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Los fantasmas de Fernando / A la Orilla del Viento
Los fantasmas de Fernando

JAIME ALFONSO SANDOVAL

ilustrado por
ROGER YCAZA

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

Índice

Tres meses de suerte fatal

Adolescencia

Una herencia

Los Sabinos

Millonario en pausa

Camino a San Blas

De un momento a otro

El Pelón

Una tía

Dime la verdad

Pide un deseo

Un encargo

Un mensaje

El perro trailero

Un tesoro

La llamada

Bajo la manga

El abuelo

¡Habla!

Motores

Todo bien, todo mal

Llamada por cobrar

Berenice

Vía corta

Telenovelas pueblerinas

Detenido

Armas

Un fantasma, dos fantasmas

Mentira

El otro testigo

Verdad

Chino

Domingo

Despedida

El final…

El final, el comienzo

contraportada

Para Silvia, Maty, Marus, Poncho,
Lupita, Jorge, Manuel, Ofelia, Lucy.
Suena a ejército, lo son.
Una fuerza de la naturaleza.
Son trabajo, estudio, tesón.
Mi orgullo, mi familia: los Sandoval López.

J. A. S.

Al padre de mi padre, y al mío.

R. Y.

Tres meses de suerte fatal

A los quince años mi vida era un completo desastre. Murió mi perro, me quedé sin escuela, mi novia me dejó, me rompí una mano y, para colmo, heredé una propiedad embrujada. Sí, un lugar con todo y fantasmas, además de un catálogo de cosas paranormales. Maravilloso, ¿no? ¡Era lo único que me faltaba! Terminar mi vida como nini y cazafantasmas.

Voy a explicar cómo llegué a este punto: todo sucedió en lo que yo llamo los tres meses de suerte fatal. Tres meses en los que mi vida perfecta se fue a la basura, completita. Las cosas iban bien cuando, a mediados de abril, se enfermó Domingo, mi perro, que se veía (y olía) igual que un tapete viejo. Era un perro de esos que esperas que siempre estén ahí. Mi papá me lo regaló en mi cumpleaños y luego salió a comprar el periódico. Creo que fue a buscarlo a un puesto de revistas de Novosibirisk, la capital de Siberia, porque no volví a verlo. Cuando sospeché que papá no volvería pronto, le dije al cachorro: “Ni modo, te va a tocar ser mi figura paterna”, y el perro lamió mi mano y se echó a dormir. Supuse que era su forma de decir: “Bueno, pues ya qué”.

Mi papá regalaba cosas usadas, así que el perro también era usado (venía de un albergue), pero estaba bien. Le puse Domingo porque fue el día que desapareció mi papá. Hasta eso, no fue tan mala figura paterna. De Domingo aprendí muchas cosas prácticas, sus tres enseñanzas más grandes y útiles para la vida fueron:

1) Si algo parece sospechoso, huélelo antes de comerlo.

2) Si estás nervioso, búscate algo que mordisquear.

3) Las siestas son indispensables para la vida.

Domingo me acompañó, pero mientras yo crecía, él se volvía viejo y achacoso. Al final, lo único que hacía era salir de su colchoneta a pescar un rayito de sol en el patio, hasta que un día de lluvia lo que pescó fue una influenza perruna. Lo llevamos con el veterinario y nos dijo que, dada su avanzada edad, lo mejor era dormirlo.

—De ninguna manera —dije muy firme—. Domingo no es la Bella Durmiente.

—Pero está muy enfermo y sufre —dijo mi mamá, preocupada.

—¿Y cuando yo me enferme también me vas a dormir?

—Por favor, Fernando, ¡las cosas que dices! Esto es distinto.

—Pues es mi perro y lo voy a cuidar hasta que esté bien —aseguré serio.

Le di sus medicinas para la fiebre, le conseguí más cobijas y le dejé un calefactor cerca, pero el pobre Domingo nunca mejoró y, cuatro días después, se fue apagando como una velita a la que no le queda cera. La vida se le salió a trocitos en cada respiración y una mañana que volví de la escuela lo encontré muy quieto. Estaba ahí, pero también ya no.

¿Lloré? Digamos que todavía lo hago, así que me van a disculpar si dejo correr un velo en este asunto y seguimos adelante, porque ningún lector va a querer leer páginas y páginas sobre un muchacho que llora por su perro. Sólo el que conoce de amores y pérdidas perrunas me entiende.

