El hombre del cartapacio

EL HOMBRE DEL CARTAPACIO

Y OTROS RELATOS CON HUMOR

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EL HOMBRE DEL CARTAPACIO

Y OTROS RELATOS CON HUMOR

Colección,Logo risa de BilbaoVolumen dos

Pedro Ugarte
Ramiro Pinilla
Ricardo Menéndez Salmón
Miguel González San Martin
Manuel Manzano
Nuria Barrios
Elvira Lindo
Harkaitz Cano
Berta Marsé
Fernando Iwasaki
Editor y prólogo: Juan Bas

A L B E R D A N I A

astiro

Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebajando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía dél, con miedo, para mi madre, y señalando con el dedo decía: “¡Madre, coco!” Respondió él riendo: “¡Hideputa!” Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!”

Anónimo,
Lazarillo de Tormes

Tocaba briosos pasodobles con su viejo acordeón y llevaba colgado sobre el pecho un cartel que decía: PEDIGÜEÑO CHARNEGO SIN TRABAJO OFRECIENDO EN CATALUNYA UN TRISTE ESPECTÁCULO TERCERMUNDISTA FAVOR DE AYUDAR [...] ...le dio la vuelta al cartón colgado sobre el pecho y empezó a tocar el Cant dels ocells con mucho sentimiento. En el rótulo que ahora exhibía podía leerse: FILL NATURAL DE PAU CASALS BUSCA UNA OPORTUNIDAD.

Juan Marsé,
El amante bilingüe

Juan Bas

En el anterior y primer festival La Risa de Bilbao / Bilboko Barrea, Martin Amis, Rafael Reig, Fernando Iwasaki –en su dichoso y desenvuelto cuento una opción sexual opera de salvavidas–, Michel Houellebecq e incluso este infrascrito, llegamos a la conclusión de que no existe la literatura de humor como género, sino libros diversos y de cualquier género que contienen humor. En consonancia, este segundo volumen de cuentos lo he subitulado relatos con humor.

Este año, 2011, el tema del festival –que también ha cambiado el subtítulo a favor de Segunda Semana Internacional de Literatura y Arte con Humor– es el humor surrealista –el alucinante y alucinógeno cuento de Manuel Manzano va bien cargado del mejor humor surrealista.

Si en el prólogo del primer volumen de esta colección de relatos con humor confesé la maldición que arrastro por el mundo de ser un cenizo y un gafe, en éste me toca revelar la importancia que el dedo verde del surrealismo tuvo en mi incipiente juventud y tal vez en el posterior devenir general de mi atolondrada vida.

En 1983, a los veintitrés años, me metí en la épica o más bien insensata aventura de hacer un cortometraje, y además en Bilbao, que por entonces se caía a cachos en todos los sentidos. Seguía de estudiante –es un decir– en la Universidad de Deusto, donde había conseguido llegar a quinto de Derecho con un lastre de asignaturas pendientes –flotantes en un limbo como el del poliédrico y humorísticamente negro cuento de Nuria Barrios–. Pero a esas alturas, o mejor dicho bajuras, ya estaba desvinculado del todo de la carrera y mataba el tiempo entre juergas nocturnas y resacas diurnas con la única y lóbrega perspectiva de tener que irme al año siguiente, agotadas las prórrogas por estudios, al avasallador servicio militar obligatorio.

Algunos de mis también desorientados compañeros de universidad y de jolgorios mantenían, al igual que yo, ciertas inquietudes intelectuales y artísticas. Una noche de canutos y cervezas con ginebra en la diminuta y cochambrosa tasca de la diminuta y obscena Julia, el Ebro o Ebrio de la calle Barrencalle, alumbramos la peregrina idea de ponernos manos a la obra con el fin de perpetrar un cortometraje de ficción, una obra maestra de éxito seguro que nos izaría del fondo del pozo de la inutilidad y la abulia.

Como no estoy seguro de que todos los delitos contra la salud pública y la propiedad cometidos en aquel año hayan prescrito, usaré nombres de minerales para referirme a mis compinches en la epopeya cinematográfica.

El equipo iba a ser reducido, precario y bisoño. De la dirección se ocuparía el aventado Antimonio –más marciano que el padre del irónico y tierno cuento de Elvira Lindo–, quien ostentaba cierta experiencia en la trata de actores por haber trajinado con los aficionados de un grupo de teatro que devino en un sorprendente taller de caricias y suspiros. De encuadres de cámara y narrativa cinematográfica, Antimonio sabía tanto como de derecho mercantil: menos que cero. Y ni siquiera llegaba a roer el listón de una cinefilia de fuste.

