PRÓLOGO
ERASMO Y EL ELOGIO DE LA LOCURA
Hay momentos en la historia de la humanidad que marcan el fin de una época y el principio de otra. Son instantes en que las viejas concepciones de la vida, del ser humano y del mundo cambian, y por lo mismo todo se vuelve dudoso. Las normas hasta entonces conocidas se tornan maleables, las antiguas autoridades caen por tierra, y todo parece entrar en una profunda crisis. Pero al mismo tiempo, es en esas ocasiones cuando suele desatarse una especie de fiebre espiritual que responde al más profundo deseo de saber y de comprender el mundo en que se vive. Y por lo mismo son épocas en las que a un descubrimiento sigue otro, los cambios se retroalimentan entre sí, y la consecuencia inevitable es, por supuesto, una violenta transformación del espíritu humano.
Uno de esos momentos es el paso del siglo XV al XVI, y es precisamente la época en que vivió Erasmo de Rotterdam: los treinta últimos años del siglo XV y los treinta primeros del XVI. Su pensamiento, pues, surge de una época de constantes cambios y, como veremos, él será responsable de algunos de ellos. Ubiquémonos en esa época en la que a un descubrimiento fundamental le seguía otro: en 1486 Bartolomé Díaz es el primer europeo que logra llegar hasta el cabo de Buena Esperanza; seis años después, en 1492, Cristóbal Colón llega a las Antillas. Seguro nos resulta inimaginable lo que implicaron para el pensamiento de aquella época estos hechos. Después de milenios, comenzaba a sospecharse la inaudita verdad de que la tierra no era plana. Hacia 1522 Magallanes se convierte en el primer hombre en comprobar este hecho al circunnavegar el planeta. Fue así como del orden del mundo plano, hubo que pasar a la idea de una tierra esférica, navegable. Aquellos misterios incognoscibles que se encontraban más allá de los límites del mar, aparecían ahora como meras supersticiones y en su lugar surgía una tierra y un planeta cognoscible.
Casi al mismo tiempo que se cambiaban las cartas geográficas de la Tierra, surgían los Colones y Magallanes del espacio: Copérnico llevaba a cabo sus descubrimientos de otros mares, aún más lejanos que aquellos descubiertos por Colón. El mar del universo, a través del estudio de los astros, traería la noticia de que nuestro planeta no es el centro de un sistema, y mucho menos lo es del espacio. El sistema copernicano situaría al sol en el centro de un sistema que hoy conocemos como solar. Los nuevos descubridores del espacio nos harían ver que la Tierra no sólo era redonda, sino que giraba —junto con otros planetas— alrededor del sol. Imaginemos lo difícil que debió de haber sido aceptar estas ideas para el hombre que vivía de acuerdo con el sistema geocéntrico ptolemaico, ante el cual el propio planeta dejó de ser el centro, para pasar a ser uno más entre miles.
Por su parte, el mundo del arte vive momentos en los cuales se pronuncian con respeto los nombres de Durero, Rafael, Leonardo, Miguel Ángel. Todos ellos artistas que humanizan la belleza, y a la vez dignifican el ámbito humano. Ese mundo de descubrimientos, de cultura y de despertar del ser humano, entró en interacción gracias a un golpe genial que potenció estos cambios y ese ambiente. Las buenas nuevas, la información sobre los descubrimientos y, en general, los hechos y la cultura humana, se comenzaron a dejar sentir de una manera inaudita y se difundieron con una rapidez nunca antes vista gracias a un invento fundamental, que estará presente a lo largo de la vida de Erasmo: la imprenta. En efecto, Johann Gutenberg consolida su invento a mediados del siglo XV, e inmediatamente comienzan a circular las primeras obras producidas por este medio. A partir de entonces la difusión del pensamiento, el arte y los descubrimientos, estaría más cerca no sólo del mundo de los filósofos y científicos, sino de un sector cada vez más vasto de lectores. El paso del siglo XV al XVI implica, por tanto, un profundo impacto. Pero junto a Cólon, Magallanes, Copérnico o Gutenbreg, existieron también los grandes descubridores y transformadores del alma humana: Pico della Mirandola escribe hacia esta época su Discurso sobre la dignidad humana, en el que otorga al ser humano tanto la capacidad como la obligación de ser lo suficientemente noble para responder a la alta misión de llegar a comprender la unidad del cosmos en su divinidad. Se trata del momento en que el ser humano busca renacer de la Edad Media. Entre las grandes voces que se escucharían con reverencia y a veces hasta con miedo, se encuentran sin lugar a dudas las de Tomás Moro, Martín Lutero y Erasmo de Rotterdam; estos tres nombres estarían relacionados en más de un sentido durante sus vidas, y permanecerán entrelazados también para la posteridad.
