JOSÉ LUIS VÉLAZ NEGUERUELA
EL CASO LEZURRIETA
novela
Hay puñales en las sonrisas de los hombres; cuanto más cercanos son, más sangrientos.
William Shakespeare
Los temores, las sospechas, la frialdad, la reserva, el odio, la traición, se esconden frecuentemente bajo ese velo uniforme y pérfido de la cortesía.
Jean Jacques Rousseau
Un gran cabo tiene su alma, con suaves y violentos colores y sombras. Un alma tan suave como la de un niño y tan violenta como la de un criminal. Y por eso se va allí.
Bernard Moitessier
Los Angeles CA. USA. Marzo 2016.
Cuando Jaime abrió los ojos el tiempo era gris, desapacible. Se oía el repicar de las gotas de la lluvia pegando en el cristal de la ventana del ático en el Downtown de Los Angeles, mezclado con la ronca y susurrante voz de Leonard Cohen cantando Amen, que llegaba desde la radio del equipo de música que acababa de encenderse a la hora programada. Lo reconoció enseguida. Sin embargo, no podía recordar ni comprender con claridad, quién era la joven de largos, lisos y brillantes cabellos rubios, que se hallaba totalmente desnuda, junto a él, inerte, aparentemente dormida. Fue entonces, justo con la embriagadora calidez que emanaba del lirismo de sentida melancolía del violín —en la última parte de la canción—, cuando un estruendo hizo saltar la puerta del apartamento por los aires, y al unísono se plantaban frente a él, gritando, rodeándolo y apuntándolo con sus armas, una decena de policías de asalto.
Desde que su padre, D. Juan de Lezurrieta, hubiera fallecido pocos meses antes, Jaime, codirigía un importante grupo empresarial siderometalúrgico, familiar, cuya sede central se hallaba en Bilbao, con delegaciones y fábricas por todo el mundo; en especial, por adquisiciones que a lo largo de los años, especialmente los últimos veinte, había ido realizando de empresas, no solo del sector, también de otros, con el fin de diversificar el riesgo. El grupo empresarial había llegado a contar con más de veinte mil empleados distribuidos por todos los continentes, a pesar de la crisis global y en especial del sector, que habían puesto a prueba la capacidad de gestión del fundador, teniendo que superar muchas dificultades.
El fallecimiento del padre, presidente del consejo de administración de la empresa matriz del grupo y líder indiscutible, había generado, además de lógicas incertidumbres, grandes tensiones entre los hijos y componentes de las distintas estirpes familiares y aunque aquel, se hubiera preocupado en dejar preparado antes de su muerte un protocolo para su sucesión empresarial, las relaciones se habían tensado de tal modo que a pesar de que Jaime había sido nombrado nuevo presidente, carecía del liderazgo necesario y, desde luego, no tenía un respaldo unánime; en ocasiones, ni mayoritario. Sus dos hermanos varones ostentaban sendas vicepresidencias y dentro del resto de componentes del consejo de administración: unos dominicales, procedentes de importantes empresas absorbidas y otros externos, profesionales de prestigio, las relaciones se hallaban muy divididas; si bien, el poder se concentraba, con una mayoría indiscutible y aplastante, en la titularidad de las acciones, con derecho a voto, de la sociedad holding —que en un sistema piramidal, controlaba el inmenso grupo de sociedades—, de la viuda y los sucesores de D. Juan de Lezurrieta, quien, poco tiempo atrás, había precisamente paralizado, una inminente salida de una importante parte del capital a bolsa, tras una estudiada, y luego proyectada, entrada en el mercado continuo de cotización oficial de valores español.
Hasta la muerte de D. Juan, su liderazgo indiscutible, había mantenido la unión tanto de la familia como del consejo de administración en la sociedad matriz del grupo empresarial. Entonces, en el consejo, también estaba como secretario, no miembro del mismo, y letrado asesor, Alain Dufour, un abogado de la confianza del padre, autor del diseño de la estructura internacional del grupo de empresas y quien había intervenido prácticamente, hasta entonces, en todas las operaciones de adquisición del grupo. Un mes después del fallecimiento de D. Juan fue cesado y relevado por una abogada muy relacionada con las altas esferas del poder y esposa de un exministro, miembro del consejo de administración. Fue la moneda de cambio para relajar las tensiones en el seno del mismo, cediendo a la voluntad de los hermanos vicepresidentes que se impusieron. Sin embargo, Alain se había ido con un conocimiento exhaustivo del grupo empresarial y de todos los miembros del consejo.
