ESTRELLA CORREA


ESTRELLA CORREA

2019ESTRELLA CORREA

© 2019 de la presente edición en castellano para todo el mundo: Group Edition World

Dirección:www.edicionescoral.com/www.groupeditionworld.com

 

Primera edición: Marzo 2019

Isbn digital: 978-84-17832-98-8

Diseño portada: Group edition world/ Ediciones K

 

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la ley. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, electrónico, actual o futuro incluyendo las fotocopias o difusión a través de internet y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes.


titulo nerea


 

 

SINOPSIS

 

Nerea tiene una empresa de éxito, un marido que la quiere y una vida perfecta.

Nerea quiere volver a ser feliz, y cree que, si tiene paciencia y lucha, todo volverá a

ser como antes; pero no espera que su alrededor cambie tan rápido. Nada es como

ella pensaba y sus sentimientos se transforman en algo que desconocía.

Nerea tiene miedo, sin embargo, elige vivir.

¿Y tú? ¿Serías capaz de saltar al vacío sin paracaídas y sin red?


ÍNDICE

 

 

CAPÍTULO 1: DIGNIDAD, DIVINO TESORO

CAPÍTULO 2: VIVE Y NO TE ATRAGANTES

CAPÍTULO 3: VIDA NUEVA, SOFÁ NUEVO

CAPÍTULO 4: LO QUE CREES, Y LO QUE ES

CAPÍTULO 5: EL MAROMO Y UNA CANCIÓN BONITA

CAPÍTULO 6: MIS OJOS, LOS TUYOS Y LOS DE ÉL

CAPÍTULO 7: UN TROPIEZO, UNA GUITARRA Y TÚ

CAPÍTULO 8: UN PISO, TRES MALETAS Y FOLLOW ME DE MUSE

CAPÍTULO 9: GRACIAS Y ADIÓS

CAPÍTULO 10: AQUEL CIGARRO ALIÑADO

CAPÍTULO 11: UNA FANTASÍA ERÓTICA Y UNA REALIDAD MEJORADA

CAPÍTULO 12: LISTA DE LA COMPRA: VIBRADOR, BRAGA COMESTIBLE Y OSO DE PELUCHE

CAPÍTULO 13: BAILA CONMIGO Y OLVÍDATE DEL MUNDO

CAPÍTULO 14: FIESTA DE IDA, RESACÓN DE VUELTA

CAPÍTULO 15: LO QUE PLANEAS Y LO QUE SUCEDE

CAPÍTULO 16: FIN DE AÑO DE DÍA: RARO

CAPÍTULO 17: FIN DE AÑO DE NOCHE: MÁS RARO

CAPÍTULO 18: PÓRTATE MAL. TOTAL, NOS VAMOS A MORIR IGUAL

CAPÍTULO 19: LA PRIMERA VEZ DE TODO

CAPÍTULO 20: DOS MANOS Y UN REGALO

CAPÍTULO 21: HAY MALAS IDEAS Y DESPUÉS ESTÁ ESTA

CAPÍTULO 22: UN LO SIENTO Y MUCHA MÚSICA EN DIRECTO

CAPÍTULO 23: TACHADO DE LA LISTA DE COSAS PENDIENTES

CAPÍTULO 24: PÓNTELO, PÓNSELO

CAPÍTULO 25: WONDERWALL DE OASIS

CAPÍTULO 26: PILLADA. O NO

CAPÍTULO 27: TÚ UN NOVIO, YO UN AMIGO

CAPÍTULO 28: LO MEJOR DE TODO

CAPÍTULO 29: BIEN POR TI, NEREA

CAPÍTULO 30: LO QUE QUIERO DE LA VIDA Y LO QUE CREÍA QUE QUERÍA

CAPÍTULO 31: DE VUELTA A LOS DIECISÉIS

CAPÍTULO 32: UNA BOFETADA DE REALIDAD

CAPÍTULO 33: EL OLOR A CAFÉ Y OTRAS COSAS BONITAS

CAPÍTULO 34: ESA EXTRAÑA SENSACIÓN

CAPÍTULO 35: ESO DEL AMOR

CAPÍTULO 36: MIS MAÑANAS PREFERIDAS

CAPÍTULO 37: NO PUEDES HACERLO Y PUNTO

CAPÍTULO 38: CONOCERME

CAPÍTULO 39: UN LUGAR ESPECIAL

CAPÍTULO 40: TU AMIGA Y, AHORA, LA MÍA

CAPÍTULO 41: UNA COSA ES PRETENDER; OTRA, QUERER

CAPÍTULO 42: SOLO LOS LOCOS SOBREVIVEN

CAPÍTULO 43: HALLELUJAH DE LEONARD COHEN

CAPÍTULO 44: TUS LABIOS ROZANDO LOS MÍOS

EPÍLOGO

 

 

 

 

 

 

 

 

Al AMOR. A los grandes, a los pequeños, a los últimos, a los primeros. A los fugaces,

a los eternos… A todos los que, de alguna manera, dejan huella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A mi niña, Ariadna, mi sol, la luz que guía mis días.

 

1

 

DIGNIDAD, DIVINO TESORO

 

 

 

Salgo de casa con lo puesto. Sin móvil, sin bolso, sin cartera y sin abrigo, pero con dignidad, la recojo del suelo del rellano justo antes de cerrar la última maldita puerta con todas mis fuerzas. A mediados de octubre, en Madrid, ya se nota el frío, sin embargo, yo no siento nada, sólo un pequeño hormigueo en los dedos de las manos y de los pies. Eso es lo único que me hace sentir que sigo viva. Miro al cielo y la lluvia comienza a mojarme la cara, las gotas se mezclan con mis lágrimas mientras me debato entre volver y rogarle de rodillas que hablemos, o salir corriendo de allí sin mirar atrás. Opto por lo segundo, y no porque esté segura de ello, sino porque no me queda otra opción. Algo me empuja lejos, muy lejos, algo que no sé reconocer. El destino, tal vez. Camino calle abajo sin saber muy bien dónde ir. No llevo dinero y el frío me cala hasta los huesos. Se me pasa por la mente refugiarme en la casa que durante tantos años fue mi hogar, pero no me apetece escuchar uno de los sermones de mi madre. Ya me la imagino llamándome loca descerebrada, que actuar por impulsos siempre me ha supuesto un problema y que no pienso las cosas. No, no las pienso y por eso me encuentro en esta desafortunada situación. Cruzo la calle sin mirar a los lados y me gano el gruñido de varios conductores que me echan de la calzada tocando el claxon, enfadados. Consigo llegar al otro lado sana y salva, al menos, mi cuerpo intacto lo hace, mi corazón… es otra historia. La gente me mira entre asustada y horrorizada. Sin duda, ven a una loca que corre sin rumbo, empapada, llorando, sin paraguas bajo un aguacero y con una fina camisa blanca que se transparenta dejando al descubierto hasta mi alma.

