cover

title

Carlos Pereyra (1940-1988)

Bolívar Echeverría (1941-2010)

in memoriam

El liberalismo político y económico, por separado o en combinación, no pueden proporcionar la solución a los problemas del siglo XXI. Una vez más, ha llegado la hora de tomarse en serio a Marx.

Eric J. Hobsbawm

PRÓLOGO
Δ

Sea como cuerpo de ideas (Berlin) o como pasiones que impulsan la acción (Furet), la historiografía liberal atribuye al romanticismo (en sus versiones nacionalista y revolucionaria) los horrores del siglo pasado. Para aquél, “la nueva concepción romántica de los valores sustituyó la moral de la consecuencia por la del motivo, la de la efectividad en el mundo exterior por la de la vida interior”, provocando en la conciencia occidental un efecto tal “que nada ha sido igual después de éste”. De acuerdo con Furet, la fe decimonónica en las leyes de la historia, el sustituto secular de la omnipotencia divina, y la confianza ciega en la voluntad de los hombres agregados en “masa” daría al siglo XX el funesto legado de “las locuras políticas nacidas de esta sustitución”, que convirtió la solución de la “cuestión social” únicamente en la coartada de los enemigos de la libertad (Arendt), o en una ilusión, como había adelantado Spencer.1

Esta lógica excluyente de cualquier alternativa radical al statu quo -basada en la presunción de que las utopías son el embrión del totalitarismo-, sugiere que ante la misma tentación romántica sucumbieron grupos difícilmente conciliables, incluso a veces enfrentados en las coyunturas específicas: jacobinos, independentistas, socialistas utópicos, republicanos, bolcheviques, fascistas, partisanos, libertarios, guerrilleros, jóvenes universitarios, hippies y altermundistas. Un mismo hilo ata a Byron al Che Guevara, a Bolívar con Danny el Rojo.2

Para resguardarse tanto de la fatalidad romántica como de la fantasía futurista, Enrique Krauze recomendó a la izquierda mexicana evolucionar “hacia formas europeas -españolas- de acción y pensamiento”, mientras Héctor Aguilar Camín ve su viabilidad en la aceptación del mercado, la democracia liberal y el capitalismo. Sólo de esta manera podría conciliar los ideales (equidad, justicia, fraternidad) con los resultados concretos, disociados o de plano extraviados por prácticas reprobables (violencia, autoritarismo, estatismo), para concluir que “quienes han estado más cerca de alcanzar los fines éticos universales de la izquierda han sido las sociedades guiadas por ideales de ‘derecha’”.3 Estos, sin embargo, son, en rigor, inconmensurables:

Podemos o bien tratar de organizar la vida política para que todos realicen sus capacidades únicas sin interponerse en el camino de los otros -una doctrina conocida como liberalismo-, o bien podemos tratar de organizar las instituciones políticas de forma que la autorrealización sea en todo lo posible recíproca, una teoría conocida como socialismo.4

También olvida Aguilar Camín que algunas de las libertades de las que ahora disfrutamos son producto de las luchas de aquella izquierda -la elección de gobernantes en el Distrito Federal, la despenalización del aborto, el reconocimiento jurídico de las familias homoparentales y diversas políticas de protección social-, por cierto nada coincidentes con los “ideales” de la derecha mexicana.

Como toda formación histórica, la izquierda se mueve dentro de un campo de posibilidades que acota sus opciones. Las experiencias propias y la asimilación de las ajenas, las posiciones y la acción de los adversarios, la naturaleza del régimen político, la capacidad programática, el contacto con los actores sociales, por sólo mencionar algunas, limitan su espacio. En el siglo XIX la hegemonía política y discursiva del liberalismo, fincada en buena medida en la derrota militar de los conservadores, y el tardío desarrollo industrial de donde emanaría la clase obrera (referente y sujeto del socialismo, al menos en su forma marxista); en el XX, la consolidación de un Estado corporativo y autoritario, legitimado por una revolución triunfante y por la expansión económica de la posguerra, además de factores tales como la debilidad de la sociedad civil, la enorme desigualdad social y el escaso acceso a los bienes culturales por parte de una franja considerable de la población, indiscutiblemente configuraron un entorno desfavorable para la expansión del socialismo mexicano y, de manera más general, para la conformación de fuerzas políticas modernas, por lo que vale la afirmación de Hobsbawm según la cual “en América Latina, la política y el discurso público general todavía se desarrollan en los términos -liberales, socialistas, comunistas- de la vieja Ilustración”, pues, en estas sociedades, señala Villoro, “no existen aún las condiciones permanentes para la realización de un consenso racional”.5

