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Índice

Portada

Página de título

Dedicatoria

 

A modo de introducción

I. Algunos antecedentes históricos

II. Mi llegada al ambiente de la prostitución

III. Hay de todo. Las trabajadoras y sus circunstancias

IV. Los clientes y su criminalización

V. El nuevo abolicionismo y el nuevo activismo

VI. ¿Un trabajo como cualquier otro?

VII. Conclusión: el fulgor de la noche

Notas

Bibliografía

 

Datos de la autora

Página de créditos


Para Ana Luisa Liguori,
que tenía razón


A MODO DE INTRODUCCIÓN

¿Por qué el trabajo sexual es el trabajo mejor pagado para las mujeres?,1 ¿qué implica la invisibilidad de los clientes?, ¿qué significa hablar de las mujeres que venden sus cuerpos y qué significa callar sobre los hombres que los compran?, ¿por qué se etiqueta a todas las trabajadoras sexuales como víctimas y se despliegan operativos para rescatarlas?

Justo sobre el trabajo sexual se desarrolla uno de los debates más encarnizados del feminismo: una parte sustancial del movimiento plantea la necesidad de acabar con la prostitución por considerarla una práctica degradante y opresiva para las mujeres, mientras que otra sostiene que la lucha debe ser por la legalización y el reconocimiento de los derechos laborales de estas trabajadoras. Las feministas estamos divididas al respecto: hay quienes subrayan la autonomía en la toma de tal decisión, mientras que otras insisten en la explotación y coerción. Ahora bien, estas posturas no son excluyentes entre sí: puede haber tanto decisión como explotación, tanto autonomía para ciertos aspectos, como coerción para otros (Widdows, 2013). Algunas feministas argumentan que ninguna mujer elige prostituirse, que siempre son engañadas u orilladas (por traumas infantiles de abuso sexual); otras, entre las que me encuentro, consideramos que la mayoría lleva a cabo un análisis del panorama laboral y prefiere la opción de un ingreso superior ante las demás posibilidades que están a su alcance. Elegir en este caso no implica una total autonomía, ni siquiera supone optar entre dos cosas equiparables, sino escoger, no un bien, sino el menor de los males. Yo he tomado partido en esta disputa y en estas páginas intentaré explicar mi posición.

Este libro es producto de mi feminismo y de la información que me han brindado decenas de trabajadoras sexuales independientes con las cuales he compartido tiempo y sueños. Por eso intento relatar lo que han sido estos 27 años de experiencias, investigación y reflexiones en torno a eso que se sigue mal llamando prostitución.

Las connotaciones denigrantes que tiene este término lo hacen una forma extremadamente sexista de referirse al comercio sexual, ya que sólo se prostituye la mujer, no el cliente. En este trabajo uso el término comercio sexual para lo relativo al conjunto de transacciones en torno a la compraventa de servicios sexuales y el de trabajo sexual para el desempeño de las mujeres en la relación con el cliente. A lo largo del texto mantengo en cursivas mi uso del término prostitución para fines de recordatorio sobre su carácter sexista. Cuando cito, lo dejo tal cual lo usan los autores, sin comillas ni cursivas.

A finales de los años ochenta, inicié una relación de acompañamiento político a trabajadoras sexuales de la vía pública en la Ciudad de México, que después derivó en la realización de una investigación antropológica. Desde entonces a la fecha, he continuado la relación política con algunos grupos de trabajadoras sexuales independientes, incluso colaboré en el establecimiento de una casa de retiro para trabajadoras sexuales ancianas. Luego conocí a un grupo de trabajadoras independientes y politizadas del metro Revolución, las acompañé en varias ocasiones en su proceso de lucha y compartí un trecho de su camino de reflexión. Recientemente, en 2014, me encontré con otras trabajadoras sexuales independientes que habían logrado, luego de un litigio jurídico, que una juez reconociera su condición de trabajadoras no asalariadas, y obligara al gobierno de la Ciudad de México a otorgarles la licencia correspondiente para laborar en la vía pública. Desde entonces establecí una relación de colaboración con la asociación civil que las apoya: Brigada Callejera, y retomé el tema del comercio sexual en la calle, tanto como activista como en mi trabajo intelectual, presentando ponencias y dando conferencias.

No he estudiado a trabajadoras sexuales en locales cerrados (estéticas y departamentos), ni a las escorts, que trabajan vía el internet o ciertas agencias de modelos. No conozco lo que dicen las universitarias que llevan a cabo, de manera esporádica, servicios sexuales a cambio de promociones laborales, viajes, regalos o diversos “apoyos” económicos. Por eso no hay que olvidar que el mundo del comercio sexual es mucho más de lo que ocurre en la calle, aunque en estas páginas solamente se atisbe esa parte.

Tampoco investigué el intercambio íntimo de las trabajadoras callejeras con los clientes, ni las rutinas y zozobras de lo que es el acto propiamente sexual. Mi proceso de investigar y documentar se limitó a una escucha de lo que las trabajadoras dicen y a apuntalar mi reflexión con escritos e investigaciones de otras personas. Indudablemente explorar esa dimensión oculta del comercio sexual es un desafío que espero que otra investigadora aborde.

A lo largo de estos años he visto cambios sorprendentes, tanto en la autoconciencia de las trabajadoras como en la postura de varios grupos de la sociedad, y en estas páginas quiero consignar mi nivel de compromiso con el tema, en especial, mi postura ante la contraposición que circula hoy, en la Ciudad de México (y en muchas partes del mundo), entre un discurso que habla de todas las mujeres que trabajan en el comercio sexual como víctimas (y por lo tanto pretende la erradicación total de esa labor), en oposición a otro enfoque que reivindica los derechos laborales de quienes trabajan en ese oficio. La perspectiva crítica sobre el comercio sexual a la que me adhiero reconoce el gravísimo problema de la trata y considera que hay que combatirla de formas más eficaces. La trata y el tráfico de personas son un pavoroso flagelo criminal, del cual la explotación sexual es sólo una parte. Pero se puede exigir que los gobiernos desarrollen mejores estrategias ante el horror de la trata y, al mismo tiempo, que reconozcan los derechos de las trabajadoras sexuales; quienes, por cierto, son grandes aliadas en procesos de detección y rescate de mujeres que han sido secuestradas y son forzadas a otorgar servicios sexuales.

