Hace ya algunos años un grupo señero de intelectuales, integrado por Alfonso Reyes (México), Francisco Romero (Argentina), Federico de Onís (España), Ricardo Baeza (Argentina) y Germán Arciniegas (Colombia), imaginaron y proyectaron una empresa editorial de divulgación sin paralelo en la historia del mundo de habla hispana. Para propósito tan generoso, reunieron el talento de destacadas personalidades quienes, en el ejercicio de su trabajo, dieron cumplimiento cabal a esta inmensa Biblioteca Universal, en la que se estableció un canon —una selección— de las obras literarias entonces propuestas como lo más relevante desde la epopeya homérica hasta los umbrales del siglo XX. Pocas veces tal cantidad de obras excepcionales habían quedado reunidas y presentadas en nuestro idioma.
En ese entonces se consideró que era posible establecer una selección dentro del vastísimo panorama de la literatura que permitiese al lector apreciar la consistencia de los cimientos mismos de la cultura occidental. Como españoles e hispanoamericanos, desde las dos orillas del Atlántico, nosotros pertenecemos a esta cultura. Y gracias al camino de los libros —fuente perenne de conocimiento— tenemos la oportunidad de reapropiarnos de este elemento de nuestra vida espiritual.
La certidumbre del proyecto, así como su consistencia y amplitud, dieron por resultado una colección amplísima de obras y autores, cuyo trabajo de traducción y edición puso a prueba el talento y la voluntad de nuestra propia cultura. No puede dejar de mencionarse a quienes hicieron posible esta tarea: Francisco Ayala, José Bergamín, Adolfo Bioy Casares, Hernán Díaz Arrieta, Mariano Gómez, José de la Cruz Herrera, Ezequiel Martínez Estrada, Agustín Millares Carlo, Julio E. Payró, Ángel del Río, José Luis Romero, Pablo Schostakovsky, Guillermo de Torre, Ángel Vasallo y Jorge Zalamea. Un equipo hispanoamericano del mundo literario. De modo que los volúmenes de esta Biblioteca Universal abarcan una variedad amplísima de géneros: poesía, teatro, ensayo, narrativa, biografía, historia, arte oratoria y epistolar, correspondientes a las literaturas europeas tradicionales y a las antiguas griega y latina.
Hoy, a varias décadas de distancia, podemos ver que este repertorio de obras y autores sigue vivo en nuestros afanes de conocimiento y recreación espiritual. El esfuerzo del aprendizaje es la obra cara de nuestros deseos de ejercer un disfrute creativo y estimulante: la lectura. Después de todo, el valor sustantivo de estas obras, y del mundo cultural que representan, sólo nos puede ser dado a través de este libre ejercicio, la lectura, que, a decir verdad, estimula —como lo ha hecho ya a lo largo de muchos siglos— el surgimiento de nuevos sentidos de convivencia, de creación y de entendimiento, conceptos que deben ser insustituibles en eso que llamamos civilización.
Los Editores
Un gran pensador inglés dijo que «la verdadera Universidad hoy día son los libros», y esta verdad, a pesar del desarrollo que modernamente han tenido las instituciones docentes, es en la actualidad más cierta que nunca. Nada aprende mejor el hombre que lo que aprende por sí mismo, lo que le exige un esfuerzo personal de búsqueda y de asimilación; y si los maestros sirven de guías y orientadores, las fuentes perennes del conocimiento están en los libros.
Hay por otra parte muchos hombres que no han tenido una enseñanza universitaria y para quienes el ejercicio de la cultura no es una necesidad profesional; pero, aun para éstos, sí lo es vital, puesto que viven dentro de una cultura, de un mundo cada vez más interdependiente y solidario y en el que la cultura es una necesidad cada día más general. Ignorar los cimientos sobre los cuales ha podido levantar su edificio admirable el espíritu del hombre es permanecer en cierto modo al margen de la vida, amputado de uno de sus elementos esenciales, renunciando voluntariamente a lo único que puede ampliar nuestra mente hacia el pasado y ponerla en condiciones de mejor encarar el porvenir. En este sentido, pudo decir con razón Gracián que «sólo vive el que sabe».
Esta colección de Clásicos Universales —por primera vez concebida y ejecutada en tan amplios términos y que por razones editoriales nos hemos visto precisados a dividir en dos series, la primera de las cuales ofrecemos ahora— va encaminada, y del modo más general, a todos los que sienten lo que podríamos llamar el instinto de la cultura, hayan pasado o no por las aulas universitarias y sea cual fuere la profesión o disciplina a la que hayan consagrado su actividad. Los autores reunidos son, como decimos, los cimientos mismos de la cultura occidental y de una u otra manera, cada uno de nosotros halla en ellos el eco de sus propias ideas y sentimientos.
Es obvio que, dada la extensión forzosamente restringida de la Colección, la máxima dificultad estribaba en la selección dentro del vastísimo panorama de la literatura. A este propósito, y tomando el concepto de clásico en su sentido más lato, de obras maestras, procediendo con arreglo a una norma más crítica que histórica, aunque tratando de dar también un panorama de la historia literaria de Occidente en sus líneas cardinales, hemos tenido ante todo en cuenta el valor sustantivo de las obras, su contenido vivo y su capacidad formativa sobre el espíritu del hombre de hoy. Con una pauta igualmente universalista, hemos espigado en el inmenso acervo de las literaturas europeas tradicionales y las antiguas literaturas griega y latina, que sirven de base común a aquéllas, abarcando un amplísimo compás de tiempo, que va desde la epopeya homérica hasta los umbrales mismos de nuestro siglo.
Se ha procurado, dentro de los límites de la Colección, que aparezcan representados los diversos géneros literarios: poesía, teatro, historia, ensayo, arte biográfico y epistolar, oratoria, ficción; y si, en este último, no se ha dado a la novela mayor espacio fue considerando que es el género más difundido al par que el más moderno, ya que su gran desarrollo ha tenido lugar en los dos últimos siglos. En cambio, aunque la serie sea de carácter puramente literario, se ha incluido en ella una selección de Platón y de Aristóteles, no sólo porque ambos filósofos pertenecen también a la literatura, sino porque sus obras constituyen los fundamentos del pensamiento occidental.