Esos días fueron horribles, aunque al menos tenía a Berenice, mi novia de entonces, y un plan de vida: ser músico profesional. Pero ya habían comenzado los tres meses de suerte fatal y yo no lo sabía. Cuando llegó mayo presenté el examen en la Escuela de Iniciación Artística, mi mamá me recomendó que también hiciera el examen en otra prepa normal, para tener opciones, pero no le hice caso. ¡Si le hiciera caso a mi mamá cargaría siempre suéter y paraguas! Tal vez imagina que vivimos en Edimburgo y no en la colonia Escandón.

No me salvé de la costumbre materna ni siquiera cuando fui a hacer el examen. Ese día llevaba un horrible suéter de Chiconcuac que picaba como si lo hubieran tejido con hormigas en lugar de lana. Pero estaba tan emocionado que ni lo sentí, llevaba un año tomando clases de bajo y guitarra, estaba seguro de que tenía un talento descomunal, el problema fue que había 840 muchachos y muchachas que pensaban lo mismo y todos queríamos uno de los 90 lugares disponibles en la escuela. Hice el examen y di mi audición ante diez profesores con cara de velorio constipado. Fue la mejor tocada de mi vida: “Come together”, de los Beatles. Terminé sudado (en parte, por el suéter de Chiconcuac) y seguro de que me iban a aceptar.

Tres semanas después pusieron la lista de los elegidos en la ventana de las oficinas escolares. Desde que llegué vi a una multitud de adolescentes con facha de artistas, casi todos con ojos llorosos, debían ser los rechazados. “Pobres, qué triste es no tener talento”, pensé. Entre empujones llegué frente al listado. Del apellido Pedraza, saltaba al de Poza, pero no había Pérez. Se me hizo raro porque hay Pérez hasta debajo de las piedras. Leí la lista completa como cinco veces, pero mi nombre, Pérez de Arana Mendoza Fernando, no estaba por ningún lado.

Imaginé que debía ser un error, tal vez estaba en otra lista de chicos superdotados, así que entré a las oficinas y me dirigí a una secretaria escolar, parecía muy ocupada escribiendo reportes a velocidad supersónica.

—Buenos días —interrumpí, todavía molesto—. ¿Sabe dónde están las demás listas de los alumnos de nuevo ingreso?

—La de la ventana es la única lista que hay —la secretaria ni siquiera me miró—. Si no estás ahí, no entraste a esta escuela.

—¿Puedo hablar con algún maestro? —hice un esfuerzo para no levantar la voz—. Es que me parece que se equivocaron.

—El resultado es inapelable —dijo ya un poco impaciente—. ¿Sabes qué significa inapelable?

No sabía, pero imaginé que era “largo de aquí y no molestes”.

—Es que no es posible que no me hayan aceptado —me inundó la lengua esa frustración que sabe a moneda vieja—. Tengo mucho talento y llevo un año estudiando guitarra y bajo.

Por primera vez, la secretaria hizo una pausa y me miró con fijeza.

—Aquí hay alumnos que empezaron a estudiar piano o violín desde los cinco años —dijo sin burla, pero dolió—, algunos han presentado el examen hasta tres veces. Mejor sigue practicando y vuelve el próximo año.

Y volvió a teclear como robot, ¡en eso era superdotada!

¿Un año? ¡Era demasiado! Salí muy molesto y me entró un sentimiento de salvaje venganza: ¡se iban a arrepentir de haberme rechazado! ¡Iba a demostrar que era un genio!, me rogarían por que volviera. Esa sensación me duró hasta que me di cuenta de que tenía un problema, uno enorme: iba a salir de la secundaria y no tenía otra escuela adónde entrar. Con desesperación busqué en otras escuelas públicas, pero ya habían pasado las fechas de exámenes de ingreso. A todos mis amigos ya los habían aceptado en alguna, a mí no.

Pero todavía faltaba lo peor: ya estábamos en junio. Yo tenía un montón de problemas que ocultaba en mi casa y un pésimo humor. No sé qué pasó, pero un pequeño pleito con Bere terminó en pelea épica, y al final rompimos. Si algún lector quiere saber detalles de este triste episodio de mi vida amorosa, advierto que tendrá que esperar, ¡estoy en el primer capítulo de este libro! Más adelante, si siguen acompañándome en mis desgracias, prometo que ya con más confianza contaré todo.