El motor que me ha impulsado a escribir este libro ha sido mi preocupación por la manera en que en el neoabolicionismo se distorsiona el fenómeno del comercio sexual, se respaldan posiciones puritanas sobre el sexo y se obstaculizan formas de regulación que otorgarían derechos a las trabajadoras sexuales callejeras y disminuirían su vulnerabilidad.

Estas páginas tienen tres objetivos: 1) ofrecer un recorrido histórico de por qué hoy se mezclan los conceptos de comercio sexual y trata; 2) dar cuenta del nuevo activismo a favor de las trabajadoras sexuales, y 3) explicar qué es el neoabolicionismo y las consecuencias de su manipulación discursiva que mezcla comercio sexual y trata.

No daré un panorama de lo que está ocurriendo en todo el mundo, ni siquiera en todo el país: me centro en la Ciudad de México. Sin embargo, aludo a la influencia que la política de Estados Unidos tiene, así como a algunas experiencias europeas. Cito varias investigaciones, pero no comento casos notables de organización de las trabajadoras sexuales, como los que ocurren en la India y Tailandia (Kempadoo y Doezema, 1998; Kempadoo, 2012). Hay mucha y muy buena investigación al respecto, a la que remito en la bibliografía.

Tampoco profundizo en la interpretación psicoanalítica, aunque sí la menciono. Ésta deposita una explicación en los deseos inconscientes y las pulsiones, que complementa la justificación económica de la persistencia del comercio sexual y registra la complejidad psíquica que también acompaña e impulsa su demanda y oferta. Pero la realidad psíquica requiere ser abordada con una metodología diferente, lo que rebasa totalmente mi formación profesional.

Como antropóloga, pretendo esclarecer las causas culturales que han llevado a la intensa contraposición de posturas que se manifiesta actualmente. Y como activista/feminista me interesa también dar cuenta de una de las consecuencias de tal contraposición: la polarización política entre feministas. Hoy en día están, por un lado, quienes hablan de abolir el comercio sexual y rescatar víctimas, y del otro quienes reclaman derechos laborales para trabajadoras sexuales, como hago yo. Esas dos posturas han tenido efecto en las políticas públicas y en la ley, por eso en la Ciudad de México hay operativos antitrata que acosan y detienen a las trabajadoras sexuales, al tiempo que existe una resolución judicial que obliga al gobierno de la Ciudad de México a reconocer sus derechos laborales.

Varias interrogantes atraviesan mi reflexión: si el trabajo sexual es la actividad mejor pagada para cientos de miles de mujeres2 en nuestro país, ¿por qué hay tanta resistencia a regularlo y a otorgar derechos laborales?; si la llamada prostitución no es delito, ¿por qué se prohíben formas de organización de ese trabajo?, y finalmente, ¿por qué las buenas conciencias se rasgan las vestiduras ante la explotación sexual y permanecen en silencio ante la explotación laboral de otras trabajadoras?

Me indigna el discurso flamígero que condena al comercio sexual como un mal absoluto y representa a todos los clientes como depredadores, incluso como psicóticos, pues distorsiona e incita la exigencia de su criminalización y la total erradicación de cualquier forma de comercio sexual. Esta postura del neoabolicionismo es peligrosa, porque ignora las variadas maneras de desempeñar ese trabajo y desvía la atención de la violencia económica estructural que impulsa a las mujeres al trabajo sexual. Indudablemente muchas de las mujeres y adolescentes que ingresan al comercio sexual son inducidas mediante el consumo de drogas o enganchadas por amor a sus padrotes. Sin embargo, no hay que olvidarlo: también hay quienes realizan una fría valoración del mercado laboral y eligen la estrategia de vender servicios sexuales para ganar buen dinero, cambiar de residencia, independizarse, incluso pagarse una carrera universitaria o echar a andar un negocio. En ese sentido, más que un claro contraste entre el trabajo libre y el trabajo forzado se da un continuum de relativa libertad y coerción. Es indudable que lo que Marx calificó como el “inhumano poder del dinero” cohabita regularmente con la sexualidad, y está entretejido con variadas formas de poder. Una mezcla de creencias, tabúes y rechazos tiñe el entrecruzamiento de la actividad económica y las relaciones sexuales. Sin embargo, mientras que los cuerpos de los hombres deambulan libremente por las variadas formas de la sexualidad comercial, los cuerpos de las mujeres lo hacen bajo el estigma, la violencia y el riesgo.

En torno al comercio sexual hay políticas de salud pública que requieren, para ser eficaces, un trabajo de colaboración entre el gobierno y las trabajadoras sexuales (Gruskin et al., 2013). En este libro apenas menciono las posiciones de los especialistas en el tema; tampoco ahondo en el valioso trabajo de instancias como Censida, el Instituto Nacional de Salud Pública y ONUsida, pues me centro en desplegar argumentos relativos a cómo se conceptualiza el comercio sexual, más que a dar cuenta con detalle de su impacto en la salud pública. Ana Luisa Liguori continuamente me ha señalado que, desde las instancias de salud que trabajan la problemática de las infecciones de transmisión sexual, resulta impensable no tomar en cuenta a las trabajadoras sexuales ni respetar sus derechos. Pero no profundizaré en ese tema, pues mi objetivo en estas páginas es desarrollar una perspectiva que conduzca a la aceptación de las ventajas humanitarias, políticas y de salud pública que tendría el reconocimiento de formas de organización del trabajo sexual, que permitan a las mujeres trabajar de manera independiente y fuera de las mafias.

