarla con el hombre que ella ha elegido. Es decir, contigo.

–¿Conmigo? –Antonio estaba estupefacto.

–Sí, contigo. No hagas como que esto te agarra de nuevas, Antonio. Sé perfectamente qué ocurrió en esta casa justo antes de que Paige se marchara de ella la primera vez. Los primeros a quienes interrogó Lew cuando le encargué que la localizara fueron a los empleados de esta casa. ¿O es que te creías que nadie se había enterado del incidente entre mi hija y tú junto a la piscina?

Antonio abrió la boca para explicarse, pero Conrad le hizo un gesto para que se callara.

–No te molestes en defenderte –continuó–. Tú no tienes nada que explicar. Hiciste exactamente lo que debías. ¿Cómo ibas tú a saber que la muy tonta se tomaría tu rechazo tan a pecho, y se escaparía de casa?

–No sé por qué se fue, pero si no volvió fue porque encontró a otro enseguida –replicó Antonio, con cierta vehemencia.

–Las chicas no suelen olvidar a su primer amor.

–¡Pero yo no he sido su amor, ni primero ni último!

Aquello era indignante. Ni que hubiera besado a Paige, o le hubiera dicho nada que pudiera interpretarse como encaminado a seducirla. No había hecho más que ser simpático con ella cuando iba a casa a pasar las vacaciones escolares. En aquella época, él vivía allí, en calidad de secretario de Conrad, y era prácticamente imposible no cruzarse con ella varias veces al día. Cuando eso sucedía, charlaba con ella, pero el día que Paige se arrojó en sus brazos, junto a la piscina, y le juró amor eterno, el más sorprendido fue él.

Por supuesto que no se había aprovechado de aquella calentura de colegiala, aun reconociendo que era toda una tentación, sobre todo, tal y como estaba vestida aquel día, con un diminuto biquini rosa. Para acabar de complicarlo, lo cierto era que Paige era exactamente su tipo: le gustaban las rubias, y mucho más si eran altas, esbeltas, con grandes ojos azules, grandes pechos y una cintura que él pudiera abarcar con las manos.

Ese día había tomado a Paige por la cintura con ambas manos, la había apartado y le había dicho, en términos que no dejaban lugar a duda, que no la correspondía, y que para él no era más que una niña tonta. Lo cual no era exactamente la verdad, puesto que en realidad estaba crecidísima, era una auténtica belleza y espantosamente sexy. Había días durante las vacaciones, sobre todo a la hora de la cena, cuando bajaba al comedor con uno de aquellos vestidos ceñidos, escotados y cortos que eran al parecer los únicos que compraba, en los que Antonio daba gracias al cielo por tener una servilleta extendida en el regazo. Claro está que si el padre de Paige hubiera sido cualquier otro, quizá su respuesta habría sido diferente. Pero lo último que Antonio pensaba hacer en su vida era perder un nuevo empleo por culpa de la hija del jefe. Con una vez, bastaba.

Pera al menos habría hablado con menos brusquedad, para ahorrarse, no sólo la humillación y las lágrimas de Paige junto a la piscina, sino, especialmente, sus propios remordimientos, cuando ella no volvió al colegio para aquel último trimestre, dejando sin terminar la enseñanza secundaria y, naturalmente, no presentándose al examen de acceso a la universidad. De la culpabilidad que pudiera sentir, sin embargo, se curó enseguida, puesto que Lew, el detective contratado por Conrad, encontró al cabo de un mes a Paige. Estaba viviendo en una playa semisalvaje de la costa norte del país, con un surfista profesional que le llevaba unos cuantos años. Compartían una cabaña con una sola habitación, que no dejaba muchas dudas sobre el tipo de relación que mantenían. Paige no negó nada cuando el propio Antonio se presentó allí, enviado por Conrad para tratar de convencerla de que regresara a casa.

Tenía que reconocer que le había herido en su amor propio la indiferencia que mostró al verlo aparecer, pero el ver con sus ojos el tipo de vida por el que Paige había optado lo curó de cualquier preocupación que hubiera sentido por ella.