Pero estaba todavía en medio de los tres meses de suerte fatal y las desgracias seguían. El mismo día que rompí con Bere, me caí de la bici y me fracturé la mano izquierda, dos nudillos y la base de la muñeca y, con eso, mis sueños de la salvaje venganza de ser guitarrista exitoso y hasta de repetir el examen dentro de un año en la Escuela de Iniciación Artística se fueron por el pavimento.

No asistí a mi graduación de fin de cursos; ese día me estaban colocando una férula en la mano (fractura metacarpiana, explicó el doctor en el hospital). Y de regreso a la casa, en el coche, estalló otro problema. Mi madre supo del secreto que ocultaba.

—¿No estás inscrito en ninguna escuela? —me miró incrédula—. ¡Pero te advertí que vieras otras opciones!

—Puedo entrar a una prepa particular —sugerí.

—¿Con qué dinero? ¡No tenemos para una colegiatura! —mi mamá se puso como gris, hasta pensé que se desmayaría y chocaríamos—. Con tus calificaciones no alcanzas para pedir beca. Tu promedio es de siete. Fernando, no puedo creer que seas tan irresponsable…

En el camino siguió hablando un rato más, quejándose de mí, pero ni siquiera me ofendí, ya no me importaba, ¿qué más podía pasarme? Me había quedado sin perro (mi figura paterna), sin escuela (ni artística ni normal), sin novia (¡la hermosa Bere!), con la mano rota (el mundo de la música había perdido una estrella).

¿Deprimido? Digamos que ese día entré a mi cuarto decidido a quedarme en la cama hasta que germinara una nueva especie de hongos entre mis sábanas o un meteorito despistado se estrellara contra la Tierra, lo primero que sucediera.

Tenía 15 años y todo había terminado para mí… aunque los lectores atentos recordarán que mencioné un sitio encantado, pues bien, eso lo voy a explicar más adelante: fue el colmo de la suerte fatal.

Adolescencia

Los japoneses son expertos en inventar y clasificar cosas. Tienen hasta un término para los muchachos (en general son hombres) que deciden encerrarse en su habitación y no salir por meses o incluso por años. Les dicen hikokomori, y sus padres deben mantenerlos, llevarles comida y lo que necesiten. Estos jóvenes permanecen encerrados por voluntad propia y se conectan al mundo por computadora o celular. Pues bien, ese mes yo decidí ser el hikokomori oficial de la colonia Escandón. Tenía todo listo: mi compu, mi teléfono desde donde enviaba un promedio de cinco mensajes por hora a Bere suplicando que volviéramos y un montón de pañuelos desechables para llorar a gusto por mis desgracias. Calculé que iba a estar encerrado el resto de mi vida.

Llevaba sólo cinco días como hikokomori cuando mi mamá entró a hablar conmigo. Era la primera vez que me dirigía la palabra después de nuestra discusión cuando salimos del hospital.

—Fernando, no puedes estar aquí todo el día —abrió la ventana para despejar los olores hikokomorescos.

—Sí puedo… no tengo nada qué hacer —gemí envuelto entre las cobijas—. Voy a quedarme encerrado hasta que muera de hambre.

—Eso va a estar difícil porque comes papitas todo el día —recogió algunas envolturas—. Si sigues comiendo chatarra te vas a poner gordo.

Tuve un chispazo de ilusión: ¿y si me volvía gordo como un fenómeno de circo? Tal vez si me esforzaba en comer papitas podría llegar a los 300 kilos, entonces sería imposible salir por el marco de la puerta y quedaría atrapado en el cuarto, la excusa perfecta para una vida de encierro. Podría mantenerme vendiendo entrevistas o ser un youtuber que da consejos a otros gordos.

—¿Esto es sangre? —mi mamá levantó un pañuelo desechable.

—De la nariz —expliqué de inmediato—. A veces me pasa, ojalá me hubiera desangrado hasta morir.

Mi mamá suspiró, apartó mi ropa sucia de una silla para poder sentarse. En el piso estaba mi guitarra eléctrica (que nunca volvería a tocar) y varios tenis amontonados.

—Hijo, tienes que poner de tu parte. Si sigues así nunca te vas a sentir mejor. A ver, ¿hace cuánto que no te bañas?

Me encogí de hombros. Era lo que menos me importaba. Por mí, ojalá me diera lepra, sarampión y moquillo al mismo tiempo.