No recuerdo muy bien cómo llego a casa de Carol. Llamo al portero y, entre hipos y sollozos, le pido que abra, pero se lo piensa dos veces; ni yo misma me reconozco la voz, rasgada por el dolor. Subo en el ascensor, dejando un charco en el suelo y tiritando, hasta el cuarto piso. Abre la puerta y no pregunta qué ha pasado. Sólo me abraza, me mete dentro y me lleva al cuarto de baño a ayudarme a entrar en calor. Me desnuda en silencio, por el momento, ninguna de las dos tiene necesidad de decir nada, me deja bajo el chorro de agua caliente y me frota. Ella sabe muy bien lo que ha ocurrido. Por lo visto, mi matrimonio es la crónica de una muerte anunciada desde hace mucho tiempo. Todos se han dado cuenta menos yo, que no he querido hacerlo. Benditas vendas de ojos que no sirven para nada. Llevo meses negándome a mí misma que algo no va bien, siempre encuentro la excusa perfecta. «Sebastian trabaja mucho», «Sólo quiere lo mejor para los dos», «No puedo culparlo por querer crecer profesionalmente», me he dicho durante más tiempo del que me gustaría reconocer. Él siempre dice que lo hace para darnos la vida que merecemos, pero yo no llego a entenderlo del todo. De nada me sirve el dinero si no lo podemos disfrutar. Llevamos varios años sin hacer nada juntos. La última vez que viajamos solos, fue hace tres veranos, a la Rivera Maya. Lo sé, un destino muy recurrente para los europeos, Sebas nunca ha sido muy original. Desde entonces casi hacemos vidas separadas. Dormimos juntos, y, cuando digo dormir, quiero decir quedarnos en estado de reposo que consiste en la inacción o suspensión de los sentidos y de todo movimiento voluntario, (no lo digo yo, lo dice la RAE). Tampoco recuerdo muy bien la última vez que hicimos el amor. Un mete saca de vez en cuando para desfogarnos y casi nunca espera a que yo termine. Ni follar se puede llamar a lo que hacemos. Sin embargo, yo no lo he visto venir. Si fuera de otra forma, lo diría. Jamás hubiera imaginado lo que podía ocurrir.

Carol me saca de la bañera, me envuelve con una toalla que ha calentado previamente en el calefactor y me besa en la mejilla.

—¿Puedes vestirte sola? —me pregunta como a una niña pequeña. Asiento con la cabeza mientras los labios me tiemblan—. Voy a preparar a los niños y Andrés se los llevará a dar un paseo —acaricia mi cabello con delicadeza.

Sale del baño y me deja sola. Más sola de lo que me siento en estos momentos. Si es posible. Y eso que llevo así mucho tiempo, de esto me doy cuenta después. Sebastian y yo hace siglos que casi ni hablamos. Nos acostumbramos a estar acompañados, pero en soledad, nos refugiamos o nos excusamos con la cantidad excesiva de trabajo que ambos tenemos y dejó de parecernos raro que camináramos por la casa como si el otro no estuviera allí. Él empezó a viajar cada vez más y dejó de pasar muchas noches en casa.

Me siento en el inodoro y comienzo a llorar de nuevo. Tapo mi cara con las manos y me llamo, una y otra vez: «tonta de remate». A veces no veo las cosas venir ni aunque las tenga delante con un cartel de luces de neón anunciando su llegada. Me pasa de vez en cuando. «Nerea, despierta. Vives en las estrellas», me ha dicho siempre mi madre. Y lleva razón. No me explico la media de sobresaliente de mi expediente académico. Todos dijeron que me comería el mundo y no me ha ido del todo mal, tengo una de las mejores empresas de preparación de eventos de toda la ciudad, pero nunca he creído que me pasaría esto a mí. Es como esas cosas que escuchas que le ocurre a la gente, a una prima de una amiga de una amiga. No obstante, yo me casé para toda la vida. Veo a mis padres y quiero ser como ellos. Envejecer al lado de la persona que amas tiene que ser maravilloso y yo he amado locamente a Sebastian, (o amo, no lo sé). No puedo dejar de quererlo de la noche a la mañana. Ayer nos acostamos juntos, me abracé al hombre de mi vida y me dije que la mala racha pasaría, como muchas otras. Todas las parejas pasan por esto alguna vez, no nos hace especiales atravesar un mal momento en nuestra relación. Llevamos juntos diez años, no parece raro que, en un transcurso de tiempo tan largo, nos encontremos con problemas. Ya los hemos tenido antes y siempre los hemos superado.

Carol vuelve al cuarto de baño, en el que me ahogo, unos minutos después. Yo sigo sin vestir, pero ella no hace alusión a mi desgana, solo se agacha, me agarra de las manos y me levanta. Me pone las mallas negras y la sudadera que ha dejado doblada sobre el lavabo antes de marcharse y salimos al salón. Como siempre, repleto de juguetes. Tropiezo con un Capitán América y un Hulk de quince centímetros antes de llegar al sofá y conseguir sentarme. Espero a que traiga un par de tazas de café y admiro la inmensidad de la estancia. Un enorme salón de un gran piso situado en el barrio de Los Jerónimos, un lugar tranquilo, cerca del Retiro, rodeado de parques y zonas verdes para los niños, comprado después de reflexionar sobre el futuro. Su marido, Andrés, abogado de profesión, pronto la embelesó para tener dos niños, Raúl y Manel, de cuatro y dos años de edad. Carol, como experta pediatra, siempre ha sabido los problemas que dos bebés les acarrearían, pero desde el principio tuvo claro que los quería tener y pronto se pusieron a ello.

Yo vivo en Sol, en un piso céntrico totalmente reformado. Enorme, demasiado grande para nosotros dos, pero de eso tampoco me he dado cuenta hasta ahora. No hemos tenido hijos, en alguna ocasión hablamos de ello, pero a Sebastian le entra urticaria y a mí los siete males (todos a la vez), así que siempre lo hemos aplazado justo hasta disponer de suficiente tiempo para la tarea de criar un bebé (tiempo y ganas, no nos vamos a engañar).

Así que aquí estoy yo, llorando como una magdalena, sobre el sofá del sofisticado pero desordenado salón de una de mis mejores amigas a mis treinta y cuatro años sin saber qué hacer, por dónde tirar ni lo que va a ser de mi vida a partir de hoy.

—Ro llegará enseguida —me da el café humeante y agarro la taza temblando. Doy un sorbo y el líquido caldea mi cuerpo por dentro.

