Un futuro titular

—Ya casi estamos en Slootdorp —anuncia el chófer—. Allí la recibirá el alcalde.

Ella mira hacia fuera. A izquierda y derecha, campos que se extienden hasta donde alcanza la vista. De vez en cuando hay una granja angulosa con techos de tejas rojas. No llueve, por suerte. A la derecha le tapa parte de la vista C. E. B. Röell, que hojea unos papeles que seguramente están relacionados con el pueblo al que se dirigen. Se quita los guantes, se los deja en el regazo y abre el cenicero. Röell se pone a suspirar. «No entres al trapo». Ni siquiera están a medio camino, pero se le ha hecho largo como si ya llevaran aquí más de medio día. Cuando se enciende el cigarrillo e inhala profundamente, ve en el espejo retrovisor que los ojos del chófer se iluminan. Sabe que a él también le apetecería fumarse un cigarrillo, y que si Röell no hubiese estado en el coche, lo habría hecho.

Después de salir muy temprano de Soestdijk, han pasado la mañana en Wieringen, un pueblo que antiguamente era una isla y donde han cometido el error imperdonable de presentarle una mesa llena de gambas para empezar el día. A las once de la mañana. Aunque no era la primera cosa inapropiada que le tocaba vivir aquel día: el alcalde había hecho entregar las flores a sus propias hijas mientras su esposa fingía que no veía a los niños que había en el muelle. Después, más niños y ancianos. Siempre niños y ancianos. Pero bueno, al fin y al cabo es un martes normal y corriente, un día laborable. El ayuntamiento ha celebrado un plenario extraordinario en su honor. Se ha pasado buena parte del discurso del alcalde sin prestar atención, anticipando la noche que pasaría en el Piet Hein, y cuando ha tomado distraídamente un sorbito de café, le ha sabido más o menos como las palabras del alcalde. También estaba la mujer a quien han encargado hacer su busto en bronce.

—¿Cómo se llamaba aquella monja? —pregunta.

—Jezuolda Kwanten. No es monja, sólo hermana.

Röell no levanta la mirada, sigue leyendo con obstinación. Después le hará un pequeño resumen.

Jezuolda Kwanten, de Tilburg, la había estudiado de cerca durante casi media hora, esbozando algo de vez en cuando en una hoja grande de papel amarillento, lo cual se lo había puesto todavía más difícil para seguir el discurso del alcalde. Ahora va en el coche de detrás, con Beelaerts van Blokland y Van der Hoeven. Ojalá nos hubiésemos organizado de otra manera, piensa; Röell en el coche de atrás, y Van der Hoeven en el mío. Él también fuma. Jezuolda Kwanten estará presente en todas las festividades, la observará todo el día, la estudiará, la dibujará. Y no sólo hoy, mañana también. Apaga el cigarrillo. Un busto de bronce. A ella ni siquiera le gusta que la fotografíen, y acabará convertida en un busto en nombre del «arte».

Entran en un pueblo donde sólo hay casas nuevas. Llama la atención lo desiertas que están las calles, las pocas banderas colgadas.

—Slootdorp —dice el chófer.

—¿Cómo se llama? —pregunta ella.

—Omta —dice Röell.

Delante de un hotel llamado Lely hay un grupo de gente.

Un grupo muy poco nutrido. Aquí no hay niños, ancianos, banderitas, flores ni gambas.

Se baja del coche y el hombre que lleva el collar de alcalde le alarga la mano.

—Bienvenida al municipio de Wieringermeer —dice.

—Buenos días, señor Omta —responde ella.

—Qué poco se queda —dice él.

—Sí, es una lástima —dice ella.

—La acompañaré hasta el límite del municipio. Ésta es mi esposa, por cierto.

Estrecha la mano de la mujer del alcalde y vuelve a meterse en el coche enseguida. Mira, un hombre así sí que le cae bien. Ni quejas ni lamentos, ninguna mirada de reproche que diga «¿por qué no se pasa horas en mi municipio?».

No ha dicho «majestad», ¿verdad? Ni siquiera «señora», ¿no?

La mujer del alcalde tampoco ha dicho ni una palabra más de lo necesario, sólo ha hecho una pequeña reverencia. Pero bueno, por lo que ha podido ver del municipio de Wieringermeer, ya sabe que no quiere pasar horas aquí. Quizás no podría ni aunque quisiese. Omta se ha metido en un coche azul que avanza poco a poco delante de ellos. La mujer del alcalde se queda atrás, enfrente del hotel, como si no supiese qué hacer. Las ráfagas de viento de junio le alborotan el pelo, una bandera se agita sobre su cabeza.

—Mil seiscientos diez —lee Röell en voz alta—. La Casa del Pólder, donde se hará el almuerzo, es de mil seiscientos doce. La ganadería es un sector particularmente desarrollado. Ganado con pedigrí. Digno de mención es la cabaña de la señorita A.G. Groneman, cuyo difunto tío (ponía «padre», pero lo han tachado y han escrito «tío») recibió la orden de Orange Nassau por sus muchos méritos en este ámbito.

—¿Estará en el almuerzo?

Röell coge otro documento y murmura suavemente. Por debajo de su sombrero amarillo asoma un mechón canoso.

—Sí —dice al cabo de un rato.

—Seguro que será divertido. «Señorita», así que no está casada.

Röell le dirige una mirada breve pero penetrante.

