Amor saca amor
Los siete amores de Dios
NARCEA, S.A. DE EDICIONES
ÍNDICE
Introducción. Despliegue del amor de Dios
Punto de partida. La situación personal
Texto iluminador. Introducción. Posibles situaciones límite. Invitación.
Salir afuera
Texto iluminador. Introducción. Proceso existencial. Ejemplos bíblicos. Los llantos en cantares. Cuestiones.
Reacciones ante las situaciones límite
Texto iluminador. Reacciones posibles. A la luz de la fe. A la luz del Misterio Pascual. La luz de las heridas. La noche, entrega amorosa. El beneficio de la intemperie. Respuesta paradójica. Testimonio. Cuestiones.
Jesús, manifestación del amor divino
Texto iluminador. Introducción. El Hijo amado. La vida a la luz de Jesucristo. Amados en el Hijo amado. Cuestiones.
Jesús, manifestación del amor entrañable
Texto iluminador. Introducción. Más allá del sentimiento. Revelación del amor de Dios. El amor entrañable. Tú eres mi hijo. Contemplación. Cuestiones.
Jesús, nuestro hermano mayor
Texto iluminador. Introducción. La necesidad de amor fraterno. Nacido de mujer. El hermano mayor. Coherederos. Revestidos con el manto del primogénito. Revístete del manto nuevo. Abandona el manto viejo. Revestido de la carne del Verbo. Las relaciones fraternas. Contemplación. Cuestiones.
Amigos de Jesús
Texto iluminador. Introducción. La amistad. Jesús quiso tener amigos. Llamados por Jesús a la amistad. Acompañamiento. Contemplación. Cuestiones.
Jesucristo, hombre perfecto
Texto iluminador. Introducción. “Uno de tantos”. Enteramente hombre. Jesús fue empujado por el Espíritu al desierto. Fue tentado. El hombre perfecto. Cuestiones.
El amor esponsal de Dios
Texto iluminador. Introducción. Dios se enamora. Jesús enamora. Enamorados. La noche esponsal. Contemplación. Experiencia mística. Cuestiones.
El amor mayor
Texto iluminador. Introducción. Siete palabras de Jesús en la cruz. La sabiduría de la cruz. El antídoto contra todo mal. Amor total. La cruz de Cristo. Oración ante el Crucificado. Cuestiones.
Rehabilitados por el amor de Jesús
Texto iluminador. Introducción. El Espíritu de vida. Nueva humanidad. El sentido de la vista. El sentido del gusto. El sentido del tacto. El oído. El olfato. Rehabilitados por el Espíritu. Súplica al Espíritu Santo.
Los dones del Espíritu Santo
Texto iluminador. Introducción. Don de Sabiduría. Don de Entendimiento. Don de Consejo. Don de Fortaleza. Don de Ciencia. Don de Piedad. Don de Temor de Dios. Oración de súplica y acción de gracias al Espíritu Santo.
Testigos del amor
Texto iluminador. Introducción. Preguntas del Resucitado. Preguntas al Resucitado. Palabras del Resucitado. Respuestas. Contemplación. Experiencia pascual. Cuestiones.
Respuestas del amor
Texto iluminador. Introducción. Jesús, el amado de María, su madre. Jesús, el amado de la Iglesia esposa. Amados hoy por Jesús. Experiencia transformadora. Y tú ¿me amas? Amor saca amor. Cuestiones.
INTRODUCCIÓN
Como eco del aforismo teresiano “amor saca amor” (Vida 22,14), te ofrezco la reflexión que me ha suscitado meditar la revelación del amor de Dios a través de su Hijo Jesucristo, desplegada en siete relaciones, a las que denomino “los siete amores de Dios”, para decir que somos amados totalmente por Él.
Para que no parezca un apriorismo, aunque el amor de Dios es fundante de toda existencia, en el desarrollo de mi reflexión, parto de la realidad más inmediata, que es el propio sujeto. Cabe que, por diferentes motivos, se encuentre en momentos de prueba y turbación. En las circunstancias concretas es posible interpretar los acontecimientos de manera natural, o atreverse a iluminarlos desde la fe. Esta será la propuesta.
Es importante no extrapolar las dolencias ni atomizar las pruebas, todo acontece en el único sujeto personal. Pueden ser verdad el sentimiento de abismo, las experiencias de límite y de intemperie, la quiebra económica o de la salud, el fracaso profesional, el desamor humano, pero si se asumen desde una perspectiva integral del ser, se logra detener la erosión del sujeto, porque en un enfoque total y englobante cada persona, más allá de la percepción inmediata de los hechos, es reflejo del amor divino.