Un comité formado por Germán Arciniegas, Ricardo Baeza, Federico de Onís, Alfonso Reyes y Francisco Romero ha planeado y dirigido la presente colección, llevándola a cabo con la colaboración de algunas de las más prestigiosas figuras de las letras y el profesorado en el mundo actual de habla castellana.
Los Editores
Quien viviendo habitualmente sumergido en lecturas, hombres y problemas de este siglo, se enfrenta súbitamente con Lope de Vega, experimenta la sensación de hallarse ante un ser y una obra cuya estructura y dimensiones corresponden por lo vastas a modelos ya inexistentes, como los del plesiosaurio en la historia natural. "Monstruo de la naturaleza" fue ya —según la frase acuñada por Cervantes— para sus contemporáneos, para quienes podían naturalmente encararle con la óptica aumentativa del siglo XVI, cuando los hombres evolucionados y las técnicas rudimentarias —al contrario tal vez que hoy— daban su máxima medida; sensación de pasmo produjo entonces la cuantía y el fulgurar del genio e ingenio lopescos; y ecos de tal deslumbramiento perduran hasta hoy. Pero así como los árboles impiden ver el bosque, asimismo el caudal fabuloso de Lope impide ver su esencia, su íntima realidad. Por ello quien desee encararse con un Lope no mítico, sino a la escala humana, queriendo bucear en la verdadera intimidad del hombre y medir la proyección real de su obra, habrá de comenzar abriéndose paso entre la tupida selva hiperbólica. Recapacitando sobre Lope, más de una vez ha acudido a mi memoria este cuarteto de Mallarmé en su Prose pour des Esseintes:
Hyperbole! de ma mémoire
triomphalement ne sais-tu
te lever, aujourd'hui grimoire
dans un livre de fer vêtu?
"Yo he nacido entre dos extremos que son amar y aborrecer; no he tenido medio jamás" —escribía Lope con insospechable sinceridad en una de sus cartas confidenciales al Duque de Sessa. (Frase que, por cierto, y sacando definitivamente a Lope de su museo, haciéndole alternar con nuestros coetáneos, se encuentra duplicada en esta divisa de André Gide: Les extrêmes me touchent.)
Bajo el signo de la hipérbole se diría que Lope de Vega nace, vive, ama, escribe y traspasa la inmortalidad. Pero ¿acaso el creador del teatro español no es ya por sí mismo una hipérbole, merced a su fabuloso apetito vital, parejo de su incoercible fecundidad? Nada extraño, por consiguiente, que todos sus historiadores y críticos aparezcan alcanzados por la espuma de esta ola hiperbólica. Testimonio el primero de semejante desmesura es el famoso panegírico en forma de biografía que D. Juan Pérez de Montalván puso a la cabeza de la Fama póstuma, donde rindió homenaje a Lope, en 1636, un año después de su muerte. La biografía, más oficial que verídica, más externa que humana, intentada por el autor de Para todos, tan zarandeado por Quevedo, se convierte así no sólo en panegírico sino hasta en hagiografía —el género más imprevisto donde pudiera parar el recuento de las andanzas corridas por quien como Lope de Vega tuvo de todo menos de santo, a pesar de los hábitos que cubrieron sus postreros años. Como ejemplo curioso de lo que entonces se entendía por biografía, de la credulidad y el convencionalismo que se disputaban autor y lector, bastará transcribir esta ristra de epítetos que Montalván cuelga al cuello de Lope: "...portento del orbe, gloria de la nación, lustre de la patria, oráculo de la lengua, centro de la fama, asumpto de la invidia, cuidado de la fortuna, fénix de los siglos, príncipe de los versos, Orfeo de las ciencias, Apolo de las musas, Horacio de los poetas, Virgilio de los épicos, Homero de los heroicos, Píndaro de los líricos, Sófocles de los trágicos y Terencio de los cómicos; único entre los mayores, mayor entre los grandes y grande a todas luces y en todas materias".
Y en este tono hiperbólico se desliza todo el panegírico de Montalván, donde ya asoma lo legendario; así en aquellos párrafos en que al describir su entierro en olor de multitud, recoge la frase de una mujer, que ignorando quién fuera el muerto, dijo al ver pasar el cortejo: "Sin duda este entierro es de Lope pues es tan bueno". Pudieran multiplicarse los comprobantes de esta atribución de excelencias, pero todos ellos están registrados en textos eruditos que sería premioso trascribir. Recordemos solamente que ya en vida de Lope, don Francisco de Quevedo, al tocarle escribir la aprobación de rigor para las Rimas humanas y divinas, 1634, en cuya portada el primero había jugado a enmascararse bajo el pseudónimo de Tomé de Burguillos, escribía objetivamente: "Lope, cuyo nombre ha sido universalmente proverbio de todo lo bueno, prerrogativa que no ha concedido la fama a otro nombre". Y como resumen de su idolización póstuma, aquella nueva versión del Credo —que la Inquisición toledana prohibió en 1647— y que rezaba así: "Creo en Lope de Vega Todopoderoso, Poeta del cielo y de la tierra...".
Ahora bien, no son estas alabanzas ilimitadas —mas no ilegítimas, dada la amplitud de su onda vital, la intensidad de su impronta literaria— el factor principal que ha contribuido durante tantos años a desfigurarnos la imagen verdadera de Lope. Mayor tanto de culpa corresponde a la hipocresía, a la ocultación beata de ciertos rasgos y papeles de su vida, según aconteció con el epistolario. Fue menester que surgieran a la luz pública documentos íntimos sobre las andanzas de Lope para que la imagen dulzona, beata y convencional legada por Montalván se desvaneciera, surgiendo en cambio otra más verídica y no menos digna de asombro. Ello aconteció cuando sucesivamente esforzados eruditos como Agustín Durán, el Conde de Schack, Cayetano Alberto de la Barrera y Asenjo Barbieri encontraron parte de la correspondencia de Lope de Vega con el Duque de Sessa, revelándose así pormenores de su vida cotidiana, sus últimos amores, sus tercerías con aquel prócer... Nueva y verídica luz vinieron también a arrojar sobre el Fénix los documentos publicados por otros investigadores, Tomillo y Pérez Pastor, referentes al proceso que se le siguió por la publicación de libelos contra unos cómicos; esos papeles descubren otra historia no menos reveladora, sus amores con Elena Osorio, y nos dan simultáneamente la clave de un libro extraordinario, que desde ahora quiero señalar como la obra maestra de Lope en el género no dramático, La Dorotea.
