Derrotero de Pío Baroja

DERROTERO DE PÍO BAROJA

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ISBN edición digital Mobipocket: 978-84-9868-105-5

Depósito legal: SS. 545/2000

Para Dominique

1
PACIENCIA
DE HUMOR VAGABUNDO

Escribir sobre Pío Baroja, y de paso, y casi a la fuerza, sobre otros Baroja, aunque menos de lo que hubiese deseado, después de muchos años de frecuentar de manera asidua su literatura y de ir reuniendo poco a poco las ediciones de sus obras, y también las de quienes de él y de ellas se han ocupado, era un asunto que venía a ser para mí algo casi obligado.

Si no lo he hecho antes ha sido porque el mismo propósito me disuadía de hacerlo, más que nada porque llueve sobre mojado, porque hay libros muy buenos (ver coda bibliográfica) sobre Baroja y su mundo, y por esa sensación agobiante de que en ocasiones hay poca cosa de nuevo que se pueda decir, pero que a la vez, al calor del entusiasmo siempre renovado, te impulsa a poner por escrito tus impresiones de lector, los sucesivos escenarios del teatro de tu memoria de lector, los territorios que, en tu calidad de frecuentador de sueños ajenos, has visitado.

Este libro tiene una pequeña historia. Se ha ido haciendo poco a poco, a lo largo de los últimos cinco años, al hilo de algunas conferencias que he tenido la suerte de dar, de las presentaciones de los últimos libros publicados de Pío Baroja y al de escribir bastantes artículos sobre la obra y la personalidad de don Pío, sobre don Julio y Pío Caro, y sobre la madre de ambos, Carmen Baroja, aunque luego, de todo ello, no haya gran cosa en este libro. Creo que la idea de escribirlo la tuve en una de mis visitas a la casa de Itzea, después de la muerte de don Julio Caro Baroja, en compañía de Pío Caro y de su familia (y de otros amigos más o menos barojianos) y al pairo de los trabajos que me traía entre manos. La de publicarlo surgió en una cena estupenda que tuvimos unos cuantos amigos –Mari Angeles Goikoa, Javier Mina y Andu Lertxundi–, por septiembre de 1998, en el restaurante Alejandro de San Sebastián, y en una comida de corte barojiano –por el asunto de las conversaciones más que nada: un poco de seriedad, otro poco de aquella maledicencia cervantina y bastante humor de chapelaundis (gente de boina grande y corazón grande)–, que tuve más tarde con Jorge Giménez e Inazio Mujika, mis editores, en un restaurante de Arizkun, en el barrio de Ordoki (no respingues, Pello, que Eskisaroi estaba cerrado por vacaciones), frente a la ladera donde está la torre de Ursúa, la de la familia de Pedro de Ursúa, el de la Jornada de Omagua y Dorado, en la que se habló por lo menudo de sus capítulos posibles (esa incorregible afición de alguna gente que conozco de este oficio a escribir, en el aire y en el humo de las sobremesas, los sumarios y esquemas de libros que a lo mejor, quién sabe, ven algún día la luz, y que a lo peor, y por costumbre, se suelen quedar en el camino, en el humo), pura divagación en ese momento, pura deriva errática, signo inequívoco del humor vagabundo que lo anima al día de hoy. Por aquellas fechas acababa de dar una conferencia en Bera de Bidasoa titulada “Baroja y el País del Bidasoa”, y me proponía ampliar ese asunto y hablar de un “País de Pío Baroja”, iluminado por la luz líquida del sudoeste, que diría Barthes, o del noroeste (eso depende de hacia dónde o desde dónde mire uno).

Luego me he dado cuenta de que Baroja llevó su país de un lado para otro, que su país estaba –convocado, recordado, inventado– allí donde estaban sus cuartillas; casi más que en un lugar de una geografía precisa, estaba en su memoria, alrededor de su ocasional mesa de trabajo, en la que escribió infatigablemente hasta el final de su vida como un galeote de la pluma, dando una lección de coherencia personal, y de que andar de aquí para allá por su literatura echando mano de ese estupendo título del inglés Thompson, el de “¡Bah! Literatura, amigo Thompson. ¡Sueños!”, que es El viaje sin objeto, era recorrer el verdadero país de Pío Baroja, la única forma de revisitarlo de verdad y de habitarlo de algún modo (la literatura como país, como patria, dicen los más ampulosos, como lugar a donde expatriarse y donde vivir en calidad de expatriado, de olvidado, olvidando las borrascas e inventando a todo inventar, que no sé yo si al final no es el mejor estado). Me he dado cuenta de que el suyo no fue sólo un país físico, por mucho que ese país, el País Vasco, su geografía, sus gentes, su lengua, fuera su punto de referencia más claro, más obsesivo, más y mejor habitado, sino un país mental, visible y preciso cuando uno se asoma a él, un universo literario hecho de presente y de pasado, de elementos reales y de elementos imaginarios, de lo que es y de lo que pudo haber sido, y de que a la vez conservó siempre su vocación de desplazado, de hombre al que las circunstancias le empujaban siempre a ser o a mostrarse como un desarraigado, como un hombre de los caminos.