Rocío es mi otra mejor amiga, una andaluza un poco brusca que conocimos hace ya siete años en un curso de cocina. Carol y yo decidimos que sería buena idea aprender a cocinar y lo fue, a la par que divertido y práctico. Hasta ese momento lo único que sabíamos hacer era utilizar la freidora. La de fiambreras que descongelamos mientras estudiábamos en la universidad. Nos costó mucho trabajo sacar tiempo para asistir a esas clases, mi empresa empezaba a despegar y Carol ya pasaba más de doce horas diarias en el hospital, sin embargo, merecieron la pena. Rocío, actriz de profesión, nos cayó bien desde el primer día. Acababa de llegar a Madrid para estudiar un Máster de Teatro y Artes Escénicas y congeniamos enseguida. Nos hicimos inseparables. Dos años después conoció a Carlo, un chef italiano dueño del restaurante más famoso de toda la ciudad, Temaka, y, desde entontes, están juntos. Nunca se han casado «porque no se van a dejar llevar por lo que dicta una sociedad idiotizada y emborregada», pero se tratan como marido y mujer y eso es lo importante. Tienen sus propias normas y tiempos muertos, sin embargo, son una pareja feliz y se complementan a la perfección.

—¿Estás mejor?

Me encojo de hombros y cierro los ojos. No soy capaz de sumar dos más dos. No, no estoy mejor y no sé si algún día lo estaré. Decir que el futuro lo veo negro es un eufemismo en toda regla. No lo veo. Todo lo he imaginado a su lado. Con él. De dos en dos. Sebastian y yo. Así ha sido siempre y así tendría que ser.

Suena el timbre y Carol va a abrir. La escucho hablar desde donde me encuentro.

—¿Cómo está? —pregunta Rocío.

—No muy bien —contesta ella.

Tras una breve conversación de la que no he podido descifrar la mayor parte porque solo susurran, las veo aparecer en el salón y Ro viene a darme un abrazo que dura más de un minuto. Carol desaparece tras la puerta de la cocina y vuelve con una taza de té para nuestra amiga. Se la ofrece cuando me suelta y ella la coge con brío.

—Ni siquiera os he contado lo que ha pasado —suspiro.

—Te conocemos muy bien —dice Carol con condescendencia.

—Y lo llevamos esperando mucho tiempo —ataja Rocío. Ella siempre sincera y directa.

Agacho la cabeza y me toco la frente en un gesto inconsciente para taparme la cara. Me siento avergonzada y muy enfadada conmigo misma ¿Cómo es posible que todo el mundo haya visto que mi matrimonio murió hace mucho y yo no? No nos ha ido tan mal, ha habido días en los que he visto gestos en Sebastian que me hacen creer que todavía me ama. Me abraza alguna vez, me dice «te quiero» cuando me besa, me hace regalos de vez en cuando.

—Soy imbécil —musito para mí, pero mis amigas me oyen.

—No lo eres, solo estabas enamorada. El amor te ha estado cegando y no te ha dejado ver nada —contesta Carol.

—¿Tan evidente era? —levanto la cara y lo miro a los ojos.

Carol se sienta a mi lado, me coge la mano y la aprieta.

—Tu matrimonio no funciona desde hace mucho. Casi hacéis vidas separadas. Solo era cuestión de tiempo.

—Yo… lo quiero —una lágrima rueda por mi mejilla.

—Tú no lo quieres. Solo estás acostumbrada a él. Es cómodo tener a alguien a tu lado los domingos por la tarde.

—Sebastian ya ni pasaba los fines de semana en casa.

—Mejor me lo pones —suena el teléfono fijo y Carol se levanta—. Tengo que cogerlo, pueden ser Andrés y los niños —descuelga y se pierde hablando por el pasillo que va a las habitaciones.

¿A eso ha quedado reducido mi matrimonio? ¿En eso se ha basado más tiempo que menos? ¿En comodidad? Me estremezco.

No. Yo lo quiero.

Miro a Ro y me asusto. No sé si deseo escucharla hablar porque no mide el daño que pueden causar sus palabras y yo en estos momentos no estoy segura de poder soportar su cruel sinceridad.

—No has dicho gran cosa —me atrevo.

—Sebastian nunca me ha caído muy bien. Ya lo sabes. Tú te mereces mucho más. Un hombre que pelee cada día por ti, que bese el suelo que pisas y que te folle como si fuera a terminar el mundo mañana. El picha floja ese se puede ir al carajo y ojalá lo funda la lava de un volcán. Lo siento, pero me alegro de que esto haya ocurrido. Crees que es lo mejor que has tenido porque es lo único —enfatiza esto último— que has tenido. Cuando conozcas lo que te estás perdiendo, cambiarás de opinión. Hay todo un mundo ahí fuera, experiencias y hombres maravillosos que matarían por ti, pero que aún no lo saben. A mí tampoco me engañas, tú hace mucho que dejaste de quererlo, lo que tienes es pánico a estar sola. Y, en mi opinión, es lo que necesitas. Me alegro que hayas dejado a ese cabrón.

—Yo diría que me ha dejado él —un dolor agudo me cruza el pecho mientras lo digo.

—Lo habéis dejado los dos. Conozco a tu marido. Es un cobarde, no se habría atrevido a hacerlo si tú no se lo hubieras puesto en bandeja. —Me mira fijamente con sus ojos marrones y se retira la melena castaña de la cara. Qué sabia ha sido siempre Ro. Lleva razón. Sebastian y yo nos levantamos ese domingo como otro fin de semana más, dispuestos a no hacer nada. Yo suelo pasar el día leyendo y él en el despacho de casa ensimismado en millones de documentos absurdos que no dicen nada. Así transcurre el día libre que permanecemos en casa, muy pocos por cierto. Empezamos a discutir por la temperatura de la calefacción y una cosa lleva a otra y a otra. Que si no hay quien te aguante, que si eres insoportable, no eres la persona de la que me enamoré, no te conozco, yo a ti tampoco, no sé qué hacemos juntos, eso mismo me pregunto yo… y bla bla bla.

—Pero yo lo quiero… nunca pensé que terminaríamos así.

—Así, ¿cómo, cada uno por su lado? No hay otra forma de terminar.

