PRÓLOGO
EDMUNDO DE AMICIS EN EL CORAZÓN DE LOS LECTORES
La casi totalidad de la hoy menguante fama de Edmundo de Amicis (1846-1908) es obra de una novela, Corazón. Diario de un niño, que durante mucho tiempo fue la lectura más popular en el mundo y que, luego, con el advenimiento de la época contemporánea y conforme se fueron perdiendo los valores que el novelista exaltó, se fue disipando también la inocente sinceridad de lección amable que tanto influyó en la vida de múltiples generaciones hacia el fin del XIX y una buena parte del siglo XX.
Edmundo de Amicis fue compatriota y contemporáneo de algunos importantes escritores italianos, entre ellos Giosuè Carducci (1835-1907), que recibió el premio Nobel de literatura en 1906; Giovanni Verga (1840-1922), máximo representante del verismo; y Antonio Fogazzaro (1842-1911), quien ganó celebridad por sus novelas que merecieron ser incluidas, en 1905, en el índice condenatorio de la Iglesia católica. Sin embargo, en la historia decantada de la literatura italiana y de las letras universales del siglo XIX, De Amicis ha pasado de ser un gran escritor popular a convertirse, por obra de un injusto desdén extemporáneo, en un autor decadente para lectores nostálgicos poco exigentes.
Si bien es cierto que, en su tiempo, la popularidad de De Amicis no sólo se debió a Corazón, sino también a otros libros, lo innegable es que fue esta obra la que le abrió las puertas de la celebridad, puesto que muy pronto estuvo traducido a todas las lenguas de Europa y, con el paso del tiempo, a la mayor parte de las lenguas cultas del mundo. A pesar de esta universalidad decidida por los lectores, una buena parte del medio intelectual tanto de Italia como de otros países lo recibió siempre con la sospecha de que su vasto público se conformaba con demasiado poco.
En una gran literatura, como lo es la italiana, llena de figuras decisivas (Cavalcanti, Dante, Petrarca, Sannazaro, Bembo, Ariosto, Maquiavelo, Guicciardini, Aretino, Tasso, Foscolo, Leopardi, Manzoni, D’Annunzio, Pirandello, Svevo, Ungaretti, Savinio, etcétera), Edmundo de Amicis parecería más bien un escritor muy menor, más aún si lo juzgamos a la luz (o a las penumbras) de las historias cultas de la literatura donde sus autores se han encargado de infravalorarlo atribuyéndole el sentimentalismo como el más grave pecado sin remisión.
En esa gran literatura italiana, Carlo Collodi (1826-1890), el célebre autor de Las aventuras de Pinocho, y Edmundo de Amicis, con Corazón, constituyen una muy selecta minoría de autores apreciados por sus lectores y despreciados por los críticos. Y cuando no despreciados, sí al menos difuminados, desvaídos, en las páginas donde se da cuenta de la grandeza espiritual de la literatura. Con demasiada facilidad se les ha encasillado en las letras menudas para el público infantil, cancelándose así, cómodamente, la reflexión en torno de manifestaciones literarias con un alto grado de interés por lo que toca a la seducción de leer.
Aunque, ciertamente, De Amicis nunca negó este carácter de su obra (en mayo de 1886 le escribió a su editor: “He terminado mi libro para niños y no quiero retardarme en anunciártelo”), lo cierto es que, más allá de dicha categorización arbitraria, la obra maestra de este autor italiano llegó, y sigue llegando, a un público mucho más amplio y vasto, en todo el mundo, que el constituido exclusivamente por los niños, los adolescentes y los jóvenes.
Por lo demás, en la formación intelectual de De Amicis resplandece, como modelo insigne, la obra de Alessandro Manzoni (1785-1873), el célebre autor de Los novios (1827), obra cumbre de las letras italianas, y a quien el autor de Corazón conoció en Milán en 1866, manifestándole su admiración y declarándose “manzoniano” desde la infancia, pues la madre de De Amicis solía leer a sus hijos las obras de Manzoni y, de hecho, esta práctica resultó fundamental para que uno de sus hijos descubriera su inclinación literaria.