La orden de detención de la Interpol, del máximo nivel, venía por graves acusaciones de delitos continuados de blanqueo de capitales, apropiación indebida, alzamiento de bienes, administración desleal y… asesinato. Así se lo enunció el sargento, William Pérez, adscrito al departamento de policía de Los Angeles, y luego le leyó sus derechos, la llamada Advertencia Miranda: «Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra en un tribunal de justicia. Tiene derecho a hablar con un abogado. Si no puede pagar a un abogado, se le asignará uno de oficio. ¿Le han quedado claro los derechos previamente mencionados?».
Cuando Jaime de Lezurrieta fue llevado, detenido, a una comisaría en Los Angeles, contactó con los penalistas del gran bufete Johnson & Wruker, en España y en Estados Unidos, el despacho del que, suponía, seguía siendo socio Alain Dufour, y se acordó, y mucho, de este, aunque había pasado ya cierto tiempo de su separación y desde entonces no habían mantenido ninguna relación ni sabía nada de él. Alain, pensó, podría tener la clave de todo.
Al mismo tiempo, en un punto del Océano Indico.
Alain Dufour, no sin cierta preocupación, a pesar de tantas millas recorridas por mares y océanos, salió a echar un vistazo a la bañera de su barco, Thorkanber IV, un velero de fibra de cuarenta y cuatro pies con apenas dos años desde que fuera botado al agua por vez primera. La previsión meteorológica que acababa de recibir en su Navtex era verdaderamente preocupante. Fuera apenas había viento, una pequeña brisa de través lograba avanzar la embarcación a unos escasos tres nudos, aparejada en ese momento con una vela de proa, código cero, aparte de la mayor totalmente extendida. El cielo, prácticamente despejado, mantenía un cegador azul intenso a pesar de las gafas de sol protectoras; si bien, por el oeste, comenzaban a aparecer los primeros cirros. La temperatura había subido y estaba especialmente cargada. No veía nada más que agua en los trescientos sesenta grados que su vista, apoyada por unos prismáticos, podía alcanzar. Tampoco había señal de embarcación alguna en la distancia que el AIS podía aportarle ni el radar daba, todavía, signo alguno de peligro al acecho. Las cartas electrónicas en el plóter exterior de su bañera le indicaban que se encontraba, en ese instante, en la posición 33º49’37.60’’S, 110º05’25.15’’E, en el océano Indico, a unas trescientas millas náuticas de Perth en Australia. Eran las ocho de la mañana, hora local, de un tranquilo día de marzo en el verano austral.
Volvió a entrar en la cabina. Rápidamente se conectó vía satélite a internet para ver las previsiones de distintos modelos meteorológicos especializados en navegación marítima; en los que más confiaba. La conclusión era la que se temía desde hacía unos cuantos días, se habían juntado sendos frentes fríos, uno que venía por el noroeste y otro por el suroeste, de modo que se acercaba una potente borrasca, cuyos vientos ciclónicos iban a ser muy fuertes —se preveía una fuerza diez en la escala de Beaufort— lo que provocaría vientos de más de cincuenta nudos y un mar muy duro con olas muy gruesas y crestas empenachadas. Tampoco sería la primera vez que pasaría un temporal semejante, pensó, y comenzó a prepararse. Desayunó tranquilamente, quizás más de lo normal, a pesar de que las provisiones empezaban a mermar después de mes y medio desde que había salido de Ciudad del Cabo, último puerto en el que había hecho aguada —a pesar del sistema desalinizador que portaba— y llenado las despensas para afrontar esta travesía a la parte occidental de Australia, al borde de los llamados cuarenta rugientes; y, previo permiso, de haber recalado y descansado unos días, al abrigo de las deshabitadas islas volcánicas australes francesas, Amsterdam —en la que se había encontrado con un simpático grupo de científicos en la Base Martín de Viviès y donde había podido contemplar los maravillosos y raros albatros de la isla— y Saint Paul.