Hago otra puntualización: en este libro hablo únicamente de mujeres no porque no sepa de la existencia de trabajadores sexuales varones, sino porque siempre he realizado mi trabajo como activista y como investigadora con ellas. Pero los imprescindibles cambios en la regulación del comercio sexual por los que abogo también los beneficiarían.

Una de mis mayores preocupaciones es la actual ambigüedad jurídica que alienta la violencia y el peligro para las trabajadoras sexuales. Nuestra legislación está llena de omisiones e incongruencias: aunque la prostitución individual y libre es legal, se penaliza cualquier forma de organización del trabajo sexual como si fuera lenocinio. Así, si tres o cuatro amigas decidieran trabajar juntas, a quien rente el departamento se la podría acusar de lenona. Igual ocurre con los familiares (madres, hermanos, hijos) que acompañan a las trabajadoras. Es necesario terminar con la hipocresía social de aceptar que una mujer se venda libremente, con todos los riesgos que implica hacerlo sola, y reconocer formas de organización del trabajo que no son lenocinio. También es necesario difundir el hecho de que en la Ciudad de México ya se reconoce legalmente el trabajo sexual en la vía pública como un trabajo no asalariado, así como respaldar a quienes ya tienen la licencia (que aprueba su condición laboral) y luchan por sus derechos. Las intervenciones más eficaces a las políticas públicas en relación con prevención de violencia no deben consistir en la prohibición de ese oficio sino en modificar las condiciones estructurales que llevan a ejercerlo. Reconocer sus derechos y dar oportunidades laborales desincentiva el abuso machista en todas sus formas: el de los clientes, los policías, los funcionarios, incluso el de sus parejas. Nada de esto va a ocurrir por magia. Es indispensable que las mujeres que se dedican al trabajo sexual hagan lo mismo que quienes ya obtuvieron sus licencias: organizarse, iniciar litigios jurídicos y hacer intervenciones políticas como las que consigno en estas páginas. Y es imperativo que los académicos realicemos investigaciones y las difundamos, y que los periodistas investiguen e informen, y así se conozca la complejidad de una situación que no debe ser reducida a los términos maniqueos que plantea el neoabolicionismo.

Por último, resulta significativo que las feministas asuman posturas contrarias: de un lado están quienes insisten en la explotación, la coerción y el sufrimiento, mientras que del otro nos encontramos quienes pensamos que hay múltiples formas de comercio sexual, y que puede haber elección, a pesar de la explotación (como suele ocurrir con todos los trabajadores en el capitalismo), y que también puede haber cierta autonomía y estrategia laboral, incluso un tipo de goce.3

He decidido poner mi reflexión por escrito, pues con demasiada frecuencia me encuentro explicando mi postura y tratando de establecer un puente entre enfoques que parecen irreconciliables. Ahora bien, no pretendo contar la historia de todo lo sucedido. Este libro es un acercamiento, personal y limitado, a una parte de lo que ha ocurrido en la Ciudad de México. Hay muchas más cosas que contar, pero mi eje es justamente el vínculo que tuve con algunas de estas trabajadoras. Y, aunque este relato no hubiera sido posible sin el apoyo de las propias trabajadoras sexuales independientes, de compañeras solidarias con su causa, como Adela y Margarita, y el compromiso de la organización ciudadana Brigada Callejera, soy la única responsable de lo que aquí expreso. Probablemente ellas discrepen con varias de mis apreciaciones, y den una interpretación distinta de lo sucedido. Sin embargo, les agradezco todo lo que me han dado a lo largo de estos años: información, apoyo, aventuras y solidaridad. También doy las gracias al Programa Universitario de Estudios de Género (PUEG) de la UNAM, donde laboro, que me permite combinar mi trabajo académico con mi activismo.

Además, la lectura previa de este texto se benefició de los comentarios y críticas de Jean Franco, Chaneca Maldonado, Jenaro Villamil, Elvira Madrid, Jaime Montejo (de Brigada Callejera), María Teresa Priego, Patricia Uribe Zúñiga, Fabio Vélez y Ana Luisa Liguori, quien durante años me insistió en que había que enfrentar la ola neoabolicionista que invadía crecientemente el discurso sobre el comercio sexual. A ella le debo su impulso constante para actuar y difundir las consecuencias negativas que implica el neoabolicionismo. A mi editor en Océano, Pablo Martínez Lozada, le agradezco sus valiosas sugerencias.


I

ALGUNOS ANTECEDENTES HISTÓRICOS

En torno a la sexualidad se organiza la vida social y las personas son clasificadas según esquemas que valoran o estigmatizan ciertas prácticas y conductas. Por eso, las relaciones sexuales nunca son simplemente el encuentro de dos cuerpos, sino que también son una representación de las jerarquías sociales y de las concepciones morales de una sociedad (Illouz, 2014). En México, una creencia general que circula ampliamente es la de que los hombres necesitan sexo, y que las mujeres lo otorgan, sea que lo regalen amorosamente, lo intercambien por favores o lo vendan. Sí, la relación sexual suele ser concebida como un servicio que requieren los hombres y que las mujeres dan, algunas gratuitamente en el ámbito privado (a cambio de manutención y seguridad), mientras que en el ámbito público las prostitutas lo intercambian por dinero.1 Además existe una amplia gama de arreglos intermedios, como el intercambio de favores sexuales por promociones laborales, compensaciones salariales u otro tipo de beneficios. También existen prácticas y arreglos sexuales entre varones, pero como ya dije, de ellos no hablaré, puesto que he enfocado mi trabajo de acompañamiento político e investigación antropológica en las mujeres.