Reaccionábamos al comienzo contra la hipérbole que ha presidido el sino vital y póstumo de Lope. Celebremos, pues, el descorrerse de los velos falsamente púdicos que nos celaron durante más de dos siglos su intimidad. Pero este afán de claridades, de proporciones, de medidas exactas, nos preguntamos acto seguido, ¿podrá convenir en definitiva a un espíritu y a una obra como los de Lope, donde todo es grandioso y desmesurado? Datos de ello son su fecundidad, su celeridad productiva, sus amantes, los numerosos lances en que se vio envuelto, el aura multitudinaria que le acompañó en vida, la vibración popular que tuvieron sus comedias. Respecto a lo primero recuérdense las pasmosas cifras que detallan su caudalosa producción en más de medio siglo —desde que teniendo doce o trece años (1574 o 1575) escribió su primera comedia El verdadero amante hasta la postrera, que fue Las bizarrías de Belisa, en 1634, es decir, un año antes de su muerte— y que siguen esta curva ascendente, según el propio autor. En 1603, en el prólogo de El peregrino en su patria, señalaba 230 comedias; en 1609 hizo subir esta cifra a 483; en 1618, contó 800; en 1620, 900; en 1625, 1.070, y en la Égloga a Claudio, que data de 1632, da, en números redondos, 1.500. Por su parte Montalván habla de 1.800 comedias, a más de 400 autos sacramentales. Modernamente se ha tendido a rebajar esos números, entendiendo que son muy exagerados. El caso es que de tan fabuloso conjunto sólo han llegado a nosotros unas 426 comedias y 42 autos sacramentales, sin contar los 40 libros, aproximadamente, de otros géneros: épicos, narrativos, líricos, que Lope publicó en vida. Los aficionados a números y estadísticas han hecho cálculos sobre el promedio de la producción lupiana diaria. Montalván cuenta que Lope escribía una comedia en dos días, que estando en Toledo una vez compuso en cuarenta y cinco días cinco comedias. El mismo Lope se jactaba, en su Égloga a Claudio, de que más de un centenar "en horas veinticuatro —pasaron de las musas al teatro".
Y, no obstante, también en este punto conviene reaccionar contra la hipérbole, o al menos, ser muy cauteloso, atendiendo a otros testimonios menos popularizados, pero que igualmente proceden de Lope. Así cuando en una ocasión afirma paladinamente:
Lo mejor de un poeta es lo borrado,
no lo más limpio que pensó primero
(máxima que encantaría hoy, por ejemplo, a un Juan Ramón Jiménez), o cuando en otra, al pasar, reitera: "sólo lo borrado es bueno". Y la leyenda de la fácil facundia, de la improvisación sin correcciones, sufre otro grave quiebro cuando contemplamos cierto autógrafo de Lope, lleno de tachaduras, y en cuyas dos páginas de versos la lima sólo dejó subsistir ocho. Hay además algún soneto manuscrito suyo en que antes de llegar a los catorce versos definitivos ensayó setenta.
Luego el autor de Fuenteovejuna no era solamente el instinto —tópico que convendría arrinconar, según se hizo con el de Cervantes lego— sino también la inteligencia autocrítica. La rapidez con que se sucedían sus obras debióse en gran parte quizá no tanto a su facundia como a las características del teatro en el siglo XVII, donde un público reducido exigía siempre novedades, al punto de que si una obra permanecía durante quince días consecutivos en el cartel, el hecho era considerado excepcional.
La desmesura en Lope afecta no sólo a su obra, sino también a su vida, si es que cupiera considerar entrambas separadamente. Pues en pocos autores como en él la razón obra-vida forma una entidad tan armónica e inseparable. El curso de su existencia remueve un caudal tan vasto como el aventado por su imaginación en el mundo de la escena. Si la obra de Lope es titánica, su vida no le va en zaga, dado el ritmo febricitante de su pulso erótico. Se ha representado a Nietzsche como el Don Juan del conocimiento. Pues bien, ese Don Juan del conocimiento, aplicado no al mundo abstracto de las ideas, sino al universo palpitante de las formas, tiene su paradigma "avant la lettre" en aquel amador insaciado. Bajo el signo de Eros cabría, en efecto, contemplar la existencia del Fénix, pero restituyendo a aquel dios su concepto más simbólico, pues la apetencia erótica de Lope rebasa la dimensión sensual del mero rendidor de mujeres y clava sus raíces en una avidez sin límites, en el espejismo del incesante cambio. Porque el autor de Fuenteovejuna no es tanto una prefiguración de Don Juan como el donjuanismo trascendido, hecho realidad intelectual.
Lope nace cuando el nuevo mundo ya ha develado sus iniciales y más incitantes secretos, cuando los primeros conquistadores ya han visto —según los versos famosos de Heredia— subir del fondo del océano las nuevas estrellas, cuando el adelantado va a ceder su sitio al encomendero. De otra suerte, a haber nacido sólo unos años antes, no es muy aventurado afirmar que la furia dionisíaca, el afán descubridor de Lope hubiérase emproado por el mismo rumbo que tomaron los Hernán Cortés, los Magallanes, Elcanos, Pizarros y Almagros. En rigor, hombres de aquel empuje son sus verdaderos coetáneos en espíritu. Lo que no significa en modo alguno menospreciar a la constelación de extraordinarias figuras que realmente le tocaron como contemporáneos. Piénsese, si no, en lo que significa aquella galaxia impar que va de Cervantes a Góngora y Quevedo, de Santa Teresa a Fray Luis de León, del Greco y Velázquez a Alonso Cano... La grandeza del seiscientos es, al cabo, el único marco que conviene a la grandeza de Lope.