A continuación se dispuso, en el interior, a ordenar, estibar y asegurar todos los objetos que no estuvieran bien sujetos. Se preparó unos alimentos y alguna bebida caliente dispuesta en un termo y los dejó a su alcance junto con frutos secos, barritas de cereales y una manzana, de las tres que le quedaban como toda fruta —pues aguantaban muy bien—. Además, siempre llevaba también comida liofilizada, pero el sabor de la fruta fresca era un verdadero regalo en esas situaciones. Luego, ya en el exterior, cambió y preparó las velas, rizando la mayor y colocando un pequeño foque —solent—, en un estay interior, enrollando y luego arriando, el código cero que quitó del almacenador en el extremo del delphiniere o bauprés, y por último dejó preparado y reservado, en su sitio, por si acaso, para malos momentos, un tormentín. Revisó la línea de vida que bordeaba la embarcación y preparó el chaleco con el arnés y el longe con el que se podía enganchar a los puntos fijos de la cubierta, de la bañera o del puente, así como a la propia línea de vida, en los posibles, como necesarios y temibles, desplazamientos a proa. Revisó el piloto automático y comprobó que la balsa salvavidas, dentro de su container, se encontraba bien dispuesta por si, en un mal no deseado, tuviera que ser empleada. Igualmente comprobó el bidón estanco, donde introdujo documentos, una radiobaliza EPIRB y una radio VHF portátil. Además vio que dentro se encontraban también las bengalas así como todos los elementos requeridos para la seguridad. Lo dejó en un punto de fácil accesibilidad y a mano por si fuera preciso. Por último, preparó su ropa de agua para recibir el temporal, unas botas de caña alta y por encima un pantalón de buzo y un chaquetón, todo ello transpirable e impermeable que le mantendría más o menos seco por dentro a pesar del agua que recibiría por la lluvia y por las propias olas que a buen seguro cubrirían, por momentos, el barco en su totalidad.
Volvió a mirar el horizonte. Nada. Todo seguía igual, en calma, salvo que cada vez eran más frecuentes las nubes y al fondo el cielo se juntaba con el mar en un amenazante color gris oscuro. La brisa también comenzaba a ser mayor, pero el calor aún se mantenía. Se subió, con gran esfuerzo, a través de la driza del spinnaker y con la guindola, a buena altura del mástil para divisar mejor. Había dejado de otear delfines, los cuales de todas las edades y tamaño le habían estado acompañando, saltando alegres, junto a la proa de su embarcación, durante más de una hora el día anterior. Tampoco veía volar ave alguna. Solamente había silencio. Mucho silencio, roto por el leve susurro del barco al abrir el surco entre la mar al avanzar. Entonces, desde ahí, se sintió solo, tremendamente solo, pero feliz, estaba haciendo lo que siempre había deseado, libre en medio de la naturaleza, la cual aunque en muchas ocasiones se mostrara tan hostil, en especial en esas condiciones, que ya otras veces había logrado superar, se encontraba mejor que ante situaciones que había vivido de maldad provocada por el ser humano.
En las últimas tres horas el barómetro indicaba que la presión atmosférica había descendido más de nueve hectopascales, la depresión anunciada era de 985 hPa, pero por lo que estaba viendo parecía que iba a caer aún más. Estaba claro que algo muy fuerte se aproximaba. De pronto, súbitamente, el cielo se encapotó, al tiempo que las ráfagas alcanzaban los veinte nudos y poco después los treinta y cinco y con el viento llegaron las olas cada vez mayores, las cuales comenzaban a golpear con dureza la embarcación. En poco tiempo el escenario se convirtió en dantesco, los rayos caían por todas partes iluminando el grotesco cielo que había oscurecido, mientras diluviaba. Alain se enganchó con el arnés, quitó el piloto automático y sujetó la rueda de estribor. En ese momento se alegró por haber tenido la precaución de haberse adelantado en el cambio del velamen. El viento, al ser portante, era favorable, facilitando además las cosas al reducir el aparente, y si todo seguía así, alcanzaría velocidades muy rápidas hacia su destino en la costa australiana; sin embargo, pronto comenzó a dar coletazos, modificando su ángulo, lo que complicaba su gobierno y en ocasiones provocaba repentinas trasluchadas haciendo pasar de banda, de forma tan brutal como peligrosa e inesperada, la botavara, como si de una segadora, sin control, se tratara. De repente, una gran ola se metió bajo la aleta del costado de estribor, levantando la popa y Alain perdió el dominio del timón quedándose el barco atravesado y tumbado de manera muy violenta durante un rato que pareció interminable