Al hosco Pómez le tocó ser el operador de cámara e iluminador. Tampoco en este caso es que fuera Gregg Toland, pero tenía la cámara. Pómez y Bórax, su hermano, se dedicaban a un negociete de fines de semana: hacer vídeos de bodas, lo cual en 1983 era todavía bastante novedoso. Estaban impagando las letras mensuales –sortearon el embargo hasta la sexta– de una cámara Sony del sistema U-matic, lo más profesional en vídeo de la época. La cámara era un aparatoso artefacto que había que manejar con trípode o teniendo un hombro de costalero de paso de Semana Santa. Precisaba mantenerla unida por cable al magnetoscopio, tamaño maletón de emigrante –o como el cartapacio del pobre hombre que protagoniza el brillante y trotón cuento de Pedro Ugarte, el que da título al libro–. Para lograr cierta condición de autonomía portátil, el trípode debía de tener ruedas y el magnetoscopio había que cargarlo en un carrito; muy lumpen todo. Pómez y Bórax sumaban varios puntos de subdesarrollo al valerse de una silla de ruedas –que afanaron en las urgencias del hospital de Basurto– para dar movilidad al muerto o magnetoscopio. No eran conscientes del pésimo efecto para la expansión comercial del negocio que aportaba la silla de ruedas en los escasos bodorrios que pillaban.

El tercer miembro del equipo era el ralentizado Manganeso, un koala. Aunaba en su apelmazada persona el ser desde el productor ejecutivo al chico de los recados pasando por un cometido básico: el suministro general de estupefacientes en todas las fases de la producción del magno proyecto. A él se debió en buena parte el que aquel corto estuviera determinado por los apisonadores efectos de la reina de las drogas. Mas no adelantemos acontecimientos.

Luego estaba el ciclotímico Potasio, director artístico, responsable del atrezo y de lo que terciara. Potasio era un desasosegado manitas capaz de apañar una regadera con un calcetín y una baraja española sin las figuras –podría haber sido uno de los particulares pobeñeses del malévolo y a la vez clemente cuento de Miguel González San Martín.

Y por último menda, el guionista, que por haber escrito en 1981 el guion de una sincopada radionovela para Radio Nacional –Los casos de La Ribera: las demenciales aventuras del detective marginal Patxi Aristizibel, interpretado por Alex Angulo–, quedaba facultado para tal menester. Por supuesto, no cobré nada por aquella radionovela de culto. He sido bobo desde feto.

Pero antes de ponerme a escribir, había que solventar un pequeño escollo previo para que nuestro sueño llegara a materializarse: la financiación. Para juntar la morterada precisa tenía que arrimar el hombro todo el equipo, cada uno según sus mañas. Ya que de posibles propios, nada. Éramos unos niñatos toxicómanos, sinvergüenzas, sanguijuelas y zánganos que vivían a la sopa boba de nuestros blandos padres, quienes aún nos daban la paga semanal. Pómez y Bórax eran la excepción; y muy pequeña.

En 1983 la gran mayoría de cortometrajes se rodaban en cine, con celuloide de dieciséis o treinta y cinco milímetros. Un corto con una mínima solvencia de medios salía caro, necesitaba un presupuesto entre quinientas mil y un millón de pesetas. Tengamos en cuenta que el alquiler de un piso modesto costaba unas quince mil pesetas; y en compraventa, tres o cuatro millones.

De hecho, algunos festivales y concursos de cortometrajes no admitían que se presentaran obritas grabadas en vídeo, pero nosotros éramos unos adelantados a nuestro tiempo y, sobre todo, era la única manera de poder acometer la empresa: lo muy barato. Así que tras una sesuda reunión convinimos que, obviamente sin pagar a nadie, podíamos sacar el corto adelante con algo menos de cien mil pelas. Sólo quedaba conseguirlas. ¿Cómo?

