J. M. Martí Font
 

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Decadencia y auge


Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos…

luis martín-santos, «tiempo de silencio»

 

 

Barcelona es la luz submarina de los portales del Ensanche vistos desde el tranvía al volver del colegio.

jaime gil de biedma

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El 27 de febrero de 2001, Pasqual Maragall (el último gran alcalde de Barcelona, del que ahora todos se proclaman herederos), en un artículo titulado «Madrid se va», escribía: «Se tiene desde la periferia la sensación de que Madrid se va de España. Que juega otra liga, la liga mundial de ciudades, que se mide con Miami, con Buenos Aires, con São Paulo. Que ya no le interesamos. Que España, para Madrid, es ahora tan solo el lugar donde ir a buscar pequeñas y medianas empresas en venta para mejorar posiciones, sector por sector, antes de dar el salto al otro lado del charco». Dos años más tarde, el propio Maragall lo daba por hecho con otro artículo titulado: «Madrid se ha ido». Quince años después podemos constatar que estaba en lo cierto. Madrid parece haberse escapado definitivamente. No solo juega en la liga de Miami, Buenos Aires o São Paulo, sino en la de París o Londres. Con Miami, incluso compite por la preeminencia latinoamericana. En este tiempo Barcelona se ha quedado atrás, como esos ciclistas a los que les da la pájara y no pueden seguir al escapado montaña arriba.

Madrid y Barcelona, las dos grandes megalópolis españolas (manchas urbanas con más de cinco millones de habitantes), llevan desde el último tercio del siglo xix pugnando por todo tipo de hegemonías en un equilibrio inestable. Los geógrafos coinciden en señalar esta excepcionalidad. Lo habitual, en términos de masa poblacional, es que se cumpla la regla que establece que cada gran ciudad de un país debe tener la mitad de la población de la ciudad que la precede. Abundan los ejemplos y también las excepciones, porque durante la Revolución Industrial algunos países desarrollaron un modelo de bipolaridad entre una ciudad que representaba la modernidad fabril y otra que era la capital política. La dicotomía Roma-Milán, en Italia, es un ejemplo, aunque no alcanza la intensidad de la bicefalia exacerbada del modelo urbano español; una bipolaridad que propicia el juego de agravios, porque los actores económicos y sociales siempre esgrimen los maltratos y desprecios del lugar donde se asienta el poder político, argumentando que a su peso económico no le acompaña la influencia política correspondiente.

Desde el final de la Guerra Civil hasta este comienzo de milenio, este pugilato produjo resultados interesantes. Si Madrid conservaba el poder político, con las ventajas y también las cargas que esto suponía —especialmente durante la dictadura—, la preeminencia industrial y económica se decantaba claramente hacia la capital catalana. La hegemonía cultural caía también del lado de Barcelona que, alejada del agobiante y castrante ambiente del régimen franquista, fue el lugar donde bullían las vanguardias de todo tipo, donde florecía un fértil mundo académico y donde encontraban cobijo las artes escénicas, el cine, la música, la publicidad, etc., lo que permitió la emergencia y la consolidación de una potente industria cultural, que entre otras cosas dominaba el sector editorial en español. En el tardofranquismo, Barcelona era la modernidad, lo más parecido a la Europa soñada; Madrid era el poder de plomo de un régimen decadente al que se le auguraba una pronta salida del escenario.

La llegada de la democracia y la descentralización que trajo el Estado autonómico apuntaba hacia una intensificación de esta pugna, a priori con una cierta ventaja comparativa para Barcelona, que pasaba a ser la capital de una comunidad autónoma con un alto grado de autogobierno y un importante presupuesto, mientras que Madrid quedaba como desgajada del sistema, rechazada por su hinterland castellano. Barcelona tenía la posibilidad de sumar el activismo de lo que se dio en llamar «la sociedad civil», que, en ausencia —o al margen— del poder político, había hecho posible la ciudad deseada, a un incipiente sector público que pronto empezó a crear un potente cuerpo de funcionarios, y lanzarse a la construcción de todo tipo de equipamientos.