hasta que se volvió a adrizar. Las olas lo levantaban varios metros y al descender superaba los veinte nudos de GPS, sobre el fondo —y los veinticinco de corredera, por las corrientes y el efecto de las propias olas—, devorando millas a favor del rumbo deseado. Alain puso de nuevo el piloto, recortó mayor y enganchado a la línea de vida y casi arrastrándose por la cubierta, mientras las olas lo pasaban por encima con toda su potencia, logró llegar hasta proa para atangonar el foque. La maniobra le costó más de treinta minutos y cuando volvió a la bañera el viento roló, de modo que tuvo otra vez que volver a proa, quitar el tangón, colocarlo en su sitio, cuando otra gran ola volvió a atravesar el barco; se sujetó como pudo a los candeleros, y vio que salía sangre entre el guante de neopreno de dedos recortados. Cuando se adrizó nuevamente decidió poner el tormentín, pues el viento seguía subiendo y las olas estaban alcanzando cada vez mayores alturas, recogiendo con el enrollador desde el winche del costado de babor el foque en torno al estay interior de proa. Y el viento superaba los cincuenta nudos cuando una monstruosa ola barrió todo a su paso. La cresta rompió y con un crujido enorme lanzó el barco por el aire, dando la vuelta —pasando por ojo— quedando invertido, con Alain debajo del agua, y a continuación otra ola lo enderezó, yendo a caer nuevamente sobre el suelo de la bañera empujado por el cabo de unión del arnés. Había entrado mucha agua en la cabina, los cabos, drizas y escotas se arrastraban por el mar, fue a por ellos, no quería que se enrollaran con la hélice, la pala del timón o la quilla. Pero era difícil. Ahora solo con el tormentín el barco seguía yendo a gran velocidad, lo que era bueno; el Thorkanber IV, planeaba debidamente, sin embargo temía que al descender de las montañosas olas, a esa velocidad endiablada, se incrustara con el filo de la proa en el seno producido por la anterior, por lo que intentaba virar en la caída. Aun así, las olas golpeaban el velero, pasando continuamente por encima, con inusitada violencia, como si fuera un submarino, y a Alain le costaba respirar, coger aire, aun cargado de partículas de agua salada, pues la sucesión de olas era constante; solo al estar arriba, en la cresta, aspiraba con fuerza. El estruendo del golpe al caer desde lo alto de la ola, como de una enorme montaña rusa, se mezclaba con el terrible y ruidoso rugir del viento y los truenos. Resultaba terrorífico. El barco estaba sufriendo una verdadera paliza con grandes bandazos y pantocazos, en cada cual, en el interior, salían los elementos disparados como flechas. En una de esas Alain cayó de mala manera incrustándose en la espalda el canto del cofre trasero, recipiente de las botellas de gas. Quedó un momento tendido, sin respiración, soportando un intenso dolor. Entonces, por el altavoz exterior de la radio, casi inaudible, le pareció escuchar una voz angustiada que repetía «mayday, mayday, mayday», procedente de alguna embarcación que no podía ver. Aún estaba así, cuando desde el suelo vio cómo una ola de la altura de un edificio de cinco plantas empezaba a romper a unos doce metros por encima de él. La cresta blanca se mezclaba con la espuma del mar que flotaba en el aire dando un color lechoso al mismo, abalanzándose sobre las diez toneladas del Thorkanber IV, con un estruendo extraordinario, lanzándolo y moviéndolo como si estuviera dentro del tambor de una lavadora gigante, adrizándose y emergiendo milagrosamente, casi instantáneamente, al tiempo de ser iluminado con el destello del relámpago que cayó a cien metros de su costado y el zambombazo del trueno que hizo crujir la cubierta del velero. En eso, el mástil cayó roto por su mitad, lo que era un peligro, ya que quedó colgando con mucha probabilidad de dañar la estructura de la embarcación. Alain tuvo que soltarse, entró en la cabina, era tanto el dolor que ya no lo sentía, todo era un caos, encontró la cizalla especial para cortar los obenques, se volvió a enganchar y se abalanzó para cortar el herraje desprendido. Entonces notó que la extensión de la pala del timón fallaba. Volvió a la cabina, levantó la tapita del botón rojo de emergencia, DSC, de la radio, para emitir una llamada de socorro, y antes de que con el dedo índice pudiera pulsarlo, salió lanzado como una mera pelota hacia la cocina con un terrible golpe en la cabeza que lo dejó sin sentido, el barco dio nuevamente la vuelta completa y Alain se quedó tumbado, inconsciente o quizá muerto, en el suelo, con el agua que había entrado por el borde de la puerta acristalada de la escalera de descenso cubriéndolo casi en su totalidad.