La izquierda socialista surgió en la segunda mitad del siglo XIX con la integración de pequeños círculos de educación y adoctrinamiento, la edición de periódicos y panfletos (El Socialista, La Internacional, El Hijo del Trabajo, La Firmeza, etcétera) y su acción se manifestó en algunas rebeliones agrarias (la de Julio López, en Chalco en 1868; la de los Pueblos Unidos, en la Sierra Gorda en 1879) y dentro del naciente movimiento obrero (los congresos de 1876 y 1879). Una segunda etapa arrancó con la difusión del anarquismo, el activismo de los hermanos Flores Magón, la edición de Regeneración, y la formación de la Casa del Obrero Mundial. Después de la revolución vendría un nuevo momento con la formación del Partido Comunista Mexicano (PCM) en 1919, la recepción del socialismo de la Tercera Internacional y la creación de las centrales obreras. En la década de 1940 ocurren los primeros brotes de una guerrilla rural y, en los años siguientes, pero sobre todo a partir de 1968, surgen distintas tendencias dentro del movimiento comunista. En los ochenta se fusionan varias de éstas en el Partido Socialista Unificado de México (PSUM); posteriormente, algunas de las corrientes comunistas con las nacionalistas (no priístas) en el Partido Mexicano Socialista (PMS) y, con las nacionalistas (priístas) en el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Fuera del sistema político se fortalecieron las opciones guerrilleras con la aparición pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, y el Ejército Popular Revolucionario (EPR), después de la masacre de Aguas Blancas en el estado de Guerrero.6

La izquierda nativa guarda con las latinoamericanas diferencias importantes, sobre todo de énfasis. Por ejemplo, el anarquismo mexicano no tuvo la extensión y fuerza del que arraigó en el Río de la Plata. Tampoco logró una relación tan profunda con los movimientos sociales como ocurrió en Bolivia o con el sindicalismo y las organizaciones campesinas como es el caso del PT brasileño. Esto por no hablar de la intervención en luchas armadas como las centroamericanas o la colombiana, en donde las propias expresiones políticas de izquierda derivaron hacia esas formas de acción. Por último, a diferencia de las izquierdas que ahora gobiernan el subcontinente, la mexicana no pudo (o no le permitieron)7 alcanzar la presidencia de la República (1988, 2006).

La formación de círculos de estudio y periódicos doctrinales y proselitistas se remonta hasta los inicios mismos del socialismo mexicano. Por lo general, cada tendencia política tuvo su propia publicación, a veces únicamente pequeños tabloides de escasas páginas. A partir de los sesenta, cuando el mercado editorial experimentaba un relativo auge y la cultura nacional se renovaba sobre todo en el campo de las letras con la generación de medio siglo, al esfuerzo de la izquierda por informar y adoctrinar se añadió el de la reflexión teórica, lo que significó un cambio de consideración dentro de las publicaciones socialistas en tanto que la discusión encerrada en los límites partidarios incorporó a un segmento más amplio de lectores, a la colaboración de intelectuales de otras corrientes políticas y permitió conocer a la opinión pública las posiciones de la izquierda internacional.