Aquello que en último caso sólo nos extraña es la riqueza de datos conservados o redescubiertos sobre su vida —según prueba el riquísimo documental acopiado en el libro de Rennert y Castro—, en contraste con lo poco que aún hoy se sabe sobre otros genios del mismo siglo, como Cervantes y Shakespeare. Pero es que Lope vivió ante todo como un puro extravertido, tomando el mundo como plataforma y convirtiéndose él mismo en primer personaje de su vasta comedia. Si su teatro logra grandes auditorios, sus amores no son menos públicos y aireados a los cuatro vientos. Con todo, al sustanciar su vida habremos de guardarnos de incurrir en cualquier tentación novelesca, de las lamentables extralimitaciones donde se despeñan las biografías noveladas. Pero ello no quiere decir tampoco que nos satisfaga el centón de documentos dispares, piezas judiciales, partidas de bautismo y otros papeles externos, apilados por los pacientes investigadores, pues ninguna de esas fichas podrá revelarnos las motivaciones íntimas, los resortes verídicos de su ser.
Una excepción en este punto deberá ser hecha con la correspondencia. Las vicisitudes corridas por el epistolario lopesco hasta su plena revelación última son muy ilustrativas y merecerían capítulo aparte. Adviértase que —según antes señalé— la hipocresía y la negligencia de consuno intervinieron para que gran parte de la vida lopesca nos fuera ocultada hasta fines del siglo XIX. Sólo entonces acertaron a rescatarse, perdidos u ocultos en archivos privados —de los herederos del Duque de Sessa, de la casa de Altamira—, seis o siete copiosos legajos de cartas originales de Lope, autógrafas en su mayor parte y las de mano ajena firmadas por él. De algunas se llegó a tiempo para sacar copia; las restantes fueron increíblemente desbaratadas o vendidas al peso "como papel viejo". Y aun las primeras —trascritas por Cayetano de la Barrera e incorporadas a su Nueva biografía de Lope de Vega— siguieron inéditas durante bastantes años, pues la Real Academia de la Lengua, que había premiado aquel libro en su manuscrito inédito, prohibió, con tanto rigorismo puritano como espíritu aliterario y antihistórico, que se publicara, entendiendo que las revelaciones de tales cartas menoscababan la memoria de Lope. Sólo el excepcional desenfado de otro erudito menos timorato, Asenjo Barbieri, osó darlas a la publicidad con el título Últimos amores de Lope de Vega Carpio. Luego Francisco A. de Icaza intercaló nuevos extractos en Lope de Vega, sus amores y sus odios, hasta que por último Agustín G. de Amezúa ha impreso en cuatro tomos una edición más cabal bajo el título Lope de Vega en sus cartas. Con estos elementos directos a la vista, con La Dorotea como libro-clave para toda una época de la vida lopesca, con los numerosos datos confidenciales que cabe espigar en varias comedias y numerosas poesías sueltas, ya hoy comienza a ser posible representarse exactamente aquella existencia colmada, trayendo hasta nuestros ojos su verdadera, su fulgurante imagen.
Hubiera querido prescindir de los datos más notorios, sospechándolos sabidos o de fácil alcance en cualquier historia general de la literatura española. Sin embargo, como muchas de las cuestiones que luego plantearé derivan directamente de la propia biografía lopesca, seguramente no resultará superfluo esbozar una breve memoranda de sus hechos capitales.
De abolengo montañés —lo mismo que el Marqués de Santillana, Quevedo y Calderón—, Lope Félix de Vega Carpio nació en Madrid, el 25 de diciembre de 1562 (día de San Lope, Lupus), en una casa de la calle Mayor, casi esquina a la actual Plaza de la Villa, y situada en la que entonces se llamaba Puerta de Guadalajara, pues era uno de los términos de la villa. Para mayor precisión: la casa natal estaba, como dice el mismo Lope, "pared por medio" de la Torre de los Lujanes, donde se mantuvo preso a Francisco I, después de su derrota en Pavía. Desde luego el edificio ya no existe, pero sí la manzana, a uno de cuyos costados se inicia la bajada hacia la Plaza del Cordón y la red de callejuelas que por un lado se extienden hasta la Plaza de la Cruz Verde y la iglesia de San Andrés, por otro hasta el Viaducto y el Puente de Segovia sobre el Manzanares: lugares todos ellos entre los más genuinamente típicos de Madrid, llenos de resonancias antañonas, y que esencialmente se conservan como en días de Lope. Sin embargo, hay que advertir que su barrio, el barrio a que ha quedado más vinculada la memoria de Lope no es ése, sino el llamado "barrio de las musas", donde vivió su madurez y sus últimos años: primero en la calle del León, al lado del Mentidero de los Representantes, en una casa de la calle de los Fúcares; más tarde en otra calle vecina, la de Francos, hoy Cervantes, llamada así por haber sido sepulto allí el creador del Quijote, y no lejos de la iglesia de San Sebastián, donde el mismo Lope fue enterrado.
Hizo estudios elementales en el colegio de la Compañía de Jesús y parece que su maestro de primeras letras fue Vicente Espinel. Como síntoma inicial de su innata capacidad literaria se asegura que a los diez años tradujo en versos castellanos el poema de Claudiano, De raptu Proserpinae. A los quince o dieciséis vive su primera aventura: en unión de un compañero, Hernando Muñoz, se fuga de la casa paterna. "Fuéronse a pie a Segovia —cuenta Montalván—, donde compraron un rocín en quince ducados...; pasaron a La Bañeza y últimamente a Astorga, arrepentidos ya de su resolución, por verse sin el regalo de su casa, y así determinaron volverse por el mismo camino que llevaron."