Erasmo de Rotterdam nació entre 1466 y 1469, de la relación entre un sacerdote y una mujer de Gouda (población cercana a Rotterdam). Aunque hoy nos resulte extraño, recordemos que los hijos de sacerdotes no eran rareza alguna en aquella época. Se ha llegado a calcular que aproximadamente veinticinco por ciento de los sacerdotes de aquellos tiempos vivía con una mujer. De cualquier manera, nunca sabremos cuánto pudo marcar este hecho a Erasmo, ya que es poco lo que se sabe de la primera etapa de su vida. Los primeros datos fidedignos que tenemos nos remiten a un Erasmo de veintiún años, que ingresa al convento de los agustinos en Steyn, donde encontró la mejor biblioteca clásica del país. Cinco años más tarde, se ordenó sacerdote. Fue, sin embargo, un sacerdote singular, de hecho al conocer su vida, cuesta trabajo imaginarlo como tal. Por siempre Erasmo se negó a usar los hábitos propios de su orden, y por medio de hábiles pretextos logró una existencia llena de libertad y amplitud envidiable no sólo para sus correligionarios, sino para cualquier ser humano de cualquier época.
Su vida hasta antes de los cincuenta años no fue fácil; particularmente antes de los cuarenta sufrió de pobreza extrema. Muchas veces requirió de la generosidad de los demás, e incluso no objetó la mendicidad. Y, sin embargo, después de los cincuenta alcanzó fama y gloria: los mismos príncipes lo respetaban, los ricos se enorgullecían de hacerle regalos, los papas y los políticos le suplicaban unas líneas a su favor, y decenas de universidades deseaban contar con él para sus cátedras. Por supuesto, también los grandes reformadores lucharían por tenerlo entre sus seguidores, lo cual, como veremos, no fue benéfico en ningún sentido para este hombre libertario, que lo último que deseaba era convertirse en un seguidor de alguien o de algo. En su momento llegó a ser tal la fama de Erasmo, que podemos decir que ningún otro nombre —ni siquiera el de Leonardo o Miguel Ángel— era pronunciado con igual respeto por sus contemporáneos: Erasmo llegó a significar, para el recién nacido siglo XVI, la suma de la sabiduría, la autoridad indiscutible en cuestiones científicas, literarias, seculares y espirituales.
Y, sin embargo, este “Doctor universalis, príncipe de las ciencias y luz del mundo” —como se le llegó a llamar— eligió ser corrector de pruebas en una imprenta, o mayordomo y educador de niños ricos, o simplemente refugiarse en casas de amigos que lo mantuvieran por un tiempo: Erasmo fue un nómada toda su vida. Y tal vez gracias a ello conservó la libertad indispensable para escribir sus obras, en las cuales se refleja la vida y las costumbres no de una ciudad, sino de la Europa del cambio. En sus escritos se percibe la Europa revolucionaria del siglo XVI: Holanda, Inglaterra, Suiza, Italia y Alemania aparecen en las páginas de este sabio viajero, a veces pobre y nunca rico, siempre libre y amante de la vida. Y siempre cauteloso. ¿Habría otra forma de ser para los pensadores de aquellos tiempos? Recordemos que se trata de una época de violencia extrema, en la cual aquel que quería hablar, ser escuchado, y no ser quemado vivo por la Inquisición, no tenía más alternativa que ser sumamente cuidadoso, escribir con máscaras, y no adherirse a ninguna ideología politizada; cuidar forma y contenido tanto en sus escritos como en sus acciones.