Manganeso, el productor, solía ir al piso de estudiantes de su amigo Corindón, quien le dejaba el catre para que echara unos polvetes –polvos rotundos los del cachondísimo y vitalista cuento de Ramiro Pinilla– con su agreste novia Calcita, a la cual también se calzaba Corindón, pero ésa es otra historia. Corindón tenía un colega camello, Yeso. Éste, le pidió a Corindón que le guardara en casa la mercancía mientras él cumplía una pena pendiente de tres meses en la cárcel de Basauri. Se trataba de un tarro de Nescafé tamaño familiar lleno de brown sugar, heroína amarilla bastante pura. Manganeso les afanó a Corindón y al camello un cuarto de tarro y sustituyó el botín por unos inocuos polvos del mismo color que disueltos en agua daban un infecto refresco con sabor químico a limón. Primeramente pensó en cambiar la heroína por azufre, pero le advertimos que el homicidio estaba algo más allá de nuestros límites de amoralidad –no de la del personaje del enjuto y diferente cuento de Ricardo Menéndez Salmón–. El robo no tuvo consecuencias. Yeso salió del trullo con los pies por delante debido a una sobredosis y Corindón nunca se percató del cambiazo.

El caso es que conseguimos colocar poca de aquella droga de primera calidad. Nuestros contactos con el hampa del Casco Viejo no dieron mayor resultado que el trueque por hachís y cocaína chunga y apenas treinta talegos en efectivo. Destinamos aquel caballo que soltaba unas coces metafísicas al consumo particular del equipo. Naturalmente, sólo por la nariz y fumado. Lo de picarse estaba reservado a los yonquis de mierda y no era propio de unos señoritos estudiantes de la Universidad de Deusto.

El resto de la guita –de hecho algo más, casi noventa talegos–, lo aporté yo. Cuando juntaba algo de capital solía jugármelo al póquer en la timba que se organizaba en el almacén de un tugurio de la calle Ramón y Cajal. Con un resto de diez mil pesetas gané en una noche gloriosa lo dicho. Una mano descubierta con una carta tapada fue la base de mi triunfo. Fueron todos –en total, seis tuercebotas– hasta el final del envite y gané con unas dobles parejas de ases dieces. Financiación resuelta.

El guion. Lo escribí inspirado por aquellas diminutas rayas amarillas de potencia nuclear. La heroína te produce un estado mental y físico de un vasto bienestar que viene dado por un proceso de vaciado, una especie de nihilismo autosuficiente. No te apetece comer, follar, leer...; vale con la nada. Te basta con estar, permanecer en la ausencia –colgado en medio de la pausa: arrebatado, según decía certero Iván Zulueta en la película Arrebato–. Los criterios y las cotas de calidad y de rigor en el trabajo que nos exigimos fueron en consonancia con ese peculiar estado vegetativo.

Me puse de acuerdo con Antimonio, el director, respecto a que un cortometraje surrealista sería la clave del éxito. Más fácil de grabar y de dirigir que una historia convencional porque en el surrealismo cabe de todo sin que distorsione la distorsión general. Y como razón esencial, que desde tal perspectiva era muy factible la provocación escandalosa y epatar al público.

Comencé por el título. Seguí con descaro el modelo y guía de Un perro andaluz, de Buñuel y Dalí. Un título que no tuviese nada que ver con el contenido del corto, ni como referencia remota. El tigre turolense; perfecto. El titulo fue recibido con una aclamación por el equipo y unánimemente aprobado.

Me salió un guion asombroso, sin pies ni cabeza, muy surrealista. De treinta páginas y treinta y tres secuencias, pero mudo, sin diálogos ni voz en off, todo descripción de acciones enfebrecidas. Podía dar para un corto muy largo, de una hora. En todo caso, ya se reduciría en montaje. Tenía violencia implícita y explícita, sexo abyecto, crítica social, política y urbanística, clerofobia a espuertas y atisbos de zoofilia y necrofilia: un caos.

Antimonio, desde que le conté que Stroheim obligaba a sus figurantes a practicar sexo real cuando rodaba una orgía –aunque luego se lo cortaban–, estaba loco por hacer lo mismo. Pero no logró convencer a Atacamita, Azurita y Augita, las actrices –de bagaje interpretativo virginal, intacto–, nuestras ocasionales compañeras de fiesta en el más amplio sentido, de que follaran delante de la cámara. Las tres desorientadas aceptaron como tope salir en cueros, pero con caretas; una estética a medio camino entre el sadomasoquismo y Santo, el enmascarado de plata, el héroe mejicano de lucha libre. Antimonio mismo aportaría un primer plano de su tranca erecta –priápica, descomunal– para uno de los homenajes a Un perro andaluz –o sea, el enésimo plagio–: un plano secuencia en el que sustituiríamos el ojo y la navaja barbera por el rabo tieso de Antimonio sometido a los viajes de una hoz y un martillo como sutil crítica del leninismo o del estalinismo, quién sabe –coña con el castrismo la que se trae Harkaitz Cano en su incisivo y divertido cuento sobre un descubridor de dobles para un Fidel Castro tintinófilo.