El libro lo iba a entregar en marzo del año pasado. Luego, por razones que no vienen al caso, se quedó a un lado, al margen de otros empeños (gajes del oficio de quienes andamos a la deriva y conocemos “palmo a palmo la geografía de los Cerros de Úbeda”, que dice un cronista de Zaragoza). Luego, después de un final de otoño algo especial, con más días de bochorno de lo habitual y de tener lo racional alquilado a los desbarres y a la bilis negra aquella en cuyo espejo miró Marsilio Ficino, y de un invierno de encierro y de lecturas, se ha convertido en lo que es: el resultado de mi lectura de Pío Baroja, parcial, limitada, subjetiva, desordenada, mínima, nada exhaustiva… Cómo lo leo y por qué. Igual le sirve a alguien, igual no. A lo mejor hay alguien, un lector a quien no conozco, un lector de verdad cómplice, perteneciente a esta invisible cofradía, que lo lee con gusto y comparte el viaje conmigo, emprendiendo el suyo, igual no. Eso nunca se sabe. Es muy azarosa la vida de los libros.

No es éste un libro de erudición, porque ésta sería a todas luces falsa, me temo. Es una suerte de cuaderno de ruta, la mía, o de cuaderno de campo. Aunque más que ruta sea deriva, vagabundeo puro, muy al aire y al hilo del humor de don Pío y de muchos de sus mejores personajes: humor vagabundo. De forma que no pretende enseñar nada a quien ya se lo sabe, si no todo, sí casi todo. Las verdaderas pesquisas han quedado fuera, y la búsqueda de datos nuevos exhumados de las hemerotecas, también, porque aquí no se trata de datos, se trata de otra cosa (o al menos ésa ha sido mi intención); si los hay, han sido traídos a la luz de las páginas de una manera gozosa, fruto del entusiasmo cierto de la deriva. Ni siquiera pretende ser una guía de Pío Baroja, es en todo caso un mapa de quien ha seguido una ruta un tanto peculiar, la de su capricho, la de su pasión de lector. Libro parcial y caprichoso, por tanto.

Se trata de leer y de releer a Pío Baroja, de explorar y recorrer su mundo de un lado a otro, de asomarse a su particular teatro como si éste fuera las páginas de una novela escrita por el tiempo, al hilo del tiempo, de mi tiempo, y al hilo de mis lecturas vividas y recordadas. Se trata de contar quién o qué es para mí Pío Baroja. No hay lectura en el vacío, en frío, al menos yo no puedo concebirla así, no puedo leer al margen del presente, no puedo leer sin que lo que leo ilumine, por efecto de las páginas leídas, lo vivido, o lo escamotee, lo explique o lo subvierta. Así, todavía, Pío Baroja para mí.

Importa también cómo se lee a Pío Baroja, cómo se mueve el lector por sus páginas. E importa también cómo se invita, cuando se puede, a visitarlas a quienes no las frecuentan, es decir, que importa la pretensión no sé si abusiva de contagiar el entusiasmo que a mí me suscitan su literatura y su personalidad reflejada en una vida que ya, a más de cuatro décadas de su muerte, no puedo dejar de leer más que como una novela ininterrumpida y desordenada (como lo son todas las novelas de la memoria).

A mí, al día de hoy, me gusta leer a Baroja como si no lo hubiera leído nunca, como si fuera la primera vez, como si estuviese seguro de que a la vuelta de esta o esa otra página me esperara una sorpresa, un rincón o un amplio paisaje, ambos desconocidos, como si siempre fuera posible descubrir algo nuevo. Es decir, me gusta recorrer las páginas, leídas una y otra vez, con la esperanza de que alguna, algún episodio concreto, algún pasaje, el perfil de algún personaje, se me hubiese pasado por alto en su momento, cosa que sucede a menudo. Y es en esas relecturas como la constelación barojiana –la suya es una obra repleta de concordancias internas– se va completando poco a poco, y así es como aparecen detalles que permiten un inacabable, aunque ocasional, intercambio de hallazgos con otros barojianos.

Éste es un libro de fervor barojiano, me temo, que debe mucho a algunos amigos míos, como Fernando Pérez Ollo, y a la familia Caro-Baroja, al completo, deuda que da un poco de apuro reseñar, no vayan a pensar que por mor de la amistad hay bandería en el asunto… Igual sí la hay, pero lo que pasa es que ya me da igual que vayan a pensar, que le dicen, esto o lo otro o lo de más allá.

Gorritxenea, enero del año 2000 (famoso)

2
EL APRENDIZ
DE CONSPIRADOR

Antes siquiera de haberlo leído, Pío Baroja era para mí uno de esos escritores de los que no es que nunca hubiese escuchado hablar, sino del que unos hablaban en voz baja y otros en alta voz, tal vez demasiado alta ya para mi gusto. Unos hablaban bien, con una admiración rendida, con entusiasmo indisimulado, y otros, no siempre clérigos ni educadores, lo hacían mal, claro, con un rencor y un encono enorme, como si les fuera algo personal en ello. Había también quien le perdonaba a Pío Baroja la vida, con el desdén de la boca de lapo, que es una forma sutil del desprecio que gastan los que se sienten en posesión de la verdad absoluta y de la razón de la fuerza, y creen que pueden impunemente imponer una y otra a quienes les viene en gana.