Una de las contadas consecuencias afortunadas de la ola de dictaduras militares del subcontinente fue el exilio de una parte de la intelectualidad sudamericana en nuestro país. Al igual que la decisión cardenista de acoger a los refugiados españoles contribuyó de forma significativa al desarrollo de las ciencias y las humanidades nacionales, por la vía docente y las traducciones, la acogida de la inteligencia disidente del Cono Sur benefició a las instituciones de educación superior (viejas y nuevas), también al mundo editorial, la prensa escrita y las artes.8 Los debates europeos y del marxismo latinoamericano ocuparon los catálogos de Era, Siglo Veintiuno y Grijalbo. Las series Popular y Problemas de México, de aquélla, las colecciones Setenta y Teoría y Praxis, de Grijalbo, y la Biblioteca del Pensamiento Socialista, de la otra, así como los imprescindibles Cuadernos de Pasado y Presente, inicialmente impresos en Córdoba, Argentina, tiraron miles de ejemplares y no pocos de sus títulos figuraron en las bibliografías de múltiples asignaturas universitarias.

Este libro intenta mostrar la vitalidad del debate intelectual de esos años tomando como punto de partida las revistas Historia y Sociedad (1965-1981), Cuadernos Políticos (1974-1990) y Coyoacán (1977-1985), expresiones políticas y teóricas del espectro socialista.9 La renovación del marxismo con la difusión de la teoría crítica alemana, el estructuralismo francés, la historia social británica, la teoría de la dependencia latinoamericana y la recuperación del legado gramsciano ofreció el marco conceptual10 para reinterpretar la realidad nacional y la crisis del socialismo soviético, en tanto que la teorización acerca de la política y el Estado, reconocida como debilidad orgánica del pensamiento marxista, sirvió para tomar posición con respecto a la democracia que cerraba un ominoso decenio de dictaduras militares en América Latina.

Dichas publicaciones no agotan el corpus textual de la izquierda del último tercio del siglo XX, ni siquiera en lo que respecta a la prensa periódica, pero sí son representativas de las variadas posiciones políticas y distintas aproximaciones teóricas de los años dorados del marxismo latinoamericano.11 Historia y Sociedad convocó básicamente a los intelectuales del PCM y, hasta su desaparición, evitó cualquier cuestionamiento público del socialismo de los países del Este. Colaboraron en ella historiadores y científicos sociales de éstos, pero en su segunda época, ventiló el marxismo doctrinario con los aires de la historiografía francesa y los desarrollos históricos del grupo de Leipzig. Cuadernos Políticos reunió a intelectuales de procedencia diversa, aunque todos contrarios al comunismo oficial y varios de ellos también al leninismo. Las contribuciones abarcaron filosofía, ciencias sociales e Historia destacando la difusión del marxismo occidental. Coyoacán fue el canal de los marxistas revolucionarios (como se autonombran los trotskistas), enemigos del estalinismo pero defensores de la Revolución de Octubre cuya experiencia intentaron infructuosamente universalizar. Y compartió con Cuadernos Políticos el interés por los temas latinoamericanos, pero dirigió más la atención hacia el análisis de los procesos revolucionarios en curso. Ocasionalmente, miembros del cuerpo editorial de alguna de estas revistas formaron parte de la redacción o publicaron en las otras, sin darse ningún debate o confrontación directa entre ellas, no obstante el disenso sobre temas importantes.12 Poco escribió la izquierda intelectual del país acerca del derrumbe socialista, ni siquiera quienes esperaron durante medio siglo la revolución antiburocrática o bien la liberación del discurso crítico de la cárcel soviética. Un silencio acompañó la desaparición de la URSS, recuerda la editora de aquéllos.13

Las revistas son el contexto inmediato donde se inscribe cuando menos parcialmente la obra personal de quienes realizaron estos emprendimientos editoriales, sirviéndonos también de hilo narrativo para introducir temas y autores, de manera tal que los nombres de Enrique Semo y Roger Bartra ligan con Historia y Sociedad; Carlos Pereyra, Bolívar Echeverría y Ruy Mauro Marini con Cuadernos Políticos; Adolfo Gilly con Coyoacán. Semo, Marini y Gilly forman parte de la generación de la fragmentación del movimiento comunista internacional y se manejan dentro de un marxismo más doctrinario (filosoviético, leninista, trotskista, según el caso); mientras Pereyra, Bartra y Echeverría pertenecen a la generación de 1968 y, con posturas claramente diferenciadas, introducen problemas y enfoques nuevos dentro de la confrontación teórica de la época. Aunque Pereyra y Bartra fueron de los primeros en incorporar el tema de la democracia dentro del campo de la izquierda mexicana contemporánea, el segundo cargó por años la losa de la herencia estalinista. Pereyra en cambio, reivindicó el nacionalismo al que Bartra intentó extirpar después de advertir todos sus síntomas en el cuerpo enfermo de la república. Echeverría nunca renunció a la expectativa revolucionaria, situándose más próximo a la generación precedente, si bien con la considerable distancia otorgada por el rápido abandono de las credenciales leninistas.

