ZBIGNIEW HERBERT

EL REY

DE LAS HORMIGAS

MITOLOGÍA PERSONAL

EDICIÓN Y NOTAS

DE RYSZARD KRYNICKI

TRADUCCIÓN DEL POLACO

DE ANNA RUBIÓ Y JERZY SŁAWOMIRSKI

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2019

CONTENIDO

I. EL CUENCO DE FIGURAS NEGRAS DEL ALFARERO EXEQUIAS

II. LOS DIOSES DE LOS CUADERNOS ESCOLARES

H. E. O.

Anteo

El can infernal

Triptólemo

El rey de las hormigas

El repugnante Tersites

Cleomedes

Narciso

Endimión

El general olímpico

Securitas

Atlas

Prometeo

El viejo Prometeo

Aracne

La historia del Minotauro

Aquiles. Pentesilea

Hécuba

Fía

El sacrificio

III. LOS DIEZ SENDEROS DE LA VIRTUD

IV. OBRAS DE LA ÓRBITA DE «EL REY DE LAS HORMIGAS» (INACABADAS O DESCARTADAS)

Antiepopeya

El jardín de las Hespérides

El séquito de Poseidón

Pegaso

El dragón

Los Gigantes

Introducción a Atlas. (Nota autobiográfica)

APÉNDICE (OTRAS VERSIONES DE ALGUNAS OBRAS)

Narciso

El sacrificio: Dioniso

Nota del narrador

Notas del editor polaco

I

EL CUENCO

DE FIGURAS NEGRAS

DEL ALFARERO EXEQUIAS

A Joseph Brodsky.

¿Adónde navega Dioniso a través del mar rojo como el vino

hacia qué islas peregrina bajo la vela de pámpana?

Duerme y no sabe nada, luego tampoco nosotros sabemos

adónde llevan las corrientes su barca veloz de madera de haya.

II

LOS DIOSES DE LOS

CUADERNOS ESCOLARES

H. E. O.

Para Kasia.

—¿Es necesario?—pregunta Eurídice.

Hermes sonríe y permanece callado. Caminan. Las tinieblas se abren frente a ellos, para cerrarse al instante. Cruzan así innumerables puertas.

—¿Es realmente necesario?—pregunta Eurídice—. Orfeo es viejo—prosigue—, ya no me queda mucho tiempo junto a él. He olvidado por completo a base de qué hierbas se prepara la pócima para su garganta dolorida por el canto. Y qué significa levantarse de madrugada. Y qué quiere un hombre cuando toca mi vientre.

—Te acordarás de todo—dice Hermes con voz dulce y poca convicción.

—Es hermoso que intentes consolarme—dice Eurídice.

La vereda se encarama. No es una vereda, sino un hendirse sumiso de las rocas. Los pedernales huelen a relámpago reseco y los guijarros bajo sus pies han perdido por completo la memoria del mar.

—¿Nos está viendo?—pregunta Eurídice con desasosiego.

Hermes niega con la cabeza.

—Pero yo sí veo sus espaldas. Siempre, es decir, mientras estaba viva, me han conmovido las espaldas masculinas. Son indefensas. Pero ahora ya no lo siento así. ¿Ternura? ¿Qué es la ternura?

—La alegría del roce. Un éxtasis inferior—contesta Hermes.

—Ya no tengo dedos vivos—se queja Eurídice—. Ni siquiera sabría enhebrar una aguja o sacar una mota de polvo del ojo de mi amado.

Un giro más y empieza la pendiente. Una oscuridad, diríase sesgada, inclinada sobre otra más profunda.

—Eurídice—dice Hermes en voz queda—, te voy a revelar el secreto del destino. Orfeo morirá pronto en circunstancias sospechosas. Entonces serás libre. Tomarás por esposo a un fortachón sano, de brazos como las ramas de un roble; a un joven de pocas luces, pero lo bastante sabio para no desear lo inalcanzable. No puedes imaginar cuán reconfortante te resultará esto, tras toda una vida al lado de un llorón talentoso.

—Me temo—dice Eurídice precipitadamente—que mis paisanos me lapidarán antes de consentir que vuelva a contraer matrimonio. Seré para ellos un anuncio publicitario de la fidelidad y de la poesía, una especie de viuda nacional. Me harán permanecer sentada sobre una roca para que balbucee oráculos inspirados o, lo que da lo mismo, me encerrarán en un templo. Y luego volveré a morir. ¿Cómo se vuelve a morir? Espero que la segunda vez no sea tan dolorosa y molesta como la primera.

Orfeo escucha todo aquello a través de la oscuridad borrascosa. Por primera vez, la cordura de Eurídice lo deja admirado. ¿De veras hay que morir para madurar?