Dios, creador de todo, pues toda existencia se funda en su voluntad positiva, ha querido revelarse desde antiguo por los profetas, pero últimamente lo ha hecho en su Hijo (Hb 1,1-2), “nacido de mujer” (Ga 4,4), para rescatarnos a todos los que hemos nacido bajo la ley.
En Jesucristo se nos revela el amor divino como entrañable, fraterno, amigo, humano, esponsal, total, para complementar todas las necesidades que tenemos, verticales, trascendentes, humanas, horizontales, sociales, eclesiales e íntimas, y poder así sentirnos como canta el salmista: “Señor, Tú me sondeas y me conoces, me estrechas detrás y delante. Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno” (Sal 138).
Este amor “ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5), gracias a la entrega total de Jesús, quien ha sellado con su sangre la alianza de amor con los hombres para siempre.
El Espíritu Santo es quien viene en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8,26) y nos rehabilita íntegramente, abriendo nuestros ojos a la fe, nuestro oído a la Palabra, nuestro gusto al banquete del Señor, dando fuerza a nuestras manos y pies para llevar a término la misión recibida, dejándonos gustar la dulzura del amor divino.
Puede parecernos demasiado bonito todo el esquema, pero no es fácil llegar a comprender lo que significa el amor de Dios si no es desde la contemplación de Jesucristo como Hijo amado (Mt 3,17). Solo se puede dar de lo que uno tiene. Jesús se entregó enteramente por nosotros, porque se supo amado por Dios. “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu. Y, dicho esto, expiró” (Lc 23,46).
Si acogemos el amor de Dios, manifestado en su Hijo Jesús en las diversas formas que se nos ha mostrado, tendremos capacidad de devolver amor, de corresponder al amor recibido, como enseña santa Teresa de Jesús. San Pablo nos recomienda: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mismo amor” (Rm 13,8). Por la experiencia de sabernos amados y llamados por Jesús a ser de los suyos, cabe asumir la vocación concreta, según la forma de vida cristiana a la que cada uno se siente llamado, como misión gozosa y testimonio necesario.
Haremos referencias frecuentes a la maestra de oración santa Teresa de Jesús, quien nos ha brindado el título de nuestra reflexión, y nos invita a amar a quien tanto nos ama. Como dice el refrán. “Amor con amor se paga”. Y dirigiéndose a los fieles, a sus monjas, nos recomienda la doctora mística:
¡Oh cristianos e hijas mías! Despertemos ya, por amor del Señor, de este sueño, y miremos que aún no nos guarda para la otra vida el premio de amarle; en ésta comienza la paga. ¡Oh Jesús mío, quién pudiese dar a entender la ganancia que hay de arrojarnos en los brazos de este Señor nuestro y hacer un concierto con Su Majestad, que mire yo a mi Amado y mi Amado a mí; y que mire Él por mis cosas, y yo por las suyas! (Conceptos del amor de Dios 4,8).
Este será el itinerario de nuestra reflexión. Desde la realidad personal, sabiéndonos amados por Dios a través de la mediación que Jesucristo nos ha dejado, su Iglesia, nos convertiremos en testigos y difundidores de la alegría del Evangelio.
Despliegue del amor de Dios
Adelantamos en resumen, lo que será la contemplación de la revelación divina en el Hijo de Dios, nacido en la plenitud del tiempo.
Jesucristo es la revelación máxima del amor de Dios: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha contado” (Jn 1,18). “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Ante esta verdad, cabe entonar el cántico de María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”.
Jesucristo es la revelación del amor entrañable de Dios: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3,17). “Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: "Muéstranos al Padre"? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras” (Jn 14,9-11). Y resuena el cántico de Zacarías: “Bendito el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitando una fuerza de salvación. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto” (Lc 1,68.78).
Jesucristo es el primogénito de toda criatura, el hermano mayor de entre todos los hombres: “El Verbo se hizo carne”. “Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso y Sumo Sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo” (Hb 2,17). “Pues tanto el santificador como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos” (Hb 2,11). San Pablo nos ofrece la respuesta en una acción de gracias: “Gracias al Padre que nos ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados. Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación” (Col 1,12-15).