Como no iba a haber palabras, sino expresiones guturales, onomatopeyas, gemidos, gritos, ruidos orgánicos y el sonido ambiente que registrara así mismo el micrófono de la cámara, pensábamos añadirle después música a todo pasto para relleno y énfasis dramático. Canciones de Janis Joplin, Lou Reed, Rolling Stones y Los Chunguitos, nuestros obsesivos músicos de cabecera. También algo de Wagner y la inevitable cantata de Carmina Burana para hacernos los interesantes.

Arrancamos a grabar en junio, mes de especial desocupación pues era el de los exámenes de final de curso, a los que no nos presentamos. Completamos el elenco de actrices: Atacamita, Azurita y Augita, con los actores Asbesto y Caolín, dos coleguitas de Barrencalle que a cambio de un poco de caballo estaban dispuestos a tirarse desde un balcón de un cuarto piso con un pañuelo de papel, para ambos, a modo de paracaídas. Pensamos que aquel par de piltrafas del arroyo, de ignorancia ecuménica y primitivismo cuaternario, aportaría la frescura necesaria al espíritu surrealista. Nos pasamos un poco con Caolín, que casi se nos ahoga en una bañera durante una toma arriesgada. No toleraba el agua ni en vaso –como el gato del imprevisible y bien enredado cuento de Berta Marsé.

Grabamos tanto en exteriores como en interiores: diversos pisos de prestado, ocupaciones ilegales y allanamientos con fractura de puerta. Por la calle nos metimos en variados líos por carecer de permiso hasta de circulación. Quizá el más espectacular fue cuando tocó la secuencia de la coreografía al son de Simpathy for the Devil, de los Stones. Consistía en un baile remedo de cancán de las chicas sólo vestidas con sendos guantes de fregar cubriendo las entrepiernas y apestosas caretas de cerdos de verdad –que Potasio se había trabajado a cuchillo a partir de las cabezas enteras–, mientras Asbesto y Caolín, disfrazados de curas, con sotanas llenas de lamparones y de inmundicias pegadas, danzaban a su alrededor en plan apaches en pie de guerra. Con nuestro proverbial sentido de la oportunidad, espoleado por el perenne cuelgue, decidimos escoger como escenario natural una zona de merendero del monte Artxanda, en domingo por la tarde, con aquello lleno de bienpensantes familias de sobremesa campestre. Sus reacciones de estupor ante el número nos vendrían bien para planos de recurso. Reaccionaron demasiado; estuvieron en un tris de lincharnos. Huimos a la carrera, poco antes de que llegara la pasma, hasta el desvencijado Seat mil quinientos de tercera mano de Potasio –nuestro impresionante vehículo de producción–, donde nos metimos en tropel y tardamos un poco en salir pitando porque fallaba el arranque; al borde mismo de la tragedia. En la huida perdimos la valiosa silla de ruedas que servía para mover el magnetoscopio catafalco con el consiguiente mosqueo de Pómez y Bórax.

Para agosto habíamos terminado con el guion completo. Pero a Antimonio se le ocurrió la peregrina idea, que todos, cómo no, jaleamos, de que grabáramos algo más, un poco por las calles durante las tremebundas fiestas de Bilbao. Darían el contrapunto adecuado y de cine verité al material del que disponíamos. ¿Qué hay más surrealista y desaforado en sí mismo que esas fiestas propias de una precivilización? Sustituimos la silla de ruedas por un apestoso carro de transporte de pescado –una simple plataforma de madera con rueditas de hierro–, que distrajeron Manganeso y Potasio del mercado de La Ribera, y abordamos aquella prórroga del desatino sin mayores contratiempos iniciales que los ya asumidos a priori.