Ante sus ojos se abre un paisaje esculpido en basalto, venerable como un bosque quemado, impertérrito como el ojo de un volcán, el seno de la densa materia, el azul de la noche reducido a cenizas.

Canté albas y coronaciones del sol

la travesía de los colores entre amanecer y ocaso

mas a ti te olvidé,

perpetua noche.

De pronto, Orfeo se vuelve hacia las sombras de Eurídice y de Hermes y, transportado, profiere a voz en grito una sola palabra: «¡Eureka!».

Las sombras se desvanecen. Orfeo sale a la luz del día. El pecho se le hincha de orgullo jubiloso por haber experimentado una iluminación y haber descubierto un nuevo género literario, que será llamado desde entonces lírica de la meditación y las tinieblas.

ANTEO

Anteo era hijo de Poseidón y Gaia, un matrimonio—por decirlo suavemente—poco armonioso. Pero ¿qué otra cosa podía esperarse de dos elementos, el mar y la tierra, enredados en una lucha sin cuartel? Así pues, parece más que probable que Anteo fuera un niño—¡cuánto nos cuesta imaginar la infancia de un gigante!—abandonado y desatendido. Las discusiones salvajes de sus padres debieron de influir negativamente en el desarrollo de su carácter.

Todas las fuentes coinciden en que Anteo se convirtió en un bucéfalo violento dotado de una fuerza sobrenatural. Su acervo intelectual era más bien escaso, a diferencia de su cuerpo, que creció sobremanera. Y aunque Anteo nunca frecuentó la escuela, sacó de esta asimetría una conclusión correcta desde el punto de vista de la lógica, a saber, se hizo deportista.

Cualquier intento de situar a Anteo en un mapamundi tropieza con serias dificultades. En los mitos antiguos, su patria era Libia—es allí donde se encontró con Heracles—pero, más tarde, a raíz de la colonización griega de la costa norteafricana, aquella figura fabulosa se vio empujada cada vez más hacia Occidente, hasta Mauritania, es decir, el país de donde los mercaderes púnicos habían desalojado a los griegos. Los colonizadores no crean mitos, pero trabajan sin tregua en su distribución geográfica. Sencillamente, colocan monstruos en los territorios ocupados por sus competidores. Este procedimiento ha perdurado gloriosamente hasta nuestros días.

Poco sabemos de Anteo, excepto que se alimentaba a base de la carne de los leones que mataba a brazo partido, puesto que despreciaba la civilización moderna: la porra, la lanza y la trampa excavada en el suelo. Su ocupación predilecta era retar a un combate de lucha libre a los transeúntes que se le cruzaban por el camino. Aquellas pugnas acababan inevitablemente en la muerte del adversario, obligado por la fuerza a pelear.

Un modo de vida así no puede despertar simpatía ni merece aprobación. Pero he aquí—cosa extraordinaria—que al poeta Píndaro se le ocurre erigirse en defensor de Anteo, arremetiendo contra quienes lo acusan de ser un vulgar asesino o un repugnante genocida. En una de las odas ístmicas, intenta descubrir el sentido de sus actividades delictivas, o al menos hacerlas comprensibles.

En los parajes donde vivía Anteo, la piedra escaseaba. Sólo de vez en cuando, el viento erigía ilusorios monumentos de arena y, en el horizonte agostado, aparecían ciudades de mármol imaginarias.

Píndaro humanizó a Anteo, le atribuyó la encomiable virtud del amor filial. Dice que soñaba con erigir un templo en honor a su padre. Y que la única sustancia sólida de la que disponía eran los restos mortales de sus desdichados adversarios. No tuvo otro remedio que aprovecharlos como material de construcción. Esta idea, bastante macabra en sí, no está muy alejada de la estética del Barroco.

De modo que Anteo reunía los huesos de los muertos como un buen constructor reúne amorosamente piedras, ladrillos y maderamen. Procuraba que estuvieran al socaire, a la sombra, protegidos de las arenas omnívoras y de la humedad.

Cada dos por tres, modificaba el proyecto de su edificación. Deseaba que el mausoleo que construía para honrar a sus padres tuviese las proporciones ideales del cuerpo humano.

Los ábsides estaban hechos de costillas, y las costillas servían también para sustentar la bóveda del templo. De la bóveda colgaban huesecillos de las muñecas a modo de abalorios, creando la ilusión de lámparas y candelabros.

Las espinas dorsales hacían de columnas. Las ataba en haces para proporcionar la resistencia necesaria al edificio.

Año tras año, el templo se venía abajo durante la temporada de lluvias y vendavales, y todo el esfuerzo del constructor recordaba un campamento de hienas abandonado.