Madrid. Seis años antes.
Aún recuerdo, y lo vivo como si fuera hoy mismo, aquella mañana soleada, pero no calurosa, del lunes 6 de septiembre de 2010. Le había pedido al taxista que me dejara a unos doscientos metros del lugar al que me dirigía. No es que fuera habitual en mí coger un taxi, pero ese día, precisamente, no deseaba compartir con nadie el viaje hacia mi destino. Me había vestido con mi mejor traje, azul marino oscuro, y había elegido una camisa blanca, la que en aquel tiempo consideraba, por distintas razones, mi favorita en el ranking de las camisas que disponía en el colgador de mi armario. La corbata, desde luego, era también oscura, también azul marino, pero unos pequeños puntos blancos, que apenas se dejaban ver, le daban un toque de cierta distinción. O eso, me parecía a mí. Y los zapatos, fuertes, de piel negra y suela de goma, como me gustaban, lucían brillantes desde la noche anterior, pues me había afanado en dejarlos así aunque no era algo que realmente me gustara hacer a menudo. Además, me acompañaba el maletín de cuero viejo que mi padre me había regalado al terminar mi licenciatura. Si bien, la verdad es que no llevaba nada dentro de él, pero me había acostumbrado a que me acompañara siempre al trabajo, bueno, quiero decir, en las prácticas e incluso en el máster que acababa de finalizar.
Desde donde me había dejado el taxi se podía observar al fondo de la calle, enfrente, el fantástico y enorme edificio de cristal ennegrecido con un gran rótulo en su parte superior, cuyas letras pesadas y plateadas podían leerse a gran distancia: Johnson & Wruker. Observé mi reloj. Apenas habían dado las siete y media de la mañana aunque no entraba hasta las ocho, pero era lo que deseaba, caminar un poco, relajadamente, mientras me acercaba a lo que sería mi primer día de trabajo como abogado junior en un gran despacho internacional.
A esa hora, el tráfico como de costumbre, era intenso. Aunque apenas conocía la ciudad lo había comprobado en los días anteriores en los que había aprovechado para preparar el pequeño apartamento de treinta metros cuadrados, realizado algunas compras domésticas y visitado los alrededores del edificio en el que iba a trabajar por vez primera. Si bien tres meses antes había estado realizando unas prácticas en la sede principal de Londres, mientras terminaba el máster, era la primera vez que iba a entrar en la sede de Madrid.
Siete minutos antes de mi hora de entrada pasé por la puerta giratoria. En recepción, junto a un mostrador, tres señoritas vestidas de forma impecable con traje oscuro se levantaron para saludarme y recibirme —sospecho que pensaron que se trataba de algún cliente—. Cuando una de ellas me preguntó en qué podía ayudarme, me presenté, le dije quién era, que venía a trabajar y que estaba citado con el Sr. Victorio Martínez. Me condujo a una de las salas contiguas de recepción y con una amable sonrisa me pidió que esperara. Mis nervios se acrecentaban conforme pasaba el tiempo, hasta que pocos minutos después de las ocho, otra señorita me pidió que la acompañara. Esta vez a una pequeña sala con una mesa ovalada de reuniones y una gran pantalla para videoconferencias. Poco después entró Victorio Martínez, portaba una carpeta en su mano izquierda, era casi tan alto como yo, un metro noventa, moreno y delgado; vestía camisa y corbata de Hugo Boss, pero sin americana. Desprendía un aroma, que apenas se apreciaba, de cierta fragancia que resultaba agradable. Me dio la mano.
—¿David? —preguntó.
Y sin dejarme tiempo a contestar, me hizo una leve insinuación para que me sentara. Él también hizo lo mismo y abrió la carpeta. La observó en silencio y tras una breve pausa que se me hizo eterna, dijo, sin dejar de mirar el documento ni levantar la cabeza:
—David Lacunza Meller. Veinticinco años. Has estado cinco meses haciendo prácticas en nuestra sede central en Londres. Hablas español, alemán y vasco, como lenguas maternas… —hizo un gesto de sorpresa, que intenté aclarar.
—Mi madre me hablaba en su idioma, el alemán. Mi padre en castellano y mi abuela paterna, con la que viví varios años, y la escuela me transmitieron el euskera.
—Y dominas también el inglés y el francés. Pasaste por varias áreas del despacho. ¿Hay alguna que te atraiga más o por la que tengas mayor preferencia?