Esta necesidad de cautela y libertad, llevó a Erasmo a viajar de manera constante, a cambiar su residencia de una ciudad a otra durante toda su existencia. Erasmo es realmente el ejemplo de un ciudadano del mundo, de alguien contrario a cualquier fanatismo nacionalista. Pero de entre los numerosos viajes de este gran nómada, vayamos a uno que para nosotros tiene un interés fundamental: su viaje a Inglaterra. Como lo ha dicho Stefan Zweig, en Inglaterra Erasmo se cura de la Edad Media y avanza hacia el Renacimiento. En Inglaterra surge con más fuerza el erudito del gran saber de la mano del agudo e irónico crítico de la época. Fue en el camino a Inglaterra que Erasmo concibió su Elogio de la locura. Este viaje lo inició hacia 1509; al cruzar por los Alpes rumbo a Inglaterra cobijaba el deseo de reunirse con su querido amigo Tomás Moro, y dejar Italia atrás. En ella había asistido a la plena decadencia religiosa de la Iglesia: le había tocado ver al papa Julio rodeado por sus guerreros, así como a los obispos que vivían a todo lujo y licencia, obispos que en nada recordaban la pobreza apostólica. Había presenciado también un furor bíblico verdaderamente criminal por parte de los príncipes italianos, que luchaban unos contra otros sin cesar. Camino a Inglaterra parecía dejar eso atrás; el erudito, montado a caballo, buscaba aire libre mientras pensaba en los amigos que pronto volvería a ver, particularmente en Tomás Moro, el amigo más amado de Erasmo. Y al pensar en Moro, decidió hacerle una broma, y pasar un momento de diversión, pues como él mismo lo explicó, “si a todos los humanos concedemos su derecho a divertirse, sería verdaderamente injusto negárselo a los estudiosos”.
Así es como en su recorrido por los Alpes planea componer una obra que, bajo la apariencia de broma, tratara asuntos trascendentales de la vida. El resultado es el libro que ahora el lector se apresta a leer: El elogio de la locura. En ningún otro texto de Erasmo encontramos tal maestría, en la que van de la mano el erudito y el satírico crítico de la cultura. Este libro es el más célebre de este pensador, y es también el que mejor ha resistido el paso del tiempo, de manera que a casi cinco siglos de su composición, seguimos buscándolo, leyéndolo, y aprendiendo de él. Sólo alguien que fue pobre, que sufrió la miseria y tuvo que suplicar ante las puertas de los poderosos, podría haber escrito una obra como ésta, en la que se desnuda la insania de la ambición humana y el sufrimiento de las injusticias que esa locura hace pasar al oprimido. Pero sólo un genio como él puede aliviar con la risa, transfigurar todo ese dolor en una sátira, en una mofa perfectamente estructurada: en risa que cura. Podríamos decir que en Erasmo el resentimiento se vuelve creador; él no permite que toda su frustración y rencor corroan su cuerpo y su alma; en lugar de rumiar su impotencia, logra escribir una obra en la que muestra al mundo el absurdo orden moral de la vida.
Escribió el Elogio de la locura apenas hubo llegado a Inglaterra. Ahí Erasmo se refugió en la casa de campo de Tomás Moro, en la cual inició de inmediato la escritura de esta breve sátira, con la idea de proporcionar un poco de entretenimiento a aquellos que lo habían recibido, y particularmente en honor de Tomás Moro. La obra se presenta, sin embargo, con un genial disfraz: para decir todas las desagradables verdades que hay que decirles a los poderosos de la tierra, Erasmo no habla por sí mismo, es la Stultitiae, dau la locura, quien da una cátedra apologética sobre sí misma. De manera que no encontramos descaradamente la propia opinión de Erasmo; es la locura la que habla de sí, haciendo su propia defensa, ¿quién más podría llevarla a cabo? Quien diga que todo eso es falso, cuenta con el asentimiento del propio autor: es la locura quien ha hablado, y Erasmo podrá decir: “No lo he dicho yo, sino la dama Estulticia, y ¿quién tomará en serio los discursos de los locos?”. Es, pues, una broma, pero para los que saben leer entre líneas se encuentra la más terrible crítica a la sociedad del siglo XVI. En la época de la Inquisición, era del todo necesario para los espíritus libres utilizar una especie de coartada, de tal manera que no pudieran ser acusados de blasfemia. Por todo lo anterior encontramos en este libro seriedad y broma, verdad y exageración, sabiduría y burla. Desde el inicio de la obra aparecerán mezclados estos ingredientes, cuando la señora Estulticia aparece con toga de sabio y caperuza de bufón (tal y como la dibujó Holbein), y asciende a la cátedra a pronunciar un discurso de alabanza en su propio honor.
