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El hijo del pirata / A la Orilla del Viento
El hijo del pirata

GERALDINE McCAUGHREAN

ilustrado por
RICARDO PELÁEZ

traducción
JOAQUÍN DÍEZ-CANEDO F.

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en inglés, 1996
Primera edición en español, 2000
Segunda edición, 2016
Primera edición en libro electrónico, 2018

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Índice

Colegio Graylake, 1717

El hijo del pirata

Madagascar

Tamatave

La señorita Magda

Fortuna

El dedo mágico

Hechizado

Ciclón

Su excelencia Exquemelin

La querida del pirata

¡Al abordaje!

La mentira

El precio

El barco de hierro

Tocar fondo

Amnistía

¡Despertad a los muertos!

Destino

El benefactor

contraportada

Para Ron y Doroty

A su regreso de Madagascar, White… nombró a tres hombres de nacionalidad diferente como tutores del hijo que tuvo con una mujer de aquella región, con instrucciones de que fuese enviado a Inglaterra… en el primer navío inglés, para ser educado en la religión cristiana, con la esperanza de que fuera un mejor hombre que su padre…

Capitán Charles Johnson, Historia general de los robos y asesinatos de los más famosos piratas (1724)

Colegio Graylake, 1717

Sentía el frío, royéndolo como una rata. En torno suyo, las cobijas pardas y grises sobre las camas se alzaban y se hundían como el oleaje de un mar desolado y sucio. Nathan no supo qué lo despertó; sin embargo, una marejada lo dejó varado fuera de las aguas del sueño. Sintió miedo; no supo por qué.

La toga negra de un profesor pendía de una alcayata clavada en la pared. Allí había estado, sin dueño, desde que Nathan se acordaba; luida, casi transparente de tan vieja, meciéndose con los chiflones como el fantasma de un ahorcado. Polillas y pesadillas cayeron revoloteando sobre Nathan desde la toga negra colgada del gancho, en eterno vaivén.

Pensó en su hermana. Éste era el único momento del día cuando se permitía pensar en una hermana. Una vez que amaneciera, no habría excusa para mencionarla. Que Nathan hablara de Magda con alguno de los otros chicos, sería como referirse a su caballito de palo o a la mordedera de bebé. En secreto, Nathan decidió que fingir que las hermanas no existían era tanto como traicionarlas. De modo que se hizo el propósito de pensar en Magda en la intimidad de la primera luz del alba: la atareada Magda, trajinando por la casa, cocinando y supervisando las comidas, puliendo las cucharas y leyendo en voz alta a su padre.

Tras la muerte de su madre, todas las tareas hogareñas habían recaído en Magda como una gruesa capa de polvo, emborronando las imágenes que Nathan guardaba de ella en la cabeza. Cuando trataba de recordar su aspecto, se le dificultaba distinguir su vestido de las parduscas cortinas del vestíbulo; su rostro, de los platos blancos en la alacena. Magda, la atareada. Ya nunca jugaba con él, cuando estaba de vacaciones. Tantas obligaciones no le dejaban tiempo. Tampoco sonreía con mucha frecuencia de un tiempo a la fecha.

Un pájaro llegó a posarse en la ventana del dormitorio, a medias fuera y dentro. Los pájaros nunca entraban, aunque no había vidrios de por medio. Parecían percibir la diferencia entre el interior y el exterior. Y, claro, ellos elegían. La sombra del pájaro cayó sobre el pecho de Nathan, y cuando aquél emprendió el vuelo, la sombra también se alejó revoloteando, como el alma de un muerto abandona su cuerpo…

Fue el tañido matinal de la campana lo que asustó al pájaro. Los otros chicos comenzaron a gruñir y a retorcerse bajo las frazadas cafés, como topos que cavaran para alejarse del barullo. El bedel, que había venido a cerciorarse de que todos obedecieran al toque, se sorprendió de ver a Nathan de pie y vistiéndose. Por lo regular no es cosa fácil despertar a los chicos.

Las botas de los muchachos estaban todas afuera, en el patio, alineadas a lo largo de los corredores, como si se hubiesen marchado temprano a desayunar sin esperar a sus dueños. Pies descalzos cruzaron palmeando las baldosas y se enfundaron en las botas; el cuero estaba rígido por la helada. Chicos parlanchines cubrían con la chaqueta sus cabezas rapadas, como de presos, de manera que parecía que no la tuvieran, mientras se dirigían en grupos compactos al refectorio, con las agujetas desatadas reptando por el suelo, sin el menor interés en detenerse a anudarlas en medio de aquel friazo. Además, tenían entumidos los dedos. Algunos llevaban guantes de lana; eso sí estaba permitido. Únicamente los pies y la cabeza debían mantenerse fríos, en aras de la educación. El rector Thrussell seguía a pie juntillas los preceptos de John Locke.

He aquí a Nathaniel Gull, con catorce años cumplidos, sentado en el chiflón, mientras los eminentes profesores del colegio Graylake, disertando en latín, erigían sobre su cabeza altísimos pináculos de conocimiento: historia, los clásicos, matemáticas y religión, retórica y filosofía. Sentía la humedad congelarse en sus ojos; atorarse los datos en su cerebro como ratas en la garganta de una serpiente pitón, indigeribles.