—En lugar de mirarme así, deberías tomarte una copa tú también de vez en cuando —le espeta ella. Fuera todavía hay largas franjas de tierra y granjas angulosas, completamente idénticas entre ellas. El sol brilla, deben de estar a unos veintidós grados. Un tiempo agradable para salir del coche sin chaqueta. Ni demasiado calor, ni demasiado frío—. Además, me encantan las vacas —añade finalmente.

El paisaje se mantendrá inmutable durante meses. Bueno, los cultivos crecen y se cosechan, claro, pero aun así.

La primavera es y siempre será la estación más bonita. En el jardín de palacio se alternan todo tipo de plantas: campanillas de invierno al pie de las hayas, narcisos a lo largo del camino de entrada, cabeza de serpiente en el pequeño montículo de la entrada de los proveedores. Y al cabo de poco, el primer guisante de olor en el invernadero. Cuando empiezan a aparecer hojas en los árboles, la cosa se vuelve aburrida, especialmente ahora que sus hijas ya no corretean por el césped. De hecho, después de la desfilada ya no tiene ninguna gracia, y el tedio no se diluye hasta que aparecen los primeros tonos otoñales.

—¿Algo más que destacar?

—Este municipio dedicado casi por completo a la agricultura ha vivido tiempos difíciles últimamente, especialmente desde el punto de vista económico.

—¿Y eso por qué?

—No sólo porque los últimos años la meteorología no ha acompañado, sino también por el hecho de que los sueldos y las materias primas han subido, mientras que los ingresos de la producción no han aumentado proporcionalmente.

—Ah, sí, sueldos, materias primas y rendimientos. Pero seguro que hoy todo el mundo irá de punta en blanco.

—Y aquí también pone que más o menos el noventa por ciento de las pequeñas y medianas empresas han reformado sus instalaciones para adaptarlas a los tiempos modernos. La población ha asumido que no avanzar es retroceder. Es evidente que anticiparse al futuro es la clave de un buen gobierno.

—Pues si tan evidente es, ¿por qué tomarse la molestia decirlo?

—Bah, funcionarios municipales.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada.

—Tengo mucha curiosidad por saber qué nos van a dar de comer.

—Pues sí.

«No —piensa—; la próxima vez, me niego. Voy a decir algo al respecto, al fin y al cabo quien tiene que aguantar a Röell en el coche no es el Servicio Nacional de Inteligencia. ¿Cómo se les ocurre pensar que prefiero ir con ella, en lugar de con Van der Hoeven? A lo mejor Pappie querrá acompañarme algún día a una visita de trabajo».

El coche azul de Omta frena y se detiene detrás de un coche aparcado en el arcén. Los alcaldes salen al mismo tiempo y se dan la mano. Cuando el nuevo alcalde —«Hartman», susurra Röell— se acerca al coche, el chófer le abre la puerta.

—Buenas tardes, majestad. Le damos la bienvenida a nuestro municipio. Aunque en realidad, no empieza hasta ahí.

Señala un puente con la barandilla blanca, carretera abajo.

—Buenas tardes, alcalde Hartman —dice ella, reprimiendo un suspiro—. Me hace mucha ilusión hacer esta visita, aunque lamentablemente tenga que ser breve.

—Síganme, por favor.

—Con mucho gusto.

Vuelve a meterse en el coche sin olvidarse de mirar al conductor, que siempre adopta una pose que convierte la situación en una especie de escena de teatro amateur, y ve sus guantes de cuero en el asiento trasero.

Ya ha estrechado la mano a dos alcaldes sin ellos: va tocando un cigarrillo. Que Röell ponga la cara que quiera.

Hay dos chiquillos en bañador encaramados a la barandilla del puente. Uno pelirrojo y el otro castaño, ambos con los brazos abiertos, gotas gordas de agua les caen de los codos a la barandilla escrupulosamente pintada de blanco.

Saltan cuando el coche pasa por el puente, como si hubiesen estado esperando justo este momento.

Sonríe. Se ve que la visita de la reina no les interesa mucho. Aunque antes de saltar ambos han mirado atentamente el coche.

—Roca de la ayuda.

—¿Qué?

—Roca de la ayuda.

—No te sigo.

—Aquella granja. Ebenezer.

Aquí el ambiente es muy distinto. El país es más viejo. Hay más variedad de granjas, los jardines son más maduros, los árboles más altos, las zanjas están llenas de agua, hay menos campos de cultivo y más vacas. Ah, ahí hay una furgoneta reluciente con las palabras «Blom Artesanos del Pan» en el lateral.

La furgoneta está colocada en diagonal ante un escaparate brillante con el mismo texto. Al parecer, el panadero forma parte del noventa por ciento de los comerciantes que han reformado y modernizado su negocio. Gracioso, lo de «artesanos del pan». Pero le da un aire moderno, también. Escudriña el pueblo buscando tiendas que pertenezcan al otro diez por ciento, pero no ve ninguna.

Entonces oye vítores y ve una multitud. Inspira profundamente y se pone los guantes. No va a estrechar ninguna mano más con la mano desnuda hasta el almuerzo.

El conductor le abre la puerta.

—Última parada —dice.

—Y sin accidentes —responde ella. Nunca se dirige a él por su nombre de pila.

Enseguida la rodea todo el mundo. Röell, por supuesto, que ha bajado por sí misma del coche porque el chófer no puede estar en todas partes a la vez, y también Van der Hoeven, Beelaerts van Blokland, el comisario Kranenburg. ¿Dónde se ha metido aquella monja, Jezuolda Kwanten? ¿Estará todavía en el coche?

Aquí no le ofrecerán mesas llenas de pescado o gambas, esto no es un pueblo de pescadores. Aquí va a haber bailes.