¿Quién es esta señora cuyo nombre tan fácilmente se ha traducido por “locura” en la lengua hispana? Para comprender al único personaje de esta sátira, recordemos que ya desdelos antiguos griegos existía la distinción entre la locura que era la manía del delirio, del entusiasmo o éxtasis, y la locura como moría, como idiotez, como mera tontería o estupidez. Los griegos distinguían, en efecto, entre la manía y la moría. Cuando hablaban de la relación de la obra de arte con el delirio o la locura, se referían por supuesto a la manía: la locura o manía poética fue considerada por muchos pensadores no como una locura cualquiera, ni como una alteración patológica, sino como una manía divina. Esta era la locura propia del artista y del genio creador, sin la cual no es posible inspiración alguna. La moría, en cambio, con llevó siempre la idea de las implicidad, de la tontería, y hasta de la mera idiotez. Es con esta última idea de locura que podemos relacionar el encomium moríae de Erasmo. De hecho él mismo así lo supone cuando cuenta cómo surge esta idea. Mientras al cabalgar por los Alpes meditaba acerca del amigo que al llegar a Inglaterra volvería a ver, cayó de repente en cuenta de la similitud existente entre el apellido de Moro, y la palabra moría. El Elogio a la locura, pues, aparece dedicado a Tomás Moro, y habla de la locura como moría. Hay quien en esto último ha querido ver aun Erasmo que propone la simplicidad como forma de vida. Según esta idea, el pensador estaría a favor de la locura como moría; estaría proponiendo alejarse del mundo de las complicaciones de los teólogos doctos con la finalidad de lograr asumir una existencia más simple y natural. Pero reducir el Elogio a la locura a esta interpretación es hacerle una profunda injusticia. La simpleza, la estulticia, era el disfraz de la obra, pero su verdadera pretensión era ante todo desnudar el mundo gobernado por auténticos locos: acusa a los hombres poderosos de las locuras que cometen, nos llama a darnos cuenta de que todo está gobernado por locos en el peor sentido de la palabra. Y por ello el Elogio a la locura no es una propuesta para recuperar la simplicidad de la vida, sino una crítica a lo que verdaderamente encontramos detrás de las acciones humanas: detrás de lo que habitualmente consideramos bueno, santo, o sabio, se encuentra la insensatez, la estupidez, la moría alimentada por la embriaguez y la impericia. Ella está detrás de todas las relaciones sociales y personales, ella y la terrible cohorte que la acompañan: el Amor propio, la Adulación, el Olvido, la Pereza, la Voluptuosidad, la Demencia, la Molicie, y también están presentes en el cortejo Como (el genio de los banquetes) y Morfeo (el genio del sueño). Es con la ayuda de estos servidores que la Estulticia, la locura, reina en el mundo. Locura es, pues, dejarse llevar por la ira, el engaño y la pereza; locura es el olvido, la voluptuosidad y la demencia, y es caer en la mera adulación, como lo hacen los retóricos y los charlatanes, los filósofos, las esposas, los escolásticos, los sabios juristas, los enamorados, en fin: se trata de toda una galería de locuras y necedades humanas.
Sin embargo, podríamos decir que es necesaria una doble lectura de esta obra: por un lado se arrancan las más caras, se denuncia el verdadero móvil de las acciones humanas. Es el aspecto de la locura como moría, es la denuncia de que detrás de todo móvil realmente se encuentra la locura. Pero, por otro lado, el mismo Erasmo es un hombre razonable, poco apasionado, que revalora otro tipo de locura: la locura como manía necesaria para que el ser humano lleve a cabo cualquier acto creativo. Y por lo mismo tiene que ser trabajo del lector atento, el distinguir cuándo Erasmo critica y cuándo valora, cuándo aparece la moría y cuándo la manía. Y es que no debemos olvidar la advertencia que el mismo Erasmo hace al anunciar el tema a tratar: se trata del discurso de un sofista, y, como tal, debe de ser leído con cuidado. Porque la locura de la que se nos habla abarca desde la crítica a los estultos y simples, o la denuncia de los idiotas que se dejan guiar por las pasiones, hasta el reconocimiento de ese tipo de locura, propio del manantial sagrado donde fluye la vida con más verdad.