Por eso, en su imaginación, Nathaniel Gull luchaba contra los piratas.

Más atrás, en un pupitre de la cuarta fila, se hallaba sentado un auténtico pirata —el hijo de un pirata, cuando menos—. A los ojos de Nathan, hijo de un párroco provinciano, Tamo White era tan exótico y extravagante como un basilisco o un orco gigante. ¡Qué se sentiría ser hijo de un pirata! En realidad Nathan no había platicado nunca con él; no más de unas cuantas palabras. Después de todo él era de carne y hueso, y todo el chiste de los piratas (por lo que respecta a un chico a mitad de una clase de griego) es su lejanía de la realidad, ¡su imposibilidad!

Para Nathan los piratas eran el pan de cada día —sus cuevas del tesoro, donde solían pasar el tiempo—, en vez de poner atención a la clase. Conocía más nombres de bucaneros que de santos. Conocía sus barcos, los puertos donde recalaban, sus casas y sus historias. Sabía quiénes habían sido orillados a la piratería por mala suerte y quiénes la habían escogido por la natural perversidad de su alma. Sabía lo que comían y cómo vestían y las palabrotas que escupían por entre sus dientes de oro. Sabía cómo habían muerto, reventados, sin un quinto, suplicando el perdón para sus crímenes. Lo había leído todo en Piratas de la América, de Exquemelin, y en el Discurso de los vientos, de Dampier. Y en clase de griego se imaginaba ser un Señor de los mares, poseedor de una carta del rey donde éste lo urgía a limpiar los mares de piratas. Mientras el señor Pleasance, el profesor de griego, recitaba listas de verbos irregulares, Nathaniel Gull peleaba contra los piratas entrechocando aceros sobre la cubierta de madera de una carraca de cuarenta cañones. “¡Ríndete, espantajo inmundo, peste de los mares! Arroja el trabuco y pide a tus hombres que rueguen por tu alma sarnosa. Eres carne de patíbulo, matarife impenitente.”

—¿Gull? ¡Gull!

El profesor tuvo que repetir su nombre varias veces, y aun así Nathan pensó que se trataba de algún verbo irregular. Resultó que un chico de primero había traído un recado del rector, un requerimiento.

—Gull, tienes que presentarte enseguida en la oficina del rector.

De repente, Nathan sintió un ominoso dolor en el estómago. Rebuscó en su conciencia si había obrado mal en algo, pero nada encontró. Él no se portaba mal. Él nunca, jamás, se portaba mal. ¡Él era hijo de un párroco, por el amor de Dios! Él era Nathaniel Gull, por todos los cielos. Qué podía él haber hecho de malo, salvo nacer enclenque y ordinario: un insignificante punto y aparte en el oscuro cielo nocturno.

—Salve, magister —saludó Nathaniel.

Se percató de que había metido las manos dentro de las mangas y no conseguía cerrar la puerta tras él. Nadie contestó “Salve”. El rector estaba de pie, con los nudillos apoyados sobre el escritorio, mirándolo con odio. Frente a él, las Consideraciones en torno a la educación, de Locke, descansaban encima de la Biblia. Locke encima de la Biblia. Nathan clavó la mirada en aquel libro: qué cosa más abyecta.

Antes de abrir la boca, Thrussell dio dos vueltas en torno a Nathaniel, sacudiendo con golpecitos rápidos el abolsado chaquetón azul, el cráneo azuloso surcado de venas.

—Ningún remiendo, ninguna costra —pronunció, como si estuviese declamando en el Senado romano—. ¡Alza las botas, muchacho! ¡Ningún agujero en las suelas! ¡Ningún faldón luido!

—Gracias, señor —repuso Nathan.

Supo que no era la respuesta acertada. La mano que lo asía por el tobillo, como un herrero la pata de un caballo, lo apretaba tan fuerte que sus huesos crujieron.

—Gull. El hijo de Gull. ¿No debí haber vacilado antes de inscribir este apellido en las listas de esta academia? ¿No debí haber reflexionado: “Momento, doctor Thrussell, ¿no será que este Gull, hijo de Gull, nos quiera ver la cara algún día? ¿No pondrá en evidencia cuán cándida es nuestra hospitalidad? ¿No será que algún día nos arrebate, como una gaviota arenquera, los huevos perfectos del conocimiento, sin ningún escrúpulo, con crueldad y glotonería?” ¡Pues así es, señor: nos ha visto usted la cara, en efecto! ¡Nos ha visto usted la cara, sin duda, señor Gull!

Su discurso parecía deleitar tanto a Thrussell que se resistía a hacerlo a un lado para proseguir. Nathan presintió que no debía festejar el ingenio del doctor.

—¡Nos ha visto la cara, sí señor! ¡Nos ha hecho trampa y engañado! A nosotros, que creímos, ¡ahora veo con cuánta ingenuidad!, que podríamos confiar en la sinceridad y la probidad de un hombre dedicado a la Iglesia.

—¿Mi padre? —preguntó Nathan—. ¿Qué ha pasado con mi padre?