Nacido en Oneglia, el 31 de octubre de 1846, y muerto en Bordighera, el 12 de marzo de 1908, De Amicis fue militar de carrera y luego de participar en una que otra batalla, se entregó con entusiasmo a la tarea de escribir sin que otra tarea le brindara mayor satisfacción. Con los relatos casi autobiográficos de La vida militar (1868) inició su carrera literaria y ahí planteó, de hecho, las características de su estilo: una acentuada tendencia al sentimentalismo y un deseo deliberado de explorar el ámbito familiar, con un realismo sincero y muy lejos de la fantasía exacerbada.
Movido por el éxito de La vida militar publicaría después su volumen Novelas cortas (1872), y luego una serie de libros de viaje en cuyos relatos supo combinar armónicamente lo documental y lo literario: España (1873), Holanda (1874), Marruecos (1876) y Constantinopla (1878).
En 1883 publicó Los amigos, pero su estilo alcanzó su expresión más completa en Corazón. Diario de un niño, publicado en 1886, y el cual ya no pudo superar pese a que lo intentó en La novela de un maestro (1890), La maestrita de los obreros (1895) y El coche de todos (1898), que ya desde los títulos mismos mostraban su aspiración de continuar con aquel tono amable y limpio que alcanzó en Corazón.
No sin un dejo de desdén, una especie de crítica intelectualista y antiemotiva ha coincidido en afirmar que el autor de Corazón fue el escritor de aquel gran público para el cual resultaban difícilmente comprensibles el tono de Carducci y los refinamientos de D’Annunzio. Y a la brusquedad de dicho juicio se añade un colofón cuyo propósito es probar lo dicho: que su fama póstuma se ha visto perjudicada por el decisivo cambio de gusto que tuvo lugar en los primeros años del siglo XX.
Pero Corazón. Diario de un niño que tuvo su mayor auge en la Europa de los últimos años del XIX y en los primeros del XX, siguió interesando mucho después, y aun más allá de la primera mitad del siglo XX, en otras partes del mundo donde se tradujo y reeditó incesantemente sirviendo como una novela didáctica, como un verdadero “poema pedagógico” en virtud de todos los valores que encierra y que si bien, ciertamente, expone desde una perspectiva de sencillez, de sinceridad, y aun de limpio candor, no deja de conmover aun en sus momentos que parecerían menos afortunados.
En español, y especialmente en México, esta obra ha tenido una de las mejores suertes y ha gozado de una de las popularidades más impresionantes sobre todo en la segunda mitad del siglo XX. En 1970 María Elvira Bermúdez se encargó de refutar, de manera brillante, muchos de los equívocos y de los prejuicios que le venía dedicando a Corazón una historia literaria demasiado parcial y elitista. Con equilibrio crítico y con mesura no exenta de pasión, Bermúdez situó, en su dimensión verdadera, a esta obra en la cual muchos descubrieron el goce de leer un libro por vez primera. Y todo ello más allá de la arbitraria afirmación de que De Amicis “era el intérprete de un mundo erróneo, configurado dentro de términos psicológicos estrechos y capaz solamente de un moralismo obvio y de una oratoria de falsos sentimientos”.
Corazón ha hecho las veces de la educación sentimental de muchísimas generaciones y su influjo aún no cesa, pese al anacronismo que podría suponerse contienen sus páginas. Siendo una novela que pertenece a una época en particular y que se inscribe, dentro de la historia italiana, en los años ochenta del siglo XIX (en el denominado Risorgimiento), los lectores siempre vieron en sus páginas y en la figura del adolescente, casi niño, Enrique, protagonista de la novela, los valores de un cálido idealismo y las virtudes universales hacia las que tendría que dirigirse el más honrado sentimiento.
Un elemento decisivo en la popularidad de esta novela tiene que ver, indudablemente, además de su evidente eficacia narrativa, con el ámbito en que sucede: la escuela. En efecto, el micromundo que describe Enrique es el de la escuela, con sus compañeros y sus maestros, aunado al universo doméstico donde se desarrolla, para los niños y los adolescentes al menos, la mayor parte de la existencia; una existencia, por lo demás, no carente de conflictos y reveladora, también, de las contradicciones de clase social, de intereses, afectos, sentimientos y resentimientos.
En Corazón, Edmundo de Amicis, quien tenía un profundo patriotismo, puso lo mejor de sí y exaltó los valores humanistas por excelencia sin prácticamente mencionar la doctrina cristiana. Y esto tiene que asombrar doblemente si consideramos la importancia de la religión en la identidad de los pueblos que hicieron de Corazón un libro clásico. Para un lector ajeno al contexto italiano, este libro es, de algún modo, un viaje ignoto, pero a la vez es un recorrido no tanto por la geografía de una nación sino sobre todo por la geografía del espíritu.