En México, la llamada prostitución se ha ido transformando a lo largo de los siglos, entretejiéndose con aspectos económicos (como el mercado laboral y el desempleo), restricciones de orden ideológico (como la distinción entre los trabajos femeninos y los masculinos) o el contrato matrimonial (con transformaciones causadas por cambios demográficos, económicos o culturales). Actualmente, el término prostitución se refiere a un fenómeno muy extendido que engloba diversos tipos de actividades (jerarquizadas económica y socialmente) clandestinas, públicas y semioficiales, que van desde el taloneo hasta la refinada atención de alto nivel, que es moneda de cambio entre políticos y hombres de negocios.

Los investigadores hablan del crecimiento y la expansión del comercio sexual, lo que expresa no sólo un fenómeno económico sino también una transformación cultural (Weitzer, 2012; Kempadoo, 2012). Este notorio aumento surge de la liberalización de las costumbres sexuales y de la apertura neoliberal de los mercados que han permitido la expansión de la industria sexual como nunca antes, con una proliferación de nuevos productos y servicios: shows de sexo en vivo, masajes eróticos, table dance y strippers, servicios de acompañamiento (escorts), sexo telefónico y turismo sexual (Altman, 2001). Aunque las drogas y el VIH han impactado dramáticamente a la industria mundial del sexo, ésta se ha convertido en empleadora de millones de personas que atraen a una gran cantidad de clientes. Los empresarios de esta industria tienen agencias de reclutamiento y sus operadores vinculan a los clubes y burdeles locales de varias partes del mundo, en un paralelismo con las empresas transnacionales. Y al igual que éstas, algunas se dedican a negocios criminales, como la trata de personas.

A pesar de las diferencias que hay entre el tipo de trabajo sexual que realizan las mujeres, es generalizada la apreciación social de que se prostituyen, mientras que quienes compran sus servicios no son estigmatizados. Esta diferencia sustantiva es lo que llamo la marca del género,2 que condensa las concepciones sociales en torno a lo que significa ser hombre o mujer en México. ¿Por qué en nuestra cultura se valora de manera diferenciada la actividad sexual, gratuita o comercial en los varones y en las mujeres?, ¿por qué el ideal cultural de virtud femenina se basa en la represión de la sexualidad?, ¿por qué la castidad y el recato se han constituido como características femeninas esenciales? Responder a estas interrogantes implica desentrañar la génesis de lo que hoy se conoce como doble moral sexual.

Cuando inicié el trabajo de acompañamiento político a trabajadoras sexuales callejeras poco sabía yo de la prostitución en México; sólo había leído los textos de Salvador Novo (1979), Carlos Monsiváis (1981) y Sergio González Rodríguez (1989) y había visto las inefables películas mexicanas con escenas de cabaret o de burdel. Busqué estudios sobre la prostitución en nuestro país,3 que no voy a glosar ni analizar aquí, pues lo que pretendo va en otra dirección: desarrollar un argumento político. Sin embargo, consignaré brevemente algunos datos históricos básicos para enmarcar el fenómeno de la prostitución femenina como un proceso de larga duración que se desarrolla hasta nuestros días, en el cual confluyen usos y costumbres, tanto de los antiguos mexicanos como de los españoles. Para ese propósito, más que hacer una arqueología con precisas referencias cronológicas, haré un breve recorrido histórico con la intención de comprender la prostitución como un habitus (Bourdieu, 1991) de nuestra cultura.

En México, la forma de pensar la sexualidad ha estado determinada por la construcción social del género (que divide al mundo en lo propio de los hombres y lo propio de las mujeres), que es una de las características culturales del contexto histórico. Antes de la llegada de los conquistadores españoles, en nuestro país la prostitución era un hecho común y corriente. Al parecer, en la época prehispánica existieron varias formas de prostitución: la hospitalaria (la sociedad azteca conoció la fórmula de recibimiento a los extranjeros), la religiosa o ritual (que alegraba el reposo del guerrero o las últimas horas de las víctimas destinadas al sacrificio) y la civil. Enrique Dávalos López (2002) revisó los textos que un grupo de frailes historiadores4 elaboró acerca de las prácticas sexuales del México antiguo. Al analizarlos y cotejarlos con otras fuentes, surgieron elementos que lo llevaron a sugerir que “la cultura sexual de los indios mexicanos presentaba rasgos notablemente diferentes a los esbozados en el discurso de los frailes historiadores” (2002: 6). Para los religiosos, por sus concepciones, creencias y valores sobre la sexualidad era “inconcebible tratar el deseo, el placer y las prácticas sexuales sin condenarlas a la vez” (2002: 81), lo cual condicionó su trabajo. De ahí la reserva con la que manejaron ciertos temas o el silencio que guardaron sobre determinados aspectos.

Respecto a la prostitución religiosa, en México las alegres constituían no sólo “una especie de premio para los guerreros destacados” (2002: 23), sino que además eran protagonistas de ceremonias. Tal parece que “ciertas sacerdotisas o monjas de los templos/escuelas cumplían funciones sexuales/religiosas” (2002: 23). Según este historiador, varios elementos sugieren que probablemente sacerdotisas y alegres no estaban diferenciadas, como ocurría en España. Dávalos insiste en que Sahagún, siguiendo el esquema ideológico hispano, dividió a prostitutas y sacerdotisas, distinción que los frailes remarcaron a partir del modelo europeo de las rameras y las monjas. Aunque los frailes trataron de separar a las sacerdotisas de las alegres, la oposición entre puta y decente “no correspondía a las instituciones religiosas y educativas del México prehispánico” (2002: 25).

