VIVIR DE BUENA GANA
Miguel Sánchez-Ostiz
A L B E R D A N I A
e n s a y o
La expresión “vivir de buena gana” no es mía, sino de santa Teresa de Jesús o de Teresa de Ahumada, eso a gustos. Aparece en las páginas de Las Moradas, pero también en otras. Y no solo ella la usó en su época. Se me antoja que, al margen de su clara intención mística, es una expresión de ánimo, de buen ánimo, de una voluntad de vivir de manera intensa, cercana al entusiasmo y a la necesaria alegría. Un vivir “a pesar de”, también.
Creo que la primera persona a la que se la oí y con quien la comenté, fue Carlos Castilla del Pino, en Córdoba, hace unos años, cuando tuve la suerte de conocerle. Convinimos en que nos gustaba mucho la expresión y el propósito que encerraba.
En ocasiones, una expresión afortunada (y poco importa su origen) que da en divisa, sirve de compás a quien escribe bajo la invocación de ese título, aunque los territorios a los que llegue sean muy distintos a lo propuesto y enunciado.
En el caso de “vivir de buena gana”, la expresión habla más de un deseo, de una intención y hasta de una carencia, que de un logro pleno. Nos gustaría vivir siempre de buena gana, pero no pasamos de vivir como podemos. Sentimos que es hacia ese vivir animoso hacia donde debería ir nuestra escritura, pero no siempre va, o mejor, no siempre llega. Nos pueden los tiempos muertos o nuestros demonios, y con ellos vamos, a sus órdenes, más a su merced de lo que nos gusta admitir.
Así, “vivir de buena gana” es tanto un propósito como una invitación a hacerlo con entusiasmo, con ganas, con apetito, con energía, con calor, de manera apasionada… y a escribir en consecuencia. No siempre lo conseguimos. Nos quedamos en el camino, desfallecidos, moderadamente dichosos a ratos, insatisfechos por fuerza a otros, al ritmo de una climatología cambiante.
Más no podemos pedir y no mucho más podemos y debemos ofrecer.
El viaje de regreso a casa desde Edimburgo no fue bueno. Es lo menos que puedes decir de un viaje con fiebre, tiritonas y dolores en un vuelo de bajo coste atestado de veraneantes escoceses, algo más que pasablemente borrachos, que gritaban y alborotaban.
Al mal tiempo, buena cara, insisto, o cuando menos la mejor cara posible, y si pasas la noche medio en vela, por lo menos toma notas para preparar la conferencia que tienes que dar dentro de unos días y a la que debes acudir, estés como estés. No hacerlo sería un quebranto para todos y aceptar una derrota en la pelea menos sorda de lo que te gustaría contra tu salud y tus tentaciones de echarte a la convalecencia.
Al final me levanté y estuve leyendo a Carlos Castilla del Pino. Un ensayo breve sobre la intimidad y la privacidad. Sí, tiene razón, tenemos recovecos en los que no entra nadie, en los que jamás vamos a dejar entrar a nadie, que muy raras veces vamos a compartir, a poder compartir: los secretos que nos sostienen y que pueden destruirnos.
Recuerdo una página de Stevenson, personaje luminoso, en la que este se mostraba convencido de que las acciones nobles, individuales, ennoblecen la vida. G. K. Chesterton, cuando se acerca a su vida, lo hace reprochándole no sé si su protestantismo o el no ser católico, algo, algo poco claro, como si le molestase que alguien no católico pudiera vivir con rectitud, algo que era común entre catolicones. Sin embargo, textos como Oraciones de Vailima rebosan voluntad de bien vivir con arreglo a unos principios morales irrenunciables y de hacerlo en paz con uno mismo y con el prójimo. Una actitud ética, la de Stevenson, de esfuerzo personal en la consecución del bien que no busca refugio en la culpa obsesiva y su perdón liberador, complaciéndose en la falsa humildad del no poder ser mejor, gracias a Dios. Un bien vivir en el que tiene un lugar dominante la benevolencia —el bien querer ajeno: tan difícil… lo decía Wittgenstein en sus Diarios de guerra— y la longanimidad: la constancia de ánimo en las adversidades.
Esas páginas de Chesterton dedicadas a Stevenson son oscuras, inextricables. La invitación al bien vivir de Stevenson no puede ser más clara y mucho más no se puede pedir. El reproche velado de Chesterton resulta antipático.
Revuelo mediático y político por cuenta de las excarcelaciones de presos de ETA. No son excarcelaciones, sino cumplimientos de condena. Guste o no, De Juana, con la ley en la mano, ha cumplido su condena. Pero eso no basta. Ya que no pueden verlo muerto, lo quieren en la cárcel, a ser posible para siempre. Hablar de odio es poca cosa y hacerlo de la reparación del daño irreparable causado a sus víctimas es la cuestión pendiente.
Con el cumplimiento de la condena, ¿se cancela o no la deuda? Está visto que no y que una cosa es lo que decimos, sesudos, otra lo que queda plasmado en las leyes y otra más, lo que de verdad sentimos. Con condena cumplida o sin ella, esa persona está excluida de la vida corriente y condenada a vivir en su gueto.
¿Qué es lo que pensamos en realidad de alguien que ha sido condenado por matar a más de diez personas?
Nos cuesta demasiado admitir que para sus correligionarios es un héroe popular que merece homenajes, mientras que otros lo matarían o lo verían muerto con gusto, o cuando menos entre rejas de por vida.
La crisis: vamos pasando de las teorías y de las profecías apocalípticas a que los descalabros económicos y las ruinas sean algo que les pasa a tus hermanos, tus amigos, tus vecinos… y a los invisibles, esto es, a los trabajadores que salen a las rotondas de los polígonos para hacer ver que les han cerrado el chiringuito y a los que echan el cierre de su pequeño comercio familiar y desaparecen. Eso lo cambia todo.
Leyendo Neruda clandestino, de José Miguel Varas, que compré hace unas semanas en el aeropuerto de Pudahuel: un libro innecesario, por hagiográfico, un auténtico devocionario. Las biografías de los escritores, cuando están escritas por sus devotos, ocultan más que aclaran e iluminan, dirigen tu atención a lo que conviene al culto, al mito y solo a eso. No suele haber pesquisa de la personalidad porque se sabe que esa conduce casi por fuerza a trastiendas indeseadas.