Da el bolso a Röell, necesita tener las manos libres. La Casa del Pólder es una granja enorme pintada de blanco, con tilos delante. Imposible equivocarse de camino: sólo hay una calle, que transcurre a través de una hilera doble de madres y niños. Ah, ahí: dos chiquillos con un ramo de flores. El alcalde le dice sus nombres, ella pilla algo sobre el panadero y el carnicero. Deben de ser sus hijos.

—Uy, muchísimas gracias —dice—. Qué ramo tan bonito y tan bien hecho. ¿Lo habéis hecho vosotros?

La miran como si hablara alemán.

—No, ¿eh? —añade ella—. Lo ha hecho el florista.

La niña asiente tímidamente con la cabeza, y ella le acaricia suavemente la mejilla con el dedo enfundado en cuero. El niño no le dirige la mirada. Aliviados, los niños se funden con la multitud.

¿No eran exactamente estos mismos niños los que estaban en el dique esta mañana? Cabellos rubios, rodillas desnudas, jerséis de punto. ¿No eran exactamente los mismos? Reina un silencio glacial, es como si a todos se les hubiera comido la lengua el gato. Miedo o nervios. Aparte de presentar a los niños, el alcalde no ha dicho ni una palabra.

Ella sacude la cabeza. Röell la agarra del codo. Ella se desembaraza de su secretaria privada sin mirarla directamente, y avanza poco a poco.

¿Y eso? Qué mala cara pone ese chiquillo. La cabeza ladeada, cabellos pelirrojos, pecas. Se mira los pies, enfundados en sandalias nuevas. ¿Por qué estará tan enfadado? Poco más y se le acerca para preguntarle por qué no está contento, por qué su banderilla roja-blanca-azul cuelga al lado de las rodillas. Y ya de paso preguntar al niño más mayor que lo agarra de la mano, pero que seguro que no es su hermano, porque tiene el cabello negro como un ala de cuervo, por qué mira al niño en lugar de mirarla a ella. La imagen la entristece un poco, el modo en que saca la barriga con actitud enfadada, el jersey noruego de los botones de cobre, que a todas luces estrena hoy y que seguro que le ha tricotado su abuela.

En las últimas semanas, todo ha estado supeditado a este día, un día de los que se terminan antes de que te des cuenta, y encima pasárselo enfadado, de modo que no se enterará de nada. A su alrededor se sacan muchas fotos, oye los clics de las cámaras y hasta se ven flashes, aunque con el día que hace, no son necesarios. Reduce el paso todavía un poco más, es como si no pudiera seguir sin que aquel chiquillo la mire. Pero el alcalde ya ha ido tirando, y nota que el resto del séquito la empuja por detrás.

Descubre que un poco más adelante, en un punto en que la carretera se ensancha un poco, hay un grupo de hombres y mujeres en traje regional. Todos los niños llevan banderitas y las sostienen en alto, pero nadie las hace ondear. Sopla una brisa; si no, se habrían quedado totalmente inmóviles en el aire. Ojalá sirvan jerez en la Casa del Pólder.

Los bailarines interpretan dos bailes folclóricos acompañados de un violín a las manos de un hombre más viejo que Matusalén que está justo a su lado. El sudor le brilla en las arrugas del labio superior. Ochenta y cuatro años, le ha dicho el alcalde; pero muy bien llevados, oiga. Ella mira los bailes, toda la gente del patio que hay delante de la Casa del Pólder la mira a ella. Las faldas hacen frufrú, los zuecos de los hombres con trajes negros taconean el asfalto. El ramo de flores pesa y es incómodo. Quiere su bolso, quiere sus cigarrillos, quiere sentarse un rato.

—Por aquí, majestad, por favor. El refrigerio está servido —dice el alcalde.

Pero llámame «señora» mismo, piensa. Di «señora» y di «la comida».

Jezuolda Kwanten se cuela justo delante de ella, bloc de dibujo y lápices en mano.

—Si quiere puede descansar ahí con su dama de compañía —había dicho una de las anfitrionas—. Si lo necesita, puede usar el baño.

No había corregido a la mujer.

Röell y Jezuolda Kwanten están en el despacho del alcalde, donde huele a pintura fresca y cola de carpintero. Como aquí, por cierto. Tantos baños, piensa. Tantos baños, especialmente para mí. Se ha quitado los guantes y golpea con los nudillos una pared que tiene una forma extraña y suena hueca. Sospecha que es un tabique temporal y se pregunta dónde tendrán que mear los hombres de su séquito ahora que han quitado el meadero. Piensa en el baño de la Estación Central de la capital: el aire estancado, los cubículos sin ventilación, las cortinas polvorientas, las sillas con tapicería cara en los que casi nadie se sienta. Toca el papel higiénico.

Papel de la marca Edet, doble capa. En el lavamanos hay una pastilla virginal de jabón. Tengo sesenta años, piensa. Llevo más de veinte años desempeñando mi cargo oficial en baños como éste. ¿Cuánto tiempo se puede aguantar esto? Se incorpora, se lava las manos y tira de la cadena para que no se diga.

En la enorme mesa pulida del despacho del alcalde hay botellas de zumo de manzana y naranja. Y una botella de jerez. Röell bebe un vaso de zumo de naranja, Jezuolda Kwanten no bebe nada. Ella sirve dos copas de jerez y ofrece una a la artista.

—Muchas gracias, pero no bebo alcohol.

—Si es usted artista.