—Corporate. Operaciones corporativas. Fusiones y Adquisiciones. Siempre me ha atraído mucho ese campo y me siento muy bien en esa área de actividad —contesté.
—Ya veo que tu proyecto final en el máster precisamente trata sobre Fusiones y Adquisiciones, donde obtuviste un sobresaliente —dijo, levantando la cabeza y quitándose las gafas que solo usaba para leer—. Además —añadió, volviendo al texto—, tienes una importante preparación en contabilidad y tributación internacional, lo que es muy importante para esa actividad —volvió a mirarme—. La evaluación de nuestra sede central es muy positiva. Por eso estás aquí. Lo sabes. Es muy probable que en poco tiempo puedas entrar en el área corporativa, pero para seguir con nuestra tradición pasarás por otras áreas con el fin de que tengas una visión más global del despacho.
Así fue. Los siguientes meses pasé por Laboral, Administrativo, Procesal, tanto penal como civil, Fiscal y finalmente entré en áreas mercantiles como Bancario, donde estuve dos meses y otro tanto en Concursal, hasta que por fin comencé en Corporate.
Fueron meses donde fui conociendo a compañeros y el funcionamiento del despacho. El ritmo era frenético y trepidante, en especial en determinadas áreas. En las relacionadas con los tribunales, los plazos perentorios elevaban el estrés, aunque en las otras, también había plazos de compromiso que tampoco dejaban demasiada oportunidad a un pensamiento más sosegado.
Al poco tiempo —aunque ya en Londres lo había notado—, comprobé que la competencia era feroz. Tanto la externa, por coger grandes operaciones y cerrar convenios con empresas importantes, como la interna. Cada departamento quería destacar más y demostrar lo importante que era para la firma, pero dentro de aquellos, aunque todos éramos, al menos en apariencia, buenos compañeros e incluso amigos, la rivalidad era enorme. Había que facturar y facturar. Esa era la premisa, aunque siempre apareciera de manera más o menos soterrada en los planes operativos anuales. El objetivo final era alcanzar un determinado número de horas facturables, aunque nosotros los juniors teníamos muchas no facturables —dedicadas a formación, investigación y otros menesteres—, pronto entrábamos a formar parte de equipos en proyectos en los que, las horas de nuestra labor de apoyo —normalmente de búsqueda de doctrina, jurisprudencia y antecedentes judiciales que no llegaban a aquella, aplicables al caso en cuestiones procesales o para informes jurídicos concretos; y también en labores de base en auditorías legales de cumplimiento normativo y en el departamento de corporativo, realizando tareas de due diligences—, anotábamos al término de cada día, directamente, en el correspondiente formulario, en la casilla de horas facturables, que luego, cada quincena, entregábamos al departamento de administración del bufete, que se ocupaba de la facturación a los clientes.
La firma tenía que facturar para destacar en el ranking mundial de despachos. La retribución de los socios, además, dependía de ello. Los asociados se encontraban en un limbo, donde si, se pasaba la oportunidad, no podrían nunca llegar a ser socios de número. Nosotros, los juniors, en principio debíamos formarnos, pero había que espabilar, pronto habría que salir al ruedo, por lo que no tardabas en sentir la presión. Por eso, contábamos con un porcentaje elevado en horas no facturables. Reuniones de formación con asociados o incluso socios, muchas de ellas por videoconferencia, donde participábamos con sedes de todo el mundo al mismo tiempo. Cada departamento y cada sede, de vez en cuando, organizaban el tema donde se trataba el desarrollo de algún asunto internacional o se explicaba a posteriori como caso de éxito ya finiquitado.
En una de esas reuniones conocí por vez primera a quien entonces era el director del área corporativa en Europa, Alain Dufour, pues aunque ya antes había oído mucho hablar de él, no lo conocía en persona. Desde que lo escuché, el primer día, si antes deseaba entrar en ese departamento del despacho, mi interés se acrecentó aún más. Deseaba tener la oportunidad de poder aprender junto a él. Sus charlas eran magníficas. Nadie antes, tampoco ningún profesor y aún menos en la licenciatura, había visto que supiera transmitir las ideas como Alain lo hacía. Era su forma de hablar, de expresarse, de transmitir. Te absorbía por completo y aunque los temas fueran muy complejos los hacía apasionantes y los transmitía de tal forma que todos, generalmente, lo escuchábamos con la boca abierta y los ojos sin pestañear. Era como si no quisiéramos perdernos nada de lo que explicaba.