Neruda versus Larrea: el mal bicho que se aprovecha de su éxito social, político y literario para intentar anular a quien no le podía hacer nada o nada más que sombra, peligroso asunto este. Se ve que Neruda no aguantaba a nadie que pudiera hacerle sombra. Su público y sus incondicionales le ayudaron en la faena. Y Larrea salió mal parado, oscurecido. El éxito de Neruda le exime de ser juzgado en su ruindad y en sus miserias. Muchas o pocas, las suficientes para nutrir esa cara negra que su poesía y la devoción lectora por esta, absuelve.
Terminando la lectura de Paz en la guerra, de Unamuno, para escribir un prólogo. Una novela que se ha convertido en una trinchera del antinacionalismo vasco, desde cuyas filas se afirman cosas que no están en la novela ni por asomo. Leyéndola no aciertas a saber en dónde pueden encontrarse argumentos sólidos contra el nacionalismo, tanto el sabiniano como el actual. Unamuno entona el réquiem de una sociedad de leyes viejas, y de mucho Jaungoikoa, por supuesto, que se abanderó con los carlistas, frente a una sociedad nueva, urbana y comercial, que lo hizo con los liberales. Sacar conclusiones para el presente me parece excesivo, una de tantas manipulaciones históricas donde se busca munición oxidada para disparar con los trabucos del presente.
Releo al, para mí, antipático Elías Canetti en un certero ensayo sobre la escritura de diarios: Diálogo con el interlocutor cruel. Poco más se puede decir sobre esta cuestión que hoy no pasa de ser una moda literaria, una especie de encaje de bolillos en el que cuenta mucho más la virguería estilística, los tonos, que la vida puesta en el tablero.
Para Canetti el diario es un espacio en el que quien lo escribe conversa consigo mismo, un soliloquio por tanto, mucho más que un monólogo dirigido al público. Dice escribir sus diarios para calmarse, lo que también es un acierto, y al considerarlos secretos —un diario que no es secreto no es para él un diario—, no destinados a la inmediata publicidad, puede escribir en ellos lo que le venga en gana: un auténtico aliviadero. Algo temible, en la medida en que se hurta al juicio de sus contemporáneos y a la defensa de aquellos no ya aludidos, sino sobre los que se vierten juicios injustos, feroces, mentirosos, calumnias puras, con la apariencia de verdad sancionada con el aplauso de los lectores incondicionales que le han otorgado crédito y han sellado con la página el pacto de que eso que se lee es algo más que verosímil. El futuro inocuo del que habla Canetti, cuándo empieza. ¿Cuándo resultan innecesarios los subterfugios para evitar ser llevado ante los tribunales?
Quien lleva un diario puede preguntarse si esa conversación consigo mismo a la que apunta Canetti —soliloquio— lleva siempre consigo, por fuerza, “palabras absolutas, irrespetuosas y destructoras” para el prójimo en las que ocultamos nuestras peores pasiones tristes, la envidia sobre todo, los celos, la soberbia, los complejos… todo aquello que no forma parte del otro difícilmente soportable, como lo veía Wittgenstein, sino en nosotros mismos, todo lo que nos conviene ocultar. Y en ese convenir o no convenir reside la tensión de un diario, la atracción que produce su falsificación.
En 1942, Hemingway regresó a Pamplona y se sorprendió de que la plaza del Castillo ya no se cerrara con la fachada y porches del Teatro Principal, sino que, en su lugar, se abría una avenida que se perdía a lo lejos. No se aventuró por ella. Al menos no lo cuenta. Para qué, además, si eran medio descampados, casas en construcción, sin tabernas y sin bulla. Se quedó donde siempre había estado, en los porches de la plaza, viviendo, dijo, los días más felices de su vida, que fueron los últimos. Iba a cumplir sesenta años y se iba a matar poco después.
Pero a la vista de esos cambios, casi los primeros que experimentaba la ciudad y cambiaban de verdad su fisonomía, hizo una reflexión que me parece interesante. Dijo que no era que la ciudad hubiese cambiado o que las ciudades lo hiciesen, sino que tanto él como todos los que nos dolemos de esos cambios, sencillamente envejecemos. Eso es lo que nos duele, que el paisaje de nuestra infancia ha dado paso al paisaje de la infancia de otros, que esa cuadrícula que nos es tan ajena conformará la manera de ser de otros jóvenes que, a su vez, verán un día otros derribos…
L’invidia. Habla de ella Georges Steiner en uno de los textos que componen Los libros que nunca he escrito, titulado así, Invidia, a propósito de un libro de un autor que desconocía, Cecco d’Ascoli, astrólogo, erudito, muerto en la hoguera en 1327, dejando a su espalda una obra hermética, L’Acerba, y una leyenda de oscuridad y misterio.
Steiner habla de un personaje envidioso y envidiado, perseguido por la envidia y cita dos versos
L’invidia a me à dato sí de morse
Che m’a privato di tutto mio bene[1]
Pero al margen de que Cecco envidiara a Dante y tratara con torpeza de emularlo, Steiner se pregunta con Goethe: “¿Cómo puedo ser yo si otro es?”.
Steiner apunta algo en lo que se repara poco: pasamos esa página de la envidia demasiado rápido, como algo dado por sabido, aunque sea en falso: “El tema es poco menos que tabú, casi roza lo excrementicio, como intuyó Swift. La sinceridad, el sondear la herida abierta del yo, duele demasiado. El olor que sube desde los rincones del ego es demasiado fétido para respirarlo”.
Cita el caso de Mozart y Salieri, y apunta algo muy probable: que esa es una leyenda, basada en una mentira, en la que hay un perjudicado histórico, alguien que no pudo defenderse y que conviene como ejemplo cuando se trata de defender al canalla que gracias a su claque invierte el ser un envidioso atravesado en ser un inocente, puro, bueno incluso, y un virtuoso envidiado que nada sabe de las insidias que propala o hace que otros propalen por él.