De nuevo lleva razón. Cortar por lo sano es lo mejor. Darle más vueltas a lo mismo no me va a llevar a ningún sitio nuevo. Pero se me hace difícil aceptar que algo tan bonito y duradero haya terminado. Llevamos diez años juntos, la tercera parte de mi vida la he pasado junto a él. Y todo no ha sido malo, al contrario. Los primeros años de nuestra relación fueron maravillosos. Dicen que el enamoramiento (las mariposas en el estómago) solo dura tres meses, yo puedo asegurar que a nosotros nos ha durado muchos más. Nuestra boda fue de ensueño. Por lo civil en el patio de un lujoso hotel. Rodeados de nuestras familias, amigos y un millón de rosas rojas y luces pequeñitas que le daban al lugar un halo de romanticismo que a cualquiera pone los pelos de punta y te invita a soñar. Yo lo hice. Soñé con una vida llena de dicha a su lado. Con varios niños correteando por nuestro salón, sonrisas de comprensión y mucho sexo pervertido sobre cualquier superficie. Entre nosotros siempre ha existido una conexión especial. Lo conocí en la biblioteca de nuestra facultad, los dos estudiamos un Master en Dirección de Empresas y pasamos horas en ese lugar. Estuvimos mirándonos y sonriéndonos entre pupitres y apuntes durante más de dos semanas. Uno de esos días me dijo que si salía con él me invitaría a un café y así fue. Salí, nos bebimos un café solo cada uno y hasta el día de hoy. Día en que toda la vida que hemos construido juntos ha desaparecido en compañía de las ilusiones y proyectos que yo aún recuerdo en mi mente.

—Me pareces increíble —me dijo.

—¿Por qué?

—Porque podrías cambiar el mundo si te lo propusieses —Así me ha visto siempre Sebastian. ¿Qué ha cambiado tanto para que la última vez que me ha mirado lo haya hecho con pena y asco?

—Lo sé, pero no es fácil, son muchos años…

—No te digo que vaya a ser un camino de rosas, pero dentro de unos meses lo superarás y tu vida habrá cambiado para mejor.

¿Cuántos meses? ¿Cuánto tiempo necesitaré para pasar página, olvidar al único hombre del que me he enamorado y volver a ser feliz? No estoy muy segura siquiera de poder lograrlo, pensar en el tiempo que tardaré en conseguirlo es decir demasiado.

—Tengo un amigo psicólogo que puede ayudarte. Podría hablar con él…

—No necesito un loquero —contesto a la defensiva. No estoy enfadada, pero controlo a duras penas mis nervios y, que insinúe que contarle a alguien mis penas solucionará mis problemas, me encabrona bastante. Yo lo que necesito es a Sebas a mi lado. Dándome un beso y diciéndome que todo va a salir bien. Estoy tan acostumbrada a él, a su apoyo y al tono de su voz, que solo con escucharlo me ha tranquilizado siempre. Me cruza por la mente llamarlo y suplicarle que nos demos otra oportunidad.

—Ir a un psicólogo no significa que estés loca. No te digo que vayas mañana. Solo piénsatelo y, si lo necesitas, me lo dices.

—De acuerdo —murmuro, mientras le doy otro sorbo a mi taza de café.

—Andrés comerá con los niños en casa de sus padres. No volverá hasta la hora de merendar —nos informa Carol mientras se acerca a nosotras y se sienta a mi lado.

—¿Vas a contarnos qué ha ocurrido?

Buena pregunta. Ni yo misma tengo claro cómo hemos llegado a esto tras una breve discusión sobre la calefacción de nuestra casa. Les explico por encima la pelea y que no entiendo la razón por la que hemos terminado gritándonos que queríamos el divorcio.

—Él sale perdiendo, no va a encontrar a otra como tú —Carol me mira comprensiva.

—Desde luego, nadie lo va a aguantar tanto tiempo —sentencia Ro desde el otro lado del sofá.

¿Eso es lo que yo he estado haciendo los últimos dos años? ¿Aguantar? Trabajo-casa, casa-trabajo. Es lo que he hecho. Nada de conversaciones banales sobre la cama, nada de besos apasionados, nada de miradas cómplices. Hemos estado compartiendo piso y pagando facturas a medias. Eso es lo que Sebastian y yo hemos hecho últimamente.

—¿Es definitivo? —pregunta Carol.

—Supongo que sí… él parece tenerlo muy claro.

—Seguro que tiene a otra.

Esto último, escuchado de la boca de Ro, me cae como un jarro de agua fría. No lo he pensado hasta ahora. No lo creo capaz. No me lo imagino escondiéndome algo así, lo veo soso hasta para eso. Si no tiene fuerzas ni ganas de acostarse conmigo todos los días, ¿la va a tener para acostarse con otra? ¿O tal vez esa es la razón por la que ya no lo hacía conmigo tan a menudo? ¿Porque se folla a otra que lo deja bien servido? Sebastian nunca ha sido muy fogoso. No es de esos hombres que no pueden pasar tres días sin meterla en caliente. Sabe follar (o eso he pensado siempre), pero no le hace falta hacerlo cada veinticuatro horas.

—No digas eso —le reprocha la otra—. No sabemos qué ha pasado. Lo vuestro no iba bien desde hacía mucho. El desgaste y la monotonía termina con todo.

—Estoy muy enfadada. No entiendo por qué me ha dejado ir de casa sin luchar. Creí que él también me quería —pensé en voz alta.

—Nunca ha luchado por ti, no entiendo por qué tendría que hacerlo ahora —Ro vuelve a clavarme una estaca en el corazón con su comentario—. No me mires así —le dice a Carol, ante la mirada de reproche de ésta—, llevo razón —se centra ahora en mí—. Siempre has sido demasiado buena con él, nunca ha tenido que pelear por nada. Se lo has puesto todo en bandeja, le has hecho la vida muy fácil, eso es así.

Y vuelve a llevar razón. Durante los diez años que ha durado nuestra relación, yo siempre he estado pendiente de él. De su comodidad, que no le falte nada, pero en todo momento lo he sentido recíproco, al menos al principio. El final de nuestra historia, ni ha sido historia ni nuestra. Ha sido de él y de mí. Cada vez más separados por el abismo que se ha abierto entre nosotros.

—Mira el lado bueno, no tenéis hijos. No tendrás que volver a tener nada que ver con él.

Y eso me duele mucho más. Quiero seguir formando parte de su vida. Él ha sido la mía. ¿Cómo voy a sacarlo de ella así, por las buenas? Si Sebas ha sido el eje que lo ha sostenido todo. Mi otro yo. Mi otra mitad. El estabilizador de desastres. La solución a casi todos mis problemas.

—Siento disentir, pero no estoy de acuerdo. Creo que si me separara, mis hijos me ayudarían a superarlo. No sois madres y no me entenderéis… cuando tienes un hijo… no vuelves a sentirte sola. No te da tiempo.

Sé que Carol dice eso porque lo siente, sin embargo, solo sirve para hundirme un poco más. En realidad nada de lo que diga me podrá ayudar en estos momentos. Nosotros no hemos tenido hijos. No ha estado entre mis prioridades y, aunque el futuro no me lo imagino sin niños correteando por la casa, siempre los he aplazado. Mi marido nunca me ha presionado sobre el tema.