Los huesos yacían desparramados sobre la arena. Aquello parecía un escarnio de los dioses, que castigan la soberbia.

Y año tras año, Anteo empezaba desde cero, con igual tesón, piedad y amor desesperado.

Visto de lejos e iluminado desde las alturas, Anteo parecía un peñasco que surca lentamente los páramos. Sus andares recordaban los de los actores amanerados de las películas del oeste. Sólo que, en el caso del gigante, aquello no era amaneramiento, sino necesidad pura y dura: sacaba toda su energía y todas sus fuerzas de la tierra, del contacto físico con las rocas, el barro e incluso con el polvo.

Si no hubiera sido hijo de dioses—cosa que nadie se atrevía a poner en duda—, podría decirse que la naturaleza lo había tratado como una madrastra y, por un descuido, le había negado un puesto definido en el orden de las especies ¿Quién sabe si la forma de un árbol—pongamos por caso un cedro—no habría sido más adecuada para su esencia? Pero Anteo era una criatura de superficie, privada de raíces y marcada por el miedo a las inmensidades del aire que lo asediaban de todos lados. Los pájaros y las estrellas suspendidas en las alturas le repugnaban, y cada brinco le costaba un mareo y un desvanecimiento.

Cuando el sol se inclinaba hacia el ocaso—en el desierto, anochece muy pronto: el relámpago gris del crepúsculo y, luego, nada más que la oscuridad—, Anteo, que no tenía casa ni paradero fijo, se construía un refugio, una profunda galería subterránea tan estrecha que sólo cabía en ella su cuerpo tendido. Se embutía en aquel asilo tenebroso y húmedo cual si fuera un gusano enorme, y conciliaba un sueño dulce y reparador.

Aquellas prácticas nocturnas de Anteo se prestan a explicaciones simbólicas: pueden significar el retorno al seno materno o un peregrinaje nostálgico a los orígenes. Pero ¿a qué multiplicar significados ocultos, si todo puede explicarse de un modo sencillo, a saber, en términos de ciclos vegetativos?

Quienquiera que haya estado en el desierto, sin duda ha visto el viento arrastrar haces de ramillas y hojas, aparentemente del todo marchitas. Parecen basura de la creación, migajas que han caído de la mesa de la Madre Naturaleza. Pero, con las primeras lluvias, se produce una metamorfosis repentina, y lo que parecía repudiado para siempre por la vida echa raíces, florece, despide un perfume embriagador y da fruto o, para decirlo en pocas palabras, vive con profusión, lozano y magnífico.

Hay buenas razones para creer que el encuentro de Anteo con Heracles fue una casualidad no prevista en la agenda del héroe—una función de tantas de su gira por el mundo—y, por lo tanto, no consta en las tablas de bronce que recogen sus trabajos más importantes. Todas las fuentes coinciden en el resultado de la lucha, pero relatan su desarrollo de mil maneras distintas.

Diodoro Sículo describe el duelo como un combate de lucha libre en el que los contendientes apostaron la vida (aunque no dice si el perdedor tenía que morir por mano propia o ejecutado por el vencedor). Ésta es una versión insulsa y vulgar que hace pensar en las luchas de los gladiadores o, todavía peor, en las reglas de la ruleta rusa.

Otras crónicas, tampoco muy edificantes, sostienen que Heracles cubrió con su cuerpo la entrada del refugio subterráneo de Anteo, maniobra que en el lenguaje de los estrategas de tiempos venideros iba a llamarse «asedio por hambre».

Pero, en realidad, fue un duelo abierto entre dos varones, mano nella mano, letal.

Píndaro no fue el único en humanizar a Anteo. Platón hizo otro tanto al atribuirle una buena dosis de inteligencia profesional, y en particular la invención de algunas llaves de lucha libre. Así pues, la poesía, el paso del tiempo y la filosofía han colaborado codo con codo para otorgar a aquel combate las características de un verdadero agón, donde los adversarios tenían estadísticamente las mismas posibilidades de ganar.

Heracles comprendió enseguida que estaba librando una lucha sin precedentes. Tanto las batallas como las competiciones de forzudos tienen la finalidad de hacer perder al enemigo la posición vertical y reducirlo a la categoría de objeto tendido en el suelo. Sin embargo, cada vez que Anteo caía derribado en tierra, se levantaba aún más robusto, decidido, vocinglero y agresivo.

De modo que el héroe se vio obligado a abandonar su táctica habitual y, por si fuera poco, tuvo que sobreponerse a la noción espacial del «arriba-abajo» tan arraigada en nuestras mentes, al enaltecimiento del triunfador y a la caída en el polvo del vencido. Porque, para Anteo, ser alzado significaba precisamente morir.