Por todo lo anterior, el lector tiene que estar atento también a esos momentos en que la Estulticia misma parece abandonar el papel de la loca de la casa, para hablar con claridad absoluta en su demanda por la reforma del mundo: bajo el birrete del bufón, aparece el crítico implacable que denuncia la corrupción de la Iglesia romana. Nos hace ver, entonces, que Cristo predicó la paciencia y el desprecio de los bienes terrenales; pedía hombres sin bien alguno, que portaran tan sólo la espada del espíritu para penetrar las almas. Y no es eso lo que se encuentra en la Iglesia romana, que se dice así misma cristiana. Por aquella época todo peregrino alemán que visitaba Roma regresaba a su patria extrañado, confundido y amargado. ¿Dónde estaban aquellos líderes espirituales que los fieles requerían? Los papas y cardenales vivían en la más absoluta voluptuosidad e inmoralidad, valiéndose de sus cargos para enriquecerse y gozar de los placeres menos espirituales en que se pudiera pensar. En tal sentido, este Elogio a la locura fue uno de los textos más peligrosos de la época, una verdadera explosión que abrió el camino a la reforma de la Iglesia llevada a cabo por Martín Lutero. Es por eso que el libro es ambiguo, esto es un recurso para sobre vivir a la Inquisición, que pagaba con la hoguera a todo aquel que hablara demasiado alto.
Erasmo, pues, es sumamente precavido. Pero ¿se trata solamente de eso, de una crítica a través de la apología de la locura? Nada más lejano del espíritu erasmiano que la mera negación o la estéril crítica. Cuando muestra los aspectos censurables, por contraposición demanda el renacimiento de otros que sean propios de la religión del nazareno. No emite juicios tajantes sobre lo que debe y lo que no debe hacer la Iglesia: Erasmo no es Lutero ni Calvino. El simplemente critica lo que considera que se ha apartado del camino del buen cristiano, al acentuar que la observancia de las normas externas no garantiza nada en absoluto. Le interesa hacer comprender a la gente que es sólo el ámbito de la interioridad humana lo que puede hacer que una acción brille o no. El culto a los santos, los rezos y las peregrinaciones no representan nada junto a lo que en verdad importa: la calidad del alma que se refleja a través de la conducta humana. El que realmente busca calidad humana no colecciona huesos de los santos ni peregrina hacia sus tumbas, más bien extrae de la vida de los santos una lección que aplica a la propia vida. Con esto se perfila una separación entre el auténtico cristianismo y el ámbito de lo puramente eclesiástico. La piedad, la sabiduría y la moralidad son, para este sabio, las formas más elevadas de la humanidad, y no el mero seguimiento de rituales estériles.
Y por eso se considera que con este libro Erasmo abre el camino hacia la reforma de la Iglesia que él mismo no pretendía. Con él ocurrió lo que suele pasar cuando un gran hombre es capaz de exponer los problemas decisivos de su época: a su alrededor se reunió una comunidad. En él se concentró toda la fuerza, el coraje, la esperanza y la impaciencia por una nueva moral que elevara a la humanidad por encima de la corrupción reinante en la Iglesia romana. Su nombre tenía tal aura hacia el siglo XVI, que él mismo podría haberla aprovechado para llevar a cabo una acción reformadora. Pero nunca quiso hacerlo. Erasmo no quería dividir a la Iglesia, lo que deseaba era hacerla renacer, acercar la a los viejos valores del auténtico cristianismo bíblico, del cual se encontraba tan alejada. La reforma pues no será llevada a cabo por Erasmo; será Martín Lutero el que aproveche el camino por él trazado y la realice. Este último fue el gran admirador y el gran adversario de Erasmo de Rotterdam.
Lutero nunca le perdonó el no haberse adherido a su causa, y menos le perdonó que se le haya opuesto, que haya declarado públicamente —como en su momento lo hizo Erasmo— sus diferencias. El violento reformador no escatimó los insultos y las burlas al gran humanista. En medio del griterío desatado por Lutero, Erasmo huyó de Lovaina a Basilea, de Basilea a Freiburg, buscando un lugar en donde las disputas por el poder de la Iglesia lo dejaran vivir y trabajar en paz. Tal vez Erasmo es un vivo ejemplo de lo que sucede a los verdaderos amantes de la libertad; nunca complacen a nadie, o, dicho en las hermosas palabras de Zweig: “Para el espíritu libre e independiente, que ni quiere atarse por ningún dogmani decidirse por ningún partido, en ninguna parte hay un hogar sobre la tierra”. Todo esto, ha de tener lo presente aquel que se acerque a El elogio de la locura. Este escrito queda como una de las obras clave de quien fuera el gran humanista, el hombre que prefirió la ética a la diplomacia, la reflexión al arranque de la ira, la capacidad de pensar y dialogar a la brutalidad de la acción. Cada vez que en el mundo triunfa la sensatez, la hermandad y los ideales de solidaridad entre los individuos o entre las naciones, triunfa Erasmo. Y cada vez que en el mundo triunfe el fanatismo, la fuerza bruta y la sinrazón, vuelve a derrotarse a Erasmo de Rotterdam, uno de los más grandes renacentistas de todos los tiempos.