Esta tarde he ido con un amigo a Artesiaga y hemos ido subiendo hacia Okoro. Al fondo, el Baztán, Lekaroz, las casas de Arrazkazan, mi barrio de los últimos años, y más lejos Azpilkueta y Maia. Y cerca de donde estábamos, cuando se ha despejado la niebla, los montes que están encima de lo que llaman la balsa de las Ranas. Me gusta ese paisaje, mucho, que no es mío más que en la medida en que he vivido unos años a su vista. La niebla espesa solo lo dejaba ver a ratos y arriba hacía frío. La niebla, no hay peor enemigo cuando de hablar de tu dichoso lugar en el mundo se trata. Induce al engaño; hasta el espejo más nítido, ese cuya calidad se mide con el canto de una moneda fuerte, lo hace. Ni casa solariega ni tierra ni raíces. Nada, uno más en el aluvión.
Abajo, ya de vuelta, el barranco por el que se despeñó Antonio G.E. Buena faena me hicieron hace cuatro años, cuando sus amigos del alma, que ya no eran los míos, me echaron encima a la Guardia Civil que salió en mi busca, pateó la puerta de mi casa creyendo que estábamos dentro y acabó en un público “¡Acompáñenos!”. Como si anduviera falto de leyendas negativas. Jamás lo tuve escondido en mi casa, como propaló la propia familia y todos sus allegados. Pero la mentira les animaba los potes, que es de lo que se trata, de los potes y de escacharle la fama a alguien.
De nuevo la ciudad, el verano, las noches largas, casi en vela, la confianza que no puedes perder en el médico al que acudes y no conoces, la esperanza en que las molestias y los dolores mejorarán con el tiempo, y enseguida las caminatas por los alrededores, tan diferentes a las de San Juan de Luz, a las de Legate, cuando vivía en Sutegia, y echando las peores cuentas, esas en las que no se puede perder un instante, las del suma y sigue de lo que no vuelve. No hay tiempo que perder. Eso y la leyenda del Caballero de los Leones que se niega a que le arrebaten el ánimo, viene animando mis pasos.
Tenía previsto encontrarme con Celia Fernández y Carlos Castilla del Pino en Santander, pero hoy me entero de que no podrán asistir, porque Carlos está hospitalizado. Había aceptado la invitación al curso solo por encontrarme con ellos, porque las ganas que tengo de dar una conferencia sobre los diarios son nulas.
Les he puesto un mensaje, pero luego le he llamado a Celia. Dice que Carlos está mejor, que no puede comer.
—Está con mucho apetito, pero eso parece buena señal —dice, y me pasa a Carlos. Al principio habla con una voz débil, luego con el vigor de siempre.
—Tenemos que vernos y conversar. Es muy descansado conversar, ¿verdad?, sin malentendidos, sin reservas, con libertad… ¿A que no sabes cuántos años tengo?
—Ochenta y ocho —le digo.
—No, ochenta y siete, todavía no he cumplido los ochenta y ocho —me replica.
Me pregunta por mis viajes. Le cuento de Edimburgo, de Bolivia, de Valparaíso, de Bucarest…
—Tú eres un hombre de acción. Necesitas moverte, pero tienes que escribirlo, tienes mucho que escribir, date prisa.
Parece que Carlos es de los que no se queja nunca, que sabe que la queja equivale a rebajarse y a desertar, a admitir derrotas antes de tiempo y eso mina la moral. A poco que reflexionemos sobre ello, ni siquiera representa un verdadero alivio. La queja es un desahogo casi instintivo, incontrolado, y una búsqueda en falso de compresión y consuelo ajenos, que el prójimo está muy lejos de poder darnos; una conmiseración que, vista desde fuera, resulta ridícula. ¿Buscamos que se apiaden de nosotros? ¿Para qué?
—Te queremos mucho —me dice Carlos.
No creo que él sepa lo que su amistad significa para mí. Le digo entre risas que es el maestro que nunca tuve y eso es, en buena parte, verdad, en la medida en que no los tuve, porque si de profesores universitarios se trata, yo recuerdo con auténtico asco a los míos. Muy a menudo, en esa hora de las cinco de la mañana, cuando me pongo a trabajar, me acuerdo de él y de su coraje. A mí me enorgullece su amistad y su confianza me ha compensado de muchos sinsabores estos últimos años.
Me dice que ha vuelto a leer La casa del rojo y que le ha gustado más que la primera vez. Por lo visto había ya preparado su intervención del lunes por la tarde sobre ese diario. Estoy seguro de que me habría metido en algún atolladero.
Max Aub en su diario: qué dolor y qué amargura reflejan sus anotaciones del regreso tardío a España, las de 1972, las coetáneas de La gallina ciega, ese libro de la memoria que recuerdo haber leído con pasión (Ramón Irigoyen no andaba muy lejos). Yo tengo a Max Aub como uno de los grandes escritores del siglo xx. Cuando un escritor te deslumbra de joven es difícil olvidarlo.
El retrato que hace de la sociedad que se encuentra es despiadado. El retrato que hace de Cela, que hizo de la literatura un negocio y de la dedicación a este un deporte, no puede ser más corrosivo: todos los antipáticos rasgos señalados por Max Aub acabaron siendo los adornos de su personalidad mediática.
Pero me interesan más las anotaciones personales: el cómo se tenía que pagar las ediciones de sus libros, la falta de éxito de libros que hoy son de referencia obligada —los Campos por ejemplo—, sus empeños contra viento y marea, la constatación del naufragio generacional… Ese “¡Qué vida la tuya, echada a perder!”, escrito a la muerte de su amigo Juan Chabás.
Y por encima de todo me interesa la expresión de una furia, de una vida en tensión, en estado de insatisfacción personal, con el drama del exilio y la derrota a cuestas.