Dividido en diez secciones, que corresponden a los diez meses de estancia escolar (de octubre a julio), Corazón es, en efecto, el diario personal en el que un niño (con limpia mirada y con cierta percepción psicológica) va anotando, en breves relatos, lo que más le impresiona de su medio escolar y familiar. Estos relatos, llenos de candor y sinceridad, sirven a De Amicis, para ilustrar y exaltar dos valores fundamentales, esencialmente manzonianos: la verdad y el patriotismo. Por sus características de sencillez y brevedad, y por sus rasgos de amenidad, estas páginas resultan ideales para iniciarse en la lectura y para educar a los niños fuera de la severidad que podrían encontrar en las aulas.
Además, en Corazón, De Amicis reivindica el arte de contar y, sin que pretenda ocultar su intención —aunque tampoco la anuncie—, plantea en su libro el mismo mecanismo de amenidad y de interés siempre creciente de Las mil y una noches, pues intercala nueve narraciones (el “cuento mensual”) entre las páginas del diario de Enrique. Estos cuentos, que el maestro encarga transcribir, cada mes, a diferentes alumnos, generan siempre una expectativa y a la vez ilustran algún episodio específico de heroísmo infantil que De Amicis tiene el propósito de exaltar. El refuerzo, y a veces el comentario, de estos cuentos hallan un sentido didáctico en las observaciones firmadas por el padre, la madre e incluso la hermana de Enrique, anotadas también en el diario del niño, y en las cuales se amonesta cordialmente al protagonista y se le advierte de la importancia de conducirse con rectitud y de no caer en más faltas.
A manera de parábolas, los nueve cuentos que intercala De Amicis en el diario de su protagonista (“El pequeño patriota paduano”, en octubre; “El pequeño vigía lombardo”, en noviembre; “El pequeño escribiente florentino”, en diciembre; “El tamborcillo sardo”, en enero; “El enfermero del Chacho”, en febrero; “Sangre romañola”, en marzo; “Valor cívico”, en abril; “De los Apeninos a los Andes”, en mayo; y “Naufragio”, en junio) constituyen la base del ejemplo en cuanto a los valores del heroísmo y en cuanto a la importancia de la generosidad. De todos ellos, el más extenso es el penúltimo y es, de algún modo, el que resume el máximo bien para un niño: el poder reunirse con su madre, en un país lejano e ignoto, pese a todos los obstáculos (tan grandes como un oceano) que se le presenten.
En su Breve historia de la literatura italiana (1972), Federico Ferro Gay sintetiza, de modo espléndido, el argumento y las caraterísticas de la obra maestra de De Amicis a la cual considera una especie de evangelio pedagógico hasta la primera guerra mundial.
“La técnica empleada por De Amicis —explica Ferro Gay— es la de un diario escolar que un niño (en realidad, su propio hijo Ugo) se supone haya escrito en su tercer año de primaria, insertado en la vida de una familia de la clase media, la del ingeniero Alberto Bottini, y ambientado en la vida patriarcal italiana de la época de Humberto I. De vez en cuando, las ingenuas observaciones del niño son valorizadas y ampliadas por las notas dejadas escritas en el diario por el padre, la madre o la hermana mayor. Todas ellas inculcan la realización de valores sociales, de amor a la patria unificada, el respeto hacia los forjadores de la independencia, la necesidad de tomar conciencia directa con su propia responsabilidad social, la urgencia de reconocer aquel nexo que nos une a todos los hombres. Se supone además que cada mes el maestro dicte a sus alumnos un cuento del cual siempre es protagonista un niño, para que se refrende el concepto de que la responsabilidad no tiene edad. Nacen así las maravillosas páginas de ‘El pequeño vigía lombardo’ (niño héroe de la guerra por la unidad) que se complementa con ‘El tamborcillo sardo’; ‘Sangre romañola’ en donde un niño da su vida para salvar la de su abuela, atacada por bandidos; ‘El pequeño escribiente florentino’, que ayuda, sin ser visto, la labor de su padre, necesitado de ganancia extra; ‘De los Apeninos a los Andes’, en donde Marcos, el pequeño genovés, emprende solo el largo viaje de Génova a Argentina para hallar a su madre, etcétera. Todas estas páginas logran todavía conmovernos y pueden aún inspirar las mismas reflexiones que antes a los niños modernos. A pesar de que algunos pasajes sean demasiado emotivos o sentimentales para el gusto de nuestro tiempo, es indudable que el libro está permeado por las ideas de un socialismo, que no llamaré utópico, sino idealizado, en cuanto a su expresión, pero efectivo, puesto que se inserta en la realidad de un pueblo que tiene todavía confusas sus aspiraciones y está aún ciego frente al avance inexorable del imperialismo.”