Paulina Rivero Weber
ERASMO DE ROTTERDAM
A SU AMIGO TOMÁS MORO
Salud
Cuando ha poco hice mi viaje de Italia a Inglaterra, y con el fin de no malgastar en conversaciones indoctas y baldías todo el tiempo que tuve que ir a caballo, me daba algunas veces a pensar en nuestros comunes estudios y a complacerme con el recuerdo de los amigos entrañables y sapientísimos que dejé en esa tierra, de entre los cuales, eras tú, querido Moro, el primero que acudía siempre a mi memoria. Tal recuerdo, no me deleitaba menos en la ausencia de lo que acostumbra a deleitarme tu compañía, que es la cosa del mundo, y bien puedo asegurarlo, que me produce más íntimo contento, pero, en fin, como había que ocuparse en algo más que en los recuerdos, y la ocasión era poco acomodada para las profundas meditaciones, me vino a las mientes hacer un Elogio de la estulticia.
Ya te estoy oyendo decir: ¿Qué Minerva te metió en esos trotes? En primer lugar —te contestaré—, la idea me la inspiró tu apellido, que es tan semejante a la palabra Moria(Μωρία), como completamente ajeno a su significado es el que lo lleva, quien, según pública opinión, no puede estar más lejos de tal concepto. En segundo término, presumí que este pasatiempo iba a ser muy de tu agrado, pues sueles gustar mucho de ese género de donaires que no son indoctos, ni pérfidos, ni absolutamente insulsos, y, en cierto modo, ves las cosas de la vida con el espíritu de Demócrito, y aun cuando tú, sin ninguna duda por la perspicacia de tu ingenio, estás, de ordinario, muy distante del vulgo, sin embargo, gracias a la increíble dulzura y afabilidad de tu condición con todos te avienes, con todos tratas, con todos te llevas bien y con todos te diviertes.
Así, pues, no sólo has de recibir con benevolencia este discursillo y como en prenda del buen recuerdo de tu amigo, sino que, además, debes tomarlo bajo tu protección, pues desde el punto en que te lo dedico, es ya tuyo y no mío.
Porque, claro está que no han de faltar criticastros que lo censuren, diciendo, de un lado, que es una vana frivolidad impropia de un teólogo, y, de otro, que su carácter mordaz no se cohonesta con la humildad cristiana; y aun se me acusará también de haber pretendido resucitar la comedia antigua y el estilo de Luciano y de valerme de la ocasión para arremeter contra todos. Pero los que tachen mi obra de ligera y de burlesca, piensen en que yo no soy el inventor del género y en que no he hecho otra cosa que seguir el camino que trazaron desde antiguo famosísimos autores, pues, ha ya muchos siglos, Homero cantó las guerras de las ranas y los ratones en la Batracomiomaquia; Virgilio, a los mosquitos y al almodrote; Ovidio, a las nueces; Policrato, alabó a Busiris, así como Isócrates lo fustigó; Glauco hizo el elogio de la injusticia; Favorino, el de Tersites y el de las cuartanas; Sinesio, el de la calvicie; Luciano, el de las moscas y el de los parásitos; Séneca, la emprendió con la apoteosis de Claudio; Plutarco escribió el diálogo de Gryllo y Ulises; Luciano y Apuleyo celebraron al asno, y no sé quién redactó el testamento de un cochinillo, llamado Grunio Corocota, que cita san Jerónimo.
Por tanto, si les place, pónganme los críticos en caricatura y represéntenme matando el tiempo en el juego del ajedrez o, si lo prefieren, montado en un palo; pero siempre resultará altamente injusto que, reconociéndose a todos el derecho a divertirse, no se consienta ningún solaz a los que se dedican al estudio, intransigencia que sube de punto cuando componen algunas de esas obras en las que se habla de asuntos trascendentales, y que, aunque tratados en broma, quizá reporten más provecho al lector que no sea completamente romo, que ciertas severas y aparatosas disertaciones, como son aquéllas en que se hace el elogio de la retórica o el de la filosofía con una oración zurcida de retazos de varios autores, o la alabanza de un príncipe de tres al cuarto, o se exhorta a mover la guerra al turco, o se pronostica el porvenir, o se levanta un caramillo de dos mil demonios sobre cosas que a nadie le importan un ochavo.