Tanto Dávalos como Moreno de los Arcos comparten una certeza: los textos indígenas permiten atisbar formas de intercambio sexual distintas, más libres, no estigmatizadas. En esa época había varios nombres para designar a las mujeres, siendo el más común ahuianime (del verbo ahuia, que significa alegrar), por lo cual Moreno de los Arcos (1966), siguiendo a Miguel León-Portilla (1964), las designa como alegradoras. Alfredo López Austin (1998) discrepa de tal traducción y, a su vez, señala que se trata simplemente de las alegres. Las prostitutas andan alegres por la calle y se enorgullecen de lucirse y embellecerse. Dávalos encuentra que las alegres contaban con un singular reconocimiento social y religioso, e igual que Moreno de los Arcos, se interroga sobre el término que alude a la puta honesta.5 Lo incomprensible para los cronistas españoles que intentaban registrar una cultura tan distinta era la existencia de una puta sin estigma. También los sorprendió que los indios no las tuvieran segregadas en barrios, calles o casas especiales y que se confundieran con las buenas mujeres. Todos los estudiosos afirman algo significativo: no había espacios especiales para la prostitución, ni casas específicas para su trabajo, cada mujer vivía donde le apetecía. Sahagún es quien trata con más extensión el asunto, describiendo con todo detalle a las prostitutas y sus actividades: “es andadora o andariega, callejera y placera, ándase paseando, buscando vicios, anda riéndose, nunca para y es de corazón desasosegada” (Sahagún, 1956: 129-130). Como no coincidían con sus valores culturales, las relaciones sexuales indígenas (distintas, abiertas, sin estigmas) les resultaron incomprensibles a los frailes, que resolvieron la contradicción censurándolas (consciente e inconscientemente) y eliminando las referencias a ellas, aunque algunas se les escaparon.

Con la llegada de los españoles, ante el arribo de una población principalmente masculina que había dejado a esposa o amante en España, se desarrolló muy pronto el modelo de comercio sexual hispano. La prostitución que se extendió en México y se practicó durante todo el periodo virreinal es parecida a la que se ejerció en los reinos hispánicos al final de la Edad Media: bajo el control de proxenetas o alcahuetas, con un limitado margen de acción de las mujeres (Atondo Rodríguez, 1992).

Carmen Nava (1990) consigna la autorización expresa de la corona española para la construcción de un burdel en 1524 y el permiso para una casa de mancebía en 1538. A través de las casas públicas oficiales, la corona española ejerció control sobre los burdeles. La práctica de una prostitución con rasgos domésticos, arraigada frecuentemente en el medio familiar, generó tolerancia y convivencia, pero las mujeres que se dedicaban a esta actividad dejaron de ser bien vistas, a diferencia de las alegres entre los antiguos mexicanos, y comenzaron a ser consideradas mujeres de la mala vida. Las mujeres públicas en los siglos XVI y XVII novohispanos contaban con la protección de proxenetas y alcahuetes, incluso podían ser su madre o su marido, quienes hacían las transacciones con los clientes, y su relación se extendía a lo largo de toda su vida. Esa variante doméstica del comercio sexual se transformó en el siglo XVIII ubicándose en las calles y las tabernas; así despuntaron formas distintas de establecer relaciones sexuales/mercantiles y apareció una nueva visión sobre el comercio sexual paralela a la entrada, en 1711, del término prostitución al lenguaje castellano que describe ese tipo de actividad que “se extiende a la calle, a las vinaterías y pulquerías, y que cobra una dimensión normal y permanente en la vida urbana” (Atondo Rodríguez, 1992).

Durante el siglo XIX, siguiendo el modelo jurídico francés de control sanitario, con sus discursos moralista e higienista, México reglamentó la prostitución (Núñez, 1996). En 1851 ya había un proyecto de decreto y reglamento sobre la prostitución que, durante el breve imperio de Maximiliano, se convirtió en un reglamento sobre control sanitario de las mujeres públicas. A partir de 1865, las prostitutas se inscribieron en un registro que incluía su nombre y fotografía, su lugar de origen, edad, domicilio, categoría (primera, segunda o tercera) su forma de trabajo (en prostíbulo o independiente), las enfermedades que padecían y sus cambios de estado civil. Esta disposición legal se complementó con el establecimiento de prostíbulos al cuidado de una matrona y con la encomienda de que el Hospital de San Juan de Dios6 las atendiera en exclusividad (Núñez, 1996). Este sistema reglamentarista abrió la puerta a coerciones, abusos y corruptelas por parte de las autoridades sanitarias y de la policía, por lo que en 1898 se emitió un nuevo reglamento para mejorar al original.

Núñez señala que a partir de ese momento la prostitución se empezó a ver como un problema social; es decir, dejó de percibirse como una actividad entre personas libres de relacionarse sexualmente, bajo reglas mínimas, como había sido en los siglos anteriores. Núñez describe una época en que las angustias en torno a la prostitución son marcadas por “abundantes reportes policiacos, ensayos higienistas, novelas, tesis médicas”; pero también detecta “el deseo de imponer una nueva moral social, con el fin de higienizar, regular y pulir las costumbres” (Núñez, 1996: 3).

Resulta plausible pensar que los acontecimientos del proceso revolucionario favorecieron el comercio sexual. Muchas mujeres quedaron desamparadas, viudas, huérfanas o como madres solteras, por lo que tuvieron que encontrar los medios para sostenerse económicamente y mantener a sus hijos o familiares mayores. Es probable que muchas trabajaran como prostitutas, la tabla de salvación tradicional. Otras simplemente se fueron a la bola y convivieron con sus hombres. Esta mayor actividad sexual trajo consigo un incremento de las enfermedades venéreas, por lo que se intentó un mayor control sanitario (Bliss, 1996).

La obsesión higienista prosiguió hasta el siglo XX, y en 1914 se estableció un nuevo Reglamento para el ejercicio de la prostitución en el D.F. El higienismo influyó en las políticas públicas y en el discurso político posrevolucionario.