—Si te ves bien, te vas a sentir bien, aunque sea un poquito —explicó mi mamá—. También necesitas cortarte el pelo, mira esta mata, pareces limosnero.

—Al menos ellos ganan dinero —dije hasta con envidia—. Yo soy un inútil.

—Hijo, por favor —tomó mucho aire, como si hubiera partículas de paciencia flotando por ahí—. Sólo estás pasando por un mal momento. Además, adivina, te tengo una muy buena noticia.

—¿Habló Bere? —me incorporé en la cama con repentina emoción—. ¿Vino a verme? ¿Bere está aquí? ¿Qué dijo?

—No… es… otra cosa, pero te va a gustar, es algo muy útil —sacó algo del bolsillo.

De inmediato desconfié, cuando las mamás dicen que algo es útil, están pensando en ellas mismas o es algo muy, pero muy aburrido. Me pasó el folleto de una escuela llamada English Forever!, se veía la torre del Big Ben y la estatua de la Libertad y la cara de la reina de Inglaterra.

—Creo que puedo pagarte esto —explicó—. Podrías tomar clases mientras consigues inscribirte en alguna prepa oficial. Además el inglés sirve para todo. ¿Cómo ves?

—No pienso salir de mi retiro para estudiar pollito-chicken —volví a meterme entre las cobijas—. Olvídalo, no inviertas en un hijo fracasado.

Mi mamá parpadeó con la velocidad de un aleteo de colibrí nervioso; hace eso cuando ya se le acabó la paciencia.

—Bien, como quieras —dijo ya molesta—. Pero ni creas que voy a recoger tu basura o tu ropa sucia, ¡a ver cuánto tiempo aguantas oliendo a chiquero! Y tampoco voy a traerte comida hasta que salgas. ¿Me oyes, Fernando?

—Ya oí… piensas matarme de hambre, eres una madre sin corazón.

—Si quieres comer, ve a la cocina, como cualquier persona —suspiró.

No respondí. Estaba de malas.

—¡Estos muchachitos de hoy! —salió del cuarto—. Tienen una dificultad y se les acaba el mundo, ¡todo es drama!

“Pues muy mi drama”, pensé, no estaba invitando a nadie a que lo compartiera. Sólo existía alguien que me hubiera ayudado en ese momento… Bere. De todas las desgracias que me habían pasado en los tres meses de suerte fatal, la peor fue quedarme sin novia. Nunca había sentido tanto dolor, era como si mi corazón lo llenaran de chilito y limón y luego un ejército de pirañas lo masticara. Sé que no fui buen novio, pero al menos merecía una llamada.

Bere, Bere, Bere. No dejaba de repetir su nombre y de enviarle mensajes de texto, pero no respondía. ¿Me habría bloqueado? Era lo más seguro. Con la mano inmóvil e hinchada dentro de la férula, me tapé la cabeza con la cobija y escuché cómo caían al suelo los folletos de English Forever! Ahí los dejaría… forever.

Pero mi madre no era tan mala como para dejarme sin comer. En los días siguientes apareció en la puerta una charola con un sándwich, ensalada, verduras cocidas y agua, nada de refresco ni pastel o más papitas, fue su venganza: si no quería salir del cuarto, comería lo que ella decidiera.

A veces oía conversaciones detrás de la puerta.

—… es que dile algo —dijo mi madre entre murmullos.

—Pero, Lulú, ¿qué quieres que le diga? —respondió la voz de un hombre.

—No sé, algo para que reaccione —siguió mamá—. No le interesó la escuela de inglés, no quiere salir, sólo habla de esa tal Vero.

Estuve a punto de corregir: “¡Se llama Bere! Berenice Castellón Puentes, la más bonita de la secundaria”. No era posible que mi familia no supiera su nombre si yo lo repetía todo el día. Seguí escuchando.

—Siempre dices que no me meta —dijo la voz de hombre—. Que a tu hijo lo educas tú.

—Por favor, Memo. Es que ya no sé qué hacer —agregó mi madre, suplicante—. Háblale de hombre a hombre. Por favor.

La voz temblorosa de señor pertenecía a don Guillermo, Memo, el segundo esposo de mi mamá. Me encantaría decir que era como los padrastros y las madrastras de los cuentos, un ogro malvado que quiere quedarse con el reino, pero ni los Pérez de Arana tenemos reino y Memo es un contador público de lo más inofensivo. Lo más rebelde y salvaje que lo he visto hacer es tomar leche directamente del bote de cartón mientras ve documentales del History Channel.