La hija de Conrad no suponía más que complicaciones, en opinión de Antonio, que no tuvo ocasión de cambiar de opinión en ninguno de los contados momentos en que había vuelto a encontrarse con ella en esos años. La había visto por última vez en la última fiesta de Nochevieja de su padre. Había hecho una breve aparición, con un vestido rojo, sin tirantes, y cortísimo, que daba la impresión de sostenerse por puro milagro. Era una mortificación que sólo él conocía, pero Antonio no podía olvidarse del deseo loco que sintió de subir por las escaleras a su encuentro, poner el trozo de raso rojo aquél en su sitio, o sea, en torno a sus tobillos, y arrojarla sobre la primera cama que encontrasen, o sobre el suelo, o donde fuera.

Lo que había hecho en lugar de eso, por supuesto, fue obligar a sus ojos a no mirar la joven piel de Paige, y a su cuello a torcerse exclusivamente hacia su acompañante de esa noche, una abogada que trabajaba para Fortune Productions. En la propia fiesta, y después en su apartamento, se había rebajado a utilizar a esa mujer para calmar el apetito despertado por Paige. Procuraba no acordarse nunca de aquello, pero la propuesta de Conrad le obligaba a repasar hasta el último detalle de su relación con ella.

–No estás hablando en serio, Conrad –dijo.

–Ya lo creo que hablo en serio.

–Pues es un disparate.

–¿Por qué? Ya ha estado enamorada de ti, te guste o no. Y eso fue antes de que te convirtieras en el hombre que eres ahora. No te creas que no me doy cuenta del efecto que les produces a las mujeres. No creo que haya ninguna que se resistiera si tú quisieras que se enamorase de ti. Una criaturita como Paige sería cera en tus manos.

–Pero da la casualidad de que yo no quiero que Paige se enamore de mí –contestó Antonio, en un tono de voz glacial–. Ni casarme con ella –la verdad es que era casi la última candidata en la que podía pensar.

–¿Y por qué no?

Lo último que deseaba explicar Antonio a Conrad era que ya había estado muy enamorado una vez, y, precisamente, de la hija del hombre para el que trabajaba antes. En su momento creyó que Lauren lo amaba tanto como él a ella. Pero lo cierto fue que nunca había estado dispuesta a casarse con un inmigrante italiano sin familia ni posición, ni más dinero que su sueldo como representante de vinos. Después de hacer turismo por los barrios bajos, se dispuso a hacer lo que esperaban su familia y amigos, es decir, dejar la casa de su rico padre por la casa de un rico marido. Ése era el pequeño detalle que no había captado Antonio, que, estúpidamente, se presentó en la fiesta de esponsales de Lauren e hizo una escena. Lo único que consiguió fue perder el trabajo, naturalmente, sin referencias. Le había costado meses encontrar otro trabajo, durante los que tuvo que comer en albergues diversos y en otros sitios peores para sobrevivir. Le estaría eternamente agradecido a Conrad por contratarlo como intérprete y secretario, aunque, de todos modos, sospechaba que tampoco había encontrado a nadie más que hablara los cinco idiomas que él necesitaba para sus viajes al extranjero.

Antonio había trabajado muchísimo para llegar a estar donde en ese momento se encontraba. No pensaba renunciar a ello por nadie, ni compartir su vida con otra criatura tan estúpida, egoísta y superficial como la que estuvo a punto de destruirlo.

–Cuando me case, si es que me caso, Conrad –dijo, siempre en un tono helado, pero temblando de cólera–, será porque esté tan enamorado que no pueda vivir si no lo hago. –No lo dijo, pero pensó que tantas probabilidades había de que eso sucediera como de que volviera a casarse el propio Conrad.

Como éste no decía nada, Antonio volvió a preguntar, con algo más de expresión en sus ojos negros:

–Si no acepto tu fantástico plan, ¿me va a costar el puesto?

–¡No, claro que no! –negó su jefe, vehementemente–. ¿Por quién me tomas?