El caso es que Baroja tenía a su alrededor un aura pasablemente inquietante (y, ahora que me fijo, algo también de chivo expiatorio de otras murgas). Su nombre sugería de inmediato el rechazo. Sus libros, si no estaban oficialmente prohibidos, al menos lo parecían, relegados por causa de las normas de un eficaz índice de libros prohibidos de hecho, y había bibliotecas que no los daban en préstamo porque quienes las manejaban en la práctica (los verdaderos amos de la barraca, por tanto) juzgaban sin duda que no eran apropiados para menores, y que con seguridad éstos estaban mejor ocupados aprendiendo a jugar a la baraja o arreando con palmeros de peleón, e iniciando así su carrerón de jatorras castizos, y de gente de orden, por tanto… No juzguemos la realidad por aquella parcela que nos ha tocado en suerte vivir, admitamos que hay otras realidades además de la nuestra y que cada una de ellas configura un mundo tan verdadero como el nuestro. En las librerías de mi ciudad la cosa mejoraba algo, pero no mucho. Además de que no había muchas, casi siempre aparecía lo mismo: la siempre mellada colección de Austral, las obras completas de Biblioteca Nueva, inaccesibles por una cuestión pecuniaria, y las cosas que editó Planeta –qué ordinariez tan soberana la reflejada en esa fotografía en la que se ve al editor dándole la pasta, ¡la pasta!, a Baroja–. Yo no hablo de Madrid, ni de Barcelona, hablo de la Pamplona de los años sesenta, la ciudad en la que viví mi infancia y adolescencia, en la que he seguido viviendo hasta hace unos años. En esa ciudad, Baroja era el escritor que “se metía con” (volveré sobre este espinoso asunto), es decir, que atacaba a Pamplona, o a Navarra, o a los navarros, y a los curas, por tanto, y a los carlistas, sus fundamentales valedores. Lugares comunes, cierto, viejos lugares comunes, pero se entendería mal la historia del Viejo Reyno en la época de la modernidad sin estos protagonistas concretos. Sin contar el papel que tienen los carlistas en la obra de Baroja (parejo al desconocimiento que al día de hoy tiene sobre el particular el público en general), que no siempre es negativo, ni mucho menos. Eso lo saben quienes han frecuentado de verdad a Pío Baroja, quienes lo han leído y saben de qué habla, quiero decir. Daba un poco igual cuáles pudieran ser las páginas concretas escritas por Baroja sobre la materia y, más que las páginas, los juicios y comentarios que le habían suscitado los carlistas. Lo importante era (y a veces sigue siendo) que “se metía con”, y ese con era siempre “lo más sagrado”. En Navarra y en Pamplona ha habido siempre mucho de “lo más sagrado”, tal vez demasiado. Y además, sucede que esa materia sagrada e intocable ha sido más la de unos que la de otros, hasta que también ha habido de la de los otros tanto o más que de la de los unos, de manera que a veces conviene quitarse de en medio y ponerse a cubierto hasta que escampe, porque no hay manera ni de acertar ni de elucidar este galimatías inacabable de las ideas intocables, siempre protegidas por quien tenga algo de fuerza. Suele pasar. En otras partes también ha habido ideas sagradas, de eso no me cabe la menor duda, pero creo, porque es la que mejor conozco, que en mi tierra ha habido más, al menos en la que yo he vivido, porque por lo mío hablo.

Lo más sagrado, lo intocable, lo que no se consentía ni pronunciar siquiera, lo que había que decir y pensar por narices…, todo un magma repulsivo del que no se ha hablado lo suficiente porque se ha considerado que era mejor pasar elegantemente la página. Menuda bobada. Bastaba para mí que Baroja “se metiera con” para que fuera radicalmente atractivo, para desear leerlo, aunque las páginas que tuviera la oportunidad de leer en ese momento no fueran aquellas en las que “se metía con”, que ésa es otra, y cuando alguna de ellas cayó en mis manos, me di cuenta de que tampoco era para tanto y de que allí pasaba algo raro, y de que lo sagrado de la historia iba demasiado lejos. En consecuencia Baroja era, ya digo, algo atractivo e irresistible, sin contar con que en sus páginas encontré enseguida eco para un incipiente mal de vivir, el de quien tiene miedo a ser tragado por el medio y sabe que, en la medida que pueda, va a vivir a la contra para siempre.

Por el momento bastaba que Baroja atacara, al menos en nuestra imaginación, aquel viejo sistema de cosas, de prohibiciones, prejuicios, imposiciones, jerarquías y dogmas de índole diversa, que advertíamos a nuestro alrededor (hablo ahora de mis amigos lectores de aquellos días) para apoyar en sus páginas y con un fundamento, si no del todo dudoso, sí cuando menos frágil, una rebeldía que al menos para mí fue decisiva. En aquel mundo que había sido el escenario de no pocos de los episodios barojianos, nadie podía meterse con nadie, es decir, nadie hablaba, o lo que es lo mismo, hablaban siempre los mismos, los de toda la vida, los amos del periódico y del pequeño cotarro, del pequeño noyau (jamás de Verdurin, eso jamás). Es decir, que solamente se metían los que podían. Los demás callaban, que era lo suyo. No estoy seguro de que aquella mentalidad rancia, o no tan rancia, haya desaparecido del todo, porque al día de hoy es fácil comprobar que cuando uno cuenta o canta su verdad acaba fastidiando a alguien que, si puede, te hace callar.