—¡Nada! ¡Nada en absoluto! ¡Sencillamente partió! ¡Evadió enfrentar las consecuencias de sus actos! ¡Ha dejado a otros, como yo, para que nos las arreglemos con las dificultades que forjó con su perfidia!

—¿Pero, adónde se ha ido? —preguntó Nathan, tratando de imaginarlo.

Era como intentar pescar uno de los rayos de una rueda mientras ésta daba vueltas.

—Al cielo, cabe suponer —replicó Thrussell con la voz gangosa por el sarcasmo—, puesto que la misericordia del Señor es infinita. ¡Y allí, estoy seguro, continúa haciéndose pasar por un hombre temeroso de Dios, por un hombre devoto!

La habitación dio un repentino vuelco hacia la izquierda. El piso se levantó. Las ventanas semejaban ojos saltones. En los establos, al fondo, un caballo relinchó impresionado.

—Aunque serán pocos sus amigos, supongo —dijo Thrussell y exclamó—: ¡una vez que se descubra la clase de hombre que en verdad es!

—¿Ha muerto mi padre, señor? —preguntó Nathan.

—Ha muerto, señor. Y en la miseria. Sin un quinto. Endeudado. Un pobre, señor. Aunque claro, cualquiera lo habría adivinado…

—¿Mi papá murió, señor?

—… un despilfarrador; viviendo por encima de sus posibilidades; aprovechándose de los crédulos que se tragaban su farsa de solvencia.

—Es verdad que nunca fuimos ricos… —Nathan no intentaba rebatir nada, pero necesitaba hallar algo qué decir, algo que detuviera aquel torrente que lo estaba ahogando—. ¿Acaso le dijo que era rico?

—¿Acaso Satanás avisó a Eva de su maldad? ¿Acaso el criminal recita en voz alta sus planes para delinquir?

—Estoy seguro de que no fue su intención… ¿Puedo ir a verlo? ¿Me da permiso de ir a verlo?

Nathan tuvo la sensación de que si se daba prisa, si no paraba de correr hasta su casa y no perdía el tiempo en respirar o echarse a llorar, quizá llegaría a tiempo para ver una sonrisa en el rostro de su padre, quizá podría estrecharlo entre sus brazos.

—¡Vaya usted a donde le plazca, señor, donde no ocasione más gastos a este colegio! ¡Este colegio, que lo ha nutrido, como a una víbora en su seno, muchacho! ¡Este colegio al que su padre al morir quedó debiendo las cuotas de dos trimestres! ¡Váyase, muchacho! ¡Antes de que mi cristiana paciencia me abandone y mi cólera justiciera lo fulmine aquí mismo!

Nathaniel retrocedió hacia la puerta. Se sintió enfermo y torpe. Las agujetas de sus botas se enredaban en sus tobillos, como víboras aguijoneándole las pantorrillas. Como sus manos seguían dentro de las mangas, no consiguió coger el picaporte y se golpeó la cabeza contra la puerta a medio abrir. Mientras se alejaba a tropezones por el corredor, oyó tras él los gritos estentóreos de Thrussell:

—¡Y haga el favor de dejar esa chaqueta cuando se marche! ¡No estamos para vestir a muertos de hambre con los mejores paños!

Nathan regresó al salón, porque no tenía mejor lugar adónde ir. Cuando se percataron de que no tomaba asiento ante su pupitre, los demás chicos se le quedaron mirando con pena, creyendo que le habrían dado de azotes. ¿El pequeño Gull azotado? ¡Inaudito! ¡Extraordinario! Nathan se quitó la chaqueta y la colocó hecha bola bajo la tapa del pupitre. Las mangas de su camisa cayeron hasta ocultarle la punta de los dedos. No fue sino hasta que trató de cerrar la tapa, cuando advirtió el ejemplar de Piratas de la América entre los breviarios y los cuadernos.

El profesor de griego lo miraba con sorna, con las cejas en arco, como pidiéndole permiso para continuar la lección.

—Mi padre. Mu… —dijo Nathan obnubilado.

El profesor se le acercó enseguida y lo tomó por el hombro.

—Lo lamento, muchacho. Mis condolencias sinceras. Es una pérdida terrible.

Nathan aguardó unos segundos en un intento por despertar de la pesadilla en que se encontraba. Pero aquello no tenía fin.

—Tengo que marcharme —sus compañeros se movieron inquietos, prestos a indignarse en defensa de Nathan—. Nos quedamos sin dinero. Mis cuotas no pudieron ser…

El rostro del profesor de griego permaneció impasible, pero un murmullo distinto agitó esta vez a los muchachos, una inhalación unánime causada por la impresión. Gull no tenía un quinto. Gull era un pobre.

—Siéntese —le ordenó el profesor, ejerciendo una presión mayor sobre el hombro del muchacho.

—Tengo que marcharme. No tengo permiso…

Pero Nathan tenía la mente en setenta cosas más reales: vacaciones, paseos en carruaje, fiestas de cumpleaños, conversaciones. Todo pasaba a ser irrevocablemente cosa del pasado. Tenía que aclarar aquel malentendido; correr a casa y comprobar que en realidad su padre estaba perfectamente bien, haciendo injertos en los manzanos del huerto o escribiendo un sermón en su estudio.