La hermana sonríe, se sienta en la silla más amplia y abre el gran bloc de dibujo. La reina también sonríe. Hay que vaciar los vasos, sería extraño abandonar el despacho del alcalde dejando un vaso lleno encima de la mesa. Y también hay que reducir, al menos un poco, el ramillete de cigarrillos que hay en un pequeño jarrón. Lucky Strike. Röell no está conforme, pero aun así le da fuego. Camina sin rumbo por el espacioso despacho, se planta delante de un espejo grande. Se observa, brinda consigo misma, se sopla humo a la cara.

—Señora Kwanten, ¿podría aclararme qué diferencia hay entre una monja y una hermana? —pregunta.

—Las monjas hacen votos monásticos —dice Kwanten.

—¿Y usted no lo ha hecho?

—No. Formo parte de la Orden de las Hermanas de la Caridad.

Tiene la copa vacía. Ella señala la copa llena que hay sobre la mesa, y dice:

—Si no la vacía usted, lo haré yo.

—En realidad, sí que me apetece un poco de jerez —dice Röell.

Ella mira de reojo a su dama de compañía, pero no puede hacer otra cosa que alargarle la segunda copa.

—¿Quién le ha encargado el busto de bronce?

—El municipio de Tilburg.

—¿Vive ahí, usted?

—Sí, señora.

—¿Qué le parece este país?

—Vacío. Frío y vacío.

—¿Frío? —La reina sonríe—. Pues hoy lo va a pasar mal. ¿Ha estado alguna vez en la isla de Texel?

—No, señora.

—Ya verá que mañana le gustará mucho más.

—Ya me gusta mucho. Tengo el privilegio de seguirla durante dos días.

La hermana desliza el lápiz por el papel.

La reina se arregla el pelo.

—Va, tómese una copita de jerez.

—Gracias, señora. Pero no, de verdad.

—Pues entonces me tomaré yo media copita en su lugar.

Röell suspira, pone mala cara y da sorbitos a su jerez.

Durante el almuerzo se sienta al lado de Van der Hoeven. A la ganadera le ha tocado un asiento delante de ella, en diagonal.

Por lo demás, a la larga mesa, puesta con gran elegancia, se han sentado los comensales habituales: las presidentas de la Asociación de Mujeres del Campo y la Sección Femenina de la Unión de Sindicatos de los Países Bajos, miembros de la Agencia del Agua, intendentes de diques, concejales. Pero ni el médico de cabecera ni el notario. Kwanten tampoco está aquí, probablemente estará comiendo en otro sitio de la Casa del Pólder, acompañada, entre otros, del chófer. Le satisface comprobar que alguien ha pensado en poner unos cuantos jarrones pequeños con guisantes de olor. La inevitable sopa de rabo de buey —debieron de pensar: si se come en Navidad, también será apropiada en otras ocasiones festivas— es picante. Con la comida se sirven leche y suero de leche.

¿O quizás su majestad prefiere un vino blanco seco para acompañar la sopa? Sí, sí que quiere, después de una pequeña vacilación. Van der Hoeven y la esposa del alcalde beben con ella, y la propietaria de la ganadería, al otro lado de la mesa, también se hace servir una copa. La voz cálida y joven del secretario sirve de contrapeso tranquilo a la voz un poco alta y nerviosa del alcalde.

Ella no habla mucho. Come y bebe. El pan es fresco, la variedad de queso y embutidos, abundante. «El tal Blom hace un pan delicioso», piensa. Por las ventanas altas entra una luz intensa, y ahora llegan también voces excitadas del exterior, aunque parece que los niños han desaparecido. La ganadera está justo demasiado lejos para iniciar una conversación con ella. Saluda con la cabeza a aquella mujer tan guapa sin que apenas se note, y levanta un poco su copa de vino. La mujer responde al saludo y también levanta la copa, como si hubiera entendido que a la reina le gustaría charlar con ella sobre toros sementales, vacas y terneros, pero que por desgracia está justo demasiado lejos. Entonces una mujer se levanta de la mesa, la esposa del alcalde la presenta como señora Backer-Breed, recitadora profesional.

Durante el recital, que se celebra en parte en el dialecto local, sus pensamientos vuelven a vagar un poco.

Piensa en su marido. Se pregunta si estará en el Piet Hein esta noche. El hombre es imposible, no puede evitarlo, pero en el barco se siente como en casa. Faltan menos de dos semanas para su cumpleaños, y ahora que se acerca a los sesenta, seguro que dejará de hacer locuras. Da sorbitos a una segunda copa de vino blanco, que según le cuentan ha sido elegido por alguien que sabe del tema. Cuando los asistentes empiezan a aplaudir, se les une. Entonces aparecen grandes fuentes de fresas frescas y boles de nata batida. El café que pone punto final al almuerzo es potente. El suelo de madera de la sala del consejo cruje bajo sus pies: han esparcido arena por encima.

Efectivamente, los niños han desaparecido, pero todavía hay mucha gente por ahí. Y tampoco se han ido los fotógrafos de los periódicos.

Dentro, la visita ya se ha clausurado oficialmente. Ahora sólo tiene que caminar hasta el coche y conducir hasta el pueblo siguiente. Un pueblo que lleva el nombre de su bisabuela. ¿Serán conscientes, las personas que allí viven, de lo extraño que es eso? Al contrario que los dos alcaldes anteriores, éste no se les adelanta. Röell ha vuelto a cogerle el bolso, ella camina con el ramo hacia la carretera. El café ha amortiguado ligeramente los efectos del jerez y el vino blanco, pero todavía siente un agradable mareo. Van der Hoeven camina justo a su lado, de vez en cuando le roza suavemente el brazo.