Je voudrais pas crever… “No quisiera reventar antes de haber conocido los perros negros de México que duermen sin soñar…” Lo escribió Boris Vian y lo cantó más tarde Serge Reggiani. Aquellos versos, publicados por Jean-Jacques Pauvert en 1962, fueron casi una divisa para gente de allá lejos y hace tiempo; y de ahora mismo también. Nuestra divisa. Unos estuvieron allí, y hasta más lejos, en Las Encantadas, las islas de Melville; alguno desapareció de manera violenta por el camino, “abandonado a sí mismo”, como dicen los escoceses de los que se van de propia mano; otros, por fortuna, seguimos en la escorredura, mitad sedentarios, mitad errabundos o culos de mal asiento, en la ruta de las islas flotantes, en el camino del verdadero regreso… como podemos.
George Steiner entrevistado para El País. Da envidia esa vida que aparece tan plácida en el papel couché. No puedo saber si esa placidez es verdad, no podemos saber lo que esconden las representaciones de las vidas ajenas, sus puestas en escena, por sí mismas o por el empuje mediático.
En todas las casas hay un pequeño tesoro, dice Steiner, y le muestra al entrevistador beato el piano de Darwin. Hay veces que es la propia casa la que es un tesoro.
Pero gracias a la hipocresía lectora, la entrevista se ha rodeado de inmediato del halo del escándalo.
Al margen de si las páginas eróticas son o dejan de ser escandalosas para los profesores universitarios, o de esa cita estupenda de Samuel Beckett —“Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”—, lo que sorprende por su veracidad y lo que produce escándalo, por lo mismo, es esa denuncia de la hipocresía social que denuncia el racismo, pero si a la casa de al lado se le traslada a vivir una familia jamaicana que tiene seis hijos y escuchan reggae y rock and roll todo el día, y ve cómo su casa se deprecia, entonces aparece el verdadero rostro del racismo y el no racismo.
Zonas oscuras, llama Steiner, a esos terrenos de nuestra privacidad, de nuestra inconfesable intimidad, donde guardamos nuestros temores más vitales.
Y por si fuera poco señala que en el nacionalismo, en el vasco en concreto, hay una incapacidad de aceptar el mundo exterior ligada al misterio, a la rareza y al poder de su lengua… “Pero no estoy seguro de nada. De lo que sí que no tengo dudas es de que es un problema gravísimo.”
Le importa más alertar sobre el odio étnico… una sangrante realidad, como la del paro, como la de las estampidas migratorias, como la del poder de las mafias y la delincuencia financiera impune… Grosz, siempre me aparece Grosz al fondo de esa escena. Creemos estar blindados para el horror de una guerra. No sabemos cómo puede desencadenarse.
En Santander. En el Palacio de la Magdalena, a donde ha tocado venir, invitado por Celia Fernández y Carlos Castilla, para hablar del diario, como “diarista”, otro palabro para completar la trituradora académica en la que ha caído eso que antes era un vicio más o menos secreto, una herramienta de secreta venganza, y se ha convertido en un género.
He titulado mi intervención algo así como “El diario: del soliloquio al monólogo”, que es en lo que se convierte el diario una vez que se piensa y proyecta para ser publicado y leído antes que después. Ni Celia ni Carlos han podido venir, claro. Carlos sigue hospitalizado. Una verdadera lástima.
No había vuelto a Santander desde un momento particularmente malo para mí, el verano de 1989, cuando me invitaron a un “martes literario”, al que no acudió nadie, un compañero de colegio que se encontraba allí no sé si de veraneo o por casualidad. El aula donde tenía que hablar estaba ocupada por una punta de japonesas con faralaes.
En estos encuentros académicos —que para los universitarios son de pingüe turismo académico— se crean unos espejismos de relaciones curiosos. Crees encontrar a alguien con quien compartir una parte de tu mundo literario, pero el paso de los días y otras amenidades del trato social, hace que no vuelvas a tratar con ellos en tu vida. No hay que engañarse. Una cena con gente del mundo universitario te hace ver que tú no perteneces a él ni por asomo y que ahí solo eres un adorno. De carcajada ha sido un encuentro con Paco Rico and wife. Se apagó tu estrella, ay, que me troncho, a dónde se fue tanta estima. Villon. Baladas de los amigos de antaño.
De vuelta a casa hemos parado en Bilbao para ver el Guggenheim que D. no conocía. Una estupenda exposición del objeto surrealista y otra, para mí decepcionante, de Muñoz, escultor de los enterados madrileños, cuya muerte prematura le añade un plus de malditismo o algo así. Muy celebrado con unción mistérica por quien tiene alguna obra suya en su colección. De los fondos del museo, ni rastro: barraqueo de feria, engañabobos.
En la cola del guardarropa me he tropezado con Carlitos Labora, personaje de Cornejas de Bucarest. No sabe que lo es, pero tal vez lo sospeche. Medró mucho a la sombra del felipismo. Tuvo ojo. Siempre lo tuvo para orzar con el mejor viento. Ya fuera con el franquismo terminal, con el calvosotelismo y con el felipismo. Batiendo palmas rocieras en el entorno de Moscoso se hizo con un pesebre de categoría de por vida. Eso le permite ser descortés, abusivo en el trato con aquellos a quienes considera inferiores. La última vez que le vi, hecho, según él, un dandi, fue frente a un escaparate de la librería Antonio Machado. Yo estaba dentro, él en la calle. No nos vimos. Sus oscilaciones le hacían parecer un dominguillo. Hoy estaba a uvas sordas, los ojos inyectados, los tufos pegoteados al cogote con la madrileña gomina de reglamento. Taurino él, habrá venido a las corridas de la Semana Grande. Siempre le gustó ese ambiente de los hoteles de los taurinos, los flamencos, las putas, los copazos, la gente de apellido… su salsa.
Hacer cola y no hablarse con la gente espantosa que has conocido en la vida tiene su miga. Tú también lo eres, para ellos: espantoso. Tanto barullo y tanto discurso de la Amistad para esto. Una historia, pequeña, común borrada en el encono con un sesgo de payasería, de ridículo, de esa mala traza del patán y de esa peor traza del señorito de pueblo. Hemos salido de un mundo en el que el odio basado en la ideología, en la clase social y en la casta es el mejor engrudo social, la manera más firme de levantar un nosotros exclusivo y excluyente.