En 1933 se estableció el Código Sanitario de los Estados Unidos Mexicanos, que ante el preocupante estado de la salud pública incluía un capítulo referente a la prostitución (sobre enfermedades de transmisión sexual, como la sífilis). Además, el gobierno de Lázaro Cárdenas decidió suscribir el convenio abolicionista impulsado por la Federación Abolicionista Internacional, que entró en vigor en 1940 (Bliss, 1996). Ese abolicionismo, distinto al de hoy, significó cancelar la intervención del Estado en el otorgamiento de permisos o inspección de las trabajadoras sexuales. Así, con la retirada del Estado del negocio, oficialmente se terminó el libro de registro de las trabajadoras y el control sanitario.7

Durante siglos, las trabajadoras sexuales fueron figuras típicas en nuestra ciudad. Ernesto P. Uruchurtu,8 el regente de hierro que gobernó durante 14 años (1952-1966), trató de desmantelar la zona roja del D.F., que incluía desde Cuauhtemotzin (que luego se llamó Fray Servando Teresa de Mier) hasta La Merced, incluyendo las calles 2 de Abril, Vizcaínas, San Juan de Letrán y Santa María la Redonda (actualmente Eje Central Lázaro Cárdenas). También clausuró las casas de citas, incluso las famosas: la de La Bandida, en la calle de Durango, y la de La Malinche, en la calle de Xola (Monsiváis, 1998).

En el sexenio de Echeverría las trabajadoras sexuales volvieron a las calles del D.F., y fue hasta mitad de la década de 1980 cuando éstas se organizaron para enfrentar las redadas policiacas. Su lucha logró el establecimiento de puntos tolerados, con el nombramiento de representantes autorizadas por Carlos Hank González, jefe del Departamento del Distrito Federal en el sexenio de López Portillo. Esto correspondió al primer reordenamiento del trabajo sexual en la vía pública en el D.F.

En 1977, a partir de la creación del Fideicomiso del Centro Histórico, la política urbana del gobierno del D.F. en asociación con los corporativos empresariales hizo de la gentrificación9 su eje de intervención e inició un proceso de limpieza urbana que afectaría a las trabajadoras callejeras. En 1988, la Asamblea de Representantes del D.F. modificó el Reglamento Gubernativo de Justicia Cívica para el Distrito Federal e incluyó la queja vecinal como elemento probatorio para detener a hombres y mujeres que ofrecieran servicios sexuales en la vía pública.

Justo al año siguiente, en 1989, entré en contacto con Claudia Colimoro y descubrí el mundo del trabajo sexual callejero. En ese entonces, había estado leyendo sobre la movilización y los procesos de organización de las prostitutas en otras partes del mundo, vinculados al nuevo feminismo de la década de 1970 (Jaget, 1977; Delacoste y Alexander, 1987; Bell, 1987, y Pheterson, 1989). Ese feminismo no sólo generó las condiciones para discutir el estatuto simbólico de la prostitución, sino que provocó que muchas de las trabajadoras sexuales que participaron en dichos procesos se asumieran como feministas. Margo St. James, la norteamericana considerada como precursora del movimiento internacional, dijo que para iniciar una organización para la defensa de los derechos de las prostitutas sólo se requería una hooker10 politizada, una feminista, un periodista y un abogado.11 St. James narró que su proceso de politización se dio entre 1970 y 1973, en California, con su participación en un grupo de autoconciencia del naciente movimiento de la liberación de la mujer. Cuando St. James cuestionó a las feministas de la National Organization for Women (NOW) sobre qué hacían a favor de las prostitutas, recibió como respuesta: “Tienen que ser las propias víctimas las que hablen. Ésa es la única manera de que las escuchen” (St. James, 1989: XVII). Aunque St. James sólo había trabajado cuatro años como prostituta, decidió asumirse como esa víctima, capaz de hablar en público. En 1972, junto con varias amas de casa, entre las que había lesbianas y hookers, fundó WHO (Whores, Housewives and Others) en Sausalito, California.

En 1973 buscó a los abogados, periodistas y policías que había conocido diez años antes, en San Francisco, y trató que algunas hookers se sumaran a su recién creada organización: COYOTE (Call Off Your Old Tired Ethics).12 Para iniciar su trabajo consiguió un donativo de cinco mil dólares de una iglesia,13 rentó una oficina barata que se convirtió en el punto focal de las trabajadoras sexuales y reunió información sobre la situación de las prostitutas, lo cual le resultó relativamente fácil porque la conocían en el ambiente.14

Un amigo, médico de la cárcel, le dio información sobre qué pasaba con las prostitutas detenidas: las mantenían en una especie de cuarentena forzada, hasta tener los resultados de los exámenes de las enfermedades venéreas. En 1974, St. James organizó una campaña para liberar a las mujeres de esa detención ilegal y ganó. COYOTE trabajó mucho, creció y se reprodujo en otras ciudades, aunque con otros nombres: CAT, PASSION, KITTY, OCELOT, PUMA, DOLPHIN, CUPIDS, PONY y PEP (Pheterson, 1989: 5).

Luego de su éxito en Estados Unidos, St. James se dio cuenta de que tenía que influir en el ámbito internacional. En 1975 asistió a una reunión de trabajo de la IFA (Federación Abolicionista Internacional, por sus siglas en inglés), una organización que originalmente solicitaba a los gobiernos que se retiraran del control del comercio sexual, pero que se transformó y cambió su objetivo hacia la erradicación de la prostitución. Ahí entró en contacto con Grisélidis Réal, una prostituta suiza, activista del movimiento de prostitutas en París. Ninguna de las dos había sido invitada formalmente a esta reunión, auspiciada por la UNESCO, pero ambas habían solicitado intervenir, y una abogada feminista con legitimidad en la IFA consiguió que fueran escuchadas. Durante esa visita a París, St. James y otra compañera de COYOTE se entrevistaron con Simone de Beauvoir para discutir la fundación de una organización internacional para defender los derechos de las prostitutas, iniciativa que cristalizaría años más tarde (Pheterson, 1989).