Pero como la historia y todo bilbaíno sabe, el viernes 26 de agosto de 1983 llovió como cuando enterraron a Azofra, que el ataúd era de plomo y flotaba. Bilbao sufrió unas inundaciones espantosas. Nos pillaron alobados, como de costumbre. Veíamos que según avanzaba la tarde llovía más y más; y qué. Nos pareció algo baladí: mal tiempo, bien. Tapada la cámara con bolsas de basura pegadas entre sí, grabamos y grabamos el interminable aguacero y sus consecuencias. El desbordamiento de la ría y la subida de las aguas nos encontraron en la covacha de Asbesto, situada en un segundo piso –de Barrencalle, claro–, adonde habíamos subido a secarnos un poco y meternos un tirito. Allí permanecimos atrapados dos días, sin agua potable ni cerveza ni comida, pero con los restos de brown sugar, hasta que nos rescataron los bomberos justo a tiempo, cuando se nos acabó la heroína.

Agotado el caballo tornó la inclemente realidad –jamás he vuelto a probar la heroína; tengo planes si llego a cumplir los setenta–. El tigre turolense era un bodrio se mirase por donde se mirase, una puta mierda, y montarlo fue como diseccionar a un elefante contrahecho con un cuchillito de postre. Mediante una severa cirugía de amputación lo dejamos en veintidós minutos. No lo aceptaron en ningún festival o concurso de cortometrajes, ni siquiera en los de vídeos de creación, que más que manga ancha la tenían de camisa de fuerza. Lo que sí enganchamos fue vender todo lo grabado de las inundaciones a los informativos de la ETB, la televisión autonómica, que nos pagaron un precio irrisorio.

Las cintas con el material en bruto –y tan bruto– y con la única copia de El tigre turolense montada, quedaron en poder de Antimonio. Se destruyeron en el pavoroso incendio del Casco Viejo de 1986, que arrasó una mano de la calle Cinturería, donde vivía el enajenado, y de la paralela Banco de España. Se quedó sin piso –herencia de una tía sin hijos–, pero al menos no pudieron probar que fue el causante del siniestro por matar moscas muy ciego y con lanzallamas: un spray de laca para el pelo y un mechero. Se prendieron las cortinas.

Agua y fuego: justicia poética de los dioses tutelares del cine.

Así fue, más o menos, mi malograda, estupefaciente, esperpéntica y en verdad surrealista incursión en el mundo del cortometraje.

Pedro Ugarte (Bilbao, 1963). Es autor de una obra narrativa en la que se suceden libros de cuentos y novelas como Los traficantes de palabras, Manual para extranjeros, La isla de Komodo, Los cuerpos de las nadadoras (Premio Euskadi de Literatura, Premio Papeles de Zabalanda y Finalista del Premio Herralde), Una ciudad del norte, Pactos secretos, Guerras privadas (Premio NH de Libros de Relatos), Materiales para una expedición, Casi inocentes (Premio Lengua de Trapo) y Mañana será otro día. Ha escrito dos poemarios, una Historia de Bilbao y ha reeditado parte de sus artículos de prensa en el volumen El espía invitado. Su obra ha sido traducida al italiano, al polaco y al alemán. Recientemente obtuvo el Premio Julio Camba de periodismo.

El hombre del cartapacio

Pedro Ugarte

No sé cómo era aquello, pero cada vez que llegaba a la oficina, la reunión del departamento de ventas ya estaba en marcha. Y puedo jurar que, para prevenir aquellas negligencias, había rechazado la agenda electrónica y seguía utilizando mi voluminoso cartapacio, lleno de papeles duros como el pergamino, gracias a los cuales, me decía, era imposible que ninguna cita o reunión se me escapara. Pero no importaba el rigor con que escribiera en aquellas cartulinas lugares y horarios, ni que los consignara en el calendario de la cocina de casa, ni que pusiera notas adhesivas en la nevera o en la guantera del coche: siempre, al final, algo fallaba.

El rigor y la eficacia eran virtudes importantes en Ibertecno, compañía catalana que fabricaba exprimidoras, batidoras, tostadoras, licuadoras. Ahora iniciaba su expansión por toda Europa, y nosotros, una de sus delegaciones, apoyábamos el proyecto, encabritados por las vibrantes arengas de Jordi Taltavull. Taltavull era el director de nuestra delegación, la Zona Norte, donde la empresa contaba con una factoría. En el departamento comercial –una agrupación de desdichados que cifraba su supervivencia en que la gente siguiera exprimiendo, batiendo, tostando, licuando– me deslomaba yo.