Aunque desaparecieron del mapa editorial por diferentes motivos y en distintos tiempos, ninguna de las revistas sobrevivió al colapso del bloque socialista. Sin embargo, contribuyeron significativamente tanto a la discusión pública como al desarrollo de la ciencia social mexicana. La historiografía no puede ignorar los trabajos de Enrique Semo, Arnaldo Córdova y Adolfo Gilly, que esclarecieron tanto el origen del capitalismo en México como el funcionamiento del régimen político del siglo XX, ni tampoco la aportación de Carlos Pereyra a la adecuada problematización de la disciplina. En igual forma, la teoría cultural sería impensable sin la sólida e innovadora reflexión de Bolívar Echeverría y Roger Bartra. La filosofía política mucho debe tanto a la cátedra como a la obra pionera de Pereyra publicada en Cuadernos Políticos. Pero, tan inobjetable como ese enriquecimiento del campo del conocimiento, fue su compromiso con la solución de la cuestión social, ese locus que es la seña de identidad de la izquierda, y con la búsqueda de una opción viable a la crisis nacional que, al profundizarse por el dogmatismo neoliberal, para el cual lo social es un apéndice de lo económico, condujo a este presente aterrador que nos pasó la factura de las soluciones pospuestas. Al mismo tiempo, pero con mayor densidad que sus contemporáneos liberales, Pereyra y Bartra hicieron ver la importancia de la democracia para la izquierda socialista y sus condiciones de realización en nuestro país. Rolando Cordera subrayó el equilibrio indispensable entre desarrollo económico y equidad social. Ruy Mauro Marini ofreció una original perspectiva teórica latinoamericana de las relaciones del centro con la periferia en la economía-mundo. Y Echeverría construyó las herramientas para desmotar el engranaje de la modernidad, para conceptualizarla fuera de Europa, sin caer en un regodeo provinciano por lo autóctono. Por eso, nos vendría bien repasar crítica y detenidamente aquellos años intensos y creativos, tan próximos en el tiempo como distantes conceptualmente, cuando, antes de la derrota, todo parecía posible.

La Universidad Autónoma Metropolitana y el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (proyecto de investigación básica 150714) me otorgaron las condiciones indispensables para elaborar este libro, el cual se benefició de una estancia de investigación en la República Federal Alemana patrocinada por el DAAD. Agradezco al profesor Ottmar Ette la amable invitación para incorporarme como investigador visitante al Instituto de Romanística de la Universidad de Potsdam durante el otoño de 2010. Algunos avances se presentaron en coloquios y seminarios en Moscú, Potsdam y la ciudad de México, donde recibí los agudos y estimulantes comentarios de Pablo González Casanova, Ottmar Ette, Carlos Marichal, Ricardo Melgar Bao, Andrey Schelchkov, Enrique Semo, así como de jóvenes estudiantes de posgrado. Rodolfo Suárez Molnar, Teresa Santiago, Carlos Bravo Regidor y Esteban Illades hicieron cuidadosas observaciones que mejoraron el texto. El imprescindible auxilio de Guillén Torres Sepúlveda me abrevió la consulta hemerográfica, mientras Alfonso Ramírez Galicia realizó algunas búsquedas de bibliografía especializada. La revisión final del texto la realicé en el verano de 2011, cuando me incorporé como profesor visitante al Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) gracias a Rafael Rojas, director de la División de Historia. Carlos Martínez Assad tuvo el buen tino de sugerirme Océano para presentar el manuscrito, donde la cordial apertura de Rogelio Villarreal hizo el resto. En rigor, de todos modos, la responsabilidad por las omisiones y equivocaciones que el lector pudiera encontrar todavía es exclusivamente mía.