Poco después entró al servicio del obispo don Jerónimo Manrique de Lara, quien había celebrado La pastoral de Jacinto, primera comedia de Lope en tres actos. Tras estudiar cuatro años en la Universidad de Alcalá de Henares, sintiendo ya el anhelo de otros horizontes, o contagiado por el espíritu aventurero de la época, se alista, en 1582, en una expedición al mando de D. Álvaro de Bazán, destinada a conquistar las Islas Terceiras, en las Azores, guerreando contra los portugueses. Tal vez el origen de su viaje sea ajeno a los motivos apuntados, pues pocos años antes se abre el primer capítulo de su vida erótica y tiene un hijo con Marfisa, personaje más tarde de La Dorotea, y cuyo verdadero nombre —hace pocos años descubierto— fue María de Aragón. Y al mismo tiempo comienzan sus amores con la heroína central del mismo libro: poéticamente, Filis, en la realidad Elena Osorio, cuyas vicisitudes, escándalo público y proceso que le valió, con la consiguiente expulsión de la Corte, sintetizaré luego. Pero lo curioso es que por las mismas fechas en que era desterrado de Madrid, se le abría otro proceso por un nuevo alijo amoroso: el rapto de doña Isabel de Alderete o Urbina, la Belisa con quien casó poco después. Tras algún tiempo en Valencia, donde comienza a escribir regularmente para el teatro, pasa a Sevilla y Lisboa. En esta última ciudad se enrola, 1587, a bordo del galeón San Juan, uno de los que componían la Invencible Armada. Según él mismo, durante la travesía de tan malhadada expedición y mientras, por un lado, sacudía su furia por la pérdida de Elena Osorio aventando los madrigales que le había dedicado,
volando en tacos del cañón violento
los papeles de Filis por el viento,
por otro lado tentaba la hazaña lírica componiendo La hermosura de Angélica, a la zaga del Orlando furioso, de Ariosto.
Al regresar a la Península vuelve a Valencia, luego pasa a Toledo, donde se reúne con su mujer, doña Isabel, y más tarde a Madrid; allí se le somete a nuevo proceso, condenándosele a más largo destierro por no haber cumplido el anterior. Entonces es cuando acompaña al Duque de Alba en diferentes viajes por España, recalando con preferencia en Alba de Tormes, donde escribe numerosas comedias. Pero antes de la fecha en que expiraba legalmente la condena, ya en 1594 o 1595, por iniciativa de los Velázquez, parientes de Elena Osorio, levántasele a Lope el destierro y puede tornar a Madrid. En ese mismo año muere Isabel de Urbina, su primera mujer, con la que hubo dos hijos que murieron en temprana edad. Nuevo proceso al año siguiente: esta vez por amancebamiento con doña Antonia Trillo. Cambia también de protector incesantemente: deja al Marqués de las Navas, entra al servicio del Duque de Alba para acomodarse luego como secretario y ayuda de cámara del Marqués de Sarriá, futuro Conde de Lemos, y cuyo nombre retiene la historia por figurar en la dedicatoria de la obra postrera de Cervantes. A La Arcadia, 1598, primera obra impresa de Lope entre las no dramáticas, siguen, por esos años, La Dragontea, poema épico enderezado a denostar las tropelías del pirata Drake, y El Isidro, obra en que por vez primera se olvida de modelos ajenos y habla por su cuenta.
En 1598 nueva boda: con doña Juana de Guardo, cuya condición —hija de un rico abastecedor carnicero de la Corte— dio abundante pretexto de burlas a los enemigos literarios de Lope, y en primer término a Góngora, quien no habiendo podido perdonarle sus pueriles ínfulas nobiliarias —la portada de La Arcadia ostentaba un escudo con diecinueve torres de blasón— se vengó en cierto famoso soneto, el que empieza así:
Por tu vida, Lopillo, que me borres
las diecinueve torres del escudo,
pues aunque todas son de viento, dudo
que tengas viento para tantas torres.
Pero tampoco la nueva coyunda aquietó a Lope. Muy poco después aparece otra mujer en su vida: la que había de ser madre de sus hijos Micaela y Lope Félix, la Camila Lucinda de sus versos; en el mundo real Micaela de Luján, comedianta notoria.
En cuanto a su teatro: sólo en 1604 aparece la Primera parte de sus comedias, entreveradas con otras ajenas, y así continuaron apareciendo sin intervención de Lope, hasta que éste, en 1617, decide, a partir de la Parte novena, publicarlas bajo su vigilancia, a fin de atajar desfiguraciones caprichosas y atribuciones inexactas. Hacia 1605 comienza su amistad íntima con un nuevo mecenas: don Luis Fernández de Córdoba, sexto Duque de Sessa, merced a cuya devoción por el poeta, unida a sus gustos de coleccionista, han pasado a la posteridad tantos documentos inestimables para reconstruir la vida de aquél. De 1608 data La Jerusalem conquistada, otra epopeya, ésta al modo de Tasso; y del año siguiente es su Arte nuevo de hacer comedias, tan importante para esclarecer su estética teatral.
Lope, que ya era familiar de la Inquisición desde 1609, habiendo asistido como tal a un auto de fe, siente luego que "se acentúan sus tendencias místicas" —asegura algún biógrafo—, paga tributo a una costumbre del tiempo —sospechan otros— e ingresa al año siguiente en dos cofradías: la del Caballero de Gracia y el Oratorio de la calle del Olivar. Cuatro años después recibe órdenes sagradas. Lo que no es obstáculo para que en la misma fecha, hallándose en Toledo, amiste íntimamente con la cómica Jerónima de Burgos, a quien destina La dama boba. El tributo opuesto quedó pagado asimismo aquel año —1614— con la publicación de las Rimas Sacras y con su participación como jurado calificador en un certamen literario realizado para celebrar la beatificación de Santa Teresa.
Tras unos pasajeros amoríos con otra actriz, Lucía de Salcedo, a quien Lope llamaba "la loca", conoce en 1616 a una nueva musa de carne y hueso que habría de dejar honda impronta en su obra y en su vida: Marta de Nevares, Amarilis, heroína de la égloga del mismo nombre, publicada en 1633, y a la que también en otras ocasiones dio el sobrenombre de Marcia Leonarda. De ella tuvo una hija, Antonia Clara, que diecisiete años más tarde, al fugarse del hogar paterno, raptada por un mancebo de apellido simbólico, Cristóbal Tenorio, originó en Lope gran pesadumbre, precipitando su muerte.