La confidencialidad era extrema. De hecho formaba parte de la imagen del despacho. Desde el primer día que entrabas en la casa, firmabas documentos de confidencialidad. Apenas había documentos en papel y los existentes se guardaban en una cámara prácticamente acorazada donde solo unos socios podían entrar con grandes medidas de seguridad. Todos los demás documentos en papel se destruían de inmediato al término de cada reunión. Los documentos digitales seguían pautas de seguridad continuamente revisadas por los ingenieros informáticos que habían implantado el sistema de la firma a nivel internacional.
La imagen de las oficinas en todas las sedes de la firma era, por decirlo de alguna manera, espectacular. La belleza de su arquitectura interior se mezclaba con la sobriedad de sus salas, bibliotecas y grandes vistas en los centros donde se asentaban. Enseguida te dabas cuenta que el costo de semejantes edificios e instalaciones tendría que ser enorme, pero como júnior solo lo pensabas. No podías atreverte a decir ni preguntar nada más sobre ello. La curiosidad la tenías que aparcar y dedicarte a lo que verdaderamente debías. A veces entre los propios compañeros jóvenes alguien comentaba que había visto a tal o cual persona importante: al presidente de alguna conocida empresa cotizada en los mayores mercados bursátiles internacionales, a personas de gobiernos de determinados países, a reconocidos banqueros o incluso a personas que ocupaban los primeros puestos en la lista Forbes o en la de Bloomberg, entre las personas más ricas del mundo.
Las jornadas en el despacho eran interminables. No había horarios. Cada uno sabía lo que tenía que hacer. Al final lo que valía era tener preparado el proyecto o asunto en el plazo acordado. Pero, debía ser un excelente trabajo. Había que destacarse en calidad. Sin embargo, la vara de medir la calidad de los resultados era distinta en cada departamento. En asuntos procesales, judiciales o arbitrales, al final lo que vale es ganar a la parte contraria o lograr las pretensiones del cliente, tras un objetivo análisis de viabilidad; sin embargo, eran tantos los intereses, en muchas ocasiones, que no era difícil plantear acciones con bajas probabilidades. Otra cosa era la defensa en lo penal, en nuestro caso, normalmente de personas físicas, socios o alta dirección de compañías, o bien en casos seguidos contra las propias empresas, donde el objetivo era salvar de la condena al cliente. Algo parecido ocurría en los procesos ante la jurisdicción laboral.
En cambio, los estudios mercantiles dependían de la visión del socio director del proyecto tras un trabajo realizado por el equipo que participaba en el mismo. Luego, el cliente decidía si ejecutaba aquel tal cual, o con las variaciones que pudieran darse entre las diferentes alternativas planteadas en el estudio. En cuanto a las operaciones corporativas de fusiones o adquisiciones, era otro mundo que dependía de muchas variables en la negociación y en especial del lugar en el que estuvieras en la operación, bien con el cedente o con el cesionario.
El caso es que era normal quedarse a comer o incluso a cenar en el despacho. Para ello, en la planta séptima se contaba con un local con cocina y elementos propios, tales como frigorífico, microondas, horno, y sobre todo una gran cafetera y máquina de agua purificada, con mesas pequeñas y grandes, unos miradores con terraza relajantes y de forma contigua, otro local con una mesa de ping-pong, algunos aparatos de gimnasia, duchas y vestuarios.
Así pues, no era nada raro que ante un proyecto o asunto con fecha de finalización inminente hubiera luces en ciertas plantas a altas horas de la madrugada o durante toda la noche. Si además, de día se mantenían reuniones con clientes o con abogados de partes contrarias, era por la noche cuando podía darse el ambiente necesario para hacer bullir las ideas. Tampoco era extraño, por ello, ver caras desencajadas por las mañanas y desde luego muchos socios y asociados contaban en sus despachos con divanes para poder conciliar alguna hora el sueño, como también era normal que cada persona tuviera sus propios equipos de cosmética y los hombres de afeitado.