Sin embargo, en lo cultural, la capital catalana entró en un súbito e inesperado declive, como si se hubiera contagiado de un síndrome muy madrileño: el desencanto, que fue el título de una película-documental de 1976 sobre la familia del poeta Leopoldo Panero y que posteriormente sirvió para definir un estado de ánimo producto de la decepción ante la inviabilidad de acceder directamente al paraíso por el simple hecho de haber organizado un sistema democrático tras la muerte del dictador. Si en la brillante ciudad de la década de 1970, donde decrepitud urbana y modernidad se daban la mano, se cruzaban todo tipo de tendencias artísticas, se instalaban los movimientos contraculturales, y llegaban artistas y creadores de todo el mundo (incluidos los de Madrid y el resto de España), produciendo fenómenos como, por ejemplo, el boom latinoamericano en el ámbito de la literatura, con escritores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Jorge Edwards, el arranque de los años ochenta, con el asentamiento del sistema democrático, fue lo más parecido a un apagón. El escritor Félix de Azúa, entonces un brillante heterodoxo abierto a las vanguardias, calificó la capital catalana de «Titanic» en un memorable artículo. Paralelamente, Madrid salía de su sueño oscuro y se inventaba lo que fue bautizado como i Movida, un estallido vital semejante a un gran suspiro de alivio.

Durante los años del despegue económico, cuando bajo los gobiernos socialistas de Felipe González se produjo la gran transformación social y España entró finalmente en la modernidad bajo la protección de sus socios europeos, Madrid y Barcelona pugnaron en condiciones de bastante igualdad por la hegemonía cultural y económica. El Gobierno de la nación era, en sí mismo, un buen espejo de la pluralidad del país, con un número inusualmente elevado de ministros «periféricos»: andaluces, catalanes y vascos. Las dos metrópolis crecían a un ritmo similar y el desarrollo del Estado autonómico enmascaraba las desigualdades que iban a aparecer en el futuro. Barcelona, además, protagonizó una auténtica renovación urbana en la estela de los Juegos Olímpicos de 1992, que la pusieron en el mapa global de las ciudades deseadas. Fue una operación de una brillantez inusitada, que ha quedado como referente para cualquier ciudad que quiere emprender una renovación, y de la que se deriva una de las fuentes de riqueza más determinantes del presente: el turismo masivo.

La sucesión de crisis que ha marcado este comienzo de milenio provocó un brusco frenazo en ese camino al paraíso, pero impulsó el papel de las ciudades por encima de los estados en la gestión de las sociedades contemporáneas. Con la Gran Recesión, los ciudadanos percibieron que los estados eran superados, una y otra vez, por los acontecimientos derivados de los nuevos paradigmas de un mundo en vertiginosa transformación. A falta de respuestas, las falsas soluciones populistas se abrieron paso en el juego tradicional de los partidos políticos, acentuando aún más el desprestigio de la gran máquina del Estado. Las grandes ciudades del siglo xxi, sin embargo, al estar en la primera línea fueron empujadas a improvisar, a buscar nuevos modelos de gestión de lo público, a reinventar la acción política y también los sistemas de representación democrática. Se puede pronosticar que, si sus gestores aciertan y la ciudadanía los acompaña, pueden producir islas de estabilidad y relativo buen gobierno en océanos de incertidumbre, porque se adaptan mucho mejor a las realidades cambiantes que los viejos Estados-nación.