Ro le da una patada por debajo de la mesa y la otra se queja. Sus intenciones son buenas, solo pretenden ayudarme a soportar lo que me está pasando y a superarlo cuanto antes. Sin embargo, yo sé que no será fácil olvidarme de todo y comenzar de nuevo.

—¿Qué vais a hacer con la casa?

¿Qué? Levanto la cabeza y la miro. No he pensado en eso todavía. Hace tres horas me encontraba “felizmente” casada y ahora… no. Porque aunque legalmente sigo siendo la mujer de Sebastian Brown, está claro que ya no lo soy. Un papel no convierte a nadie en tu marido, si él no quiere serlo, no lo es. Lo demás, burocracia que arreglar y en la que gastarte mucho dinero. Y esa certeza me da mucho vértigo. Me tiro de espaldas y cierro los ojos. Veo a mis amigas discutir entre susurros echándose las culpas una a la otra sobre no saber manejar la situación.

—¿Qué voy a hacer ahora? —pregunto, perdida.

—Vivir —responden las dos al unísono y sin ningún tipo de dudas.

Dudas… al menos mis amigas no las tienen. Yo floto a la deriva en un inmenso océano de ellas.


2

VIVE Y NO TE ATRAGANTES

 

 

 

Carol y Rocío tratan de convencerme, con toda clase de argumentos, que quedarme con una de ellas es lo mejor. Cuidarán de mí y de mi maltrecho corazón el tiempo que haga falta, pero yo no estoy segura de ello. No quiero incordiar y, aunque sé que la decisión de mudarme durante unos días con cualquiera de ellas, no implicará fastidiarles la vida, no lo veo claro. Pasear mi careto delante de sus maridos hasta que me recupere, no me apetece en absoluto. Los considero mis amigos, pero de ahí a desnudarme (y no hablo físicamente) delante de ellos, existe un abismo difícil de salvar. Bastante me pesa el hecho de tener que aguantarme a mí misma, no quiero que nadie cargue con la piltrafa de ser humano en el que me he convertido. Así que, por la tarde, para qué alargarlo más, me dirijo al único sitio en el que me siento segura y querida sin creerme un estorbo ni criticada.

Ro me deja en la puerta del edificio de mi hermana pasadas las siete de la tarde. Le he mandado un mensaje desde el teléfono de Carol hace dos horas para avisarle de mi visita, en el que solo especificaba que tenía que hablar con ella de algo importante. Cristina vive en un mini apartamento de una habitación y media en Chueca (a la segunda no se le puede llamar dormitorio, más bien «caja grande con cama de ochenta centímetros sin almohada ni colcha ni nada de nada»), salón-cocina y un baño en el que dos personas no entran a la vez. Treinta metros cuadrados, no creo que sea mucho más grande. Sin embargo, siempre me ha encantado pasar las tardes de domingo con ella, viendo películas de ciencia ficción y comiendo palomitas hasta ahogarnos. Dispone de pocos muebles, los necesarios para convertir el apartamento en un lugar habitable. La acompañé a comprarlos a Ikea, hace dos años, justo un mes después de que decidiera independizarse, o como ella dijo a nuestros padres con voz solemne: «abandonar el nido y volar sola». Mi pequeña hermana, para muchas cosas, mucho más mayor que yo. Ni los ocho años que nos separan han podido impedir que pronto nos convirtiéramos en las mejores amigas.

Como siempre, me encuentro la puerta de madera del portal de dos hojas, envejecida por las inclemencias del tiempo, abierta de par en par. Juraría que nunca ha llegado a tener cerradura. Ese detalle disgustó tanto a mi madre (dramática de nacimiento) cuando la alquiló, que mi padre tuvo que abanicarle para evitar un síncope in situ. ¿A dónde se había mudado su pequeña y desvalida hija? Casi la sacan a rastras de allí, clamando al cielo que la descerebrada de la familia siempre había sido yo. Aún me agradece que la ayudara a convencerlos de que ese piso era tan bueno como otro cualquiera (otro que tuviera la puerta del portal arreglada. Allí la seguridad brilla por su ausencia).

Subo las escaleras hasta el segundo piso como si portara hierro forjado dentro de los calcetines. Llevo el pelo rubio a la altura de los hombros, tan revuelto que, si me preguntan de dónde vengo y contesto que de tirarme en paracaídas, cuela sin más explicación. Los ojos hinchados y rojos de llorar avalarían mi historia, así como la ropa deportiva y cómoda que esta tarde no tengo más remedio que utilizar. Le agradezco a Carol el gesto, pero ella es mucho más grande que yo, y esta ropa ha vivido tiempos mejores.

Casi he llegado a mi destino cuando tropiezo con un fuerte torso, pero no uno cualquiera, no. En ese pueden partirse nueces como si fueran de plastilina, con ese torso se puede soñar repetidamente y gozar de orgasmos de película. En un segundo su olor penetra mis poros y caigo de rodillas al suelo. Menudo golpe y lo bien que huele el jodido. Durante un segundo me quejo de mi torpeza y de su brusquedad, ya puede mirar por donde va; pero después, cuando me doy cuenta de dónde ha quedado mi cara y lo que tiene delante de ella, doy las gracias a todos los dioses por regalarme esas vistas y… de esas dimensiones. El maromo calza grande y…. Dejo de pensar. El dueño de ese cuerpo, me agarra de las manos, me levanta y me pregunta si me he hecho daño. Niego con la cabeza, me limpio las rodillas, avergonzada, y, sin mirarle más (bastante me he recreado ya), lo rodeo y sigo subiendo escalón a escalón, hasta llegar a la puerta del piso de mi hermana. Llamo al timbre un par de veces, pero no abre.

Suspiro, dudo si asesinarla cuando abra, o dejarlo para más tarde, y vuelvo a llamar.

Tiene que estar aquí, le he anunciado que vendría.

Me estará esperando.

La mataré con mis propias manos si…

En esas, la puerta se abre.

—Ne, tía. ¡Qué impaciente eres! Estaba meando —ella siempre tan fina—. ¿Qué te pasa? Tienes muy mala cara.

—Sebastian y yo vamos a separarnos —digo en un tono neutro. No voy a llorar más. Bastantes lágrimas he derramado sobre el carísimo sofá de Carol.

—¡Aleluya! —clama levantando las manos al cielo. Parece que ella también se alegra de que mi mundo se hunda bajo mis pies.

Paso dentro y me siento en el sofá, cruzando las piernas, después de quitarme los zapatos.

—Tienes esto un poco desordenado —observo, pero no lo digo en tono de reprimenda, solo reflexiono en voz alta.

—Anoche hicimos una pequeña fiesta unos cuantos amigos. Aún no me ha dado tiempo a recoger mucho. Llamaste y… —abre el frigorífico y saca dos Coca Colas Zero— no me ha dado tiempo de más. Pablo se quedó a dormir. Te lo has debido cruzar en la escalera.