En 1974, en Francia, varios escándalos en torno a movimientos de prostitutas reivindicaban el derecho a defenderse de las tropelías de la policía y solicitaban protección ante los crímenes que habían estado ocurriendo (Jaget, 1977). Las prostitutas de Montparnasse y de Lyon se manifestaron en contra de la violencia de la policía y de la inseguridad, expresada en horribles asesinatos.15 Las prostitutas de Lyon redactaron un texto en el que denunciaron las agresiones sufridas, señalaron las dificultades que enfrentaban para desarrollar su trabajo y cuestionaron al Estado sobre su responsabilidad para garantizarles seguridad. El movimiento feminista las apoyó y con dicho respaldo decidieron participar en una emisión televisiva, iniciativa que no logró el impacto que ellas anhelaban: al contrario, desató una ola moralista de parte de las autoridades.

En junio de 1975, las mujeres de Lyon decidieron ocupar la iglesia de Saint-Bonaventure para dar a conocer sus demandas y así evitar las redadas policiacas. El día elegido, a las 9 de la mañana, cuando los periodistas y la policía rodeaban Saint-Bonaventure, más de un centenar de prostitutas invadieron la iglesia de Saint-Nizier. El párroco las apoyó y declaró que la represión no podía ser la solución al conflicto. Afuera, en la fachada, colgaron un letrero: “Nuestros hijos no quieren que sus madres vayan a la cárcel” (Jaget, 1977: 20). El objetivo mediático era aparecer en las primeras planas de los periódicos. Las mujeres de Lyon se dirigieron por escrito a la población y al presidente de Francia (en ese entonces Giscard D’Estaing), haciendo un dramático llamado: “Son madres las que os hablan. Mujeres que por sí solas tratan de educar a sus hijos lo mejor posible, y que hoy tienen miedo de perderlos. Sí, somos prostitutas, pero si nos prostituimos no es porque seamos unas viciosas: es el único medio que hemos encontrado para hacer frente a los problemas de la vida” (Jaget, 1977: 20).

La carta termina así:

Ni ellas ni nosotras iremos a la cárcel. La policía tendrá que masacrarnos para arrastrarnos hasta allí. Les opondremos una resistencia pasiva. Somos las víctimas de una política injusta. No pedimos que se defienda la prostitución, sino que comprendan que no tienen derecho a hacernos lo que nos hacen actualmente. Nunca nadie ha podido cambiar de vida recibiendo golpes de porra. Uníos a nosotras contra la injusticia que nos agobia. DESPUÉS PODREMOS DISCUTIR PARA SABER SI LA SOCIEDAD NECESITA LA PROSTITUCIÓN (Jaget, 1977: 20-21).

El llamado creó una red de apoyo impresionante. Todo tipo de personas les llevó comida, periódicos, ropa limpia. Mujeres no prostitutas, feministas y amas de casa, manifestaron su apoyo. Grupos de música y teatro llegaron para entretenerlas. La rebelión se propagó a otras regiones: en Marsella, Grenoble y Montpellier también ocuparon iglesias; en Toulouse hubo una huelga; en Saint-Étienne y Cannes hubo movilizaciones. En París, las chicas invadieron la capilla de Saint-Bernard, en Montparnasse; sin embargo, la policía, a puñetazos y patadas, arrastrándolas de los cabellos, las desalojó. El escándalo se volvió mayúsculo y se abrió una discusión pública respecto a la violencia policiaca. Con gran cobertura mediática, el movimiento cobró dimensión nacional. La prensa internacional consignó: “Las prostitutas de Francia ocupan las iglesias” (Jaget, 1977: 25).

Grisélidis Réal participó con las francesas en su lucha. Y, al regresar a su país, además de dar varias conferencias sobre lo ocurrido, reunió información y creó, en Ginebra, un Centro Internacional de Documentación sobre Prostitución. Meses después, Grisélidis coincidió con Margo St. James en la reunión convocada por la UNESCO (Pheterson, 1989: 6).

De 1975 a 1985 diversas organizaciones de prostitutas surgieron en Europa, casi siempre vinculadas a las feministas. En 1975, en Inglaterra, se formó el English Collective of Prostitutes; en 1980, en Berlín, Alemania, se integró Hydra, y pronto surgieron otros grupos.16 En 1982, en Italia, se fundó el Comitato per i Diritti Civili delle Prostitute; mientras que en Estados Unidos la organización feminista National Organization for Women formó un comité sobre derechos de las prostitutas. En ese mismo año, en Suiza surgió Aspasie, que aglutina prostitutas, feministas, abogadas y trabajadoras sociales; en 1983 se formó Anais, una organización exclusivamente de prostitutas. También en 1983, en Toronto, Canadá, se creó CORP (Canadian Organization for the Rights of Prostitutes); en Austria se fundó la Sociedad Austriaca de Prostitutas, un órgano con personalidad jurídica, partícipe en la discusión de las políticas respecto a la prostitución con las autoridades; en Suecia se creó el grupo o. En 1984, en Holanda se fundó De Rode Draad, un grupo exclusivamente para prostitutas (en oposición a De Roze Draad, que era para todas las mujeres).

Si bien hubo un consistente crecimiento del movimiento, no todos los intentos acabaron bien. Algunos esfuerzos fueron aplastados ferozmente, como en Tailandia; otros incluso cobraron víctimas, como en Irlanda, donde una prostituta que trató de organizar a sus compañeras fue asesinada (Levine y Madden, 1988).

Para mediados de la década de 1980, los grupos, ya conectados entre sí, realizaron foros y encuentros. En 1984, en Estados Unidos, se llevó a cabo el Women’s Forum on Prostitutes Rights. En 1985, en Ámsterdam, se realizó el Primer Congreso Mundial de Prostitutas y ahí mismo se fundó el International Committee on Prostitutes’ Rights (ICPR). El segundo congreso se llevó a cabo en Bruselas, en octubre de 1986.