Como ya se ha dicho, el modelo literario al que aspiró De Amicis no podía ser más excelso. El mismo reconoció su deuda hacia la obra de Alessandro Manzoni y buscó y consiguió una prosa moderna y perfectamente italiana, pues si algo define el estilo y el propósito del autor de Corazón es aquello que se ha dado en llamar la sincera tensión moral de su escritura que resplandece, precisamente en esta obra que sin exageración ninguna deberíamos llamar clásica.
Código de la moral laica, Corazón ha traspuesto las fronteras de lo histórico y ha conseguido ir más allá en el tiempo, pese a las objeciones y las críticas muchas veces acerbas que ha recibido atribuyéndole un contenido ideológico exaltador de los valores patrióticos y sociales difundidos en la Italia de Humberto I. Lo cierto, lo innegable, es que muchas generaciones, en todo el mundo, se identificaron con esa aspiración legítima de ser mejores personas aunque nunca lo hubieran conseguido. Y nada hay de inexacto al afirmar que, desde la infancia, muchos lectores de diversos países comenzaron a amar la literatura gracias a este libro de De Amicis.
Pese a lo mucho que se ha dicho al respecto, avalado incluso por Carducci, que despreciaba el sentimentalismo de De Amicis, no hay afectación en las actitudes del pequeño protagonista como tampoco lo hay en los valores que le inculcan sus maestros y sus mayores. Sólo visto de modo extemporáneo y, por lo mismo, injusto, podría tacharse de cursi la limpia prosa sentimental de De Amicis.
María Elvira Bermúdez lo dijo con claridad: “Injustificadamente, todo aquello que sin rebozo exalta el sentimiento y virtudes tradicionales como el valor o la entereza, es considerado sentimentaloide o cursi, sin más. Dichos cargos, en todo caso, carecerían en absoluto de fundamento. Porque cursi es, simplemente, lo que trata de ser elevado y elegante sin lograrlo nunca del todo y, en Corazón, no sólo no existe la mínima pretensión de lujo en el estilo, o de originalidad en los recursos, sino, por el contrario, una diáfana sencillez tanto en el lenguaje como en las situaciones. De Amicis logra, precisamente, el impacto emotivo en el que lee mediante una clara y directa exposición de los hechos, con un mínimo de calificativos o comentarios”.
Ciertamente, con Corazón, De Amicis imprime un cambio radical en la literatura denominada infantil y juvenil. A través de personajes de carne y hueso, y dentro del ámbito escolar y familiar, plantea la necesidad de la observación de valores para una mejor convivencia entre los diferentes, entre los que tienen y los que no tienen. Por ello, en Corazón, de acuerdo con sus actitudes, cada uno de los compañeros del protagonista muestra sus cualidades o sus defectos, y se define dentro de una clase social.
Deroso, Garrón, Garofi, Coreta, Precusa, Nelle, el albañilito, Votino, Crosi, Nobis, Estardo, Franti y los demás constituyen un universo variopinto donde están encarnados lo mismo la generosidad que la soberbia, la bondad que la maldad, la caridad que el resentimiento. Entre todos ellos, Deroso y Garrón representan los buenos sentimientos, la generosidad y la disposición para ayudar al compañero; por el contrario, Franti es todo lo opuesto, en una personalidad irremediable, un arquetipo del mal que, a final de cuentas, como el ángel endemoniado, no sólo será expulsado de la escuela sino también encarcelado, luego de traicionar las múltiples oportunidades para su reivindicación. Están también en ese universo escolar la envidia, la vanidad, la soberbia y la falta de generosidad, que encarnan Nobis y Votino, aquellos que todo lo envidian y que no son felices con la buena suerte de los demás porque sufren por no ser dueños de esa suerte y porque no se conforman con ser desdichados sino que buscan también que los demás los igualen.