¿Pablo? ¿Pablo Pablito Cara de Pito? ¿Es él con el que me he chocado? ¿El dueño del torso más duro que he tocado y el miembro más grande que he visto? Bueno, solo lo he intuido y tampoco es que haya visto muchos a lo largo de mi vida. Tres para ser más exactas: mi novio de instituto y dos en la universidad, con uno de estos últimos me casé. Y hasta ahí llega mi experiencia sexual y en tamaño de penes. Sin contar los de las pelis porno que Ro nos hace ver a Carol y a mí cada año para su cumpleaños (pero doy por supuesto que esas medidas no entran dentro de lo normal).

—¿Te acuestas con Pablito? —hace mucho que no lo veo. Desde los años de colegio. Yo iba a al instituto y alguna vez los ayudaba con las matemáticas o el inglés. Lo recuerdo siempre sonriendo y revoloteando por casa junto a Cristina. Ellos han seguido manteniendo contacto y sé que es su mejor amigo, por eso me parece raro que la relación haya cambiado tanto.

—¡No! ¿Estás loca? Es mi mejor amigo. Jamás me acostaría con él —me ofrece la Coca Cola y se sienta, dejando caer su cuerpo en un puf verde. Vuelvo a dudar si hablamos de la misma persona. Ese que he visto no puede ser el mismo niño que yo recuerdo—. Y dime ¿qué ha ocurrido para que te dieras cuenta de que Sebastian es un gilipollas integral?

—Siempre he creído que te caía bien.

—Tú lo has dicho. Me caía. Hace mucho tiempo que me dejó de gustar.

Le cuento con todo lujo de detalles lo que ha pasado, pero sin pararme a pensar demasiado y sin permitirme volver a llorar. Cristina me ofrece su casa desde el principio.

—Me preocupa cómo se lo va a tomar mamá —me toco la sien.

—Eso te tiene que dar igual.

—Lo sé, pero ella siempre ha tenido a Sebas en un pedestal. La voy a defraudar y me da pena que le preocupe más el qué dirán que mi propia felicidad.

—Le va a defraudar Sebastian, no tú. Lo entenderá. Estoy segura. Me niego a pensar que pueda ser tan obtusa. Se lo diremos entre las dos. Cuando estés preparada, vamos a verles.

—Gracias, hermanita.

Se levanta y me apresura para que yo haga lo mismo. La miro y abro los ojos exageradamente.

—Levántate. Tenemos que ir a recoger tus cosas.

—No voy a ir a ningún sitio.

—Necesitas tu ropa, tu bolso, el carnet de conducir, tú móvil ¡Tú coche!

—Puedo vivir sin todo eso—digo, cerrando los ojos, girando el cuerpo y dándole la espalda. Yo solo quiero dormir. Dormir y despertarme muchos meses después, cuando todo se haya calmado.

Cristina rodea el sofá, se agacha y lo levanta un metro por un lado haciéndome caer y rodar por el suelo.

Pero ¿esta quién se cree? ¿Hulk?

—¡Ay! ¿¡Estás loca!? —me incorporo como puedo y la miro. La encuentro muerta de risa con los brazos en jarra mirando en mi dirección—. Casi me partes la espalda.

—Tenías que verte rodar por el suelo haciendo la croqueta.

No puedo hacer otra cosa que acompañarla y reírme con ella. Las carcajadas comienzan a salir y no puedo detenerme. Nos reímos más de cinco minutos. Tal vez son los nervios que necesitan desahogo, la cuestión es que estas risas liberan endorfinas dentro de mí y me recuerdan que puedo ser una persona valiente.

—¿Sabes qué? Esa también es mi casa y mis cosas están allí. Hermanita, vístete que nos vamos de mudanza.

—Estoy vestida.

—No vas a salir a la calle en pijama —respondo en serio.

—Es un chándal, idiota. Y no es que tú vayas de gala.

Volvemos a romper en carcajadas.

 

Recorremos tres calles hasta llegar al Fiat 500 beige de Cristina. Poca mudanza vamos a hacer en el dedal con ruedas que tiene por coche, más pequeño que el ascensor de mi casa.

—Supongo que con hacer la mudanza te refieres a mi cartera y al móvil. No creo que podamos meter nada más aquí —digo, mientras me acomodo en el asiento del copiloto.

—Vamos a recoger tu Range Rover de pija endemoniada —me reprocha sin acritud—. Deja de quejarte y cómprale un coche a tu pobre y pequeña hermanita —arranca y se introduce en el tráfico demasiado deprisa.

—Vas un poco rápido ¿No?

—No —toquetea los botones de la radio e Ironic de Alanis Morriset suena a todo volumen por los altavoces. Es algo irónico. Mi vida lo es.

Comienza a llover de nuevo y Madrid se convierte en un caos. Llegamos a mi piso y, aprovechando que un Magda sale del garaje, entramos y aparcamos en una de nuestras dos plazas. El coche de Sebastian no está. Tal vez la suerte se apiade de mí y él tampoco. Subimos en el ascensor hasta el vestíbulo del edificio y le pido al portero que me abra la puerta de casa porque he olvidado las llaves dentro. Éste, educado, nos acompaña, abre y se marcha dejándonos solas. Entrar en aquel piso me duele. Me desgarra por dentro. Su olor impregna cada rincón, puedo oler su perfume. Sin duda, acaba de salir. Sebastian hace poco que ha estado aquí.

—Cojamos lo imprescindible y nos marchamos. Otro día venimos a por el resto —Cristina me agarra de la muñeca y tira de mí, que me he quedado clavada en el suelo, consciente de lo que me produce encontrarme en este lugar.

Qué difícil elegir de entre un millón de cosas las que consideras más importantes. Enseres acumulados a lo largo de toda una vida. Algunos necesarios según se mire, otros, caprichos que un día me hicieron muy feliz durante al menos una milésima de segundo. En realidad yo no quiero nada si no lo tengo a él. Mi ropa cara, mis zapatos de diseño, las joyas, los bolsos… todo me sobra en esta nueva etapa que me espera. Sólo deseo abrazarme a los recuerdos, no a todos, sólo a los bonitos, a los que me digan que mi supuesto cuento de hadas no puede haberse acabado. Un amor tan grande no puede terminar por una discusión sobre el aire acondicionado.