Antonio estuvo a punto de decir algo, pero luego dejó que la pregunta se quedase en retórica. No se llega a ser uno de los hombres más ricos de Australia por ser un dechado de virtudes y, en los seis años que llevaba trabajando para Conrad, Antonio se había enterado de unas cuantas cosas. De que había empezado sin nada, porque sus padres, inmigrantes polacos, habían llegado sin un centavo al país. Se cambió el nombre, de Fortuneski a Fortune, y entró a trabajar de mozo de oficios en los primeros estudios de televisión que hubo en el país, allá por los años cincuenta. Aprendió a manejar la cámara y fue luego ayudante de realización, hasta formar finalmente su propia compañía y empezar a producir programas. Tuvo la suerte y el olfato de comprar los derechos de emisión para Australia de un concurso americano que se convirtió en un auténtico bombazo, y le dio a ganar su primer millón. A ese concurso le seguirían otros, y más millones, y, diez años más tarde, uno de los primeros seriales con ambiente australiano. Todos sus programas tenían un alto contenido en sexo, y el escándalo y los millones en serio los acompañaron. Fortune Productions prosperaba y su ambicioso propietario, que vivía exclusivamente para la empresa, lo hacía también.

Esa entrega exclusiva al trabajo le jugó indirectamente una mala pasada a Conrad. Cuando ya había cumplido los cuarenta y cinco, la que entonces era su ama de llaves, que tenía carta blanca para todo, porque él no tenía tiempo de supervisar nada, contrató a una muchacha insólitamente hermosa para servir las comidas. Una noche, al concluir una cena de negocios algo más larga y aburrida de lo habitual, Conrad tuvo un desahogo, y entre los dos encargaron a Paige. Aunque nada había estado más lejos de sus pensamientos, se comportó como era debido y se casó con la futura madre, esperando un hijo y heredero, pero, en su lugar, nació una niña. No era una unión feliz y, al cabo de un año, su mujer se marchó a Estados Unidos con un representante. Aquello no le afectó demasiado, y Antonio sospechaba que tampoco le había quitado el sueño el enterarse, al cabo de unos años, que su mujer había aparecido muerta de sobredosis en una habitación de hotel en Nueva York. Conrad no era ningún sentimental,

–Mi intención es jubilarme a finales de año –seguía hablando su jefe, obligando a Antonio a regresar al presente–. Me voy a mudar a la casa de las Bahamas. Al hacerlo, quedará vacante el puesto de Consejero Delegado de Fortune Productions. Pretendo que lo ocupes tú, Antonio –dijo tranquilamente, y Antonio se quedó sin respiración por un instante–, pero eso será únicamente si para cuando llegue el momento te has convertido en mi yerno.

–¡Qué asco, Conrad! –explotó– ¿Desde cuándo te dedicas al chantaje?

–Nada de eso. Es un principio consagrado: ¿quién mejor para ocuparse de los intereses de uno que la propia familia? Un italiano de pura cepa debería apreciar eso mejor que nadie.

–¿Y si me niego? –consiguió preguntar Antonio, controlándose a duras penas.

–Le haré la misma oferta a Brock Masters, que espero esté casi igual de bien capacitado para desempeñar las dos funciones.

Antonio rechinó los dientes. Brock Masters era el director de la División de Norteamérica. Reconocidamente guapo, su imagen pública era toda sonrisa y encanto, aunque Antonio creía que llevaba los dientes enfundados y que el encanto era de similor. Pero él no era el único en sospechar que sus costumbres personales debían más al marqués de Sade que a ninguna otra fuente reconocida de moralidad.

–Arruinará la empresa –le dijo en son de advertencia–. Y destruirá a tu hija –añadió.

–Si eso es lo que crees, Antonio –contestó Conrad, con gran suavidad–, ya sabes lo que puedes hacer.

–¿Así que te tienes que salir con la tuya, por encima de lo que sea, no?

–Tú eres bastante parecido a mí, con que no te escandalices. Eso es precisamente lo que le hace falta a Paige, un hombre de verdad, para variar. Alguien que la haga esforzarse al máximo sólo para estar con él, para conservarlo. Alguien que le dé eso que quieren las mujeres.

–¿Y qué es eso?

–Lo que ella anda buscando. Amor, por supuesto.

–Venga, Conrad, sabes de sobra que yo no la quiero.

–¿Y qué? El amor es ilusión. Dile a Paige que la amas. La tontuela no se va a enterar de si es legítimo o no, mientras tus palabras estén respaldadas por tus hechos. Y tus hechos serán satisfactorios, sin duda. He observado que las señoras muestran mucho más interés por ti, una vez has pasado con ellas algún rato de asueto. De hecho, las he visto perseguirte. Muy instructivo.