Al regreso me entero de la muerte de Kiko Rivas, a quien conocí en Madrid en casa de Juan Manuel Bonet. La última vez que le vi, hace ya unos años, en el De Diego, estaba irreconocible. Recuerdo que le pregunté a ver si era él. Le hizo gracia la pregunta. Me dijo que vivía en un molino y me invitó a visitarle sabiendo que no iría. No le traté lo suficiente como para saber de su otra cara, la que dicen haber padecido otros. Solo sé que hicimos buenas migas.
Unas acertadas líneas de Mauricio Wiesenthal en El snobismo de las golondrinas: “… las plumas de la difamación que dispersan los envidiosos y que nadie, ni siquiera ellos mismos, pueden ya recoger si un día se arrepienten de su maldad”.
Envidia, difamación, calumnia… otros tantos nubarrones que rondan los diarios, según apunté en mi conferencia del otro día, y sobre los que nadie se atreve a reflexionar.
No nos entendemos, no queremos entendernos, preferimos el prejuicio, la idea preconcebida, la visión torcida, por propia e irrenunciable, y hablar de nosotros mismos no es la mejor manera de ponernos en claro. Ni sabemos encontrar el tono o las palabras adecuadas ni contamos con que quien las escucha o lee, escucha y lee lo que le da la gana o le conviene.
Recurramos a una cita de Juan de Mairena:
Cuando un hombre algo reflexivo —decía mi maestro— se mira por dentro, comprende la absoluta imposibilidad de ser juzgado con mediano acierto por quienes lo miran por fuera, que son todos los demás, y la imposibilidad en que él se encuentra de decir cosa de provecho cuando pretende juzgar a su vecino. Y lo terrible es que las palabras se han hecho para juzgarnos unos a otros.
La de perdonar los agravios recibidos es una gran cuestión, pero más importante es saber en qué medida los hemos provocado contestando cuando podríamos haber callado o, incautos, poniéndonos delante del envidioso. El que empuja cuenta siempre con que no contestes. Está seguro de su impunidad.
¿Es posible renunciar a la venganza o lo que nos frena es la posibilidad de recibir más daño y disfrazamos esa precaución de virtud moral? Más bien lo segundo. Las virtudes morales andan siempre muy confundidas con las conveniencias y las convenciones sociales. Nuestra verdadera intimidad es un lugar oscuro, casi impenetrable.
En el periódico la noticia de la muerte de Juan Alonso del Real, a quien había olvidado por completo. Lo recuerdo como un tipo de genio. La última vez que nos saludamos fue en la plaza del Castillo, poco después del suicidio de un amigo común. Era un excéntrico total. Luego, mucho después, estuve con su hermano Guillermo en Madrid. Recuerdo cuando llegaron a Pamplona, a mediados de los sesenta. Juan era un tipo desastrado, locoide, muy simpático y surrealista a ratos. Lo recuerdo en casa de Marie-Paule, en aquel ambiente espeso en el que se movía K., los años antes de su suicidio. No tenía ni idea de que se hubiese dedicado a trabajar sobre el fantástico capitán Contreras.
Solo sé lo mucho que pierdes por no prestar suficiente atención.
Una caminata de tres horas por el barranco de Amocain, hasta el portillo de Lacarri. Al otro lado, la umbría de los hayedos, la espesura; hacia Egües, los abetos, los pinares, el boj, los robles achaparrados. Aparece un perro abandonado perdido con la pata rota, perdido, no sabe hacia dónde ir, si nos acercamos, huye. Pasamos un buen rato, pero con la congoja a cuestas. Así es muy difícil dar nada a nadie, no das más que dolor, sombra.
Amocain, en el camino de Francia, uno de los caminos, que la leyenda sitúa como el lugar donde Guillermo de Aquitania mató a su hermana Felicia, en una época incierta, esa que los escritores sanchezmacescos del franquismo decían que “se hurta a la memoria”.
En Amocain, casa fuerte con torreón, iglesia, posada, lo que fuera, no queda nada, ruinas. Se han llevado la portalada, los canecillos, el aguabenditera. Los escombros ocultan el piso de la capilla.
Amocain está, como digo, en una de las primitivas rutas de Pamplona a Francia. Es posible que fuera esta la que cogieron Robinson Crusoe y Viernes cuando salieron de Pamplona porque en los puertos había varias varas de nieve. Defoe demuestra en ese pasaje del Robinson saber muy bien cómo salir de Pamplona. Un lugar de leyenda, y si no fuera por las marcas de rodaduras en la pista que pasa junto a las ruinas, se diría que por ahí no pasa nadie. Un lugar en el que sientes estar lejos, cuando en realidad lo estás a la vuelta de las urbanizaciones de medio lujo, de las casas en venta que nadie compra, de la ciudad expandida.
“Es judío, se apellida López”, me dice uno… y para decirlo, baja la voz, en plan confidencial, casi furtivo. Un tono aprendido, mamado desde la infancia, un tono que hace clase, casta. Esas son las zonas oscuras a las que hace un par de semanas se refería Steiner. ¿Una cuestión de educación? Muy probablemente, pero también de un racismo soterrado, retorcido, muy de razas superiores y de razas inferiores. Es raro que revisemos los prejuicios que sostienen el yo dentro del nosotros familiar y social, distintivo.
El amor de la historia se advierte en ese huronear en las páginas de Galdós, en su Zumalacárregui o en su Mendizábal, o en las de Paz en la guerra, de Unamuno, no a merced de la seducción literaria, sino a la búsqueda de argumentos para el encono. Unos son iletrados, matones casi profesionales, gente que ve frustrada su agresividad y la tiene que descargar en el gimnasio, en el vivir a cara de perro. Sus padres hicieron la guerra y les legaron la chulería de los vencedores. Otros sin embargo ofician de universitarios, de profesores, de faros sociales, pero su objetivo es el mismo. Al otro lado de la trinchera las cosas no son muy distintas.