Entro en nuestra habitación a tientas, sin encender la luz ni abrir la persiana, no veo nada hasta que las pupilas se amoldan a la oscuridad y dejo de respirar. Anoche dormí junto a él, con la mejilla sobre su pecho, sólo han pasado unas horas. Encuentro la cama tal y como la dejé, perfectamente hecha y estirada, a excepción de un vaquero que yace solitario sobre ella. Siempre me ha gustado mi casa, en ella he vivido muy buenos momentos y la decoración me fascina. Todo en tonos grises y blancos. Miro la pared del cabecero y casi me derrumbo, aún recuerdo el día que decidimos que sería de ladrillos gris oscuro. Meneo la cabeza y me dispongo a recoger las pocas cosas que me harán falta las próximas semanas y, en menos de diez minutos, lo tenemos todo agrupado y etiquetado. Bajamos las bolsas y cajas hasta el garaje donde se encuentra mi coche aparcado y vuelvo a subir a por el bolso y la agenda, mientras Cristina me espera subida en su Fiat 500. Me cuesta desprenderme de mi casa, realmente no lo hago del todo. Es como ese perfume que llevas utilizando años y se queda adherido a la piel. Por mucho que frotes, rasques o te laves, sigues oliendo a él, porque, además, todo se ha impregnado de él. Miro alrededor, parada en medio del salón, y lloro por última vez. Al menos eso me prometo.

La siguiente semana me resulta un poco extraña. Me escondo en el diminuto piso de Cristina y desconecto el teléfono. No quiero hablar con nadie. Que sea la dueña y jefa de mi propia empresa me ayuda a no tener que dar explicaciones a nadie en el trabajo, que también abandono. Siempre he de agradecer a Joel lo que hace por mí y por mi estabilidad económica. Se encarga de todo mientras yo me rasgo las vestiduras tapada con el edredón de cerezas de la cama de mi hermana pequeña, como helado de melón y me pregunto por qué. Por qué Sebastian no se ha puesto en contacto conmigo, por qué lo echo tanto de menos si apenas nos hemos visto en meses y por qué esta desgracia me tiene que pasar a mí.

El domingo siguiente, Cristina decide por las dos que ya está bien de rumiar las penas, ocho días son más que suficientes y ahora toca levantarse y luchar. Me obliga a ducharme, me deja bajo el chorro de agua caliente después de decir algo así como que la depresión no está reñida con la higiene y no oler a mierda podrida en un estercolero.

—Arréglate un poco, esta tarde tengo visita.

—No tengo ganas de ver a nadie.

—Pues no salgas de la habitación. Sigue haciendo nido.

Deja una toalla sobre el lavabo y sale del baño, dejándome sola. Me lavo a conciencia, es cierto que he abandonado un pelín mi higiene personal. La sensación del agua caer sobre mi piel me alivia. Me pongo algo de ropa y me seco el pelo con el secador lo suficiente para que no me moje la sudadera gris que me pongo. Me miro al espejo cuando termino y no me encuentro tan mal, el pelo rubio a la altura de los hombros y un poco ondulado, los ojos marrones claros y un toque de rubor en las mejillas. Trato de sonreír y, después de mucho esfuerzo, lo consigo. Hago una pequeña mueca que para muchas personas no significan sonrisa, pero que a mí en este momento me basta para animarme y darme las fuerzas suficientes para salir de la habitación.

Llego al salón-cocina caminando sobre unas Adidas Superstar blancas y nude.

—Pareces otra —dice mientras toma un trago de café y trastea con el móvil— y hueles a persona distinguida.

—Siento haberme comportado así —voy hasta la cafetera y me sirvo una taza.

—¿Como una guarra? —Le tiro un trapo y ella lo esquiva—. En serio. Tienes que moverte, ir a trabajar, buscar una casa, hacer la mudanza…

—¿Me estás echando? —pregunto sorprendida.

—Claro que no, pero no puedes seguir revolcándote entre tanta desidia. Sebastian te ha dejado ¿Y qué? Ya no estabais juntos, solo compartíais gastos. Y deberías hablar con mamá y papá. No sé ya qué inventarme cuando me preguntan por ti. Les he dicho que tienes mucho trabajo y estás muy ocupada.

Cris lleva razón, debo centrarme y empezar a ordenar mi vida. Así que, en un arrebato, me levanto demasiado deprisa, me mareo y vuelvo a caer de bruces sobre el sofá. Mi hermana me mira y sonríe.

—Tal vez sea mejor que te lo tomes con calma. Ayúdame a preparar la comida.

El menú del domingo consiste en pollo a la plancha y patatas fritas. La cocina es pequeña y a Cristina no se le da muy bien cocinar. Ella lo que hace verdaderamente bien es la fotografía, tanto que lo ha convertido en su profesión, pero no de bbc (bodas, bautizos y comuniones). No. Ella trabaja para las mejores revistas de moda y tendencias del país. Estoy muy orgullosa de mi hermanita. Realmente es una artista con mucho talento y un futuro prometedor. Siempre he sabido que llegará muy lejos, todo lo lejos que se proponga.

Para mi asombro, me como un plato que carga hasta arriba. Las patatas siempre me han gustado de cualquier manera, no obstante, las prefiero así, fritas y aceitosas. Qué le voy a hacer, todos tenemos alguna manía que nos perjudica la salud, yo no bebo ni fumo (de manera habitual); me harto de patatas como una gorrina. Fregamos la vajilla, recogemos el mini piso en cero coma dos segundos y nos tumbamos sobre el sofá a ver una peli de las que televisan la sobremesa de los fines de semana. Aún queda un mes y medio para Navidad, sin embargo, ya huele a epifanía, y el film trata de una pareja de desconocidos que coinciden el día de Nochebuena en un centro comercial, se quedan prendados el uno del otro con tan sólo cruzar una sola frase y no vuelven a verse hasta justo dos años más tarde. Amor, qué gran mentira.

Me despierto una hora después, el timbre suena en el salón y retumba en mis tímpanos. Tendría que hablar con mi hermana para bajarle el volumen al altavoz. Miro a ambos lados y no encuentro a Cristina. La llamo, pero nadie contesta. Me levanto, camino hasta la puerta (dos pasos y medio tengo que dar) y miro por la mirilla. Veo a un guayabo de impresión que no reconozco. Vaya, menudo cuerpo y ojazos tiene el desconocido.

—Pétalo, abre, te estoy escuchando. Date prisa que me meo. —Otro fino.

Debe ser verdad porque se mueve de una forma muy graciosa, de un lado a otro, dando saltitos, mientras se recoloca el paquete. Sonrío y pienso si abrirle o no. Allí no vive ninguna Pétalo.

—Cris, no aguanto más.

No lo conozco de nada, pero está claro que él sí conoce a mi hermana. Ha dicho su nombre.

Vuelve a tocar el timbre y lo acompaña de dos golpes fuertes en la puerta.

—Te juro que como no abras, le riego la maceta a tu vecina. —El muchacho lo está pasando fatal, lo veo en la mueca de su cara, sin embargo, no hago nada. Porque yo, en cambio, me lo estoy pasando pipa.