Esa inquina o burla o desprecio a todo lo que tuviera que ver con Baroja es algo que, además de tener un origen oscuro, de prejuicio puro, ha pervivido en el tiempo y todavía dura; todavía es fácil comprobar cómo alguien tuerce el morro cuando oye su nombre o el de su sobrino don Julio, y en general cualquier cosa que tenga que ver con esa forma libre, independiente, individualista, arbitraria también, qué duda cabe, al margen del criterio oficial y de las convenciones del momento en que consiste su literatura y su pensamiento. Así es como, ya entrada la década de los noventa, oí tildar con desprecio a don Julio Caro Baroja como “uno de los del colmillo retorcido”. Quien me lo dijo no era un analfabeto, al revés, de joven leía mucho a Henry Miller en sus “trópicos” y enseguida a don Marcelino Menéndez y Pelayo en sus Heterodoxos. Qué pena. Ser del colmillo retorcido era ser de los que van a su aire, a contrapelo, los que han tomado un día esa dirección contraria tan querida para un Thomas Bernhard y tan difícil de llevar por completo a la práctica. Toda una enseñanza, también ésta. Luego, al tiempo, me lo veo de nuevo leyendo y releyendo las Memorias de un hombre de acción y diciéndome que en España no se habían escrito nunca unas novelas como aquéllas. Hombre, no es para tanto, pero la anécdota ilustra de qué manera la gente gusta de ese vicio nacional que es la auctoritas agresiva, la de quienes unas veces empujan para un lado y luego para otro, poseídos siempre por la verdad, que es un asunto cansado como pocos.

Y luego estaban, claro, las melonadas escritas por el jesuita Ladrón de Guevara, que, se diga lo que se diga, en los ambientes clericales, jerárquicos y poco libres, pervivieron hasta muy tarde. El R.P. Ladrón de Guevara, en su centón de Novelistas buenos y malos (tenía razón, los hay malísimos, totalmente ilegibles), le dedica a Baroja un par de páginas donde, como todo el mundo sabe, lo tacha de impío, clerófobo y deshonesto, y otras telegráficas descalificaciones que al día de hoy resultan regocijantes más que nada.

Ahora, eso sí, leyéndolo y haciendo un poco de licenciado Torralba, es decir, dando una vuelta por los aires del tiempo, se entiende la peculiar estima que concitaba Baroja en aquellos ambientes provincianos dominados por el clero, en los que se pensaba y actuaba a su tambor. Yo no recuerdo cuál era la imagen que daban de Baroja en los libros de texto de mi bachillerato, pero me parece que nada buena, e imagino que no muy distinta a la del jesuita famoso.

Ante todo, una cuestión de fechas. Creo que leí por primera vez a Pío Baroja en Zalacaín el aventurero; luego, enseguida, en El escuadrón del Brigante, que tal vez fuera uno de los primeros libros que compré en mi vida, según veo en su página de guarda; luego en la colección Austral, comprada en la librería Gómez de Pamplona, y en uno de los primeros libros editados por Alianza en 1966.

Es decir, que leí a Pío Baroja, o mejor lo empecé a leer, entre mis catorce y mis diecisiete años. Importa mucho cuándo se lee por primera vez a Pío Baroja, sobre todo si es a esa edad en la que quien se asoma a sus páginas, ávido, inquieto, curioso, fascinado por sus descubrimientos, está formándose a trancas y barrancas una idea del mundo y despertando a un desacuerdo y a una rebeldía ciertas, y lo hace lleno de entusiasmo por el hecho de darse cuenta de que por primera vez tiene un espacio propio, el de la lectura, el de la literatura, donde está a salvo, un espacio del que es dueño, y desde donde el mundo se le ofrece ancho en vez de chato. Es la época también en la que la lectura constituye un refugio seguro, un descubrimiento de la intimidad, un acicate de los sueños o de la invención de la vida.

Poco importa que esa rebelión fuera una rebelión de papel y concluyera casi casi donde lo hacían las páginas del libro, porque enseguida la realidad mostraba sus aristas cortantes, duras. Al día de hoy, pienso que ésa podrá ser una rebelión imaginaria, por persona interpuesta, pero de una intensidad enorme. Y en cualquier caso es un fondo de puchero (fond de cuisson) más que aceptable, me temo, para encarar futuros encontronazos con la realidad que nos rodea y resiste.