De entre la gente que queda, un grupito algo diezmado y desordenado, sale al camino un hombretón con el peto inmaculado. En cada mano lleva una cuerda, y atadas a las cuerdas, dos cabritas.

—Señora —dice.

—¿Sí? —pregunta ella.

—Quería regalarle estas dos cabras pigmeas.

—Vaya —dice ella—. ¿De parte de quién?

—En el mío propio.

—¿Y usted es…?

—Blauwboer.

Una de las cabritas empieza a mordisquear un ramito de claveles del poeta de una mujer que está demasiado cerca. Ella pasa el ramo de flores a Van der Hoeven y se agacha. La otra cabrita le husmea los guantes de cuero con el hocico suave. Los animales son marrones, con una mancha negra en la cabeza, y son tan pequeños que podría cogerlos en brazos fácilmente. Lo hace. Nota las barrigas regordetas y lisas contra las palmas de las manos, el granjero afloja un poco las cuerdas.

—Tengo tres nietos —dice ella.

—Lo sé, señora.

—Estarán muy contentos con este regalo.

Nota el latido desbocado de los dos corazones contra las palmas de sus manos.

—Eso había pensado yo —dice el granjero.

Los fotógrafos se abren paso, un agente de policía se planta entre ellos. «La reina rompe el protocolo y juega con cabritas pigmeas». Ya se imagina el titular de mañana. Cuando se inclina para dejar las cabras en el suelo, la asalta un ligero vahído. Van der Hoeven la agarra del codo mientras se incorpora.

Una de las cabritas empieza a balar fuerte.

—Ahora no nos las podemos llevar —dice el secretario.

—Lo entiendo —dice el granjero.

Ella da las gracias efusivamente al hombre y sigue adelante. Van der Hoeven se queda atrás. Ahora ya no tiene nada en las manos: ni bolso, ni ramo de flores, ni cabritas. Pelos recios y marrones se le han quedado pegados a los guantes. Una cabrita para Guillermo Alejandro y otra para Maurits. Alguien de los establos tendrá que venir a recogerlas dentro de poco. Y ya pensarán algo para Johan Friso.

El chófer está al lado de la puerta abierta.

—¿Cómo vamos de tiempo? —pregunta Röell.

—No vamos mal —responde él—. Ningún problema.

Antes de entrar en el coche, mira a su alrededor. En casi todas las casas ondean banderas. Al otro lado del canal que divide el pueblo en dos, vuelve a ver la furgoneta reluciente. Hasta ahora no se había preguntado por qué está ahí aparcada. ¿O es que la zona que cubre el panadero es tan pequeña que con una mañana le basta para terminar de repartir? La gente se aleja de la Casa del Pólder, echan un último vistazo al coche, pero ya no se amontonan a su alrededor.

Vuelven a sus rutinas, los niños quizás ya están otra vez en clase. No, deben de tener la tarde libre, es un día de fiesta. A lo mejor este pueblo tiene piscina. Entonces ve llegar a una mujer joven que avanza en el sentido contrario de la corriente de gente que se aleja. Lleva a una niña, le cuesta caminar porque en la otra mano tiene una bicicleta. Ay, alguien que llega tarde y que se apresura para verla, aunque sólo sea un segundo.

Hace un gesto al chófer y va al encuentro de la mujer, ve por el rabillo del ojo que Röell la sigue.

—¿Qué haces? —pregunta su secretaria privada.

Ella no contesta, espera a la mujer.

—La hora, no podemos entretenernos —dice Röell.

En aquel momento la mujer está frente a ella, la respiración un poco entrecortada después de haber caminado deprisa.

—¿Ha salido de casa demasiado tarde? —le pregunta ella.

—Sí, eh…

—Qué niña tan guapa. ¿Cómo te llamas? —La niña, que no tendrá más de dos años, la observa con unos grandes ojos azules—. Anda, di, ¿cómo te llamas?

—Anne —dice la niña.

—Hanne —dice la madre—. La h le cuesta.

Ella se quita el guante derecho y acaricia la mejilla de la niña, que se asusta y esconde el rostro en el cuello de su madre.

—¿Y usted es…?

—Anna Kaan, señora.

Mira, esta mujer la trata como ella quiere.

—¿El tiempo le ha pasado más rápido de lo que se esperaba, esta mañana?

La mujer la mira. Su mirada sobresaltada deja paso a una sonrisa. No contesta. La bicicleta, que la mujer tenía apoyada en la cadera, se desliza suavemente y acaba cayendo con un golpe sobre el asfalto.

La reina levanta ambos brazos sin querer.

—No pasa nada —dice la mujer.

—Tenemos que irnos —dice Röell, que está en algún punto detrás de ella.

Todavía se están sacando fotos, ella no lo ve, lo oye. Muy cerca, demasiado. «La reina tiene la iniciativa de dar un breve paseo». Otro posible titular para el periódico de mañana.

—Ya lo oye —dice a la mujer—. Tenemos que irnos. Adiós, Hanne.

—Adiós, señora —dice la mujer—. Y gracias.

—¿Por qué?

—Por haberse tomado la mole…

—No, qué va —dice ella. Cuando se da la vuelta, no se encuentra con Röell, sino con Jezuolda Kwanten. Muy cerca. Nota un aliento cálido que le acaricia la cara. Es como si la hermana quisiese incluir en su obra cada poro y cada imperfección de la piel de su modelo para que su busto sea lo más realista posible. La hermana de la Orden de las Hermanas de la Caridad se aparta y camina hacia los coches un paso por detrás de ella.