Por lo demás los sinsabores se acumulan en los años postrimeros del Fénix: Amarilis pierde la vista y luego se vuelve loca; su hija Marcela ingresa —1621— en el convento de las Trinitarias; Torres Rámila publica contra él la Spongia, libelo agresivo; tras haber escrito tantos centenares de comedias pluralmente festejadas, se halla en la pobreza, a juzgar por sus constantes peticiones al Duque de Sessa; el público, que le había sido tan adicto, parece desviarse de sus comedias, mientras favorece a otros ingenios nuevos, entre ellos, en primer término, Calderón de la Barca; muere su hijo Lope Félix, cuando se dirigía con una expedición para buscar perlas en la isla Margarita.
De los libros publicados —además de las Partes de comedias, cada una de ellas, según uso, conteniendo doce, y que en vida del autor llegaron a veinte— merecen recordación especial La Filomena, La Circe, los Triunfos divinos, a imitación de los Trionfi de Petrarca; El laurel de Apolo (1630), desfile más bien apologético de los escritores grandes, medianos e insignificantes de su tiempo; la Égloga a Claudio (1632), o más bien epístola, de riquísimo fondo autobiográfico; La Dorotea (1632), "acción en prosa", genial sin atenuantes, su obra más pulida y burilada, y finalmente las Rimas humanas y divinas (1634), donde están quizá sus mejores poesías líricas. Al año siguiente, tras breve enfermedad, el 27 de agosto de 1635, Fray Lope Félix de Vega Carpio rendía su alma —"un alma del tamaño máximo que Dios ha consentido a las almas", como ha escrito Ramón Gómez de la Serna. Cuatro días antes había dado remate a la silva El siglo de oro. Murió, pues, Lope de Vega, puede decirse, con la pluma fiel en su mano infatigable.
El curriculum vitae de Lope de Vega, esquematizado conforme acabo de hacer, corre el riesgo de pecar tanto por falta de precisiones como por exceso de hechos, dejando quizá la impresión insatisfactoria de un guión cinematográfico. Para ver más claro en el abigarrado paisaje de la existencia lopesca, extrayendo algún lineamiento capital, quisiera tratar tan inmenso bloque con libertad no sólita, practicando en él dos cortes: uno atañedero a sus amores y amoríos, otro a sus protectores. Ambas zonas encierran sendas claves inestimables: la primera porque revela su intimidad, de tanta repercusión en numerosas obras, cargadas de subjetivismo y aun de confidencias autobiográficas, sólo levemente veladas; la segunda porque puede esclarecer la situación real de Lope, y extensivamente la del escritor seiscentista español, en el cuadro histórico de su tiempo.
Con razón escribe D. Ramón Menéndez Pidal (De Cervantes y de Lope de Vega) que "al ver a Lope tan pronto soldado en la isla Terceira y en la Armada Invencible, como enmarañado en amores, procesos por difamación y amancebamiento, raptos, adulterios... es el tipo viviente de Don Juan, se ha dicho, o más aun, es un cínico sin la menor dignidad". Y aunque a continuación el sabio investigador intente exculparlo, tomando al pie de la letra un paso de La Dorotea donde Lope —bajo el nombre de Fernando— se presenta como víctima de sí propio, el caso es que la verdad histórica más rigurosa y la leyenda mítica más libre, yendo de consuno por una vez, contribuyen a seguir ofreciéndonos una imagen donjuanesca y encandiladora del Fénix. No es menester extremar sus rasgos: con seguir los hechos, con presentar objetivamente y eslabonar los documentos subsistentes, basta. Aquí todos los añadidos imaginarios huelgan.
Lope de Vega tuvo dos mujeres legítimas, cuatro amantes notorias, catorce o quince hijos, entre legítimos y naturales. Y vivió setenta y tres años. No era un caso excepcional en su época. Se cuenta que Felipe IV tuvo quince amantes y treinta y tantos hijos naturales, y no le fueron apenas en zaga los grandes de su reinado en punto a descendencia ilegítima: Lerma con trece hijos, Olivares con ocho, Villamediana con veintidós, y ello no obstante las imputaciones que recientemente se han hecho a este último de homosexualismo, queriendo cifrar en tal vicio justamente el secreto de su asesinato "por impulso soberano".
Tan incoercible erotismo nos da, entre otros rasgos, la temperatura vital de aquel siglo, más allá de todo freno moral y toda traba eclesiástica. Pues aquel ímpetu era tan fuerte que rompía las barreras puritanas y arrollaba los disimulos mejor tejidos. Al cabo el espíritu renacentista estaba aún en la atmósfera; España, aunque quizás un poco tardíamente, lo había hecho suyo en todos los órdenes del vivir y del pensar. Y el sentido de la vida, entendida como goce, conquista y experiencia ilimitada, se batía diestramente contra la espada algo mellada del contrario: aquel sentido más bien de ultravida, de la existencia como pasaje ácido y precario, ya cubierto de moho medieval. Al menos —según acontece siempre—, aunque tal muda de sentido vital y de ética ambiental no se advirtiera claramente todavía en el pueblo ni en el estado llano de la sociedad, era captado por sus figuras sobresalientes, a cuya cabeza iba Lope.
¿Qué era el amor para Lope? ¿Afán de absoluto, carpe diem horaciano, goce de fragancias, alarde dominador, entrega total? Difícil dar la respuesta exacta. Recordemos, en compensación, aquel soneto suyo, cabalmente intitulado Qué es el amor:
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño,
esto es amor; quien lo probó, lo sabe.
Rastrear las fuentes de ese contrapunto de sensaciones en el proceso de su vida amorosa resultaría intrincado. Habré de limitarme por consiguiente a ejemplificarlo parcialmente, viendo de cerca sólo dos casos, quizá los más salientes y reveladores de su trayectoria erótica: el de Elena Osorio y el de Marta de Nevares. El primero corresponde a la mocedad de Lope; el segundo se sitúa ya en su cumbre de cincuentón. ¿Fueron Filis y Amarilis —tales sus nombres poéticos— las dos mujeres que más amó, entre el conjunto de las ocho cuyo nombre ha retenido la historia? Difícil precisarlo. En todo caso lo que sí nos consta de modo indubitable es que el rastro literario dejado por entrambas en los escritos de Lope es superior al de las otras.