A ese momento se refieren también las páginas famosas que escribió Ortega y Gasset, publicadas en el primer tomo de El Espectador (1916), como comentarios a Los recursos de la astucia, tomo V de las Memorias de un hombre de acción. Ése es un texto muy hermoso, muy lírico, algo épico también, que precede a uno de los ensayos más perspicaces que se hayan escrito sobre Pío Baroja. Ahí habla Ortega de esos jóvenes provincianos, altivos, orgullosos, hoscos, a los que tacha de jóvenes tigres, que, en el raído peluche de los sillones de los cafés o de los casinos, afilan sus garras y rumian su descontento, su aburrimiento pardo, también. Ortega habla de ellos como de los lectores de Baroja por excelencia, los lectores del presente y los lectores del futuro, “náufragos de la monotonía, el achabacanamiento, la abyección y la oquedad de la vida española”. Y hay algo de profunda verdad en esa visión sesgada. No era difícil afilar las garras en el café Roch o en el Torino o en el Iruña de Pamplona de los sesenta, porque los motivos públicos y privados para alentar ese resentimiento (también anda por ahí el primer Nietzsche, leído de matute) sobraban, siempre han sobrado. Uno puede naufragar, muy barojianamente, en ese encono, y ser un robinsón de por vida, uno de esos personajes vencidos que se afirman y crecen en la derrota, tan característicos. Aquéllos fueron los rincones de las primeras conspiraciones, las que estaban condenadas, si no a acabar mal, sí a dar en nada o en poco menos que en nada, y que al día de hoy valen por sí mismas, por conspiraciones, como vale el estar en el camino, el buscar siempre la puerta de salida. Esas conspiraciones, al menos tal y como permanecen en mi memoria, estuvieron de una manera o de otra inspiradas en las páginas barojianas, y fueron un estupendo fermento de la amistad y una materia conversacional compartible de primera, que proporcionaba un común denominador propio de conjurados, el santo y seña de una cofradía que se disolvería con el tiempo y dejaría el regusto de la intensidad de las discusiones acaloradas y de algún que otro proyecto de acción (qué idea, por cierto, tan sugestiva la de Juan Pedro Quiñonero en su Baroja: surrealismo, terror y transgresión, cuando habla de los personajes barojianos como los de “La cofradía del cisne”, a la que perteneció Jeronimus Bosch).

Para un joven desconcertado, leer a Pío Baroja era entonces una forma de reconocerse, de identificarse, de aprender a saberse, por tanto, porque las dudas y zozobras, la actitud crítica hacia el mundo de los personajes barojianos, si no era idéntica, era cuando menos parecida, era estimulante, estaba casi siempre hecha de palabras y de una libertad de conciencia rara.

En mi casa no había ni un libro de Baroja. Por eso la caza y captura de sus libros se hizo para mí toda una tarea o una quête, si se quiere, en aquel mundo pequeño y romo de la Pamplona de los sesenta, que estaba todavía por descubrir del todo. Cuando encontrabas –qué raro entonces en Pamplona– libros de Caro Raggio, con su pequeño Erasmo en el lomo, en alguna librería de viejo, de cambio de novelas y tebeos, del Casco Viejo, a cuyos polvorientos anaqueles llegaban perdidos aquellos raros libros, después de algún naufragio personal cierto, era todo un acontecimiento. Pero era más bien raro. Estaban los libros de Austral, ya he dicho, pero no todos, no siempre, y, hacia 1965, los primeros libros de Alianza Editorial. Ahora mismo, no conservo casi ninguno de aquellos libros porque desaparecieron, paf, milagro, milagro, a resultas de unos episodios que no son materia de este libro.

La adolescencia, esos años de bachillerato que para la mayoría son de agobio y desconcierto, de temor, es una edad curiosa para leer las andanzas de Martín Zalacaín, su manera noble y arrebatada de vivir la vida, cuando, además, se tienen ya maneras de vagamundos impenitente, sí, pero también para ir a caminar junto a Luis Murguía por las calles de Villazar precisamente. Ésa es la época del verdadero aprendiz de conspirador, del aprendiz a secas, la de los primeros enfrentamientos con el mundo y de los primeros choques irremediables con el entorno, y a la vez de los primeros pasos en falso en busca de soluciones, y de los primeros coscorrones y de las primeras satisfacciones también, y de la intuición o de los fundamentos de la certeza de que el mundo, su realidad, va a estar siempre muy por encima de nuestras posibilidades y muy por debajo de nuestros sueños: ahí también nace una cierta ansia de utopía, un idealismo tan difuso como intenso, un contradictorio movimiento que va del entusiasmo al pesimismo y luego a un escepticismo, que a veces no pasan de ser meros trucos de supervivencia (por no decir de ilusionismo). También está ahí Andrés Hurtado, el de El árbol de la ciencia, con su algo menos que difuso y por completo contagioso dolor del alma a cuestas.

En La sensualidad pervertida yo leía de mi ciudad, pero la veía distinta porque era a través de esas páginas como la percibía, viviendo casi en ellas o cuando menos en sus escenarios, e incluso miraba a algunos de mis conciudadanos con una desconfianza instintiva, con la desconfianza de Murguía. Fue así como llegué a sentirme protagonista de algunos lances que tenían que ver con aquel amargo despertar a las cosas y con el incipiente sentimiento de estar de sobra en todas partes y de saber que sólo en la soledad y en las fantasías que en ella crecen estaba mi verdadera vida. No había cafetines en la Mañueta ni billares de sargentazos, pero en los alrededores de la catedral había otro tipo de tabernones donde se cocían historias a contrapelo: pintores (también llamados santos óleos), poetas, suicidas en potencia que lo serían en acto, como aquel compañero de instituto de Baroja que se tiró de las murallas, y uno podía embarcarse con facilidad en subversiones varias y, para variar, salir de ellas con alguna perdigonada que otra en el ala… Incluso la buhardilla de mi casa, que me servía de refugio y de zorrera y de todo, se me hacía la de Silvestre Paradox, y por eso, entre otras cosas, la fui llenando de cachivaches y cacharrería diversa del alma. Mi soledad no era la suya, en todo caso, y no hablaba solo, tal vez porque ya me faltaban las palabras, pero casi.