El profesor de griego tomó el libro de los piratas que Nathan llevaba bajo el brazo y, abriéndolo al azar, lo colocó encima del pupitre, inclinando sobre él la cabeza del chico para darle tiempo de afrontar la terrible noticia, mientras la lección proseguía su curso sin tomarlo en cuenta, como disculpándolo. Llegado el final de la clase, cuando los demás chicos hubieron abandonado ruidosamente el salón, Nathan permanecía sentado con su libro, los ojos fijos en la misma página, viendo a la nada.

—¿Adónde irás ahora, muchacho? —le preguntó el maestro.

El señor Pleasance no estaba en posibilidades de ofrecerle nada más que comprensión. Sabía cuánto odiaba Thrussell la pobreza. La odiaba y la temía, como si por acercarse demasiado pudiese volverse contagiosa e infectar todo el colegio como una epidemia de viruela. Los padres que enviaban a sus hijos a Graylake no tenían intenciones de que se mezclaran con pobres, de que compartieran un dormitorio con infelices como Gull. Es uno de los privilegios que esperarían comprar con dinero.

—Me apena mucho lo que te ha pasado, muchacho. ¿No tienes parientes que pudieran… hacerse cargo de los compromisos de tu padre?

No. Nathan no tenía a nadie; a nadie en el mundo excepto a Magda, la atareada, y a su padre, que en paz descanse. Padre nuestro que estás en los Cielos: el reverendo Gull, finado deudor de esta parroquia…

Lo esperaban afuera. Aunque el profesor intentó ayudarlo al retenerlo después de clase, solamente consiguió dar tiempo a los chicos mayores para cavilar y conspirar en su contra. ¿Un pordiosero infiltrado? Gull merecía un escarmiento por profanar aquel opulento sanctum. Lo esperaban en el dormitorio: Betterton, Wase y Fitzgerald, el mayor; Beaulieu, Southern y Hawkwood. Las chaquetas azules pendían de sus dedos; sus ojos rebosaban saña.

Aguardaron sin decir nada a que Nathan sacara su baúl de viaje de debajo de la cama, antes de rodearlo lentamente. Nathan trató de no hacerles caso.

Mientras las chaquetas comenzaban a tundirlo con sus botones de metal y sus puños gruesos, intentó arrastrar el baúl hacia la puerta. Dejó caer Piratas de la América de bajo su brazo, aunque era su más preciado bien, con la esperanza de que mientras cogían el libro, lo partían por el lomo y lo pateaban de uno a otro lado del dormitorio, le daría tiempo de escapar.

Pero cuando el libro empezó a deshojarse, los chicos se volvieron hacia Nathan, haciendo girar de nuevo sus chaquetas en el aire, pelando los dientes. Forzaron la cerradura del frágil baúl que guardaba el conjunto de sus posesiones en este mundo y se dedicaron a aventarlas por todos lados. Beaulieu se guardó la media corona; Betterton, la bolsa de los peniques. Arrojaron su diario por la ventana, su pluma fina al calentador. Arrancaron la toga negra de la alcayata y la enrollaron en la cabeza de Nathan, mientras lo metían a la fuerza en el baúl y cerraban de un golpe la tapa. A empellones lo arrojaron por la escalera de piedra —“¡Echémoslo al río!” “¡Prendámosle fuego!”— hasta que las uniones del baúl cedieron, los costados de madera se combaron y la cerradura quedó sostenida por un solo clavo. Mientras esto sucedía, el chico que iba dentro no dijo ni media palabra, no profirió sonido alguno salvo los quejidos que le arrancaban cada vez que un golpe le sacaba el aire. ¿Quién vendría a socorrerlo? Nadie. No tenía a nadie en el mundo. No podía respirar. Padre nuestro, que estás en los Cielos…

—¡Déjenlo!

No era un profesor quien había hablado.

—¡Déjenlo o los parto por la mitad!

Era la voz de un compañero.

El baúl descansaba sobre su tapa y Nathan tuvo que escurrirse para salir de él, como una tortuga de su carapacho; resbaló a ciegas lo que faltaba de las escaleras antes de conseguir desenredar la toga negra de su cabeza y descubrir quién lo había salvado de morir de asfixia.

Tamo White, el hijo del pirata, se hallaba en lo alto de la escalera empuñando un sable plateado. La luz del emplomado de la ventana del vestíbulo principal pintaba veladuras de rojo, morado y verde sobre su rostro de forastero y su larga cabellera negra. Llevaba un chaleco de piel bajo la holgada chaqueta del colegio. A Nathan eso le llamó particularmente la atención.

—¡Su viejo murió en la miseria! ¡Sólo le dejó un montón de deudas! —protestó Southern.

—¡Ni siquiera pagó las colegiaturas! —añadió enseguida Betterton, como si aquello fuera razón suficiente para matar a un hombre.

—En tanto que nosotros pagaríamos una jugosa cifra por no estar aquí —repuso White sin alterarse—. Ven conmigo, Gull. Te invito a cenar.

—¡Haciéndose pasar por un caballero! —chilló Wase cuando los muchachos les dieron la espalda para marcharse.