Jesucristo es el amigo fiel, que no nos abandona y llega a dar su vida por los que ama: “Vosotros sois mis amigos”. “Ya no os llamo siervos, sois mis amigos” (Jn 15,14.15). Cuando uno personaliza la declaración de Jesús, siente el impulso de responderle, a pesar de toda la debilidad experimentada: “Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero” (Jn 21,17).
Jesucristo es el hombre perfecto, paradigma de humanidad, el modelo que emular: “Este es el Hombre” (Jn 19,5). “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4,4). Si estamos seguros de quién es el Señor, podremos responder como los apóstoles: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros sabemos y creemos que Tú eres el santo de Dios” (Jn 6,68-69).
Jesucristo es el esposo de la Iglesia, por la que entrega su cuerpo y su sangre: “El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6,54-56). “Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su cuerpo” (Ef 5,29-30). No es fácil explicar lo que significa que Dios sea suficiente, o como dicen las monjas carmelitas: “No nos conformamos con menos que con Dios”. “Oh Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo. Mi carne está sedienta de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua” (Sal 62).
Jesucristo es el amor mayor: “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13). El desbordamiento del amor divino en Cristo crucificado es motivo del mayor reconocimiento: “No ceso de dar gracias por vosotros recordándoos en mis oraciones, para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por Él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por Él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes” (Ef 1,16-23).
En el desarrollo de las meditaciones desplegaré el amor divino que se manifiesta en Jesucristo, y que responde a toda la necesidad humana y espiritual. Como afirma san Juan de la Cruz:
Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora, a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo. En el Hijo amado, Dios nos ha dicho todo, y se ha quedado en silencio” (Subida al Monte Carmelo 22,4).
Aunque apelamos al número siete para contemplar y acoger simbólicamente todo el amor de Dios, sin embargo, es inabarcable.
¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento de Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le dio primero que tenga derecho a la recompensa? Porque de Él, por Él y para Él son todas las cosas. ¡A Él la gloria por los siglos! Amén” (Rm 11,33-35).
PUNTO DE PARTIDA, LA SITUACIÓN PERSONAL
TEXTO ILUMINADOR
“¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por Aquél que nos ha amado” (Rm 8,35).
“Iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios y que podría ser me levantasen algo y fuesen a los inquisidores. A mí me cayó esto en gracia y me hizo reír, porque en este caso jamás yo temí, que sabía bien de mí que en cosa de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me pondría yo a morir mil muertes” (Vida 33,5).
Introducción
En el proyecto de reflexionar sobre uno mismo para descubrir la propia madurez espiritual o discernir la opción de vida, no se debe apartar la mirada de los acontecimientos del entorno, ni de las circunstancias sociales que se citan en el momento presente. Por el contrario, el punto de partida tiene que ser la realidad más inmediata, la que toca la carne, el yo más íntimo. Y en el hondón del ser, descubrir la sabiduría y la luz de la referencia creyente y teologal. Al interpretar la historia, tanto personal como social, desde el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, todo queda trascendido e iluminado.
Vivimos tiempos difíciles. Es momento, tanto desde la objetividad histórica, como desde la experiencia subjetiva personal, de afrontar la pregunta más profunda sobre el sentido de la vida, suscitada a menudo por la crisis institucional, generacional, cultural, demográfica, familiar, personal y espiritual, por lo que todo queda afectado. Ante esto, puede percibirse el momento con riesgo amenazador, o puede surgir el deseo de progreso y maduración en el camino evangélico.
Deseo advertir que la crisis personal no siempre tiene su raíz en la desobediencia a la voluntad divina. En casos concretos es posible que sea una percepción subjetiva, producida por cansancio, debilitamiento físico o evolución biológica. La solución, en estos casos, no está en culpabilizarse, sino en hacer un alto en el camino. No obstante, siempre que se dan las experiencias de la debilidad y del límite, por las que se cierne sobre el corazón la sombra amenazadora de la quiebra del sujeto, según se afronten, acontece una inestabilidad, con consecuencias muy diversas.
El desajuste familiar o comunitario, la estrechez económica, la pérdida u oscurecimiento de la referencia trascendente, la falta de aceptación personal o el cansancio, al percibir la propia debilidad, la crisis afectiva o la experiencia de soledad, los ciclos emocionales, según la edad, dejan, en muchos casos, al borde del abismo. Mas, según cada momento de la vida, ante el abismo que se experimenta en la adversidad, los que pasan por la prueba pueden padecer vértigo, y hasta sentir el atractivo de la nada. ¡Cuántos jóvenes y niños sufren, al enfrentarse con barreras que creen insuperables, la peor tentación! Pero también, por el contrario, puede producirse una novedad regeneradora. Nuestra naturaleza sufre, en algún momento del proceso de su crecimiento y desarrollo, estos sentimientos. Si en semejantes circunstancias se reacciona de forma negativa, socialmente tendríamos argumentos para justificarnos, y hasta veríamos que los más cercanos nos comprenden. Mas en verdad sería una derrota.