Importa mucho a qué edad lee uno por primera vez a Pío Baroja y empieza a pasearse por su mundo literario y a seguir las huellas de sus personajes. Importa qué sentimiento de rebeldía cierta alienta esa lectura; de rebeldía, de sentimentalidad, de deseo de vivir con una cierta nobleza, de limpieza en las acciones (todo muy romántico, cierto: tengo para mí que de estos asuntos sólo se chotean las fieras y los granujas), de independencia de criterio. Así fue como su literatura se convirtió para mí en un lugar casi físico, un lugar donde podía encontrar acomodo quien ya se sentía un desplazado que sospechaba con fundamento que no iba a tener sitio definitivo en la farsa social que le había tocado en suerte.

3
EL ROBINSÓN
DEL ÁRBOL DEL CUCO

Pío Baroja vivió en Pamplona entre 1881 y 1888, y dejó constancia de su paso, y de esos años de infancia y adolescencia vividos en la ciudad cerrada y finisecular, en varios de sus libros: Juventud, egolatría, Desde la última vuelta del camino, La sensualidad pervertida, Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox, Las horas solitarias, Los recursos de la astucia, Las figuras de cera, y en El viaje sin objeto, una de las dos narraciones que componen La ruta del aventurero. Aparece también, de manera sombría, en La familia de Errotacho, y en las guías dedicadas al País Vasco (1929 y 1953), la última publicada con fotografías de Ramón Dimas y unos mapas de José María de Ucelay. Ah, sí, y en su discurso de entrada a la Academia de la Lengua: La formación psicológica de un escritor.

Baroja utilizó el escenario de aquella pequeña ciudad en sus libros más estrictamente memorialísticos y en sus novelas, pero en ambos la visión de Pamplona y de sus habitantes es coincidente en su conjunto, y también en los detalles, en los episodios concretos, y aunque el propio autor hubiese afirmado que en esa presencia había cosas disfrazadas o cambiadas, sus impresiones, sus recuerdos, por lo vívido, son un buen testimonio de cuál podía ser el ambiente que se respiraba en aquella ciudad de finales del siglo XIX, capital de un Viejo Reyno a ratos levantisco, y de que, al menos en este caso, lo autobiográfico se impone con fuerza a la pura invención literaria. No hay rincón de la obra barojiana en que no se revele de manera brillante el cronista o se manifieste la voluntad de crónica, de llevar las cosas del tiempo a los papeles. A las cosas vistas y vividas me refiero. Y Pamplona no sólo no es una excepción, sino que es uno de los motivos recurrentes.

Por citar a José María Iribarren en su ineludible Pamplona y los viajeros de otros siglos (1957): “La Pamplona que describe Baroja (en Silvestre Paradox y en La sensualidad pervertida) es la Pamplona rancia de finales del ochocientos. Ciudad de humo dormido. Ciudad de campanas dolientes y lluvia. Constreñida por el corsé ortopédico de la muralla, donde los rastrillos de los portales jugaban a Edad Media en los anocheceres”. Iribarren, en 1957, fecha de la primera edición del libro, aunque el texto correspondiera a un artículo publicado con anterioridad, sigue describiendo a Pamplona como una ciudad hermética, catalogada y dividida en rígidos estamentos sociales, monótona y oprimente. Y nadie le dijo nada. Iribarren era Iribarren, cronista oficial, antiguo secretario del general Mola. Cualquier otro se hubiese ganado enseguida el medallón famoso del “se mete con Pamplona”. Y sin embargo tengo para mí que a los pamploneses de antaño, y probablemente a los de hogaño, no les gusta que les digan que su ciudad fue sombría, pequeña, cerrada, y que estaba ocupada materialmente por clérigos y militares.

Lo que sí hizo Iribarren fue hurtarle al lector las páginas más broncas sobre aquella ciudad víctima de la clericalina que se respiraba en el ambiente y envenenaba el Arga, y aquejada por tanto de clerigalia, enfermedad que cursaba con estupor incurable. Es en esas páginas donde don Pío habla de la absurda preponderancia social de los militares, que no dejaban construir en los alrededores de las fortificaciones, impidiendo de hecho el desarrollo urbanístico de la ciudad (a pesar de que la Ciudadela se había revelado ineficaz tanto en la francesada como en la Guerra Realista), pero arrendaban los pastos de los fosos y glacis para que pastaran en ellos rebaños de corderos (los célebres corderos que Perucho y Néstor Luján celebran como los mejores de España: cordero a ser posible apacentado en los fosos de la Ciudadela de Pamplona, dicen, porque la costumbre se mantuvo bastante más de medio siglo). De las páginas de El viaje sin objeto de La ruta del aventurero, Iribarren no habla. Tal vez porque los hidalgos que haciendo crujir sus botas, al tiempo que daban vueltas y más vueltas a la plaza del Castillo paseando apellidos gloriosos, podían ser demasiado reconocibles. Son ésas unas páginas sencillamente demoledoras, desternillantes, muy de humor zumbón y algo de guiñol burlesco.