—¡Ajá! Los muertos de hambre siempre encuentran entre los de su clase quien se haga cargo de ellos —se burló Hawkwood.

White se dio media vuelta y lanzó una sola estocada. La punta del sable se detuvo un centímetro antes de rozar la cara demudada de Hawkwood y éste salió en estampida escaleras arriba, a toda prisa, golpeándose las espinillas contra los pedazos del baúl, resbalando en los jirones de la toga negra. Los demás lo imitaron, aullando y chillando, jurando vengarse de White, llamándolo “descastado y caníbal”. “No son más que niños, a fin de cuentas. Chiquillos”, pensó Nathan al verlos en plena desbandada.

White dio vuelta al baúl roto con la punta del pie.

—¿Té quitaron algo? —preguntó.

—No. No —repuso Nathan—. No. Déjalo.

Entonces, el hijo del pirata (con quien Nathan apenas había cruzado palabra durante todo aquel tiempo en Graylake) le pasó el brazo por el hombro y juntos se alejaron a pie por la calzada de acceso al colegio.

Tamo White vivía extramuros del colegio, en un apartamento rentado en el pueblo. Estas excepciones eran permitidas tratándose de chicos mayores con cuantiosos haberes personales o dinero propio. White tenía una cuenta en el banco con ochocientas libras depositadas y un tutor que le administraba una suma aún mayor.

—Mi padre quiso que yo llevara una vida sin tacha —explicó White—. Pero también quiso donarme los dividendos. Los dividendos de su… vida productiva. Nunca encontró en ello nada paradójico, el viejo.

En lugar del sable, sostenía ahora un atizador al rojo vivo recién retirado del fuego. Lo sumergió en una damajuana de cerámica llena de vino tinto. Nathaniel nunca perdió de vista el atizador, sus ojos reflejaron el vapor, la espuma que se derramó del cántaro, el brillo del tarro de plata.

Mientras Nathan estudiaba el arte de preparar el vino, Tamo estudiaba al chico que acababa de rescatar. Las mangas colgando, los hombros contraídos sobre el pecho; cada vez que se volvía para mirar algo no giraba la cabeza sino todo el torso, con una rigidez cautelosa, angustiada. Las venas azules daban a su cabeza el aspecto de un queso Stilton y tenía la punta de la nariz roja y lastimada.

—Yo tampoco estuve presente cuando mi padre murió —dijo White—. Ignoro si hicieron lo apropiado. Jamás he visto su tumba.

—¡Hm! Una tumba. No se me había ocurrido —repuso Gull—. Tendrá que haber un funeral, supongo.

Se llevó el tarro a los labios y se los escaldó con el vino caliente.

—Cuando cayó enfermo, a mi padre se le metió en la cabeza enviarme de regreso a Inglaterra para recibir una buena educación y hacerme un hombre de provecho. Me puso tres tutores y me embarcó antes de que la enfermedad terminara de consumirlo. Durante un año o más estuve haciéndome ilusiones de que habría mejorado después de mi partida; que de pronto habría sanado y mandaría por mí, para tenerme a su lado. Pero estaba bien muerto. Debió morir antes de transcurrir tres días de mi salida de Tamatave.

El muchacho, pálido, giró su cuerpo hacia Tamo White, pero sólo dijo:

—¿Por qué te dejaste crecer el pelo?

Tamo se sirvió más vino, acomodando en un gesto automático su pelo detrás de las orejas. Su cabello tenía una textura fibrosa, crespa, voluminosa, como la melena de un león abisinio.

—¡Ah! Thrussell y Locke. Locke y Thrussell. Que cuelguen a Locke por bárbaro. ¿Qué beneficio puede aportar tener los pies mojados y la cabeza helada? ¡A mi manera de ver, nada sale de un huevo si no se lo mantiene caliente! —y soltó la carcajada. Una risa brillante, deslumbrante, que liberó de nuevo su cabello de detrás de las orejas—. Thrussell es un cochino bárbaro. Mira que calumniar a un hombre que acaba de fallecer. Y a su hijo. ¿Qué clase de tipo es capaz de semejante cosa?

—Me supongo que se sintió estafado —adujo débilmente Gull.

Tamo resopló con furia, listo para liquidar a esa criaturilla invertebrada, arrebujada frente a su chimenea.

—¿De verdad crees eso?

Gull frunció el ceño.

—No —dijo pensativo—. No —y prosiguió—. Creo que… creo que —aventuró despacio— deberían enchapopotarlo y colgarlo de la lengua en el vestíbulo principal, y rodear su cuerpo de cadenas y reducir a cenizas su colegio en sus narices y que Locke sirva para prender el fuego. Y rellenar con papel a todos sus tíos y sus tías y plantarlos como espantapájaros en los sembradíos. Y que Betterton y Wase lo reciban en el infierno con sus chaquetas azules. Y que mezclen sus cenizas con melaza y sellen con ellas las barricas de ron. Todo por decir esas cosas de mi papá. Aunque fueran ciertas; que no lo son.

Tamo se quedó patidifuso.

—¡Caray! —dijo.