Pero mi lucha diaria frente a los imponderables de la vida no involucraban a Ibertecno, ni a Jordi Taltavull, ni a vendedores como Jacinto, Cándido o Germán. La lucha no involucraba a nuestros clientes, ni a nuestros proveedores, ni a los despertadores, ni a los calendarios, ni al devenir de los planetas, ni a los relojes de cuarzo, ni a los péndulos lentos y pesados de un carillón. La lucha me involucraba solo a mí: yo era mi único enemigo. Comprendí esto desde que tuve uso de razón, y comprendí del mismo modo que la lucha se prolongaría hasta que volviera a perderla, la razón, en la última vuelta del camino.

Aquella mañana, como tantas otras mañanas, llegué a mi mesa de trabajo, encendí el ordenador y empecé a desplegar los papeles que guardaba en el cartapacio. Entonces apareció la silueta espigada, casi anoréxica, de Tamara, la secretaria del jefe, que me dirigió aquella mirada suya, inundada de asombro y de misericordia, una mirada que reservaba para mí. Quizás Tamara no era tan joven como yo imaginaba, pero pertenecía al subgénero de chicas que, por muchos años que pasen, se parapetan en un gesto aniñado, quién sabe si reflejo de su alma inocente, quién sabe si fruto de una calculada estrategia.

–Jorge… –dijo entonces, sorprendida, casi asustada, como si abriendo la tapa de mi ataúd, viera abiertos mis ojos–. Jorge… ¿Qué haces aquí?

Examiné los papeles del cartapacio. Más allá de encargos, presupuestos y pedidos, consulté el cartón donde apuntaba puntualmente mis citas, un puntual apunte que nunca me contagiaba verdadera puntualidad. Allí resonaba, como si la tinta tuviera música, o como si sonara un gong moral en mi conciencia, un nuevo designio: la reunión del departamento de ventas, que empezaba a las nueve.

Consulté mi reloj: eran casi las diez.

Miré a Tamara con gesto cariacontecido –yo también tenía un gesto aflictivo que dedicaba solo a ella–. Pero permaneció en silencio, como si una palabra, entonces, pudiera convertirla en cómplice de mis negligencias. En Ibertecno todo era así: convenía ignorar los errores de otros, porque el solo hecho de conocerlos sería un modo de compartirlos. En Ibertecno, en el mundo de las exprimidoras, en el mundo en general, los errores se pagan. La gente hace lo imposible por no pagar los errores ajenos.

Me levanté y crucé el pasillo, con aire diligente, en dirección a la sala de reuniones. Cuando llegaba tarde me deshacía en explicaciones, resoplaba, me sentaba, ponía gesto de concentración, atrapaba el hilo del debate e intervenía con algún comentario no del todo impertinente, como un asteroide que en cuestión de segundos lograra ponerse en órbita, dentro de un sistema galáctico donde antiguos planetas llevaran millones de años girando en armoniosa sincronía. Gracias a aquellas teatrales representaciones, Jordi Taltavull, en su fuero interno, perdonaba mi impuntualidad. Pero, por desgracia, en aquella ocasión no hubo oportunidad de representar de nuevo el sainete: estaba a punto de tomar el pomo de la puerta cuando observé que esta cobraba vida y huía de mi alcance. Alcé la vista y comprendí: la reunión había terminado, alguien había abierto la puerta desde dentro y un escuadrón de comerciales se lanzó al pasillo, entre los comentarios distendidos, risibles, de quienes han terminado una reunión.

Y allí estaba, como un capo de la mafia amparado por secuaces, el rostro funerario de Jordi Taltavull.

–Lo siento, señor Taltavull –dije entonces, sintiendo un dique de arena en la garganta–. No volverá a ocurrir. Se lo prometo.

Taltavull me lanzó la característica mirada de un dirigente al que, a pesar de su bondad, se le está agotando la paciencia. Aquella mirada oblicua partía desde un sentimiento de misericordia, pero notificaba al mismo tiempo que en la vida hay imponderables que un jefe piadoso no siempre puede conjurar: un atropello, un ahorcamiento, una cápsula de cianuro.

–En serio, señor Taltavull –repetí entonces, uniéndome a su estela, y buscando un hueco entre la legión de empleados que le rodeaba–. No sé cómo ha podido ocurrir –abrí mi cartapacio, ligero pero bastante aparatoso, y sus dos hojas de cuero sintético se desplegaron majestuosamente, como las alas de un cóndor–. Mire, aquí tenía apuntada la hora de la reunión, entonces…

Entonces la declaración testifical devino en accidente: un aluvión de folios comenzó a flotar en el aire y cayó después, planeando, sobre la moqueta. Me arrodillé y comencé a recogerlo todo. Desde el suelo, noté que Taltavull seguía delante de mí. Los folios descansaban sobre sus brillantes zapatos de cordones, que reaparecieron poco a poco, a medida que yo recogía mis papeles y los estancaba de nuevo en la cartera.