Antonio miraba a Conrad, desconcertado. Habría podido sentir azoramiento, incluso, de no prevalecer la ira, el asombro y cierto grado de compasión por la pobre Paige, que se había criado con semejante elemento como padre. Aunque lo estaba escuchando, a Antonio le costaba creer que un padre tratara así a una hija. Y, al mismo tiempo, tenía que pensar deprisa: estaba claro que si le decía que no se había acabado su carrera en Fortune Productions, puesto que Brock Masters lo odiaba. Siempre podría irse a una empresa rival y desde allí contemplar cómo se iba a pique la de Conrad. No iba a llorar por eso.

Pero estaba demasiado implicado en su trabajo para poder tolerar la destrucción de cuanto había contribuido a edificar. Y no sería la única destrucción: ¿qué sería de Paige, seducida y luego casada con un amoral como Masters, pervertido y cocainómano? Sentía repulsión. Era una chiquilla inmadura y caprichosa, pero no se merecía aquello.

–Siendo así las cosas –contestó, en el tono gélido e implacable que emergía cuando se lo acorralaba–, naturalmente, las quiero por escrito.

Conrad sonrió de oreja a oreja.

–Por supuesto, Antonio, estará redactado para esta noche, cuando vengas a cenar.

–¿Esta noche?

–Cuanto antes te pongas en campaña, mucho mejor. Después de todo, no dispones más que de quince días antes de volver a Londres. Creo que lo indicado es una seducción fulminante. Con un poco de suerte, podréis volver juntos a Europa. Yo no pondré objeciones, una vez Paige lleve un anillo de compromiso.

–¿Pretendes que acceda a casarse conmigo en dos semanas escasas?

–Te he visto conseguir contratos mucho más difíciles en menos tiempo. Por cierto, Antonio, hablando de contratos, el día de vuestra boda tendré listo tu contrato como Consejero Delegado de Fortune Productions, además de la escritura de propiedad de esta casa como regalo de boda.

–No, muchas gracias, Conrad. Con el contrato basta. No me apetece vivir aquí –sin entrar en cuestiones estéticas, no dudaba que, viviendo allí, Conrad estaría al tanto de su vida y milagros.

–No sé por qué me parecía que ibas a decir eso. Bueno, ¿te esperamos sobre las nueve, entonces?

–¿Me esperáis? ¿Estás seguro de que Paige se quedará hasta esta noche? –preguntó Antonio, mordazmente.

–Yo creo que sí. Su último amigo le ha dado un buen susto.

–¿Cómo?

–Le ha pegado.

Antonio no contaba con que una noticia así pudiera encolerizarlo tanto. Para él, la violencia física contra las mujeres era algo absolutamente imperdonable.

–Supongo que sabrás el nombre y la dirección del pájaro ése –masculló.

–La verdad es que no.

–Pero si siempre has estado informado de cada paso que daba Paige y, sobre todo, de con quién estaba.

–Pues esta vez no –contestó Conrad, con un suspiro–. El año pasado retiré a Lew. No podía soportarlo. No tengo ni idea de por dónde ha andado Paige desde enero. Me llamó anoche, a las dos de la madrugada, y me preguntó si podía ir Jim a recogerla a la estación central. Hablaba con miedo, que es algo muy impropio de ella, como sabes. Pero no me di cuenta de qué sucedía hasta que vi el moretón que tiene en la cara. No ha querido decirme nada. Quizás a ti te cuente algo.

–Quizá –si conseguía enterarse de algo, Antonio le iba a enseñar a la mala bestia en cuestión una lección que no se le olvidaría en mucho tiempo.

Por desgracia, tenía que reconocer que tampoco era ninguna sorpresa que Paige hubiera terminado liada con un indeseable. Por lo visto, la chica no era consciente del peligro que corría, al irse a vivir con hombres a los que, en realidad, no conocía. No tenía sentido común ni conocimiento de las consecuencias de sus actos. O sea, la víctima perfecta para Brock Masters. No es que no se pudieran encontrar excusas para su lamentable carrera sentimental. Antonio estaba empezando a darse cuenta de que en su casa había recibido bien poca atención y afecto. Pero, con el paso del tiempo, debería haber ido aprendiendo algo. Estaba a punto de cumplir los veintitrés, y seguía equivocándose al elegir de quién enamorarse igual que a los diecisiete. Y, para remate, él personalmente se iba a encargar de que volviera a cometer otro error, quizá el más grave.