Saluda con la mano por última vez hacia la puerta de la Casa del Pólder, donde están esperando el alcalde y su esposa. Después se cierran todas las puertas de los coches. Antes de que se pongan en marcha, Röell ya tiene un montón de papeles en la mano y los hojea con impaciencia. La reina se enciende un cigarrillo. El coche gira a la derecha y avanza muy despacio hacia el límite del pueblo. Mira a la derecha y ve un cementerio, justo detrás de la Casa del Pólder. Algo en lo que antes no se había fijado, y que nadie le ha comentado. Pasan al lado de una torre de agua y una estación de bombeo. En el extremo del pueblo hay un molino, al final de un dique.

—Lo de las cabras —dice Röell.

—¿Sí?

—¿A quién se le ocurre?

—¿Qué problema hay?

—Con todos los respetos, pero… ¡cabras!

—¿Sí?

—¿Cómo vamos a llevarlas a Soestdijk?

—De eso ya se ha ocupado Van der Hoeven.

—Y aquella mujer con la niña.

—Ha llegado tarde, eso le puede pasar a cualquiera.

—También podría no haberles hecho caso.

—Justamente, quiero hacer caso cuando pasan este tipo de cosas. Es un gesto amable, con ella y con la niña. Siempre se acordarán de este día de junio tan bonito y soleado —da una calada a su cigarrillo—. Aunque no lo hago por eso, claro. —Röell frunce los labios y mira sus papeles—. Intenta ponerte en su lugar. ¿Qué diferencia suponen esos pocos minutos?

Röell no responde.

—Mil ochocientos cuarenta y seis —dice—. El pólder lleva el nombre de la consorte del rey Guillermo II.

—Eso no hace falta que me lo leas. ¿Cómo se llama éste?

—Warners.

—¿Qué hay en el programa?

—Una exhibición de esquí acuático. A las dos y media de la tarde, en el Oude Veer.

—¿Ah, sí?

—La cuarta parte consiste en esquiar con los pies descalzos.

La reina apaga el cigarrillo y vuelve a ponerse el guante derecho. Mira hacia fuera. Este pueblo es un poco distinto al anterior. Las carreteras y las granjas son diferentes, hay menos hierba. Ojalá ya se hubiese acabado lo del esquí acuático. Aquí también habrá viejos. Ojalá ya se hubiese acabado lo de Den Helder. Tiene ganas de ir al Piet Hein, lleva meses sin subir al yate. La madera de peral pulida, las sillas Rietveld con tapicería verde, las literas. Pappie probablemente en la litera de arriba. Y, si no, una conversación tranquila con Van der Hoeven, con las puertas del armario bar abiertas.

Por la mañana quizás incluso llevaría ella un poco el timón, o al menos se pondría justo detrás del timonel. Dentro de dos meses volverá a pasar un par de días en el barco para la revista naval que se hace durante el festival de pesca de Harlingen.

—Esquí con los pies descalzos —dice—. ¿Cómo se le ocurren estas cosas a la gente?

Paja

No pienso celebrar nada nunca más. Nunca. ¿Cuándo iba a tener ocasión de hacerlo? Celebrar las bodas de oro con sólo hijos varones, ni hablar. Nunca más. La paja no es tan dura como parece, pero si vas a sentarte o tumbarte sobre paja, tienes que saber hacerlo. Tienes que restregarte contra la bala de paja como hacen las vacas y las ovejas, y no parar hasta que todos los pinchos duros y recios se doblan. Yo soy una experta: llevo tres cuartas partes de mi vida conviviendo con la paja. Y no estoy hablando de un par de balas, aquí hay centenares. ¿Por qué tenemos tanta paja, por cierto? ¿Para qué sirve?

Tumbada de espaldas, los ojos clavados en un punto donde faltan un par de tejas, que se han caído. Con una hija, la fiesta habría sido distinta. Una hija no sólo se habría preocupado de beber y comer. No habría hecho comentarios maliciosos sobre el zoo que habían visitado por la tarde. Habría hecho un álbum de recortes, con fotos y anécdotas, habría escrito la letra de una canción que siguiese el ritmo de alguna melodía famosa, una canción graciosa y que rimase, y que habrían cantado más nietos que aquella única nieta que tenía ahora, y que encima siempre estaba de morros y era una maleducada. Una hija se habría puesto de cuclillas a su lado y le habría preguntado en voz baja si se lo estaba pasando bien. Aquellos malditos chicos sólo bebieron y se rieron demasiado fuerte por cualquier tontería, y Zeeger igual, aunque él sin beber. Zeeger nunca bebe.

Por el agujero que tiene justo encima entra oblicuamente al granero un polvoriento rayo de sol. El grado de inclinación le hace saber que ya está muy avanzada la tarde. Tarde de viernes.

Antes, justo antes de subir la escalera, ha encendido la luz. Ahora todavía es de día, pero esta noche estará oscuro. Lo tiene todo previsto. Cuando ha llegado al pajar, ha recogido la escalera destartalada, la ha colocado contra la paja, se ha subido y ha cogido la escalera de nuevo. A su lado, sobre una bala de paja hirsuta, hay una botella de agua, un paquete de galletitas de almendra, una botella de licor de huevo y la espada de gala que suelen tener colgada debajo de la estantería. Un poco más allá está la escalera destartalada.