–¡Jorge! –bramó entonces.

El grupo de comerciales que rodeaba a Taltavull se deshizo, como una bandada de aves dispersada al sonido de un disparo. Cuando nuestro jefe bramaba, barritaba más bien, la densa nube de comerciales perdía espesor. Un bramido era el preludio de un reproche, y en aquel momento era evidente que Taltavull iba a reprocharme alguna cosa. En esos casos, todo el mundo prefería ponerse lejos de su alcance, no fuera a recibir una bala perdida. Más tarde habría tiempo, en el café, de hablar sobre el represaliado y alegrarse por seguir a salvo.

Me levanté del suelo, tieso como una estaca.

–Jorge, tus idas y venidas son injustificables. Siempre llegas tarde a las reuniones. Pero hoy ha sido peor: ¡ni siquiera has conseguido llegar!

Atenacé mi cartapacio, que amenazaba con amotinarse de nuevo y escupir nuevos papeles si no los ordenaba con urgencia.

–¡Y deja de usar ese armatoste! –bramó de nuevo–. ¡Cómprate un portátil, como hace todo el mundo! ¿Crees que se puede trabajar en Ibertecno manejando utillaje del siglo diecinueve?

Me sentí empequeñecer. Las reuniones en el departamento de ventas siempre eran así: misteriosos conciliábulos a los que yo no asistía porque me hallaba en lucha contra los elementos, los elementos de la vida: obstáculos, rémoras, cortapisas, contratiempos, contrariedades, contracturas. Medía los objetivos que debía imponerme cada día. Pensaba en Begoña y en los niños, pensaba en la obscena dimensión de nuestra deuda hipotecaria, en la deuda, aún más grande, que mantenía con ellos y en las pocas alegrías que había podido darles a lo largo de estos años. Anotaba en los papeles del cartapacio las fechas y los horarios, las sesiones, las reuniones. Pero siempre, al final, algo fallaba.

El negocio de las exprimidoras, batidoras, tostadoras, licuadoras, crecía a velocidad de vértigo. La gente no dejaba de exprimir, de batir, de tostar, de licuar, e Ibertecno recibía pedidos cada vez más voluminosos. Nuestra empresa se hallaba en expansión. Los accionistas catalanes estaban muy contentos, y Jordi Taltavull se revelaba como el mago capaz de haber obrado aquel milagro, después de practicar fascinantes sortilegios. Ahora la empresa barajaba seriamente dividir las áreas comerciales y formar nuevas zonas y subzonas. Lo cual significaba que también habría nuevas jefaturas y subjefaturas que ocupar, y con ellas nuevas responsabilidades, nuevos cargos, nuevos sueldos. Es decir, el departamento de ventas de Ibertecno se había convertido en un nido de víboras caníbales donde cada una miraba de soslayo alrededor. Esas motivaciones espoleaban a mis compañeros. Lo mío era más sencillo: mis motivaciones se reducían a que no me despidieran. Y quizás por eso, y consciente del peso atroz de una hipoteca que envenenaba nuestro hogar, me prometí redoblar mis esfuerzos para no llegar tarde a ningún sitio.

A la semana siguiente, conseguí llegar puntualmente a la reunión de los lunes, la reunión del departamento comercial que daba arranque a la semana. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, en ella no se abordó nada práctico, más bien al contrario, todo adquirió un inesperado tono protocolario: Jordi Taltavull se limitó a anunciar que Octavi Pifarré, nuestro querido director general, venía de Barcelona a comprobar de primera mano los enormes progresos de la firma en nuestra zona, lo cual era un modo sibilino de alentar nuestra codicia.

–¿Y usted, señor Taltavull? –me atreví a preguntar, siguiendo el consejo de Begoña, que decía que los jefes adoran sentirse queridos por sus subordinados, y que no hay mejor modo de promocionar tal sentimiento que inquirir por su estado personal.

–¡Eso no te importa, Jorge! –bramó entonces, como para demostrar que las estrategias de inteligencia emocional que barajaba mi mujer eran una patraña–. Pero, ya que lo preguntas, anuncio que vuelvo a Barcelona, para ocuparme de la estrategia global de la compañía. Lo cual quiere decir que mi puesto queda vacante y que deberá ocuparlo un miembro de nuestro equipo.