Unos minutos después se abrió la puerta de mi cuarto. Ahí estaba Memo, con sus enormes lentes y corbata azul (sólo se la quita para bañarse y dormir).

—Oye… Fer… amiguito, ¿puedo pasar?

¿Amiguito? Sentí escalofríos, empezamos mal. Memo no esperó respuesta y avanzó hasta llegar a los pies de la cama. Nos miramos los dos, como en un duelo de incomodidad, a ver quién se sentía más mal.

—Y… ¿cómo estás? —comenzó.

—Mal —reconocí sin pudor—. Me he convertido en un hikokomori.

—Ah… bueno, a veces pasa… —repuso desconcertado—. Fernando, tengo que hablar contigo muy seriamente.

Me preparé para oír un largo y aburrido discurso, con ejemplos de su propia infancia, del esfuerzo y tal vez referencias a documentales del History Channel.

—Sé que las cosas no han sido fáciles para ti —comenzó—, pero… échale ganas, ¿va?

Se hizo un silencio. Lo miré, sorprendido. ¿Eso era todo? Al parecer, sí; además, esperaba mi respuesta.

—Lo intentaré —dije por decir algo.

—Qué bueno. Así se habla —sonrió casi aliviado—. No te des por vencido, amiguito.

Y salió. Quedé muy indignado, ¿qué discurso fue ése? Me había quedado sin perro, sin escuela, sin carrera musical, sin novia… ¡Y debía echarle ganas! ¿Que no entendían que me había quedado justamente sin ganas?

—¿Qué te dijo? —oí a mi madre tras la puerta.

—No sé… algo de que se convirtió en pokemon. Pero dice que le va a echar ganas.

—Eso ya es un avance —suspiró mi mamá—. Te dije que lo mejor era que hablaras con él, de hombre a hombre.

Pero obviamente no salí del cuarto y seguí exactamente igual. Aunque aún faltaba la visita del tercer integrante de la familia.

—¿Qué le pasa a Fer? ¿Por qué no sale? —preguntó mi hermanita menor. Se asomó al cuarto y me miró como si estuviera poseído por una fuerza maligna.

—No tiene nada, Cristi —dijo mi mamá de inmediato—. Es la adolescencia.

Lo mencionó como si fuera una enfermedad mortal. Como si la gente dijera: “Empezó a sentirse mal, fue con el médico y, ¡pum!, le dieron paperas y adolescencia.” “Si te portas mal te va a atacar la adolescencia, ya verás.”

Pero estoy seguro de que cuando Cristi sea adolescente será distinta, es todo lo contrario a mí, debió sacarlo de Memo, su papá. Ella es limpia, perfecta, siempre bien arreglada. Creo que nació siendo adulta en versión de bolsillo. Desde el jardín de niños, cuando le preguntaron qué quería ser de grande, respondió: “actuaria”. La maestra intentó corregirla creyendo que quiso decir “actuación”, pero mi hermanita explicó: “Los actuarios se dedican a revisar actas constitutivas y registros contables, es lo que haré”. ¡Ésa es Cristi!

—Hola, Fer… —mi hermanita entró al cuarto—. ¿Te duele mucho?

—Ya no tanto —levanté la mano con la férula—. Pero me da comezón.

—Yo hablo de lo otro. De la adolescencia. ¿Duele?

Sonreí.

—Un poquito, pero si tienes amigos, escuela y cosas qué hacer, no duele nada.

Se quedó pensando en mis palabras, evaluando que yo no tenía nada de eso.

—¿Quieres que haga algo por ti? —preguntó amable.

—Sí, tráeme papitas con chile, palomitas con limón, churritos, refresco del que me gusta, chicles sabor uva y un paquete de pañuelos para seguir llorando, ya se me terminaron.

Para no olvidar nada, Cristi lo apuntó en una libretita.

—¿Pañuelos perfumados están bien? —confirmó.

¡Esa Cristi! Siempre al pendiente de los detalles. Le esperaba un gran futuro.

—Ahora no tengo dinero —advertí—. Pero luego te pago.

—Te lo voy apuntar en tu cuenta, pero si no pagas a fin de mes te aplicaré una tasa de 15% de intereses.