Aunque les puertas laterales y el portón de atrás están abiertos, el aire del granero está inmóvil. No corre ni un soplo de aire. Se incorpora y agarra la botella de agua, litro y medio. Mientras bebe, mira los trastos que hay en el altillo de la sala de ordeño, en diagonal respecto del pajar: una cesta para la ropa sucia, cajas de bombillas, una caldera oxidada, tejas, una chaqueta vieja —azul claro—, barreños de zinc, un cochecito de pedales, un arcón con bolsas de yute llenas de lana de oveja.

Las tres ventanas redondas con rejas de hierro forjado —una justo debajo del caballete, las otras dos, más bajas, encima de sendas puertas en los extremos del pasillo largo que recorre el granero todo a lo ancho—, le recuerdan una iglesia. Faltan tejas en muchos puntos del techo, y a pesar de las tejas de repuesto que acaba de ver, nadie las ha reemplazado. Por esos huecos entran rayos de sol.

Debajo de ella oye el toro, yendo de un lado para el otro y quejándose. Dirk. Mamotreto de carne inútil. No se oye nada más; una quietud que sólo existe los días calurosos de junio. Las golondrinas entran y salen volando casi sin emitir ningún ruido. Vuelve a enroscar el tapón de la botella, la levanta para ver cuánta agua le queda, y la deja a su lado. Cuando se acaban los leves crujidos de la paja, oye pasos. Pasos muy rápidos. Oye un grito:

—¡Dirk!

Dieke. La niña no sabe que su abuela está aquí arriba. Poco después, cuando los pasos casi han llegado a las puertas del granero, la niña grita:

—¡Tío Jan!

Dirk empieza a olisquear. Dieke dice algo más, pero ella no oye qué. Poco después vuelve a hacerse el silencio. Se reclina cuidadosamente y después de restregarse un poco a un lado y al otro, la paja vuelve a ser bastante cómoda. Al menos, en la medida que algo que no sea un colchón blando pueda resultar «bastante cómodo» cuando tienes más de setenta años. Se rasca la barriga, despacio, mucho rato, y después se frota la cara con ambas manos.

¿Por qué tienen el toro todavía? ¿Por qué Klaas no vende esa bestia? Fija la mirada en el agujero del techo, hacia el aire libre. Un cuadrado muy pequeño de aire libre. Por ahora, con eso le basta.

No pienso celebrar nada nunca más. Nunca. En esta familia no sabemos hacer fiestas. Siempre decimos exactamente lo que no tendríamos que decir. Las caras largas que ponían los chicos paseándose por el zoo. Una hija habría sacado fotos, o habría dicho cosas como: «Mira, un mandril. ¡Nunca había visto ninguno!».

Se oye un crujido en algún lugar del granero. Es un crujido sordo y seco, y fuerte, además. ¿Será el entramado de vigas? ¿Las tablas del pajar? ¿El portón?

Polvo

La sala de estar tiene seis ventanas. Dieke mira por la ventana de la grieta. Ve un prado que se extiende desde la fachada de la granja hasta la carretera. En el medio del césped hay una enorme haya roja. Las hojas del árbol no se mueven, la hierba del césped sin segar está inmóvil.

Aquella grieta la molesta, desde ya hace tiempo. Tiene miedo de que el cristal se caiga de repente, quizás justo mientras ella esté mirando. Dieke abandona la sala de estar con un suspiro, cruza el pasillo y entra en la cocina.

Su madre, sentada en la mesa de la cocina fumando un cigarrillo, pregunta:

—¿Qué son esos suspiros?

Dieke no contesta. Se planta delante de la ventana y agita los dos brazos a su abuelo, que está enfrente, al otro lado de la acequia, pasado el huerto de la abuela, detrás de la ventana de su propia cocina. Si en el tendedero hubiese habido sábanas, o pantalones y toallas, no habría podido verlo. Él no le devuelve el saludo. El sol casi entra en la cocina. El abuelo se aleja de su ventana. Dieke vuelve a suspirar profundamente.

—¿Dónde está el tío Jan? —pregunta Dieke.

—¿Ha venido Jan?

—Sí. Acaba de cruzar el puente.

—Pues no sé, Dieke. Estará por atrás, supongo.

—¿Qué hora es?

—Las seis.

—¿Vamos a cenar ya?

Su madre vuelve la cabeza hacia los fogones, donde no hay ninguna olla.

—Sí —dice—. Ve a buscarlo.

Apaga el cigarrillo en un cenicero marrón que ya está demasiado lleno.

Dieke se desliza en calcetines sobre el suelo de laminado. Sus botas amarillas están en la esterilla de detrás de la puerta. Se pone una bota y mientras se está enfundando la segunda, ya empieza a caminar, de modo que se cae de bruces.

—No pasa nada, no duele —se dice a sí misma mientras se levanta. En el largo pasillo que separa la vivienda del granero se está más fresco que en casa.

El suelo de hormigón está muy seco. Cuando está húmedo, es que va a llover; pues hoy no lloverá. Entra en la antigua sala de ordeño salvando los dos escalones de hormigón de un salto. Después está el granero. Se para un momento y mira a su alrededor.

—No duele, no duele.

Este lugar es grande y oscuro, incluso ahora, con todas las puertas abiertas de par en par. El portón grande está en la parte trasera del granero, a unos treinta pasos, si das pasos largos. Forma un enorme rectángulo de luz, tan deslumbrante que cuando vuelve a mirar el caballete del techo del granero, ya no puede ver las enormes vigas del entramado.


Dieke se echa a correr. A media carrera grita, muy fuerte:

—¡Dirk!

El toro gira el cuerpo descomunal hacia el sonido, pero Dieke ni siquiera le dirige una mirada.