Unos segundos después abro los ojos de par en par. Madre mía, no lo ha dicho de broma, se está desabrochando el botón del pantalón y girándose hacia el pobre helecho. Abro la puerta a toda prisa.

—No ¡no! ¡No lo hagas! —grito.

El joven que tengo frente a mí casi se ha sacado la chorra allí en medio del descansillo. Gira su cuerpo y sonríe. Posee la sonrisa más sensual que he visto nunca. Los dientes perfectamente alineados y de un blanco nuclear rodeado de unos jugosos labios sin llegar a ser voluminosos (más bien todo lo contrario). Una barba de cuatro días los rodea. Debe medir al menos un metro noventa y el flequillo peinado hacia atrás levantado unos centímetros. Un moreno de ojos azules de los de toma pan y moja. Debo de llevar un rato sin decir nada, porque da un paso y se pone frente mí.

—Entonces… ¿Puedo…?

Me hago a un lado dejándole paso y su aroma se introduce por mis fosas nasales despertando una parte de mí que creía dormida desde hacía mucho tiempo. Lleva unos vaqueros desgastados, una camiseta Diesel verde militar, una chaqueta de cuero negra y unas botas de cordones del mismo color. Reconozco que le miro el culo durante los dos segundos que tarda en cruzar el saloncito y desaparecer tras la puerta del baño. Un trasero de impresión, sí señor.

Me giro a cerrar la puerta y me choco con Cristina que entra en ese momento con una bolsa en la mano.

—Ha llegado tu invitado.

—¿Dónde está? —pregunta mientras deja las cosas sobre la encimera.

—En el baño. Casi mea en la maceta de tu vecina.

—Me extraña que ese helecho no haya muerto ya —mira detrás de mí, encontrando a quien busca—. ¡Tú! —lo señala con el dedo—, eres un indeseable, deja de experimentar con esa maceta.

Me vuelvo y me encuentro de nuevo con esa sonrisa que ilumina toda la sala y a la que acompaña unos ojos enormes adornados de una inmensas pestañas.

Parpadeo varias veces y, haciendo alarde de mi educación (y viendo que Cristina no tiene intención de presentarnos), lo hago yo.

—Hola, soy Nerea.

—Ya os conocéis, es Pablo.

 

 

 

3

 

VIDA NUEVA, SOFÁ NUEVO

 

El tío enorme, guapo y atractivo hasta casi rabiar que me mira sonriente es Pablito. El niño que rondaba por mi casa corriendo junto a Cris. Su mejor amigo desde los cuatro años, hijo de nuestros vecinos y un incordio para mí. Siempre me perseguían a todos lados, yo los echaba de muy malas maneras y, al cabo de un rato, me los volvía a encontrar. Lo miro de arriba abajo, durante demasiado tiempo y muy descarada, tanto que, cuando llego a su cara, sus ojos me esperan clavados en los míos. Aparto la mirada, avergonzada, y trato de disimular lo mucho que me ha impresionado. Pablo ha crecido. Y mucho.

Me quedo muda, prácticamente sin nada que decir. Pablo se acerca a mí, me agarra de la cintura y se agacha hasta juntar nuestras mejillas y darme dos besos que recordaré mientras viva. Sus labios, cálidos, rozan mi piel erizando todos los vellos de mi cuerpo. Yo diría que se entretiene demasiado y que alarga el contacto más de lo necesario, pero no me quejo. Me da tiempo a sentirlo en muchas partes de mi cuerpo, noto su fuerte mano apretar sobre la parte alta de mi cadera, la otra me acaricia el cuello aprovechando que me aparta un mechón de pelo de la mejilla, sus calientes labios demasiado cerca de los míos y su pecho rozando mi hombro izquierdo… uff qué calor me entra, casi ardo ante su cercanía. ¿Qué me pasa? Parezco una quinceañera con las hormonas revolucionadas. Nunca me he sentido así antes, ni siquiera cuando conocí a Sebastian, que me gustó desde el primer momento.

Cuando se retira, me mira, divertido.

—No nos vemos desde hace mucho —dice sin soltarme de la cintura.

Lo sé, creo que la última vez él lleva ortodoncia y yo el pelo por la cintura.

—¿Te ha comido la lengua el gato? —pregunta divertido.

Doy un paso atrás y me separo interponiendo distancia entre los dos.

—Salgo a dar una vuelta. Querréis hablar de vuestras… cosas.

—Vamos a beber cerveza y escuchar música —Cristina saca una del frigorífico y se la ofrece a su amigo.

—No quiero molestar. Mejor me voy.

—Vamos, quédate —me pide Pablo—, si te vas ahora, me sentiré fatal —la abre y le da un trago—, parece que lo haces por mí —sonríe y… ¡Madre mía qué sonrisa! Preocupado porque me vaya no lo veo.

—Déjala. Necesita que le dé un poco el aire —Cris sonríe sardónica. Sabe que algo me pasa.

Me meto en la habitación, cojo la chaqueta bomber negra, me la pongo y salgo de nuevo. Cris y Pablo ríen a carcajadas sentados en el sofá. Casi ni se dan cuenta de que me marcho.

Ya en la calle respiro varias veces antes de comenzar a caminar. Me mareo un poco al ver tanto espacio abierto ante mí. Llevo más de una semana metida en una lata de atún de treinta metros cuadrados. Madrid, la ciudad en la que llevo treinta y cuatro años viviendo, la que me ha visto nacer, por la que he paseado incontables veces, esa que disfruto al máximo y que me enamora cada día, ahora se me antoja demasiado grande. Cierro los ojos y aprieto los puños. Me digo que no pasa nada, que todo se arreglará de una forma u otra y volveré a querer comerme la vida como siempre he deseado. Algún día, no muy lejano, Nerea regresará con más fuerza que nunca.

No recuerdo muy bien por donde camino. Me dedico a dar un paso detrás de otro sin pensar demasiado. Respiro, parpadeo y me muevo. El frío me corta la cara mientras trato de no parar, si lo hago, estoy casi segura que no podría volver. Me da miedo detenerme y darme cuenta de todo lo que he perdido, de todo lo que dejo atrás. Tengo que centrarme y pensar en todo lo que me queda por ganar.

 

Vuelvo al apartamento un rato después, no sé si una hora, dos o tres. El sol se ha escondido tras el skyline convirtiendo el cielo de la ciudad en un precioso óleo de colores naranjas, amarillos, rosas y morados. Entro en el piso y Cristina y Pablo siguen en el salón, esta vez sentados sobre la alfombra que cubre casi todo el suelo. Ríen tanto o más que cuando los he dejado. Sobre la mesita baja yacen cinco o seis botellines vacíos junto a un par de paquetes de patatas sabor jamón y un cuenco con aceitunas.

—Hola —saludo, intentando convertir mi rostro en una cara afable.