–Conrad –dijo, impulsado por el cinismo con el que contemplaba la situación de Paige–, comprenderás que tu hija se puede negar a casarse, tanto si se enamora de mí como si no.

–Se me ha pasado por la cabeza. Te sugiero que emplees el gran recurso.

–¿Cuál?

–Dejarla embarazada –al ver abrir los ojos como platos a Antonio, siguió–. Estoy seguro de que no será una tarea más allá de tus capacidades. Según tengo entendido, la chica Wilding tuvo que pasar por quirófano antes de poder casarse con la cuenta corriente de los Jansen. Supongo que no tuvo más remedio: ¿cómo iba a convencer una madre rubia a un padre rubio, de ojos azules, de que era de ambos el retoño que acababan de tener, a pesar de sus ojos negros?

Antonio se quedó lívido. No tenía ni idea de que Lauren hubiera estado embarazada cuando se marchó de vuelta a casa de sus padres. ¿Había abortado para poder casarse con un millonario?

–Tú sí que sabes dar golpes bajos, Conrad –contestó, lleno de disgusto–. ¿Cuánto hace que sabes lo de mi relación con Lauren?

–Lo sé desde antes de contratarte. ¿O te has creído que iba a contratar a un secretario personal, que viviría en mi casa, sin haber comprobado su vida de cabo a rabo? Olvídate de la Wilding, Antonio. Era una estúpida, y también su padre. Yo sé reconocer a un hombre de valía cuando lo veo. Si te casas con Paige, no lo lamentaréis.

Antonio se reservaba su opinión sobre ese extremo, pero, sobreponiéndose a la amargura del pasado, se levantó de su butaca, miró a su futuro suegro a los ojos y le tendió la mano.

–Muy bien, entonces, es un trato.

Conrad la tomó y la sacudió vigorosamente.

–Espléndido, muchacho, espléndido. Has decidido sabiamente. Te veré esta noche, hacia las ocho y media. Brindaremos antes de cenar.

Antonio se dio la vuelta, sin contestarle, y se dirigió a la puerta. Evelyn tuvo el tiempo justo de apartarse de la cerradura.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

PAIGE se despertó a media tarde y se quedó un rato en la cama, despierta, mirando el techo y pensando. Estaba en casa.

Se repitió las palabras, pero no conseguía conjurar con ellas ninguno de los sentimientos de paz y calor que normalmente llevan asociados. En la mansión en la que se encontraba, Paige no se había sentido jamás querida ni aceptada. De Fortune Hall no tenía más que recuerdos de fracasos, de vacío y desamor, y, siempre, como música de fondo, la inseguridad sobre sí misma y sobre sus propios deseos y aspiraciones. No recordaba haber sido feliz allí más que una sola vez: el año que Antonio Scarlatti fue a vivir a Fortune Hall.

Si había un recuerdo que atesoraba, era el de la primera vez que lo vio. Acababa de empezar su último año de bachillerato y volvía a casa del internado para pasar las vacaciones de Pascua. Iba sola en el tren, triste porque su padre no iría a recogerla a la estación.

–No tienes más que tomar un taxi, Paige –es lo que le había dicho la víspera, por teléfono–. Se llega en un momento. Tengo una reunión importantísima y no puedo dejarla por una tontería semejante.

«Tontería»: eso es lo que ella representaba para él. Una pequeña molestia, o un latazo tremendo. Pero quererla, nunca la había querido, ni le había dedicado tiempo jamás. Así que, al bajarse del tren en la estación central, sin esperar a nadie, se había llevado un no pequeño susto al ser abordada por un joven impresionantemente guapo que se presentó como Antonio Scarlatti, el nuevo secretario de su padre. Lo primero que Paige pensó al oírlo fue que no tenía ni rastro de acento italiano y sí, en cambio, unos ojos negros que cortaban la respiración.

–Como tu padre dijo que llegabas en tren –le explicó, sin quitar aquellos ojazos de los suyos–, me pareció una pena que tuvieras que ir sola hasta tu casa, así que le he dicho que vendría encantado a recogerte. Vamos –y la tomó gentilmente del codo.

Paige estaba cautivada. Cuando el coche entraba en el jardín de Fortune Hall, su corazón rendía al conductor un culto que excluía a cuantos ídolos masculinos había ido acogiendo en su adolescencia sedienta de amor. No había cantante ni actor que se pudiera comparar con Antonio Scarlatti.