En ese momento, en América Latina también despuntaron varias organizaciones de trabajadoras sexuales. El caso más temprano del que encontré referencia es la Asociación de Mujeres Trabajadoras Autónomas que surgió en 1982, en la provincia de El Oro, en Ecuador, el cual logró su estatus oficial en 1987 (Abad et al., 1998). En 1985, en Uruguay se creó la Asociación de Meretrices Profesionales del Uruguay (AMEPU), que obtuvo reconocimiento jurídico en 1988. En 1987, en Brasil, Gabriela Leite organizó el Primeiro Encontro Nacional de Prostitutas, con sede en Río de Janeiro, y en 1992 fundó Davida, una organización a favor de los derechos civiles y la salud de las prostitutas. A lo largo de los noventa surgieron más grupos organizados: en 1994 se conformó la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (AMMAR); en 1997, en República Dominicana, surgió el Movimiento de Mujeres Unidas (Modemu); y en Chile, la Fundación Margen. Finalmente, en San José, Costa Rica, se estableció la Red de Mujeres Trabajadoras Sexuales de Latinoamérica y el Caribe (RedTraSex), en la que actualmente participan organizaciones de trabajadoras sexuales de 15 países.

En México, en 1997, en Querétaro, se conformó la Organización Mujer Libertad. Y en 1998 las mujeres de 18 estados formaron la Red Mexicana de Trabajo Sexual, a partir de la cual se creó la Red Interestatal de Trabajo Sexual que une a los estados de Querétaro, Guanajuato, Michoacán y San Luis Potosí.

Mientras que en otros países el impacto del movimiento feminista fue lo que impulsó la organización política de las trabajadoras sexuales, en México un elemento fundamental fue la epidemia del sida. Carlos Monsiváis (1995) señaló que para las trabajadoras sexuales ganarse el sustento no sólo implicaba el estigma, sino que el VIH realmente afectó sus vidas y modificó sus opciones: “fue como dar un paso en el abismo”. La campaña de prevención del sida generó una conciencia distinta y, poco a poco, a partir de los trágicos contagios, se fueron transformando sustantivamente ciertas condiciones del ejercicio del trabajo sexual, como el uso del condón.

Hay que recordar que el primer caso de sida en México se diagnosticó en 1983, y dos años después se notificó el primer caso femenino (Uribe y Panebianco, 1997). En febrero de 1986 se creó el Comité para la Prevención y el Control del Sida, que luego se transformó en el Consejo Nacional de Prevención y Control del Sida (Conasida).17 En noviembre de 1987 salió al aire la primera campaña en medios masivos de comunicación (Rico et al., 1995). En ese tiempo la información sobre la epidemia era muy escasa y, por lo común, equivocada. Además, muchísimas trabajadoras sexuales pensaban que el sida era un mito del gobierno para cerrar sus fuentes de trabajo.

En 1987, Enrique Jackson, que en ese momento era el titular de la Delegación Cuauhtémoc, mandó un citatorio a todos los denominados giros negros (bares, casas de citas, estéticas, baños públicos) para presentarse en la Dirección de Policía y Tránsito, en las instalaciones de Fray Servando. En un auditorio repleto, cientos de asistentes llenaron un cuestionario con los datos del negocio al que representaban, la dirección, su nombre y el puesto que tenían. Jackson explicó que tenían perfectamente ubicados a los giros negros, pero que no los clausurarían: el objetivo era que escucharan una plática sobre el sida en la que participaron el entonces director de Conasida, Jaime Sepúlveda Amor; la coordinadora de comunicación, Gloria Ornelas; y María Antonieta, una mujer joven que adquirió sida trabajando en la prostitución. La plática fue impactante para todos los asistentes. Algunos encargados de los giros negros, que consideraban que la información sobre el sida era un recurso del gobierno para obtener fondos, tenían permitido (por los dueños de los establecimientos) dar un donativo económico, pero se llevaron una sorpresa cuando las autoridades no lo aceptaron. En esa reunión solamente había representantes de giros negros, no había trabajadoras de la vía pública, pero a partir de entonces, las trabajadoras sexuales tuvieron la inquietud sobre la epidemia, y empezó la zozobra por saber si estaban infectadas.

Desde la prohibición de Uruchurtu a las casas de citas y burdeles, y con la amenaza del lenocinio, el comercio sexual callejero daba servicio en hoteles. Con la campaña de prevención contra el sida los hoteles se convirtieron en lugares que propiciaron el uso del condón. El gobierno decidió que cada una de las habitaciones de los hoteles debía tener un mínimo de dos condones. En los bares, en las estéticas y en los baños públicos los condones tenían que estar a la vista y debían ser gratuitos. En el cuestionario, los representantes de los establecimientos debían especificar la cantidad de condones que solicitarían mensualmente. En la actualidad, debido a la campaña neoabolicionista, la presencia de condones en cabarets, antros y hoteles se ha convertido en un indicio de trata.18

El impacto de ver a María Antonieta, la chica infectada, eliminó la creencia de que el sida era una mentira del gobierno y, finalmente, la conciencia del peligro se instaló. Conasida estableció un espacio en el Centro de Salud de la colonia Portales (en la misma calle donde vivía Monsiváis: San Simón) para que toda la población se realizara análisis rutinariamente. En otros espacios se daban pláticas sobre el sida, para que todas las trabajadoras se sensibilizaran; además, en la Quinta Alicia se les otorgaba la credencial de Promotora de sexo seguro a aquellas cuyos análisis fueron favorables y aceptaban promover el uso del condón. Precisamente en este Centro de Salud, la doctora Patricia Uribe conoció a Claudia Colimoro y la invitó al I Encuentro Nacional de Sida y Participación Social, que se llevó a cabo en 1989, en el Hotel Presidente de la Ciudad de México. Ahí fue donde la vi por primera vez.

Jaimito