Clarice Lispector en Aprendiendo a vivir: “Ya sé qué es lo que se llama verdadera novela. Sin embargo, al leerla, con sus tramas de hechos y descripciones, solo me aburre”. Lispector pone la atención en que, cuando ella escribe, lo que la guía es un cierto sentido de la búsqueda y del descubrimiento “no de la sintaxis en sí, sino de una sintaxis que se acerque y me acerque lo más posible a lo que estoy pensando en el momento de escribir”. Ella dice que nunca ha escogido el lenguaje, “lo único que he hecho es irme obedeciendo”. Exacto. Solo así se pueden echar fuera las voces que parecen habitarnos. Nada que ver con la escritura como taracea, sino como aluvión, como verbo… liberadora, de verdad creativa.
El miedo: un poderoso e intenso ingrediente de la espesa mazamorra de nuestra época del que solo se habla cuando se toman medidas, todas, todas, para protegerse de la sucesión de inseguridades, de los posibles ataques, de la inquietud de la inquietud y del miedo al miedo. Una auténtica pandemia. Nos damos miedo. Y frente a eso poca protección cabe.
Holbach decía algo muy certero: el católico no tiene ninguna obligación real hacia su prójimo; la tiene hacia sus clérigos y sus jerarquías que le absuelven de todas sus pifias, de sus inmoralidades, del daño impune y jamás reparado que causa al otro, del que se beneficia. Puede hacer lo que le dé la gana. Le basta con mostrar arrepentimiento, algo que nadie puede medir si es verdad, y soltar una dádiva a modo de penitencia, preferentemente a la orden a cuya guarda ha colocado su vida, en lugar de al perjudicado por sus acciones. Los especuladores, los que viven de aprovecharse de las necesidades del prójimo, suelen ser católicos de primera, esto es, más católicos que los que viven con el agua al cuello. Les basta con reservar una parte de los beneficios para obras pías.
El catolicismo hoy como una ideología política, un ventajoso sustituto de esta o como un adorno de una clase social que aspira a ser la dirigente en la sociedad de la autoridad y la vigilancia.
“¿Qué hacer para ser dichoso?”… a cierta edad es una de las muchas preguntas que es mejor no hacerse, que de hecho no te haces. Y hables o dejes de hablar de cambiar de mirada sigues en lo que estabas, como estabas… y citas a Montaigne, donde dice que más no puedes hacer… ¿De verdad que no puedes hacer más? Más preguntas que es mejor no hacerse.
La enfermedad te trastorna. La vida, tal y como la llevabas, ordenada, desordenada, poco importa, se detiene. Irrumpe la enfermedad, lo altera todo. De nada valen previsiones ni proyectos. Tus obligaciones, de pronto, son otras. El tiempo se mide de otra manera. Aparece la espera. No tienes atención más que al dolor, a los resultados de los análisis, a la cifra de fiebre que certifica el termómetro, a los escáneres, las ecografías, las biopsias… Aparece el miedo y también las posturas de matasiete, pero sobre todo el miedo, cercano o lejano, a perder la vida; el miedo y la certeza de la vida no vivida o vivida a medias: la verdadera trama de la comedieta.
La fosa de García Lorca. Dejando a un lado quién o quiénes están enterrados en el lugar donde se dice que están los restos de Federico García Lorca, la actitud de los herederos del poeta ante la orden del juez Garzón de abrir esa fosa refleja bien cuál es la actitud nacional ante la apertura de fosas comunes e identificación de restos de asesinados en la retaguardia, al tiempo de la Guerra Civil y en la inmediata posguerra.
Mientras que Fernández Montesinos, descendiente a su vez de otro asesinado, dice que va a demandar a Garzón por ordenar la apertura de la fosa, su sobrina no se opone a la exhumación de restos. No es este el único caso que se ha dado, entre herederos de las víctimas del franquismo, de no querer abrir la fosa donde pueden estar los restos de sus familiares. ¿Los motivos? A cada cuál los suyos. Depende mucho de cómo se ha vivido esa ausencia y ese atropello.
La diferencia es que el asesinato de Federico García Lorca dio enseguida la vuelta al mundo y desde 1936 ha inspirado miles de páginas literarias y de investigación histórica, alguna película y hasta canciones. Se convirtió enseguida en todo un símbolo de la represión franquista, más en el exterior de España que dentro, donde miles de ciudadanos, convertidos en apestados sociales o en invisibles, tenían otros “Federicos” que no eran poetas famosos. Por eso, la decisión del juez Garzón de ordenar la apertura de la fosa ha sido tan señalada por el periódico francés Le Monde, país en el que su muerte tuvo una gran repercusión.
La decisión del juez Baltasar Garzón ha supuesto un acelerón en lo que se refiere a la asunción de la memoria histórica y no ha gustado nada a los del “Mejor no remover”. Lo de menos es que en la fosa cuya apertura ha ordenado el juez Garzón estén los restos de García Lorca, porque lo cierto es que por esos parajes hay restos de fusilados sin juicio, esto es, de asesinados.
Hace dos días, los titulares sensacionalistas de la prensa de Madrid decían que el juez Garzón había llevado a Franco a juicio. Mucho titular para poco juicio. En el interior se ofrecían, a modo de picota, las fotografías de algunos de los acusados de crímenes contra la humanidad.
Toda esa parte de nuestra historia está por escribir con detalle y exhaustividad, gracias a todos los que, franquistas y no franquistas, han impedido que, hasta hace nada, se pudiera siquiera investigar: negativa maliciosa a acceso a archivos, ocultación y destrucción de documentación, prohibiciones políticas y policiales, actitudes conniventes con las autoridades franquistas o herederas sociales de aquellas (no convenía “indisponerse”), volatilización de memorias originales que figuran en los inventarios de bienes de interés cultural elaborados por gobiernos como el navarro.
Habría que ir más lejos, habría que declarar ilegales y nulas de pleno derecho todas y cada una de las leyes de contenido represivo y político dictadas al amparo de la victoria de la guerra, y solo por ella legitimadas, y en consecuencia, de todos y cada uno de los procesos penales, tanto militares como de jurisdicción ordinaria o de excepción (espionaje, bandidaje) emprendidos a su amparo. Eso sí que equivaldría a desautorizar por completo a un régimen como el franquista. Pero no se hizo en su momento y ya no creo que se haga.