Filis —recuérdese— es Dorotea, llena ese libro impar, y la curva de sus borrascosos amores —empañados por la tercería y la concurrencia del rival más rico—, vertidos con primor conceptista, en supremo alarde retórico, se espeja en sus recamados diálogos. Porque La Dorotea es tanto vida como literatura y Karl Vossler (Lope de Vega y su tiempo) aunque por un lado califique este libro con incomprensible desdén, de "habladuría literaria", por otro lado ha sabido encontrar sus raíces en la "fiebre literaria" de la época y presentarle como una resultante de aquella España donde "se literatizaba la vida y se vivía la literatura", empalmándolo con la creación cervantina al escribir: "¿De dónde, sino de este fantástico delirar, podían haber salido el Quijote y La Dorotea, las dos grandes superaciones literarias de este febril ingenio?".
Hacia 1579, cuando Lope tenía diecisiete años e iniciaba sus relaciones con el mundillo teatral madrileño, conoce a Elena Osorio. Era hija ésta del representante —lo que hoy llamamos director de compañía teatral— Jerónimo Velázquez; algo mayor que Lope, se había casado años antes, y a la sazón vivía separada de su marido, Cristóbal Calderón, también comediante. El enamoramiento fue súbito y recíproco. "No sé qué estrella —leemos en La Dorotea— tan propicia a los amantes reinaba entonces, que apenas nos vimos y hablamos, cuando quedamos rendidos el uno al otro." ¿Cómo era Dorotea? Los elogios que Lope rinde a su belleza no llegan a singularizar con rasgos personales su figura y más bien se desdibujan en alabanzas genéricas:
...Tu gracia y gallardía,
tu vista soberana
y los serenos ojos por quien muero...
...Tu blanco pecho y cuello de marfil,
el ademán gentil,
manos que manan leche,
mil primores que callo...
Quizá dibujen mejor su figura algunos toques en prosa: "Esto en cuanto al paramento visible; que el talle, el brío, la limpieza, la habla, la voz, el ingenio, el danzar, el cantar, el tañer diversos instrumentos me cuesta dos mil versos". De todo lo cual se infiere que Elena Osorio no debía de ser mujer vulgar; antes al contrario, con prendas físicas e intelectuales muy singulares, al punto que —conforme escriben Rennert y Castro— "más bien que en damas de la España tradicional, hace pensar en un tipo de gentil cortesana, surgido al contacto de la Italia renacentista". Como personaje elevado a categoría de símbolo literario, desdoblándose, se describe por otra parte la misma Dorotea en cierto parlamento de la escena segunda del acto segundo: "¿Qué mayor riqueza para una mujer que verse eternizada? Porque la hermosura se acaba, y nadie que la mire sin ella cree que la tuvo; y los versos de su alabanza son eternos testigos que viven con su nombre. La Diana de Montemayor fue dama natural de Valencia de Don Juan, junto a León; y Ezla, su río, y ella serán eternos por su pluma. Así la Fílida de Montalvo, la Galatea de Cervantes, la Camila de Garcilaso, la Violante de Camoens, la Silvia de Bernaldes, la Filis de Figueroa, la Leonor de Corte Real".
Con todo, no ha de buscarse en La Dorotea un retrato riguroso de Elena Osorio, sino más bien su estilización, lo mismo que los episodios en ella referidos tampoco deberán interpretarse siempre como acontecidos, aunque la sustancia real y el carácter autobiográfico del libro, sean evidentes. "Porque el asunto fue historia, y aun pienso que la causa de haberse con tanta propiedad escrito" —nos previene Lope en el prólogo, si bien bajo otro nombre. Igualmente, ya en su día, Lope nunca hizo misterio de estos amores; dábales contrariamente plena publicidad con sus versos a Elena, de donde se siguió un comienzo de escándalo y de ruptura. Sin los extremos de cortesanía atribuidos a su amante, sin el cínico celestineo de Gerarda, todo fue bien entre Lope y Elena mientras el primero compuso comedias para la compañía de Velázquez y en tanto que no surgió un competidor amoroso mejor pertrechado en lo económico. El rival llegó y fue en la realidad un sobrino del cardenal Granvela, Don Bela el indiano, en el libro.
Despechado Lope inicia los ataques contra Elena y su familia mediante algunas poesías burlescas. Las más sonadas fueron una en latín macarrónico, titulada In Doctorem Damianum Velázquez, otra en castellano, que comienza:
Los que algún día tuvisteis noticias del Avapies,
de hoy más ya sabéis que la calle no lava, que sucia es...
Tras incoarse un proceso por difamación, Lope fue detenido en el corral de la calle de la Cruz una tarde del 29 de diciembre de 1587 y llevado a la cárcel de la Corte. Luego se le declaró culpable y sentenció "en cuatro años de destierro de esta Corte y cinco leguas (no le quebrante so pena de serle doblado) y en dos años de destierro del reino, y no le quebrante so pena de muerte...". Plazo que después fue doblado, a la vista de nuevos cargos hechos por otros testigos.
En la realidad parece ser que Lope rompió enteramente con Elena, sin reanudar relaciones con ella; pero en la semificción de La Dorotea, Fernando —su alter ego— vuelve de Valencia, donde Lope estuvo desterrado de veras, y se aviene a compartir la belleza helena y los doblones del indiano... Base pública de tal "arreglo" la proporciona el hecho de que Velázquez firmara una solicitud para que se le condonase a Lope el tiempo de destierro que le faltaba, como así se hizo, y que el autor tornara a proveerle de comedias. En cualquier caso lo que hoy más nos importa, en vez de despotricar contra la inmoralidad de Lope, según hacen algunos biógrafos (el mismo Vossler no se libra de una indignación fácil, pintándole como "un irresponsable frenético, sin continencia, casi como un bellaco") son las consecuencias literarias que tales vicisitudes alcanzaron, patentes en La Dorotea. Libro cíclico, libro esencial y permanente, libro de toda su vida —"escribí La Dorotea en mis primeros años...; la corregí de la lozanía con que se había criado en la tierna [edad] mía..."—, por algo es su predilecto:
Póstuma de mis musas Dorotea,
y por dicha de mí la más querida,
última de mi vida...