Ante la crisis, surgen sentimientos revueltos. La violencia, la contestación, la rebeldía, la resistencia, la huida, la desesperanza, hasta la indignación, se ven como salida irremediable. Si no se está atento, cabe el hundimiento, la evasión, la tristeza, la resignación y hasta la desesperación, por creerse sin fuerzas para el combate, reacciones de defensa y de rechazo, frente a todo lo que se siente adverso. Pero también es el momento del acrisolamiento, de la maduración y la profundización. Momento de madurez y crecimiento personal, de consolidar la opción de vida, de ungir un hito en el camino, que confirmarnos en la dirección de los pasos.
Posibles situaciones límite
La realidad personal es muy compleja, y nada es simple en la percepción de los sentimientos, pero a manera de chequeo, enumero algunas circunstancias que se pueden experimentar como situaciones límite.
Como símbolo de querer traer a consideración las diversas condiciones que acosan el ánimo, entre las que pueden darse apelo, de nuevo, al septenario. No son circunstancias excluyentes, sino que hay veces que se acumulan. Con ellas señalo la inclemencia englobante en la que se puede estar viviendo. Cada una, según se interpreten desde un razonamiento natural, o se iluminen desde la relación trascendente, puede producir reacciones muy distintas.
Aunque el punto de partida de nuestra reflexión parezca un tanto introvertido, el proyecto, sin embargo, es el de salir de nosotros mismos, aun dentro de nosotros; valorar como providente la intemperie y la crisis, y en lo que puede parecer la peor situación, descubrir, gracias a poner los ojos en Jesucristo, como recomienda santa Teresa, la potencialidad positiva que contiene todo acontecimiento. “Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco” (Moradas VII,4,8). Hagamos el chequeo.
• Experiencia de debilidad. Ante la experiencia de debilidad, cabe la reacción natural de tristeza, disgusto, descontrol de carácter, hipersensibilidad, complejo… Pero también cabe trascender la situación y llegar a sentir la fuerza, como dice el salmista: “Mi fuerza y mi poder es el Señor”, o como dice el Apóstol: “Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2Co 12,10).
• Experiencia de soledad. Ante el sentimiento de soledad, o la circunstancia dolorosa de estar realmente solo, se puede reaccionar con ansiedad, evasión, angustia, encerramiento, nostalgia, rebeldía… Por la fe, sin embargo, puede surgir la experiencia teologal de saberse habitado, acompañado, mirado, llamado, esperado, y así, la soledad puede convertirse en la circunstancia propicia hasta para la experiencia mística, y sentir el privilegio de estar “a solas, con Dios solo, en soledad del todo” (Vida 36,29).
• Experiencia de enfermedad. En momentos de quiebra de la salud, sea por un tiempo o de manera prolongada y progresiva, de nuestro natural surge la tristeza, el apego al bienestar, el miedo a perderlo, la obsesión, el intento de evasión… Pero en una perspectiva trascendente, es el momento de la ofrenda, del abandono en manos del Señor, del abrazo a su Providencia, de serenidad, de amor.
• Acoso de circunstancias adversas. Por naturaleza, se puede sentir desgracia o agravio comparativo al ver la suerte de otros y hasta puede asaltar la tentación de desesperanza, de melancolía y abatimiento, que provoque la reacción de impotencia y entreguismo… Quien confía en el Señor responde con serenidad y paciencia, se atreve a ofrecer la adversidad que le sobreviene, a convertirla en ofrenda agradable, y a transformar lo que se llama desdicha en momento privilegiado de oblación.
• Sensación de decaimiento. La acedía es una tentación muy sutil, ante la que se debe estar muy atento, porque emerge y se instala en forma de tibieza, decaimiento, abandono personal, pereza o introversión. Puede que se deba a causa patológica, pero también puede ser espiritual. Es muy conveniente, en esos momentos, salir afuera, saber limpiar la mente, acudir al acompañamiento técnico y espiritual, hacer el bien, expresar el tedio, la angustia, todo lo que oprime.