Apoyo sin reservas que se abran todas las fosas comunes que se puedan y se identifique a los autores de los crímenes, porque algunos quedan, y quedan testigos, los últimos, de quiénes fueron los autores materiales de las fechorías cometidas al amparo de un clima de impunidad total, cuando no con arreglo a listas elaboradas con anterioridad al alzamiento militar, gracias a la ayuda de civiles que por su oficio conocían los entresijos de la ciudad en la que vivían y conservaron, hasta muy tarde, la documentación que había servido para lo que por ejemplo Mola calificaba de Escarmiento. Si los nombres de los autores de las fechorías que ahora pide Garzón no salieron a la luz en los setenta, no creo que vayan a salir ahora. De lo que no estoy tan seguro es de que el reconocimiento y reparación de las víctimas, y de sus familiares, pase en exclusiva por este proceso. Lo que importa es la longitud y alcance de su recorrido. Y ese está por ver.
Centenario de Oteiza. La jarca de la necrofagia cultural está de enhorabuena y los gorrones acuden al arrimo del pesebre. El manterolismo recreativo es la niebla que cubre hoy a Oteiza. Es la gente contra la que escribió y vivió Oteiza, poeta Maverick, contra todo y contra casi todos y ante todo, contra sí mismo. Contradictorio, paradójico, exasperante, pasto de estudiosos que reducen su torrente verbal, visionario e imprecatorio, a farfolleta, análisis académicos, cuanto más abstractos y menos conflictivos, mejor, y sobre todo fuera, lejos de la sociedad para la que escribía Oteiza, enemigo de oficialidades, amigo de las instituciones, de unos, de otros, nunca a gusto con nadie, y que dijo que no moriría de viejo, sino de rabia.
Leyendo al padre Brown: los alardes de fe católica de Chesterton acaban siendo empalagosos, cuando no plenamente estúpidos, pero muy festejados. Exhalan un tufo revenido. Esa necesidad de afirmación agresiva de la propia fe, tan propia de conversos, no invita a compartir nada, al contrario, invita a cerrar la puerta. Creencias antipáticas. Más hoy, que se han convertido en munición política, si es que alguna vez habían dejado de serlo.
Luz de otoño en San Juan de Luz. El mar saltando violento por encima del dique que cierra la bahía. Parece que fue ayer cuando me asomaba a diario a esa bahía, y fue ayer. Las cosas se acaban sin tu consentimiento, a pesar tuyo, y es mejor no volver sobre ellas.
Caridad cristiana de una catolicona cuando se habla de un suicida que no logró su objetivo: “¡Desgraciao!”. Se ve que lo sentía como un agravio y que lamentaba que no hubiese conseguido su objetivo y se hubiese condenado, sin remedio. Le temblaba la boca de pura rabia. ¿Falsa mansedumbre o santa cólera? Qué más da, un asco.
Sobre los justicieros del pasado y, los más peligrosos, los que pasan la esponja sobre las infamias del pasado, apelando a la calidad de la prosa y solo a la calidad de la prosa, leo unas líneas Teodorov en Les abus de la mémoire (1995) que me parecen muy reveladoras, e incómodas, y que cuando menos invitan a revisar nuestras inquietudes: “Otro motivo para ocuparse del pasado es que nos permite apartarnos del presente y a la vez nos aporta los beneficios de la buena conciencia […]. Denunciar las debilidades de un hombre bajo el régimen de Vichy me hace aparecer como un valiente combatiente de la memoria y de la justicia, sin exponerme a ningún peligro ni obligarme a asumir mis eventuales responsabilidades de cara a los sufrimientos contemporáneos. Conmemorar a las víctimas del pasado resulta gratificante, ocuparse de las del presente incomoda”, idea esta que retoma en Mémoires du mal, tentation du bien (2000), y donde decía incomodar, dice que “es más delicado”.
¿Quiénes son las victimas del presente? No es que no sea fácil saberlo, sino que es preferible ignorarlo. Con declaraciones generales, opiniones sobre lugares a los que nos asomamos como si de un espectáculo se tratara, cumplimos, nos salvamos. Además es mejor sostener que en nuestro entorno no hay sufrimientos y abusos susceptibles de que nos ocupemos de ellos y tachar de revanchistas, de vengativos a los que lo hacen de los del pasado y de totalitarios a los que lo hacen del presente o, como mínimo, se ocupan de poner en tela de juicio este sistema del mejor de los mundos posibles, inamovible. Sin darnos cuenta nos alineamos con el poder, con el sistema, leales servidores, venales también.
Un día se te pasan las ganas de escribir de tu ciudad (o eso crees, mejor no lo olvides). Por muchas vueltas que le des, no ves sus “encantos”, no puedes verlos y te asombras de que otros los vean.
Tu ciudad… Es mucho decir. Un día te das cuenta de que no tienes ciudad, de que estás tan de paso como de más. Equívocos sobre equívocos.
Nací y viví demasiado tiempo en ella. Si ahora estoy aquí, desde donde escribo, es porque no me queda otro remedio. Mi ciudad, como yo mismo, ya fue. A veces camino sin rumbo. Muy pocas cosas de lo que fue y contó en mi vida permanecen.
Ahora vives aquí como si estuvieras de paso, y no lo estás. Evitas decirte “para siempre”. Y olvidas, sobre todo olvidas.
Se te pasan las ganas, dices, y a la vuelta de una de esas caminatas ya estás aplicándote a la sandia evocación, a la maldita estampita, al episodio agónico.
Bondad, maldad. Todo depende si el otro se pliega o no a nuestros deseos o caprichos, o ve o deja de ver las famosas “cosas” como nosotros las vemos, o participa de nuestra fe religiosa o política, o si es un obstáculo natural para nuestros objetivos. De si es como nosotros o distinto, peligrosamente distinto. Confundimos la simpatía y la mera cortesía con la bondad. Lo confundimos casi todo. Nuestro conocimiento del otro es por fuerza limitado y, en cambio, nuestra capacidad de autoengaño, enorme. Las sorpresas están aseguradas. La mentira, la injuria, si son aplaudidas, dejan de serlo para convertirse en gracias. Todo depende de qué lado estemos. Vamos a tentones, extraviados en una oscuridad, en un bosque cerrado, intentando sobrevivir, chocando, defendiendo nuestro hueco.