Por las mismas fechas de la instalación de Baroja en Pamplona, un viajero, francés de nación, el sinólogo Leon Prunol de Rosny escribió “Los habitantes de Pamplona parecen taciturnos y tristes” y los pinta incluso bostezando como demonios. A mí, esa imagen de la gente bostezando, porque no tiene mejor cosa que hacer, en la fonda Europa del paseo de Valencia, me parece estupenda. Es la imagen que ha perdurado de la ciudad hasta casi cien años después. Incluso hay escritores que siguen teniendo la misma incluso treinta años después de esos cien. Qué le vamos a hacer. La realidad, como siempre, muy otra. No somos muy de fiar, me temo, y vemos y recordamos lo que nos interesa, lo que nos conviene, pero ésta es otra cuestión.

Hasta, una vez que andaba trasteando en periódicos de los años sesenta, me topé con una carta al director del Diario de Navarra escrita por uno que protestaba, muy amargamente por cierto, por ese aburrimiento pardo que se respiraba en la ciudad. La del aburrimiento pardo es una expresión feliz de un escritor natural de Pamplona a quien el hombre malo de Itzea no le suscitaba mucha simpatía. Mejor dicho, ninguna. El Arriba España de Pamplona le dedicó alguna que otra página desapacible, y en un artículo titulado “Lo que Baroja olvida”, publicado en aquella revista curiosa, que mezclaba el bodrio con la calidad indiscutible, que era La Estafeta Literaria de la posguerra, donde aparecían espléndidos dibujos de Goñi (Suárez del Árbol), habla de él con cierta distancia.

Pamplona, Villazar –que podríamos traducir por Ciudad Vieja sin mucha dificultad–, es el escenario de los años de formación de Luis Murguía y Arellano, uno de sus álter egos –hombre de humor vagabundo y, en consecuencia, errático unas veces y ameno otras, cuando se deja llevar por el placer melancólico del recuerdo–, cuyo propósito, cuando se pone a verter su vida en los papeles, no es otro que el de escribir la crónica de un tiempo. Murguía va a parar a Villazar en parecida fecha que Baroja a Pamplona, y éste le presta a aquél su memoria, cosa que hará habitualmente hasta el fin de su vida: la barbarie del colegio, la ciudad cleromilitarizada, sus amigos –Arnegui que le presta libros de Mayne Raid y Julio Verne, y Laquidain el trasto fantasioso, el que acaba descalabrado al pie de la muralla–, los cafetines llenos de humo, los glacis y murallas, el comienzo de su afición a la literatura (folletinesca)…

Baroja vivió en Pamplona en la calle Nueva, en una casa que fue derribada en el año 1972 (no puedo recordar si años antes, cuando estábamos en el instituto, el hoy archivero Juan José Martinena escribió un primerizo artículo sobre el particular), una casa que tuvo una fonda donde él vio alojarse a los toreros Mazzantini y Lagartijo, colindante con un palacio que era y sigue siendo propiedad de una vieja familia de la aristocracia navarra, los marqueses de Vessolla, de cuyo seno salieron importantes militares carlistas, los Elío, míticos en sus andanzas y destinos azarosos (a la ejecución en Valencia del general absolutista Francisco Javier Elío le dedica don Pío una de sus Siluetas románticas y habla de él con evidente simpatía). Uno de los balcones de la casa donde vivía Baroja daba a un pequeño patio ajardinado, que todavía existe, poco más o menos como podía estar entonces, y dice que allí veía jugar a una niña.

La calle era una de las salidas naturales de la ciudad hacia extramuros, hacia los jardines de la Taconera, que era el paseo oficial de la ciudad y que en Las figuras de cera, una de las novelas en las que aparece la ciudad, es el lugar donde montaban las barracas de feria en las fiestas de San Fermín, las barracas de fenómenos y enormidades que manejó un personaje pintoresco de la Pamplona del tiempo: Perico de Alejandría (fabricante de saliva y escritor de sandeces), autor de una guía de Pamplona, publicada poco antes de que Baroja llegara a la ciudad: El Pamplonés, el del Este librico / manual y guía, / lo hizo Perico / Alenjandría.

Esa calle, la calle Nueva, fue para Baroja una calle antipática, y para su familia también, pues fue su abuela la que, al verla, dijo que era una calle de muertes: Eriotzeco calia, dijo. Había entonces en ella, y hubo hasta muy tarde, almacenes de granos, muchos carros, un convento de franciscanos, vetusto y semiabandonado, y también, al fondo, la audiencia y la cárcel de la ciudad.

El 15 de octubre de 1885, Pío Baroja vio pasar bajo las ventanas de su casa el cortejo de un condenado a muerte que iba a ser ejecutado fuera puertas, en la Vuelta del Castillo. El reo, Toribio Eguía, había matado a un cura y a su sobrina para robarles en un pueblo cerca de Aoiz. Un personaje de tratado de psicopatología que padecía un apetito descomunal. Fernando Pérez Ollo, un especialista en Baroja donde los haya, que está preparando un libro sobre la época de Baroja en Pamplona, ha recopilado, entre otros escalofriantes detalles, los prodigiosos menús con los que el reo alivió la espera de su ejecución, cosa que no pareció cortarle el apetito, así como todos los datos de la estancia de Pío Baroja en Pamplona, incluidos los espectáculos teatrales y musicales a los que la familia Baroja asistió en aquellas fechas y que dejarían en don Pío el recuerdo preciso de canciones, títulos y hasta el nombre de los actores, que es una de las más curiosas características de la memoria barojiana.