Y en la primera oportunidad cargó con la damajuana a su recámara. Locke, en sus Consideraciones en torno a la educación, prohíbe el vino o las bebidas fuertes, y con un párroco menesteroso por padre, probablemente era la primera ocasión en que el buenazo de Gull probaba el alcohol. Un tarro más y el chico caería desmayado o saldría en pos de Thrussell para tumbarle los dientes.

Cuando Tamo salía de su recámara, con una chaqueta suya para prestársela a Nathan, le preguntó qué pensaba hacer; si tenía dónde ir, alguien que lo alojara. Pero nadie contestó.

Gull se había resbalado de la silla hasta quedar sentado en el tapete frente a la chimenea. Dormía, ahogado de borracho, con la cabeza en el asiento y las botas húmedas siseando entre los rescoldos.

El hijo del pirata

Cuando Nathan despertó, no pudo discernir dónde se hallaba, ni enterarse de nada salvo de que tenía tortícolis. Parecía estar dentro de una suerte de larva, aguardando el momento de la eclosión. Luego se le ocurrió que la tela que envolvía su cabeza era lona, y debía tratarse de un sudario, en cuyo interior lo habían cosido. Gritó, se retorció, trató de zafarse, se dio la vuelta y… azotó en el piso de una recámara, cayendo desde una altura considerable. La hamaca de donde había sido expulsado se mecía encima de él en suave vaivén.

—Tengo una propuesta que hacerte —dijo Tamo White, que se encontraba junto a la ventana—: ¿Por qué no vienes conmigo?

—¿Cómo? ¿Adónde vas?

—A casa. No aguanto más. Aborrezco Inglaterra.

—¿Aborreces Inglaterra?

Aquello superaba sus entendederas, y con la cabeza estallándole…

—El frío. Las reglas. Los pequeños tiranos. Extraño mi casa. ¿Por qué no vienes conmigo? Nada te ata aquí.

—¿Dónde queda tu casa?

—En Madagascar, naturalmente. Mi padre fue Thomas White; creí que lo sabías. El sensible Thomas White del Océano Índico —se advertía en su voz un completo autoescarnio, así que Nathan dio por hecho que aquella idea de marcharse era producto de la imaginación desbocada de un estudiante; nada digno de tomarse en serio—. Dos de mis tutores han muerto; los que prometieron a mi padre conducirme por la senda del bien. El tercero opina que ya he ido lo suficiente a la escuela para un chico de mi edad. Cree que a estas alturas tengo más educación que el rey. Si le digo que me gustaría darme una vuelta por casa antes de dedicarme a los negocios, me llevará en su barco. Todo es cosa de llegar y nadie conseguirá sacarme de ahí.

—¿Te atreverías a vivir entre los piratas? —preguntó Nathan en un susurro espantado. Recordó los grabados de sus libros: los rostros patibularios, los alfanjes, las singulares torturas, las madrigueras de la perversidad.

—¡No! —farfulló Tamo, mientras arrastraba su baúl hacia el centro de la pieza. Era un cofre auténtico de marino, con refuerzos de hierro y la tapa abombada. Dentro había ropa de hombre; no de muchacho, de hombre—. Madagascar es un sitio grande, vasto. Podría volver al pueblo de mi clan, un pueblo de cazadores de cocodrilos. No tendría que vivir con la tropa.

—¿Vivir con los salvajes, dices?

Tamo se le quedó mirando, asomado tras el borde del baúl, con cara de pocos amigos, en espera de una disculpa. Pero a Nathan no le pasó por la cabeza que lo hubiera ofendido.

—Yo soy un salvaje. Mi madre era una salvaje. De blanco no tengo más que el nombre, por si no lo sabías.

—Sí, pero tu padre…

—Mi padre no quiso que yo fuese como él. Por eso estoy aquí. No quería que yo fuera Thomas White II.

—No. ¡Quería que fueses un caballero!

Gull no tenía intenciones de mostrarse puntilloso, pero atravesaba un momento de sensibilidad extrema respecto al tema de los padres. Ansiaba tener un padre a quien preguntarle: “¿Y ahora, qué hago? ¿Adónde me dirijo?”

Tamo dio un puntapié al baúl.

—Pues eso sí no lo pudo comprar con su oro, ¿qué te parece?

Nathan se deprimió. ¡Qué odio tan virulento! Se sintió perdido, al garete. El mundo entero era un caos por culpa suya. Él, cuya sola preocupación había sido siempre caer bien, evitar las cosas desagradables. Guardó silencio, mientras contemplaba al hijo del pirata hacer su equipaje.

Ni qué decirlo: era descabellado que a White se le ocurriera proponerle a Gull que marchara con él. Alguien habría ya decidido lo que él tenía que hacer. Alguien aparecería de un momento a otro para decirle adónde ir, qué hacer, cómo arreglárselas, qué le tenía deparado la vida en estas nuevas circunstancias. Dios tenía planes para Nathan; eso le decía siempre su padre. Más pronto que tarde, esos planes se le develarían. En su nueva condición de humilde (y ésa había sido siempre su naturaleza) estaba completamente dispuesto a seguir los designios de Dios.