Sigue corriendo hasta detenerse en el umbral de la puerta. Delante de ella está la sombra que proyecta la granja; llega casi hasta el cobertizo. Una de las dos puertas cuelga torcida de las bisagras. En un lado del cobertizo de las ovejas hay un viejo montón de estiércol; en el otro, un silo de hormigón con manchas de humedad blancas. El estiércol que queda sobre el suelo de hormigón es negro como la tinta y está repleto de lombrices. En el silo crece saúco.

«Por atrás», ha dicho su madre. Pero «atrás» es muy grande. ¿Estará en el cobertizo de las ovejas? ¿Detrás de los montones de hierba para ensilar? ¿O en el campo?

—¡Tío Jan! —se desgañita. Detrás de ella, en las profundidades oscuras del granero, el toro empieza a olisquear.

—¡A ti no te he llamado! —le dice la niña sin mirar atrás. Da un par de pasos más y vuelve a llamar a su tío, todavía más fuerte.

—Aquí.

—¿Dónde es «aquí»?

—Detrás del cobertizo.

Puede elegir: pasar entre el cobertizo y el silo, pero ahí hay plantas altas que pican, o ir por el camino que sigue la acequia ancha, y después girar a la derecha. Elige el camino y va levantando polvareda con sus botas amarillas.

—Cuidado con la acequia —se dice a sí misma—. Cuidado con la acequia, cuidado con la acequia.

Al ver la espalda de su tío, mira hacia atrás por encima del hombro. La nube de polvo que flota sobre el camino se posa muy lentamente. Su tío está sentado en una valla. Al llegar a su lado, la niña se agarra al travesaño más alto, pone el pie con cuidado en el más bajo, y no sube el otro pie hasta que recupera el equilibrio. El tío Jan no dice nada y tampoco la mira. No es muy parlanchín que digamos. Ahora la niña está encaramada a la valla, con los dos pies en el segundo travesaño contando desde abajo y el cuerpo inclinado hacia delante. Esto va a ser difícil. Tiene que afianzarse con las manos en el travesaño superior, pero si pone los pies en el tercero, se caerá de narices sobre la tierra dura y agrietada del otro lado de la valla. Así que se queda colgada, dudando de si continuar, detenerse, o bajar.

—¿No puedes?

—No.

Su tío salta al suelo, al otro lado de la valla, y la agarra por debajo de las axilas. La levanta y ella pasa la bota amarilla por encima del travesaño superior, y se sienta. Exactamente igual que el tío Jan, que también ha vuelto a subir a la valla, aunque él tiene las piernas mucho más largas: sus pies se apoyan en el segundo travesaño y los de ella, en el tercero. Se agarra con fuerza para no caerse hacia delante o, peor todavía, hacia atrás. Suspira profundamente.

—¿Todavía no puedes?

—No.

—Cógeme del brazo.

Ella obedece, y va mejor. Mientras se mantenga agarrada al tío Jan, no se va a caer. Se queda muy quieta, porque es una valla vieja, una valla roída por las vacas.

El tío Jan mira a lo lejos. Hierba, rastrojo amarillento en las tierras de Brak, el vecino; cielo azul. En el campo no hay vacas ni ovejas. En el campo no pace nada. A una cierta distancia hay otra valla, y detrás de ésa, otra más. Entre valla y valla, dos rastros totalmente paralelos. Empiezan a aparecer sombras donde ha habido cacas de vaca y la hierba es más alta. Las aspas de los grandes molinos que hay después de la tercera valla no se mueven. Dieke se nota el sol de la tarde en el cuello.

—¿Qué haces? —pregunta.

La respuesta se hace esperar demasiado; su tío no contesta.

Toca insistir.

—¿Por qué estás aquí?

—Porque sí.

—¿Porque sí?

—Mira, porque me gusta.

—Ah —dice Dieke—. ¿Has venido en tren?

—Sí.

—¿Desde Den Helder?

—Sí.

—¿Ha ido la abuela a buscarte?

—No, el abuelo.

—¿Hacía calor en el tren?

—Mucho calor.

—¿Y ha llegado puntual?

—Claro que no. Las vías se habían dilatado por el calor.

—Oh. Yo esta tarde he ido a la piscina.

—¿Ya sabes nadar?

—¡Tengo cinco años, eh!

—Ah, perdón.

—Tengo diploma y todo.

—¿Qué diploma?

—El de saber pasar por un aro debajo del agua, con la cabeza sumergida del todo.

—Qué bien.

—Sí —a Dieke también se lo parece—. Evelien no se atrevió.

—¿Quién es Evelien?

—Mi amiga.

—Ah, claro, Evelien.

Dieke nota, por el tono, que el tío Jan no tiene ni idea de quién es Evelien.

—La abuela tampoco se atreve a meter la cabeza debajo del agua.

—Sí, es muy grave. Tiene setenta y tres años y todavía no tiene diploma de natación.

—Y tú no tienes carné de conducir.

—Ahí me has pillado, Dieke.

La niña espera un momento.

—La abuela es tonta.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque sí.

No hay vacas que se dirijan al campo levantando polvo en el camino, que todavía está delimitado con una alambrada. Reina el silencio, hace tanto calor que ni siquiera se oye a los pájaros. Entonces resuena un golpe sordo, quizás madera sobre hormigón. Dieke se sobresalta, se agarra todavía más fuerte al brazo de su tío.

—¿Qué ha podido ser eso, Dieke? —pregunta él.

—No lo sé —gime ella.