Por la tarde, Baroja fue a ver al ejecutado que había quedado expuesto en el patíbulo donde le habían dado garrote y aquella visión siniestra de una más que dudosa ejemplaridad le produjo una honda impresión, porque a lo largo de su vida volvería una y otra vez a la imagen de aquel cuerpo sin vida, descalzo y ensangrentado, y a la del verdugo que explicaba tranquilamente al público asistente detalles de la faena, y a la de la gente que regresaba a la ciudad riéndose como si hubiese asistido a un espectáculo recreativo de altos vuelos. La ejecución fue todo un acontecimiento en Pamplona.

Le impresionó tanto aquel hecho, que en la ancianidad, cuando sus recuerdos cobran, al menos para mí, en mi calidad de lector quiero decir, esa dimensión tremenda de quien anda a la deriva por su memoria, recordaba cómo iba vestido el verdugo de Eguía que marchaba detrás del carro del reo. El verdugo iba a pie y “vestía como un campesino, pantalón corto, chaqueta corta y sombrero ancho”, dice, y también escribe estos versos de colorista cantar de ciegos: Detrás del carro, el verdugo / marcha con prestancia digna; / en la cabeza el pavero / y al vientre faja ceñida. Por delante marchaban los mozorros. Ya lo había recordado en un artículo publicado en La Nación de Buenos Aires durante su exilio parisino, allí dice que iba braceando, y pinta de manera muy expresiva el cortejo que se dirigía a la Vuelta del Castillo: el reo, en un carrito con una hopalanda amarilla cubierta de lenguas rojas, dice, rodeado de disciplinantes (los mozorros) con grandes cirios en la mano, cosa que más parece una pintura tenebrista del XVII español protagonizada por la Inquisición y sus familiares.

En El mayorazgo de Labraz también vuelve a aparecer la Vuelta del Castillo en una gamberrada de estudiantes que, casualmente, se tropiezan en la noche con un patíbulo armado en tan desapacible lugar y quieren dejar a uno de ellos a pasar la noche atado al cadalso; también aparecerá una calaverada parecida en sus memorias cuando habla de sus tiempos de bohemio madrileño, o de noctámbulo más que de bohemio, porque bohemio lo que se dice bohemio, Baroja nunca lo fue mucho.

Pero hay más. Cuando Pamplona vuelve a aparecer en sus páginas literarias, en La familia de Errotacho, lo hace como el escenario de esa ferocidad ceremonial que es la ejecución de una pena de muerte en las personas de tres anarcosindicalistas capturados en la confusa intentona del golpe de estado revolucionario de Bera de Bidasoa, del año 1924. Asunto éste que es tratado en la novela de una manera casi documental y para el que Baroja se informó pormenorizadamente de sus circunstancias, protagonistas y entretelas, preguntando a unos y a otros, en Bera y en Pamplona, ciudad en la que siempre conservó amigos, la familia del doctor Juaristi entre ellos –ésa, la de los amigos de los que apenas habla, sería una curiosa ruta barojiana–. La ciudad no aparecerá descrita con detalle en esta novela, pero sí el clima de aquella zona de fuera puertas, del término antiguo de Horcas, junto a San Roque, donde se levanta la cárcel y donde se ejecutaron dos de las tres penas de muerte dictadas por un consejo de guerra manipulado escandalosamente. El tercer condenado se suicidó arrojándose al patio de la cárcel cuando lo conducían al cadalso.

Y, en otra ocasión, habla del verdugo de Burgos, todo un profesional, y también nos cuenta cómo va a entrevistar a uno de ellos, en la época en que trabajaba en la redacción de un periódico madrileño.

Las ejecuciones aparecerán en varios libros de Pío Baroja, en Aurora Roja y en La sensualidad pervertida, porque, viviendo ya en Madrid, asistirá de lejos a un par de ellas, escribirá artículos, y en sus libros crepusculares, los que de una manera o de otra tratan de su vida en París, hablará de la pena de muerte, de los verdugos, de la guillotina, con un interés e insistencia extraños, anacrónicos. Es como si las calles de la ciudad invisible que, como todo escritor, tuviera Baroja en la cabeza, condujesen indefectiblemente al término de Horcas, lugar de las ejecuciones, y donde a comienzos de siglo se edifica la cárcel nueva de Pamplona, que hasta entonces había estado muy cerca de donde vivía Pío Baroja, en un camino circular del que no podía escapar.

Me parece muy significativo que el primer poema de Canciones del suburbio sea precisamente el titulado “El chico que ve pasar un condenado a muerte” y que en el libro, cuando el motivo de los versos tristes y vulgares (dice él) sean los días sombríos recién vividos en París vuelva a hablar una y otra vez de la pena de muerte, del verdugo y de la guillotina: “La cárcel de la Santé” o “El ejecutor de la justicia que vuelve del trabajo”, donde habla de Anatolio Deibler, el verdugo de París que después de la faena pide una copa de algo para mitigar su sed, o “La guillotina”, donde exclama: ¡Guillotina, guillotina, / sólo eres decoración, / gran espectáculo público / solemne y declamador!

Resulta también llamativo que para caracterizar a un personaje, por ejemplo, a su álter ego Javier Arias Bertrand, el de Las veladas del chalet gris, nos diga que, como había ejercido de corresponsal de prensa en el extranjero, había presenciado ejecuciones diversas y por diversos métodos, como si eso, por sí solo, le caracterizara como alguien especial.