Al final de las dos semanas de vacaciones, tenía forjados miles de sueños y proyectos románticos con él como protagonista. Nunca había llorado así por volver al colegio. Durante el segundo trimestre se pasó las horas muertas fantaseando con su guapo italiano, y terminó creyéndose sus propias fantasías. Cada simple sonrisa que él le hubiera dedicado se convirtió en prueba irrefutable de que también él estaba secretamente enamorado de ella.

Naturalmente, sus notas bajaron, y sus profesores se quejaron de su falta de concentración. Pero ella era feliz, con la mente totalmente ocupada por su amor. Cuando con las siguientes vacaciones volvió a casa, fue como si sus sueños se hicieran realidad. Tal y como ella lo observaba, todo, las cosas que Antonio se abstenía de decir, las miradas tórridas que le dedicaba cuando creía que nadie lo veía, los segundos de más que la retuvo entre sus brazos un día que chocaron en las escaleras, la hora que dedicó otra tarde a ayudarla a localizar un libro en la biblioteca, eran signos inconfundibles. Paige estaba segura de que lo único que él estaba esperando era que ella terminara el bachillerato, para declararse. En cuanto aprobara el examen de entrada a la universidad, y cumpliera dieciocho años, la consideraría una mujer, y la trataría como tal.

Estaba convencida de que iban a casarse muy pronto, y de que tendrían media docena de niños, todos preciosos, todos con los ojos negros de su padre. Sería una familia grande y, sobre todo, una familia en la que padres e hijos se adorarían entre sí, y serían todos muy felices. Pensaba dar a sus niños todo el amor que no había conocido en su propia familia.

Seguía igual de obsesionada que en el colegio, pero, al verlo a diario, sus fantasías, que habían sido eminentemente sentimentales, fueron tomando un cariz más físico. Un buen día, desde la ventana de su habitación, lo vio nadar en la piscina, haciendo un largo tras otro, y luego salir y secarse, vestido únicamente con la mínima expresión del bañador. Mirándolo secarse, Paige sintió que el impulso sexual que dormía en las profundidades de sus sentimientos salía a la superficie, perturbándolo todo, aterrador en su urgencia. De golpe, lo que demandaba ya no era solamente el amor de Antonio, sino al propio Antonio, en su forma más inmediatamente física, un deseo que la conmocionaba por su rotundidad.

Cuando él levantó la cabeza, sintiéndose observado, y vio que lo miraba desde la ventana, se la quedó mirando unos segundos, en los que Paige se sintió morir de vergüenza, al cabo de los cuales entró precipitadamente en los vestuarios. Para ella fue como una llamada. De repente, ya no podía esperar a que terminara el curso y los exámenes, ni a que fuera él quien le hablara primero. Tenía que hablarle ella. Pero, cuando preguntó por él a los empleados, descubrió que su padre acababa de salir de viaje de negocios, acompañado por su secretario. Iban a tardar una semana, que sería la más larga de toda su vida, aliviada únicamente por las confidencias que le hacía a Brad, su mejor y más antiguo amigo.

Para cuando Antonio estuvo de vuelta, Paige estaba resuelta a hablar con él, muerta de miedo y, paradójicamente, convencida de que era correspondida. No recordaba las palabras exactas que le dirigió, ni cuál fue su respuesta. Pero que, en algún momento, al insistir ella, la había llamado «niña tonta», lo recordaba perfectamente, al igual que la profunda humillación que sufrió. Fue la peor experiencia de su vida. Ni siquiera el momento actual, con el susto que se había llevado en casa de Jed, podía comparársele. Jed le había hecho un daño físico y le había metido el miedo en el cuerpo, pero no tenía poder para hacerle un daño de esos que no curan. Ella no lo amaba.

Levantó la mano derecha para apartarse el pelo de la cara y lo colocó tras la oreja, antes de tocarse con mucho cuidado la inflamación que tenía justo debajo de la sien. Se dijo con amargura que era una pena que un golpe así no sirviera al menos para ver las cosas de otro modo. Era estúpido seguir enamorada de Antonio, como bien veía ella, pero no estaba en su mano alterarlo.