¿El director general entre nosotros? ¿Taltavull de vuelta a Barcelona? La doble perspectiva desencadenó un maelstrom comunitario donde giraban deseos y ambiciones, un vertiginoso remolino en el que todo se perdía. Una importante cuota de poder estaba en juego y por debajo de ella, o por encima, o por los alrededores, o diseminado entre los resquicios de la empresa, el dinero haría su aparición, mediante sueldos, bonos e incentivos.

Embriagados por semejante expectativa, Jacinto, Cándido y Germán luchaban sin descanso en busca de nuevos pedidos. Pero en mi caso trabajar con el viejo cartapacio acarreaba ciertos inconvenientes. Ellos manejaban teléfonos de pantalla táctil, gestionaban bases de datos con nutridas carteras de clientes, incluso atesoraban libretas de bolsillo donde escondían datos confidenciales –las aficiones del gerente de unos grandes almacenes, el nombre de la esposa de un cliente importante, el día de cumpleaños de la hija pequeña de Jordi Taltavull–, datos que, bien gestionados, podían orientar a las alturas su carrera profesional. Yo nunca tuve una libreta tan valiosa y mi posición ante los cambios siempre era desfavorable. Una ancestral inclinación por la desidia se hallaba impresa en mis genes, se extendía por las ramas de nuestro frondoso árbol genealógico y hundía sus raíces en la noche de los tiempos, allá donde nuestro mismo apellido se perdía. Mi padre también había sido así: disperso, distraído, como si una bruma ligera nublara su mente y le impidiera responder con el ímpetu preciso a los estímulos que ponía delante de él la vida. En mi caso, los estímulos los ponía Ibertecno, fabricante de exprimidoras, batidoras, tostadoras, licuadoras, artefactos prodigiosos que servían –según decía nuestra publicidad– para hacer la vida fácil y que servían –según pensábamos nosotros– para ganarla con cierta dignidad. Y frente al universo informatizado, donde mis compañeros revolvían archivos y programas que discurrían por un complicado laberinto de quincalla digital, yo vagaba con mi cartapacio, registrando con la meticulosidad de un secretario la información necesaria para seguir vendiendo esas exprimidoras, batidoras, tostadoras, licuadoras.

La visita de Octavi Pifarré a nuestra delegación vino henchida de promesas. Y aquellos comerciales que, como Cándido y Jacinto, aún eran jóvenes, reanudaron sus cabalgadas por toda la península, acosando, sitiando a sus clientes, y consiguiendo de ellos más y más encargos. Y yo también intentaba hacer algo parecido, pero siempre, al final, algo fallaba.

Antes de la primera luz del día, el despacho de Jordi Taltavull ya estaba iluminado: nuestro jefe y el legendario director general departían en privado, nadie sabía desde qué momento de la madrugada, antes de que llegaran los primeros empleados, antes, incluso, de que llegara yo, que aquella noche había dispuesto tres despertadores en la mesilla, a la altura de mi frente, para sumarme al espectáculo. Comprendimos, entonces, la legendaria laboriosidad de los catalanes, que les había llevado tan lejos en el mundo de los negocios: madrugaban con fiereza, madrugaban como leones, eso bajo la hipótesis de que los leones también madruguen mucho, quién sabe si eso es cierto, pero al menos sí se sabe qué pretendo decir.

Cuando llegué a la oficina, varios empleados estaban de pie, contemplando de lejos la ventana iluminada del despacho de Taltavull.

–¿Qué están haciendo? –pregunté.

–Nada. Hablan, solo hablan. Han llegado los primeros –respondió Cándido–. Y después está prevista una visita a la factoría.

La factoría. Allí era donde se fabricaban las exprimidoras, batidoras, tostadoras, licuadoras. Tras su prolongada entrevista matutina, Taltavull y Pifarré salieron del despacho. Iban a compartir una jornada de confraternización con la plantilla, un muestrario variopinto de seres humanos, desde angustiados comerciales, siempre pendientes de superar algún umbral de ventas, hasta el proletariado que fabricaba exprimidoras, batidoras, tostadoras, licuadoras, pero que al menos tenía el consuelo de regresar a casa cuando sonaba la sirena y olvidarse de la empresa por unas cuantas horas, algo que los comerciales no hacíamos ni en sueños.