En este orden de jerarquías, clases sociales y agraciados y desgraciados, están también quienes aceptan su sino y se esfuerzan por buscar la armonía pese a sus orfandades, sus penas, sus limitaciones y sus desdichas. Hay un alto grado de estoicismo en algunos de los caracteres trazados por De Amicis, y el protagonista, Enrique, constituye ese punto intermedio entre los sobresalientes y los justos; es el cronista que, en su diario, no oculta sus culpas ni sus desaciertos y que más bien se propone corregirlos para felicidad suya y de sus padres y para merecimiento de sus amigos y maestros.
Según los describe el protagonista, todos los maestros, sin excepción alguna, son virtuosos y esforzados; como en un apostolado buscan el bien de sus discípulos y hacen las veces de padres. Son de hecho, a decir del propio padre de Enrique, los segundos padres de los niños y como tales debe querérseles. No hay uno solo que posea una actitud censurable ante los ojos de sus alumnos. Frente a los lectores, De Amicis los representa —exigentes y rigurosos o complacientes y amorosos— como el símbolo de la abnegación y del esfuerzo para la mejoría de los demás y de la patria.
En este sentido, el escepticismo reciente del tono y el contenido emocional de Corazón tal vez se deba más al desprestigio de los valores actuales que a la caducidad de la limpia prosa de De Amicis. Si hay quienes leen hoy estas páginas con un dejo de incredulidad o de franca suspicacia no es porque De Amicis haya recargado la tinta en la sensiblería, sino porque la figura del maestro ha perdido ese don añejo de ejemplaridad y se ha ido alejando cada vez más del arquetipo manzoniano y deamiciano con el que crecieron las generaciones lo mismo en Italia que en México, lo mismo en Francia que en Alemania.
Cada uno de los consejos que ofrecen los padres y los maestros a Enrique buscan ilustrar una forma de convivencia plena y de respeto por los demás. Entre las virtudes auténticamente cristianas y aun estoicas se encuentran la caridad, el sacrificio, la abnegación, la entereza, la generosidad no revelada, e incluso una extrema forma de nobleza que impulsa a ayudar a los demás aunque ello signifique desprenderse de lo más querido. Los adultos hacen que se borren las jerarquías sociales en el respeto por todos los oficios. Y así, el carbonero y el señor se dan la mano y éste obliga a su hijo —que ha ofendido a uno de sus compañeros diciéndole que su padre es un andrajoso— a que frente a todo el grupo pida perdón y ello sirva no únicamente como escarmiento sino también como una de las mejores lecciones.
“Entonces —escribe De Amicis— el señor dio la mano al carbonero, que se la estrechó con fuerza, y después, de un empujón repentino, echó a su hijo entre los brazos de Carlos Nobis.
”–Hágame el favor de ponerlos juntos —dijo el caballero al maestro.
”Éste puso a Beti en la banca de Nobis. Cuando estuvieron en su sitio, el padre de Carlos saludó y salió.”
La gran virtud de De Amicis en Corazón es plantear una obra donde cuanto ocurre en el ámbito escolar y en el universo doméstico alcanza un grado de lección más allá del discurso del maestro o de la exigencia paterna. Cada acto es medido en función del bien común, y cada uno de los personajes se revela precisamente por su actitud y por la capacidad autocrítica que pueden poner en su existencia. En este sentido, aunque pudiera parecer lo contrario, no hay un propósito maniqueo en el escritor, pues no pretende convencernos a través de un discurso sino por medio de los actos y de las intenciones que cada personaje revela.
De octubre de 1881 a julio de 1882, el protagonista va anotando en su diario lo mismo la felicidad que la desgracia. El escenario es la ciudad de Turín y aunque en las fechas del diario de Enrique no se haga explícito el año, hay un par de elementos, a manera de pistas, que nos precisan la época. Así, por ejemplo, en una mínima nota al pie, correspondiente al relato del jueves 11 de mayo, y a propósito del heroísmo de los bomberos, el padre del protagonista narra el episodio de un incendio ocurrido la noche del 27 de enero de 1880, y precisa: “Los vi trabajando hace dos años, una noche que salía del teatro Balbo, a hora avanzada”. La otra pista para situar el tiempo histórico en Corazón es un dato fundamental para Italia: la muerte de Garibaldi (1807-1882) en los primeros días de junio, penúltimo mes del curso escolar. Gracias a estos elementos sabemos perfectamente el tiempo real en que De Amicis sitúa su obra, un tiempo real por lo demás muy lejos del elemento fantástico y muy cerca de la crónica, si tomamos en cuenta que Corazón fue publicado entre los cuatro y los seis años posteriores a estos sucesos.