• Tiempo de tentación. Ante la tentación, es posible rendirse sin combate, legitimar la tendencia negativa, consentir la insinuación maligna, justificar el deseo pernicioso, pactar con la mediocridad. En estos casos, Jesús recomienda la oración. Es bueno saber romper el círculo obsesivo, luchar porque no baje la tentación al corazón; luchar con las armas del espíritu, y con la estrategia de la sagacidad.
• Experiencia de pecado. Es frecuente reaccionar juzgando los hechos como relativos, de manera conformista, como quien no tiene remedio, justificándose en la condición humana. También es posible el hundimiento, y por falsa humildad, permanecer tirado en la cuneta. La respuesta adecuada es la humildad auténtica, la súplica sincera de perdón y la acogida agradecida de la misericordia hasta llegar al descubrimiento pascual de la luz en la herida.
• Travesía de la noche. Desde el mayor realismo, según las circunstancias descritas, no podemos ignorar que existen noches de dolor, de desesperación, de escándalo, en las que dominan las tinieblas y las imágenes terribles en figura de leones, serpientes, lobos, fantasmas, cárcel, muerte… Tiempo en el que se corre el riesgo de tropezar y sufrir un grave daño. Tiempo de extremo peligro, cuando aparecen en el corazón o en la realidad material los hijos de las tinieblas, los ladrones de la paz, los ideologizados violentos o amenazadores físicos, los que extorsionan y mienten, ante los que se instala la percepción de la impotencia y el peligro de darse por vencido de antemano porque parece irremediable la derrota.
Es un tramo de la existencia en el que por apartar la mirada del Señor, por desear correr etapas emancipadas y por falso pudor, no se acoge el gesto magnánimo y amigo de Jesús, y se dejan crecer en el corazón los malos deseos, sin combatirlos, mientras se permanece inaccesible a la gracia del perdón. Se vive la encrucijada sin horizonte.
En esas circunstancias, cabe obstinarse en el exilio y en permanecer en la cuneta, postrado en la camilla de discapacitado por falsa honestidad, por creerse ya sin remedio. Son reacciones que dicta la naturaleza por un finísimo orgullo, revestido de ángel de luz, que impide gritar “auxilio”, levantarse, volver, humilde y menesteroso, a reconocer la propia debilidad y pecado, única posibilidad restauradora.
Esta situación es muchas veces fruto del narcisismo negativo, con frecuencia más grave que el positivo, por encerrarse en la propia debilidad, agrandando el fracaso y el hundimiento, hasta sucumbir en él con desprecio de la propia vida. Y así se llega al límite de la desesperación. Se debe estar muy alerta para no sucumbir en la argucia del Tentador, que susurra la sentencia de que todo es irremediable.
INVITACIÓN
Amigo, retorna a la casa de Dios. No te condenes injustamente a vivir en esta vida alejado de quien te creó, manteniéndote en un estado de sufrimiento. Si vuelves al Señor, vencerás la desesperanza que te provoca el corazón dividido. La sencillez, la simplicidad, la transparencia y la humildad ayudan en el deseo de retornar a la casa entrañable de Dios, tu Padre.
• No ignores el amor de Dios ni te entretengas con amores imposibles que no consuelan tu alma. No te empeñes en dar coces contra el aguijón, ni te desazones por alcanzar el dominio de los bienes materiales.
• Evita perecer en la amargura que producen los celos, la envidia, el egoísmo, el rencor, todo movimiento frívolo y evasivo, y los halagos de la vanidad. Si acudes a la misericordia, evitarás arrastrar tu historia negativa, te nacerán deseos de hacer el bien y habrás logrado romper el cerco del egoísmo destructor.
• Lucha por no quedar secuestrado en la tristeza, en la melancolía, que pueden dañar tu serenidad personal y la estima de ti mismo. No pierdas la relación con el Tú esencial, ni la trascendencia, por dejar de amar y de hacer el bien.
• Respeta lo sagrado, no ocultes el misterio que llevas dentro de ti. No pierdas a Dios.
• Santa Teresa te invitaría a entrar dentro del castillo interior.
La puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración, no digo más mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración” (Moradas I,1,7).
SALIR AFUERA
TEXTO ILUMINADOR
“Sal y ponte en el monte ante el Señor. Y he aquí que el Señor pasaba. (…) Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue dirigida una voz que le dijo: «¿Qué haces aquí, Elías?»” (IRe 19,11-13).
“Está esta casa en un desierto y soledad harto sabrosa” (Fundaciones 28,20).
Introducción