Pero mientras permanecía allí sentado, mirando al hijo del pirata envolver un par de trozos de pedernal en un retazo de gamuza y empacarlos entre camisas limpias con cuello de encaje, tiritaba al sentir el chiflón helado del pánico. Entraba por debajo de la puerta. Hacía traquetear la ventana. Huuuu. ¿Huuuu? ¿Quién le quedaba en el mundo para decirle cuál era la voluntad de Dios? ¿Su padre? No. ¿El colegio? No. Ni amigos ni parientes. Ni siquiera la presión pertinaz del padre Tiempo, empujándolo entre los omóplatos, conduciéndolo de uno a otro. De pronto se veía obligado a decidir. Él, Nathan Gull. Tenía que decidir adónde ir y qué hacer para llenar el estómago y cubrirse la cabeza.

—Vente conmigo —insistió White al ver la boca fruncida de aquel jovencito—. ¿A qué te quedas aquí?

Nathan despegó los labios para negarse, pero no consiguió articular palabra. Despegó los labios para decir que sí, pero no se atrevió, temeroso de que aparecieran rostros en la ventana con expresión burlona y mofándose de sus ensoñaciones miserables. ¿Irse con los piratas? ¿Nathan Gull?

Se incorporó de improviso y, al salir de la habitación, se golpeó con el marco de la puerta. No lograba entender por qué Tamo White venía tras él, sin acordarse de que él mismo acababa de ordenarle: “¡Acompáñame!”

Nathan echó a correr hacia el colegio. En el camino pasó de largo delante de tres iglesias, pues ninguna de ellas servía a su propósito. Luego de oír misa en la capilla de Graylake durante tantos años, le resultaba imposible concebir a Dios, como no fuera en el colegio. Subió corriendo la calzada, esquivando los enormes robles, para que nadie lo viera. Y se dejó caer exhausto dentro de la monumental nave de la capilla, cuya construcción fuera auspiciada por el mismísimo rey.

—¿A qué vinimos? ¿Qué te propones? —le preguntó acezando Tamo White.

—¡Preguntar! —contestó Nathan, aún sin aliento—. Mi padre me dijo… —había trepado a la base del facistol y pugnaba por abrir la gran tapa de cuero de la Biblia. Estaba cerrada con una cadena. Un candado en la Biblia. A pesar de ello, era posible separar un poco las páginas—. ¡Acude al Señor, en tus tribulaciones!

Se lo había oído a su padre alguna vez. Nathan lo imaginaba ahora: los ojos cerrados, el índice descansando encima de la Biblia abierta y la otra mano empuñada contra el pecho; la taza de té sobre la mesilla traqueteaba por el fervor: “¡Pregúntale al Libro, Nathaniel! ¡Atiende a la voluntad de Dios, en tus tribulaciones!

La gélida carrera hasta la capilla y la profanación del facistol habían agotado la efusión de osadía de Nathan. Ahora ya sabía lo que iba a hacer. Pediría prestadas unas monedas a White para poder ir a casa y asistir al funeral. Y si en el entierro se topaba con alguien —el consejero familiar, el tendero o algún vecino entrometido—, le pediría que le dijera qué hacer con su vida. No era sino un colegial, a fin de cuentas, y nadie supone que los colegiales tengan que tomar decisiones por sí mismos. De cualquier manera, sus manos gélidas arrugaban las finas hojas del libro entreabierto y con el puño de la camisa arañaba los cantos. Acercó su nariz magullada y húmeda a la rendija y se asomó.

—¿Qué tratas de hacer? —preguntó Tamo White.

—Mi padre…

—¿Qué cosa? ¿Fue él quien escribió ese libro?

—¡Cómo crees! —(había olvidado que Tamo era semisalvaje) puso la mano extendida sobre una página. Leyó por entre sus dedos—: “Los hijos de Aser según sus clanes fueron: de Imna, el clan de los imnaítas; de Isvi, el clan de los isvitas; de Bería, el clan de los beriaítas…”

Nathan hizo un nuevo intento; en alguna parte del Nuevo Testamento: los Evangelios. Las palabras dentro de aquella grieta pululaban como hormigas desconcertadas al levantar una piedra. Por fin, sujetó un versículo con la punta del dedo y consiguió afocar la mirada:

—“Dejad que los muertos entierren a sus muertos”.

Fue tal el golpe que le descerrajaron las palabras, que cayó hacia atrás desde el facistol encima de Tamo, quien lo detuvo y evitó que así azotara contra el piso.

—Sí, sí me voy. Me voy. Me voy contigo a Madagascar —dijo. Su voz retumbó en el interior de la nave vacía, rebotando en la caoba tallada y en los rostros azorados de los ángeles de yeso.

—¿Qué están haciendo aquí?

No se quedaron para averiguar quién los había descubierto. Salieron corriendo por la sacristía, azotando la puerta tras ellos. Con el golpe, la capilla real reverberó como un tambor. Pero Nathan no pudo escucharlo; se lo impedía el latir de la sangre en sus oídos. ¡Se iría a vivir con los piratas! ¡Sus sueños se convertirían en realidad, en una isla lejana, viviendo entre los salvajes!

Volvieron corriendo por la calzada, en medio del aguanieve, zigzagueando entre los vetustos robles, acariciando con sus manos la corteza. ¡Bebería ron y comería cocos y construiría una choza de hojas de palma! ¡Dios acababa de dar su consentimiento!