¡Ésa también era Cristi! Acepté sus condiciones. No me quedaba de otra.

Entré a mi segunda semana como hikokomori, era una suerte contar con un baño propio, porque hubiera sido muy incómodo usar una bacinica, además, podía echar al inodoro los pañuelos con sangre para que mi mamá no se asustara.

—¿Y si traemos a una psicóloga? —escuché que dijo Memo en el pasillo—. Tal vez heredó los problemas mentales… de ya sabes quién…

Me acerqué a la puerta a ver si oía algo más del chisme, fue imposible, parecía que bajaban la voz a propósito. ¿De quién hablaban? Aunque ya tenía una sospecha.

Pero a pesar de la curiosidad no salí. Todos los días había una trampa distinta; por ejemplo, una tarde comenzó a sonar el teléfono del departamento y yo grité: “¡Contesten! ¡Debe ser Bere!”

—Si quieres contestar, entonces sal —advirtió mi mamá y dejó el teléfono sonando ante mi desesperación.

Era muy tentador, pero no caí. Recordé que Bere también podía contactarme por la compu o el celular. Pero entonces, al día siguiente mi mamá mandó desconectar la señal de internet, suponía que como adolescente no podía vivir sin wifi, no sospechó que sabía colgarme de la señal del vecino y seguí como si nada, enviando mensajes a Bere. ¡No respondió ninguno! Descubrí que mi ex novia también me había bloqueado de sus redes sociales, ni siquiera podía ver sus fotos, era tan injusto.

Lo único bueno de todo es que Cristi me llevaba mis pedidos de comida chatarra, hasta que una tarde me advirtió que no iba a surtirme más.

—Se te acabó el crédito —explicó muy seria.

—No seas así, chaparra. Anda, apúntalo en la lista.

—No me digas así, no me gusta. Y ya no puedo —miró su libretita llena de números—. Tu deuda está en el margen de riesgo. Sólo te puedo fiar si consigues un aval.

¿Dónde había aprendido esas palabras? Intenté negociar, pero no aceptó como pago ni mis historietas ni ninguno de mis videojuegos de guerra.

—Sólo recibo pesos o dólares —advirtió mientras saboreaba una paleta de mango enchilado.

Lo más fácil era pedirle dinero a mi mamá y bajar a la tiendita a comprar papas, estuve a punto, pero resistí hasta el sábado temprano cuando escuché que alguien tocaba la puerta del departamento. Pensé en mi ex novia y me asomé, desde mi cuarto se ve la entrada, pero no era Bere. Cuando mi mamá abrió, apareció una señora bajita y nerviosa, acompañada de una muchacha muy guapa.

—Hola, Lourdes —dijo la señora—. ¿Te acuerdas de mí?

Mi mamá no dijo nada, pero seguro la reconoció porque se puso muy pálida.

—Soy Enriqueta, Queta —aclaró la señora pequeñita—, hermana de León, tu primer esposo…

—Sé quién eres —interrumpió mi mamá, tensa—. ¿Te mandó León? Si quiere algo, debe hablar con el abogado, ya lo sabe.

—Tranquila, Lourdes, no vengo a eso. ¿Me permites pasar? ¿O me vas a dejar en el pasillo?

Mi mamá le dio paso a la señora y a la muchacha, y de pronto, como un chispazo en el fondo del baúl de la memoria, recordé a esa mujer bajita, rubia, de habladito nervioso. Alguna vez, años atrás, mi papá me llevó a su casa en Querétaro, aunque no recordaba a la muchacha.

—He estado llamando toda la semana, pero nadie contesta —explicó Queta—. Perdón por aparecer así en tu casa, pero es urgente. ¿Se encuentra tu hijo Fernandito?

—Está en su cuarto, recuperándose —explicó mi madre—. Tuvo un accidente y se rompió una mano.

Al menos no dijo: “Está enfermo de adolescencia”.

—Debo hablar con él —avisó Queta—. Heredó Los Sabinos. No sé si lo conociste.

—¿Heredó qué? —preguntó mi madre, aturdida.

—Es una propiedad de la huasteca —explicó la tía—, siempre ha sido de nuestra familia. A tu hijo le corresponde la propiedad por ser un Pérez de Arana.

Sí, justo ése es el lugar encantado del que les hablaba al principio: Los Sabinos. Al fin llegamos a ese tema.