Las noticias que aparecen a diario sobre la Guerra Civil española, me han recordado el comienzo de un “Memorando para el cincuentenario de la Guerra Civil española: 1936-1986”, escrito por Guido Ceronetti y publicado en L’occhiale malinconico. Dice Ceronetti que para ayudar e incitar a pensar —en torno a asuntos bien actuales: todo lo que nos angustia, el mundo, las guerras, en la verdad fundamental que es el dolor de la Historia, y también a elaborar un pensamiento abstracto— la Guerra Civil española es inagotable.
Ceronetti, en 1986, hace veintidós años, certificaba que la Guerra Civil estaba todavía pendiente, no de ser contada, sino de ser pensada, al estilo, dice él, de la Revolución francesa. Pero eso no interesa ahora. Lo que ahora interesa es el relato menudo, la apertura de fosas, la exhumación de historias.
Cuando alguien dice estar harto de la Guerra Civil (es común escucharlo) no dice de qué está harto. Por lo general suele ser gente de derechas, porque el “no remover” se ha convertido en un principio ideológico. Todos los días aparecen nuevos horrores cometidos en la retaguardia, venganzas, crueldad, barbarie, maldad organizada, odios de clase, revancha, escarmientos y casos de mala intención por parte de la jerarquía católica. Repasas los casos particulares recogidos en Navarra 1936, de la esperanza al terror
te das cuenta de que eso no se ha acabado, de que las buenas palabras de “reconciliación nacional” se parecen demasiado a las de un “punto final” de obligado cumplimiento, porque ya no se trata de entonces, sino de ahora.
La de escritor es una profesión de riesgo. A veces. No siempre. No por fuerza. Son del dominio público los riesgos que corre un escritor si quiere hablar con la necesaria libertad del islam, de su religión, de las barbas de su profeta, de los libros sagrados, de lo intangible intocable, de las abusivas creencias que se imponen frente a todos, en una sociedad en la que no todos estamos aburridos de profetas, de todos los profetas.
Empieza a no ser raro el caso de escritores que, denunciados por comunidades religiosas, se las tienen que ver con un tribunal. Unos casos resultan menos conocidos que otros. Ni siquiera los editores —Inglaterra, EE.UU.— editan los libros que traten remotamente de asuntos relacionados con el Corán por temor a las represalias no de los espontáneos, sino a las que se ordenan en las mezquitas, asunto este al que aquí no se le presta la necesaria atención. Las relaciones entre religión y política están lejos de haber desaparecido.
Al fundamentalismo no le gusta la libertad de expresión. ETA es la prueba más cercana que tenemos. ETA y su ortodoxia. Los disidentes, los adversarios, los que se atreven a escribir lo que no le gusta a la organización, la pagan. Es del dominio público y no se puede silenciar o negar que hay gente que ha tenido que poner tierra de por medio para no ser víctima de sus ajustes de cuentas. Alguno ha pagado con su vida la arrogancia de escribir con libertad, con arreglo a su conciencia. Recortar la libertad de expresión poniéndole límites es el primer paso de un mundo autoritario.
Pero al que detenta el poder social y político tampoco le gusta que hablen de él de manera no ortodoxa. Y a quienes se aprovechan directamente de sus beneficios, tampoco. Aquí no parece haber más que una verdad. Y eso es muy cansado. Hablar de lo que uno tiene delante de las narices tiene un precio y la muerte civil no es el más caro de todos. Hay muchas maneras de perjudicar a un escritor y de hacerle la vida imposible con la misma impunidad con que se abofetea a un hombre maniatado y con los ojos vendados. Pero, claro, esto es tan subjetivo que hasta pasa por imaginario. Sobre todo con una copa en la mano y entre amigos, entre secuaces, entre bávaros del Baviera o matones y pistoleros del asador de Romo.
Los casos de recortes, amenazas a la libertad de expresión de los escritores son demasiado numerosos, el asesinato de Anna Politkóvskaya cuando estaba escribiendo un artículo sobre torturas en Chechenia o la persecución oficial de la que fue objeto el Premio Nobel Pamuk por sus trabajos sobre el genocidio armenio —asunto este que denunció hace muchas décadas Franz Werfel en Los cuarenta días de Musa Dagh—, no son más que dos ejemplos entre muchos otros. No olvidemos a los argentinos desaparecidos en los setenta o el asesinato de Víctor Jara o el del boliviano Marcelo Quiroga Santa Cruz.
Hace unos meses saltó a la prensa el caso de un maestro rural francés que había escrito una novela inspirada en el pueblo en el que vivía, no sobre el pueblo, no contra el pueblo, y al que sus convecinos quisieron linchar por haberlos retratado. La gente tiene un alto concepto de sí misma y en esas condiciones actúa, protegida no por las palabras de la tribu, sino por la muy peligrosa “ley de la tribu”. El que empuja cuenta siempre con la pasividad forzosa del empujado.
Silencio, se rueda… o mejor, hagamos ruido y rodemos lo que podamos, si es que podemos, escribámoslo: hay gente que no puede pagar la hipoteca o los préstamos bancarios en los que basaba su negocio o parte de su vida; en la prensa hay anuncios en los que se ofrece dinero en préstamo para poder echar a la gente de los trabajos; cada vez son más numerosos los comercios o lonjas cerrados y los carteles de se vende o se alquila… Nada de todo esto, y mucho más, es real, mas que cuando nos tocan de cerca. Hay ambiente de Georges Grosz en el aire, me digo, pero nadie lo pone en escena. Todavía priva y prima el vivir en el mejor de los mundos posibles. Tengo mis dudas de que la literatura, la pintura, el teatro de los “profetas” de los malos tiempos tenga público. El público huye de esa realidad. El plato del día es la cultura de la bambolla… recalentado, espeso, indigesto… poco importa, bufet libre, aunque cueste un Congo.
La mejor manera de no herir a nadie es estar callado… me digo después de leer esa entrada del diario por completo crepuscular (1984-1989) de Sándor Márai donde este habla de palabras imposibles de olvidar o perdonar.
Hoy hace setenta años