Demos ahora un salto hasta su último amor. La heroína fue Marta de Nevares Santoyo: Amarilis, y también Marcia Leonarda en los escritos de Lope. Habían pasado los años. Lope era ya más que famoso y veterano en toda suerte de lides. El estado sacerdotal que tomó poco antes no le cohibía en sus apetencias o pasiones. Lope seguía siendo el mismo de sus verdes años. "Los amores con Amarilis —escriben Rennert y Castro— no son un hecho aislado, ni fruto de un momentáneo aturdimiento; son la fase que en la vejez de Lope adoptó el afán erótico que venía gobernando su vida." Podemos seguir casi paso a paso las vicisitudes de tal pasión merced a las cartas cambiadas con el Duque de Sessa, su amigo y confidente, más que dueño en este trance.
"Yo estoy perdido —escribe al prócer en 1616— si en mi vida lo estuve, por alma y cuerpo de mujer, y Dios sabe con qué sentimiento mío, porque no sé cómo ha de ser ni durar esto, ni vivir sin gozarlo." Enamoramiento tardío que dio pretexto a las vayas de sus enemigos literarios, particularmente del más temible y poderoso, D. Luis de Góngora, quien jugando con el voquible le apostrofaba así:
Dicho me han por una carta
que es tu cómica persona
sobre los manteles mona
y entre las sábanas "Marta"...
Esta Marta era otra malcasada como Elena, y vivía separada del marido, un negociante, capaz de tasar otras cosas, pero no sus encantos. Tenía veintiséis años cuando Lope la conoció —en un jardín, con motivo de una fiesta poética que ella presidía—, mientras éste rebasaba la cincuentena. De ojos verdes, diestra en poesía y música... "si escribe un papel —dice su enamorado— la lengua castellana compite con lo mejor, la pureza del hablar cortesano cobra arrogancia, el donaire iguala a la gravedad y lo grave a la dulzura; si danza parece que con el aire se lleva tras sí los ojos y que con los chapines pisa los deseos". Pero la relación completa de ese amor quedó hecha poéticamente en la égloga Amarilis, donde se encuentra esta estrofa dedicada a los ojos verdes de Marta de Nevares:
Dos vivas esmeraldas, que mirando
hablaban a las almas al oído,
sobre cándido esmalte trasladando
la suya hermosa al exterior sentido,
y con risueño espíritu templando
el grave ceño, alguna vez dormido,
para guerra de amor de cuanto vían
en dulce paz el reino dividían.
Pero he aquí que aquellos ojos perdieron la luz súbitamente. Recobra después Amarilis la vista, mas la tragedia resurge y pierde la razón, hasta morir en 1632.
Cuando yo vi mis luces eclipsarse,
cuando yo vi mi sol escurecerse,
mis verdes esmeraldas enlutarse
y mis puras estrellas esconderse,
no puede mi desdicha ponderarse
ni mi grave dolor encarecerse,
ni puede aquí sin lágrimas decirse
cómo se fue mi sol al despedirse.
Para Marta de Nevares intentó Lope de Vega un género nuevo en él, componiendo cuatro novelas cortas, que desde luego no pueden parangonarse con las ejemplares cervantinas. Su exaltación más cumplida en lo literario quedó hecha en una poesía de La Circe:
Tenga el sabio cristal defensa y guarda
no viva el coro de las nueve sólo,
pues décima será "Marcia Leonarda".
Pero aquello que debe recordarse íntegro es el epitafio definitivo, el triunfal soneto —cuyo comienzo recuerda un verso de otro soneto no menos glorioso de Quevedo: Polvo serás, mas polvo enamorado...— con que inmortalizó Lope a Amarilis:
Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa
sin dejarme vivir, vive serena
aquella luz, que fue mi gloria y pena
y me hace guerra cuando en paz reposa.
Tan vivo está el jazmín, la pura rosa,
que blandamente ardiendo en azucena,
me abrasa el alma, de memoria llena,
ceniza de su fénix amorosa.
¡Oh memoria cruel de mis enojos!
¿Qué honor te puede dar mi sentimiento,
en polvo convertidos tus despojos?
Permíteme callar sólo un momento
pues ya no tienen lágrimas mis ojos,
ni conceptos de amor mis pensamientos.
En la existencia de Lope de Vega hay, a mi entender, un punto no esclarecido aún, de problemática, por no decir imposible, averiguación satisfactoria. Pues ésta no depende tanto de datos eruditos como de la intuición luminosa, de una visión conjunta —del hombre, de la época— y en profundidad. Surge constantemente aquí y allá cuando queremos atar cabos en la tupida y por momentos contradictoria historia de su vida. Eliminando rodeos, puede articularse así: si Lope de Vega fue "públicamente" un autor de éxito, según diríamos hoy, durante más de medio siglo, si gozó del favor popular y estrenó centenares de comedias, ¿cómo se explica entonces el hecho de que "oficialmente" no rebasara la condición social de un lacayo y viviera toda su existencia en función de secretario o protegido de algunos nobles? Desde mozuelo, en 1578, cuando entró al servicio de D. Jerónimo Manrique de Lara, obispo de Ávila, hasta setentón, cuando mendigaba pequeños servicios del Duque de Sessa.
La lista de sus protectores, a este respecto, es casi tan numerosa como la de sus amantes. Recordemos nuevamente algunos nombres y fechas: de 1584 a 1595 sirve al Duque de Alba, en 1596 su nuevo dueño es el Marqués de Malpica, de 1598 a 1600 depende del Marqués de Sarriá, luego Conde de Lemos (especificándose en esta ocasión: "como secretario y ayuda de cámara"), y desde 1606 hasta su muerte ha de atenerse a las liberalidades del Duque de Sessa.