Los juniors apenas salíamos del despacho. Pues como antes decía, nuestra labor era secundaria. De apoyo: análisis de jurisprudencia, y en su caso de precedentes, de doctrina científica, comparativas legales —en su caso, fiscales u otras—, nacionales o internacionales; análisis de documentos, due diligences, etc. Tampoco, salvo ciertas ocasiones, teníamos contacto con los clientes. Conforme pasaba el tiempo tenías que ir ganándote la confianza de las personas que tenías directamente por encima para poder acceder a mayores compromisos en los asuntos. Y aunque tampoco fuera lo normal, tuve la suerte y oportunidad de poder viajar en varios programas a otras sedes del despacho (Nueva York, Londres y Berlín) donde conocías a nuevos compañeros y obtenías una visión interesante de los asuntos desde otras perspectivas. En los departamentos procesales, sin embargo, lo común era asistir a determinadas vistas en los tribunales, donde seniors del bufete intervenían, con el fin de comprender los aspectos formales del proceso de forma más directa.
En mi paso por los distintos departamentos me llamó la atención que algunos socios o asociados vinieran de la judicatura, de la fiscalía o de distintos cargos de la Administración pública. Después de duras oposiciones y formación, tras unos años, muchos no dudaban, si les contactaba alguna firma, dar el paso al sector privado: ganaban muchas veces más de lo que lo hacían en el sector público, si bien la presión era mayor y la conciliación familiar un verdadero desastre, a pesar de que la dirección se esmeraba en presentar programas tendentes a mejorar dichas relaciones, para ser sinceros, sin éxito alguno. Los divorcios eran frecuentes. En algunos casos, curiosamente, se producían pocos meses después de las bodas. A mí me tocó asistir en un mismo año a una fiesta de despedida de soltero y unos pocos meses después a otra fiesta de despedida de casado, todo ello del mismo compañero.
El ritmo de vida era tan trepidante, los salarios importantes —subían de forma considerable cada año—, y como encima te pasabas horas y horas en el trabajo, la gente necesitaba de vez en cuando desahogarse, aparte de con actividades deportivas, con fiestas y eventos de cualquier clase. Por ello, era bastante normal celebrar cualquier acontecimiento: la entrega de un proyecto, el resultado satisfactorio de un pleito, el éxito en alguna importante operación; cualquier cosa, que celebraban los departamentos implicados y que, en muchos casos, en virtud de la importancia o resonancia del caso, se ampliaba al resto de áreas de la firma. Las fiestas acababan siendo un verdadero desmadre. Gente joven, con dinero, con muchas horas de trabajo y gente mayor, con mucho más dinero, se acababan olvidando de la seriedad de sus asuntos. No era extraño observar en esas fiestas, a personas que en su profesión imponían por su aspecto y circunspección, y al cabo de unas copas verles brincar en corros compartidos con los juniors. El sexo tampoco faltaba y menos cuando algunos inversores, en muchos casos de lejanos países, tras una negociación provechosa, querían añadir a la fiesta sexo rápido, pero como decían, de lujo. Y dentro del servicio, pedían facilitarles los contactos para conseguir los hombres o mujeres, según el caso, necesarios para ello.
Ascender era —y es— muy difícil. La competencia, como antes explicaba, tanto interna como externa es atroz. Así se producen traiciones y puñaladas traperas. La firma, como cualquier otra semejante, es totalmente piramidal. Año tras año, hay una entrada de los mejores estudiantes, tras los más destacados y caros másteres del mercado internacional y tras las evaluaciones de las prácticas en las distintas sedes de los despachos. Luego no solo hay que mantenerse. Si no avanzas, enseguida te muestran la puerta —up or out—. Eso sí. Con los mejores modales, previamente estudiados por los psicólogos de recursos humanos. Cada año, tienes que hacer méritos para ir subiendo. Al cabo de diez años, si aún sigues, tienes que pasar a asociado, luego asociado sénior y ahí ver las posibilidades para ser socio. Solo uno entre muchos llegará a ser socio. Un porcentaje muy elevado lo componen los juniors. Curiosamente de estos la mayoría son mujeres y sin embargo apenas un diez por ciento de ellas terminarán en la cima y, desde luego, no es por no tener facultades.
También estaban los denominados of counsel, título que en nuestra firma lo ostentaban personas por distinta causa: algunos eran asociados sénior que no habiendo pasado a ser socios y siendo de interés para ambas partes su continuación eran nombrados en tal categoría como paso anterior; pero en otros casos se trataba de abogados expertos en determinadas materias, profesores o catedráticos que actuaban, sin una dedicación exclusiva en sus áreas de conocimiento. Incluso, había quién habiendo sido socio, con anterioridad a su retiro, pasaba a esa cualidad, sin tanta presión ni dedicación, aportando su conocimiento en distintos equipos de trabajo.
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