Brad consiguió en su momento que juzgara esos sentimientos como inmaduros, que el episodio era parte de su crecimiento como adolescente, un enamoramiento de colegiala, una obsesión que no tenía base alguna en la realidad.

–Pero si ni siquiera lo conoces –le había dicho de mil formas diferentes, en los momentos más penosos, que fueron los días posteriores a la visita de Antonio al bungaló que compartían–. Tu amor es una fantasía. Eres una chiquilla romántica, y has conjurado ese sentimiento porque sentías la necesidad de amar y ser amada. Pero no se basa en tu vida, Paige. No compartís nada y, si sigues considerándote enamorada, no será más que una obsesión destructiva para ti. Suéltate, cariño. Desengánchate.

Y, por unos meses, así fue. Llegó a sentir por Brad un amor de distinta naturaleza, algo hermoso, aunque muy diferente de lo que había soñado vivir en brazos de Antonio. Duró menos de un año, pero no se arrepentía de nada. Brad había sido tierno con ella. Con ternura, comprensión y sin ninguna posesividad, hizo que ella aprendiera a conocerse mucho mejor, a saber qué le gustaba, a darse cuenta de que, a pesar de los problemas del último curso en el colegio, era una persona inteligente. Él la había animado a matricularse en el instituto de la zona en que vivían para acabar el curso que había quedado pendiente, a falta de un trimestre. Seguramente, aún seguiría con él, de no haberse cruzado una tarde de tempestad en la vida del despreocupado surfista. Después de su desaparición, Paige había seguido viviendo en la casa de la playa, hasta agotar el plazo por el que Brad tenía pagado el alquiler. Pero, al final, sintiéndose sola, y creyendo sinceramente que la tranquilidad que había experimentado en los últimos meses perduraría aunque volviera a Sidney, intentó volver a vivir con su padre. Por desgracia, en Fortune Hall también seguía viviendo Antonio, y volver a verlo había sido un error gravísimo.

Nada había cambiado.

Sin acabar de instalarse, ya estaba marchándose otra vez de aquella casa, en la que no podía residir. Contestó a un anuncio del periódico para compartir piso con otras dos chicas y tomó el primer trabajo que encontró como camarera en un café.

No le había quedado más remedio que irse a toda prisa, pero aquello tampoco funcionó. No por el trabajo, que le resultaba fácil, y le permitía ganar bastante, entre sueldo y propinas, sino por la convivencia con las otras chicas. Bueno, más exactamente, con los novios de sus compañeras de piso, que parecían creer que el verbo «compartir» incluía la persona de Paige. Después de un malentendido especialmente violento, Paige se encontró de la noche a la mañana en la calle, sin otro sitio al que acudir que no fuera la casa de su padre.

Esa vez, coincidió con el primer ascenso de Antonio que, al cambiar de puesto, había dejado de residir allí. Era una suerte para ella, lo que no impidió que Paige se sintiera secretamente decepcionada y, al mismo tiempo, irritada consigo misma por ser una especie de adicta a las emociones devastadoras.

Algo de dependencia de su propia adrenalina sí que debía de tener. Una vez más, volvió a buscar otro piso para compartir, esa vez con más tiempo, y acabó en una casa preciosa, con dos hombres, homosexuales no declarados ambos, que no le habían causado el menor problema. Aunque su vida estuviera más o menos organizada, Paige no renunció a volver de vez en cuando a Fortune Hall. Eso era, hasta cierto punto, normal. Lo que no lo era tanto es que eligiera todos los años la época de navidad, cuando su padre daba grandes cenas y fiestas con baile en las que siempre se podía contar con que aparecería Antonio Scarlatti, que, por lo demás, viajaba constantemente fuera de Australia e, incluso, más adelante, trabajaba en Europa.

Así que lo había vuelto a ver unas cuantas veces más, aunque no intercambiaban más que unas pocas frases corteses y banales, hasta que, invariablemente, él volvía a dirigir su atención a alguna otra mujer. A Paige le constaba que salía con muchísimas, aunque no por mucho tiempo con ninguna. Todos los empleados de la casa –excepto Evelyn, claro está– le explicaban encantados, con pelos y señales, las conquistas de Antonio. A la cocinera, las doncellas y a Jim, el chófer, les debían de hacer sentir muy orgullosos.