Los relatos literarios sobre aquel encuentro son escasos, por lo que resulta complicado reconstruir con detalle su desarrollo. Por naturaleza, los mosaicos, las esculturas y las pinturas inmortalizan el instante, no el proceso.

En mi opinión, es el pintor renacentista Antonio Pollaiuolo quien mejor ha logrado captar el contenido del duelo, su pura esencia. El cuadro es pequeño, casi una miniatura que puede esconderse bajo una mano, pero desprende tanta energía que, en cuanto a expresividad, está a cien leguas de los grandilocuentes frescos.

Pollaiuolo no cedió a la tentación de representar a Anteo como un gigante. Las reglas del humanismo prohibían tamaña bravata expresionista, de modo que los dos adversarios tienen proporciones humanas. Y carecen de la belleza clásica; son más bien una pareja de salvajes melenudos y anchos de espaldas que se parecen como dos gotas de agua. Una intuición muy acertada, porque el duelo fue brutal y tuvo un final naturalista, vulgar, sin rastro de noble sencillez ni de tácita grandeza.

Los brazos de Heracles se estrechan alrededor de las caderas de su contrincante como aros de hierro. El héroe lo ha arrancado de la tierra y lo levanta hasta la altura de los hombros como un campesino espatarrado que forcejea con un saco para echárselo a cuestas.

Anteo ya no se defiende. Apoya sus puños contra los codos de Heracles, y echa la cabeza y las piernas dobladas hacia atrás. Su impotente resistencia recuerda las convulsiones de un gran pez atrapado en la red: una sacudida del cuerpo hacia atrás, luego hacia delante, hasta que el movimiento pendular se detiene.

Tiene la boca muy abierta, pero aparentemente no grita. Los asmáticos que bregan por ingerir migajas de aire no malgastan sus fuerzas en alaridos e improperios. El final está a punto de llegar.

Heracles esperará prudentemente a que los brazos de su adversario caigan a lo largo del cuerpo y las piernas empiecen a columpiarse, inertes como las de un ahorcado. Entonces auscultará con atención el corazón silencioso de Anteo. Y luego, aliviado, arrojará aquel peso al suelo. Permanecerá un rato mirándolo desde arriba. Tal vez reflexione con una pizca de melancolía sobre la ausencia del concepto de resurrección en la mitología griega.

Y, sin embargo, Anteo regresa, llama a las puertas de nuestra memoria. Ya no salvaje y primitivo, sino despojado de violencia y casi nostálgico.

En el Alto Egipto le concedieron la dignidad de dios a título póstumo. Bautizaron con su nombre una de las ciudades. ¡Quién podía imaginar que aquel monstruo ctónico se transformaría en un apóstol de la civilización y del aburguesamiento!

En las inmediaciones de la ciudad mauritana de Tingis fue descubierto un otero, bajo el cual—según la creencia general—descansan los restos mortales del gigante. Era una sepultura, pero también un lugar de brujería. Basta con retirar una capa de tierra para que lleguen las precipitaciones atmosféricas. ¡De salteador de caminos a conjurador de tormentas, menuda carrera asombrosa!

Podemos aventurar la tesis de que el significado profundo del mito de Anteo es el apego—un sentimiento más que una ideología, por ello resulta tan difícil transmitirlo a los demás—. Resulta tremendamente complicado convencer a alguien de que merece la pena amar un miserable trocito de tierra, pequeño como la sombra de un asno o de un álamo, una casa derruida, o una ciudad asolada a orillas de un río seco, es decir, el lugar que nos vio nacer y que no pudo alimentarnos ni darnos amparo.

Para los nómadas de la civilización moderna, para los que habitan en los aviones a reacción, Anteo será siempre el símbolo del bárbaro primitivo. Parecen dejarse llevar por la ilusión de que romper los vínculos y moverse de forma enfermiza son condiciones imprescindibles del progreso. Y olvidan que la persecución del sol, las utopías globales, acabarán por fuerza en catástrofe. En última instancia, todo se reduce a la elección o a la adjudicación de un sitio en el cementerio.

A la sombra de los amplios brazos de Anteo, encontrarán apacible refugio todos los exiliados estrambóticos que, a los implacables ojos de los lugareños, parecen adefesios o incluso monstruos.

Sólo han podido salvar dos tesoros insignificantes: su lengua y su nombre que, en los oídos extranjeros, suenan como los cascabeles del gorro de un bufón. Les han arrebatado la tierra y los han despojado del agua que reflejaba los rostros de su dios y de sus invasores.

Y ahora agonizan en silencio en el aire enrarecido de la libertad ajena.