En la educación sentimental de Enrique no faltan las desgracias que tienen por objeto templar su carácter. Debe aprender a través de los ejemplos. Así, al encarcelamiento, tal vez injusto, del padre de uno de sus compañeros, se suman las enfermedades y las muertes de alguno de sus compañeros, una de sus maestras y la madre de un amigo. Es sobre todo este último episodio el más doloroso: la muerte de la madre de Garrón, el compañero más querido del grupo y uno de los más generosos. A todas estas desgracias debe sumar el hecho de que, al final del curso, tenga que dejar a todos sus amigos y maestros porque la familia entera, por razones laborales del padre, deberá dejar Turín “para siempre”. El final del libro representa también el final del curso escolar, pero también el final de una etapa decisiva en la vida del protagonista que ahora abandona la ciudad en donde compartió tantas cosas. Ese final no puede ser más elocuente y dramático:
“A Garrón fue el último a quien abracé, ya en la calle, y tuve que sofocar un sollozo contra su pecho; él me besó en la frente, después corrí hacia mi padre y mi madre que me esperaban. Mi padre me preguntó si me había despedido de todos. Respondí afirmativamente.
”—Si hay alguno con el cual no te hayas portado bien en cualquiera ocasión, ve a buscarle y a pedirle que te perdone. ¿Hay alguien?
”–Nadie, ninguno —contesté.
”–Bueno; entonces vamos —y añadió mi padre con voz conmovida, mirando por última vez a la escuela—: ¡Adiós! —y repitió mi madre—: ¡Adiós!
”Y yo… yo no pude decir nada.”
Al final del libro, pese al hecho triste de la despedida, el carácter de Enrique ha sido templado en el fuego de la dicha y la desdicha, y quedará, para elaboración futura del lector, el imaginar cómo habrá sido su vida con todo lo aprendido en el aula y en la contradictoria existencia.
Para un lector que empieza a descubrir los libros, estas páginas lo marcan para siempre. Porque Corazón habla de la experiencia común en una edad de la infancia o de la adolescencia en la cual cada episodio es decisivo y cada herida definitiva. La obra maestra de De Amicis no es, ciertamente, una de las mayores de la gran literatura italiana de todos los tiempos, pero tampoco es el libro que el desprestigio de los sentidos mueve de pronto a desdeñar. Es una obra narrativa de plena eficacia en donde su autor sabe dar plena utilización a sus mejores recursos, y en este sentido es un libro de lectura impecable que todavía tiene mucho por decir, sobre todo en la infancia, a las nuevas generaciones, independientemente de los prejuicios intelectuales con los que la crítica culta y ciertos historiadores lo han menospreciado.
De Amicis siempre estuvo consciente de que Corazón. Diario de un niño era un libro que encontraría su público natural entre los nuevos lectores. De alguna forma es uno de los primeros libros que, explícitamente, hace suyo el propósito de la literatura hoy denominada infantil y juvenil. Desde luego, no sólo es un libro para niños, pero descubrirlo y leerlo en la infancia ha sido, y todavía puede ser, uno de los momentos indelebles de la existencia. Como todo buen libro, Corazón es un espejo y su perdurabilidad tiene que ver con quienes leyeron en esas páginas su propia vida.
Juan Domingo Argüelles
NOTA DEL AUTOR
Este libro está dedicado, en particular, a los niños de la escuela elemental, que tienen entre nueve y trece años, y podría llamarse: Historia de un año escolar, escrita por un alumno de tercero de una escuela municipal de Italia. Al decir que fue escrita por un alumno de tercero, no quiero decir que la haya escrito propiamente él, tal y como está publicada. El anotaba a mano en un cuaderno, como podía, aquello que había visto, sentido y pensado, en la escuela y fuera de ella; y su padre, a fin de año, corrigió esas notas, tratando de no alterar el pensamiento y de conservar, en lo posible, las palabras del muchachillo. Este, cuatro años después, estando ya en la escuela media, releyó el cuaderno y agregó algunas cosas de sí, valiéndose de la memoria todavía fresca de las personas y las cosas. Ahora lean este libro, niños: espero que estarán contentos y que les hará bien.