Si a un urbanista o geógrafo extranjero y ajeno a la casuística que aquí analizamos, se le pidiera un informe comparativo entre las dos ciudades, llegaría a la conclusión de que no se parecen en nada. Una está encajonada frente al mar y la otra en medio de un páramo vacío; Barcelona tiene una densidad de 15.900 habitantes por kilómetro cuadrado y Madrid solo de 5.390. También la composición de su población difiere. Aunque la proporción de habitantes de origen extranjero es similar, su procedencia es distinta. En Madrid el mayor grupo lo forman los ciudadanos de Rumanía, que suponen un 22,66% (210.818 hab.), seguidos por los de Marruecos con un 9,08% (84.468) y China con un 5,47% (50.869); pero en realidad el grupo mayoritario lo forman los latinoamericanos (Colombia, Perú, Bolivia, República Dominicana, Ecuador, Argentina, etc.). En Barcelona, el primer colectivo es el de los italianos, aunque muchos de ellos sean argentinos que han recuperado la nacionalidad de sus antepasados, seguidos por los paquistaníes (7,42%), los chinos (6,02%), los marroquíes y los franceses. Madrid, sobre el papel, es más rica que Barcelona; tiene el PIB per cápita más alto de España. Sin embargo, presenta un índice de desigualdad mucho mayor, lo que explica que sea la segunda gran ciudad más segregada de Europa, donde los espacios de éxito están radicalmente separados de los espacios de vulnerabilidad, a menudo a través de las llamadas gated cities, barrios para ricos, fenómenos de privatización y fortificación espacial donde se crean espacios supuestamente a salvo de incidencias del exterior.

Con el regreso de la derecha al poder en 1996, con el Partido Popular (PP) de José María Aznar y el cambio de paradigma que trajo consigo el nuevo milenio, el apacible escenario surgido de la Transición se vino abajo. España empezaba a salir de la crisis cíclica de 1992 y Aznar tuvo que pactar con los nacionalistas catalanes —llegó a asegurar que hablaba catalán en la intimidad—, pero tras conseguir una amplia mayoría absoluta en el 2000, el líder del PP dejó atrás los acuerdos que había establecido con Jordi Pujol y anunció una «segunda transición» para corregir las «desviaciones» que se habían producido durante el largo mandato de Felipe González y detener —y revertir, dentro de lo posible— el proceso de descentralización territorial derivado de la implementación del Estado autonómico, y reforzar la identidad nacional española y el idioma español. El Gobierno del PP optó por recuperar el modelo centralista francés en contra de la estructura multipolar de España. El espíritu castellano reaccionaba con temor ante una centrifugación del país. La coyuntura internacional jugaba su favor. En aquellos momentos, la economía global tendía a la concentración.

Más importantes aún, para lo que nos ocupa, fueron las decisiones económicas. Aznar impulsó una sustancial desregulación y la privatización de las grandes empresas públicas como Telefónica, Repsol o Endesa preparando la llegada de la moneda única europea (el euro), que supuso entrar de lleno en la estructura económica europea. Pronto el mercado interior se les quedó pequeño a estas multinacionales españolas que pusieron su mirada en el mercado latinoamericano. El atlantismo de Aznar casaba perfectamente con este estado de ánimo y España pasó a convertirse en el mayor inversor en América Latina por encima incluso de Estados Unidos, que en aquellos momentos había perdido interés en su habitual patio trasero, enfrascado en la pretensión de provocar grandes cambios geoestratégicos en Oriente Próximo. Los beneficios de las privatizaciones revirtieron en Madrid, que se convirtió en la puerta de Latinoamérica en Europa. Los flujos de capital, los inversores, las grandes familias globales del otro lado del Atlántico siguieron el camino. Barcelona empezaba a perder de forma irremisible la hegemonía económica.

Fue también el período en el que se construyeron las grandes infraestructuras con una enorme inversión de fondos públicos. Aznar diseñó el Madrid actual con la idea de que fuera la Miami europea; una capital de como mínimo diez millones de habitantes. Para ello la red de ferrocarril de alta velocidad era clave, porque mantenía el tradicional modelo radial hacia la periferia y al tiempo acercaba el centro de Madrid —en términos de tiempo— a la gran mancha urbana; el territorio que va desde Toledo a Guadalajara y de Ávila a Ciudad Real. Segovia y Toledo quedan a menos de media hora, puros barrios madrileños a efectos prácticos. Cuando el socialista José Luis Rodríguez Zapatero llegó al Gobierno en 2004, su ministro de Fomento, Pepe Blanco, no se movió del modelo de Aznar y siguió desarrollando la red de alta velocidad pese a que ya entonces era evidente que era ruinosa.