Fue entonces, en el preciso instante en que sentía que su corazón se libraba del peso del miedo y la desesperación, cuando la vio.

Su carilla en forma de cuchara tenía el color del estaño oxidado, la lluvia le había aplastado contra el cráneo su cabello lacio, el frío y el llanto le habían puesto roja la nariz. Su hermana. Allí estaba Magda, aferrada a la verja del colegio, la frente apoyada en los barrotes, con la débil esperanza de ver a su hermano, a la única persona que le quedaba en el mundo.

Por un momento, Nathan la odió. Aparecía nada más para echar por la borda sus ilusiones, para echar a pique sus sueños de gloria. Se había olvidado de ella —como todo el mundo—, la había pasado por alto. No hacía media hora, ansiaba hallar un alma en la Tierra que le perteneciera, que fuera parte de su familia. Pero ¿por qué ahora tenía que venir Magda a recordarle que, después de todo, sí tenía una familia? Se detuvo, resbalando sobre el pavimento, justo cuando ella lo vio.

—No puedo irme.

Tamo White aulló desesperado.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Estaban tan cerca de Magda que ella podía escuchar lo que discutían, pero no osó traspasar la verja; hubiese sido impertinente, impropio. Su rostro se arrugó en renovado llanto. Sus manos de muñecas delgadas se tendieron a través de los barrotes, implorando a su hermano consuelo. Nathan continuó despacio hacia la salida. Pisándole los talones, Tamo no paraba de despotricar.

—¿Y ahora qué? ¿Cuál es el problema?

Nathan abrió la pesada verja. Magda se le abalanzó, sollozando como una loca.

—No puedo ir. Tengo una hermana —explicó Nathan al hijo del pirata.

—¡Pues que venga contigo!

Allí permanecieron, golpeados por el granizo. Los gránulos de hielo se posaban momentáneamente en la cabeza de Magda y luego se fundían entre los mechones de su cabello. La piel del chaleco de Tamo relucía con los diamantes de granizo.

Nathan meneó tristemente la cabeza. ¿Llevar a su hermana a vivir entre los salvajes, a mil millas de casa?

—¿Llevarme adónde? —preguntó Magda sorbiendo por la nariz y tiritando de frío.

Tamo White le dedicó una florida caravana.

—A Madagascar, señora. Me vuelvo a casa y he invitado a su hermano a que me acompañe.

Nathan rio con sorna, a pesar suyo, en una mueca de infelicidad. ¿Llevarse a la atareada Magda a Madagascar? ¿A un millón de millas de la decencia cristiana? ¿A mezclarse con caníbales, marineros solitarios, enfermedades y bestias salvajes?

—No hagas caso —aconsejó a su hermana—. Son fantasías, nada más. Estaba haciendo castillos en el aire. Ya me conoces.

Nathan encontraba consuelo en la idea de que no tardaría en morir de una pulmonía por estar parado bajo la lluvia; eso pondría fin a sus dificultades.

—Me temo que no podríamos costear nuestro pasaje, señor —explicaba Magda al hijo del pirata.

—No será necesario, señora. Mi tutor es dueño de un barco. Pensaba hacerme a la mar con él.

Nathan se quitó la chaqueta prestada y se la puso a su hermana, aunque estaba tan empapada que el gesto difícilmente pasaría por un acto de caballerosidad. Fue más bien como colgar una cobija alrededor de la jaula de un pájaro para no escuchar sus graznidos.

—Muy bien, señor —repuso Magda—. Le estamos sumamente agradecidos por su bondadosa invitación —y añadió—: ¿Cuándo partimos?

De regreso de la misa vespertina, con los pulgares enganchados en la sisa del chaleco y escuchando el trino de los tordos en torno suyo, el doctor Thrussell aguardaba la llegada de un nuevo estudiante al día siguiente. Hijo de padres prominentes. El honor y los ingresos por venir lo compensaban hasta cierto punto por el comportamiento criminal de ese patán de Gull. Conque muerto, ¡y sin un céntimo! ¿Adónde había llegado la Iglesia de Inglaterra? Cuando menos Dios había hecho lo posible por resarcir al colegio por el fraude perpetrado en su perjuicio.

Con el pie, golpeó un recipiente semivacío, y lo que había dentro salpicó sus tobillos. Thrussell husmeó: un hedor desagradable, a rastro. Se agachó para inspeccionar el contenido de la lata. Sangre de cerdo, concluyó. Poco más allá, encontró el palo empleado por Tamo para untar la sangre y, al enderezarse, leyó las palabras embarradas en el muro de la capilla real.

—¡Gull! —expelió el nombre de entre sus labios como un estadillo. Ni siquiera el hecho de que el latín fuera correcto atenuó la rabia que al rector no le cabía en el cuerpo e hizo que sus pies comenzaran a bailar sin moverse de su sitio. Un nuevo y valioso pupilo llegaría al día siguiente y a todo lo largo del muro de la capilla podían leerse las palabras, garabateadas con sangre de cochino: de mortuis nil nisi bonum.

Nunca hables mal de los muertos.