El único consuelo de Paige, aparte del muy dudoso sobre la relación entre cantidad y calidad, era no haber visto nunca a Antonio acaramelado con ninguna de sus acompañantes. Por desgracia, eso se terminó en la última fiesta de Nochevieja de su padre. Paige había cumplido veintidós años ese mes de octubre y su espejo y los hombres le decían que jamás había estado tan guapa. A la fiesta de fin de año llegó con el ligero bronceado del verano austral, con su precioso pelo rubio largo y suelto, hasta la mitad de la espalda, y ataviada con un minivestido rojo, sin tirantes, tremendamente insinuante, esperando que, esa vez, Antonio viera a una mujer y no a una niña tonta.

Él acababa de llegar con una treintañera, cuya sofisticación sí que hizo sentir a Paige como una cría, en comparación. Al verla a ella y a su casi inexistente vestido, la única reacción apreciable en Scarlatti fue irritación apenas contenida. Nunca había valorado Paige tan justamente la futilidad de sus sentimientos como aquella noche, viendo a Antonio pendiente de su pareja, sin dedicarle a ella una segunda mirada. Cada vez que la tocaba, una fina aguja se clavaba en el corazón de Paige. Y lo mismo cada vez que le sonreía, le acercaba un vaso o bailaba con ella.

Pero el golpe definitivo llegó al verlos besarse en la terraza, si es que el verbo «besar» era una descripción adecuada de lo que hacían. Porque lo que tenían unido no era solamente las bocas, sino la totalidad de los cuerpos. Estaban pegados el uno al otro, de forma absolutamente erótica, con una pierna de Antonio entre las de ella, que tenía un pie levantado, con el que recorría sinuosamente el muslo de él.

Paige estaba segura de haber gritado al verlos, pero ellos no habrían oído nada que no fuera una explosión nuclear. Habría hecho falta ser mucho más ingenua de lo que ella era para no comprender a dónde iban a pasar aquéllos dos en breve, y muy poco observadora para no darse cuenta de que Antonio debía de ser inolvidable como amante. Pero eso era lo que Paige siempre había creído.

Buscando una pasión así, se había vuelto hacia Jed, que parecía estar loco por ella y no por cualquier otra mujer. Se había sentido enormemente halagada por la corte que le había hecho, pero, por desgracia, se había equivocado también enormemente. E hizo un gesto de dolor al tocarse el golpe.

Iba a pasar al cuarto de baño, para ver cómo lo tenía, cuando llamaron a la puerta de su habitación.

–¿Quién es? –preguntó, agitada, temiendo que fuera su padre otra vez, dispuesto a sermonearla igual que la noche anterior, empeñado en averiguar lo sucedido, quién le había hecho aquello, cómo se llamaba, dónde vivía. ¿Vivían juntos? ¿Era su novio, su amante? ¿Qué había hecho ella para irritarlo así? ¡Algo habría hecho!

La desilusión la había hecho callar, permanecer en el habitual silencio rebelde contra su padre, mirarlo con desprecio antes de escapar a su dormitorio para poder llorar en paz hasta quedarse dormida. Pero el respiro de las horas de sueño había terminado, volvía a la realidad de Fortune Hall.

–Soy Evelyn. Te traigo algo para merendar.

Sin dejarle tiempo para contestar, se abrió la puerta de par en par y Evelyn entró. Llevaba un vestido negro, prácticamente igual a todos los demás vestidos que poseía, como si fuera preciso que llevara uniforme. Paige se percató de que había engordado en aquellos meses. Tenía mofletes y sus ojillos, pequeños de por sí, parecían los de un pequinés.

–Ha dicho tu padre que no se te permitiera saltarte las comidas mientras estés aquí –anunció Evelyn altisonante, mientras depositaba la bandeja que llevaba sobre la mesilla–. Debo informarlo de que te lo comes todo. Y, por supuesto, espera que además bajes a cenar esta noche. A las nueve en punto. Y con un vestido –puntualizó, mirando sarcásticamente los vaqueros que llevaba Paige puestos.

–Pues no he traído vestidos –le contestó ella, que ya se había arrepentido de ir a esa casa, aunque en realidad no tenía otro sitio a donde ir. Esa vez necesitaba la protección de Fortune Hall, porque no estaba nada claro que la ira de Jed se hubiera apaciguado.